Dos muchachos separados por una abadía

A la mañana siguiente llegan al cementerio ya pasadas las nueve y media. Por lo general es Andy quien despierta a Edoardo, de manera cada vez más brusca, abriendo las ventanas, tirando de la cadena, encendiendo el ordenador y poniendo música a todo volumen, y hasta zarandeándolo y diciéndole casi al oído: «Despierta». Esta vez, en cambio, de no ser porque ha llamado la abuela Dorka —«¿Qué hora es, babcia?» «Las ocho y media, Edek»—, habrían seguido durmiendo los dos. Se cepillan los dientes y se visten como buenamente pueden, desayunan sin abrir la boca más que para introducir en ella litros de café y tarta casera, cereales, tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de fruta. La primera frase la dice Andy en el coche, al llegar al trecho de curvas:

—¿Qué quería tu abuela?

—Decirme que a lo mejor vienen uno de estos días porque tienen unos amigos en Inglaterra, excombatientes, que al parecer quieren venir.

You mean veterans from the Second Corps, some guys who fought with general Anders?

—Claro. Veteranos del Segundo Cuerpo, los de Anders. ¿Estás atontado, que no hablas italiano?

Anand no contesta y sigue conduciendo atento a la carretera, y si no fuera por esto parecería que se ha enfadado, lo que sería muy extraño.

—Eh, socio, que no quería ofenderte.

Never mind. Olvídalo. Eso sí, mañana pongo el despertador.

—¿No has dormido bien? ¿Por los mejillones? ¿O por qué?

—Nooo Aparte de que roncas like a walrus!

—¿Como una morsa? ¡Pues vaya noticia me das! Pero ¿siempre o solo esta noche?

—Las otras noches creo que me dormí antes que tú y no oí nada.

Edoardo se disculpa, y así se pasa el momento en el que Andy iba a hablarle del libro que empezó a leer por la noche, y ni él sabe por qué tampoco le habla después, cuando, aunque llegan tarde, se sientan en sus sillas sin nada que hacer, pues durante gran parte de la mañana el cementerio está vacío. Hablan de otra cosa, por ejemplo de que no han tenido tiempo de comprar la prensa ni una botella de agua fresca: intercambian recuerdos, como se suele hacer, lo que en aquel lugar, sentados en aquellas sillas uno al lado del otro, los asemeja a dos ancianos en el banco de un parque, historias a su modo famosas y otros episodios menos comentados, y contándoselos se sienten grandes y unidos.

—Hablando de morsas —dice Anand, cambiando completamente de tema—. ¿Te has fijado en que muchos polacos llevan un bigote de ésos, you know the walrus kind of mustache? Pues como estos bigotes de morsa. —Y señala las caras reducidas de las hojas volantes, que tienen preparadas en el regazo.

—¿Y qué?

—Nada. Un comentario.

Edoardo observa las caras que tantas veces ha mirado, y explica a Andy que un bigote así lo lleva hasta Lech Walesa, «el líder de Solidarnosc y premio Nobel de la paz, por si no sabes quién es»; y también lo lleva un primo suyo que organizó un paseo en barca por los lagos Masuri, durante unas vacaciones con las que los Bielinski celebraban la posibilidad, renovada por el curso de la historia, de juntarse toda la familia. En cambio, los desaparecidos cuya imagen impresionó su retina cuando abrió por primera vez la página web de la policía polaca eran todos imberbes: Michal Serbinowski y Rafal Zarczycki, uno moreno, el otro rubio, ambos con el mismo aspecto que cualquier otro muchacho de cualquier parte del mundo. Pinchando en la cara limpia e infantil de Micha! Serbinowski, Edoardo pudo comprobar que era apenas siete años mayor que él, y Rafal ocho: jóvenes con nombre de arcángel que emigraron cuando tenían su edad y desaparecieron en Italia, y el nudo que se le hizo en la garganta al descubrirlo volvía a hacérsele cada vez que miraba sus fotos.

Edoardo Bielinski se enteró de la desaparición de los polacos una noche de invierno, cuando volvió a casa del cine, al que fue con una chica a la que conoció en la manifestación contra los recortes en educación, la manifestación de los «altercados entre delincuentes» de la plaza Navona, como dijeron en televisión y escribieron en la prensa cercana al gobierno, queriendo hacer creer que los desencadenantes de la violencia fueron ellos, los muchachos de la Onda, lo que era falso.

Edoardo y los estudiantes de los últimos cursos del instituto Tasso se habían adelantado algo a la manifestación, cuando, en cierto momento, llegó su hermana Marta, junto con otras chiquillas que no atinaban a hablar o gritaban llorando: «¡Nos están masacrando!». Las cuadrillas fascistas, todos varones y mayores, armadas con palos, correas y estacas, y con cascos puestos, arremetieron contra todo aquel al que pillaban por delante, aunque se veía, ¿o no?, que ellos tenían como mucho catorce, quince años. Marta rompió a llorar y Edoardo la abrazó con fuerza —Marta apenas le llegaba a la barbilla—, y empezó a susurrarle, en polaco, no sabía por qué, «Uspokój się», tranquila, no pasa nada; pero el recurso a aquella lengua privada surtió efecto. Había muchachos en el suelo, aporreados, decía Marta, y dos de ellos, con descalabraduras, trataban de protegerse con las manos, uno era de su escuela, el otro de otra.

Cuando se supo, ni siquiera los profesores que participaban en la manifestación lograron calmar a los estudiantes mayores. Edoardo Bielinski perdió entonces. Quiso decir «Tranquilos», pero estaba demasiado furioso, demasiado perturbado, y cuando Lorenzo Pascucci espetó: «Ah, Blanco, ¿no ves que la policía y los fascistas estaban de acuerdo? Esto es como lo que pasó en Génova cuando las protestas del Valle Giulia, mi padre me lo ha contado muchas veces», él no supo qué contestar y también los demás se quedaron callados. Y así, el hijo de un alto cargo de la Rai siguió arengando en favor de la legítima defensa, y al final, alentado por lo que le parecía un silencio que otorgaba, se puso en contacto con un compañero del grupo de estudiantes universitarios.

Mientras duró la ocupación estudiantil del instituto, Edoardo Bielinski fue el representante más escuchado de la protesta. Era un apasionado de la causa, pero nunca perdía el sentido del humor, y cuando hablaba empleaba un lenguaje comprensible y directo («Al que pillemos ensuciando la escuela con pintadas y demás, primero limpia y después se larga, ¿queda claro?»), de manera que tenía autoridad incluso entre profesores y padres. Defendía el carácter apolítico de la protesta —«Ni derecha ni izquierda: la escuela pública es de todos»— y por eso los estudiantes lo seguían. Hasta le pusieron un mote que parecía un verdadero nombre de guerra. El apodo, en realidad, había aparecido ya antes, aunque entonces no trascendió del aula, sin que estuviera claro de dónde venía: si de lo que le contestó a una coqueta que se tomó la confianza de decirle: «¡Eh, rubio!»: «Rubio se lo dices a tu padre», añadiendo, en tono más moderado: «Si acaso Blanco, que es lo que significa Bielinski»; o del hecho de que, según decía Pascucci, Edoardo era «el Blanco» y él y sus amigos eran «los Rojos», como los Rojos y Blancos de la Revolución rusa, interpretación política de la que estaba muy orgulloso Lorenzuccio. Hasta entonces no había tenido problemas con Pascucci. Dos años antes, cuando se produjo el primer altercado con los fascistas, que fueron una mañana al Tasso con porras y octavillas, el Blanco ya demostró que tenía valor y sentido común, pero Lorenzuccio siguió considerándolo un gregario que no tenía intención de hacerle la cama. Era la pura verdad. Edoardo nunca había aspirado a líder estudiantil, y eso era precisamente lo que más rabia le daba a Pascucci: que en unos días lo hubiera desbancado en el favor de la gente sin ningún esfuerzo.

Así estaban las cosas cuando Lorenzo quiso desquitarse pidiendo ayuda, aunque luego jurara que él no llamó a los tipos que se presentaron también con la cara cubierta y con cascos.

En cualquier caso, por un momento la plaza Navona parecía en calma, aunque como puede estarlo una plaza llena de estudiantes que protestan. En ese interregno engañoso, Edoardo traba conversación con una chica que ha llegado con la avanzada universitaria. Esta vez queda claro desde el principio que el Blanco va al instituto, aunque sea al último curso, mientras que Sara, de Magliano in Sabina, es universitaria y estudia literatura moderna. Pese a eso, una vez comentadas las palizas, siguen hablando. Edoardo saca primero cigarrillos y luego caramelos: «¿Quieres uno o prefieres un Mentos?», y Sara le ofrece a su vez el agua que le queda en el botellín, «Si no te da asco beber». «¡Qué va!», contesta Edo, se lleva la botella a la boca y da un único y largo trago, mirando a Sara, que tiene el pelo corto y moreno y los ojos verdes, y lleva un pequeño pendiente plateado en la aleta derecha de la nariz. «Tranquila, que no me la acabo», dice riendo, y le devuelve la botella, y así siguen bromeando, hasta que acaban intercambiando los números de móvil y Sara se despide diciendo: «Bueno, ahora tengo que volver con los de mi facultad, pero nos llamamos, guapo» y dándole dos besitos en la cara.

Lo que ocurre a continuación son las escenas de guerra que por la noche salen en todos los telediarios, y que luego se tomarán de nuevo, se montarán y se comentarán en internet para echarse en cara unos a otros responsabilidades y culpas. Barricadas hechas con las sillas del bar frontero de la fuente de Bernini, sillas que vuelan, sillas elegantes y amarillas, de tela y de madera, lo que las hace más aerodinámicas y, menos mal, menos peligrosas que las de viejo estilo con armazón de hierro. Botellas, mesas (pocas), otros objetos más o menos contundentes, los fascistas que vuelven a la carga con palos, los mismos palos envueltos en banderas italianas que usaron antes contra los del instituto, que por cierto ya hace rato que se han ido, como han huido casi todos los demás manifestantes pacíficos y tranquilos, y cuando Edoardo se pregunta por qué se ha quedado él, no sabe qué contestarse.

¿Se queda porque espera que Sara siga allí, tan atontado por la euforia que no nota a tiempo el olor a chamusquina? El Blanco se muestra pacífico, sí, pero no tranquilo. Grita a voz en cuello, desesperado, cosas que luego no será capaz de recordar, gesticulando y a veces avanzando hacia la refriega como un kamikaze, o mejor dicho, como un berserker vikingo, o por lo menos como un loco furioso: «¡Basta!», «¡Lo estamos estropeando todo!», «¡Fascistas de mierda, cobardes cabrones!», «¡Idos a tomar por culo vosotros también, gilipollas!», «¿Quiénes sois? ¿Quién os ha llamado?». Y al final la policía carga, los antidisturbios la emprenden a porrazos con todos, o no con todos: a los fascistas los tumban, los desarman y los montan en los furgones sin tocarlos, porque conocen a su jefe y saben que responde por «mis muchachos», mientras que a los detenidos del otro bando no los tratan con tanto miramiento.

Al final, a Edoardo no le sorprende que también a él se lo lleven a comisaría, ni se extraña de que los policías lo llamen «maricón comunista». Al contrario, al principio, en el furgón, llega incluso a sentirse tranquilo, a confiar en que alguien declare que sí, de acuerdo, se ha exaltado mucho, pero no ha participado en los actos violentos.

Puede que así sea, y que hasta haya grabaciones que lo demuestren, pero cuando en la comisaría le piden los documentos, el Blanco resulta de pronto que no es más Edoardo Radoslaw Bielinski.

—Tú, eslavo de mierda, ¿vienes aquí a armar bronca? ¡Lo que nos faltaba, que vengáis a destrozar nuestras cosas!

—Yo no he hecho nada, preguntadle a mis compañeros, yo he ido a manifestarme pacíficamente

—¡Andaos con mucho ojo! ¡Que no estáis en vuestro país! ¡Aquí tenéis que estar callados!

—Pero yo soy romano, ahí lo pone. Estudio en el instituto Tasso, soy un estudiante como cualquier otro de los que hoy

—¿Qué te parece, Vincen? ¡Ahora esta gente va al instituto! Vamos a ver: nacido el 21 de marzo de 1991. Menor de edad. Perfecto. Pues ¿sabes qué? Que ahora mismo comprobamos si tus padres tienen papeles, nos vamos para tu casa y como resulte que algo no está en orden, ya sabes, las maletas y para vuestro país derechos, pero todos.

—No, que no, que nosotros

—¿No, no? ¡Ya lo creo que sí!

—Que somos italianos, ciudadanos italianos. Mi madre es napolitana Mi padre, les doy el número, llámenlo y verán.

—A mí no me digas lo que tenemos que hacer, ¿está claro? Tú de momento te pasas la noche aquí y luego ya veremos cuándo sales. ¡Y cállate la boca, si no quieres que te la cerremos nosotros!

Así Edoardo Bielinski acaba en una celda junto con los alborotadores de derecha y de izquierda y nunca sabrá por qué esa misma noche los sueltan a él y a gran parte de los muchachos detenidos por error.

A la puerta de la comisaría lo esperan todos. Marta, al verlo, se echa a llorar; su madre lo abraza con fuerza, como la vez en que, durante una excursión al Gran Sasso, tomó un atajo y se perdió; su padre muestra una calma catatónica inhabitual en él. Edoardo lleva horas sin hablar. Se acurrucó en un rincón de la celda sin hacer caso de las peleas entre comunistas y fascistas, dejando que las voces rebotaran contra su cabeza, una cabeza vacía como una calabaza, más magullada invisiblemente que si le hubiera dado un cachiporrazo. Ahora la lleva apoyada en el asiento trasero del Lancia, y nunca le ha dado tanto gusto que el interior de un coche que ha estado en la calle un buen día de finales de otoño conserve el calor, calor que el mullido del asiento le comunica como linfa. Nadie dice nada. Sólo su hermana, en un momento dado, se sorbe la nariz.

Como no ha tenido tiempo de cocinar, Flavia manda a Giorgio a por unas pizzas, que se comen viendo la tele y zapeando en busca de noticias.

—De lo que nos ha pasado a nosotros nadie dice nada —observa Marta—, ¿o han dicho algo antes, mamá?

—No lo sé, estaba trabajando —dice Flavia con un suspiro, y sigue mirando la pantalla.

—Habrá alguna investigación que aclare lo ocurrido, espero.

—Ya, papá, espera sentado. Está claro que la poli ha usado dos varas de medir. Tú deberías saber que no es la primera vez.

—Claro. Por eso he dicho «espero». Hasta que se demuestre lo contrario, la magistratura sigue siendo una fuerza independiente, capaz de investigar los comportamientos incorrectos del poder ejecutivo.

—Vale, esperémoslo. ¿Podemos cambiar de cadena, que me gustaría pensar en otra cosa?

—Tienes razón, Edek. ¿Y si ponemos una buena película?

—Vale. Que la elija Marta.

Edoardo no sabe por qué le deja la elección a su hermana, pero el caso es que ella tiene la idea genial de optar por un clásico de su infancia. Así los Bielinski se comen las pizzas viendo las aventuras de un mamut, un perezoso y un tigre de grandes colmillos, y se mondan de la risa cada vez que la ardilla de ojos saltones intenta coger una maldita bellota. Una familia normal, feliz, unida delante del televisor. Que las carcajadas suenen un poco fuertes, ¿qué importa, después de todo? Edoardo no lo agradece menos. Sí, pongamos muy alto el nombre de los Bielinski. Y no preguntemos nada, ni respondamos más que lo necesario a lo que se nos pregunte. Se impone la reserva, la autocensura en casa de los Bielinski, algo que debería haber desaparecido con el final de la era glacial comunista. Edoardo se desahoga contra el racismo de los policías en su cama antes de dormirse, Giorgio y Flavia murmuran en su dormitorio, a puerta cerrada: «¿Adonde irá a parar este país?», y que no se diga una palabra de la presencia de los chicos en la plaza Navona delante del abuelo Radek y de la abuela Dorka, eso se da por sentado. Una familia unida, nunca mejor dicho. En realidad, tampoco ha pasado nada. En realidad, hasta han tenido suerte de que Flavia estuviera en casa todo el día, para que primero pudiera consolar a Marta y luego, hacia las tres, empezar a preocuparse por su hijo. En realidad, el rato de verdadera angustia, por no decir algo peor, al comprender que debían de haber arrestado a Edoardo, tampoco fue tan largo, y el temor de que el muchacho hubiera podido cometer algún dislate («Es buen muchacho, pero también muy temperamental», «Tampoco exageres, cualquiera lo es, comparado contigo») se disipó cuando telefonearon a Flavia para decirle que fuera a recoger a su hijo.

—Señora, ¿es usted la madre de Edoardo Radoslaw Bielinski, nacido en Roma el 21 de marzo de 1991?

—Sí, yo soy.

—¿Y su marido es un tal Giorgio Tadeusz Bielinski, nacido en Varsovia el 6 de noviembre de 1953, ciudadano italiano desde el día en que alcanzó la mayoría de edad, el 6 de noviembre de 1971, con domicilio en Roma, Via Bellinzona 14, profesor de historia de derecho internacional en la Universidad de La Sapienza?

—Exacto. Perdonen, pero ¿puedo saber?

—Señora, la llamamos para informarle de que su hijo ha sido arrestado, pero que, tras comprobar que nada tiene que ver con los hechos violentos ocurridos hoy, la invitamos a personarse junto con el padre, ya que, tratándose de un menor, para proceder a su liberación los dos deben presentar sus documentos

—De acuerdo, enseguida vamos

Después Flavia se preguntó si había algo raro en aquella conversación y, luego, en los trámites requeridos para liberar a Edoardo. Después significa mucho después. Significa una noche de finales de enero, cuando su hijo vuelve de ver una película en el cine con Sara y se arrellana en el sofá a su lado a ver un programa de actualidad que está terminando. Giorgio está en Budapest en un congreso, Marta durmiendo en casa de una amiga, Flavia ha dejado hace un momento de corregir una tesis doctoral y ha encendido la televisión, en parte para distraerse, en parte para disimular que espera a su hijo. El programa habla sobre todo de Lampedusa, donde tanto los extranjeros, a los que trasiegan desde las barcazas a los centros de acogida, como los lugareños han intentado rebelarse hace poco. Entre los invitados al plato está el diputado Roberto Cota, y Flavia no sabe si tiene ganas de escucharlo, de asistir al teatro de los políticos que se enfrentan de palabra a costa del sufrimiento de tantos desgraciados, pero el nuevo líder de la Liga Norte en el Parlamento la hipnotiza con su desenfado imperturbable.

—¿Quieres cambiar? —pregunta, casi esperando que Edoardo la sacuda de su encantamiento.

—No, a ver qué dice el tipo.

—Tú dirás lo que quieras, pero éste por lo menos es presentable, inteligente. Sabe lo que dice, el modo como lo dice, y mucha gente lo apoya.

—¿Y qué?

—Esta gente es capaz de renovarse con una rapidez sorprendente, mientras que los otros están siempre igual, todo está desesperantemente parado. Bueno, me ha entrado hambre, voy a por algo que picar. ¿Tú quieres?

Edoardo asiente con la cabeza y por tanto está solo en el salón cuando presentan a un tal Alessandro Leogrande, que acaba de publicar un libro sobre los nuevos esclavos de Apulia. Detrás de los políticos, iluminado por un foco que lo hace destacar en medio del público indistinto, se levanta un joven con camisa y chaqueta y sin corbata, y lo que dice poco antes de que aparezcan los créditos del final impresiona tanto a Edoardo como a su madre, que ha vuelto con un paquete de galletas y una jarra de agua.

Habla sin perder el hilo ni la calma y cuando se dirige directamente al político no busca la complicidad del público, no usa fórmulas retóricas para rebatirlo, y esta compostura, esta capacidad de atenerse a cosas concretas, unida a su cara rellena con gafas y barba, le recuerdan a Flavia, más que a un periodista o a un escritor, a un sindicalista sureño de otros tiempos. A Edoardo, en cambio, lo impresiona lo que dice. Ese mundo que pinta de esclavos negros y clandestinos pero también blancos: miles de polacos y de rumanos secuestrados por el trabajo negro en el campo. «Neocomunitarios», como los llama Leogrande, como los llamaría también su padre, aunque el profesor Bielinski nunca se ha ocupado ni aun probablemente topado con esta clase de problemas.

Flavia apaga la tele, lleva a la cocina la jarra y las galletas. Edo la sigue inopinadamente y deja con estrépito los vasos en el fregadero.

—¿Has visto? Aquí nosotros hemos vuelto a la esclavitud, somos sus negros blancos.

—¿Somos, quiénes? Perdona, estaba pensando si preparar la cafetera pequeña o grande para mañana.

—Los polacos. Nos tratan como a una mierda, pero en esta casa no se puede decir, porque desde que se acabó el comunismo todo va bien.

—Durante el comunismo no se limitaban a tratarnos mal, tú lo sabes también, Edoardo. Además, tampoco a los del sur nos han tenido nunca en mucha estima. Napolitanos, nada menos. Conque apañado vas, hijo mío —ríe Flavia, revolviéndole la melena rubia.

—Menos bromas —masculla Edoardo retrocediendo unos pasos, y cuando se detiene, pregunta—: ¿Quieres saber cómo me han tratado esos capullos en la comisaría, lo que me han dicho?

Sí, Flavia quiere saberlo. Y después de escucharlo moviendo sin parar la cabeza, después de acariciarle el pelo con la mano que por el susto había retirado, ante los platos sucios de su cena de restos, ¿qué debe hacer?

—¿Puedo pedirte que no se lo cuentes a papá? —dice Edoardo, por sorpresa.

—No, un momento. Primero te quejas de que aquí no se hace caso de ciertas cosas y ahora no quieres que le diga nada a tu padre. Aparte de que tiene todo el derecho a saberlo. Aparte de que sabrá mucho mejor que yo lo que se puede hacer

—A ver, mamá, ¿tú qué crees que podríamos hacer? Han pasado tres meses, hoy exactamente tres meses

—No sé, convencer a alguien de que declare. Además, eres tú quien tendría que habérnoslo dicho enseguida.

—¡Ah, ahora es culpa mía!

—No grites, Edoardo. Perdona, a lo mejor me he expresado mal. Te entiendo. Imagino que ahora, en efecto, será difícil

—¡Qué vas a entender! Aquí no hay nadie que quiera enfrentarse a la policía, si ya a nadie se le ocurrió entonces, imagínate ahora que hemos vuelto a casa con papá y mamá.

—Bueno, por intentarlo no se pierde nada.

—Mamá, yo no quiero jaleos por este asunto, no quiero, ¿está claro? El problema no soy yo. Es este país, que no cambiaría nada si se supiera que han confundido al hijo de un profesor de La Sapienza con un polaco infrahumano, perdonad que os lo diga. No quiero una justicia de privilegiado, cuando estas cosas suceden todos los días.

—De acuerdo. Me hago cargo. Ahora mejor será que nos acostemos, porque tenemos que levantarnos temprano. Tú mañana creo que tienes control, si no me equivoco.

—Pero ¿me avisas cuando decidas?

—Claro. ¿Y ahora puedo darte un beso de buenas noches?

—Hum. Buenas noches, mamá.

Al día siguiente Edoardo vuelve del instituto con una bolsa roja de la librería Arion de la plaza de Fiume en la que lleva Hombres y capataces, el libro de Alessandro Leogrande. A la vez que lo lee, indignándose y entusiasmándose («Está muy bien, pero incluso por la manera como está escrito estoy seguro de que te gustaría»), le ofrece a su madre una especie de crónica radiofónica en directo que acaba sellando, sin que ninguno de los dos se dé cuenta, un pacto de silencio. Flavia intuye que es un modo de desahogarse por lo que le ocurrió: hablar de los polacos de Apulia para no hablar de sí mismo. De hecho, una noche, cenando, Edoardo les cuenta de qué va el libro, y llega a decir que se ha enterado de lo que pasa viendo un programa que su padre ve a veces, aunque lo detesta.

—¿Tú lo sabías? ¿Y las asociaciones de polacos, todos los amigos del abuelo Radek? ¿Qué han dicho, qué han hecho?

—Pues sí, Edek, algo sabía. Por ejemplo, el juicio contra esos capataces delincuentes. Pero es cierto, no estaba al tanto de todos los casos de personas desaparecidas o muertas en circunstancias turbias. Probablemente tienes razón, la comunidad polaca debería estar más atenta a estas cosas. Pero, después de todo, que se haya ocupado un italiano es lo mejor que podía pasar, ¿no? Es una cuestión que tiene que ver con la opinión pública polaca e italiana, no tiene mucho sentido tratarla entre unos cuantos.

—Puede, papá. Pero ya sería hora de que despertarais

—Bien. ¿Quieres escribir una reseña, mandamos traducir el libro y se lo proponemos a Polska Wloska? ¿Así empiezas a despertarnos tú?

Edoardo no escribe ninguna reseña y parece olvidarse del asunto para dedicarse por entero a estudiar, porque la selectividad, que está a las puertas, se ha convertido en lo prioritario.

A veces Flavia se pregunta si ha hecho bien en no decirle nada a Giorgio, algo que no tiene precedentes cuando se ha tratado de hechos de la gravedad de aquellas intimidaciones, y definir lo ocurrido en estos términos aún la entristece. No está bien, no, pero ella se comporta como la perfecta madraza italiana, a la que le importa poco lo que pasa fuera: sencillamente no puede evitar anteponer el bienestar de Edoardo, el equilibrio que parece haber recobrado por identificarse con personas que han sufrido abusos mucho peores.

Así, cuando en julio, superada la selectividad con notas mejores de lo esperado, y pasado en parte el dolor por haber roto con Sara, Edoardo les comunica su proyecto de plantarse en el cementerio polaco de Montecassino para buscar a los desaparecidos, Flavia es la primera en apoyarlo. No es que Giorgio se declare abiertamente en contra. Si el muchacho se empeña, por él que viva una experiencia como ésa. Pero a su mujer le comenta que le parece absurdo y una pérdida de tiempo, «más le valdría buscar trabajo o tomarse unas vacaciones de verdad».

Y, sin embargo, no se equivoca sólo Giorgio, por pensar que es una aventura idealista e insensata, sino también Flavia, que cree ser cómplice y guardiana de la razón profunda que lo lleva a buscar a los desaparecidos: no comprende que el interés de su hijo dejó de ser hace tiempo sólo un espejo y un pretexto.

No es culpa de nadie, y nadie puede hacer nada, si Edoardo sigue sintiéndose como se sintió aquella tarde del 29 de octubre en comisaría: solo. Quizá exagera, como es normal a su edad y por su carácter, pero hay acontecimientos, sacudidas, que cambian para siempre la percepción de las cosas. Lo más doloroso es el oído: descubrir que las lenguas eslavas se parecen al punto de que entiende lo que se dicen los albañiles en los transportes públicos, las cuidadoras en los McDonald’s, incluso ciertas rubitas de piernas de ave zancuda que se exhiben en Via Salaria, de una blancura que a la luz de los faros casi fosforece.

Son legión, un ejército oculto, como los extraterrestres que aterrizan en la Tierra de las películas para jóvenes: sólo Edoardo parece capaz de darse cuenta de que se mueven como en una dimensión paralela. Edoardo los ve arrastrándose hacia los locutorios, los bares de kebab, las tiendas que tienen okra y sacos de arroz junto a botellas de vodka y pepinillos en conserva, descubriendo un apartheid de hecho, si no de raza: negros, blancos, amarillos, todo tipo de marrones. Ésta es la capital, Roma, o mejor dicho, sólo las zonas por las que Edoardo se mueve. No es de extrañar que nada más salir empiecen los territorios de la verdadera invisibilidad, invisibilidad que sólo se interrumpe en el instante en que ocurre algo llamativo, una violación, un desalojo, un altercado, para, acto seguido, desaparecer de nuevo todos esos hombres fantasmas. Hacer desaparecer de la faz de la Tierra de Italia a chavales como Michal y como Rafal cuesta poco.

La primera vez que le enseña la foto de Michal a su futuro socio, Andy comenta: «Nice kid», guapo chico, y no añade nada más. Esas dos palabras bastan a Edoardo. No le ha contado lo que pasaba en el Tasso, y menos aún lo que le ocurrió en la manifestación de la plaza Navona. Han estado mucho tiempo sin apenas verse y han mantenido menos contacto del habitual, primero por la protesta estudiantil, y luego por quien constituye el tema principal de sus espaciadas conversaciones tecleadas, Sara, que es tres años mayor que él, que vive en un piso compartido en Pirámide, donde los primeros meses Edo se instala, a la que exhibe incluso en fotografías adjuntas («Ya sbs que no me gustan los piercing, pero tienes unos ojos enormes y tb grandes tetas!!!»), como en una fotonovela epistolar.

El Blanco pensaba que el compromiso adquirido con su amada lo había alejado del príncipe de Cachemira, pero cuando el amor termina («I just feel like shit. Me siento fatal. Me dan ganas de ir a su casa y decirle lo tonta que es delante de sus amigas», «No hagas tonterías, Edo. Aguanta hasta el examen y después podrás tener todas las chicas que quieras»), descubre que hablar de eso ha consolidado la amistad. Por ello y por ese «Nice kid» que Andy dice al ver la foto de Michal Serbinowski, se convence Edo de que es la persona adecuada y le pide que lo acompañe a su aventura cementerial en busca de los desaparecidos. Por eso y quizá también porque ninguno de sus nuevos amigos, preocupados por el tema de la inmigración y del racismo, lo tratarían como a él lo han tratado, mientras que al hijo de un mánager de Bulgari, aunque nunca se expondría por sí mismo, bien podría tocarle la misma suerte. Bastaría con que tuviera un pequeño accidente con ese Citroën a nombre de Shrila Gupta, madre de un hijo con pasaporte indio y también belga porque nació a la sombra de la Bolsa de diamantes de Amberes, o sea, de un muchacho apenas mayor de edad que no tiene de italiano más que el carné de conducir.

Esto lo piensa por primera vez Edo viendo al socio bostezar y desperezarse sentado a su lado en la silla de campaña de rayas; mejor dicho, viendo que lleva un polo blanco inmaculado con un cocodrilo auténtico en el pecho, y un reloj de acero con correa de goma que valdrá unos seis mil dólares, y unos mocasines claros, y un corte de pelo ni corto ni largo y sólo un poco pijo: «nice kid» también él, «nice kid» de lujo, claro, aunque ¿qué policía o carabinero iba a notarlo, cuando lo malo es el color de la piel, piel que se tensa y se arruga alrededor de los ojos al bostezar de nuevo?

—Tengo sueño.

Edoardo se dice que debería avisarle de los riesgos antes de que sea demasiado tarde, aunque lo más seguro es que a él no le pase nada, como ha sido el caso hasta ese momento. Además, duda de que lo entendiera, se reiría y le diría algo como: «Come on, you’re getting paranoid», «Vamos no te pongas paranoico». Y entonces, de pronto, Edo se pregunta si, lejos de ser un paranoico, no será un loco, un inconsciente, por haberse traído a Andy y hacer que reparta octavillas sin autorización. ¡Dios! ¿Y si vienen y les piden los documentos? Allí, a dos horas de casa, lejos de quienes podrían ayudarlos. A pocos días de la entrada en vigor de la ley sobre seguridad. No sabe si Anand Gupta tiene o no permiso de residencia. Ni siquiera tiene que ocurrir un accidente, basta con que alguien diga que en el cementerio hay todos los días dos muchachos, uno de ellos seguramente inmigrante, dando la vara a los turistas.

El Blanco, o sea, el estudiante que encabezó la manifestación desde el instituto Tasso hasta la plaza Navona, se tomaría en serio la cuestión. Edoardo, el Edoardo que salió de la comisaría después de cinco horas de arresto, Edoardo Radoslaw Bielinski, no. Ya no cree que existan condiciones objetivas para ponerse o sentirse a salvo. Y esto es cien veces más verdad en el caso de Andy, que se despereza en la silla con soñolienta inconsciencia, con una dorada inocencia de la que Edo nunca querría sacarlo. Y no sabe qué hacer para protegerlo.

—Llevas una hora bostezando y diciendo que tienes sueño. Perdona que te diga, pero si tanto te aburres, ¿por qué no te vuelves a Roma?

—¿Por qué lo dices? Estoy cansado y me entra sueño, nada más. Estaba pensando que dentro de un rato podríamos ir a visitar la abadía y luego comer

—¿Visitar la abadía? ¿Te interesa de verdad o es sólo por hacer algo? Confiesa que te aburres

—Está ahí mismo. Es la abadía de san Benito, uno de los monasterios más antiguos de Occidente

—Andy, no es uno de los monasterios más antiguos de Occidente. Fue reconstruida piedra por piedra, el edificio fascista en el que yo vivo es más viejo que la abadía. No queda nada original por lo que tengas que cumplir tu deber de buen turista.

So what? Tú la has visto, ¿y yo no puedo?

—¿Por qué te interesa la abadía? ¿Puedes decírmelo con tus propias palabras, sin repetir lo que dice la guía Touring? ¿Por qué en lugar de hacer de primero de clase no vas a visitar las tumbas de los indios que murieron aquí, como vengo diciéndote todo el tiempo?

—Porque me interesa más la abadía, ¿te enteras? Porque, la verdad, ir a ver la tumba de alguien sólo porque nació en la India, who cares?, ¿a quién le importa?

—Ah, ¿te da lo mismo?

—Casi.

—O sea, ¿me estás diciendo que te interesa más esa cosa ultracatólica rehecha que tus compatriotas? ¿Tendré yo que decirte que eres indio, Anand Gupta? ¿Que ya es una suerte que lo reconozcan y no te tomen por un árabe o un negro de mierda?

What the hell is wrong with you, today? ¿Qué cono te pasa hoy, tío? Ya sé que soy indio, pero no por eso estoy obligado a visitar esas dichosas tumbas. Tampoco tú has ido a visitar las tumbas polacas, hasta delante de la del general Anders dijiste más o menos que vaya rollo

—Pero es porque llevan trayéndome toda la vida, y me dan la tabarra con el tema.

—Tú no te das cuenta

—A ver, ¿de qué no me doy cuenta yo y tú sí, que en tu vida has salido de Villa Borghese y Via Condotti?

Esta vez Andy se ofende de verdad. Iba a decirle a Edoardo algo que ni siquiera él mismo se explica bien, lo bonito que es que haya un lugar en el que el comandante de un ejército desee reposar junto a sus soldados, lo fascinante que es la historia de ese hombre, más increíble que las películas bélicas que a los dos les gustan, pero ahora está claro que ni lo intenta.

—Edo, you can be such a selfrighteous dick —murmura, y se queda un rato mirando sus Tod’s de gamuza—, tan estúpido.

Sorry. Lo siento, de verdad. ¿Vamos a ver la abadía?

Edoardo se levanta y, de pie ante el socio, señala con la mano los grandes muros claros que tiene a las espaldas, descansando alternativamente en uno y otro pie, lo que no sirve ni para desahogar su nerviosismo.

—No. No hoy. Se me han pasado las ganas.

—¿Quieres volverte a Roma, socio?

—Quiero estar un rato solo.

—De acuerdo. Pues ve, ve tú solo.

Andy mira su Bulgari Diácono, que marca casi las once y media, y no levanta la cabeza. Edoardo no sabe si sentarse o si seguir allí, quieto, esperando que el socio decida algo.

—Voy a dormir un rato. Vuelvo esta tarde a primera hora.

Edo echa a caminar, con el alivio de poder por fin estirar las piernas; le viene de perlas la cuesta, un poco de esfuerzo y movimiento con el que desahogarse. Dejan los mazos de volantes en las sillas y suben uno detrás del otro, lo más a la vera del camino posible, junto a los árboles, a la sombra. A medio camino empiezan a oír voces. Cuando las cosas empiezan a torcerse, parece que deben torcerse del todo: esto lo piensa Edoardo, que se dispone a apretar el paso para ver cuántos visitantes están llegando, cuántos puede perderse, pero luego piensa en Andy y se avergüenza. No quiere que lo siga aprisa, confirmándose en la impresión de que lo que más le importa son los volantes, los desaparecidos, los polacos. Aunque lo reconforta saber que tendrá que bajar corriendo, y aún más ver que todos están aún en el aparcamiento: parece mentira cómo el silencio que lo rodea altera la percepción de las distancias.

Sí, ahora hay montones, y Anand se ha ofrecido a volver al cementerio con él.

—No, no, da igual No te preocupes, ya me las arreglaré. —Edoardo está deseando quitárselo de encima y poner manos a la obra—. See ya!!! —le grita en la ventanilla del coche, y echa a correr.

Andy introduce la llave de contacto pero se queda un instante sin girarla, no sabe si para que entre un poco de aire o porque está cansado, decepcionado, triste. Bosteza otra vez, y es una reacción tan elemental que lo sacude, le hace volver la cabeza hacia el camino que lleva al cementerio, y donde supone que ya no verá a Edoardo. Pero sí, lo ve en medio, quieto, con la vista clavada en el grupo, que en ese momento echa a caminar detrás de una corona y un crucifijo. Pero quizá también lo está mirando a él, por lo que arranca y parte.

En cuanto llega a la habitación, va al cuarto de baño y llena dos veces de agua el vaso en el que tiene el cepillo de dientes y el dentífrico. Darse una ducha sería una buena idea, pero no le apetece. Tampoco ha sudado tanto. Se nota que soy indio, se dice con amargura, sin intención de pensarlo más. Total, es inútil, Edoardo no lo entendería. Él cumple su misión, su dharma, yo el mío, y ni siquiera sabría de qué estoy hablando.

Nadie lo ha llamado al móvil, ni siquiera Edoardo, si bien esto no confirma sino que está muy ocupado. Luego, está casi seguro, le mandará un mensaje insistiéndole en que es libre de ir o de quedarse y pidiéndole otra vez perdón.

Pero Andy no es ni mucho menos libre de hacer lo que quiera, porque el coche es suyo y sin él es casi imposible moverse, y porque se ha comprometido. Puede, pues, quitarse los zapatos y los pantalones, tumbarse en su parte de cama de matrimonio y dedicarse a lo que de momento conviene: dormir, recuperar un poco de sueño. Nada, no puede. Mejor encender el ordenador, se dice, aunque se le ocurre otra cosa. Levanta las piernas, que ya tenía en el suelo, las cruza y cierra los ojos para concentrarse en el mantra gayatri, como le está permitido desde que el año anterior recibiera en Nueva Delhi su upanayam, su paso a la edad adulta. Ahora es un hombre y podría recitar el mantra interiormente, pero quiere hacerlo en voz alta. Entona: «Om bhür bhuvah svab tat savitur varenyam bbargo devasya dhimahi dhiyoyo nah pracodayat», repitiendo los versos sagrados hasta que su algo estridente voz se estabiliza y le sale con un sonido que podría ser de cualquiera. Cuando pronuncia el «om» final, se siente tranquilo.

No ha oído el bip que anunciaba el mensaje de Edoardo. Contesta que volverá hacia las dos y media o las tres, y Edoardo le responde al instante: «¡Gracias, socio!».

Anand ya no tiene hambre, sed ni sueño. Decide que comerá con Edoardo, sentados juntos en las sillas de camping, como los demás días. Luego comprará algo que llevarse al cementerio. Después. Aún le queda tiempo. Así que se tumba en la cama y toma el libro del general Anders que dejó en la mesita la noche anterior. Decide empezar a leerlo otra vez desde el principio, porque se ha perdido un montón de cosas que no comprende o no conoce lo suficiente. Para empezar, no recordaba que los rusos hubieran invadido Polonia a la vez que los nazis. Edoardo diría que es el típico primero de la clase, pero Andy empieza a apuntarse en el cuaderno todas las preguntas. Ese general Rommel que da una orden al general Anders, ¿qué hacía en el bando polaco? O antes de eso, cuando el autor habla «de los largos años de la otra guerra» en los que combatía a las órdenes del kan de Najichevan, y cuenta que al final recibió, «de las manos del zar Nicolás, rodeado de su familia», el diploma de la Academia Militar de San Petersburgo. Es curioso que empezara la carrera militar en el ejército ruso, pero esto aún se comprende. Se entiende también el momento «en el que pude ponerme la gorra con el águila polaca», pero en todo lo demás se pierde uno. Por lo que Andy sabía, tendría que haber habido paz entre las dos guerras, y sin embargo Anders va de frente en frente: alemanes, rusos, ucranianos, revoluciones, golpes de Estado, heridas y medallas, salvo los años pasados en la Ecole Superiéure de la Guerre —«Francia amable, París espléndida»—, que recuerda «como los más bellos de mi vida». Luego, cuando gracias a Wikipedia sepa distinguir entre Juliusz Rommel, «Polish General», y Erwin Rommel, «Germán Field Marshall», descubrirá que Wladyslaw Anders era en realidad hijo de un alemán del Báltico bautizado en la fe protestante, pero que hizo voto de convertirse a la católica si salía vivo de la cárcel rusa. También esta información es desconcertante, porque leyendo sus memorias se tiene la impresión de que lleve la pertenencia inscrita en el alma: su Polonia, sus hombres, el feo que le hace un bolchevique a una medallita de la Virgen y que parece dolerle más que las heridas y los golpes. Es este mundo extraño, hecho de nombres impronunciables, de lugares desconocidos, de misteriosos acontecimientos, horrendos más allá de lo imaginable, lo que fascina a Anand Gupta. Es el misterio de un hombre que, después de haber vivido todo aquello, yace ahora enterrado a unos pasos de donde él pasa los días. Pero lo es aún más el misterio de una historia que de nuevo lo arrastra, y cuando aún está en el primer capítulo, el Moleskine resbala entre su almohada y la de Edoardo en la cama de matrimonio del Bed & Breakfast y Andy no puede sino seguir leyendo.

«Presentí el desastre viendo multitudes de prófugos que huían en vehículos de todas clases, con sus bártulos y muchos de ellos con sus animales. Al ver a nuestras tropas, se detenían, impidiendo cualquier movimiento. Ordené apresurar la construcción de fortificaciones en la localidad de Ptock, para cubrir el paso del Vístula, porque por allí podía batirme en retirada. Mlawa resistía valerosamente, pese a la superioridad del enemigo; pero en la noche del 3 al 4 de septiembre me informaron de que sus defensores habían recibido órdenes de retirarse al alba. ¿Cómo era posible? ¿Cómo iban a retirarse a plena luz del día, bajo el fuego de la artillería y de la aplastante presión aérea enemiga?»

Ríos que defender, ríos que atravesar, puentes destruidos o por volar, órdenes, contraórdenes, órdenes que llegan con retraso, dadas por gente que ignora la realidad del frente, comunicaciones interrumpidas, altos mandos destituidos con la caída de Varsovia. «Nuestra situación general era muy crítica.» Avanzar, retirarse, esconderse de noche en el bosque, encontrar los caminos destruidos por las bombas, intransitables para las columnas de prófugos, tropas alemanas, aviación capaz de diezmar las tropas sin encontrar resistencia, cruzar a campo traviesa con los tanques, arremeter por donde sea por estar rodeados, cambiar de planes porque los rusos atacan por la retaguardia, y proseguir, continuar hacia el sudeste, seguir combatiendo en la única dirección que queda.

«Seguimos avanzando, agregándonos unidades del general Dab-Biernacki. Recibí órdenes precisas. Sólo tenía a mi disposición tropas de caballería y tenía que atacar al enemigo entre Zamosc y Tarnawatka, en la dirección de Suchowola-Krasnobrod. El único contingente en orden, en cuanto a moral y abastecimiento, era mi vieja Brigada Nowogrodek. También la Brigada Volinia estaba en situación de combatir. De las demás tropas sólo quedaban unos cuantos grupos. Eso es lo que tenía efectivamente a mis órdenes.»

Deben abrirse paso como sea entre las líneas enemigas. Atacan la tarde del 22 de septiembre de 1939, vencen el 23 de septiembre, cruzan la brecha después de abandonar y destruir todos los vehículos propios, «tanto los armados como los de intendencia», para los cuales no les queda combustible. Ni siquiera pueden llevarse los carros de abastecimiento porque «nos veíamos obligados a avanzar a campo traviesa». El resto de la artillería lo cargan a lomos de cuatro pares de caballos, pero «el terreno era muy duro y los animales estaban agotados». Incluso el general Anders y su estado mayor avanzan montados encabezando las tropas, y se detienen para observar a la Brigada de Caballería Volinia derrotar en un asalto a la bayoneta a las tropas alemanas de reserva.

«Continuamos avanzando. Combatimos en la encrucijada de Krasnobrod. El valeroso, indómito 25.° Regimiento de Lanceros Gran Polonia abrió paso con una carga a caballo. Desgraciadamente, cayó casi un escuadrón entero.» Hacen prisioneros, liberan a cientos de soldados que el enemigo tenía prisioneros y un hospital de campaña lleno de heridos, «pero los alemanes nos acosaban por todos lados, debíamos defendernos por los flancos, y por la retaguardia oíamos el eco del cañón. Pese a todo, resistimos largo tiempo».

Pero los rusos —llega la noticia— siguen adentrándose más y más en territorio polaco. Hay que apresurarse, tratar de pasar a tiempo entre las tropas nazis y las soviéticas, acercarse a las fronteras de los únicos países amigos que pueden alcanzar —Rumania y Hungría—, tratar de poner a salvo lo que queda del ejército polaco y reorganizarse en el extranjero: es la última esperanza.

«Estábamos exhaustos. Desde el 1 de septiembre marchábamos de noche y combatíamos de día. Y no siempre encontrábamos bosques en los que ocultarnos. Los oficiales recorrían a caballo una y otra vez los flancos de las columnas para despertar a los soldados que se habían dormido. No podíamos ordenar a los hombres que desmontaran porque caerían dormidos y ya no podríamos despertarlos.»

No son lo bastante rápidos. Empiezan a encontrarse con fuerzas soviéticas, fuerzas cada vez más numerosas y bien asentadas en el territorio, el general manda a uno de sus mejores oficiales, el capitán Stanislaw Kuczynski, a pactar con el cuartel general ruso: dejarles pasar hacia Hungría sin combatir. «No sirvió de nada. Fue despojado y a duras penas escapó a la muerte. Casi inmediatamente los rusos abrieron fuego contra nosotros, con la artillería que ya tenían emplazada.»

El 27 de septiembre la artillería y los fusileros polacos disparan el último tiro. «No nos quedaba munición. Los caballos estaban rendidos y sin agua. No teníamos ninguna posibilidad de atacar.»

Se dividen en pequeños grupos, se dispersan por los bosques, procurando avanzar de noche, alcanzar Hungría por separado. Sin embargo, el territorio está atestado de tropas soviéticas, ayudadas además por bandas armadas, y es peligroso mandar avanzadillas, acercarse a las poblaciones, a las casas, a los caminos y carreteras.

«Hacíamos altos en los bosques para que los caballos, agotados, descansaran y continuábamos cuando anochecía. Al poco advertimos que nos rodeaban tropas soviéticas; tenían órdenes de capturar al ejército polaco. Como el bosque era muy tupido y el terreno pantanoso, dejamos los caballos y nos ocultamos en zonas donde no había rutas.»

Continúan a pie. Marchan, tropezando en las raíces, por las zonas más tupidas, donde es fácil esconderse. Se agazapan entre la maleza cuando oyen pasar a los rastreadores rusos, que gritan y disparan como si estuvieran de caza. El general Anders observa uno a uno a los pocos hombres que le quedan para evitar que alguno de ellos, en la angustia, abra fuego. No lejos de un pueblo, en la oscuridad, los ataca una banda de soldados y partisanos. «Fuego a corta distancia y, acto seguido, combate cuerpo a cuerpo. ¡Con qué valentía luchó aquel puñado de polacos! Me hirieron una vez y luego otra. Noté que me habían alcanzado en la espalda y que mi pierna sangraba abundantemente. Rogué a mis camaradas que me dejaran allí, pues no quería entorpecer su avance. Estaba resuelto a no rendirme vivo al enemigo. Pero ellos se negaron a abandonarme. Con grandes esfuerzos y haciendo lo imposible me transportaron virtualmente en brazos. Tuve una hemorragia y poco después otra. Les di la orden absoluta de que alcanzaran Hungría y dije adiós a aquellos maravillosos soldados.»

Anand sigue al general en el capítulo siguiente, en que Anders cuenta que, a la mañana siguiente, vuelve en sí y decide «arrastrarse hasta el pueblo cercano, Jesionska Stasiowa, y probar fortuna» junto con el capitán Kuczynski y el soldado Tomczyk, que no se han ido ni atienden sus órdenes de que se vayan. Lo hacen prisionero y lo conducen, escoltado por una tanqueta, al cuartel general del Ejército Rojo, por una carretera que atraviesa pueblos ya ocupados y en ese punto Anand se queda dormido con el libro abierto.

Es un sueño diurno, ligero, intermitente, casi un duermevela, un estado del que salen y entran caballos, caballos oscuros como sombras o blancos y sudados, caballos y bosques, árboles de un verde oscurísimo, campos y cimas nevadas, bosques blancos y negros bajo la luna. Bultos que se mueven en el paisaje nocturno y lunar, soldados hechos un ovillo en la silla de montar, negros y pequeños, durmiendo o velando, fundidos con los lomos de las cabalgaduras, siluetas únicas que avanzan. La que va en cabeza debe de ser sin duda la del general Anders, que se agarra a la crin y pasa el primero bajo las ramas, no se oye ruido de cascos, relinchos ni disparos; es el general Anders, que guía a su tropa por el suelo blanco que los caballos negros huellan; es el general Anders, que cabalga por los bosques de abetos y abedules de su tierra, que está a punto de ser derrotada y ocupada; el general Anders, que cumple su dharma como Arjuna y conduce a sus soldados en medio de la noche, del bosque, de la nieve que cae.

Cuando Andy despierta, es hora de irse, pero sin prisa. Se pone los pantalones, sorprendido de ver que ha sudado un poco, aunque, en efecto, a esa hora, aun con las ventanas cerradas, en el cuarto no puede entrar sino calor. En el cuarto de baño se refresca la cara, se lava las manos, dejando que el agua le corra por las muñecas. Ha tenido un sueño que era como una película, se dice, y quizá ha visto una película parecida, aunque desde luego sin relación alguna con la segunda guerra mundial. Quizá El último samurai, quizá incluso El señor de los anillos, pero la nieve la ha puesto él, la nieve de aquellas regiones en las que nunca ha estado y que recuerda haber tocado una sola vez en su vida.

Desde que el general Anders entra en combate hasta que lo hacen prisionero a unos cien kilómetros de la meta anhelada, desde el 1 al 29 de septiembre de 1939, no cae un solo copo de nieve, como es normal en esa estación incluso en el lejano este de Europa, y tampoco una gota de agua.

«El tiempo espléndido, soleado y seco del verano, había hecho disminuir bastante el caudal de los ríos, con lo que prácticamente ningún obstáculo se oponía al avance de los tanques alemanes. La aviación nazi gozaba de una visibilidad excelente y por desgracia ya no quedaban fuerzas aéreas polacas.»

La nieve venía de las páginas que Anand había devorado la noche anterior, y se había colado en el futuro.