Mi padre estuvo en Montecassino, combatió con el Segundo Cuerpo de Ejército polaco al mando del general Anders. Lo hirieron cerca de Recanati, cuando remontaban el Adriático hacia Bolonia. Convaleció en una casa colonial en la que conoció a una chica de las Marcas. Mi madre, la razón por la que se quedó en Italia.
Italia, el motivo por el que, más de sesenta años después, hablando por teléfono, tengo que deletrear mi apellido. El taxista, que me oye, me pregunta si soy polaca, como él.
—¿Sabía que los soldados polacos que se casaban con italianas perdían el derecho a la ciudadanía que los ingleses otorgaban a quienes los habían ayudado a luchar contra los nazis? —le pregunto, viendo al final de la calle el paso elevado que marca el final de Milán.
No, el taxista no lo sabe.
Le cuento que los polacos se exiliaron a los más remotos rincones del planeta, a Argentina, a Australia. Cuando acabó la guerra sólo se quedaron en Italia unos cuantos, doscientos más o menos, sin contar los miles que yacían sepultados al pie de la abadía benedictina. En este medio siglo esos pocos supervivientes han cuidado del cementerio, han transmitido el recuerdo de la batalla, han mantenido vivo el vínculo con Polonia.
—¿Ha estado en Polonia? ¿Conocen aún allí la canción de las amapolas rojas de Montecassino, «Czerwone maki na Monte Cassino»?
El día había empezado mal: tren con retraso, taxi para llegar a tiempo, discusión con el de la compañía telefónica… Pero parece que empieza a mejorar. En Via Corelli me arranco a cantar la canción, y el taxista me acompaña en el estribillo.
—Do widzenia! —me despido, doy más propina de lo habitual y me dirijo al trabajo canturreando.
Así podría haber sido aquella mañana de otoño si se me hubiera ocurrido todo eso. Pero la verdad es que no le conté al taxista que mi padre combatió en Montecassino. Lo único que le dije es que era polaco, y no sé qué más, le contesté cualquier cosa para satisfacer su curiosidad: «¿De dónde es su padre? ¿Cuánto lleva usted en Italia? ¿Tiene parientes en Polonia? ¿Dónde viven? ¿Sigue viéndolos? ¿Cómo es que no habla polaco?».
Procuraba dar respuestas creíbles, pagaba con mentiras torpes la verdad de la primera respuesta. Me atribuí una madre italiana solamente para justificar mi poco conocimiento del polaco, pero no calculé las demás preguntas. Y me complicaba cada vez más contestando medias verdades, y descubriendo lo difícil que es inventar cuando nos vemos obligados a ello, y que mentir por mentir es absurdo. Quizá el hombre que me preguntaba no se daba cuenta de que le mentía, quizá sólo yo lo sabía. Yo conocía el abismo que había entre lo que contaba y lo que callaba, y lo frágil que era el escudo de palabras con el que me protegía sin necesidad.
Habría bastado una sola palabra —Montecassino— para que me viera armada y uniformada. Habría bastado que yo conociera de primera mano la canción de las amapolas rojas de Montecassino, en lugar de haberla escuchado en un reportaje sobre la conquista polaca de la abadía derruida, cantada por la voz tenoril de Adam Aston, quien ya era popularísimo antes de la guerra y quedó inmortalizado en películas románticas cuyo protagonista toma de la mano a la protagonista al lánguido son de un tango que entona el señor de frac de la banda zíngara. Habría bastado saber que este cantante se llamaba en realidad Adolf Loewinsohn, era un judío originario de Varsovia, trabajó en un teatro en Lviv en 1939 y abandonó la Unión Soviética en 1942 con el ejército del general Anders. Su mayor acto patriótico, con todo, fue grabar esa canción en recuerdo de los compañeros caídos entre amapolas en 1944, en Roma.
También mi padre cantaba bien y era judío polaco. Como mi madre, mis abuelos, mis tíos y todos los parientes que quedaron en Polonia: que quedaron muertos. Esto es lo que no quería contarle al taxista curioso, y menos aún cuando me dijo de dónde era.
De Kielce: la ciudad natal del escritor Gustaw Herling, prisionero del Gulag soviético, soldado del Segundo Cuerpo de Ejército, superviviente de Montecassino. Podría habérselo comentado al taxista, pero el nombre de esta ciudad me evocaba otra cosa.
Kielce: la ciudad del primer pogromo de la posguerra, de la matanza de unos ochenta judíos supervivientes del Holocausto, que decidió a mis padres a emigrar de Polonia para siempre.
También mi padre, como el famoso cantante Adam Aston, se hacía llamar por otro nombre. Sólo que no era un nombre artístico, sino un seudónimo que lo ayudó a sobrevivir.
Si no lo hubiera adoptado en lugar de su nombre judío, el taxista de Kielce no me habría preguntado nada.
Pero el nombre falso de mi padre es mi apellido. Con él nací y me he criado, he explicado su origen mil veces, y a menudo me toman por inmigrante, por criada y hasta por mujer fácil, porque estoy en Italia y llevo un apellido eslavo. ¿Cómo voy a considerar falso algo que me ha marcado? ¿Cómo puede ser falso un nombre al que mi padre debe su vida y yo la mía? ¿Qué es una ficción cuando se encarna, cuando puede cambiar el curso de la historia, cuando actúa sobre la realidad y la realidad a su vez la modifica? ¿Qué es la mentira cuando salva?
Y, entonces, ¿qué historias contar?, me pregunto. ¿Qué puedo inventar cuando sé por experiencia que entre lo verdadero y lo falso, entre realidad y ficción, media a veces la imprecisa frontera que separa la vida y la muerte? ¿Qué puedo contar cuando veo el abismo de nombres verdaderos, de nombres olvidados, de nombres perdidos, de nombres desaparecidos que se abre ante una vida conservada gracias a un documento falso: familias enteras exterminadas, ciudadanos de todas las naciones reducidos a troncos carbonizados por las bombas, cuerpos destrozados hasta lo irreconocible, cadáveres nunca recuperados de los campos de batalla, soldados desconocidos?
Yo, Helena Janeczek, que nací en Munich, que llevo residiendo en Italia más de veinte años, que tengo origen polaco porque mis padres eran judíos polacos y sobre todo porque llevo un apellido eslavo, un día de otoño, sin buscarlo, he encontrado un lugar, un rincón en el mundo que ha dado más que un pretexto para contar, en vez de una sarta de mentiras, una historia casi mítica, al punto de que dejaría sin preguntas a quien la escuchase.
En el centro de ese lugar hay una abadía, el primer monasterio que se fundó en Occidente, cuatro veces destruido. Al pie de ese monasterio está el cementerio polaco. Más abajo, en las afueras de Cassino, el cementerio de la Commonwealth. Los alemanes están enterrados en Caira, los norteamericanos en Anzio, los franceses en Venafro, los italianos en Mignano-Monte Lungo. Todos soldados caídos en la Campaña de Italia y, sobre todo, en la Batalla de Montecassino, nombre por el que se conocen las cuatro ofensivas aliadas que se sucedieron de enero a mayo de 1944. La abadía ha sido reconstruida dejando al descubierto los cimientos de un templo romano que las bombas sacaron a la luz, y el risco sobre el que se erige lo cubre una hierba tupida que esconde los últimos vestigios de la batalla. Hubo más muertos de los que reposan en los cementerios vecinos: más de treinta mil. Treinta mil entre millones. Millones de hombres que fueron sorbidos de los rincones más remotos del planeta y escupidos en el embudo de un valle entre montañas.
Uno de ellos era un primo de mi madre, Dolek Szer. Y quizá también combatió un querido amigo de la familia, Emilio Steinwurzel. Ambos en el Segundo Cuerpo de Ejército polaco. Pero sólo alguien como el taxista de Kielce puede saber que en la liberación de Italia participaron polacos. Tampoco nadie se acuerda de que entre los «anglo-norteamericanos» o simplemente «norteamericanos» había canadienses y neozelandeses. Y hasta olvidan a los mismos italianos que lucharon en la guerra aliada como soldados del ejército regular, no como miembros de la resistencia. Por lo que nada sorprende que pocos recuerden a los indios, a los nepaleses, a los maoríes, a los argelinos, a los nipo-hawaianos, a los brasileños, a los senegaleses, a los judíos palestinos de la Jewish Brigade y a los demás soldados de todo el mundo que combatieron en Italia. Y combatieron en Italia, y muchos de ellos murieron en Italia, porque el torbellino que los arrastró no era sólo la guerra, sino la segunda guerra mundial.
A la segunda guerra mundial se remontan mis orígenes, según la fecha que figura en un pasaporte falso. La segunda guerra mundial: una e indivisible. Remolino único que absorbe casi todos los lugares de la tierra, animales y paisajes, y que, esparciéndolos aquí y allá, une y separa a los hombres. Demasiado grande para abarcarla toda, demasiado extraños sus actores para alcanzarlos sin el vehículo de la invención. Y, sin embargo, demasiado verdaderas sus vidas y sus muertes, demasiado roídas por el olvido, para no tratar de acercarse lo más posible a las fuentes e intentar tratar de seguirlas en su paso de un continente a otro, del tiempo pasado al tiempo presente.
Mi padre no combatió en Montecassino ni fue un soldado del general Anders. Pero por ese embudo de montañas y valles y ríos de la Ciociaria pasó quizá algo mío: un punto geográfico en el que me pierdo y me reencuentro, un lugar que contiene todos los lugares.