«Samuel Steinwurzel, 1943.» Esto, escrito a máquina, es lo único que acompaña a la fotografía. Palabras e imagen flotan descentradas en el espacio de una gran hoja, una hoja de papel de un color que podríamos llamar «pajizo», papel de carta. El hombre de la foto lleva una chaqueta oscura, tiene el pelo moreno y peinado hacia atrás, aspecto de hombre adulto a una edad en la que hoy parecería un muchacho, una expresión seria, una nariz larga que a la vez acentúa y mitiga esa expresión, casi la de un pierrot en ropa de paisano. Nunca lo había visto tan serio, con una seriedad ceremonial que confiere a sus rasgos una melancolía involuntaria, pero lo reconozco sin problemas.
—Samuel —digo a su hijo—. No lo sabía. ¿Se llamaba así?
—Sí, sí. Bueno, lo llamaban Milek, pero aquí…
Aquí, es decir, en Italia, debieron de preguntarle: «Eh, tú, soldado, ¿cómo te llamas? ¿Milek?… ¿Cómo?… Ah: ¡¡¡Emilio!!! Aquí es Emilio… Tú en italiano te llamas Emilio».
El hombre de la foto es el origen de todo. La fuente desde la que he seguido los cauces que recorren continentes y confluyen en el río de estas páginas, los meandros que llevan al Valle del Liri y desembocan en la batalla. Aunque luego, como ocurre a menudo con las fuentes primeras, pareció perderse, subterránea.
Hace bastante tiempo le pregunté a mi madre:
—¿Verdad que Emilio Steinwurzel vino a Italia con el ejército de Anders, que combatió en Montecassino?
—No, ése fue mi primo Dolek. Él sí estuvo con los polacos. Emilio era de Lemberg, o sea, de Galitzia…
—Pero, mamá, si era de Lviv, la cosa aún parece más probable. Muchos de aquellos soldados eran de territorios orientales, gente deportada por los rusos y luego liberada.
—No lo sé. No.
Lo dijo haciendo una mueca que confirmaba el vacío más total.
Mi madre sabía poco o nada de lo ocurrido en aquella zona de Polonia, y yo aún no sabía nada de Irka ni de los hermanos Szer. Y quizá nunca habría sabido nada si mi madre no hubiese mencionado a ese primo al que yo no conocí, en lugar del amigo de la familia al que de niña veía todos los veranos. Comprendía, claro, que su memoria iba fallando. Pero, como no tenía nada con que confrontarla, también empecé a dudar de la mía. ¿Quién me había dicho que Emilio fue soldado en Italia? ¿Cuándo? ¿Cómo podía yo recordar Montecassino, que hubo un ejército polaco? ¿Cómo podía recordar nada menos que el nombre de ese ejército, «Ejército de Anders», cuando no sabía casi ninguna historia ligada a la segunda guerra mundial, ni la de mi familia ni otras?
Seguí, pues, las indicaciones de mi madre, tomando la historia de uno por la de otro, y seguí la pista de los hermanos Szer descartando la de Emilio Steinwurzel, que parecía terminar donde él mismo había terminado, en la sección judía del cementerio de Musocco, en Milán. Por eso, cuando, meses después, busqué el número de teléfono de su hijo, que encontré enseguida, y vi, en el sitio web de las «Páginas Blancas», que se había mudado a Via Bramante, dejé pasar todo el verano antes de decidirme a llamarlo. En parte porque me daba vergüenza llamar a alguien con quien llevábamos más de veinte años sin tener contacto, pero aún más por temor a que me dijera que no, que me confundía de persona.
Cuando por fin llamé al móvil de Gianni Steinwurzel, era un domingo soleado y lo pillé dando un paseo por el monte.
—Sí, así es —contesta a mi pregunta de si su padre estuvo en Italia con el general Anders, con una voz por momentos jadeante, propia de quien está subiendo una pendiente. Y antes de que llegue a alturas en las que no haya cobertura, quedamos en vernos una tarde de la semana siguiente.
Aquella confirmación inmediata de un recuerdo del que yo misma dudaba me habría parecido una suerte improbable si oír a Gianni hablando mientras caminaba no me hubiera evocado de inmediato al hombre al que conocía: hijo de un padre al que se parecía físicamente y que era, como el hijo, incapaz, cuando estaba sentado en un sofá o a una mesa, de tener quietas las piernas largas y delgadas. Personas nerviosas, incluso en los rasgos de la cara, en la cabeza más bien pequeña y de forma ovalada, en la nariz larga, personas que se parecen a los hombres-pájaro de Bruno Schulz, el pintor y escritor judío galitziano al que asesinó un agente de las SS por desquitarse con un colega que lo tomó bajo su arbitraria protección. Ahora que lo veo, que veo incluso el edificio de Via Bramante con su fachada de ladrillos marrones renegridos, algunos de los cuales faltan o se han levantado, lo asocio con esa desvencijada negrura imaginaria. La única novedad de las últimas décadas es el nuevo panel de interfonos, y que en la planta baja no hay tiendas de chinos.
Pero los chinos están por todas partes. Los primeros llegaron al barrio en los años treinta, y cuando de niña y de muchacha subía con mi madre por Via Paolo Sarpi y pasábamos por delante de tres o cuatro restaurantes con farolillos rojos y varias peleterías en cuyos letreros ponía «Hu» o «Wong», recuerdo que me gustaba sentirme en otro mundo. «Chinatown», llamaba también Emilio Steinwurzel a la calle con rasgos exóticos que tiene a un paso de su casa. «Chinatown», buena hipérbole para quien repetía, como dice la canción: «Milán es una gran Milán», reivindicación de principio, casi una cuestión de honor. Pero lo bueno de Via Paolo Sarpi era otra cosa. En esta calle, que nada más salir del centro histórico llano —Bastioni di Porta Volta está a unos pasos— tiene cierta pendiente, en esta gran calle de pueblo se encontraba de todo, tiendas donde vendían chaquetas de lana afiebrada tirolesas originales, botillerías, lecherías, tiendas de ropa blanca con gran gama de artículos florentinos bordados a mano, una tiendecita que vendía vestidos y faldas de flores, que personalmente era mi meta. En Via Paolo Sarpi todo costaba menos y era de buena calidad: de buena calidad como sólo pueden ser los artículos que escoge directamente el dueño de la tienda que se pasa todo el día en ella. Puede que aquel Milek encontrara allí cierto aire familiar. Algo de la Lviv de su juventud a la que ya no podía volver, aunque las tiendas y talleres eran casi todos típicamente milaneses, en lugar de judíos. Ahora, en cambio, Chinatown es una verdadera Chinatown, que se extiende mucho más allá de Via Paolo Sarpi, centro de recepción y distribución de mercancía china que viaja a puestos y tiendas de media Italia. Las aceras están llenas de chinos que descargan cajas de cartón de furgonetas y las entran con elevadores en las tiendas al por mayor. Los montones de ropa expuesta toda igual agobian tanto que en invierno, cuando las prendas fingen ser de lana, sólo verlas da grima, como si uno notara pelos en la garganta. Pero es pura cuestión de cantidad: si fueran de cachemira, darían la misma impresión de harapo amontonado.
Desde que la zona se transformó volví varias veces, pero sin pasar por Via Bramante, no tenía por qué, aunque tampoco lo evitaba. Y es que la nueva Chinatown, tiendas de ropa aparte, me atraía mucho más que la Via Paolo Sarpi de mi infancia. La China no vecina, la China para chinos, la China situada dentro de un perímetro de calles italianas, no las mismas que fueron el primer punto fijo de mi mapa de Milán, me encantaba. Tiendas de tofu recién hecho, pastelerías chinas, farmacias y clínicas médicas chinas, ferreterías chinas, restaurantes y bares chinos sólo frecuentados por chinos, platos chinos escritos en la pizarra sólo en chino y que no se servían en ningún restaurante chino fuera del barrio. A los italianos del barrio no les gustaba y habían enviado varias peticiones al alcalde para que impidiera o al menos limitara la invasión de chinos, y aunque es cierto que hubo varios ajustes de cuentas entre chavales con uniforme de raperos de la juventud criminal globalizada y asesinatos, yo, siempre que pasaba, pensaba que no me importaría vivir allí.
A Via Bramante volví aquel día. Era un atardecer caluroso de principios de septiembre y fui a pie, arrastrando una maletita con ruedas roja que compré en una modernizada tienda de la estación Garibaldi, porque la maletita con ruedas china barata se me había roto. Con mi adquisición, pues, de marca italiana pero no menos made in China, recorrí Corso Como, con sus locales llenos de cachas de gimnasio a esa hora de descuentos, pasé ante la esquina del edificio de Via Pasubio, con su placa en memoria del general Ho Chi Minh, dejé atrás el cruce en el que Bastioni di Porta Volta comunica con Via Farini y Via Ceresio y tuerce hacia el Cementerio Monumental, un espacio tan grande que parece el inmenso meandro de un río que marca una frontera, y entré al fin, como tantas otras veces, en Via Paolo Sarpi, en medio del ir y venir aún animado de unos chinos que viven en su mundo, aunque esta vez no miraba a ningún sitio. Via Bramante ha sido siempre una travesía oscura de la animada y activa Via Paolo Sarpi, llena de naves industriales ruinosas, garajes y talleres mecánicos, y que desemboca en el alto muro del cementerio. Pero con sus tiendas de mayoristas chinos, que proliferaban donde antes no había nada, y su restaurante Serafino de cortinones rojos y letrero de neón en letra cursiva, que ya entonces parecía haber vivido tiempos mejores, resultaba deprimente. O quizá no tanto deprimente como violada: violada en su tristeza, y con una suciedad aún más espesa recubriendo la fachada del inmueble con varias escaleras en el que vivía Emilio Steinwurzel y ahora vive su hijo. Tampoco este edificio de boom económico me gustó nunca, y quizá por eso lo que me encogía el corazón conforme me acercaba no eran mis recuerdos, sino los suyos. ¿Qué quedaba de un judío polaco en aquel pedazo de China, en aquel mapa que plasmaba las últimas grandes migraciones borrando las antiguas y minoritarias? El futuro es chino, nosotros pertenecemos al pasado. Incluso nuestros supervivientes están casi todos muertos, y el culto de la memoria, individual o colectiva, nada puede hacer contra eso.
Ahora en Via Bramante sólo quedamos nosotros, los hijos. Gianni Steinwurzel, que baja a recibirme, me besa rápidamente en la cara como se besa a alguien al que uno ve a menudo, y enseguida se vuelve y me precede a grandes zancadas, algo asimétricas, arrastrando mi maletita roja. No tenemos tiempo de averiguar cuánto tiempo llevamos sin vernos, aunque luego él lo recuerda: desde el entierro de mi padre, seguido, poco más de un año después, del de su padre. Diciembre de 1984, hace veinticinco años.
Y, sin embargo, todo parece casi igual. En la jamba de la puerta sigue sin haber una mezuzá, como nunca la hubo, y el único cambio que veo en toda la casa es que en el comedor hay una nueva mesa, que sustituye a los viejos sofás. Tampoco nosotros hemos cambiado más de lo inevitable. No llevamos gafas, no hemos perdido mucho pelo ni encanecido mucho, no vamos teñidos ni peinados como personas mayores, no hemos engordado mucho, no tenemos la cara muy arrugada, no vestimos ni hablamos de manera radicalmente distinta, y tampoco nuestras opiniones políticas o sobre el mundo han variado. Gianni tiene un poco de tripa, que disimula con una camisa de corte clásico, pero lleva vaqueros, y yo voy vestida con unos cómodos pantalones tipo oriental, más o menos como vestía hace treinta años.
—Cada vez te pareces más a tu madre —es su único comentario, y también a mí me parece que él se parece cada vez más a su padre.
Se diría que el único sentido del cambio es hacia atrás, que seguimos las huellas físicas de nuestros padres. Que el hecho de encontrarnos tan poco envejecidos, esa ilusión de juventud con la que tan fácilmente nos remontamos a los años en los que de verdad fuimos jóvenes, y que parece hacerse realidad de puro intensa, no es más que un engaño que oculta lo que de verdad nos ha tenido como congelados en el tiempo: el hecho de ser hijos. No como creíamos serlo, proyectados más allá de un punto de inflexión futuro, sino en sentido contrario. Hemos sido buenos hijos, hemos hecho todo lo que se esperaba de nosotros: tenemos un trabajo respetable, una familia. Pero en lugar de heredar bienes inmuebles, objetos de cristal y de plata para uso y adorno de la casa, hemos heredado un patrimonio invisible que nos modela por dentro, cuando ya es tarde, cuando las huellas que empezamos a seguir son escasas y parcialmente indescifrables.
Lo primero que Gianni me enseña son dos carpetas que preparó al volver del viaje que hizo el año anterior a Ucrania, del que me ha hablado por teléfono. Fue una peregrinación al lugar de origen de su padre, abuelos y bisabuelos, y además de una experiencia importante, es también una gramática común que ahora reposa en la esquina de la mesa a la que nos sentamos. Por eso me resulta fácil preguntarle inmediatamente por su padre: ¿lo deportaron los rusos porque era de Lviv, ciudadano, pues, de un territorio ocupado?
—No, no, era soldado. Cuando la invasión, formaba parte del ejército polaco, tenía incluso cierto grado, cabo, sargento o algo así. Lo hicieron prisionero y lo enviaron a Siberia. Desde allí consiguió unirse al ejército que estaban formando y con él vino a Italia.
Asiento con vehemencia, miro a Gianni con complicidad triunfal.
—¿Sabes que me cuadra todo: los prisioneros de guerra polacos enviados al Gulag y demás? Disculpa si lo digo así, pero llevo estudiando el tema más de un año.
Gianni parece alegrarse de que su padre forme parte del cuadro de la reconstrucción histórica, tanto mía como general, y da unos golpecitos con el dedo sobre una de las carpetas, dando a entender que ahí dentro guarda muchas cosas que pueden ser útiles.
—¿Lo miramos ahora o luego? —pregunta.
—Luego. Con calma. Primero podríamos ir a comer.
—Espero que te sirva —me dice ya puesto en pie, metiéndose la cartera en el bolsillo del pantalón—, porque mi padre nunca contaba nada, ni siquiera a mi madre, parece ser.
—¿Cómo está tu madre, por cierto?
—Bueno, de salud no anda mal, pero ya sabes cómo es…
Asiento cuando ya estamos en la puerta. Caminamos a buen ritmo, volviendo sobre mis pasos, camino de una pizzería que está fuera del barrio chino, del que, según me dice, ninguna de sus hijas quiere irse. Nos acompaña Cecilia, la segunda de las tres que tiene y la única que se ha quedado en Milán para hacer unas pruebas de ingreso en ciertas facultades universitarias, buena hija también ella, de la misma edad que Edoardo y Anand, por lo que, mientras comemos, le pregunto cómo lleva la selectividad. Gianni me pone al día sobre las últimas décadas, pero dedica el mismo tiempo y mucha más pasión a contarme el viaje a Ucrania, que me dice que se le ocurrió durante un viaje a Israel, cuando, en Yad Vashem, buscó en los archivos el nombre de sus familiares exterminados.
—Debió de darlos una tía mía que vive allí.
Cuando paso por tercera vez ante el establecimiento de tofu recién hecho pienso que no estaba tan claro que una persona como Gianni Steinwurzel quisiera hacer lo que se llama un «viaje de la memoria», un directivo de empresa siempre de aquí para allá visitando las obras de una cadena de grandes almacenes, padre de tres hijas mayores que los fines de semana se va de excursión a la montaña en vez de arrellanarse en el sofá, cosas todas que condicen con lo que siempre fue: un Steinwurzel deseoso de acabar una cosa para pasar a la siguiente, siempre activo. Y, sin embargo, también él ha sentido la necesidad de dedicar su tiempo, un tiempo que por definición discurre hacia delante, a investigar el pasado. Un Gianni Steinwurzel que busca en internet, que consulta los archivos de Yad Vashem, que encuentra quien le envíe desde Polonia un callejero de Lviv anterior a 1939, que se lleva a una cuidadora ucraniana que trabaja en Vercelli para que le haga de intérprete, que saca fotos y más fotos de viejas campesinas, casas de madera, lápidas y señales de tráfico, si bien, como luego veo, las toma a su modo, deprisa y corriendo, por lo que muchas se ven desenfocadas.
Todo esto lo pienso recorriendo de nuevo Via Paolo Sarpi, esa China extraterritorial, abierta noche y día, aunque ya no se ven tantas personas por la calle, ni chinas ni no chinas, y no sólo se me antoja vagamente extraño, sino también de algún modo inquietante. Si incluso una persona como Gianni Steinwurzel vuelve la vista atrás, los chinos nos han ganado de antemano. La memoria es algo sacrosanto, pero un lastre, y un pueblo que se disgrega en miles de testimonios de vídeo y sonido, en tres millones de nombres de exterminados, de un total de seis millones, porque ni a las bases de datos de Yad Vashem han llegado más nombres, podrá ser todo lo tenaz que quiera, pero nunca dejará de ser una serie de clanes diseminados, de hijos e hijos de hijos de supervivientes. Los chinos no necesitan memoria ni parecen acusar su dispersión, su diáspora. Les basta con ser muchos, capaces, laboriosos, adaptables. Y al mismo tiempo no cambiar un ápice su ser chinos, como si fuera algo tan elemental como el ser verde de la hierba o el dar calor del sol. También eso es un sentido de pertenencia, y quizá de elección, que prescinde de relatarse las cosas y de contarse, y se conforma con su potencia económica y demográfica, que les pone el futuro en bandeja.
Si los chinos fueran como nosotros, no solamente como los judíos, sino como nosotros los del viejo continente, viejo y abrumado por el pasado, o como los descendientes de pueblos del nuevo continente que regresan a la tierra de sus mayores o al menos compran en internet con tarjeta de crédito dudosas genealogías, ¿qué pasaría? ¿Qué pasaría si ciudadanos de origen chino nacidos en California o en las inmediaciones de Via Paolo Sarpi volvieran la vista atrás y quisieran saber de dónde y de quiénes vienen para comprender mejor lo que son? Aunque esto, al menos en parte, es imposible. Incluso los clandestinos chinos de Milán, si nada más llegar los repatriaran, serían casi incapaces de encontrar su casa y aun su barrio y su pueblo entero. La revolución les prohibió el pasado durante largo tiempo, como en siglos anteriores les estuvo prohibido el palacio imperial de Pekín, la Ciudad Prohibida, que ahora en cambio es un museo y, pagando un billete, cualquiera puede entrar y pasearse por los jardines y corte de los emperadores. Pero si los chinos son el futuro es sobre todo porque pueden venir aquí, a Milán, y dispersarse por todos los continentes, y descargar las mismas cajas con los mismos zapatos y chándales en cualquier rincón del mundo, pero aún no pueden acceder a buena parte de la Ciudad Prohibida, del mismo modo que no pueden moverse libremente por los meandros de su pasado. Y si llegara el día en que, uno a uno, y poco a poco, cada vez más exigieran entrar en los cientos de edificios cerrados al público, tanto en aquellos nunca remozados que amenazan ruina como en los de la sede central del Partido Comunista, quizá hasta las mismas murallas que rodean el centro del imperio empezarían a agrietarse.
Quizá también por los que hacen cola en la tienda de tofu, y por los que trabajan en la cocina de los restaurantes, y por los chavales con gafas Ray-Ban de imitación que fuman escondidos en un rincón de Via Bramante, vuelven un hijo y una hija de amigos de la familia al cuarto piso de un inmueble milanés para reunir unos papeles: cinco o seis documentos, las pocas frases dichas por un muerto que «nunca contó nada». Y para mezclarlas con otros —mapas, tablas, fuentes, testimonios— y tratar de extraer de todo eso al hombre de la fotografía de 1943. Samuel Steinwurzel, Milek, el soldado del ejército polaco que al terminar la guerra se convirtió en Emilio.
Nació el 2 de julio de 1914 en Radziechów, hoy Radekhiv, ciudad a unos setenta kilómetros al nordeste de Lviv en dirección a Brody, donde en junio de 1941 los tanques del Ejército Rojo libraron una última batalla para detener a los tanques alemanes. La población, ya antes de la guerra, era en su mayoría ucraniana, y los judíos eran la minoría más numerosa, aunque el carácter principal de la ciudad seguía siendo polaco y austro-húngaro. En siglos pasados hubo un conde polaco que mandó construir una iglesia católica y, al borde de su vasta propiedad, un palacio, y su sucesor donó parte de los jardines para parque público. A esto se sumaban una escuela primaria y secundaria, una corte, un ayuntamiento y unos baños públicos, una iglesia ucraniana, una sinagoga, más otros edificios de ladrillo en torno a la plaza del mercado, a la que daban muchas tiendas judías. Conforme los barrios en que vivían los varios grupos étnicos fueron extendiéndose hacia las afueras, las casas pasaban a ser de madera y las calles de tierra, y la ciudad resultaba un pueblo grande como, a juzgar por las fotos de Gianni Steinwurzel, parece seguir siendo. Un pueblo grande que lindaba con campos y pastos, con un río y rodeado de bosques. Atravesando esos bosques, antes de que él naciera, se mudaron los padres de Samuel Steinwurzel a Radziechów. Mojzesz y Fania Steinwurzel eran de un pueblo aún más al este, más pequeño y más en pleno bosque. Hrycowola o Grystsovolya o Hrystevolia o Khrytsovolya: el primer nombre era el polaco, los demás eran las posibles transcripciones del nombre ucraniano. Vivir rodeado de leñadores ucranianos en medio de los bosques fue una suerte para el abuelo de Samuel. Como en Hrycowola vivían muy pocos judíos, Nechemia Steinwurzel fue pronto para todos el judío que vende madera. Décadas después de que Nechemia montara su negocio, a su hijo Mojzesz empezaron a quedársele estrechos los bosques de Hrycowola, aunque fueran fuente de prosperidad y monopolio. Para ampliar el negocio había que trasladarse a una ciudad más grande, a Radziechów precisamente, donde además de leña hay una carretera que lleva directa a Lviv. Y como también allí el negocio fue bien, al final dio otro paso y se estableció en la capital con mujer e hijos.
«Steinwurzel Mojzesz, kup, Glinianska 17», se lee en el callejero de Lviv de antes de la guerra, que Gianni ha conseguido que le mande un polaco: kup. quiere decir kupiec, «comerciante». En Lviv la familia se establece cuando Gianni es aún muy pequeño, en una casa en la que su padre pasó el resto de su vida, y que da a una avenida que parte del centro y, convertida en carretera provincial, discurre hacia el este, en la dirección, pues, de la que llegó Mojzesz Steinwurzel, señal de que la elección tenía que ver quizá con las exigencias logísticas del negocio. El edificio donde vive la familia, en la que nace una niña llamada Hela, es reciente, pero, a juzgar por las fotos de Gianni, aún hoy bastante burgués y sólido. En tales condiciones, crecer y aprender el oficio paterno es muy fácil, a la vez que el muchacho estudia en una escuela probablemente judía, aunque no ortodoxa, porque de poco sirve un hijo que sólo sabe rezar. Y si digo «probablemente» no es sólo porque era lo más normal para la gran mayoría de los judíos polacos y porque en Lviv había muchos, sino también porque estoy tratando de reconstruir aquel pasado con los pocos elementos de que dispongo. Porque el nieto de Nechemia e hijo de Mojsesz se llamaba Samuel. No Emil, como el hermanastro de Irka y como yo habría supuesto que se llamaba, porque lo conocí como Emilio. Ni siquiera primero Samuel y luego Emil, o primero Emil y luego Samuel, y tampoco sólo Emil en el registro civil, sabiendo que el nombre judío, el nombre impuesto por el rabino, sería Samuel en cualquier caso. Muchos de los judíos que se creaban una posición y accedían a una vivienda respetable fuera del barrio judío ponían a sus hijos nombres más llevaderos, más mundanos, menos judaicos. Para ellos solían recurrir al repertorio grecorromano; algunos se atrevían con alguno católico, optando muchas veces por los de Anna o Józef, que conciliaban el Antiguo y el Nuevo Testamento, y por pudor como mucho, buen gusto o temor de ofender el amor patrio, no se decidían por los eslavos o demasiado eslavos. Como ese Wladyslaw que Albert Anders y Elzbieta Tauchert pusieron a su hijo para sellar su adhesión a Polonia cuando aún era un estado independiente, quizá marcando también el destino del futuro comandante. Pero lo que en un noble alemán era un gesto carente de patriotismo, en un descendiente de judíos era algo muy distinto. Por eso los nombres más de moda para varones de familias judías ya algo asimiladas, los que más viriles y modernos se consideraban, eran, quizá porque seguían siendo casi los mismos en yiddish, los de origen alemán: Hermán, Gustaw, Ludwik, Teodor, Artur, Edward, Henryk, Zygmunt, Emil e incluso aquel cuyo diminutivo era Dolek, Adolf.
Pero los Steinwurzel eran gente con pocos pájaros en la cabeza, gente que se parecía a la materia que les había proporcionado el bienestar, y así como no querían olvidarse del esfuerzo que les había costado sacar el carro de los bosques y de la pobreza de Hrycowola, así tampoco estaban dispuestos a olvidar sus orígenes. Por eso el único nombre registrado de su heredero varón era y seguirá siendo el de un profeta bíblico.
Pero Lviv era una gran ciudad, y una ciudad polaca, polaca porque su prosperidad era un timbre de gloria para toda Polonia, polaca porque polacos eran casi las dos terceras partes de sus habitantes, aunque los judíos fueran la restante tercera parte. Y por eso un muchacho, aunque trate en madera y vaya a escuelas judías, se lleva algo de esa ciudad. Samuel Steinwurzel se lleva el nombre de Milek. Y como en Polonia el nombre seguido del apellido no se usa más que en el notario y el registro civil, Milek fue en adelante sólo Milek, para sus compañeros y maestros, para sus clientes, proveedores y obreros de su padre, a los que echa una mano cuando hace falta, y para el mundo exterior. Hasta en casa lo llaman así, no se sabe desde cuándo: Milek, y no Shmulik. Milek suena incluso más dulce, quizá porque recuerda a la raíz eslava de «querido», miiy, pero no guarda ninguna relación con Samuel. Quizá la familia dejó también de usar el yiddish al que pertenecía el otro diminutivo. Pero, comoquiera que sea, es prueba de que los Steinwurzel no son ajenos al deseo de ser ciudadanos polacos normales y respetables. Quizá sea simplemente eso lo que, prescindiendo de excesivos lujos burgueses —veladas teatrales, golosinas no kosher, clases de tenis y de piano, concursos de belleza infantiles— quieren para sí mismos y para sus hijos: ser reconocidos como ciudadanos. Por los impuestos que pagan, por las personas a las que dan trabajo, por el trabajo mismo, que es lo primero, como le han inculcado a Milek. Por el espíritu de empresa con el que han explotado los bosques de Galitzia y contribuido al desarrollo de Polonia. Y así, Milek, con su dulce nombre y viviendo en Lviv, se hace, de algún modo, polaco. Y se hace polaco junto a trabajadores y almacenistas, capataces y carpinteros, más que frecuentando la clientela mixta de los cafés austrohúngaros del centro. Se hace polaco sin dejar de ser un buen hijo judío.
Así me lo imagino cuando, con veinticinco años, el ejército lo llama a filas, y se pasa por el almacén para despedirse de los que, pese a la movilización, se quedan, con lo que se despide también de los árboles de una Galitzia que nunca más volverá a ser polaca. Después, vuelve a casa para despedirse de su madre y de su hermana, que lo colman de vituallas y, conteniendo las lágrimas, le dicen cosas absurdas como: «Pero ten cuidado, por favor», y por último se despide de Mojzesz, que lo abraza con fuerza y se va murmurando que tiene cosas que hacer, que la madera y el trabajo no esperan ni en un día como aquél. Luego sale del edificio de la calle Glinianska 17 y se marcha el día anterior o el mismo día en que los alemanes y luego los soviéticos invaden Polonia. No se sabe adonde se dirige, seguramente a unirse a algún regimiento en el este, dado que consigue alcanzarlo y que quienes poco después los derrotan son del Ejército Rojo. Lo que sí se sabe es que a Milek Steinwurzel lo hacen prisionero mientras combate por la independencia de la República y lo trasladan a la tierra de los vencedores rusos.
Y aquí, entre septiembre y octubre de 1939, empieza su cautiverio, del que ya no se sabe nada. Se abre un capítulo oscuro y confuso en el que la única luz que se ve, aquí y allá, como rayos filtrados por la fronda, cae de nuevo en la espesura de un bosque: del bosque de Katyn, cerca de la ciudad ucraniana de Smolensk, donde los alemanes encontraron lo que los polacos iban buscando desde que el acuerdo con Stalin los hizo a todos presuntamente libres.
Ya estando preso en la Lubyanka, y gracias a un capitán polaco que pasa por su celda, tiene el general Anders las primeras noticias de los campos en los que tienen a sus oficiales: Kozielsk, Starobielsk y Ostaskov. Pero cuando, ya comandante, yendo y viniendo de Moscú a su cuartel general de Buzuluk, en los Urales, ve que no llega ninguno, empieza a inquietarse. Cuando, el 16 de agosto de 1941, durante la primera conferencia sobre la organización del ejército polaco, pregunta por su paradero a las autoridades soviéticas, obtiene una respuesta alarmante. El número total de prisioneros de guerra, le dicen, es «veinte mil soldados rasos y cabos en dos campos y cien oficiales en el campo de Gryasovietz. ¿Y qué ha sido de los demás?», se pregunta. «Nuestros mejores oficiales estuvieron en Kozielsk y en Starobielsk. ¿Dónde estaban ahora?» Decide que hay que buscarlos a toda costa y encomienda la tarea al capitán Józef Czapski, pintor y escritor, detenido a su vez en uno de los campos. Pero, sin noticias seguras salvo la de que siguen desaparecidos, se llega a la conferencia con Stalin del 2 de diciembre de 1941.
SIKORSKI: Tengo aquí una lista de unos cuatro mil oficiales deportados que aún están prisioneros o en campos de trabajo, y aún no es una lista completa porque sólo figuran los nombres que se han recordado. Estos hombres siguen aquí, en Rusia, y no nos han devuelto a ninguno.
STALIN: Eso es imposible. Deben de haberse escapado.
ANDERS: ¿Adonde podían escapar?
STALIN: A Manchuria, por ejemplo.
Sigue, ya sin esperanza, buscando y confeccionando la lista de los que no acuden a la llamada, lista que se alarga más y más conforme van llegando a los centros de acogida las mujeres de los oficiales desaparecidos, a las que deportaron por separado con los hijos.
Cuando el 13 de abril de 1943 Radio Berlín anuncia el descubrimiento de miles de cadáveres en el bosque de Katyn, Anders y sus soldados están ya en Oriente Medio. En Berlín, Joseph Goebbels ha seguido con vivísimo interés las labores de exhumación de todos aquellos cuerpos de prisioneros polacos, prisioneros que, como anota el 19 de abril en su diario, «los bolcheviques eliminaron sin más ni más y enterraron en fosas comunes… Y ahora se pone de manifiesto una horrible devastación del alma humana».
La frase es desconcertante. Lo es también el comentario siguiente de que por fin el mundo entenderá lo que le espera si los bolcheviques vencen, aunque quizá ya no desconcierta tanto. La primera frase impresiona por su total ausencia de un horizonte político. Por su tono desarmado, por su sinceridad. O por lo que quien escribe un diario cree que es sinceridad, pues un ministro de Propaganda no deja de serlo ni aun en esa escritura íntima. «Se pone de manifiesto una horrible devastación del alma humana.» El alma humana. El horror.
¿Olvidaba Joseph Goebbels que Hitler, al día siguiente de la invasión, recordó a sus hombres de confianza que «lo primero es la destrucción de Polonia», que «el objetivo es eliminar todas las fuerzas vivas, no alcanzar determinada línea»? ¿No sabía que, por la misma época en que escribía, millones de polacos habían sido deportados a campos de trabajo del Reich? ¿Que un número de personas infinitamente superior al de los cadáveres hallados en Katyn habían sido ya asesinadas en sus campos de concentración y de exterminio: polacos cristianos, no judíos, culpables, en muchos casos, de haber representado lo mejor de la nación conquistada, como los oficiales masacrados por los rusos? ¿Ignoraba que habían eliminado deliberadamente a los profesores de las universidades de Cracovia y de Lviv? ¿Que habían destruido o cerrado las universidades, las escuelas superiores, las bibliotecas, y que en las elementales los niños polacos debían, según Himmler, «aprender a contar hasta cincuenta, escribir su nombre y la ley divina de obedecer a los alemanes. No creo que sea deseable que aprendan a leer»? ¿No estaba de acuerdo con la doctrina según la cual los polacos, y en general los eslavos, eran Untermenschen, «infrahumanos»? ¿No recordaba el General-plan Ost, los planes de genocidio que contemplaban la deportación masiva de los polacos a los Urales y a Siberia cuando estas regiones pertenecieran a Alemania, a fin de dejar espacio vital a los arios?
Claro, puede decirse que los alemanes nunca cometieron una matanza de oficiales. Pero Goebbels se escandaliza también de que entre los ejecutados haya varios sacerdotes, como si ellos no hubieran masacrado al clero católico, enviando a los sacerdotes a campos de concentración o matándolos sobre el terreno. No, él no ve ningún punto de comparación. El horror es siempre el horror de los otros.
Pero al día siguiente del anuncio en la radio, escribe con un humor ya muy distinto:
Ahora utilizaremos el descubrimiento de doce mil oficiales polacos asesinados por la GPU para hacer propaganda antibolchevique. Hemos mandado al lugar a periodistas neutrales e intelectuales polacos. El Führer ha dado permiso para transmitir un comunicado elocuente a la prensa alemana. Y yo estoy dando instrucciones para que se saque el máximo provecho de este material propagandístico. De esto podremos vivir unas cuantas semanas.
Los alemanes y, con vehemencia más desesperada, los polacos piden que se forme una comisión de la Cruz Roja, lo que basta para que la Unión Soviética rompa relaciones con el gobierno polaco en Londres. Polonia acaba así atropellada de nuevo por las acciones de algún modo especulares de las potencias que la han desmembrado. La comisión se forma, pero al final, por presión soviética, no cuenta con el apoyo de la Cruz Roja. Uno de los doce médicos de varias nacionalidades que viajan al lugar a finales de abril es el napolitano Vincenzo Mafia Palmieri, al que se reconoce en las filmaciones de la Wochenschau por su sombrero negro de ala ancha y el abrigo hecho a medida, y cuya elegancia italiana contrasta estridentemente con el lugar y las circunstancias. De vuelta en Italia, escribe a título personal una memoria de la investigación, que se publica en julio.
Al término de su trabajo, la comisión ha redactado un informe pericial cuyas conclusiones transcribo literalmente:
«La causa de la muerte se debe exclusivamente a disparos de arma de fuego en la nuca.
»Por las cartas, diarios y periódicos hallados en los cadáveres, se deduce que las ejecuciones debieron de producirse entre marzo y abril de 1940.
»Avalan estas conclusiones los objetos hallados en las fosas y en los cadáveres de los oficiales polacos, descritos en el informe».
Añado que estas conclusiones han sido adoptadas y suscritas por unanimidad, y que durante la deliberación preparatoria no ha habido discrepancia alguna entre los miembros de la comisión.
Pero Churchill y Roosevelt no quieren comprometer su relación con Stalin por unos miles de polacos muertos, y acaban mirando a otra parte. Más importante que lo ocurrido en Katyn es evidentemente que el Ejército Rojo haya tomado Ucrania en enero de 1944 y siga avanzando hacia occidente. Al fin y al cabo, debieron de decirse los jefes del mundo libre y democrático, sabemos con quiénes nos las vemos: que hayan sido los unos y no los otros, cuando los dos son teóricamente capaces, podemos considerarlo un detalle.
Así llegamos a la posguerra, cuando, en Nápoles, un profesor universitario se juega la carrera por los partes médicos que redacta tras examinar aquellos cadáveres, partes por los que lo acusan de fascista reaccionario. Y cuando, en 1955, un polaco, ex deportado, ex militar al mando del general Anders, afincado recientemente en su ciudad, quiere conocerlo, Vincenzo Mafia Palmieri le contesta con cortesía que, aun «comprendiendo perfectamente» su interés, «prefiero no remover las fosas de Katyn, no convocar a los dolorosos fantasmas del pasado». Y pasan otras décadas hasta que Palmieri se decide a hablar con el superviviente polaco.
¿Qué querrá ahora?, se pregunta Gustaw Herling mientras acude a la cita un día de enero de 1978, día lluvioso y con un viento racheado «tan fuerte que llegué al viejo barrio universitario poco menos que volando sujeto del paraguas, como en el relato El jubilado de Bruno Schulz». Sabiendo lo que le espera, en aquellas callecitas del centro siente «un vacío y una soledad que sólo puede comprender quien ha emigrado a una ciudad que le es profundamente extraña, que acepta sólo en la superficie, que odia en el fondo: esta mañana tenía la impresión de ir a un cementerio polaco, una impresión parecida a la que me hace un nudo en la garganta siempre que veo la abadía de Montecassino cuando voy a Roma por la autopista».
Pero el emérito director del Instituto de Medicina Legal no quiere confesar «secretos de ojos que lloran de pronto ni la imperiosa necesidad de expresarlo todo en palabras pronunciadas en voz alta ante alguien que siente el tema». Simplemente coge de un estante una caja llena de fotografías y con voz tranquila, apenas algo conmovida, le dice:
—Un hedor, un hedor terrible que nunca olvidaré. Era difícil trabajar, y eso que los cadáveres se habían conservado bien en el terreno árido. En los bolsillos de los uniformes se habían salvado incluso documentos de identidad, cartas, recortes de periódico, fotografías de familia. Observe estas fotos, son cabezas en un bloque de tierra, parecen bajorrelieves oblongos en la fachada de un templo desenterrado…
El profesor Palmieri está sereno porque se siente amparado por verdades científicas y está convencido de que «algún día los rusos tendrán que reconocerlo».
Pero cuando esto ocurrió, él llevaba ya muerto mucho tiempo. Hasta la época de Gorbachov y de la glasnost que preludia el fin del imperio no admiten los soviéticos los hechos y presentan excusas a los polacos. Reconocen la responsabilidad directa de Beria y de Stalin y dan a conocer el número exacto de víctimas. Son más de veinte mil, entre militares y civiles, no sólo internos de los campos de prisioneros, sino reclusos de las cárceles. Fueron ejecutados tanto en el bosque como en diversas prisiones rusas y ucranianas y los enterraron en lugares nunca antes mencionados. Y la mayoría no son —o, mejor, eran— solamente oficiales preparados para comandar un ejército, sino la crema de la élite polaca. Porque todo el que cursó estudios universitarios pasaba al ejército de la República, al acabar el servicio militar, con rango de oficial, como fue el caso del doctor Adolf Szer en el ejército del general Anders, al que accedió con el grado de capitán. Y como en la Polonia de anteguerra abundaban los doctores judíos de todo tipo, pese al numerus clausus y aun al numerus nullus, en las fosas de Katyn y en los demás lugares de la masacre aparecen en número no desdeñable.
Por lo tanto, si los hubieran deportado a la Unión Soviética no como prófugos, sino como militares, todos los primos de mi madre con carrera en la Universidad de Montpellier habrían podido correr la misma suerte que su hermano Józek, asesinado en Auschwitz. Quizá tuvieron la suerte paradójica de que, al estallar la guerra, vivían tan cerca de la frontera invadida que acudir a la llamada de las armas resultaba tan imposible como inmediata la decisión de intentar huir de los alemanes. Toda historia de supervivencia encierra quién sabe cuántas de muerte esquivada, real o probable.
La razón por la que Samuel Steinwurzel se libró de esa muerte figura en su certificado de desmovilización de las fuerzas armadas polacas, expedido el 18 de abril de 1947 en Predappio, que Gianni me enseña junto con el resto de los documentos. Dos leyendas: «3. Rango: Cab. Prim. Aspir.» y «13. Profesión civil y/o título de estudios: Perito técnico en madera». No se sabe si por poca aptitud propia o por el deseo de su padre de que obtuviera un diploma útil y se pusiera a trabajar cuanto antes, la cuestión es que Milek se salvó porque no estudió una carrera.
Pero esto sólo lo libró de la masacre de oficiales. La historia de los prisioneros de guerra de grado inferior no es muy clara, quizá en parte porque el escándalo de Katyn, con su verdad negada, eclipsó la suerte de los demás militares. Por eso no parece una mentira la respuesta que le dan al general Anders en agosto de 1941 acerca de los apenas veinte mil soldados retenidos en prisión, al menos no formalmente. ¿Y los demás? También han desaparecido, se han volatilizado, nadie sabe dónde. Los polacos saben que una parte de ellos fueron liberados enseguida, y otra parte, sobre todo los que residían en la zona de ocupación occidental, fue entregada de nuevo a los alemanes. Si el soldado Steinwurzel hubiera pertenecido a cualquiera de estos dos grupos, se habría visto acorralado en Polonia.
Pero Milek integra un tercer grupo, del que forman parte también muchos otros que, después de ser liberados como prisioneros de guerra, son de nuevo arrestados por el NKVD. Como la convención de Ginebra no afecta a los presos políticos, se los puede enviar a donde se quiera, y no cabe duda de que haber combatido contra el Ejército Rojo es una actividad contrarrevolucionaria. Y, así, Samuel Steinwurzel escapa también del exterminio judío porque lo mandan a Siberia.
Lo deportan a Siberia, aunque no se sabe adonde ni cuándo. Siberia, de la que apenas le hablaba a su mujer, no es un lugar geográfico. Siberia es la prisión, el frío, los trabajos forzados. Es el Gulag.
De todas partes acuden civiles y militares polacos para enrolarse en el ejército del general Anders: de Ucrania, donde trabajaban construyendo carreteras y ferrocarriles, de la óblast de Arjángelsk, de la misma Siberia, incluso de las minas de Kolimá. De aquí «llegaron ciento setenta y un hombres que salieron de Kolimá el 18 de julio de 1942, es decir, un año después de firmarse el acuerdo. Estaban vivos de milagro. Casi todos habían perdido los dedos de las manos y de los pies, y presentaban horribles manchas negras en el cuerpo, síntoma del escorbuto».
El general Anders habla con casi todo el mundo, escucha sus historias, y poco a poco consigue que los hombres sin dedos redacten sesenta y dos informes, fragmentos de los cuales transcribe en su libro, citando a sus autores con las iniciales, «por el bien de sus familias en Polonia», pero con la referencia exacta con la que figuran en los archivos.
¿Qué pensaría un lector de Londres o de Milán que en 1949 o 1950 leyera esas páginas, que durante décadas fueron el único testimonio que llega a Occidente? No es difícil imaginar al comprador típico de Un ejército en el exilio: conservador, anticomunista, interesado en historia política y militar, quizá él mismo superviviente. Siente simpatía por los pobres polacos, comprende perfectamente el odio que alberga el comandante por los invasores de su tierra, por cuya libertad ha derramado y hecho derramar sangre inútil, ese odio que rezuma todo el libro. Es justo abrir los ojos sobre lo que es el comunismo, pero tampoco hay que exagerar. Quizá el valiente general ha leído demasiado a Dante, ya que se trata de un hombre de notable instrucción, sin duda.
Vi un campo así en Magadan. Era casi exclusivamente de mutilados sin manos ni pies. No había ciegos. Todos eran mutilados por congelamiento en las minas. Tampoco a ellos los mantenían vivos por nada. Debían confeccionar sacos y cestos. Hasta los que habían perdido las dos manos debían trabajar. Movían gruesos troncos de madera con piernas y pies. Otros, sin pies, partían leña. El espectáculo más horrendo era cuando iban en grupos de cinco a la banja (el baño turco primitivo).
Samuel Steinwurzel no acaba en Kolimá ni, es de suponer, en ninguno de los más terribles campos del extremo norte siberiano. Pero como es un varón bien constituido, figura como miembro de un ejército enemigo e incluso, interrogado por el NKVD, en el que la tortura estaba a la orden del día, se revela hijo de un auténtico capitalista, posiblemente acabara en un campo de trabajo regular. Su única tabla de salvación pudo ser, de nuevo, su diploma de perito técnico en madera. Con todo el bosque ártico que talar y transformar, la gran maquinaria llamada Gulag necesitaba sin duda gente experta y cualificada. Por desgracia, las decisiones de la policía política no respondían a una lógica productiva e industrial. Pero si en el lager Milek pudo beneficiarse de su experiencia en la industria maderera, seguro que dio las gracias a su padre Mojzesz y a todos sus abuelos.
Otro indicio permite suponer que no fue deportado a un lugar perdido, sino firmemente engranado en el sistema Gulag, al que la orden de liberar a los polacos llegó y se puso en práctica casi de inmediato: la «fecha de reclutamiento en el ejército polaco fuera de Polonia», que figura en el certificado de desmovilización: 15 de septiembre de 1941.
Exactamente un día antes, el general Anders visita por primera vez el campo de Tock, donde lo esperan con ansiedad los primeros reclutas de la Quinta División, a la que fue destinado el soldado Steinwurzel.
El campo consistía en una serie de tiendecitas en medio del bosque. ¡En la vida olvidaré el espectáculo! La mayoría de los hombres carecían de calzado y camisa. Iban cubiertos de harapos, algunos aún vestían los restos del antiguo uniforme polaco. Todos estaban demacrados, eran verdaderos esqueletos, cubiertos de úlceras causadas por la falta de vitaminas. Fue la primera vez en mi vida, y espero que sea la última, que vi desfilar soldados descalzos.
¿Vería también Milek aquel desfile, aún demasiado cansado del viaje para darse cuenta de que aquellos esqueletos que se cuadraban con fusiles de madera serían sus compañeros de armas? Sea como sea, acaba de nuevo en un bosque, donde el frío es terrible y donde falta de todo: clavos, camiones, palas y azadas, estufas. No llegan raciones de comida suficientes ni para los hombres, ni para los pobres caballos maltrechos, como se queja a Stalin el ex general de una brigada de caballería. De nuevo, lo único que abunda son los piojos, que causan las primeras epidemias de tifus.
Pero pese al hambre, al frío y a las enfermedades, nuevamente es Samuel Steinwurzel un hombre afortunado.
Cuanto más tiempo pasa, más resistencia muestra el ejército a aceptar a los judíos. Al principio, o sea, cuando llega Milek, los judíos son muchísimos, casi la mitad de los soldados acampados en el bosque. Y esto extraña y alarma a los demás compañeros, que no pueden saber que una tercera parte de los deportados polacos eran judíos, pero recuerdan muy bien a todos los judíos que ensalzaron al Ejército Rojo. Y, preocupados y desconfiados, se preguntan: ¿qué podemos hacer con unos hombres que se echaron en brazos de los soviéticos? ¿Qué clase de ejército polaco puede formar una mayoría de judíos?
También los altos mandos políticos y militares se alarman e inquietan. Es lo que advierten dos judíos polacos, Henryk Ehrlich y Wiktor Alter, que se apresuran a defender la causa de sus compañeros ante el general Anders. Son socialistas, miembros de la Segunda Internacional, pero sobre todo líderes del Bund, el partido de los trabajadores judíos, enfrentado desde siempre a los comunistas por un lado y a los sionistas por otro. Es decir, son polacos patriotas y como tales los trataron los rusos: los capturaron cuando intentaban cruzar la frontera con Lituania, los condenaron a muerte como espías, sentencia al final conmutada por diez años de Gulag. La amnistía los sacó de la cárcel cuando esperaban la ejecución. Ahora quieren convencer al comandante de que lucharán por Polonia como todos los demás, si no más: ¿quién puede desear más que un judío la derrota de los verdugos de sus familias, quién puede anhelar más verlos de nuevo libres, quién estaría más dispuesto a derramar su sangre y la del enemigo por vengarse? Quizá saben que corren un riesgo, sobre todo cuando preguntan por los oficiales desaparecidos, pero se sienten respaldados por las organizaciones socialistas y sindicales, judías y no judías, sobre todo estadounidenses. El 1 de diciembre de 1941, víspera de la conferencia polaco-soviética, Henryk Ehrlich y Wiktor Alter son arrestados de nuevo. La noticia levanta un coro de protestas, se envían peticiones a Stalin firmadas nada menos que por Albert Einstein y por la mujer del presidente Roosevelt, pero de ellos no vuelve a saberse nada hasta dos años después. Stalingrado acaba de ser liberada, señal de que los rusos están ganando la guerra a un coste y en unas condiciones insostenibles para cualquier otro país. En el comunicado que los soviéticos difunden afirman que Henryk Ehrlich y Wiktor Alter eran espías de Hitler y han sido ejecutados. De nada sirve que el mundo entero se indigne, comparando el caso con el de Sacco y Vanzetti. Es posible que Ehrlich se suicidara en su celda, mientras que a Alter lo asesinan dos días después del encuentro entre Sikorski y Stalin.
También el general Anders plantea a su modo la cuestión judía. Durante la susodicha conferencia, se queja de que los primeros liberados sean los judíos, seguidos de los ucranianos, y sólo por último los polacos, y además los menos válidos. Debe de haberle costado un esfuerzo impropio de su carácter encontrar la manera diplomática de decir que los rusos le endilgan adrede los brazos más inútiles, el peor material, pues, para formar un ejército. Y ahí debe callar, por no decir que quizá haya una intención más perversa en llenar su ejército de judíos. Más adelante, sin embargo, cuando da el número de sus soldados, ciento cincuenta mil, tal vez más, temiendo que se le diga que ha llegado al límite, vuelve de nuevo al tema.
ANDERS: Entre ellos hay un número considerable de judíos que no quieren prestar servicio en el ejército.
STALIN: Los judíos son malos soldados.
SIKORSKI: Muchos de los judíos que se han presentado en el ejército han sido condenados por contrabandistas. Nunca serán buenos soldados. No los quiero en el ejército polaco.
ANDERS: Doscientos cincuenta judíos han desertado de Buzuluk a raíz de un rumor, que luego resultó infundado, sobre el bombardeo aéreo de Kuibyshev. Más de sesenta soldados judíos han desertado de la Quinta División la víspera del día en que se repartieron las armas.
STALIN: Sí, los judíos son malos soldados.
Milek no es de los que escapan. Coge las armas, que por fin sustituyen a los fusiles de madera, y como todos los demás hombres de la Quinta División empieza a adiestrarse. También él, quizá, con la moral más alta, pese a que las condiciones tanto físicas como ambientales siguen siendo las mismas. Pero ésta es una cuestión que los altos mandos polacos ya han planteado. Ahora tienen que abordar un asunto más espinoso.
Difícil resulta, en efecto, cuando de nuevo se reúnen al día siguiente con Stalin, cerrar la brecha que se ha abierto en ese clima de entendimiento y plantear con energía la cuestión contraria. Porque en ese momento, los polacos sistemáticamente retenidos pertenecen a las minorías.
ANDERS: Se nos ha informado oficialmente de que los bielorrusos, ucranianos y judíos no serán liberados, cuando eran —y nunca han dejado de ser— ciudadanos polacos, porque usted ha anulado todos sus compromisos con Alemania.
STALIN: ¿Y para qué quieren a los bielorrusos, ucranianos y judíos? Ustedes quieren a los polacos, que son los mejores soldados.
Esta vez también Sikorski está más atento, no se presta a la réplica fácil y desde el primer momento vincula la cuestión de los ciudadanos a la de los territorios de los que provienen. Al final acaban hablando de los bielorrusos y sobre todo de los ucranianos, a los que habría que meter en vereda porque son amigos de los alemanes, o sea, que acaban de nuevo pisando terreno incierto.
—Nosotros no nos preocupamos de los ucranianos, sino del territorio —deja claro el jefe del gobierno polaco en el exilio.
No se puede transigir sobre el derecho de cada cual a unirse al ejército polaco, porque el reconocimiento de las fronteras de Polonia coincide con el reconocimiento de sus ciudadanos. Los ciudadanos arrancados a la República polaca tal como era hasta 1939 representan el derecho ligado al suelo, antes bien, son ius solí en carne y hueso.
Pero los rusos hacen exactamente lo que los polacos empiezan a saber y a temer. Tratan cada vez más a judíos, bielorrusos y ucranianos como soviéticos. La confirmación definitiva llega tarde, cuando el ejército de Anders ya ha pasado bajo mando británico. Pero mientras están en la Unión Soviética, los polacos se ven en un dilema. Conforme el Ejército Rojo avanza, los soviéticos se muestran menos interesados en alimentar, en todos los sentidos de la palabra, a un ejército nacional independiente. Si por ellos fuera, mejor sería que desapareciera. Anders y sus hombres ven así cómo les recortan cada vez más el número de efectivos y las raciones: raciones que hay que repartir con mujeres y niños, lo que hace imposible desobedecer las órdenes rusas. De los ciento cincuenta mil soldados a los que Anders se refiere en diciembre, casi la mitad se queda en los últimos campos de acogida, y sólo a cuarenta mil se les concede el traslado a Irán. Los recursos escasean cada vez más, mientras allá fuera, no se sabe dónde, siguen perdidos los oficiales que se creía que estaban en el Gulag, algunos incluso en Kolimá, y un número infinito de polacos, quizá un millón, quizá más, que vagaban por las estepas intentando unírseles. Si llegaban, ¿podían rechazarlos?
Ni la constitución polaca ni la soviética admiten desigualdades entre los ciudadanos. Pero lo que ocurre en la realidad es muy distinto. Ya fuera porque el cuerpo de ejército menguaba cada vez más, ya porque los soviéticos se apoderaban de las minorías, ya porque en el fondo les venía bien a los polacos, es cierto que al final ellos mismos hacen selección étnica.
Cuanto más tiempo pasa, más difícil resulta a judíos, bielorrusos y ucranianos que los admitan en el ejército, y se abren incluso expedientes para expulsar a buena parte de los ya reclutados. Judíos sobre todo, aunque no sea más que porque son muchos.
Cuando los hermanos Szer se presentan a la caja de reclutamiento en Uzbekistán, de todos los títulos universitarios que en teoría habrían bastado para que murieran en Katyn, sólo uno sirve para que les concedan el uniforme con el águila polaca que los británicos reparten al otro lado del mar Caspio, otorgando también el derecho de ciudadanía a los civiles que los acompañan. Los judíos podrán ser malos soldados, pero suelen ser buenos médicos. En la guerra, hay dos profesiones que hacen apto a quien no es bueno disparando ni conduciendo un tanque, ni parece sentir un gran amor patrio: la de médico y la de ingeniero.
El hombre que se presenta en la caja de reclutamiento del ejército polaco en Tashkent como Adolf Szer, nacido en Bedzin, doctor en medicina por la Universidad de Montpellier, Francia, y que ya ejerció en su país antes de la guerra, incluso a ojos de un oficial que de mala gana examina a un judío, debe de haber disipado todo recelo.
Pese a su estado de agotamiento, es de complexión robusta, tiene la cara cuadrada y una nariz levemente torcida, nada judaica, que denota virilidad pero también buen carácter. Cuando le preguntan de dónde viene, contesta sobriamente, en un excelente polaco sin acento yiddish, que de un lager rudimentario en la óblast de Arjángelsk en el que prestó servicio como médico.
—Ejercer en esas condiciones no es fácil, pero se aprende mucho.
—Desde luego. ¿Podría decirme el nombre de alguien al que haya atendido y pueda figurar en nuestras filas?
Dolek puede decirle no uno, sino muchos nombres. Contesta que algunas de las personas a las que atendió están allí mismo, acaban de pasar la revisión o van a pasarla. Aunque la comisión está ya convencida.
—Éste no es un médico cualquiera… —comenta uno de los oficiales cuando Dolek sale, en voz baja, para que no lo oiga el inspector ruso.
—No, parece mentira que sea judío…
Lo registran con una A y le conceden el grado de oficial que le corresponde. A continuación hacen pasar también a la guapa cuñada rubia, al hermanastro huérfano y al marido, que sí es un judío puro, con una carrera inútil.
Es posible que los hermanos Szer y familia, más Benno, que llega después, fueran admitidos en las filas del ejército, dependiendo de lo urgente que fuera la necesidad de médicos que en aquel momento tenían los polacos. El doctor Szer no tarda en prestar servicio a la patria en los campamentos y hospitales que hay diseminados desde Tashkent a Samarcanda, combatiendo una epidemia que, en tales condiciones, supone una lucha a vida o muerte en la que no basta con hacer bien el trabajo, sino que se requieren virtudes propiamente militares: temple, espíritu de sacrificio, sangre fría. Dos años antes, pues, de servir en el frente, Dolek demuestra su valor en ese campo de batalla.
Por eso, cuando llegan a Palestina, seguro que no dejan de pedirle que se quede en el ejército, que no haga como sus hermanos y muchos otros judíos, cuya deserción parecía una solución providencial a la cuestión judía. Ni siquiera la presión inglesa logra persuadir a los polacos para buscar seriamente a los judíos desaparecidos. Aunque quizá Dolek ya compartía para entonces el espíritu de cuerpo, quizá los hombres a los que había salvado o visto morir lo habían soldado al ejército polaco y a Polonia.
¿Y Samuel Steinwurzel?
¿Por qué no se quedó en Palestina? Allí habría terminado su viaje, y con el viaje, la perspectiva cierta de la guerra, para él, Milek, que ya vivió guerra y cautiverio. Es verdad que parte de los soldados judíos polacos pasarán a integrar las milicias sionistas, formando el primer núcleo del futuro ejército israelí, pero esto es una elección libre. ¿Por qué quiere ir a la guerra Samuel Steinwurzel?
¿Y por qué, dando un paso atrás, todavía era uno de los cuatro o cinco mil judíos que quedaban en el ejército de Anders cuando éste es trasladado a Oriente Medio? ¿Por qué no pasó por algún tamiz médico que le asignara la letra D de «no apto», como le ocurría a quien, aun esquelético, había recibido una A en la primera recluta, letra que, hasta la desmovilización, siguió figurando en el apartado de Categoría Física de su expediente?
¿Quizá porque en el bosque de Tock se distinguió por algún trabajo de carpintería? ¿No había bastantes polacos católicos para serrar y cepillar cuatro tablones?
Quiero imaginar que fue porque, cuando alguien se atrevía a anotar en una lista el nombre inequívoco de «Samuel Steinwurzel», siempre hubo otro, un capitán, un teniente, que, sacudiendo la cabeza, dijo:
—No, a ese bórralo. Milek es un buen soldado y un buen polaco.
¿Era un buen polaco Samuel Steinwurzel?
Desde luego, no respondía al estereotipo opuesto: ni físicamente —por ser alto, de tez clara, nariz más bien larga pero recta— ni en lo demás. No era sionista, ni comunista, ni ortodoxo, ni tendía a hablar yiddish; no era, en fin, ni ante sí mismo ni ante los demás, judío por encima de todo. Y aunque no destacara por su temeridad o buena puntería, no dejaba de ser un buen soldado: entregado, leal, disciplinado, con capacidad de reacción, rápido, despierto. No sabían sus superiores que su carácter inquieto lo había domesticado, para provecho de ellos, el patriarca burgués de una empresa familiar. Por tanto, siendo los judíos malos soldados, quien no era mal soldado debía de ser de algún modo también un buen polaco. De no ser así, de no haberse ganado Milek la condición de excepción a la regla, de no haber sido aceptado en el batallón como polaco, difícilmente habría dejado de aprovechar la ocasión de desertar.
Israel Gutman, uno de los más importantes estudiosos de la Shoah, ha desenmascarado el antisemitismo que existía en el ejército de Anders, tanto como en el comandante como en la misma tropa. Sin embargo, casi todos los soldados judíos que se quedaron hasta el final, aunque reconocen que existía antisemitismo, aseguran que éste no los afectaba personalmente. Quizá se quedaron por gratitud, o porque estaban acostumbrados a cierto índice de antisemitismo que les parecía desdeñable. Eran judíos polacos asimilados, judíos en su mayoría burgueses, como Milek.
Algunos, además, se enrolaron después de que el ejército pasara la difícil coyuntura soviética, en Palestina y más tarde, cuando se trataba de una adhesión espontánea y habrían podido optar por unidades militares judías bajo mando británico o luego por la Jewish Brigade. Aquellos hombres, muchos de ellos, querían luchar junto a los polacos, luchar por su tierra natal y por su pueblo.
¿Y Milek?
No me consta que tras la guerra mantuviera contactos en Polonia, ni que se relacionara con polacos en Italia, ni siquiera con sus conmilitones. Lo cual no sorprende, y podría deberse sobre todo a su índole inquieta, de persona que nunca se detiene, trasunto neurótico de su padre Mojzesz. El caso es que no se preocupó por mantener lazos con Polonia.
Samuel Steinwurzel eligió combatir por la libertad de Polonia porque su familia estaba allí, y estaba muriendo. Y lo sabía. Lo decía la prensa judía, lo sabían sobre todo los polacos que tenían contacto con la Armia Krajowa, el ejército clandestino que combatía a los alemanes en suelo ocupado, fuente de la información más fidedigna para el gobierno exiliado en Londres y también incluso para el gobierno británico.
Sabía que en Lviv los judíos habían sido confinados en un gueto, sabía que desde ese gueto los alemanes los seleccionaban y deportaban en masa, sabía también casi con toda seguridad que existían campos de concentración nazis, que para un judío significaban la muerte. Quizá no le ocultaron más que la matanza de ucranianos del principio, de la que, es de suponer, se libraron por el hecho de vivir en la calle Glinianska, una calle periférica, lo que no sólo salvó la vida de todos los suyos, sino también el cuerpo de su hermana y de su madre.
Pero mueren. En 1942, cuando él se halla en Irak o en Palestina con el que ahora se llama «Ejército Polaco de Oriente», muere la más pequeña, Hela, que a diferencia de Milek quiso o pudo estudiar una carrera y era farmacéutica.
Al año siguiente, 1943, cuando el soldado Steinwurzel se halla de maniobras en Egipto, completando su instrucción, su padre, Mojsesz, fallece en el gueto de Lviv, y su madre Fania y su hermana mayor, Ella, casada con Emil Zelcer y madre ya de un niño de cuatro años, Abraham, son deportados al campo de exterminio de Majdanek.
Pero esto Milek no lo sabe. No sabe que cuando desembarca en Italia en marzo de 1944, cuando finalmente empieza la guerra de verdad, probablemente ya han muerto todos. Y aunque le llegara la noticia de que todos los judíos de los guetos, incluido el de Lviv, han sido exterminados, no dejaría de querer luchar, en nombre de la venganza y aún más de la esperanza.
La calle en que ellos vivían, Glinianska, se hallaba muy lejos del barrio judío y no era tan probable que los descubrieran y enviaran al gueto. ¿No habría algún cliente o empleado de su padre que, por dinero u otra razón, los ayudara? Quizá Mojzesz era un hombre demasiado orgulloso para pedir ayuda, y hasta demasiado fiel a las normas, pero al menos Hela, con todos los amigos polacos que habría hecho en la universidad, ¿no podía esconderse en algún sitio?
Quizá pensaba en todo esto por la noche cuando oía a los polacos comentar las noticias de casa, a quiénes habían capturado, a quiénes habían ejecutado, a quiénes habían mandado a campos de concentración como miembros o colaboradores de la resistencia. A muchos los conocían, y las voces resonaban de camastro en camastro haciendo correr los nombres de quienes, cada vez más numerosos, combatían contra los alemanes. Milek trataba de abstraerse de aquel murmullo, que muchas veces terminaba con la pregunta de cuándo les tocaría a ellos contribuir a la liberación de la patria. Y así Milek acababa pensando en los suyos, ya con los ojos cerrados. Y se sentía solo. Pero si alguno de sus compañeros judíos asomaba la cabeza y le preguntaba: «Milek, ¿qué crees que les habrá pasado? ¿Sabrán arreglárselas?», él se quedaba inmóvil como los niños que fingen dormir, la actitud menos natural en él.
Sí, quizá Samuel Steinwurzel intentaba no hacerse muchas esperanzas, para que no se trocaran en su contrario, del mismo modo que evitaba consumirse en deseos de venganza. Pero aunque lograra no pensar en nada durante muchos días, su cuerpo nervioso adivinaba el destino que lo esperaba cuando se ejercitaba en saltar alambradas y reconocer minas, incluso cuando se hacía la mochila y se lustraba las botas reglamentarias. Era posible que muriera, sí, pero al menos moriría como judío y como polaco, moriría como un hombre libre, o mejor, como un hombre simplemente.
Éste es para mí el soldado Milek, cabo del Segundo Cuerpo de Ejército polaco, Quinta División «Kresowa», al mando del general Nikodem Sulik, Quinta Brigada de Vilna, 15.° Batallón de Fusileros, cuando se dispone a desembarcar en la costa sur del Adriático, cuando se dispone a llegar al frente de la batalla más célebre.
Samuel Steinwurzel es lo que infinidad de judíos polacos han lamentado siempre no haber sido. Él no tendrá que reprocharse que sobrevivió huyendo bajo una identidad falsa, escondiéndose en bosques y cuevas como hombres prehistóricos, en madrigueras caninas, en trampillas donde se guardan carbón o patatas. O que tuvo la inmerecidísima suerte de sobrevivir como un esclavo, menos que un esclavo, como un saco de piel y huesos sometido a las reglas del gueto y a la ley del lager. No padecerá esa tortura, el remordimiento de la impotencia, de la humillación como hombres, como hombres jóvenes que no pudieron hacer nada para defender a sus mujeres y a sus madres, a sus hijos, a sus hermanos más pequeños, a sus ancianos.
¿Qué habría podido hacer yo solo, se dicen, contra los alemanes? ¿Cómo habría podido agenciarme un fusil, para empezar, con tanta guardia de las SS vigilando el gueto? Si me hubieran cogido, los habrían fusilado a todos al instante, ¿no lo sabes?
Así, siempre llegan a la conclusión de que no había alternativa entre tratar de salvarse y morir, aunque en realidad es una conclusión falsa, que no tranquiliza su conciencia.
Porque de hecho no es verdad.
—Milek, Milek, ¿duermes? Milek, escucha, es importante. ¿Has oído que ha estallado una insurrección en el gueto de Varsovia?
—Lo he oído, León.
—Se han atrincherado, tienen armas, Milek, se las ha dado la Armia Krajowa. Y no digas que no sirve para nada, eso ya lo sabemos.
—¿Y por qué iba a decir eso? Esperemos que acaben con unos cuantos, antes de que…
—Sí, esperémoslo, Milek, esperémoslo. ¿Rezamos por nuestros hermanos combatientes en Varsovia?
—Vale, pero nada de rezar. Brindemos, hagamos un brachá para bendecirlos, pero mañana…
—Tienes razón, Milek. Ellos combaten y a nosotros nos llevan a ver pirámides y esfinges.
Antes de que el Segundo Cuerpo de Ejército polaco libre se enfrentara siquiera a una escaramuza en Apulia o en el Sangro, hay rebeliones en un centenar de guetos polacos, entre ellos Lachwa, Minsk-Mazowieczki, Bialystok, Czestochowa y también Bedzin, la ciudad de los hermanos Szer. Grupos de resistencia armada en Lviv, Lodz y Vilna, cuadrillas de partisanos judíos en los bosques de Galitzia, Bielorrusia y Lituania, incluso una insurrección en el campo de exterminio de Sobibor y otra en Treblinka. En Varsovia, la insurrección estalló la víspera de la Pascua judía, el 19 de abril de 1943, y duró hasta el 16 de mayo, día en que el fuego provocado en el gueto conduce a la derrota. La cantidad y calidad de las armas infiltradas era poco más que simbólica en el gueto más grande de Polonia, y los combatientes eran más numerosos y estaban mejor organizados y, además, comunicados con los polacos. Por eso fue también el único gueto del que lograrán salvarse unos cuantos, pasando por las cloacas a la otra parte de la ciudad, donde después colaboraron con la Armia Krajowa en la insurrección de Varsovia, al igual que muchos otros judíos escondidos con identidad falsa. Los primeros en toda Europa que se enfrentaron con armas a los alemanes eran muchachos: muchos de ellos menores de edad cuando llegaron los alemanes, y muchos seguían siéndolo en el momento de los enfrentamientos, y tampoco sus comandantes tenían más de veinticinco años.
Israel Gutman tenía exactamente veinte cuando tomó parte en la insurrección. En el gueto había visto morir, en poco tiempo, primero a su padre, luego a su hermana mayor, enferma del riñón, y por último, unos meses después, a su madre. La única familia que le quedaba era una hermana pequeña, y pensó encomendarla al cuidado del reconocidísimo pediatra Janusz Korczak, que dirigía un orfelinato. Sin embargo, el 5 de agosto de 1942 no pudo el buen doctor hacer otra cosa por los niños que acompañarlos personalmente a Treblinka. Israel Gutman, pues, se quedó solo con su dolor y con su organización juvenil sionista, la cual, encontrando por primera vez en el socialismo y en las ganas de combatir a los alemanes suficientes puntos en común, se une a los comunistas y sobre todo a los muchachos del Bund, que habían hecho circular por el gueto cartas apócrifas firmadas «Henryk Wiktor», como un aliento que desde las fosas soviéticas insuflaran Henryk Ehrlich y Wiktor Alter. Gutman, herido en el ojo, tiene que salir de su búnker y lo hacen prisionero. Primero lo deportan a Majdanek, después a Auschwitz. También en Birkenau se une a la resistencia y ayuda a pasar explosivos a los hombres del Sonderkommando, los prisioneros encargados de sacar los cadáveres de las cámaras de gas y llevarlos a los crematorios. No se cuenta entre los asesinados ni descubiertos cuando el 7 de octubre de 1944 vuelan el crematorio número IV. Liberado del campo de Mauthausen, corre a Italia para unirse a la Jewish Brigade, que en esos momentos ayuda a los refugiados judíos a alcanzar Palestina. A Palestina llega durante el mandato británico, poco antes de la guerra de la independencia. En 1961 testifica en el juicio contra Eichmann. Vive durante veinticinco años en un kibutz de Galilea. En 1975 se doctora en historia. Dirige varios años el centro de investigación de Yad Vashem, edita la Enciclopedia del Holocausto y asesora al gobierno polaco en asuntos judíos.
En la única entrevista grabada que he localizado, Israel Gutman aparece como un señor de cabello cano y algo obeso, de cara redonda, ojos pequeños, tristes y tímidos, con gafas grandes y nariz ancha y redonda.
En su esfuerzo por identificar las manifestaciones de antisemitismo en el ejército de Anders había yo notado algo que no me parecía reducible al paradigma del estudioso que adopta el punto de vista exclusivo del pueblo al que pertenece, algo contra lo que, en este caso como en otros, yo luchaba. La historiografía que no refleja sólo la pertenencia del historiador, sino que soterradamente coincide con el interés nacional, al menos en los límites permitidos de una moderna ciencia humana. Dentro de estos límites, afecta a casi todos: historiadores ingleses que dan más importancia al papel de los británicos que al de los franceses en la victoria de Montecassino y niegan el valor militar del polaco; historiadores franceses que disminuían la culpa de los marroquíes y al mismo tiempo el peso de las tropas coloniales en la liberación de Francia; historiadores indios que exoneran a Gandhi de toda responsabilidad por la tragedia de la Partición que dividió y luego enfrentó a los mismos soldados que fueron compañeros en la División Hindú… Historiadores, en fin, que atribuyen a su bando todos los méritos posibles y reducen sus errores y culpas, a la vez que subrayan los errores y culpas de los otros. Yo —sin querer ofender a mi madre, que siempre me recuerda que «no eres historiadora»— procuraba siempre oír a la otra parte, y en el caso de la India, por ejemplo, me preguntaba: ¿de quién es esta versión, de un hindú, de un musulmán, o de quién? Hasta que comprendí que la rivalidad se extendía incluso al número de víctimas, sobre todo de víctimas inocentes, y cada cual calculaba al alza las que había sufrido y a la baja las que había causado. Cuanto más trágico era un hecho, más se ensanchaba la memoria del horror de unos en detrimento de la de los otros, más la historia se convertía en traumografía, transmisión de los propios traumas inconciliables.
Poland’s Holocaust, el Holocausto polaco, estaba claro, por ejemplo, qué podía esperarme de un título como éste. También estaba claro qué podía esperarme de Israel Gutman, experto en la Shoah, historiador israelí, sin saber siquiera muy bien quién era. Y, sin embargo, yo percibía en sus páginas algo que escapaba a todo intento por fijarlo a una identidad judía, israelí, sionista, algo que venía de antes, que estaba en el origen: como una rabia más acuciante, algo en que trataba de encauzarse un dolor sin límites ni sentido. Nos habéis expulsado otra vez, nos habéis impedido luchar contra nuestros verdugos, nos habéis privado del derecho a pagar el precio de nuestra ciudadanía: esto decía Gutman entre líneas. ¿Cómo podíamos demostrar que no todos éramos cobardes y desleales, si también vosotros, con vuestros prejuicios, nos habéis excluido y marginado?
Por eso fui a buscar su historia.
Samuel Steinwurzel, en cambio, como el resto del millar escaso de judíos polacos, lleva el uniforme de paño verde y la gorra con el águila cuando se presenta la ocasión de demostrar a todo el mundo lo que Polonia está dispuesta a hacer por su libertad e independencia. Porque entonces Polonia lo necesitaba desesperadamente.
El 4 de julio de 1943, el avión en el que el jefe del gobierno polaco en el exilio volvía a Londres después de una visita a las tropas en Oriente Medio se estrella en el mar poco después de despegar de Gibraltar. «Todos quedamos profundamente conmocionados y apenados por la noticia de la tragedia de Gibraltar y la muerte del comandante en jefe. Fue un golpe terrible para todo el ejército», comenta Anders, y añade:
Sentí que el general Sikorski, en adelante, habría mostrado la máxima prudencia con los rusos y que ningún otro polaco habría tenido más prestigio ante los Aliados. Todos sabíamos que los dirigentes ingleses y americanos habían asumido grandes compromisos en conferencias con el general Sikorski. Y tengo todas las razones para creer que si no hubiera muerto, la causa polaca habría estado mucho mejor defendida en los acontecimientos bélicos que siguieron.
Quizá el general Anders exagera, ya que la causa polaca ya había empezado a ir mal desde el descubrimiento de las fosas de Katyn y la ruptura soviética, que no tuvo más consecuencia que el inicio del aislamiento polaco.
El 28 de noviembre de 1943, Churchill, Roosevelt y Stalin se reúnen por primera vez para acordar cómo proseguir la segunda guerra mundial y qué hacer con el mundo. Deciden el desembarco en Normandía, la tripartición de Alemania, la creación de las Naciones Unidas. Pero para los polacos ausentes —como probablemente habría estado ausente Sikorski— negocian sobre todo un desplazamiento de fronteras: Stalin se queda con los territorios orientales, trocándolos por un pedazo de los que pertenecieran a los alemanes, casi desde Silesia a Danzica.
Sólo que es esto, al aliado precioso quizá más por sus servicios de inteligencia que por la heroico-romántica presencia, desde Noruega al norte de África, de sus cada vez más numerosos soldados en el exilio, incluidos los valientes pilotos que participaron en la batalla de Inglaterra, conviene dárselo a entender poco a poco.
Por el momento basta con una declaración conjunta de los Tres Grandes desde Teherán: «Esperamos el día en que todas las naciones del mundo puedan vivir en paz, libres de tiranía, satisfaciendo sus propias necesidades y su conciencia nacional».
La primera vez que los rumores inciertos y reservados se convierten en voz pública y casi inequívoca, es el 22 de febrero de 1944, cuando el primer ministro Winston Churchill se dirige a la Cámara de los Comunes:
La suerte de la nación polaca está en primerísimo plano en el pensamiento y en la política del gobierno de Su Majestad y del Parlamento británico. Con grandísimo placer he oído al mariscal Stalin decir que también él es partidario de la creación y conservación de una Polonia fuerte, íntegra e independiente. Siento una gran simpatía por los polacos, raza heroica cuyo espíritu nacional no han doblegado siglos de desgracias, pero también comprendo el punto de vista ruso. Hoy por hoy sólo el ejército ruso puede liberar Polonia, después de haber sufrido millones de bajas para romper la máquina bélica alemana. No puedo considerar que las demandas de Rusia relativas a su frontera occidental vayan más allá de lo que es razonable y justo. El mariscal Stalin y yo hemos deliberado y reconocido la necesidad de que Polonia obtenga compensación a costa de Alemania tanto al norte como al oeste.
Pero esto no es ningún consuelo para los hombres del Segundo Cuerpo de Ejército polaco, ni siquiera para Samuel Steinwurzel. No sé si a bordo del barco que llevaba a Italia a la Quinta División «Kresowa», nombre precisamente derivado de los Kresy, los territorios orientales de los que provenían gran parte de los soldados, había un transmisor capaz de captar la BBC. Pero si lo había, también Milek, como todos los demás, debió de sentir náuseas, unas náuseas mucho peores que las causadas por el mareo de la navegación.
—Nos han traicionado, nos han vendido al diablo georgiano, ¡ojalá se muera en el infierno!
—¿En el infierno? Ahí hace calor. A Siberia habría que mandarlo, donde él nos mandó a nosotros, y dejarlo allí para siempre…
—Si viviera el general Sikorski, quizá no se habrían atrevido…
—Han sido ellos, han saboteado su avión, lo han matado, ¡rusos cabrones!
—No, no, han sido nuestros queridos amigos ingleses, puesto que salió de Gibraltar.
—¿Y eso qué importa ahora? Lo que hay que saber es si ocurrirá lo que Churchill dice…
—Si es así, es el fin. No, no puede ser.
Y mientras unos vomitan, otros, cogiéndose a sus compañeros como si estuvieran borrachos, entonan la primera estrofa del himno nacional, «Polonia no está perdida mientras vivamos». Pero la cadena se desbarata cuando, al llegar al estribillo de «Marcha, marcha, Dabrowski, de Polonia a Italia», rompen a llorar, mientras Milek, flaco y blanco como un pierrot lunar, sigue apoyado en la baranda.
Si ocurre lo que Churchill dice, ¿cómo podrá él volver a Lviv, en busca de quien siga vivo? En el mejor de los casos no le dejarán volver a salir, y en el peor, lo arrestarán de nuevo y lo mandarán a algún campo del Gulag. Y en el mejor de los casos no le quedará nada: ni la casa de la calle Glinianska, ni el almacén, ni la serrería. Nada con lo que volver a empezar, si le queda alguien vivo. Pero lo más probable es lo peor, porque es hijo de un empresario, él mismo capitalista, aunque los alemanes le hayan quitado todo.
—¿Milek?
—Suerte tienes de ser de Varsovia, Franiek.
—¿Por qué lo dices?
—A veces pienso que sería más fácil saber que están todos muertos…
—¡No, Milek, eso no! Debemos combatir: sólo así demostraremos a los ingleses y a los norteamericanos que no pueden decidir sobre nuestras cabezas.
—¡Ojalá! De todas maneras no tenemos elección.
Si esto es lo que piensa la tropa, ¿qué podía decir el general Anders cuando el general Léese, el comandante británico, le comunica lo que el cuartel general ha decidido sobre su ejército?
«Acordaron que el Segundo Cuerpo polaco desempeñara la misión más difícil en la primera fase de la batalla, la conquista de las montañas primero de Montecassino y luego de Piamonte.»
Desde que estaba en Italia, Anders había visto cómo las fuerzas aliadas fracasaban una y otra vez en el intento de tomar la abadía, una abadía que había acabado reducida a una serie de siluetas de muros que parecían dientes astillados. Encastillados en Rocca Janula, seguían resistiendo los gurkha, sometidos a un asedio medieval. Tenían el castillo, pero no podían salir a conquistar posiciones más altas, y el comando había ya perdido toda esperanza. Precisamente los gurkha, muy valientes, como se sabe, especialmente en la montaña, y nada había que reprochar a los Rajputana Rifles, ni a los ingleses del Batallón Essex. Pero el grueso de las tropas que los británicos habían mandado a tomar la abadía eran coloniales, lo que quería decir algo. También las fuerzas neozelandesas estaban agotadas. Y después del baño de sangre en el Rápido, tampoco Clark había vuelto a intentarlo: le bastaba con llegar a Roma por donde fuera.
Anders sabía que «la misión más difícil» podía considerarse de dos maneras opuestas: un honor y un favor; pero en su corazón de militar y de polaco debió de sentir otra cosa, algo que era más una emoción que un razonamiento.
Disponéis de la flota aérea más grande y poderosa del mundo, de toda clase de carros de combate, de morteros, bazucas, ametralladoras, fumígenos, granadas, pero no tenéis a mis hombres. Tenéis la libertad, pero no tenéis el valor, el espíritu de sacrificio, la motivación que tienen estos soldados por los que no habríais apostado un céntimo cuando los visteis desfilar ante mí la primera vez, figuras que ni con vuestro gusto por lo macabro y espeluznante habríais nunca imaginado. Y lo sabéis. Sabéis que sólo nosotros podemos conseguirlo.
Pero su cargo exigía que contuviera aquel arranque de orgullo y se concentrase en el puro cálculo: cálculo que no podía consistir sólo en una resta aproximativa de bajas, sino que debía incluir necesariamente variables políticas más insidiosas:
Pensé que también si nos mandaban a otro frente, el cuerpo de ejército polaco podía sufrir muchas bajas. En cambio, el éxito de la operación en Montecassino, frente ya bien conocido en todo el mundo, sería de gran importancia para la causa polaca; sería la mejor respuesta a la propaganda soviética de que los polacos no querían combatir contra los alemanes. Daría nuevo impulso al movimiento de la resistencia en Polonia. Cubriría de gloria las armas polacas. Calculé los riesgos del combate, las bajas inevitables y la responsabilidad —que sería enteramente mía— del fracaso de la acción. Y después de reflexionar un momento, contesté que aceptaba la misión.
Llega de visita el comandante en jefe de las fuerzas polacas, que de camino a la residencia real de Caserta, donde han de reunirse con Sir Alexander, pronostica bajas «abrumadoras» y la derrota. Anders encaja y replica. «Me dijo abiertamente que soñaba.» Su superior sigue convencido de que es inútil insistir en el mismo objetivo después de tres fracasos y propone ante el mismo Alexander una estrategia alternativa. Volando de regreso a Londres, quizá el supremo comandante polaco pensó que Anders, a aquellas alturas, razonaba más como político que como militar: no se lo reprochaba, claro. Demasiado bien se las arregló conferenciando con Churchill y con Stalin, y Polonia siempre le estaría agradecida por las vidas que salvó y por haberse ocupado, en Irán y en Palestina, de escuelas, orfanatos, comedores públicos. No se discutía ni el valor personal ni mucho menos el patriotismo de Wladyslaw Anders, pero en la última guerra, ¿qué había sido? General de brigada. Ante esta constatación, quizá se le escapó un suspiro por los catorce generales polacos que perdió en las fosas de Katyn.
Llega, sin embargo, la primavera, y tras un mes de baja intensidad bélica, los terrenos pantanosos van secándose y la hierba, donde puede, en cuanto puede, así en el llano como en la montaña, empieza a brotar, y con ella, infinidad de amapolas rojas.
La moral de las tropas polacas es tan alta que los ingleses, aunque están acostumbrados a tratar con conmilitones de toda especie, no salen de su asombro. ¿Qué clase de gente es ésa? Fuman cigarrillos con boquilla, se pasean vestidos de punta en blanco, saludan con besamanos a las campesinas del lugar, jóvenes y no tan jóvenes, que se cuelan por ellos, naturalmente. «Sissies», barbilindos pusilánimes, se diría. Pero no son nada de eso, porque cuando hay que entrar en acción, allá van ellos los primeros, como si fueran de excursión. Y aunque uno les diga: «¡Eh, tú, como no te agaches, los boches te disparan!», e incluso les repita, bajando la cabeza y haciendo pum, pum, de manera que no pueden dejar de comprender, nada, ni aun así hacen caso. Que tienen agallas, vamos; incluso demasiadas. ¡No cabe duda de que odian a los alemanes! Pero nosotros, piensan los ingleses, al demasiado valor lo llamamos inconsciencia, así que más vale que no nos juntemos mucho con ellos.
El sentimiento, por cierto, es recíproco, y así, si por casualidad a los ingleses se les ocurre beberse con ellos una botella hallada en algún sitio el penúltimo día de descanso, se arriesgan a pasar un mal rato.
Basta que uno de ellos diga una frase de lo más normal, como: «Esperemos salir enteros de este infierno», quizá ni dirigiéndose siquiera a los polacos, para que éstos se pongan serios.
Y aunque todo el mundo está un poco achispado, la alarma, el mudo juicio de sus semblantes, es inconfundible.
—¿Qué pasa? ¿No queréis salvaros? ¡Ya veréis lo bonita que es la guerra cuando os manden al frente!
Según el tono más o menos provocador o amistoso en que esto se diga, tardarán más o menos los polacos en acordarse de la disciplina debida y de su cortesía proverbial. ¿Acaso vale la pena pelearse con esos cobardes?
Y, entonces, el soldado que mejor sabe hablar inglés les cuenta las vicisitudes por las que han pasado desde que les invadieron Polonia. Los ingleses, en parte, no acaban de creérselo y, en parte, empiezan a aburrirse. Y los polacos, en un último arranque, añaden a la lista de horrores las últimas noticias que han llegado de la resistencia, aunque ya casi hablan para sí mismos. El vino acaba creando una atmósfera irreal, en la que, quizá, no lejos, resuena el balido de una flaca oveja o cabra italiana, voz más comprensible que el truncado diálogo de los compañeros de armas.
Sin embargo, después de esto, los polacos regresan al campamento más animados que entristecidos. También este tipo de absurdas experiencias los enardece. Milek camina entre Franciszek Kulakowski, que es de Varsovia, y León Simón, que es de su misma ciudad y religión y pertenece también al 15.° Batallón de Fusileros de Vilna. No se sabe por qué en el batallón hay tanta gente de Lviv, pero no es desde luego una circunstancia lamentable. Basta con que Lesek —diminutivo que guarda la misma relación con el nombre real que Milek con Samuel— no saque a colación ciertos temas y todo va bien.
Franiek se arranca a cantar una canción popular, muy eslava y bailable, y lo hace a voz en cuello, para que lo oigan los ingleses, la oveja italiana y, sobre todo, los alemanes, que no deben de estar lejos. Así lo entienden todos y todos se arrancan a cantar, y es grato pasar así la templada tarde, cantándole al paisaje que será campo de batalla la historia de la vieja muy alegre que tenía una cabritilla muy descarada que le robó dos coles, en voz bien alta: «¡Fik mik, fik mik, tralarí-tralará, que le robó dos coles!».
Milek parece volver a ser el de siempre, incluso se diría que su nerviosismo congénito se ha aguzado, como el olfato de un perro, él mismo casi parece uno de esos perros de caza de hocico alargado. Debe de ser también la primavera, y el país, que es el mejor de los que ha conocido, a cuya gente se siente más afín, aun sin ser católico. Estoy en Europa, después de todo, parece decirse, no muy lejos de casa, y la nostalgia, en vista de la batalla inminente, se hace más llevadera. Debe de ser eso, saber que ahora les toca a ellos, que esos días límpidos pueden ser los últimos, que los vuelve tan perceptivos, a la vez conscientes de todo e inconscientes, exaltados y serenos, vigilantes y atolondrados. Todo lo perciben a través de los sentidos, incluso el amor patrio parece algo concreto, gestos repetidos mil veces en la instrucción para que resulten automáticos, para que, ante la muerte que los espera, se fundan con el ser humano que es soldado.
Tienen confianza porque no pueden no tenerla, porque han cruzado nieves, estepas, desiertos y mares para llegar allí. Sólo ellos saben, pero lo saben todos, cuan distintos son ahora de los seres embrutecidos que eran en el bosque de los Urales. Y ahora no es momento de pensar en los que quedaron allí o a lo largo del interminable camino.
Pero en las altas esferas, donde se conocen los planes y la magnitud de la ofensiva, organizada esta vez con calma y al detalle, también cunde el optimismo. Cuentan con una aplastante superioridad numérica, atacarán todos juntos —norteamericanos, franceses, ingleses y polacos— en un frente que va desde el golfo de Gaeta hasta Cassino, el tiempo por fin es propicio y todos se han preparado con el debido secreto.
El general Anders sólo lamenta que, por ser la operación precisamente secreta, no le hayan permitido realizar reconocimientos, pero por lo demás no tiene motivos de queja. Incluso tiene que decidir qué división ha de lanzarse al ataque de la abadía y conquistar la cota 593, llamada el Calvario, y tiene que echarlo a suertes, porque los dos comandantes de división se ofrecen voluntarios. Le toca al general Bronislaw Duch, de la Tercera División «Karpacka», porque el general Nikodem Sulik, de la Quinta División «Kresowa», saca el fósforo más corto.
En el 15.° Batallón de Fusileros de Vilna no falta quien critica esa decisión arbitraria. No Lesek ni Franiek de Varsovia, que dice «que pase lo que tenga que pasar», y Milek, recordando por una vez su grado, añade que lo que tiene que hacer cada cual es estar en su puesto y cumplir con su deber.
Las cosas, sin embargo, cambian en cuanto tienen que trasladarse a primera línea, es decir, a la montaña, y allí esperar la orden de ataque. Esperar es una palabra. Aún va bien mientras se acercan, por etapas, primero en vehículos, luego a pie, subiendo, en una oscuridad casi total. Lo más difícil de sobrellevar es el silencio que desde ese momento deben guardar, más severo que el que se imponen los monjes de la abadía, de esa abadía cuyas ruinas han de conquistar. El objetivo tiene un nombre de lo más significativo: los ingleses lo llaman «Phantom’s Rádge», la cresta fantasma, ellos solamente «Fantasma». Pues así es como se sienten, agazapados en abrigos hechos con piedras o, como mucho, tras algún desmedrado arbusto, en una espera que dura días: como fantasmas. No pueden moverse; sólo pueden hablar cuando los cubre el fragor incesante de la artillería; tampoco pueden lavarse, lo que no es baladí porque regresan unos viejos conocidos: los piojos. Parece mentira lo pronto que se desacostumbra uno a las penalidades cuando la situación mejora: comida en mal estado, agua que sólo llega por la noche, poca, caliente y con sabor a óxido. Todo lo demás es nuevo, pero para mal, ingrata sorpresa para quien pensaba que ya había vivido lo peor. El aire apesta a mula y a soldados muertos. Ya subiendo han tenido que sortear los cadáveres, han visto en las cunetas troncos con piernas calzadas con botas, han tenido que contenerse para no mirar si lo demás seguía en su sitio. Éste es un error que enseguida se aprende a no cometer. Pero si, mientras se camina, puede uno concentrarse en el compañero que va delante, cuando se está quieto y encima callado, el hedor a muerte se percibe de manera tan intensa que sofoca. Uno querría por lo menos poder decir: «Me asfixio», pero eso podría ser letal. Letal porque, aunque no se los ve, ni siquiera de día, los alemanes, fantasmas como ellos, están allí. Están mudos como ellos, pero hacen hablar a las armas. O quizá «hacer hablar» es decir mucho; hablan las armas solas, y dicen lo único que hay que decir: cañones y morteros que baten sus posiciones a todas horas, especialmente de noche. Y esas bombas y obuses que caen por doquier —delante, a los lados, detrás— dicen: «No podéis vernos, pero estamos aquí arriba, cerca y lejos, por todas partes». Se tiene la sensación de que la vida se ha reducido a oír, a oler. Y, curiosamente, resulta más fácil dormir con el ruido de las armas que podrían matarlos que con el olor de todos los que ya han muerto. Para Milek la inmovilidad es una tortura. Pero si cediera a las ganas de estirar los miembros entumecidos, de pisar con los pies que no siente, si por distracción hiciera rodar una piedra, entonces hablarían también las ametralladoras de aquellos a los que los ingleses llaman, con una especie de temor reverencial, «diablos verdes». También esto parece significativo: los ingleses, acostumbrados a llamarlos «kraut» y «jerry» con tanta frecuencia que olvidan que son insultos, se tragan la palabra «boche» ante aquellos indómitos paracaidistas.
También ellos tienen nombres denigratorios, pero en la espera silenciosa e inmóvil incluso el lenguaje es parvo: comida, agua, radio, vendas, municiones. Y alemanes: «niemcy». Algunos no recuerdan lo que esta palabra significa hasta el momento en que necesita usarla, cuando se comunican con los demás por gestos, gestos que al pronto los compañeros no entienden. ¿Por qué se lleva el dedo a la boca si estamos completamente callados? ¿Y al mismo tiempo señala hacia allá, donde la otra vez…? ¡Claro! «Niemcy», los mudos, o sea, los alemanes:[5] nunca la raíz de una palabra pareció tener tanto sentido. Desde que están allí se esfuerzan por captar, si no una sombra —tentación peligrosísima—, al menos un sonido medianamente inteligible. Los alemanes están no se sabe dónde, pero ciertamente cerca, muy cerca. Porque el 13.° Batallón de Fusileros de Vilna se halla al fin destacado en primera línea, lo que significa que será el primero en atacar en el momento previsto. «¡Ahí lo tienes!», le indican por señas al que se quejó cuando aún era posible quejarse en voz alta.
Hasta que, tras dos semanas de angustia fantasmal, llega el día de la ofensiva: 11 de mayo de 1944. A primeras horas de la tarde se hace circular la orden del día con mensajes a las tropas polacas de los generales Alexander, Léese y Anders, y el radiotelegrafista del 15.° Batallón de Fusileros pega el oído al aparato para poder al menos pasar el que va dirigido a su comandante.
Soldados:
Ha llegado la hora de la batalla. Hemos esperado mucho tiempo el momento de la revancha, el momento de desquitarnos con nuestro enemigo hereditario. Hombro con hombro combatirán con nosotros divisiones británicas, estadounidenses y canadienses, así como tropas francesas, italianas e hindúes. La misión que nos han encomendado cubrirá de gloria el nombre del soldado polaco en todo el mundo. Fiados en la Justicia de la Divina Providencia, marchemos al frente con las palabras sagradas de nuestro corazón: Dios, Honor, Patria.
Pero no está claro que el mensaje llegue a toda la tropa, al cabo Samuel Steinwurzel, por ejemplo. El que sí llega a todas partes y particularmente a primera línea es el mensaje de las armas. Son las once en punto de la noche. Empiezan a disparar al unísono mil seiscientas bocas de fuego repartidas a lo largo de todo el frente, treinta y seis kilómetros, junto con la artillería ligera de los Aliados, en número incontable. Nunca se ha visto semejante fuego de barrera, sobre todo para quien no puede permitirse contemplar el espectáculo por tener que mantener la cabeza gacha. Por encima vuela de todo: cohetes, obuses, granadas, metralla, trozos de mil materiales: hierro, roca, madera ardiendo y otros por cuya naturaleza es mejor no preguntarse. Los muretes de piedra de los parapetos vibran como electrificados, la montaña, bajo los hombres cuerpo a tierra, transmite un zumbido profundo, rabioso, que se transforma en un estruendo ensordecedor cuando replica la artillería enemiga. Los muretes de piedra se desmoronan, las explosiones hacen saltar por los aires cuanto puede reducirse a polvo, la misma masa granítica que se tiene debajo parece que se agrieta y desmenuza. Y así han de permanecer, agarrados al lomo de aquel fósil de ballena que rebulle, por un tiempo larguísimo. Cuando por fin alguien mira la hora, son apenas las doce. Toca esperar otra hora, pero para entonces casi les parece un privilegio ser los primeros en atacar.
Entretanto, también la luna llega a la posición prevista y no la tapan mucho las nubes.
Cuando se ponen en pie, aún están ensordecidos —algunos tienen el tímpano reventado— y, aunque tiemblan por dentro y por fuera, tienen los miembros agarrotados. Entran en acción la primera y la segunda compañía, donde sirven Lesek y Franiek, a los que Milek no ha vuelto a ver desde que están en primera línea. Se abrazaron antes de emprender el ascenso, en silencio, pero la oscuridad les ha permitido llorar, no se sabe de qué emociones, con los ojos, esos órganos secundarios y a menudo inútiles.
La tercera compañía, a la que pertenece Milek, no puede hacer otra cosa que tender el oído hacia las alturas del Fantasma, hacia las que se han lanzado sus compañeros. Pero la espera no dura mucho. El bombardeo que parecía hacer añicos los Apeninos se diría que no ha servido de nada. Desde sus refugios intactos, los alemanes abren un fuego inmediato y nutridísimo. En medio de las explosiones se distingue la voz de los morteros y las ametralladoras, los gritos de mando y de socorro, los ayes de los heridos. En polaco, ya que los «niemcy» siguen mudos. Han aniquilado su línea de ataque en cuanto ésta ha salido al descubierto, han matado a no se sabe cuántos hombres sin ni siquiera salir de sus escondites. Éste es el mensaje inconfundible incluso para quien nunca hubiera visto a un hombre destrozado por una mezcla de metal y explosivo. De hecho, la radio de ambas compañías callan.
Cuando por fin Milek se lanza también al ataque del Fantasma, no sabe muy bien lo que tiene dentro de la cabeza, que lleva cerrada tanto tiempo; dentro de su cuerpo, que parece simple sostén del corazón. El olfato, embotado por el olor a explosivo, que domina cualquier otro, ya no le funciona, y también el oído sigue aún parcialmente inservible. En adelante, pues, debe encomendarse a los ojos: aunque le escuecen, debe mirar dónde pisa, pues todo es subir y bajar entre rocas, matojos y zarzas, y casi resulta imposible seguir los senderos trazados por los lanzallamas. Pero el órgano predominante es el corazón, que parece ocupar todo el tórax y late fortísimo sin que se sepa qué transmite: ¿miedo?, ¿odio? ¿Más lo uno que lo otro? ¿Las dos cosas? ¿Hay alguna diferencia? Lo único que percibe claramente Milek es que está vivo y va a morir casi con toda seguridad. Y desde ese momento, y hasta el día siguiente, cuando ordenan batirse en retirada para que no los exterminen a todos, parece caer en un precipicio oscuro, lleno de humo e iluminado aquí y allá por explosiones.
No tardan en perder el contacto también ellos: primero con la artillería de apoyo, luego los pelotones entre sí. Y cuando la radio enmudece también, de milagro evitan desbandarse. Avanzan a paso rápido y zigzagueante y enseguida tropiezan con los compañeros heridos o muertos. Lesek tiene en la cabeza un gran boquete, a Franiek le falta una pierna y toda la cadera izquierda. Se ven muchísimos más cuerpos, acurrucados tras las rocas, asomando de los arbustos, por todas partes, hasta donde pueden arriesgarse a alumbrar con las linternas. El olor a muerte fresca se diferencia en que no apesta. Pero es terrible por eso, porque el olfato multiplica el olor de mil lesiones estúpidas —cortes leves, magulladuras— hasta convertirlo en algo nauseabundo y definitivo. Milek vuelve en sí un momento, les quita las placas a sus amigos, les cierra los ojos. También querría taparle el boquete de la cabeza a León Simón, judío polaco de Lviv, pero no tiene tiempo de hacer un gesto tan asqueroso e inútil. Busca en la mochila del compañero la cartera y cartas, fotografías. Sólo encuentra la cartera, no se extraña, busca deprisa la mochila del otro, y piensa también en cogerle la medallita de Nuestra Señora de Czestochowa. La mochila de Franiek ha salido despedida no se sabe dónde, si no la encuentra pronto tendrá que desistir y esperar a que alguien suba a recogerlos a todos, lo que no es seguro, por el hedor que reina y por los cadáveres con los que han convivido las últimas dos semanas. Porque cuando uno tiene al muerto al lado, puede acabar como él si no es lo bastante paciente para esperar el momento oportuno para sacarlo del refugio.
Milek desiste, es hora de socorrer a los heridos. Mientras pone vendas y hace torniquetes, repara en una mochila que ha ido a caer sobre una alambrada, también podría haber minas. Con la culata del fusil engancha una presilla, estira y la coge en el aire. Es la mochila que esperaba. Cuando de nuevo se pone en pie y corre tras la compañía, consigue pensar. Y piensa que debe decir el kaddish por Leo, localizar a algún pariente vivo en Polonia, escribir una carta a la familia de Franiek. El corazón ya no late tan fuerte, parece más compacto y está más arriba, más o menos donde siente la náusea; al parecer, el dolor es un ansiolítico.
Todo esto dura bastante, y los alemanes, de haber hecho fuego, los habrían liquidado. Lo que quiere decir que más adelante aún queda alguien que mantiene ocupados a los enemigos invisibles, y que no todo está perdido. Ninguna de las atrocidades cometidas en su país contra judíos y polacos que le han contado le ha hecho a Milek el efecto de los cadáveres de Franciszek Kulakowski y León Simón.
Siguen avanzando por el Fantasma y reciben el fuego de algunas posiciones que las primeras tropas no han podido limpiar. Hay que localizarlas, cubrirse y disparar contra los búnkeres. El primero que los alcanza lanza una granada. En cuanto cesa el fuego, los rematan, por seguridad o por desahogarse, con algunas ráfagas de metralleta. También ellos gritan insultos en su lengua a la vez que disparan, y sobre todo exclaman cosas como: «¡Esto por Polonia!» o «¡Y es sólo el principio!». Milek grita también: «Día Polski!», «¡Por Polonia!», porque le apetece, porque está lanzado. Y corre y dispara sin preocuparse de que lo maten o lo hieran.
Y entonces, en el gris que precede al alba, aparece de pronto algo como una bandera blanca, un pañuelo sucio, justo cuando se disponían a barrer el nido con un bazuca de fabricación americana. La sorpresa, más que otra cosa, los detiene a tiempo, y ven salir a un soldado con las manos en alto, exclamando:
—Nicht schiessen! Nicht schiessen!, No disparen.
—Nein! —exclaman a la vez más de uno. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué, aunque sin bajar las armas, se quedan parados?
¿Por qué el sargento, cuando del búnker sale otro hombre, les dice: «Wir nehmen sie mit!», «Están detenidos»?
¿Por qué hay reglas en la guerra? ¿Por qué aquellos famosos paracaidistas tienen edad de chiquillos y aspecto de haber pasado tiempo en el Gulag? ¿Por qué matar al que se rinde, quizá asesinar realmente, no resulta tan instintivo?
¿Esto ocurrió ese día o durante el segundo ataque al Fantasma? En la guerra, incluso experiencias tan vivas que cuesta reconocerlas como recuerdos se solapan al punto de confundirse.
Esto es más o menos lo que se le queda grabado al cabo Steinwurzel del día que debía de cubrir de gloria a la nación polaca, y que termina, sin embargo, con un nuevo ataque al Fantasma de lo que queda de las dos primeras compañías, entre rocas y árboles quemados. Los hombres aún hábiles son muy pocos y hay que ayudar a transportar a los heridos. Se retrocede, pues, a las posiciones de partida, donde, acurrucados, apoyada la cabeza en las piedras del refugio, y mientras se esperan nuevas órdenes que podrían llegar enseguida, se cumple por fin con el deber de dormir.
Más o menos a la misma hora llega, para confortar al general Anders, el comandante Oliver Léese, que dice que el Segundo Cuerpo de Ejército polaco, aunque derrotado, ha servido para tener ocupadas a las fuerzas enemigas, sobre todo a la artillería, lo que ha permitido el avance de su Octavo Ejército en el Valle del Liri. Pero a esta ponderación de orden técnico del sacrificio hecho sigue su negativa contundente a reorganizar las tropas polacas y lanzar otra ofensiva al día siguiente. Los británicos, o sea, él mismo, deciden cuándo será el momento oportuno y Anders tiene que obedecer.
Durante toda la noche del 11 y hasta primeras horas de la tarde del día siguiente, el general sigue los partes cada vez más escasos sobre el desarrollo de la batalla, esperando hasta el último momento poder lanzar un rápido contraataque. Lo único, sin embargo, que puede hacer es leer aquellos informes, consistentes en datos numéricos que equivalen a cotas tomadas o perdidas y cifras de bajas, las cuales a cada informe son más altas, hasta que llegan al cómputo definitivo: 205 muertos, 1028 heridos, 384 desaparecidos.
Lo ocurrido en la montaña, sin embargo, pese al desenlace amargamente incontestable, no está claro ni siquiera para el comandante. La guerra ya no es la guerra que se ve en las escenas de los cuadros, en los que «el comandante, desde un monte, sigue el curso de la batalla, ve cómo avanzan y retroceden las tropas, arenga, da órdenes, dirige. Hoy las batallas no se desarrollan en el radio de visión del ojo o el catalejo del comandante, sino que tienen algo realmente difícil de concebir: en todas partes, pero seguramente más en las laderas de Montecassino».
Así, lo único que puede hacer es escuchar a sus hombres y, con los muchos relatos individuales, con «esa colección de pequeñas epopeyas, algunas bruscamente truncadas por la muerte», tratar de pintar un cuadro de conjunto en el que se vea que «aquella batalla también tenía su lógica», aunque fuera una lógica que escapaba a quienes la libraron, y que representó, sobre todo, «un esfuerzo ininterrumpido de gran voluntad, de viril perseverancia y de sacrificio, es decir, de lo que suele llamarse heroísmo».
Sin embargo, alguien, durante el combate, percibía lo que estaba ocurriendo de una manera más tangible: más tangible que el general y que aquellos soldados perdidos en la oscuridad, entre barrancos, bajo fuego enemigo. Desde primeras horas del día, desde antes del amanecer, el personal del hospital de campaña polaco, instalado en el fondo del valle llamado «Infierno», trabaja a destajo, empapado en sudor, con las batas y los uniformes manchados de la sangre de los heridos, pues no hay tiempo de cambiarse.
El capitán médico Dolek Szer había tratado congelamientos y pulmonías, se había enfrentado al tifus y a la malaria, quizá había asistido a parturientas en el barracón hospitalario o las tiendas de campaña uzbekas, pero nunca había tenido que cortar un brazo o una pierna, extraer metralla incrustada junto con fragmentos de hueso, sacar vísceras para ver si dentro queda algo que deba quitarse, volver a meterlas y coser. O quizá sí, quizá ya estaba en Italia cuando se libraron los combates del río Sangro, pero aquello no fue nada comparado con esto: allí se podía trabajar con cierta calma, conocer un poco al desgraciado al que se operaba; aquí había que limpiar raudales de sangre, suturar, vendar, restañar lo antes posible. Palabras y gestos de consuelo y ánimo eran puramente formales, el rostro de los heridos se confundía o, mejor dicho, desaparecía, no existía para la mirada fija en heridas abiertas que busca un proyectil o una esquirla de metralla incrustada en la carne.
Había sido una carnicería, seguía siéndolo, no se sabía cuándo acabaría. Y como no se sabía, pronto se dieron instrucciones para que los heridos a los que bastaba la asistencia de una enfermera fueran, en lo posible, atendidos en otro sitio. Y allí sólo quedaba aquella masa que gritaba mentando a la madre, a la Virgen o a Dios, que proclamaba no querer perder un miembro o morir, que exclamaba, lloraba, vomitaba de dolor o de repugnancia por el hedor que desprendían ellos mismos o sus compañeros de desgracia.
Había que seguir adelante, sin hacer caso de nada, sin pensar, sin dejar que llegara al cerebro el desastre que se tocaba con las manos, esperando que ese día, y todo el tiempo que fuera necesario, el enemigo les permitiera trabajar, salvar a quien pudieran.
Esperando que no ocurriese lo que un par de días antes, cuando la artillería alemana batió el complejo sanitario principal y mató a quince heridos, a Augustyn, el capellán, y a dos colegas suyos, uno de ellos el doctor Adam Graber, de Varsovia. Había jugado con él a las cartas en Egipto, aunque Dolek no era muy aficionado a esa clase de juegos. Pero Graber era una persona agradable, incluso demasiado manso, que se había resignado a la suerte de sus seres queridos y decía:
—Nuestra religión, Dolek, nos recuerda: «Tu sangre no vale más que la sangre de los demás», y aunque no soy judío practicante, siempre he pensado que esto coincide con el sentido de nuestra profesión.
Sí, le tenía aprecio al viejo Graber, que era menos viejo de lo que aparentaba, y eso que frisaba los cincuenta. No se sabía qué lo había avejentado tanto, si el lager ruso que tenía detrás o los alemanes que tenía delante. Para Dolek, en cualquier caso, ver que uno podía morir prestando servicio como médico, de cuerpos o de almas, era un golpe difícil de encajar. ¿Y si a aquella hora del 8 de mayo de 1944 hubiera estado él en lugar de su amigo Adam Graber? Pero ahora no podía pararse a pensarlo, ni podría en mucho tiempo. Cuando la noche del 12 de mayo el comandante y los hombres que seguían ilesos pudieron por fin intentar dormir, la batalla seguía su curso y así continuaría durante un tiempo interminable.
Los soldados que quedan del 15.° Batallón de Fusileros esperan nuevas órdenes y, si es posible, buenas noticias sobre los heridos y desaparecidos que les levanten el ánimo. Pero las que llegan no suelen ser alentadoras. En el frente, con todo, las cosas parecen mejorar. El avance de los ingleses, a los que, sin saberlo, habían hecho de escudo, continuó en los días siguientes, y podía resumirse en dos palabras. La primera era «puente». Mientras ellos desanidaban a los paracaidistas en el Fantasma, los ingenieros de la Cuarta División Hindú habían empezado a construir el primer puente sobre el río Gari, casi en el mismo punto por el que en enero intentó atravesar el río el 143.° Regimiento de texanos, cerca, río abajo, del pueblo de Sant’Angelo in Theodice; el mismo puente que sorbió al sargento John «Jacko» Wilkins. A las siete en punto de la mañana del día 12 estaba listo. ¿Llegó a oír el soldado Jeff McVey, que seguía con las tropas norteamericanas en la franja costera, los nombres de las sietes construcciones prefabricadas de acero y tablones que vengaban a sus compañeros muertos? Amazon, Blackwater, Congo, Cardiff, London, Oxford, Plymouth. Más probable es que, como a los polacos, le llegaran otras voces. ¡Los carros de combate! Los primeros tanques estaban cruzando a la orilla enemiga. Y como los puentes resistían, y el terreno se había secado, por primera vez en cuatro meses los carros de las brigadas acorazadas Ontario y Calgary y después los británicos podían por fin avanzar hacia las líneas enemigas sin echarse encima unos de otros, como escarabajos gigantes.
Pero donde se rompe la defensa alemana ya el 14 de mayo no es abajo, en el llano. La primera brecha de la Línea Gustav la abren, en el punto más difícil, los que en la escala jerárquica de las fuerzas aliadas ocupan casi el último escalón: los gurkba y los hindúes, así como también, en buena medida, los neozelandeses y los polacos del Segundo Cuerpo de Ejército. Los hábiles comandantes de estas tropas ya habían cosechado éxitos inesperados en la primera ofensiva, pero el general Alphonse Juin y todo su ejército de África habían sido fieles al gobierno traidor de Vichy hasta dos años antes, y no era el caso de que actuase muy en primera línea, porque, aunque sus hombres eran particularmente aptos para el combate en montaña, no merecía demasiadas glorias.
Milek y sus compañeros tuvieron ocasión de conocer a estas tropas cuando desembarcaron en Italia y la Quinta División «Kresowa» se trasladó al frente principal. «Relevad a los franceses», se les dijo. Pero ni cuando supieron que aquellas tropas francesas se llamaban Segunda División Marroquí se imaginaron lo que los esperaba, y eso que acababan de pasar varios años en Irán, Irak, Palestina y Egipto. Seguramente no hicieron caso de los comentarios que allí les hacían los compañeros de la División «Karpacka», cuando, hablando de Tobruk y de otras batallas norteafricanas, decían que, de toda la gente rara junto a la que habían combatido, la más rara eran las tropas francesas, porque estaban mayoritariamente compuestas de «negros de toda clase y de todo color de piel».
Pero lo que chocaba a los polacos recién llegados de Egipto no era tanto el color de piel o la fisonomía de aquellos hombres, sino su aspecto e indumentaria, su conducta y las de sus superiores, que sí eran franceses, y por tanto minoría.
Muchos de ellos, en lugar de uniforme, vestían túnica de beduino, y calzaban simples sandalias.
Allí no estaban en Siberia ni en los Urales, pero en marzo aún podía hacer mucho frío y en algunos sitios todavía se veía nieve de la que había caído no hacía mucho. Sobre el caftán de textura y color de saco sucio, llevaban armas norteamericanas, y en la cabeza unos cascos de ala ancha con una doble cruz, símbolo de Juana de Arco y que ahora representaba a la «Francia Libre». Semejante contraste, sin embargo, no hacía sino aumentar la impresión de los polacos de que aquellos soldados tenían poco que ver con su justa guerra de liberación.
Además, los hacían formar y marchar más como si fueran pastores que como a soldados de un ejército moderno.
Lesek, que los había visto raparse la cabeza y envolvérsela con turbantes, dejando asomar sólo una trenza por la coronilla, un día en que se debatía a quiénes se parecían más aquellos inquietantes guerreros bárbaros, después de haber dicho alguien que a los turcos, dio la opinión más compartida:
—¡A los tártaros!
—¡Dios, es verdad: parecen la Horda de Oro o algo así!
—Pero en Komi, en el lager en el que yo estaba, había muchos tártaros, que por la noche cantaban canciones tristísimas hasta muy tarde, y los más feroces no eran ellos, sino los delincuentes rusos.
—¿Por qué lo dices, Franiek? ¿Acaso no nos trataron bien en Samarcanda y por allí? No estamos hablando de los de ahora…
Antes de su primera acción en primera línea, los hombres del 15.° Batallón de Fusileros tuvieron ocasión de ver confirmadas sus impresiones por los rumores que circulaban entre los aliados. Se decía que aquellos soldados se ensañaban atrozmente con los enemigos, cortándoles las orejas, la nariz y aun cosas peores, con todo lujo de variantes macabras. Se decía también que formaban parte de tribus bereberes, antiguos pueblos guerreros oriundos de los montes de Marruecos, y que por eso, cuando se lanzaban al ataque, invocaban a Alá y a su profeta, con gritos de guerra bárbaros. Y que cuando no combatían, los tenían encerrados en campamentos alambrados, sometidos a toque de queda.
A los polacos, que habían tratado a gentes de tribus caucásicas deportadas a campos soviéticos, esto les hacía un efecto extraño. Franciszek Kulakowski, por ejemplo, quería averiguar de una vez si aquellos bereberes eran «soldados normales» o, como casi sugería su nombre, semejaban realmente a los mercenarios bárbaros de los ejércitos antiguos.
Así que un día, como había estudiado francés en el colegio y hasta traducido algún poema de Rimbaud, se decidió a hablar con un oficial de aquella tropa. El oficial se apresuró a declararse orgullosísimo de su lucha por la liberación de Francia, orgullo que nadie mejor que un polaco podía comprender, y Franiek lo escuchaba asintiendo.
—La caída de París fue un golpe terrible para nosotros. Êtes-vous de París, peut-être?
—Mais non —exclamó el oficial—, ¡de Marrakech! —Y le explicó que incluso muchos de sus hombres blancos, el mismo general Juin, por ejemplo, no habían nacido ni crecido en Francia, aunque no por eso eran menos patriotas.
—Esta guerra me permitirá conocer Francia, por eso estoy deseando entrar en París.
—Yo, en cambio, tengo la suerte de ser de Varsovia, y todos los días sueño con volver. Aunque no quiero ni imaginarme cómo la habrán dejado los alemanes.
—¡Ah, son terribles les boches! —dijo el francés de Marrakech, pronunciando aquel nombre peyorativo con un desprecio que jamás le había oído a un inglés, lo que se lo hizo aún más simpático. Y se creyó lo que le dijo: que aquellos de sus hombres que venían de Argelia eran reclutas, pero los goumiers, bereberes marroquíes, eran todos voluntarios, y que aunque era cierto que tenían costumbres tribales y primitivas, nadie les ganaba en desprecio de la muerte y capacidad de trepar como cabras a las alturas más escarpadas.
—¿Y por qué los tenéis encerrados? —se atrevió a preguntar Franiek, casi tímidamente.
—Parce-ce quils sont des sauvages! ¡Unos salvajes, sí! —exclamó el francés con orgullo—. Son nuestras tropas púnicas, con las que derrotaremos al imperio alemán.
Y que Franiek captase aquella ocurrencia hizo que la conversación concluyera con plena satisfacción de ambos.
Pero cuando el 14 de mayo los púnicos o tártaros de Francia, trepando por los barrancos de los montes Aurunci, rompen la Línea Gustav, Milek y sus compañeros, que siguen esperando la orden de ataque, quizá ni se enteran. O si les llega esta noticia alentadora, tampoco hacen mucho caso, porque ni aun a los altos mandos les parece decisiva. En parte porque haber abierto sólo una brecha no permite echar las campanas al vuelo, en parte porque son franceses, y los protagonistas designados de la batalla son las tropas bajo mando británico, esto es, ingleses, galeses, escoceses, irlandeses, canadienses y, de nuevo, hindúes y gurkhas, que están por fin haciendo retroceder a los alemanes en el llano.
Ni siquiera hoy es fácil encontrar libros sobre la batalla de Montecassino en los que se diga claramente que los primeros que rompieron la Línea Gustav fueron los soldados del cuerpo expedicionario francés. Seguramente, debido a la consabida perspectiva nacional, pero también por una razón que hace aquel éxito poco presentable.
Mientras los polacos siguen agazapados en sus refugios esperando volver al combate en el Calvario o en el Fantasma, y mientras, inmediatamente después, combaten a los alemanes en Piamonte, las tropas coloniales de la «Francia Libre» se abaten sobre Ausonia, Esperia, Campodimele, Leñóla, Spigno Saturnia y muchas otras poblaciones, sembrando devastación: saquean, matan y sobre todo violan. Violan, casi siempre varios soldados a la vez y muchas veces hasta la muerte, a las mujeres de Ciociaria, muchas de ellas adolescentes y niñas, pero también a las viejas. Y en algunos casos hasta a los hombres, como demuestra el particularmente recordado martirio del párroco de Esperia.
Éste es el único recuerdo que dejan los franceses en Italia.
Con las violaciones ocurre algo curioso en la posguerra: son algo que se sabe, pero de lo que no se habla, por corrección política o por buena educación. O mejor dicho, sólo habla del tema quien puede hacerlo con licencia artística: Moravia escribe una novela, de la que De Sica hace una película con Sophia Loren. Pero las mujeres que inspiraron La Ciociara van desapareciendo poco a poco. De hecho ya no se las llaman así, sino las marocchinate.
Marocchinate, palabra horrenda que debió de engendrar el horror, que sugiere gritos de mujeres, humillación de hombres obligados a presenciarlo y, en el intento de protegerlas, asesinados y violados a su vez.
Pero luego el término se vuelve corriente. Se convierte en una marca.
Y por esto, además de por la necesidad de superar el trauma, las verdaderas mujeres de la Ciociaria, cuando no sufren lesiones graves, enfermedades venéreas o embarazos, prefieren ocultar y callar. O emigran, se van por esos mundos de Dios como muchos de sus paisanos, aunque ellas, además, por la excelente razón de que allá fuera no sabrán que fueron marocchinate.
Las irrisorias indemnizaciones que primero Francia y luego la nueva República italiana conceden a las víctimas civiles son por daños materiales y físicos, no por violación: en Italia la violación siguió siendo durante décadas un delito contra la moral y, si sufrida en la guerra, algo que por desgracia pasa.
Lo mismo hace la Wehrmacht en Polonia, en Rusia y en menor medida en Italia; el Ejército Rojo, a escala monstruosa, en Alemania; los estadounidenses en Japón; el ejército fascista en África. Y siempre lleva anejo el mismo mensaje: que el desprecio por los vencidos, cuando pasa de cierto límite, quebranta el décimo mandamiento. Poseerás a la mujer y los bienes del prójimo. Es justo y lícito o por lo menos inevitable. La violación masiva no se considera un crimen de guerra hasta después del conflicto en la antigua Yugoslavia.
En Ciociaria, las denuncias que conducen a tribunales militares franceses son tan pocas que aún hoy un historiador francés se atreve a llamar «cuentos» a los testimonios de los italianos, y concluye que «hacer de los nuevos conquistadores nuevos demonios permite sin duda borrar parte de la humillación nacional y de la caída del fascismo». Llega incluso a postular «un morboso deseo de experiencia sexual de carácter exótico» por parte de las ciociarias, cuya ligereza de cascos disfrazaron luego de violación.
Por otro lado, en Italia se ha difundido, sobre todo por parte de la extrema derecha y con el beneplácito de las más altas instancias, la idea de que las mujeres italianas y católicas fueron violadas por la bestia musulmana. Por estas razones es posible que nunca se sepa nada definitivo sobre las violaciones masivas en Ciociaria, ni sobre muchos otros horrores de la última guerra mundial, ni siquiera el número de víctimas. Lo que sí está claro al día de hoy es que las violaciones existieron. Tampoco se sabe aún hasta qué punto los mandos franceses, a los que incluso el general Alexander amonesta severamente, fueron responsables del comportamiento de sus tropas coloniales. ¿Fueron sólo los oficiales quienes dieron a sus hombres el derecho a desfogarse? Uno de los pocos goumiers llevados a juicio declara que «él nunca se habría atrevido a molestar a un francés, pero que le parecía natural saquear y violar a los italianos, porque eran enemigos». ¿Quién le había dicho esto? ¿Participaron blancos en las violaciones? Algunos aseguran que «no sólo había marroquíes, sino también franceses». Tampoco se ha intentado averiguar quiénes eran estos goumiers.
«No se enrolaron por patriotismo, sino por otras razones: la perspectiva de un salario seguro, la posibilidad de ganar prestigio guerrero, la fidelidad a sus clanes. No eran sólo marroquíes, sino que provenían de las regiones más pobres del Magreb, eran montañeses, analfabetos, para quienes los oficiales franceses debían ser a la vez padres, sabios consejeros espirituales, jefes tribales.» Así, en la mejor tradición colonialista, los pinta el autor que atribuye a las ciociarias deseos sexuales exóticos. Pero tampoco las pocas líneas que les dedican los libros menos parciales difieren mucho de esta opinión: estirpes guerreras arcaicas, feroces pero valerosas.
Sólo quien estudia a los goumiers de manera específica traza otro retrato: muchos pertenecían a las clases más bajas de los barrios pobres de Casablanca, en muchos casos eran delincuentes a los que se sacaba de la cárcel o se indultaban a cambio de firmar con el dedo la petición de recluta. Otros eran montañeses obligados a alistarse y a los que se rastreaba uno por uno, sobre todo en las regiones donde se había producido la última insurrección beréber aplastada por los franceses. Éstas son las conclusiones a las que llega un historiador marroquí, y que se publicaron en una revista especializada norteamericana, no sin advertir al principio que en su país nunca ha habido interés por estas últimas encarnaciones del colonialismo. También suelen vivir lejos de sus países de origen los colegas que empiezan a contar una historia distinta, y aun así parecida: la de los soldados hindúes, por ejemplo, que después de haberse comportado irreprochablemente en el extranjero, durante la Partición india forman milicias que, de nuevo, saquean, matan y violan, sólo que esta vez a los mismos que, hasta poco antes, fueron compatriotas, paisanos y aun vecinos suyos.
Parece que salen a menudo como pobres diablos los demonios conjurados por la lámpara de la guerra, que, desde ese momento, se vuelven trágicamente verdaderos. En el frente de Cassino, las bajas del cuerpo expedicionario francés son más de siete mil. Sus víctimas, según las estimaciones más recientes, podrían ser otras tantas.
Cuando termina la guerra, los goumiers, que después de todo actuaron, para bien y para mal, como se esperaba, son desmovilizados. La independencia de Marruecos hizo lo que faltaba para olvidarlos.
Después de todo, fue el mando supremo estadounidense el que, apoyado por Londres, otorgó al general Charles de Gaulle el justo honor de que sus tropas encabezaran el desfile triunfal en París, pero con la condición de que dieran una imagen más acorde con Francia. No era cuestión de que los ciudadanos de Texas o de Luisiana pudieran pensar que sus hijos habían dado la vida por liberar pueblos de negros. Así, todos los soldados de color de la Segunda División acorazada, que son sólo la cuarta parte del total, y que, por ser negros, habrían sido fusilados de haber caído en manos alemanas, son reemplazados. Por mal que quedase, siempre era mejor que vieran a un marroquí que a un senegalés. No habían llegado al Arco del Triunfo cuando los púnicos de Francia habían desaparecido.
Exactamente lo contrario ocurre con quienes de alguna manera son el símbolo de la batalla de Montecassino. No hay libro, aun inglés o norteamericano, que no subraye el excepcional valor militar de los Falhchirmjager, los paracaidistas, su cohesión, su eficacia en el combate. Como diciendo: sabed que nos enfrentábamos a los hombres más selectos del Reich, la flor y nata del ejército, destilada por siglos de tradición militar prusiana. Por eso nosotros, que no éramos sino hombres normales vestidos de uniforme, aun con nuestra superioridad numérica y de medios, tardamos tantos meses en derrotarlos.
Durante esos cuatro meses, aquellos paracaidistas encastillados en las ruinas del monasterio, destruido por la vil guerra aérea, eran una leyenda en Alemania. Eran los espartanos que resistían al ejército persa, compuesto de mercenarios de todas las razas, brazo armado de un poder arrogante pero vicioso, y por eso mismo destinado a sucumbir. Estaban siempre presentes en el ánimo del Führer y en la mente de Joseph Goebbels, que los sacaba una y otra vez en los nodos, sabedor de que, por una vez, podía inflamar el corazón del pueblo alemán y la creencia en la invencibilidad del Reich mostrando la verdad. Pues la verdad, cuando puede utilizarse, es mucho mejor propaganda que la mentira. La Primera División de paracaidistas tenía órdenes de Hitler de resistir hasta el final, de combatir hasta la muerte.
¿Podía nadie dudar de que estaban haciéndolo?
Gracias a ellos había llegado Montecassino a ser «conocido en todo el mundo», y el general Anders y sus hombres debían arrebatarles la victoria a ellos, a su fama y a su gloria. Para que el mundo viese, reconociese y al final recompensase a Polonia con lo que ni más ni menos le correspondía: con ella misma. De esto eran también muy conscientes sus soldados, pese a que sabían que aquella batalla en nada se parecía a un combate de ejércitos que se enfrentan cara a cara, en medio del destello de cascos, escudos y espadas, acompañados de clarines y poetas. Debían volver allá arriba, a aquellas peñas y barrancos llenos de minas y trampas, y convertirlos en un campo de gloria: trocando su sangre por tinta de rotativo, alcanzando el objetivo ante las cámaras cinematográficas.
Es lo que se disponen por fin a intentar de nuevo Milek y sus compañeros, mientras los alemanes empiezan a ejecutar la orden recibida la noche anterior: replegarse a la más retrasada Línea Senger. Los franceses han expugnado un flanco de su defensa, los carros de combate británicos están ocupando el valle.
Desde el monasterio, los paracaidistas pueden ya ver con sus propios ojos el avance del enemigo. Pero no dejan de combatir, tanto para defenderse del ataque como porque así lo manda la Führerbefehl, la orden del Führer, que para su general es orden suprema.
Los soldados polacos, que han vuelto a las posiciones de primera línea, nada de esto ven, ni menos aún saben, como tampoco el general Anders ni los demás comandantes aliados advierten la retirada alemana. Y, así, poco más o menos, se repite la misma batalla del último día.
Empieza la «Kresowa», bien que mal reorganizada, que a las siete de la mañana del 17 de mayo se lanza al ataque del Fantasma, conquista Colle Sant’Angelo, recibe un contraataque de artillería fortísimo, resiste como puede, se queda sin munición, recibe refuerzos —infantería hecha de tanquistas, artilleros antiaéreos, mecánicos y conductores— y en el monte se atrinchera sin poder avanzar.
Tampoco los que atacan el Calvario, entre ellos el soldado Herling, consiguen esta vez superar la cota 593. También Gustaw Herling, que, como Milek, ha superado la impresión paralizante de los primeros compañeros muertos, retiene sólo «fragmentos de recuerdos inconexos. La oscuridad como de agujero negro en la que nos acercábamos a la altura 593 en la noche del 16 al 17 de mayo, con los pies envueltos en sacos, hasta el momento en que los alemanes iluminaron el cielo con un cohete, transformando la noche en día y el camino de nuestra patrulla en una carnicería. ¿Cómo pudimos el observador de artillería y yo, con la radio a cuestas, pese a todo, llegar a lo alto del monte rodeados de soldados que caían? ¿Cómo logramos, durante todo el día del 17 de mayo, dirigir el fuego de la artillería desde una pequeña hondonada entre las rocas, al alcance directo de los búnkeres alemanes? ¿Cómo volvimos a la Casa del Doctor, al atardecer? Allí, en la Casa del Doctor, atestada, los recuerdos son menos fragmentarios y más vividos. Recuerdo diálogos en la oscuridad: nos preguntábamos si habíamos vencido o perdido la batalla; aquella noche del 17 al 18 de mayo apenas supimos nada hasta el mismo instante en que izaron la bandera de la victoria sobre la abadía. Recuerdo incluso a un soldado encargado de las telecomunicaciones que, con el acento melodioso de Bielorrusia, trataba de convencer a su superior de que, si le permitía tender, en medio del fuego, un cable eléctrico desde la Casa del Doctor (dado que la comunicación por radio era muy difícil), las incesantes ráfagas de los alemanes no lo destrozarían. No lo decía por fanfarronería, repetía sin cesar: “También yo quiero contribuir”».
La batalla se pierde y se gana a la vez, porque la noche del 17 el comandante de los paracaidistas acepta obedecer la orden de retirada que el general Kesselring le imparte personalmente. El Reich, con todo el respeto por la Führerbefehl y por la propaganda, no puede permitirse un sacrificio de héroes que serían muchos más de trescientos, pues aún necesita la vida de sus mejores soldados, como le dice el jefe de las fuerzas alemanas en Italia.
Cuando los hombres que llegan del Calvario se disponen a izar la bandera en los escombros de la abadía, ante los ojos del mundo y de Polonia, allí ya no quedan enemigos. Mejor dicho, sí, aún quedan, pero, como siempre, están escondidos. Son poco más de una docena, y cuando salen y ven el águila polaca, palidecen. Llevan los uniformes hechos jirones y mugrientos, la barba crecida, vendas ensangrentadas. ¿De dónde salen? ¿Habrá más? Salen, al parecer, de un agujero, de un boquete en lo que queda de pavimento que conduce al subsuelo. A la cripta en la que se guardan los restos de san Benito, y que ahora contiene también los cadáveres de los paracaidistas que no pudieron enterrar. A algunos los han metido en cajas, a otros los han cubierto con sacos y mochilas. Aquello, que debía ser un hospital de sangre, es ahora una tumba colectiva. Hay también tres heridos graves, tendidos sobre paramentos dorados, al pie del altar. Les han dejado pan, agua, latas de comida. Son los compañeros que habrían querido quedarse, a falta de un Leónidas, pues el Führer está en Berlín y ya no acude a primera línea ni aun un general de división. A la luz de dos velas que arden, chisporroteando, única iluminación de la cripta, se ve el miedo que se pinta en sus rostros al ver a los polacos. Pero lo que éstos quieren no es sino salir lo antes posible de aquel recinto, donde el hedor a cadáver es insoportable. Cuando izan la bandera y el trompeta que toca a pleno pulmón el Heinal de Cracovia, por fin empiezan a respirar mejor.
Al día siguiente, 19 de mayo de 1944, el general Anders visita el campo de batalla, en el que, entre una acción y otra, han caído casi novecientos de sus hombres, como luego sabe.
«Era un cuadro espantoso: había grandes depósitos de munición que no había sido usada, munición para toda clase de armas y calibres. A lo largo de las rutas de montaña, se veían búnkeres, refugios y puestos avanzados de primeros auxilios. Y por todas partes montones de minas terrestres, y cadáveres de soldados alemanes y polacos, muchas veces mezclados. Más allá, carros de combate, algunos volcados y con las cadenas rotas, otros inmóviles, como dispuestos a atacar, carros norteamericanos de batallas anteriores, con los cañones apuntando al monasterio. Las laderas de los montes, sobre todo donde el fuego había sido menos intenso, estaban cubiertas de amapolas rojas; había una cantidad increíble, y el color rojo daba una impresión a la vez bonita y siniestra. Todo lo que quedaba del llamado Valle de la Muerte eran troncos desnudos y astillados, claveteados de metralla. En los montes, por todas partes, cráteres y restos de bombas y proyectiles, jirones de uniformes aliados y alemanes, cascos, metralletas, granadas, cajas de municiones, montones de alambre de espino, trampas aún activas a cada paso. Y luego, dominándolo todo, las ruinas del monasterio. Desde lejos podía verse el macizo muro occidental, el único que seguía en pie, sobre el que ondeaban las dos banderas, la polaca y la británica. En el valle, el pueblo italiano de Colle d’Onofrio se veía arrasado. En el monte de enfrente, la Casa del Doctor. Del monasterio no quedaba más que un montón de ruinas y escombros, enorme, del que se alzaban columnas de mármol truncas, estatuas de santos rotas. Y por todas partes fragmentos de enlucido pintado al fresco y de mosaicos, trozos de cuadros y otras obras de arte. De las estancias de las esquinas, intactas, salía un olor horrible a cadáver, cuerpos de alemanes que no habían podido retirar por lo intenso del fuego y que dejaron allí, entre cajas destapadas de ornamentos eclesiásticos. Valiosas obras de arte, esculturas, pinturas y libros raros e iluminados yacían entre el polvo y la tierra, junto con armamento y material bélico. Un huracán de hierro y fuego había descargado sobre aquel magnífico paraje montañoso y del espléndido monasterio no habían quedado más que cenizas y ruinas.»
Del elemento que ha desaparecido del campo de batalla se ocupaba, siempre que era posible, el doctor Szer junto con el personal médico del ejército. ¿Y dónde estaba Milek? ¿Salió ileso también esta vez? ¿O no participó en el segundo ataque? ¿Dejó también de contar que lo hirieron levemente en la primera acción, y que por eso no participó en la segunda? ¿Y dejaría su mujer, a lo largo de toda una vida, viendo la cicatriz, de preguntarle por ella?
Lo único cierto es que combatió en Montecassino. Lo demuestra el certificado de desmovilización del cabo Samuel Steinwurzel, en cuyo epígrafe «Condecoraciones» reza: «CR. de G 1.», «M. de EJERC» y, por último, «CR. de M».
¿Cuánto valen esas medallas? ¿Cuánto vale, en particular, la «CR. de M», la Cruz de Montecassino? Probablemente es un simple reconocimiento de su participación y por tanto su valor es tan sólo a título testimonial. Los dos elementos de los que me he servido para recrear la batalla del soldado Milek, su participación no gloriosa pero cierta en ella, son esa medalla y la unidad a la que pertenecía que figura en su expediente. Basándome en estos dos elementos, he tratado de tejer una red con relatos detallados de la acción de su batallón e incluir en ella a algunos de los caídos que reposan en el cementerio al pie de la abadía: a León Simón, fusilero del 15.° Batallón de Fusileros de Vilna, nacido en Lviv el 29 de julio de 1912, muerto el 12 de mayo de 1944, enterrado en el sector judío; si Samuel Steinwurzel no fue amigo suyo, por lo menos debió de conocerlo; a Franciszek Kulakowski, fusilero de primera clase del 15.° Batallón de Fusileros de Vilna, nacido en Varsovia el 9 de diciembre de 1910, muerto el 12 de mayo de 1944, a quien elegí enteramente al azar, y atraje a la red de la fabulación. Y como del soldado Kulakowski no sé nada, salvo esas fechas, pido de antemano disculpas a su familia por las libertades que me he tomado en su nombre. Si, con todo, prefiero no sustituirlo por un personaje de ficción, es porque mientras al menos queden el nombre y las fechas de una persona, todos sabrán que existió. Crearle una identidad imaginaria como tributo a su verdadera vida: esto querría yo que pudiese el poder simbólico de la invención.
Por lo demás, todo el mundo de Milek de la preguerra, su familia, sus antepasados, han surgido gradualmente de la base de datos de Yad Vashem y de otros archivos de la memoria. Redes distintas, caladas unas dentro de otras, tejidas en torno a nombres de caídos, de los que se conocen menos de la mitad. Pero aunque la red es muy ancha, a menudo queda atrapado otra cosa, un testimonio breve, un mapa como los que dibujaron a mano y comentaron en hebreo algunos supervivientes con quienes reconstruí la ciudad de Radziechów; toda, no sólo la parte en la que vivían los judíos desaparecidos.
También en el caso de los hermanos Szer, la memoria colectiva que puede consultarse en internet me ha ayudado a colmar ciertas lagunas de la memoria de mi madre. Dolek, el pariente al que nunca conocí, del que mi madre no parece guardar ningún recuerdo particular, me lo he inventado, no sin cierto escrúpulo, sobre todo a partir del momento en el que desaparece del relato de Irka. Aun así, de todas las conjeturas hechas sobre la batalla, su conmoción por la muerte del doctor Adam Graber, nacido el 8 de febrero de 1896 en Varsovia, muerto en servicio el 8 de mayo de 1944, parece la más probable. No he tenido más remedio que atenerme a estos datos para hacer hablar a quien en vida no quiso contar nada, o a quien no conocí para preguntarle. Y, así, con una inversión imprevisible, han sido los hundidos los que han hecho aflorar a los salvados.
Además, he tratado de compensar las memorias perdidas con los recuerdos recogidos y conservados: testimonios de deportados y de militares que, en los puntos en los que se cruzan con la historia de Milek, pueden iluminarla.
Pero todo esto no bastaba. Porque la historia de Milek, de Dolek, de sus hermanos y de Irka, no son sino algunos hilos de los muchos que convergen en la batalla: los hilos que han caído en mis manos. Por lo que, a mi vez, he tratado de componer una «colección de pequeñas epopeyas» confusas y fragmentarias, parecidas quizá a los fragmentos de mosaicos que vio entre las ruinas de la abadía el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército.
Y he querido que él mismo hablase, como he querido darle la palabra a Gustaw Herling, porque ellos estuvieron en Montecassino. Porque combatieron por un fin tan límpido que ni siquiera Anders —cuya ascendencia se parecía mucho a la de los alemanes de su mismo grado, ferviente patriota, reaccionario, incluso antisemita por momentos— recuerda la batalla que los cubrió de gloria a él y a sus hombres sólo como una sucesión de días convulsos, que nadie controlaba, y que dejaron un montón de escombros y chatarra, restos de todas clases, formas muertas.
Ser valiente en tiempos de paz es a veces más difícil que serlo en la guerra, pues es un valor que tiene que ver con la verdad. Por eso Gustaw Herling, aún vestido con el uniforme del Segundo Cuerpo de Ejército, titula su contribución al primer aniversario de la batalla El valor civil.
«¿Civil? ¡Pero si somos soldados! Es verdad. Pero somos soldados y nada más. No éramos, no somos y nunca seremos Raubritter, «caballeros bandidos», que consideran la paz una pausa entre guerras y la guerra un momento de plenitud vital. Decimos que alguien tiene valor civil cuando hace o dice cosas impopulares e incluso inconvenientes porque está convencido de su íntima justicia. Sólo en tales personas podemos confiar plenamente.»
Y entonces me imagino por fin al hombre que conocí, al amigo de la familia, Emilio Steinwurzel, que siempre que íbamos a Milán venía a esperarnos a la estación, y allí estaba siempre, a las siete de la mañana, plantado en el andén, aguardando el tren que llegaba con retraso, y acudía corriendo a nuestro vagón y nos cogía las maletas y se encaminaba a la salida a pasitos rápidos y ágiles. Y me imagino en él al cabo Steinwurzel, mi soldado no glorioso, siempre fiel y siempre solícito, siempre dispuesto a hacer un esfuerzo por alguien o algo, así en la paz como en la guerra.
La guerra que seguía tras la batalla de Montecassino.
Los polacos combaten luego en las Marcas, el 18 de julio de 1944 liberan Ancona, cuyo puerto es estratégico, después de otra dura batalla en la que participa también el cuerpo italiano de liberación. Junto con el Primer Cuerpo de Ejército canadiense, rompen, en la semana del 25 de agosto al 2 de septiembre, la Línea Gótica. Pero incluso entonces tienen la mente puesta en otra parte. En Varsovia, donde la Armia Krajowa se rebela contra los alemanes el 1 de agosto. Toda la ciudad combate, barrio por barrio, casa por casa, contra la artillería pesada y los tanques que acompañan a la infantería alemana. Quieren liberar la ciudad como luego se libera París: tomando ellos la iniciativa, después de que Radio Moscú lanzara un llamamiento: «¡Echad a los alemanes!». El Ejército Rojo está casi a las puertas. Pero se detiene a orillas del Vístula y de los soviéticos no llega ninguna ayuda.
A finales de agosto, todos los polacos, combatan donde combatan —en Varsovia, en Italia, en la Normandía del desembarco con la división acorazada—, comprenden ya que los soviéticos no se moverán. Pero aun esperando equivocarse, ya lo habían supuesto. Sabían que la libertad de Polonia, de toda Polonia, empezaba a ser cada vez más incierta. Por eso, para hablar una vez más a Churchill y a Roosevelt en el único lenguaje del que disponían, quieren repetir con las armas el mismo mensaje que envió el Segundo Cuerpo de Ejército en Montecassino, cueste lo que cueste.
«Éramos, lejos de las fronteras de nuestro país, compañeros de armas de los soldados de la Armia Krajowa», recuerda Herling en 1969, cuando en Polonia estaba prohibido hablar de aquella lucha, compartida en los fines y no en los lugares aún durante veinte años.
Y mientras el soldado Herling sube los montes de las Marcas con su batallón, el general Anders manifiesta el mismo sentimiento a Winston Churchill. Se encuentran el 26 de agosto en el cuartel general aliado, cerca de Fano. El Ejército Rojo ha ocupado el barrio de Praga, pero ahí se detiene de nuevo y no pasa al otro lado del Vístula, al centro, donde se libra la batalla.
El primer ministro británico felicitó al general Anders por las magníficas victorias del Segundo Cuerpo y mostró vivo interés por las celebraciones. A continuación le preguntó cómo estaba la moral de sus soldados ante los acontecimientos de aquellos días.
El general Anders contestó que la moral de las tropas era excelente, que todos y cada uno de los soldados sabían perfectamente que su misión y su deber era destruir Alemania y eran conscientes de que estaban combatiendo por eso; pero al mismo tiempo estaban llenos de inquietud por el futuro de Polonia y por cuanto estaba sucediendo en Varsovia.
Debaten sobre fronteras, fronteras que, a esas alturas, los polacos son los únicos que se niegan a ver trazadas con las concesiones prometidas a Stalin. Y cuando Anders se pone serio y dice que jamás aceptarán que los rusos se tomen lo que quieran sólo porque ya están en el territorio, Churchill se vuelve suplicante. Lo mira a la cara, lo toca con la mano, le promete que todo se resolverá en la conferencia de paz, en cuanto consigan la victoria.
CHURCHILL: Ustedes estarán en la conferencia. Les aseguro que Inglaterra ha entrado en guerra por defender el principio de la independencia de ustedes y que seguirá defendiéndolo.
ANDERS: Nuestros soldados no han dejado un solo momento de confiar en Inglaterra. Lo puede confirmar el general Alexander, que sabe muy bien que hemos obedecido todas sus órdenes y seguiremos obedeciéndolas. Pero no podemos creer en Rusia porque la conocemos. Los soviéticos que están entrando en Polonia arrestan y deportan a nuestras mujeres e hijos a Rusia, como hicieron en 1939. Desarman a los soldados de nuestro ejército interior, fusilan a nuestros oficiales y meten en la cárcel a los funcionarios de nuestra administración civil, eliminan a cuantos han combatido a los alemanes desde 1939 y siguen combatiéndolos. Nuestras mujeres e hijos están en Varsovia pero preferimos que mueran a que vivan bajo los bolcheviques. Todos preferimos morir combatiendo antes que vivir en la esclavitud.
CHURCHILL (profundamente conmovido, con lágrimas en los ojos): Deben confiar en Inglaterra. Nunca les abandonaremos. Nunca. Sé que los alemanes y los rusos están destruyendo a sus mejores hombres, particularmente a los intelectuales. Siento una profunda simpatía por ustedes. Pero deben tener fe. No les abandonaremos y Polonia será feliz.
Pocos días después de que los polacos superen la última línea defensiva alemana, cerca de Cattolica, Varsovia se rinde. Los muertos son casi doscientos mil, civiles casi todos. El resto de la población es evacuada. A unos los llevan a campos de trabajo de Alemania, a otros a campos de concentración o de exterminio, a otros los confinan sencillamente lejos de la capital. Porque aunque Varsovia es una ciudad ya destruida, una ciudad muerta, no basta: primero la saquean escrupulosamente y luego la arrasan, poco a poco, con cargas explosivas, edificio a edificio, ladrillo a ladrillo.
Los soviéticos tampoco hacen nada, siguen quietos en la otra orilla del Vístula, en el barrio de Praga. Sólo cruzan el río cuando los alemanes han concluido su obra.
Mientras los soldados del Segundo Cuerpo de Ejército se entregan a lo que debería ser un reposo merecido, Varsovia arde. Milek saca lo único que ha conservado del contenido de la mochila de Franciszek Kulakowski: una foto en la que no se lo ve muy favorecido, y en cuyo reverso ha anotado la dirección. Piensa en la carta que ha tratado de enviar por mediación de la Armia Krajowa, quizá demasiado tarde, cualquiera sabe dónde estará. Aunque tampoco decía gran cosa, era un par de líneas, porque él nunca tuvo paciencia para escribir. Seguramente no habría sido lo mismo para Franiek, que había empezado a traducir del francés y esperaba que servir en el ejército le allanara el camino del estudio, cuando acabara la guerra. No letras modernas, sino historia antigua, porque ya de niño le atraía la figura de Aníbal. Y, naturalmente, se imaginaba subiendo las escaleras de la Universidad de Varsovia, aquella universidad ahora despojada y reducida a escombros calcinados.
«Te dije: “Suerte tienes de ser de Varsovia”. Me equivoqué», murmura a la imagen. Y vuelve a pensar que, también en aquel caso, sería más fácil si supiera que todos han muerto. Pero esto es poco probable. Así que decide que escribirá otro par de líneas y las mandará, no sabe a quién, no sabe cuándo. Pero si insiste, tarde o temprano llegarán a alguien. Mejor será, pues, ir escribiéndolas ya, mientras las cenizas de Varsovia aún están calientes y el recuerdo de Franiek sigue vivo, ahora que él, el soldado Milek, no tiene otra cosa que hacer y está nervioso como sus compañeros. Aunque nervioso de una manera distinta, porque todo aquello lo afecta, Varsovia es la capital de todos, pero Lviv es su ciudad, donde ha habido otra insurrección, donde los soviéticos han acudido en socorro de los soldados de la Armia Fvrajowa, aunque luego los han arrestado a casi todos. Y es posible que conozca a alguno, aunque no piensa en ellos cuando recuerda la calle Glinianska. Pero basta. Mejor es que se ponga a escribir la maldita carta, y hacer lo que hay que hacer.
Querida familia Kulakowski:
Permitid que me presente. Soy un compañero de vuestro Franiek y estuve con él en Montecassino. Por desgracia formo parte de otra compañía y no estaba con él cuando lo mataron nos dejó. Pero puedo aseguraros que no debió de no sufrió y que ha recibido el entierro que merecía. Están haciendo un cementerio para todos los héroes caídos en esa batalla, de la que habréis oído hablar. Sólo quería deciros que Franiek fue un compañero leal, un amigo que contaba cosas interesantes y hacía reír. Para mí ha sido un honor y un placer conocerlo y compartir con él estos largos años de instrucción y combate con el general Anders.
También gracias a estos gestos resisten los soldados. O a largos debates políticos en los que se desahogan hasta quedar extenuados y que alguien concluye diciendo que, mientras la guerra dure, de nada sirve debatir. Hasta que no se sienten todos a una mesa de conferencias, no se sabrá nada. Y hasta entonces no hay más que seguir adelante con esperanza y por deber. Porque no hay otro remedio que seguir adelante, aparte de que lo mejor para conjurar los pensamientos tristes es volver al campo de batalla.
No tardan en reanudar el combate, en condiciones pésimas: el otoño trae lluvia, y la lluvia, barro. Pero no son las dificultades de orden operativo las que hace tan terribles esas otras montañas. Es que allá arriba se encuentran a menudo con partisanos italianos que, aunque se muestran encantados, son casi siempre comunistas que, en su entusiasmo por saludar a sus libertadores, los reciben llamándolos camaradas. Mejor dicho, «tovarich»: se ve que para ellos el polaco y el ruso son lo mismo. Algunos dicen incluso que envidian la buena suerte de Polonia, porque quedará bajo pleno control del Ejército Rojo. ¡Que los liberaran a ellos los soviéticos, y hablarían! En tales momentos, los polacos se alegran de llevar prisa y no poder detenerse, aunque tampoco su italiano les permite sino algún frustrante intento de debate. De todas maneras tampoco los creerían. Pero luego es extraño: también ellos cuidan las pocas y maltrechas armas que tienen como si fueran objetos casi animados, igual que debieron de hacer los hermanos de Varsovia, y como a éstos, cuando les hablan de nazis y de libertad, les vibra la voz y, si no están fuera, bajo la lluvia, se les encienden las mejillas ásperas y agrietadas.
Por eso deben aceptar que de momento sean camaradas, si bien no en el sentido en que lo entienden aquellos comunistas libres, y cuando el 27 de octubre de 1944 cae el pueblo natal del tirano, en Predappio todo el mundo se encarama jubiloso a los tanques polacos.
Siguen luchando montaña a montaña en los Apeninos de la Romana, respaldando el avance británico por la costa. El 9 de noviembre el Quinto Cuerpo conquista Forli, y el 16 de diciembre los neozelandeses entran en Faenza: pero para entonces el invierno avanzado obliga a hacer un alto.
Durante esta pausa, a la que tenían derecho y que necesitaban, dadas las bajas que han sufrido, casi tantas como en Montecassino, se abate sobre ellos, desde lejos, la catástrofe.
El 4 de febrero de 1945 los Tres Grandes se reúnen por segunda vez. Ya el lugar elegido para ello parece indicar qué parte va a llevarse el gato al agua. Stalin aduce motivos de salud para no desplazarse mucho, y pone a disposición la residencia veraniega del zar Nicolás. Lo que se decide en Yalta es muy simple: se reparten la Europa de la posguerra. Stalin quiere que Italia quede también dentro de su área de influencia, pero esto parece demasiado a Roosevelt y a Churchill. Por primera vez el temor de que las esperanzas de toda Polonia podrían truncarse definitivamente empieza a parecer una certeza. Roosevelt y Churchill han aceptado que no siga representando a la nación polaca su legítimo gobierno en Londres, sino el constituido por los soviéticos, que es lo primero que han pensado renovar en cuanto han entrado en Varsovia. Que se le pidieran garantías de que, después de la guerra, ampliaría esa representación a todo el mundo y de manera democrática es una de las mentiras más burdas que nunca le hicieron decir a Stalin, y apenas sirve para cubrir la vergüenza del mundo libre.
Esta vez el general Anders no puede decir que la moral de sus tropas es excelente, pese a todo. Y menos aún que siempre han tenido y tendrán la máxima confianza en Inglaterra. Esta vez sus soldados están al borde del amotinamiento o de la deserción en masa. Al mismo comandante, que quiere gritar más que ellos, que casi preferiría volver a los días de Montecassino, aunque precisamente ahora no puede permitirse pensar en los hombres sacrificados en aquella montaña y en las otras, le cuesta trabajo imponer su autoridad sobre su ejército, al que ha sacado de la esclavitud soviética.
Pero en cuanto los ánimos se calman, también el general se serena y recapacita. Y piensa que la situación es insostenible. Dicta, pues, un telegrama al gobierno de Londres y acto seguido, en parecidos términos, escribe una carta a Sir Harold Alexander, con fecha del 13 de febrero de 1945:
Estamos viviendo el momento más difícil de nuestra vida. La decisión que los Tres Grandes han tomado en Yalta convierte nuestra nación en botín de los bolcheviques y nos deja impotentes de un plumazo. Hemos dejado miles de tumbas de conmilitones en el camino que creíamos que nos llevaría de regreso a Polonia. Por eso los soldados del Segundo Cuerpo de Ejército polaco sienten que la última decisión de la conferencia de los Tres Grandes es la máxima injusticia, que contradice por completo su sentido del honor. Esos soldados me preguntan ahora: ¿qué sentido tiene nuestra lucha? Yo ya no sé cómo responder a esa pregunta. Lo que ha ocurrido es más que grave: nos hallamos en una situación de la que, de momento, no veo salida. No veo más que la necesidad de retirar a mis hombres del frente por, primero, el sentir de mis hombres al que acabo de referirme, y, segundo, porque ni yo ni los oficiales que están a mis órdenes sentimos, en conciencia, el derecho de pedir más sacrificios a nuestros hombres.
Pero entonces el gobierno polaco y todos los demás comandantes aliados se ponen en contacto con él y lo frenan: Alexander incluso lo convoca a Caserta en cuanto vuelve de Grecia. Promete a Anders que evitará que sus hombres entren en combate, pero insiste en lo que sus directos subordinados ya habían dicho: que las fuerzas polacas son necesarias para mantener las líneas. Todos señalan, además, que retirarse en aquel momento podría influir negativamente en lo poco que aún queda abierto en el horizonte político.
De momento, pues, nada sucede. A veces, de noche, Milek oye de pronto lo que parece un rebuzno o el chirriar de una bomba oxidada, y no es sino el llanto de un hombre. Pero también eso pasa pronto. El Segundo Cuerpo de Ejército servirá a la causa aliada hasta el final. Quizá sea mejor así. Es lo que cada vez más se dicen incluso los soldados veteranos, los ex habitantes deportados de los Kresy perdidos. Y a partir de aquel momento se convierten en un ejército exiliado. Pero el exilio es una condición de la mente a la que se tarda mucho en acostumbrarse. ¿Qué otra cosa podrían hacer ahora, sino permanecer unidos? Pero para eso tienen que seguir en el ejército, y un ejército tiene que ir al frente tarde o temprano. Por otro lado, ahora son más del doble de los cuarenta mil que embarcaron en el mar Caspio. Todos los refuerzos vienen directamente del lado alemán, ahora que están sufriendo continuas derrotas: de sus campos de concentración y de prisioneros, pero también de la misma Wehrmacht, cuyo uniforme muchos se vieron obligados a vestir. Sea por la rabia fresca que traen los nuevos compañeros, sea porque a ellos mismos, contagiados, los subleva la humillación sufrida, lo cierto es que de nuevo están listos cuando en abril toca ponerse en marcha para la última ofensiva.
No saben que en Emilia tendrán que enfrentarse de nuevo con la Primera División de paracaidistas, pero al final liberan Imola el 14 de abril y entran en Bolonia, los primeros, a las seis de la mañana del 21 de abril. Es imposible sustraerse al regocijo de las ciudades italianas, no sentir, pese a que se camina a paso de marcha calzados con botas, los pies ligeros, no dejarse arrastrar por la ola de aclamaciones que sube y baja y señala el camino. Cuando la «Karpacka» entra en la ciudad, con todos sus tanques, se ordena izar la bandera polaca en el edificio más alto de Bolonia, que tiene un nombre de lo más chistoso, a tono con el estado de ánimo general: Torre de los Pollinos. Es un día precioso, y el general Clark habla en la plaza Mayor, con una nuez de Adán que le brinca de orgullo; polacos, ingleses, italianos del ejército regular y partisanos, entre estandartes, banderas aliadas e italianas. Y que las banderas que más airosamente ondean, limpias o sucias, las banderas más amadas, sean muchas rojas, es algo en lo que ese día no quieren reparar. Porque ese día también para ellos la guerra ha acabado.
Empieza entonces para ellos un largo periodo de adaptación a su condición de exiliados, condición que aún por mucho tiempo no acaban de creerse. Mientras sirve en Italia en calidad de tropas de paz aliadas, el Segundo Cuerpo hace las veces de refugio y contención. Imparte cursos, abre escuelas, organiza el tiempo libre. También Milek asiste a uno de esos cursos, con el que aspira a ser cabo primero, como demuestra su certificado del «Centro de Formación del Ejército» expedido el 13 de enero de 1945.
Pronto las últimas promesas aliadas quedan en agua de borrajas. El gobierno de Varsovia sigue controlado por Moscú, pero cuando aún no está del todo claro que en el futuro será así, so pretexto de querer hablar con ellos, arrestan al estado mayor de la Polonia clandestina. Muchos otros miembros de la Armia Krasjowa son encarcelados, deportados al Gulag, fusilados o desaparecen. Los polacos no participan en el desfile triunfal con el que, con grandes fuegos de artificio, se celebra en Londres la victoria aliada sobre los nazis, el 9 de junio de 1946. La delegación de Varsovia advierte que no puede participar, seguramente por orden soviética, y los polacos que combatieron bajo mando británico, invitados después de la negativa, rehúsan.
Son los vencedores, y sin embargo se hallan entre los vencidos: esto es lo que piensan quienes han formado parte de las fuerzas armadas polacas libres. Y cuando llega la hora de la desmovilización —que Milek firma el 18 de abril de 1967 en Predappio—, por primera vez esos soldados se desbandan. Quien no regresa a Polonia en un plazo determinado, pierde el derecho a hacerlo en el futuro. Pero no regresa casi nadie cuyo lugar de origen forma parte ahora del territorio de las repúblicas soviéticas de Ucrania, Lituania y Bielorrusia, de donde las minorías, o sea, los polacos, las familias de los polacos o lo que quedan de ellas, han sido expulsadas.
Tampoco Milek, que se ha empeñado en pagar el precio que quería pagar, vuelve a Polonia. Y, así, ahora que ha demostrado que es un polaco, acaba, como todos, siendo un apátrida. Al final, el gobierno inglés ofrece una mínima reparación y concede la ciudadanía a los soldados que combatieron bajo mando británico, por lo que gran parte de sus compañeros emigra a Gran Bretaña.
No así el cabo primero Steinwurzel, que por entonces está convirtiéndose en Emilio: porque, nuevamente, es un hombre con suerte.
No es el único que, durante la guerra o al acabar la guerra, conoce a una chica italiana. Esto, que ya de por sí es una suerte, lo es aún más para aquellos hombres, que están solos y perdidos. Gracias a Dios, lo único que la guerra no destruye es el amor; al revés. De hecho, la mayoría de los soldados polacos que se establecen en Italia lo hacen por razones sentimentales. Gustaw Herling se casa con la hija de Benedetto Croce. Dolek Szer vive en Roma, durante varios años, un gran amor con una princesa italiana, amor infeliz, naturalmente, pues la familia desaprueba la relación: de todos los miembros de aquel ejército catolicísimo, ¡tenía que ser el único judío quien conquistara a su hija!
Por las varias alusiones que hace Irka a esta historia, deduzco que aquel amor dio un toque novelesco a su vida conyugal en Israel. Pero no recuerda ningún detalle concreto, y sólo sabe que Dolek, perdidas las esperanzas, acabó emigrando a Nueva York, donde llegó a ser médico jefe, siguió soltero y murió muy mayor.
A mí me ha quedado, lo confieso, una curiosidad folletinesca o de cine clásico hollywoodiense, por lo que hago a quien leyere este libro la pregunta de si sabe si alguna de sus antepasadas nobles, romana, supongo, se enamoró de un militar y médico judío polaco.
La chica a la que Milek conoce, por su parte, no tiene ninguno de estos obstáculos insuperables. Es bajita, morena y parlanchina como la mayor parte de las italianas que conocen los polacos, y además se llama Eliana Finzi. Es judía, de Mantua. Cómo se conocieron exactamente sus padres, Gianni Steinwurzel no sabe decírmelo. Quizá su padre estaba de guarnición en Mantua, quizá incluso conoció a la señorita Finzi porque acompaño a una prima a las oficinas de alguna organización judía, para preguntar por su única pariente deportada, que al final se sabe que murió en Auschwitz. Si así fuera, o de modo parecido, la suerte de Milek sería doble. Porque no sólo consigue encontrar a una tía superviviente y confirmar que, excepto ella, todos sus demás familiares han muerto, sino que al mismo tiempo conoce a una buena moza que puede comprenderlo e imaginar lo que ha pasado. El centro histórico de Mantua ha quedado intacto, incluida la sinagoga, que hasta se considera una obra de arte. Allí, casi todos los judíos, aunque lamentan lo que han sufrido bajo el fascismo, sobrevivieron. La señorita Eliana Finzi, sin embargo, no quiere perder tiempo recordando cosas tristes. Está deseando recuperar los años que le han robado obligándola a huir a Suiza con aquel señor alto con lindo uniforme aliado. Para Milek la cosa es aún más sencilla: no le queda familia, ni patria, y tampoco le es posible seguir en el ejército. Pero de este pasado anulado puede prescindir, porque ahora tiene un futuro que se llama Eliana Finzi. Es muy poco lo que debe hacer para que no se le escape: casarse con ella. Ha de olvidarse de la ciudadanía inglesa porque Gran Bretaña no acoge a los soldados casados con italianas, pero no importa. A Emilio le interesan cada vez menos sus compañeros de armas. Lo irrita que siempre anden juntos y no piensen más que en Polonia. Quizá sea un sentimiento recíproco, ahora que ya no se enfrentan a las armas enemigas, que los hacía a todos iguales. Quizá le hayan dicho algo como: «Tú no puedes entenderlo, Milek, eres judío, puedes volver a tu país». Y en el fondo es verdad. Samuel Steinwurzel, que no quiso quedarse en Palestina ni desea trasladarse a Israel, piensa que un país como Italia, en el que los judíos no fueron muy perseguidos y encuentra mucha más simpatía que prejuicios, es un lugar de lo más idóneo para vivir. ¿Qué importa que haya tantos comunistas que lo llamen, como a otros como él, reaccionario, con lo que cada vez más quieren decir «fascista»? A él le basta con contar lo que le ha ocurrido a su familia para callarlos. Mejor dicho: le basta con no tratarlos.
Así, con licencia dada el 25 de octubre de 1951 por la embajada polaca cerca de la Santa Sede, el casi cabo primero Samuel Steinwurzel y la señorita Eliana Finzi se casan en la sinagoga Norsa de Via Govi de Mantua, tras lo cual se trasladan a Milán, pues en provincias no hay trabajo para un refugiado político, por muy dispuesto que esté a emplear sus conocimientos técnicos en la reconstrucción de Italia y a trabajar duro.
El primer hijo nace cuando los padres aún no son marido y mujer ante el Estado italiano, pues el padre sigue sin ser ciudadano italiano, lo que el ayuntamiento de Milán no le concede hasta el 28 de enero de 1965. Pero eso no les impide llamar al niño Giovanni de primer nombre y Mosé de segundo, en memoria del abuelo Mojzesz, costumbre judía de poner nombres de muertos que también se observa en el caso de la segunda hija, a la que llaman Anna, variante de Fania adaptada al italiano.
Al ya ciudadano italiano, instalado en su nuevo apartamento de Via Bramante, fruto del esfuerzo y del ahorro, lo llaman con un título que acaba sustituyendo al militar: ingeniero. El nombre le cuadra tanto que me cuesta creer lo que me dice su hijo: que es simplemente la costumbre. Al final me doy cuenta de que no sé en qué trabajaba Emilio, salvo que trabajaba de ingeniero. Me doy cuenta el día en que vuelvo por segunda vez al apartamento a buscar los documentos que me tiene preparados Gianni. En el timbre, única innovación visible en los últimos treinta años, sigue diciendo: «Migliavacca», el nombre del socio, que también era ingeniero.
En el tedio de las sobremesas, Eliana, como no entendía a los que conversaban en polaco en el salón, se iba a recoger la cocina, y yo me repetía: Steinwurzel-Migliavacca, Migliavacca-Steinwurzel, hasta que el significado de los nombres se disolvía y resultaban absurdos. El primero se pronunciaba a menudo con un final que sonaba «wurstel», aunque no se me antojaba menos ridículo que quisiera decir «raíz de piedra».
Ahora me impresiona la resonancia literaria de estos nombres que entonces me parecían sólo grotescos: la impronta del gran escritor de Brianza que fue realmente ingeniero y se llamó realmente Emilio, unida a una palabra que parece acuñada por el gran poeta judío nacido también en los antiguos territorios del Imperio austrohúngaro, y autor de versos como: «Es hora de que la piedra quiera florecer».
Luego me llevo un chasco cuando una amiga estudiosa me dice que, aunque abunda en raíces y piedras, en la obra de Paul Celan no aparece ningún Steinwurzel.
El apellido de la piedra-raíz sigue escrito en el timbre de Via Bramante y seguirá siendo mal pronunciado cuando se nombre a aquellos que lo llevan, Gianni y sus tres hijas, tras lo cual dejará de existir: la raíz será extirpada y no florecerá.
Por eso no podemos sino compartir el pesar por no haberles preguntado a nuestros padres, a nuestros mayores, porque si hubiéramos insistido, seguro que algo nos habrían contado.
Quizá éramos demasiado jóvenes, quizá ellos estaban muy ocupados saliendo adelante, trabajando y construyendo sin parar, yendo y viniendo como los chinos que van extendiéndose desde Via Paolo Sarpi hacia Via Bramante. También ellos eran gente del futuro y no podían hacer otra cosa: al menos aquellos salvados que no corrían el peligro de acabar, a posteriori, entre los hundidos.
Lo eran en Múnich mi padre y mi madre, en Milán el llamado ingeniero Emilio Steinwurzel, en Israel el futuro historiador de la Shoah Israel Gutman, incluso en Varsovia Marek Edelman, el último comandante de los bundistas que se rebelaron en el gueto, quien, resuelto a permanecer en Polonia, pensaba que el mejor modo de custodiar a los muertos era ejercer la profesión de cardiólogo, hasta que el viento político cambiara.
Y si me pregunto por qué Milek, que nunca decidió escapar, que nunca tuvo que esconderse ni aun un día en un armario o en un sótano de carbón o patatas, que quiso y se empeñó en combatir por la nación de la que era ciudadano, por qué tampoco él quiso nunca «contar nada», imagino que debe de ser por esto.
No basta con haber luchado armado contra el propio destino para creerse a salvo de lo que les ocurrió a los demás, para conjurar el horror que se presenta ante todo superviviente con la alternativa de la culpabilidad o del absurdo absoluto. Haber participado en la guerra no dispensa del horror. La guerra misma no es menos horrible sólo porque haya sido justa y necesaria.
Irka no olvidará jamás la imagen de su madre muerta en Treblinka, donde «enterraban viva a la gente», ni mi madre la noticia, que no sé quién le dio, de que su hermano llegó ya descalzo a Auschwitz, ni Milek lo que alguien le dijo que hizo su padre, Mojzesz, antes del exterminio del gueto de Lviv: tirarse por la ventana.
También Israel Gutman, que desde niño abrazó la causa sionista, intenta tender puentes, aunque frágiles, sobre ese abismo al que no hay que asomarse demasiado.
Así creo intuirlo cuando, investigando sobre su persona, leo dos artículos que hablan de la Shoah de modo indirecto. En uno de ellos, Gutman defiende el traslado a Yad Vashem de los frescos que Bruno Schulz pintó en la casa del alemán que lo protegía, sirviendo. Es justo, dice, que esas pinturas estén aquí, aunque casi nadie sepa quién es el artista. Deben estar en Israel porque aquí viven la mayoría de los supervivientes y tienen derecho a ello.
El otro es mucho más sorprendente: en él Gutman defiende el libro testimonial de un tal Binjamin Wilkomirski, libro que, con enorme escándalo, resultó obra de un autor suizo que no estuvo en Auschwitz de niño.
«No creo que eso importe. No es falso. Es la historia de alguien que lo vive en el fondo de su corazón. El dolor es auténtico.»
No basta dedicar toda la vida a la causa de Israel y del pueblo judío para librarse de ese dolor. Ni siquiera lo alivia. Es inútil la rabia, el deseo de justicia, todo, incluso el haberse opuesto a los alemanes cuando era posible.
Quizá se pueda escapar al sentimiento de culpa, pero nadie escapa al dolor insensato e infinito. Ese dolor es como un fuelle, una bomba invisible que dentro del pecho sopla y empuja hacia delante, siempre hacia delante.
Quizá la lucha armada sólo sirvió para una cosa: para mitigar la percepción de no haber vivido más que horror. Gutman recuerda los gestos de protección y ayuda de sus compañeros en Majdanek, los panes que les lanzaban desde un tren a los detenidos que marchaban en fila hacia Mauthausen, el gueto de Varsovia los pocos días en que fue libre. Y también Marek Edelman ha titulado su libro póstumo Había amor en el gueto.
El joven soldado sionista y el comandante socialista que luego vuelve a combatir en la insurrección de Varsovia dicen más o menos lo mismo sobre la primera rebelión armada contra los nazis. Que no tenían esperanza alguna de victoria, que ni siquiera pensaban en hacer nada particularmente heroico, pero que combatir les permitía respirar, ni más ni menos: no respirar mejor, sino respirar. Por desgracia no he dado con la cita exacta, pero creo que es Edelman quien afirma que se necesitaba menos valor para disparar contra los alemanes que para morir como hacían gran parte de los judíos polacos: conscientes de lo que les esperaba, pero tranquilos, disciplinados, en silencio, sin gritos, lágrimas ni aparatosas imploraciones de piedad.
Pero entonces me acuerdo del día en que le abrí a mi padre por la mañana temprano, sabiendo que venía de Milán. No me habían dicho a qué había ido, un asunto urgente, iba y venía, yo debía seguir estudiando. Estaba preparándome para los exámenes de selectividad y tenía que concentrarme en eso. Pero aquella mañana, aunque tenía ocupada la mente, la expresión de mi padre, en su viejo abrigo, con su sombrero de tweed deformado, me pareció tan sombría, que no pude menos de preguntarle:
—Dime a qué has ido a Milán, papá, dímelo ahora mismo y no me vengáis con más mentiras. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no querías llevarme?
Y aún en el umbral, ensombreciéndose más, me contesto:
—Ha muerto Emilio Steinwurzel. Vengo del entierro.
Pero a mí, que hasta me habían ocultado que Emilio tenía cáncer de hígado, cáncer que se remontaba, como me dice Gianni, a la malaria que contrajo de soldado, aquella respuesta no me bastaba. Me sentí de nuevo como despojada de algo, arrojada otra vez a la burbuja de silencio, a ese «no contar nada» que debía protegerme y seguramente me había protegido, pero que al mismo tiempo me privaba de mi legítima porción de dolor, ese dolor que podía convertirse también en la bomba invisible que permite seguir adelante.
Un año después de morir Emilio, falleció mi padre, de infarto, estando mi madre y yo en Milán, adonde acababa de trasladarme. Nunca, en mi dolor primero de excluida y luego de hija en duelo, me di cuenta realmente de que aquella mañana en que lo obligué a decirme la verdad, mi padre perdió al único amigo judío polaco que tenía en la posguerra.
Quizá fue él quien me dijo que Emilio Steinwurzel combatió con el ejército de Anders, quizá mi padre se negaba a observar la regla de no hablar del tema, quizá incluso obligó a Milek a contarle su historia.
Porque mi padre envidiaba aquella historia. Porque mi padre, a sus amigos italianos que estuvieron en Yugoslavia o en Val d’Ossola con los partisanos, les contaba que también él había estado en los bosques, con los rusos o con los polacos, combatiendo contra los nazis.
Pero no era verdad. Lo descubrí por casualidad un día, después de muerto él, como poco antes de su entierro descubrí que también su identidad era falsa: nombre y apellido, fecha de nacimiento, la fecha en la que siempre habíamos celebrado su cumpleaños.
Milek o Emilio era lo que mi padre habría querido ser, su doble imaginario, al que este libro está dedicado.
Pero es curioso que haya tenido que llegar al final para ver que mi padre difícilmente habría podido hacer otra cosa. Cuando huyó, se llevó a sus hermanos pequeños y a sus sobrinos, hijos de un hermano mayor a los que debía intentar salvar. Poco a poco los alemanes van descubriéndolos, hasta que, después de convencer a una familia polaca de que escondan a su sobrino Beniek en una caseta canina, mi padre se queda solo. Para entonces la parte soviética de Polonia, donde se concentra la resistencia judía, es prácticamente inalcanzable y los guetos están cerrados. ¿Qué puede hacer, sino continuar huyendo?
La otra cosa curiosa es que, cuando fui por segunda vez a Via Bramante, me di cuenta de que la fotografía de 1943 de Samuel Steinwurzel me la he inventado. Sólo existe una de 1932, la foto del pasaporte de Milek cuando marchó de Lviv, en la que puede verse que no es más que un muchacho, aunque lleva el pelo peinado hacia atrás y traje. Aún no hay rastro de sufrimiento en esa imagen. Y comprendo que esa imagen ha debido de solaparse con una foto de mi padre que sólo sé que le hicieron entre 1939 y 1945: es mi padre quien en esa foto de carné sepia tiene cara de pierrot, orejas salientes, nariz afilada, rostro flaco y despavorido como nunca volví a vérselo.
Y comprendo también que, como dice Israel Gutman, a veces la verdad se disfraza de mentira, y creo que hice bien en no preguntarle nada, y me digo que, en lo posible, evitaré siempre decir cómo se salvó y llegó a ser ese padre al que quise y quiero por lo que fue, así como por todo lo que habría querido ser.
Este libro es para él, para mi padre, mi soldado imaginario, y para Emilio Steinwurzel, que, aunque combatió de verdad, no quiso contarles nada a su mujer ni a sus hijos, y para Milek, que murió de cáncer y quizá de la visión de su padre arrojándose por una ventana del gueto de Lviv, espectro que se llevó a la tumba de Musocco para librarnos de él a nosotros.
A nuestros mayores ya no podemos preguntarles nada. Sólo podemos recordar sus vidas y sus verdades, aunque adopten la forma del rumor que no puede comprobarse, o se revistan de la piedad nunca lo bastante grande, nunca lo basta impermeable, de la mentira