Bajo el ojo de la abadía
Atención, amigos italianos!
Hasta ahora hemos evitado bombardear el monasterio de Montecassino, circunstancia de la que los alemanes han sabido sacar provecho. Ahora, sin embargo, los combates han ido ciñendo más y más el sagrado recinto y, mal que nos pese, es el momento de apuntar nuestras armas contra él.
Lo ponemos en vuestro conocimiento a fin de que os pongáis a salvo. Os avisamos con carácter urgente: abandonad el monasterio cuanto antes. No desoigáis la advertencia. Os avisamos por vuestro bien.
El Quinto Ejército
Llovieron del cielo, disparados por los cañones aliados, y aunque dirigidos a la abadía, cayeron fuera de sus muros. Iban dentro de proyectiles de granada que, al explotar, los liberaban como las papeletas de los bombones Baci Perugina de los que la Italia autárquica se enorgullecía. Era el 14 de febrero de 1944, día de San Valentín. Lo sabían los monjes benedictinos, que rogaron al santo del día, el obispo mártir decapitado en Via Flaminia hacía más de un milenio. Lo recordaban los soldados norteamericanos que, atrincherados en un peñasco, esperaban el reemplazo de los británicos antes de que se les congelaran los pies o recibieran algún impacto de metralla en la cabeza, cuando no ambas cosas. Lo sabían los ingleses, escoceses, irlandeses y neozelandeses que, en los campamentos, mataban el tiempo que precede a la batalla escribiendo cartas a mujeres y novias, burlándose de quienes escribían cartas a mujeres y novias, lo que degeneraba en obscenidades, borracheras, peleas, lo que a su vez acababa en tristeza, soledad, nostalgia. Una soledad de la que nunca eran tan conscientes como cuando pedían perdón al ofendido, y se daban cuenta de que el idiota de al lado, el que dudaba de la fidelidad de la muchacha a la que mandaba besos y prometía volver sano y salvo, aquel medio analfabeto con quien en casa no podrían ni intercambiar dos palabras, era la persona que más cercana tenían desde hacía meses, con cuyo olor se dormían y se despertaban, y a la última a la que, en caso de no poder cumplir las promesas, verían.
—Toma, bebe un poco de vino, que es lo único que aquí nos hace compañía. Lo siento, de veras.
—Da asco. Da asco el tiempo, da asco esta ropa ligera, da asco hasta este vino, que es muy ácido y enseguida se sube a la cabeza. ¿Te das cuenta de que nadie nos creerá cuando contemos cómo es la sunny Italy?
—Prefiero no pensarlo, prefiero no pensar más allá del día siguiente, y aun así esta espera me está volviendo loco. ¿Me harías el favor de enviarle unas cosas a mi mujer, si me pasara algo?
—¿O sea que estás casado?
—Ya hace cuatro años. Tenemos una hija, Deirdre. Si no he perdido la cuenta, tiene dos años.
—Claro que se las envío. Mejor dicho, se las llevo personalmente.
—¿A Belfast? ¿Desde Bristol? No hace falta que te molestes.
—Que sí. Te lo prometo.
—Mucho prometes. Y de las promesas de los ingleses hemos aprendido a no fiarnos… Eh, que es broma. Te lo agradezco.
—¿Y ahora puedo terminar esta carta?
—Yo bebo, tú haz lo que quieras.
No lo sabían los soldados de la Cuarta División India, los se poy y naik de los batallones Punjab y Rajputana y los gurkha nepaleses, a los que en los últimos días habían ordenado avanzar hacia la montaña y lanzarse al asalto de la abadía, ni sus oficiales blancos, como los soldados del Royal Sussex, recordaban qué día era, en medio de la nieve, el fuego, los senderos escarpados, los precipicios y barrancos por los que se precipitaban hombres y mulos.
Tampoco lo sabían los evacuados que se refugiaron en la abadía y a los que, cuando la zona de seguridad dejó de resultar segura, enviaron de nuevo a las cuevas de la montaña, en las que empezaron de nuevo a morir de frío y fiebre y hambre y sed y miedo, un miedo incesante al incesante fuego de artillería que les impedía salir a por comida y agua para sobrevivir o los mataba en cuanto lo hacían. El Valle del Liri, el valle en el que vivían allá abajo, estaba ahora lejanísimo, más que la capital del país, a la que una vez fueron unos a ver al Duce en el Altar de la Patria. Para los moradores de las cuevas todo, el espacio y el tiempo, se había vuelto lejanísimo. Quizá tenían parientes refugiados en el monte de enfrente, el Monte Trocchio, en el que estaba el cuartel general americano, parientes que comían chocolate americano, en vez de italiano, y a los que, perdidos ahora en la noche de los tiempos de las cuevas, ya no podían compadecer por no tener, como ellos, la protección de un techo y de un santo. Ahora todo estaba trastocado y habían regresado a un tiempo en el que no existían techos ni manos de santo, pero sí seguían existiendo minas, alambradas, balas perdidas. Y cuando a principios de febrero el fuego de artillería arreció a tal punto que creyeron morir sepultados, huyeron de las cuevas y pidieron nuevamente protección a los monjes, con ruegos, incluso con amenazas. Todo se había vuelto lejanísimo, en el espacio y en el tiempo, todo menos la abadía.
Pero diez días después de entrar en la casa del santo, seguían muriendo, aunque ya no de sed ni de hambre, sino de una fiebre que quizá habían traído ellos y acabó contagiando al monje que los atendía, Eusebio, que era uno de los más jóvenes y que por eso se encargaba a la vez de la oración, de los enfermos y de fabricar rudimentarios ataúdes en el sótano de la carpintería. Ora et labora. La regla del santo en tiempos de guerra: un tiempo para los vivos, un tiempo para los muertos y un tiempo cada vez más exiguo para la memoria, más que la gloria, de Dios y de su hijo muerto en la cruz como un hombre. Muchas décadas después, los historiadores, no los médicos, determinaron que la epidemia fue de tifus. El 13 de febrero, durante una tormenta de nieve que congelaba a los soldados atrincherados más allá del perímetro o que marchaban hacia posiciones más avanzadas, don Eusebio entregó el alma. Muerto el monje enfermero, quedaron cinco monjes benedictinos más el abad. Al día siguiente amaneció sereno, con cielo despejado.
Todos vieron con esperanza el luminoso cielo azul del 14 de febrero: los soldados, con la esperanza de poder secarse al menos lo suficiente para no contraer una pulmonía o volver a ponerse en pie una vez más; los refugiados con la esperanza de salir de la abadía y hacer trueques con los alemanes, pues dentro ya empezaba también a faltar comida y agua; los monjes, con esperanza de dar sepultura digna de un cristiano al menos a don Eusebio, que reposaba en un ataúd que él mismo había fabricado. Ora et labora. Cuando el cortejo fúnebre se disponía a ir a una capilla que había nada más salir del monasterio, volvió un muchacho que traía, en lugar de víveres alemanes, el volante aliado. El anuncio creó incertidumbre y pánico en la gente que se hacinaba en la fortaleza, fortaleza que ya no sabían si era refugio o prisión, como no sabían si permanecer en ella o huir, si dar crédito al mensaje o considerarlo una maniobra para inducir a retirarse a los alemanes, si los monjes que intentaban convencerlos de buscar refugio en otra parte querían en realidad librarse de sus bocas hambrientas y miembros infectos. El pánico los volvió abúlicos, cavernícolas cobijados en los rincones de la casa de san Benito, como ratones inmóviles frente a la serpiente. El abad se puso en contacto con un oficial alemán, que entró, leyó el volante enemigo, encareció a los civiles a no aventurarse a salir al campo de batalla, prometió que buscaría una vía de escape segura y se marchó. Los monjes decidieron quedarse, y con ellos se quedaron también los evacuados: por una mezcla de astucia y de fe —si ellos se quedan, también nosotros estaremos seguros—, por una fe disfrazada de astucia, que no se dejó convencer por el razonamiento de que aquel puñado de monjes, más algún que otro lego, se quedaban por el deber de no abandonar la casa y los santos despojos del fundador de su orden. En su inmovilidad, para no verse expulsados a las cuevas, ejecutaron una especie de salto temporal hacia algo que pudiera ser futuro, lo máximo de que eran capaces, y que los llevó de la Edad de Piedra a la Edad Media: como en esta época, buscaron refugio junto a la nobleza o el clero cuando se aproximaban los ejércitos extranjeros. Y, entretanto, el tiempo presente transcurría: los monjes salieron a enterrar a don Eusebio, volvieron al monasterio y recitaron los vespera, el oficial alemán no venía, el cielo, aunque seguía límpido, se había oscurecido, y fuera los soldados reiniciaban las hostilidades. El cielo, sin embargo, no es nunca el mismo cielo, y depende de quién lo mire. El cielo del 14 de febrero, un cielo por fin azul, sereno y sin nubes, era un cielo para los mandos de los ejércitos, que podían observarlo de pie, hasta el horizonte, y compararlo con los boletines meteorológicos, y era otro cielo para quienes lo vieron desde una cueva, desde un cobijo de piedras en el punto menos escarpado de un risco, desde un búnker al pie de la abadía o desde el patio interior de ella, en el que uno tras otro, con cautela, como tortugas humanas, soldados, monjes y refugiados asomaron la cabeza para contemplarlo.
El cielo no es nunca el mismo, y depende de quién lo mire. El que vio el general Freyberg no estaba destinado a durar. Volvería a llover dos días después y había que adelantar el bombardeo. Fue él, que acababa de ser nombrado jefe del nuevo Cuerpo de Ejército neozelandés y era por tanto responsable de las operaciones en Montecassino, quien había pedido que se destruyera la abadía. El general Clark se oponía. Sin embargo, la 36.a División se había ahogado en el río Rápido y la 34.a División «Red Bull» combatía en plena montaña y había perdido a más de la mitad de sus hombres, y aún no se sabía cuántos más caerían: dos divisiones estadounidenses destrozadas en una única batalla de un frente secundario. Con las dificultades en Anzio y el desembarco que se preparaba en la costa de Francia —del que Montgomery, llamado poco antes de Navidad, había sido nombrado comandante operativo hacía menos de un mes—, las únicas fuerzas disponibles eran el contingente neozelandés y la División India, y el general Clark, que había dejado la Campaña de Italia llamándola «comida para perros» y era un general de segunda categoría al mando de un ejército improvisado, no podía sino rendirse a la evidencia.
Pero la evidencia no lo era todo. Además de la evidencia, y sobre ella, como sobre el cielo de Cassino los escuadrones de bombarderos, caía la luz blanca y negra de la propaganda, algo que él, que había creado una oficina de prensa propia para asegurarse de que en la prensa se dijera siempre que las acciones militares las ejecutaba «el Quinto Ejército del general Mark W. Clark», había comprendido mejor que nadie. Y sabía que pasaría por un bárbaro que destruía el patrimonio artístico y espiritual de Europa, cuando soñaba con liberar la capital de aquella nación que era comida para perros porque la única gloria que podía obtener era entrar en Roma, caput mundi, que estaba allí mismo, al otro lado de la abadía, y parecía inalcanzable. Si arrasaban aquel lugar sagrado, la gran nube de polvo que se levantaría de sus escombros llegaría a Roma mucho antes que el primer soldado de su ejército, y, lo que es peor, daría la vuelta al mundo en alas de la propaganda, más rápida que la aviación aliada, para acabar recayendo sobre él. Que fueran otros los bárbaros invasores, por ejemplo el general Tuker, que estaba al mando de los indios hasta que le recurrió una fiebre tropical y tuvo que guardar cama, o Freyberg precisamente, oriundo de aquellas islas remotas en las que las ovejas eran, son y seguramente serán siempre más numerosas que los seres humanos. Que convencieran ellos, aquellos viejos trastos recogidos en la periferia de un viejo imperio, a Sir Harold Rupert Leofric George Alexander, que naturalmente era aristócrata como aristócratas eran gran parte de los generales británicos, nobles de sangre o nobles por concesión real, siempre dispuestos, tras cualquier discreta victoria militar, a acudir a la llamada de la reina con la cabeza inclinada y la espalda pronta al espaldarazo. Que se encargaran ellos, aquellos señores a quienes la guerra parecía la continuación de una partida de criquet por otros medios. Nunca comprenderían que ya no tenían que vérselas con iguales en el campo contrario, como Fridolin von Senger und Etterlin, Heinrich von Vietinghoff y demás altos oficiales que por espíritu de casta y fidelidad a la patria seguían sirviendo al Führer, al Reich y al Vaterland. Había empezado una época nueva, de gente nueva como él o como el ministro de Instrucción Popular y Propaganda, el menudo, renco y plebeyo Goebbels, que tenía más poder que todos ellos juntos, aunque no estuviera al mando de un solo hombre armado, y tenía más poder porque no pensaba en términos de hombres sino de masas, y porque no calculaba pérdidas sino ganancias.
No: el general Freyberg, el barón Sir Bernard Cyril Freyberg, herido nueve veces en la Gran Guerra, nunca lo comprendería. Al general Freyberg, hablando con el general de división Kippenberger, lo preocupaba la cuestión de las ovejas de Nueva Zelanda: que volvieran a casa bastantes hombres para ocuparse de sus rebaños. Algo sabía de eso Kippenberger, que se había criado en una granja. Y ambos sabían hasta qué punto la tierra de la que procedían sus mayores era capaz de tragarse a los soldados propios y ajenos, e impedirles avanzar, salir del fango de las trincheras; aunque por lo menos allí, en el río Somme, donde Freyberg se había ganado la Victoria Cross, la más alta distinción militar, y donde Kippenberger había sido herido en el brazo, al menos no había montañas. Esto era para ellos Europa: Verdún e Ypres, los Dardanelos y Passchendaele, el Marne y el Somme y el Isonzo, los ríos que no dejaban de fluir mientras los hombres se estancaban en sus orillas y morían sin cesar; eso y no Roma, ni la abadía de Montecassino, ni los demás enclaves históricos y artísticos que Clark, que era el típico yanqui con ínfulas culturales, parecía encontrar tan sugestivos. Ellos habían luchado, habían salido vivos y habían vuelto a su patria como héroes, lo que, entre otras cosas, significaba no poder reanudar ya una vida cuidando ovejas y criando hijos. Las medallas que habían ganado, las medallas que debían llevar en sus altos uniformes el día del ANZAC y en todas las demás celebraciones oficiales, pesaban, o no, no es que pesaran, sino que, cuando se las ponían, sentían en las manos el frío del metal, que era un frío eterno que también los sobreviviría a ellos. Y debían rendir cuentas de ello, rendir cuentas al metal de sus vidas salvadas y condecoradas, y cuando se reunían en torno a los monumentos debían lucir aquellas medallas alzando la frente alta y sacando pecho: ante los caídos conmemorados. Porque si no los visitaban ellos, héroes de guerra como ellos, pronto no quedaría más que una fecha y un nombre de aquellos soldados sepultados en mármol. Porque si no los visitaban ellos, el sacrificio de aquellos compatriotas habría sido vano, no habría sido ni sacrificio, sólo carne de cañón destrozada, carne que se pudría en un país lejano, a veces sin sepultar, a veces sin identificar; y esto era algo que su nación, como cualquier otra nación, pequeña o grande, derrotada o victoriosa, no soportaría.
Esto es lo que sabían el general Freyberg y el general de división Kippenberger cuando estudiaban los mapas y el cielo el 14 de febrero. Quizá Clark tenía cierta razón cuando afirmaba que, reducida a escombros, la abadía constituiría una defensa más inexpugnable para el enemigo; pero el caso es que había transcurrido un mes desde que el primer asalto fracasara, había transcurrido un mes y las tropas desembarcadas en Anzio se hallaban en apuros, había transcurrido un mes y el invierno era cada vez más crudo y lluvioso y se prolongaría otro mes más. ¿Qué podían hacer para evitar que la ofensiva degenerase en la más estúpida, sucia, interminable e imprevisible guerra de trincheras? Era una carnicería que ya habían visto y que el mundo, desde el viejo continente hasta Nueva Zelanda, esperaba no volver a ver. Ellos la habían vivido, como la había vivido Clark y todos los que ahora eran generales de la Wehrmacht. El único que no estuvo era Goebbels, el renco. ¿Y debían ahora temer más las imágenes proyectadas por un civil tullido que el fuego que consumía la vida y la moral de sus soldados? Sus hombres, sus muchachos, se sentían fulminados por el ojo de la abadía, a merced de él en todas sus acciones y movimientos, ¿y no debían hacer nada para conjurar aquella amenaza inmaculada que gravitaba sobre ellos? Además, ¿qué era aquella hipocresía? ¿Acaso protestó alguien cuando los británicos primero, luego los norteamericanos y por último los alemanes bombardearon Nápoles, ciudad varios siglos más antigua que Roma, y redujeron a escombros parte de la basílica gótica de Santa Clara y muchas otras obras de arte seculares, más diez mil edificios y casi otras tantas vidas humanas? Incluso Roma fue bombardeada, incluso las ventanas de la cúpula de San Pedro en el Vaticano, obra maestra de Miguel Ángel, las hizo añicos la carga explosiva de un avión. ¿Por qué era más sagrada la abadía de San Benito que la de San Lorenzo o Santa Clara? ¿Por qué eran más preciosos aquella docena de monjes y aquel número indeterminado de refugiados? Por la propaganda, ni más ni menos. Una propaganda que se había tomado muchas molestias en documentar el traslado por parte de la Wehrmacht de códices, libros y demás obras de arte a Castel Sant’Angelo, pero que se cuidó muy mucho de filmar a la misma Wehrmacht pegando fuego a la Biblioteca Nacional de Nápoles, por represalia, y tampoco se atrevió a mostrar las ciudades alemanes devastadas por las tempestades de fuego aliadas, por las lluvias de bombas perforadoras e incendiarias que producían llamaradas más altas que las más altas casas. Una propaganda que mostró la catedral de Colonia intacta en medio de una extensión de escombros, como prueba de lo cobarde y cruel que era el enemigo, pero que no mostró a ninguno de los cincuenta mil cadáveres carbonizados, momificados, fundidos con el asfalto de Hamburgo en julio del año anterior. Llorar por las piedras en lugar de por los seres humanos, eso mandaba la propaganda.
La propaganda es como un sudario que lo cubre todo, aun antes de que ocurra. Hombres y piedras, dudas y verdades, roces y azares de la cadena de mando con que se llega a una decisión. Si el general Tuker no hubiera enfermado y, presa de la fiebre, no hubiera tenido la idea de mandar a un oficial a revolver las bibliotecas y librerías de viejo de Nápoles; si este oficial no hubiera vuelto con un libro de 1887 titulado Descripción histórica del monasterio de Montecassino con una breve noticia de la ciudad de Cassino; si Tuker, que desde hacía poco más de un año era Sir Francis Tuker, caballero de la Orden del Baño, con carrera en la India, estudios en Brighton, no hubiera sido un representante de esa casta militar capaz de leer un libro en italiano; si Francis Tuker, llamado «Gertie», no hubiera despreciado tanto a sus superiores, a Freyberg, al que llamaba «asno testarudo», al general Clark, «ignorante redomado», al general Alexander, «rueda de recambio indolente»; si en la insoportable inmovilidad de su lecho de enfermo, entre ataques de fiebre e inyecciones de penicilina, no hubiera sido consciente de que no volvería al servicio; si no hubiera tenido todo el tiempo del mundo para leer y releer la descripción de la abadía hasta conocer el espesor de sus muros, el número y la ubicación de sus ventanas, la resistencia de su única entrada; si no se hubiera obsesionado con aquella presencia blanca como el capitán Ahab con su ballena —algo que abatir, cuando no hay más remedio—, si no se hubiera convencido de que el monasterio era una auténtica fortaleza, como le decía a su médico y quizá a sus valientes gurkhas o indios, que en lo sucesivo obedecerían a otro —«It is a fortress, indeed», «Yes, sahib. You want your tea, sahib?», «Una fortaleza, sin duda», «Sí, sahib. ¿Le sirvo el té, sahib?—; si no hubiera escrito aquella carta puntillosa e irritada a Freyberg, resumiendo punto por punto las características de la abadía, y concluyendo en los siguientes términos: «Quiero hacer notar que, si hemos podido hacernos una idea de la verdadera naturaleza de esta fortaleza, que desde hace semanas es nuestro quebradero de cabeza, ha sido porque hemos indagado nosotros mismos, y no gracias a la ayuda del servicio de información. Cuando se manda a unos hombres a conquistar una posición así, se debería estar seguro de que se puede conquistar con los medios disponibles, sin tener que recorrerse las librerías de Nápoles en busca de lo que debería conocerse ya hace muchas semanas»; si Freyberg, aun presa de la rabia rencorosa típica del pueblo del que provenía, no hubiera dado la razón a Tuker y presionado a su vez a Alexander, aduciendo que, en caso de negarse, debería rendir cuentas al Parlamento del gran número de bajas, e insinuando así la amenaza de una posible retirada del contingente neozelandés; si Alexander hubiera tomado una decisión, en vez de tratar simplemente de mediar; si Clark, en calidad de comandante de las tropas implicadas, en lugar de expresar su parecer en contra, se hubiera negado en redondo y pedido a Alexander por escrito la orden de bombardear; si el comandante de las fuerzas aéreas del Mediterráneo, el general norteamericano Ira Eaker, no hubiera asegurado que vio personalmente una antena enemiga en la abadía durante un vuelo de reconocimiento; si Eaker no hubiera observado que sus aviones sólo estarían disponibles unos días, si no hubiera sido partidario del strategic área bombing que nunca antes había probado contra un único edificio; si, en conclusión, Clark no hubiera cedido, pensando quizá que por lo menos los bombarderos serían americanos, y no le hubiera dicho a Alexander: «Si queréis que bombardeemos, bombardearemos, pero no a escala reducida, sino con todos los medios de que dispongamos»; si entre algunos de estos generales coordinados y subordinados hubiera habido uno capaz de dar una orden o una negativa clara, quizá las cosas no habrían sido distintas, pero habría habido un responsable.
Pero la guerra moderna, la guerra de las modernas democracias, no funciona así, y para suplir su debilidad frente a un pueblo-ejército sometido a un único Führer no había más remedio que encomendarse a la aeronáutica militar y a la propaganda. Bombardear. Pero no a escala reducida. Si era imposible evitar que las imágenes dieran la vuelta al mundo, que al menos fueran grandiosas, pavorosas, prueba de la incomparable potencia de las fuerzas aéreas aliadas, prueba de que la guerra se ganaría pese a todo, pese a todas las deficiencias, pese a los hombres. Bombardearemos. Pero no a escala reducida. Emplearemos todos los medios disponibles.
Guerra nuestra que estás en los cielos, guerra alta y altísima que llegas con el primer escuadrón de B-17 procedentes de Foggia y de Sicilia e incluso de las bases del norte de África y de Inglaterra, guerra que haces volar tus Fortalezas Volantes sobre la fortaleza de la fe de san Benito, que llegas cuando todo está listo, cuando hay cámaras de la Wochenschau y del «Noticiario Pathé», cuando hay un corresponsal de la BBC londinense y, apiñados desde hace días en las montañas vecinas, fotógrafos y reporteros de todo el mundo, porque lo que va a pasar por las montañas de Ciociaria es la guerra mundial. Pero para hacerlo tangible, para proyectar a los habitantes de Chicago y de Berlín, de Osaka y de Estocolmo sobre el teatro de la guerra, vasto como el mundo, todos tienen que sentirse unidos en el cielo por el vuelo de los aviones y el espectáculo de la acción certera de sus bombas. Está también Martha Gellhorn, por entonces señora Hemingway, que cuenta que miró hacia arriba desde un muro o un puente y aclamó a los aviones con entusiasmo, como todos los demás idiotas: mirad, ahí llegan nuestros bombarderos en formación perfectamente simétrica. Es la mañana del 15 de febrero de 1944, son las 9:28 horas, han llegado los grandes bombarderos y todos los saben, todos menos los soldados del contingente indio que han subido a la montaña a relevar a los norteamericanos y, catatónicamente aferrados a sus armas, están tan cansados que muchos no pueden descender por su propio pie. Tampoco lo saben, claro está, los refugiados de la abadía, que siguen esperando al oficial alemán que prometió sacarlos de allí sanos y salvos, o la señal de un cielo que no es ya de Dios sino de los que, con reverencial ignorancia, llaman «aparatos», que no son menos todopoderosos e implacables y ciegos. Y cuando los aviones alcancen su objetivo, los soldados del Batallón Punjab más próximos a la abadía verán venírsele encima una lluvia de cascotes, y los del Royal Sussex, que luchaban por reconquistar una posición que ya se daba por conquistada, sufrirán veinticuatro bajas causadas por la metralla de las bombas que rebotaba en las piedras.
La primera andanada hunde el piso central de la abadía y llena de escombros los sótanos, sepultando a quienes se habían refugiado allí. Alcanza la cúpula de la iglesia, pintada al fresco, y destroza el altar mayor, el precioso órgano de Catarinozzi, las cátedras del coro, obra maestra de anónimos tallistas napolitanos del siglo XV. En los patios caen trozos y astillas de vigas, columnas, una bandera blanca que izaron en vano, llueven piedras y pedazos de vidriera, saltan por el aire fragmentos de objetos y de cuerpos. El claustro de los Priores se desploma sobre un centenar de refugiados, el claustro de Bramante es un montón de piedras y cascotes. Los gritos de los sepultados no se oyen, los de los heridos que hay al descubierto los ahoga el fragor de los aviones, de las explosiones, de los derrumbes. Lo que los hombres hicieron a lo largo de los siglos suena más potente que la voz de ellos, que sus oraciones e imprecaciones, que sus quejidos. Mueren con muerte sorda y ensordecedora, viven con pánico, respirando polvo, tragando frescos desmenuzados, yendo de un lado para otro.
Tras el primer bombardeo, cierto número de refugiados abandona la abadía; no se sabe adonde van o adonde los llevan. Los monjes encuentran un refugio, salen a ver lo que ha quedado, atienden a los heridos. Tienen un poco de comida, nada de agua. El segundo bombardeo empieza a las 13:28 horas, con escuadrones de bombarderos medios B-25 Mitchell y B-26 Marauder que, volando más bajo, aciertan con mayor precisión lo que queda en pie del objetivo. Acabado el bombardeo aéreo, empieza el de la artillería pesada, que cañonea desde tierra y mar hasta que anochece. La tumba y la celda del santo permanecen intactas de milagro, aunque nadie tiene tiempo ni ánimos para darse cuenta y dar las gracias en la forma debida. Es lo único que ha quedado indemne. El oficial vuelve hacia el día 20, hace firmar al abad una declaración según la cual no había un solo soldado alemán en el monasterio durante el bombardeo, promete un alto el fuego que exige el mismo Hitler. En el silencio cede algún que otro muro que quedaba en pie, tras lo cual solamente los ayes de heridos y desesperados resuenan en la oscuridad y el espacio. Con las primeras luces, gran parte de los supervivientes salen de las ruinas y se ponen a salvo. El abad y los monjes permanecen con los últimos refugiados, esperando al oficial alemán que no llega. Entretanto el bombardeo prosigue. Al día siguiente deciden abandonar la abadía y siguen al abad octogenario, que porta una cruz, y dejan a los heridos graves esperando a que todo acabe. Y quizá todo acaba con esos moribundos, una niña y un niño sin piernas al que su padre abandona cuando la madre muere. Acaba en una uniformidad horizontal de grises y rojos, de gris que absorbe el rojo, de rojo que se vuelve marrón oscuro: colores de materia orgánica e inorgánica indistinta, colores anteriores a todo conocimiento del blanco y negro del que están hechas las imágenes tomadas desde lejos, las imágenes que llenan las pantallas de todo el mundo y que aún hoy pueden verse. Tabula rasa, cero. Las más recientes estimaciones de víctimas giran en torno a los doscientos de cerca de un millar de civiles que había en la abadía en el momento del bombardeo, un cómputo basado en huesos y calaveras que empezó a hacerse tiempo después. Se espera que el resultado de ese cálculo de sustracción se aproxime al menos al número de civiles que se salvaron.
Hacia las dos de la madrugada, Rapata cayó en la cuenta de que en casa eran las dos de la tarde, lo que significaba que aquella habitación de hotel en la que no podía conciliar el sueño se hallaba en el extremo opuesto a aquella en la que había vuelto a dormir la noche antes de la partida, su habitación de niño, en la otra punta del mundo. Había ido con la excusa de coger algunas fotografías del frente para enseñárselas a los morehu que pudieran acordarse de Charles Maui Hira, llevarse al menos unas fotos, ya que no pensaba ponerse el uniforme con el que el abuelo no había querido que lo enterraran. El uniforme que sí sacó del armario, y extendió sobre la cama, y sacudió con ademanes enérgicos, y envolvió en una gran bolsa de basura negra que perforó para pasar el gancho de la percha, y volvió a colgar en su sitio, antes de salir de la habitación cerrando la puerta despacio y preguntándose cómo estaba más vacío aquel cuarto, y la casa entera, si con el uniforme sobre la cama o guardado. Se lavó los dientes con su viejo cepillo, que seguía junto al de su abuelo en el vaso de plástico, y se acostó en camiseta y calzoncillos. Creyó que le costaría dormirse, pero lo arrulló el murmullo del Waikato, como siempre.
Ahora no tenía ningún río que lo arrullara y seguía despierto.
Había cenado en el restaurante del hotel. Le dieron una mesa cerca de la puerta, seguramente la última que quedaba libre, pues todas las demás estaban juntas y ocupadas por un grupo de comensales que celebraban algo. Se sentó dando la espalda a la gente y esperó al camarero. Le llevaron la carta y una cesta con pan, mondo y lirondo, sin preguntarle qué quería beber. Mordisqueando una rebanada leyó la carta, en la que por suerte figuraba la traducción al inglés, francés y alemán de los platos. Los idiomas de los soldados, pensó, y se dijo que allí la guerra era fuente de riqueza. Allí ya no había enemigos ni invasores: sólo había turistas. Nada tenía de malo. Aunque, se preguntó, ¿le habría gustado a su abuelo aquella pacífica coexistencia de lo inglés y lo alemán? Y se le ocurrió enviarle un mensaje a su madre diciéndole que acababa de llegar. Y que se lo dijera a koro, si quería.
«GOT HERE. TELL KORO IF U WANT.»
Un día, al principio, cuando su madre aún venía de Auckland todos los fines de semana, su padre fue a verlo. Se presentó en casa de Charles Maui Hira un domingo por la mañana, sin avisar, con una moto de juguete para él y un collar de perlas para su madre. Lo invitaron a comer, cordero y patatas, su padre hizo honor a la mesa bebiendo Fanta y, cuando no masticaba, hacía las consabidas preguntas: la escuela, el rugby, las chicas, si tenía ya novia, que se lo dijera a su padre. Todo parecía tranquilo y normal, salvo por el hecho de que su abuelo y su madre se levantaban muchas veces casi al mismo tiempo y se decían con apresuramiento: «No, no te levantes, ya voy yo». Al final, la tarea de lavar los platos la ganó su madre y él se quedó en el salón, viendo cómo su abuelo sacaba una botella de whisky del mueble en el que la había guardado con los vasos buenos y servía un poco para él y otro poco para su padre.
—Kia ora! A tu salud, Charlie, y sobre todo a la de nuestro Rapata. ¿Quieres probarlo, Rapi? —dijo su padre.
—No, gracias. Me da asco. Me quema.
—Eso es que ya te han dado a probar las cosas de hombres. ¡Bien, koro! —exclamó su padre riendo ruidosamente, y también su abuelo soltó una carcajada.
Él se agachó para hacer rodar por el suelo su nueva moto roja y ocultar la sensación de ligereza de aquel momento. Deseó que su madre se demorase en la cocina el mayor tiempo posible, y ni siquiera se avergonzó de desearlo, dio toda la cuerda que pudo a la moto y la soltó debajo de la mesa, run, run, imitando el ruido.
—Una cosa de hombres precisamente quisiera yo hacer con mi hijo —oyó decir a su padre—. Llevármelo un rato al bar antes de volverme a casa. No es preciso que tomes cerveza, te compro unas patatas fritas y una Coca-Cola y te pones a jugar a un videojuego, ¿qué te parece, Rapi?
—¡Bien! —contestó él sin salir de su escondrijo, aunque tan pronto y tan alto que se delató—. Pero antes tengo que preguntárselo a mamá.
Charles Maui Hira siguió sorbiendo de su whisky, pues a él todavía le quedaba un poco, y cuando oyó que repetían la propuesta a su hija se limitó a mirarla con tranquila gravedad.
—Bien, podéis ir —dijo ella.
Rapata nunca supo a ciencia cierta lo que pasó a continuación. No supo si su madre, desconfiando, fue a ver qué ocurría o si alguien del pueblo llamó a Charles Maui Hira para decirle que su nieto estaba jugando solo a las máquinas en el bar, mientras el individuo que se había presentado como su padre se emborrachaba en la barra con unos amigos. El caso es que, en cierto momento, oyó la voz de su abuelo que le decía: «Hale, Rapa, a casa». Y aquella voz sonó tan firme y clara que él ya no se atrevió a preguntar si podía acabar la partida que había empezado, ni qué debía hacer con las fichas que le quedaban en el bolsillo. Enseguida sintió que lo tomaban por la cintura y lo bajaban del taburete como cuando tenía cinco años o incluso menos, y eso que entonces tenía ya casi ocho y habría bastado con que le dieran la mano para ayudarlo a bajar de un salto. La mano se la cogió su abuelo luego, cuando, camino de la puerta, pasaron por detrás de su padre, que seguía bebiendo con sus amigos sin darse cuenta de nada. Rapata comprendía muy bien que era eso, sólo eso, lo que su abuelo quería: llevárselo, sacarlo de allí. Y dejar que su padre advirtiera de pronto que su hijo no estaba. Si es que lo advertía. Avergonzarlo, en cualquier caso. Sin palabras, escenas ni peleas. Con los hechos y con la realidad de los hechos, que dolía mucho más, como sin duda le dolía a él, a Rapata, como le dolía la mano que el abuelo le apretaba con fuerza, como le dolía pensar que su padre podía perfectamente olvidarse de que había ido con él al bar y volverse a Auckland sin buscarlo. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Ya casi en la puerta, Charles Maui Hira se detuvo. Se detuvo porque había oído decir, o mejor dicho, gritar, a su padre o a sus compañeros de borrachera. Y volviéndose, dando unos pasos y soltándole incluso la mano, dijo, gritando también:
—Como vuelvas a decir eso delante de mi nieto, como vuelvas a juntarlo con esos mierdas que te acompañan, te juro que no lo verás más.
Esos mierdas. Nunca se había oído nada parecido en boca de Charles Maui Hira. Por un momento todos quedaron paralizados. Los amigos de su padre, cuyas caras ya lo habían impresionado la primera vez que las vio, porque algunos las llevaban completamente cubiertas de viejos moko desvaídos, se habían vuelto hacia su abuelo con esa expresión de agresividad torva que tienen los borrachos, inclinándose hacia delante dispuestos a bajarse de los taburetes a la primera señal. Su padre no dijo ni hizo nada. Siguió rodeando la botella con las manos y al poco se la llevó a la boca, con ademán no se sabe si automático o consciente. También los otros tomaron sus cervezas, las alzaron, las entrechocaron y pronunciaron, en voz alta y pastosa, un brindis que Rapata no comprendió porque no era ni en inglés ni en maorí, sino seguramente en alguna lengua isleña de Cook, de Samoa o cualquiera sabía de dónde, aunque lo que sí había comprendido ya es que no todos aquellos hombres que su padre decía que se había traído de Auckland para conocer a su hijo eran maoríes. También en aquel momento comprendía lo importante que habría sido comprender aquellas palabras que habían transformado la ira justa y gélida de su abuelo en una rabia capaz de hacerle soltar su mano y convertirlo, por primera vez, en un hombre peligroso y vulnerable como debió de ser de soldado.
—Por Charles Maui Hira, glorioso combatiente de nuestro heroico Batallón Maorí —gritó su padre con una sonrisa obscenamente amplia, y todos brindaron a coro.
—Idiotas —replicó su abuelo, en voz alta pero ya de nuevo tranquila, como si el insulto lo hubiera hecho volver en sí—. Os creéis unos hombres, pero no sois más que bastardos, y ésos, a los bastardos como vosotros, los habrían liquidado a todos. Vámonos, Rapata, que tu madre nos espera.
Y mientras salían, en medio del silencio hostil, Rapata comprendió que su abuelo había vencido y que a su padre no volvería a verlo en mucho tiempo. Luego, en el coche, se puso a mirar por la ventanilla la hierba alta que las rachas de viento azotaban, y sobre todo el cielo, y las nubes alargadas y rasgadas que corrían en sentido contrario.
—¿Has tenido miedo, Rapi?
—No…
—¿No?
—Un poco. ¿Querían pegarte, koro? Eran muchos…
—Sí, eran muchos. Perdona, Rapata. ¿Qué te importaban a ti ésos? Tú estabas jugando.
—Da igual. Además, aún me quedan un montón de fichas. ¿Puedo quedármelas?
—¿Un montón de fichas? Pues ¿cuánto dinero te ha dado tu padre?
Ya casi habían llegado a casa, cuando su abuelo le dijo:
—¿Y si bajamos un momento al río? Quiero explicarte algo.
—La verdad, koro, es que no estaba divirtiéndome. Has hecho bien en venir a recogerme. Si no, te hubieras enfadado.
—¿También yo te he dado miedo? ¿Eh, Rapata?
—Podían pegarte, y estabas solo y eres…
—¿Viejo?
Su abuelo le acarició la cabeza y luego le dio dos palmadas en el hombro, como para sacudir el exceso de ternura. Su abuelo era viejo, sí, y tenía las manos llenas de arrugas y el pelo blanco, pero era cierto, le había dado más miedo que diez hombres borrachos, con chalecos de piel negra y con caras tatuadas también negras. Un miedo indefinido que era a la vez «miedo de» y «miedo por», sobre todo por sí mismo, pues ¿qué habría sido de él si en una breve pelea hubiera perdido a su abuelo o a su padre? Era un niño y cualquier conflicto entre adultos podía destrozarlo. Sólo años después, sentado a aquella mesa del restaurante de Cassino, mientras esperaba al camarero que no venía, comprendió que fue él, el niño, el hijo y el nieto, quien impidió que aquel día alguien bajara del taburete y Charles Maui Hira acabara con los huesos rotos.
Se sentaron a la orilla del Waikato y empezaron a tirar piedras al agua; ganaba el que más lejos las lanzaba. Dejaron de jugar cuando empataron a diez, y estaban mirando correr el río, en cuyas márgenes los cañones ingleses diezmaron a los guerreros de su iwi, cuando su abuelo empezó a hablar:
—Lo que los amigos de tu padre gritaban era el saludo alemán, «Sieg Heil!». Aunque ni siquiera lo pronuncian bien. Se creen fuertes porque provocan a los pakeha, porque ponen en ridículo nuestra historia bebiendo y armando bronca por ahí vestidos como van, con los símbolos del enemigo, con su bulldog inglés con un casco nazi en la cabeza. Pero los ridículos son ellos, ridículos y una deshonra. Yo no podía permitir que dijeran eso, es un insulto a todos los muchachos que murieron, ¿comprendes?
Rapata asintió, pero no sabía qué decir.
—¿Volvemos ya a casa, koro?
—Sí, tienes razón. Mejor será que volvamos.
Camino de casa, su abuelo le contó una historia sobre el Batallón Maorí que nunca antes le había contado. No trataba de cosas ocurridas en el frente, pues acababan de zarpar, y se hallaban aún en el mar, donde, desde la última escala en Australia, llevaban más de diez días sin saber adonde se dirigían. A bordo se rumoreaba que había submarinos enemigos que podían atacarlos antes de que llegaran a algún puerto o a algún frente. Al final los barcos que transportaban al contingente neozelandés se acercaron a una costa, donde vieron incluso las luces de una ciudad: Ciudad del Cabo. Todos quisieron desembarcar allí, pero había mar gruesa y pasó un día entero sin que nadie pudiera abandonar aquellos navíos, tan grandes que debían amarrar en alta mar, por lo que algunos, enfadados, escribieron en el Aquitania: «Barco de prisioneros».
Cuando por fin se pudo desembarcar, sólo los soldados blancos fueron autorizados. Esto provocó las protestas de sus comandantes y otros conmilitones; se apeló al gobierno y al final también al Batallón Maorí lo subieron a unos autobuses en el puerto militar de Simonstown y lo llevaron a la capital. Les explicaron que no debían extrañarse si no los trataban bien o se negaban a atenderlos en las tiendas. Pero esto no sucedió, o sólo en contados casos. Charles Maui Hira se paseó con los muchachos de su compañía por todo el centro de la ciudad blanca, compró provisiones en varios grandes almacenes, siempre se comportó con educación, al igual que los tenderos, corteses de una manera irreal, como si no fuera verdad lo que ocurría, como si el color de su piel se debiera al sol o fuera algo accidental. Negros no vieron allí ni uno. Aunque desde el autobús sí los atisbo, bultos agachados en los campos, habitantes de las chabolas. Cuando regresaron al barco, el comandante los felicitó. Dijo que habían sido las primeras personas de color recibidas en suelo sudafricano, y que habían honrado a Nueva Zelanda.
—Ha sido un momento histórico —añadió.
Por la noche, Charles Maui Hira, chupando un caramelo de menta que había comprado en Ciudad del Cabo, pensó en aquellos nativos africanos vistos por la ventanilla.
—Yo, Rapi, nunca había visto a un negro. Los blancos, al fin y al cabo, eran como los de aquí, sólo que hablaban un inglés curioso, pero aquella gente era completamente distinta: altísimos, negrísimos, con caras que no se parecían en nada a la nuestra. Tú esto no lo entenderás porque hoy, aunque uno viva en el último rincón del mundo, los ve por la tele, son deportistas, cantantes. Pero yo me preguntaba en serio: ¿cómo es posible que a los maorí es se nos confunda con gente tan diferente? Tanta ignorancia e injusticia casi me escandalizaba. Es como si nosotros dijéramos que los pakeha y los chinos son iguales, incluso más absurdo, porque en este caso la diferencia del color de piel es muy pequeña. No me cabía en la cabeza. Sabía, eso sí, que se nos había permitido desembarcar porque éramos soldados que combatíamos al lado del ejército sudafricano, porque estábamos en el mismo bando. Al acabar la guerra todo volvió a ser como antes. Cuando los All Blacks iban a jugar contra los Springboks, los miembros maoríes del equipo tenían que quedarse en casa. Las protestas empezaron luego, en los años sesenta, cuando jugaba también tu padre. Mucha gente no quería que el equipo fuera a Sudáfrica, ni que los sudafricanos jugaran aquí. En 1981, cuando tú apenas tenías dos años, los Springboks vinieron a Nueva Zelanda y se armó la de San Quintín. A mí me pareció exagerado, porque al fin y al cabo el rugby era para todos el deporte nacional, y ellos, los All Blacks y los Springboks, eran sin duda los mejores, los más fuertes. Yo creía que sería bueno si conseguíamos vencerlos.
—¿Y vencimos?
—Si mal no recuerdo, los All Blacks ganaron dos partidos de tres, pero los demás equipos los perdieron todos. El caso es que aquello parecía casi una guerra civil, y hasta hubo que suspender un partido que iba a disputarse precisamente aquí cerca, en Hamilton, contra la Waikato Rugby Union. Y los que se peleaban eran pakeha y maoríes, de un bando y del otro, hinchas contra manifestantes. Desde entonces no ha habido encuentros de rugby entre neozelandeses y sudafricanos.
—Entonces, ¿nunca sabremos si somos más fuertes que los Springboks?
—No, pero lo que yo quería decir era otra cosa. Te parecerá extraño, pero en la guerra comprendí que el racismo no tiene nada que ver con el color de la piel. El racismo es poder decidir quién eres. Los alemanes trataban como a esclavos a gente que muchas veces era más blanca y rubia que ellos, como los polacos. Ya ves lo necios que son los amigos de tu padre, con sus esvásticas, las bandas llamadas «Mongrel Mob» o «Black Power»… Quieren provocar a los pakeha como niños traviesos, pero no saben quiénes son ellos mismos. ¿Qué tenemos que ver nosotros con los negros? Somos maoríes, maoríes y neozelandeses. Por eso nos desembarcaron en Sudáfrica. Porque había guerra. La ley de la guerra es más fuerte que todas las demás leyes. Recuérdalo, Rapata. Es fácil gritar: «Ka mate, ka mate! Ka ora, ka ora!» antes de un partido de rugby, lo hacen los aficionados de los All Blacks de medio mundo. Pero esa haka la compuso hace siglos un jefe que acababa de sobrevivir a sus enemigos. «¡Será muerte, será muerte! ¡Será vida, será vida!» Intenta decirlo cuando estás en plena batalla. Nosotros sabíamos luchar, sabíamos lo que era una batalla, al menos en mis tiempos.
Aquella noche, después de una cena silenciosa, después de que lo mandaran a la cama, después de escuchar a escondidas la inevitable discusión entre su abuelo y su madre y el inevitable llanto que, a puerta cerrada, más parecía el gemir de un gato, después de haber llorado él mismo boca abajo, con la cara hundida en la almohada y luego con la almohada oprimida contra la cara a modo de silenciador, Rapata se dio cuenta por primera vez de que odiaba al Batallón Maorí. Él no tenía ningún derecho a llorar y desesperarse por su padre y su madre: él era hijo de la guerra, la guerra lo había engendrado en mayor medida que a los demás maoríes, descendientes de Tumatauenga, y, como el dios de la guerra, al que su hermano Tañe impidió matar a sus padres, engendraba a su vez separación y conflicto. Él había nacido para engendrar guerra. Pero, a diferencia de Tumatauenga, que tenía innumerables hermanos, aunque acabara por devorarlos a casi todos, Rapata no disponía más que de un cojín, vuelto por la parte seca, del rumor de fondo, siempre idéntico, del Waikato, y de un abuelo veterano de guerra que, ahogada toda prueba audible de su presencia por el ruido del río, dormía rígidamente de espaldas en el dormitorio de al lado.
En el restaurante, mientras esperaba al camarero que no venía, le entró sed, mucha sed, y un hambre que, mezclada con el cansancio del viaje, le provocaba náuseas. El pan esponjoso le había secado aún más la boca, y le dejó un regusto amargo, como a quemado. Todo el personal se concentraba en atender al grupo de italianos, y los camareros no le hacían caso. Pero cuando acudió el que debía de ser el dueño, pues no llevaba ni pajarita ni camisa blanca y porque supo decirle que estaban ajetreados: «Excuse me, sir, tonight we are very busy», aún no sabía qué pedir.
—Pasta? Some special pasta?
—Yes. I bring you special pasta. From here, Cassino: with chicken, with what is inside the chicken. But very good.
Después, cuando volvió a consultar la carta y vio que había patatas fritas y costillas de cordero a la brasa, se sintió un idiota por haber pedido un plato sin saber lo que era. Un idiota y un extranjero. Un extranjero sentado solo a una mesa que observaba a unos camareros semejantes a patinadores artísticos de hielo sin pareja que iban y venían de la cocina con bandejas llenas y vacías, y oía a aquellos italianos reír y hablar en voz alta, y veía a los hijos de los italianos correr de una mesa a otra, y comprendía que estaban celebrando un cumpleaños, un aniversario, una fiesta, en fin, y se había reunido toda la whanau.
Le hizo gracia que se le ocurriera aquella palabra. A un pakeha nunca se le habría ocurrido, no allí ni en aquel momento, viendo a aquel grupo de italianos. Los blancos la conocían, la usaban, sabían que significaba gran familia maorí. Pero ellos no tenían whanau. Rapata, en cambio, había reconocido un rasgo de su gente en otro pueblo, del que nada sabía, de cuya lengua no comprendía una palabra. Sentado solo a una mesa como un pakeha, mientras la delegación neozelandesa cenaba seguramente en otro hotel, lo que lo hacía estar aún más solo. Estaba solo allí, en aquel momento, y lo había estado siempre. Un maorí casi sin familia, un maorí sin whanau. Gracias a Charles Maui Hira, que en parte era tanto el origen como el remedio del mal. Aunque, después de todo, era mejor así. Mejor estar solo que tener que soportar a los demás kiwi, y participar en el teatro coral de la pequeña gran nación en la que todos se conocían más o menos y en la que ir al frente había sido casi como ir de excursión. Pero esto se lo dijo después de comerse dos bolitas blancas con sabor a leche y a establo que no sabía cómo habían llegado hasta su mesa. Comprendió al fin que se las habían traído los de la whanau italiana, al verlo allí sentado solo. Su abuelo le había dicho que los italianos se parecen a los maoríes, una de esas afirmaciones que escuchaba con cierto escepticismo desde que se dio cuenta de que los recuerdos de guerra eran para Charles Maui Hira la medida de todo.
Después de las catas llegó la gente menuda: dos niños y una niña morenos que le hicieron mil preguntas que no entendió, y que al final le pusieron delante del plato una Game Boy que sí sabía manejar. Quedó segundo en la carrera de Super Mario Bros, y no supo si por superar aquella prueba volvieron los pequeños con una muchacha ya mayor como intérprete y traductora. También ella le preguntó si era american, y él empezó a sospechar que americano nunca significaba propiamente americano, sino negro, parecido a los negros, no blanco, en cualquier caso.
—No, New Zealand. Maorí —contestó.
—What?
—Ma-o-rí. New Zealand.
—¡Ah, maorí! —repitió la muchacha, con una pronunciación más parecida al te reo que la suya en inglés—, we have supposed you family from here, you italian, we think.
—No. But my grandfather was here during the war. As a soldier.
Y mientras la muchacha traducía que no, que su familia no era italiana, pero que su abuelo luchó aquí, para quienes llamó «my little cousins», y ellos le contestaban que habían entendido, comunicándose en la lengua universal de ráfagas onomatopéyicas de ametralladora y bombas imaginarias, Rapata se sintió tan ajeno a sí mismo, a una identidad tan alejada de su tierra, que no supo qué decir.
—You know maorí?
—Yes. Maorí tattoo. My boyfriend has tattoo, tribal tattoo. Here —dijo, y se señaló la parte donde su novio llevaba los tatuajes maoríes, preguntándole si también él se había hecho—: You also have?
Rapata asintió, disimulando las ganas de reír que le entraron al ver a la muchacha señalarse orgullosamente con los dedos ensortijados varios puntos de los brazos, unos brazos tersos que salían de una camiseta en cuyo pecho se leía la marca GURÚ. Trajeron entonces el plato de pasta y la muchacha echó a los primitos para que le dejaran comer en paz. Rapata le pidió que diera las gracias de su parte por las cosas buenas que le habían dado a probar, añadiendo, no supo por qué, que también para su gente la hospitalidad y la familia eran cosas muy importantes y sagradas, aunque quizá se lo dijo con una frase muy complicada, pues la muchacha se limitó a responder con un simple «Thank you» antes de volver con los suyos.
Se dejó la mitad del plato, porque se le había quitado el apetito, pero no quiso renunciar al trozo de tarta y al vaso de un licor con sabor a limonada que la whanau italiana mandó que le llevaran. Le ofrecieron un brindis desde sus mesas a la mesa apartada de él, que no entendió por qué brindaba, aunque sí logró distinguir las palabras «maorí» y «Nueva Zelanda». Cuando se levantó para marcharse e, inclinándose con gratitud, se despidió de los italianos, éstos seguían bebiendo y comiendo como si no fueran a acabar nunca. Sería por el licor de limón, o porque tenía los pies hinchados y doloridos, Rapata se sintió torpe y ridículo por lo que su cuerpo podía haber transmitido, y cuando se miró en el espejo del baño preguntándose si su cara tenía algo italiano, tuvo la curiosa sensación de que podía hallarse ante un extraño. En efecto, ¿qué sabía Rapata Sullivan de sí mismo, estando lejos de Auckland, del Waikato, de Nueva Zelanda?
Se desvistió, se metió en la ducha; notaba el contacto refrescante del agua que le batía en la cabeza, pero mientras se enjabonaba los brazos se dio cuenta de que tenía menos tatuajes que el novio desconocido de una chica italiana: el que se hizo a los dieciocho años y tendría que retocar, el que llevaba en el otro brazo, que se hizo, como comprendió después, más por simetría que por convicción, y la pequeña espiral en el muslo izquierdo, que se hizo porque el número de tatuajes nunca debía ser par.
Al terminar la carrera acudió a uno de los mejores tatuadores tradicionales, pero cuando, para decidir el diseño más adecuado, le preguntaron por la genealogía de sus tapuna, él enumeró la lista de sus antepasados con una voz neutra que apenas disimulaba su malestar. Ahora recordaba el dolor del tatuaje como el dolor de haberse preguntado —a ratos pero todo el tiempo que duró la operación— qué sentido tenía grabarse en la piel aquellas marcas genealógicas que eran tan inapelables como fortuitas. Y recordó también que, al marcharse, prometiendo que volvería para terminar los tatuajes de muslos y glúteos, tuvo la impresión de que hasta las máscaras que colgaban de las paréeles de la marae habían calado su mentira involuntaria. Y pensó que la experiencia de aquel dolor fue lo único realmente indeleble que aquel día se le grabó.
Se secó, fue desnudo a deshacer el equipaje y empezó a meter la ropa en el armario tal como la sacaba de la mochila. Se puso la ropa interior que pensaba usar como pijama, se tumbó en la cama y vio que sus pies seguían hinchados, y que ahora también lo estaba su estómago. Se dijo que lo único que había eliminado con la ducha era el olor. Pensó en colocar un cojín debajo de las piernas, como hacen los viejos gotosos y las mujeres embarazadas. Pensó que ahora la característica principal de los maoríes era la tendencia a engordar, aunque también compartían esto con buena parte de los supervivientes de otros pueblos indígenas. Hacia las dos cayó en la cuenta de que en Nueva Zelanda eran las dos de la tarde, y se explicó por qué su madre no había contestado a su mensaje: no por el desfase horario ni porque lo tuviera prohibido en el trabajo, sino porque, como siempre, no tenía saldo. Debía comprar una tarjeta prepago y llamarla al día siguiente, al otro, más valía dormir tres o cuatro horas, ya, lo antes posible. Apagó el televisor y empezó a leer la introducción del libro sobre la batalla de Montecassino, La victoria inútil, The Hollow Victory. No se equivocó al pensar que le resultaría tan árido que se quedaría dormido.
Al día siguiente, Rapata Sullivan, cargado con la mochila en la que llevaba las fotos de Charles Maui Hira, preguntó en recepción dónde podía tomar un autobús que lo llevara al Commonwealth War Cemetery. Le contestaron que aquello era un pueblo pequeño, no había autobuses, y que podían llamarle a un taxi, si bien no le aseguraban que hubiera alguno disponible, debido a la gran cantidad de gente que había venido a Cassino con motivo del aniversario de la batalla.
—Sorry, this is a small town. No much tourism. No much taxis. Or buses. Only the abbey. And the war. Many people here now for the war, old people, so need taxis. But we can try.
Rapata se había despertado rendido de cansancio y, pese al servicio despertador, se había levantado tarde. Los pies se le habían deshinchado, pero el zumo de naranja y el fuerte café italiano le habían dado nuevamente náuseas, además de que sentía un ardor de estómago que le subía por la tráquea. Lo único que quería era llegar a su destino lo antes y lo menos costosamente posible, aunque tuviera que gastar un dinero que no era para eso. Pero ahora le decían que lo tenía difícil, dificilísimo, que incluso quizá fuera imposible. Lo acometió un malestar que no supo a qué atribuir, si al cansancio o a la absurda situación de haber llegado sin problemas a aquel remoto lugar y no saber ahora cómo recorrer los últimos metros que lo separaban de la meta. Entretanto, la mujer de la recepción lo observaba con el teléfono en la mano.
—And couldn’t I walk there?
Preguntó si no podía llegar a pie seguro de que la respuesta sería un no rotundo, pero le respondió la expresión desconcertada de quien ni siquiera se ha planteado esa posibilidad. Pues sí, le contestó la mujer al fin, el cementerio británico, que estaba en las afueras, carretera de Sant’Angelo in Theodice, era, de todos los cementerios militares, el único al que se podía llegar a pie. Al alemán, imposible: estaba en Caira, another village, out— side the village. Y para llegar al polaco, al pie de la abadía, había una larga caminata, casi una excursión a la montaña, ladera arriba, siguiendo una carretera llena de curvas. ¿Cuánto podía tardar: media hora? ¿Tres cuartos de hora? Por desgracia ella no lo sabía, pero un joven como él no tendría problemas. Si no, podían intentar llamar a un taxi y, en última instancia, esperar que alguien del hotel pudiera escaparse.
No, gracias, iría a pie, contestó Rapata resuelto. No importaba si se perdía el comienzo de la ceremonia, ni que estuviera cansado; al contrario, a lo mejor caminar al aire libre lo despabilaba. Además, quería irse de allí cuanto antes, porque tenía la impresión de que, aunque habían hablado en un inglés perfectamente comprensible, algo se le había escapado en aquella conversación.
¿Por qué la mujer de la recepción, que debía de ser la dueña del hotel, por la edad y el aspecto y porque llevaba joyas de oro en las manos y al cuello, como en su tierra sólo las llevaban los pancha ricos, se había mostrado tan locuaz y solícita? ¿Porque quería sacarle algo a alguien que llevaba su condición de extranjero, si no pintada en la cara, sí escrita en el pasaporte: Rapata Ihipa Sullivan, natural de Ngaruawahia, Waikato, Nueva Zelanda? ¿Y qué quería sacarle? ¿Un dinero extra, una buena propina al menos? Los italianos tenían fama de no ser muy honrados, recordó Rapata, con disgusto. También los maoríes tenían fama de lo mismo, aunque en otro sentido. Por desgracia era verdad, ahí tenía a su padre. No era momento, sin embargo, para distraerse con aquellas cavilaciones, ni para preguntarse por la razón de su desconfianza, quizá injusta o exagerada. La situación, en el fondo, era simple: se hallaba en el extranjero y por primera vez, luego no podía pretender entenderlo todo. Al fin y al cabo, le importaba un comino Italia y cómo fuesen los italianos. ¿Y qué era caminar tres cuartos de hora un hermoso día de mediados de mayo, comparado con las marchas por los desiertos tórridos o bajo la lluvia, con nieve y barro, emprendidas por soldados como Charles Maui Hira? Antes de que el recuerdo de su abuelo lo hiciera avergonzarse, se pondría en camino sin más.
Pero ahora la señora no sabía bien qué camino indicarle; no sabía el camino, no todos en Cassino sabían cómo ir al cementerio británico.
—Oh, but that’s no problem —dijo Rapata, ya decidido—. I’ll just ask for the British Cemetery.
—Yes. But not everybody in Cassino knows really how to get there.
Like me, you see?
—Allright. So maybe we could find the way with Google Maps.
—Sorry?
—With the internet, with the computer.
—Of course, of course. But I’m too old lady for this, and my son, he is in the restaurant now, for the lunch.
—I could try myself, if you don’t mind.
—Okay. You do, you teach me.
Mientras Rapata procedía a la búsqueda en internet, que iba dando el resultado apetecido, la dueña del hotel permanecía detrás, lanzando exclamaciones y grititos —«Incredible! Very good! Yes, it’s this!»— e inclinándose tanto para mirar por encima de su hombro que a Rapata le parecía percibir el olor de su piel mezclado con el perfume fuerte y picante. Pero por fin pudo imprimir el mapa, que señalaba el camino con una línea azul casi recta y calculaba la distancia en unos dos kilómetros, menos de media hora a pie.
Se echó la mochila al hombro, dio las gracias en tono triunfal y salió a la calle. Tenía la sensación de que había vencido algo, no sabía qué, y emprendió la marcha a paso largo, olvidado de la ciudad que lo rodeaba, sin apartar los ojos del mapa. Se dio cuenta de que caminaba como si estuviera marchando, de que miraba aquel papel como si fuera un plano militar, y, para marcarse el ritmo, y exteriorizar la alegría absurda que sentía, se puso a cantar:
Maori Battalion march to victory!
Maori Battalion staunch and true!
Maori Battalion march to glory!
and take the honour of the people with you!
And we’ll march, march, march to the enemy!
And we’ll fight right to the end!
For God! Por King! And for Country!
Au-El Ake! Ake! Kia Kaha e! [1]
Diez minutos después había cruzado el centro de la ciudad, y al cabo de otros diez se hallaba ante la puerta del cementerio. Quería saber cuánto había tardado y sacó el móvil del bolsillo delantero de la mochila, pero entonces cayó en la cuenta de que no había mirado la hora al marcharse del hotel. En cambio, vio que tenía mensajes. Lo había llamado su madre y le había dejado un mensaje en el buzón de voz. Intentó escucharlo pero no pudo. Lo había llamado varias veces desde un número que él reconoció que era el del trabajo, a una hora en la que él debía de estar durmiendo. Rapata se la imaginó, se lo imaginó todo, y le entró una rabia violentísima, como uno sólo siente por las personas más queridas. Le pareció estar oyendo la excusa que su madre habría dado para quedarse en la oficina después de irse todos y poder telefonearlo, llamadas que, si las descubrían, no podían atribuirle más que a ella. Aunque a escondidas tampoco habría hecho más que eso, y si alguien le pedía explicaciones, seguro que decía que sí, que había sido ella, que se había saltado la prohibición de telefonear, porque por una vez quería hablar con su hijo en Italia. «Quería», no «debía»: sin falsos pretextos, sin mentiras pías, sin caras compungidas, sin excusas exageradas. Casi con desafío, con la frente alta. Rapata se la imaginaba esperando que él contestara, impaciente, terca, con un temor que ella nunca admitiría que sentía, y renunciando al ver que el tiempo pasaba porque no podía entretenerse, porque debía regresar a casa a prepararle la cena a su «amigo», como seguía llamándolo con rabia Rapata. Pero, en aquel momento, lo que más le sublevaba era ver que su madre no había vuelto a llamarlo desde casa, porque aquella casa no era suya, sino del pakeha con el que había ido a vivir cuando, a su vez, él se fue a vivir solo.
—No lo hago por romanticismo —le dijo—, pero comprenderás que no tiene sentido seguir pagando este alquiler. Es mucho más razonable ahorrar dinero, por tu bien también, me refiero.
¿Qué podía él contestar sino: «Claro, lo comprendo»?
Durante años su madre rechazó a todos los hombres, quizá salió con alguno, pero él no se enteró porque nunca los llevó a casa. Desde que Rapata estuvo en situación de comprender ciertas conversaciones, su madre despachó con pocas frases y una sonrisa de impaciencia los bienintencionados comentarios de sus amigas animándola a intentarlo de nuevo, a rehacer su vida, a no negarse las posibilidades que tenía una mujer aún joven, guapa y llena de vida.
—Estoy mucho mejor así —decía—, ni siquiera me lo planteo.
Su madre, en efecto, era guapa. A diferencia de la mayoría de las mujeres maoríes, no se había estropeado con el tiempo, no había engordado, ni se había abandonado, ni se había ajado. Al contrario, cuanto más definitiva era la separación de su padre, cuanto más independiente se sentía, más podía decirse que florecía, aunque no era éste el término exacto. La belleza madura de su madre era lo contrario de la frágil belleza de una flor: era algo duro y estatuario, parecido a las figuras de madera de las ma rae, con el mismo color ambarino y la misma orgullosa elegancia antigua. Su madre fue siempre una mujer con carácter, resuelta y exigente, digna descendiente de Charles Maui Hira, la que debió ser hijo varón de éste, pero hasta que no se quedó definitivamente sola no dejó de ser la hija de un soldado que combatió for God, for King y for Countty, por Dios, por el Rey y por la Patria, para convertirse en la hija de un guerrero que descendía de una de las tribus más indómitas de su raza. Por eso no podía Rapata resignarse a verla con su «amigo» y prefería ir lo menos posible por su nuevo apartamento, prefería encontrarse con ella en otros sitios, llevarla a comer al chino del que no eran asiduos sus colegas, más raramente a cenar al restaurante que ella eligiera, prefería ir a recogerla y llevarla luego a casa, y a veces, antes de entrar, su madre se volvía y se despedía con un breve ademán, erguida como una reina. En tales momentos, en que también él se despedía alzando la mano, Rapata daba gracias por que entre ambos mediara el cristal de la ventanilla del coche y la ancha acera del nuevo barrio residencial, pues en otro caso su madre habría visto el gesto que esbozaba: un gesto fugaz, pues también él se había educado en la escuela del abuelo, pero que duraba lo suficiente para delatarlo. En tales momentos sentía el impulso de correr a abrazarla y aspirar hondamente su olor, y cerciorarse de que seguía siendo el mismo olor, de que no había cambiado desde que ella se había ablandado al punto de volverse en el umbral de su casa para decirle adiós con la mano, una mano grande que contrastaba con la ternura del ademán. La única vez que la abrazó tan estrechamente fue en el funeral de Charles Maui Hira. Nunca más volvió a ocurrir.
Ahora, ante la verja del Commonwealth War Cemetery, mientras trataba de interpretar aquellas llamadas perdidas, Rapata se dio cuenta de que nunca se había preguntado a qué tuvo que renunciar su abuelo para criar al hijo de su hija los diez años que vivió con él. No fue el único hijo que encomendaban al cuidado de los abuelos, abuelos que para los nietos eran viejos y por tanto podían dedicarles un tiempo que parecían tener de sobra. Pero Charles Maui Hira sí fue el único anciano varón de toda la comarca que crio a su nieto sin la ayuda de ningún otro miembro de la whanau. Cuando su abuelo lo acogió en su casa tampoco era tan viejo, ni padecía achaques. Podría haberse ido a pescar o a cazar, o coger el coche y hacer viajes, visitar a sus compañeros de batallón, que eran su verdadera familia, su whanau, como le había dicho muchas veces. Y aunque también había perdido el contacto con sus tres hermanas, bien porque se casaron y se fueron a vivir a otro lugar, a Otago, a Gisborne, incluso a la South Island, bien porque nunca le perdonaron del todo que los abandonara por ir a combatir en una guerra de la que podría no haber vuelto, quizá habría intentado acercarse a ellas, si no hubiera tenido a un niño que ocupara su tiempo y lo atara a un lugar. A juzgar por la última tía abuela que le quedaba, vista en el funeral con una corona de kawakawa que en su cabecita arrugada se había torcido por las sacudidas del llanto, seguramente habría encontrado las puertas más que abiertas. Charles Maui Hira podría haber encontrado incluso a otra mujer.
Este pensamiento fue algo inaudito para Rapata, la clave que le revelaba una especie de mandamiento transmitido de padre a hija: no necesitarás a nadie. Vistos a esta luz, quizá no eran tan absurdos los arrebatos de orgullo de su madre. Por orgullo, y no por lo contrario, corría a casa a cocinarle a un hombre que no pretendía que lo hiciera, y se empeñaba en no usar un teléfono cuyas facturas él se negaba a que ella pagara.
Pero ¿y si hubiese ocurrido algo, algún problema serio, en su casa de Nueva Zelanda? Su madre no podía sospechar que a él le sería imposible escuchar el buzón de voz.
Todo esto pasó por la cabeza de Rapata mientras marcaba en su móvil el teléfono de su madre, aunque ya oía sonar en el cementerio el himno nacional y no tenía bastante saldo. Y, sobre todo, aunque no era la mejor hora. Había supuesto que su madre tendría el móvil apagado, pero sonaba.
—Rapata… ¿Dónde estás? ¿Qué hora es? ¿Desde dónde llamas?
—Desde mi móvil… Perdona si te despierto. Me dejaste un mensaje, pero en el extranjero no puedo escucharlo. ¿Pasa algo?
—¿Cómo? No podemos hablar, cuesta mucho. ¿Todo bien? ¿Has llegado?
—Estoy delante del cementerio, en Montecassino. Ya han empezado.
—Vale, vale, ve… Un abrazo, hijo.
—¿Se puede saber por qué me has llamado cien veces?
—Quería decirte que le he dicho a koro que has ido a Italia a rendirle honores.
Llegó implacable el mensaje de que no quedaba saldo.
No se imaginaba lo que podía ocurrirle a su madre. No será grave, se dijo, aunque sabía bien que para su madre nada era grave, o por lo menos urgente. La vez que le encontraron un papiloma, Rapata, que se había encerrado en casa para acabar la tesis doctoral, no se enteró hasta tres semanas después.
—Acabo de recibir los resultados del análisis y no hay células malignas —le comunicó, mojando un ravioli al vapor en la salsa de soja y vinagre.
—¿Por qué no me lo has dicho?
—¿Qué podías hacer tú? —contestó—. Todo ha salido bien, ¿no? —Como si el resultado negativo confirmara la bondad de su conducta.
A lo mejor se había reproducido el tumor, pensó Rapata. Sí, seguramente era eso, o algo por el estilo; si no, su madre no habría hecho todas aquellas llamadas prohibidas desde la oficina. Del cementerio llegaba una nutrida salva de aplausos, debían de haber empezado los discursos oficiales. Su madre tenía un cáncer de vejiga y Rapata estaba a dos días de distancia, ante un cementerio militar donde no conocía a nadie ni entre los vivos ni entre los muertos. Aparte de la primera ministra, Helen Clark, y, si estaba, de su marido, a los que había visto en la televisión. El marido era un señor rubio, alto y con gafas, seco como la asignatura que impartía, sociología médica, que estaba llena de estadísticas de curas y tratamientos de la sanidad nacional, en las que también entraría su madre. Si en aquel momento se cruzara con «míster Clark», como lo llamaban, podría decirle algo como:
«Hola, profesor, no sé si se acuerda de mí, pero quería preguntarle cuál es, según sus estadísticas, la tasa de curación de los papilomas recurrentes en mujeres maoríes de cuarenta años.
»—Un momento, ¿cómo era su nombre? ¿Morrison? ¿Rapata Morrison?
»—Sullivan. Quizá me confunde con el actor de Guerreros de antaño que interpreta al cazarrecompensas de La guerra de las ga laxias.
»—¿La guerra de las galaxias? Usted es el estudiante que hace poco acabó un máster con mi colega de estudios poscoloniales, ¿verdad? Los jóvenes como usted son un ejemplo para vuestra comunidad. Y ahora está aquí, en esta celebración…
»—Mi abuelo combatió en el Batallón Maorí.
»—¡Ah! Enhorabuena. En cuanto a su pregunta, ahora sólo puedo decirle que las neoplasias diagnosticadas tardíamente son bastante más frecuentes entre las mujeres maoríes estudiadas. Pero venga a verme al instituto y hablamos. Ahora debo irme, ¡que siga bien!»
Rapata no tenía ningunas ganas de entrar en el cementerio y verse en una situación como la que acababa de imaginar.
Si volvía corriendo al pueblo, quizá podía comprar una tarjeta prepago y llamar a su madre antes de que se quedara dormida profundamente. Aunque a lo mejor había apagado el móvil. No, había perdido mucho tiempo yendo y viniendo ante la puerta del cementerio, perdido en recuerdos, dudas, imaginaciones, tonterías. Y no había medio de volver rápidamente a la ciudad. Empezó a maldecir en voz alta, con palabras que podían entender perfectamente los automovilistas italianos que pasaban por su lado con las ventanillas abiertas. Y es que hacía calor, y también Rapata, con el chaleco y la mochila, que no se había quitado, sudaba. En Cassino no había autobuses y en maorí no había palabras soeces. Su abuelo le había contado que desde Milowitz escribía cartas en te reo porque no podían censurárselas, pero eso era otra historia. También el ejército estadounidense había usado a navajos para mandar mensajes en su idioma incomprensible, y la situación de los nativos norteamericanos fue siempre peor que la de ellos. La guerra reescribía las reglas, y luego, con la paz, todo se restablecía: volvía la hipocresía según la cual una mujer elegida primera ministra pronunciara un bonito discurso en honor de los héroes caídos en aquel horror sacrosanto que fue la última guerra mundial mientras el porcentaje de mujeres maoríes que sufrían maltratos y abortos, e incluso malditos tumores, era no se sabía cuánto más elevado, porque ni la mejor sanidad del mundo podía obligarlas a vencer una vergüenza camuflada de orgullo y a acudir al médico cuando debían. Y siempre había alguien que, por mucho que se hubiera esforzado y sacrificado por evitar aquel destino, acababa igualmente dentro de aquellos números y columnas ordenados con criterios étnicos, como su madre. Su madre, que quizá estaba muriéndose mientras Rapata seguía las huellas de la vida en Italia de un muerto. Cuando se calmó, deteniéndose y exhalando el aire, que pareció un suspiro, comprendió que aquélla era la clave: su miedo a quedarse completamente solo. Un miedo que, como maorí necio que era, había tratado de superar llenándose de rabia, la rabia típica de su gente, la rabia que tanto preocupaba a los pakeha, de suerte que, cuanto más se preocupaban éstos por los problemas de los maoríes, con más rabia reaccionaban ellos, aquella rabia maldita que, salvo para hacer la guerra, para nada servía, o mejor dicho, que sólo servía para facilitar el predominio democrático de los blancos. Aunque si perdían esa rabia, si renunciaban a su orgullo, no les quedaba más que desesperación. Quizá no a todos los maoríes, pero sí a él: después de tres generaciones que habían luchado de un modo u otro contra un destino marcado por la pertenencia, ahora podía quedarse solo, paralizado ante la puerta de un cementerio imperial. ¿Qué sentido tenían, pues, todos sus esfuerzos? Sólo tenía sentido lo que se hacía por otros. ¿Y por quién estaba él allí? Por Charles Maui Hira, el padre de su madre. Porque había querido, porque seguía queriendo mucho a su abuelo. Por eso entraría acto seguido en el cementerio, y ya llamaría a su madre después, cuando acabara aquella estúpida ceremonia y él volviera a la ciudad, y en su tierra empezara a amanecer.
Lo que no se esperaba cuando, franqueada la entrada, Rapata se dirigía hacia el grupo que se había reunido al pie de la gran cruz de mármol blanco que se erguía sobre una escalinata también de mármol blanco al final del cementerio, no era que hubiese más personas de las que había imaginado, y fotógrafos, cámaras y periodistas neozelandeses e italianos; ni era que los veteranos kiwi llevasen las medallas prendidas no en los uniformes sino en los bolsillos de blazers azules, y fueran todos tocados con el mismo sombrero que, aunque en el ala se leía el nombre de la nación por la que habían combatido, no era sino un panamá como los de antes; ni era ver que, efectivamente, allí estaba el profesor de las lentes gruesas, al lado, pero ligeramente detrás de su mujer, que, vestida con un traje negro, estaba terminando su discurso; ni era que en torno al matrimonio Clark hubiera un grupo de maoríes vestidos de indígenas. Era algo en lo que no habría reparado si no lo hubiera visto a cada paso: la hierba. La hierba del cementerio militar, la hierba en la que estaban hundidas las pequeñas tumbas, todas iguales, y que tenía, al pisarla, la consistencia uniforme de una alfombra. Era un prado, ni más ni menos, un prado que debía mantenerse así no sólo en primavera, sino también en pleno verano y en invierno, un prado artificial que debía de costar más que el mármol blanco. En medio de aquel paisaje italiano de montañas y ríos que se parecía al de Nueva Zelanda, sus muertos, todos los muertos —escoceses, irlandeses, galeses, canadienses, nepaleses, indios— estaban recubiertos por un césped perfectamente recortado, de parque inglés. Cuando al fin se detuvo, recordó, incapaz de prestar atención a los discursos que ahora pronunciaban algunos supervivientes, que todos los cementerios de guerra que había visto presentaban, en lo tocante a la hierba, el mismo aspecto. Pero no los había pisado, los había visto en películas, y casi todos eran, por cierto, de caídos estadounidenses. No era, pues, culpa de los ingleses, era la costumbre, como si, para preservar debidamente los cuerpos de los militares, también hubiera que poner en fila y uniformada a la naturaleza.
Cuando Rapata volvió a prestar atención a la ceremonia, el grupo de maoríes se había ya situado en el sector neozelandés y se disponía a desempeñar su papel. Blandían el bastón llamado tahaia y descargaban golpes al frente, mientras proferían gritos rituales. En la cara y en las partes del cuerpo que no cubrían los taparrabos llevaban tatuado un moko, el mismo que se les prohibió llevar a los soldados en torno a cuyas tumbas danzaban y a los supervivientes maoríes tocados con panamá blanco que los miraban. Un grupo de muchachas con largas túnicas y mantillas bordadas de plumas esperaban su turno para entonar los cantos fúnebres. Llevaban tatuado un kauae, aunque sólo en labios y barbilla, a diferencia de las madres que en su día recibieron a sus hijos supervivientes y lloraron a sus hijos caídos, porque en tiempos del 28.° Batallón la tradición de que las mujeres se tatuaran toda la cara seguía viva. Eran el New Zealand Defence forcé Maorí Cultural Group, formaban parte del ejército actual, la New Zealand Army, que en maorí se dice Ngati Tumatauenga, «tribu del dios de la guerra». Actuaban en todas las celebraciones oficiales, aunque esto no podían saberlo quienes no venían de su misma tierra y los veían por primera vez. Ahora toda la atención de los presentes se centraba en los movimientos de aquellos cuerpos. El silencio que se había hecho en el cementerio, no sólo porque lo imponían los gritos y los cantos, era casi total, y más profundo que el que reinaba cuando los veteranos hablaron, tratando de sofocar lágrimas contenidas sesenta años. Mientras los pies desnudos descendían al césped para purificar el suelo tapu de las tumbas neozelandesas, Rapata no pudo menos que observar a los que los contemplaban. A los italianos, que en su mayoría debían de ser del lugar, que miraban con extrañeza o curiosidad; a unos ancianos con gorras militares y cara inexpresiva a los que identificó como alemanes, mientras intentaba pronunciar la palabra «Fallschirmjäger», «paracaidistas», con el tono de temor reverencial con el que se la había oído a su abuelo. No lo consiguió, pero sí lo atenazó una verdadera rabia contra aquellos hombres vivos que presenciaban los ritos fúnebres de sus compatriotas, guerreros medio desnudos. Aunque no sabía qué lo sublevaba más, si los paracaidistas alemanes o los maoríes que, para ellos, más que celebrar un rito, parecían representar un espectáculo tribal para turistas. De hecho, los espectadores no neozelandeses que tenían cámara de fotos o de vídeo dieron unos pasos al frente. Esto animó a un reportero a filmar de cerca a uno de los maoríes, que destacaba por su corpulencia y tatuajes, y que parecía atraer al objetivo. El hombre se acercó a grandes zancadas pero, cuando quiso darse cuenta, se vio rechazado por un fuerte empujón propinado con el tahaia. Sorprendido y escandalizado, el reportero volvió a su sitio, pero el incidente aumentó la tensión.
«Behave yourself!», gritó uno de los supervivientes pakeha, con el mismo tono con el que Charles Maui Hira lo regañaba a él de niño: «Behave yourself, Rapata», «compórtate, Rapata», y cuando quería añadir algo a aquella admonición, exclamada tan secamente que parecía un ladrido, decía que no toleraría en su casa «a misbehaved brat», un mocoso maleducado. En aquel momento deseó que se lo tragara la tierra, aquella tierra cubierta de césped, aquella tierra italiana sagrada e inviolable por virtud de los compañeros de su abuelo. ¿Qué diablos hacía allí? ¿Se había chupado dos días de viaje sólo para ver que los guerreros oficiales de su país no eran más que un hatajo de payasos, cachas de gimnasio con lindos tatuajes que más parecían animadoras maquilladas, y que un viejo con un ridículo sombrero de picnic podía regañarlos? ¿Que el puesto de la cultura de su pueblo, en la que tan difícil era conseguir que los cadáveres permitiesen a las almas y espíritus alcanzar la tierra ancestral de Hawaiki, fuera después de todo el que se concedía a los chicos varones, a condición de que no jugaran de manera muy loca y violenta? Dejemos a los maoríes que jueguen, mientras se comporten como deben: a eso se reducía todo. ¿Qué hago aquí?, se repitió Rapata mirando de nuevo la hora en el móvil y viendo que en su casa seguía siendo de noche.
Echó a andar, dio la vuelta por la otra punta del cementerio, la más distante de la ceremonia. Sabía que no debía alejarse, que tendría que haberse quedado esperando para enseñar la medalla y, sobre todo, las fotos que llevaba en la mochila a los morehu que había visto, empezando por un anciano con uniforme y con un manto de plumas que parecía pesar como una losa sobre su espalda encorvada. ¿También aquel anciano resultaba ridículo, folclórico o bufonesco? No, al contrario; pero Rapata no sabía cómo abordar a un hombre que se había traído su dolor en forma de plumas de pájaro.
Sin saber si quedarse o irse, se detuvo. Cuando alzó la cara, su mirada se posó en la tumba que tenía delante. Se veían grabados dos machetes cruzados que a primera vista resultaban familiares, pero en medio había una inscripción en un idioma que no reconoció. «Jas Bahadur Limbu», leyó. «7th Gurkha Rifles. 25th February 1944, Age 17.» Sintió un escalofrío. Allí el césped estaba peor cuidado y se veían claros en las partes que lindaban con el sendero de grava. Había llegado al último sector del cementerio, donde estaban las tumbas de los gurkha. Leyó las inscripciones y lo delimitó: la mayor parte de los caídos tenía menos de dieciocho años.
¿De qué te asombras?, se preguntó. ¿Acaso no sabía que muchos de los reclutas que integraban el batallón eran incluso más jóvenes, que el límite de edad que había que tener era papel mojado, porque bastaba con presentarse y declarar una edad falsa que nadie se molestaría en verificar? Eran voluntarios, ¿no? Nadie los obligaba a enrolarse. Pues que apechugaran y se pusieran las botas militares y se enfundaran los uniformes. Todos los soldados que se alistaron en aquellos remotos confines del mundo para librar la guerra justa de liberación planetaria —gurkha, indios, los maoríes mismos— eran voluntarios. No importaba que ignorasen dónde estaba Alemania o no hubieran oído el nombre del tirano antes de empezar la instrucción. Bastaba con darles de comer, vestirlos, ofrecerles una cama bajo techo y sobre todo un sueldo. ¿Cuánto valía la vida de aquellos muchachos? Rapata se dio cuenta de que no lo sabía. Ni siquiera en lo que respectaba al Batallón Maorí había oído nunca referirse al dinero, ni a su abuelo, ni mucho menos a todos aquellos que oficialmente lo conmemoraban: en libros de texto, reportajes televisivos, prensa, día del ANZAC y demás. Se dio cuenta de que, si hablar de dinero siempre se consideraba sucio, en el caso de la guerra, de aquella guerra, era aún peor: era algo que los pakeha, apropiándose de una palabra de ellos, tapu, que significaba «sagrado», y tergiversándola, habían reducido a «innombrable». ¿El precio de la ciudadanía? ¡Y un cuerno! ¡El precio de la sangre! ¿Y cuál era el precio de una libra de nuestra carne? ¿Treinta denarios o tres mil ducados? Porque si nos herís, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos?
Su abuelo le contó que, un día, fue al hospital militar a ver a los compañeros heridos en el ataque a la estación de Cassino, y en una cama vio a un muchacho nepalés gimiendo. Tenía las dos piernas destrozadas, y aun en medio del olor a yodo y cloroformo que flotaba en el aire, se percibía el hedor a sangre seca y carne quemada que desprendía. Cuando le cambiaron las vendas, vio que tenía los huesos de las piernas, hasta las rodillas, completamente astillados. Charles Maui Hira creyó que lloraba de dolor, un dolor que debía de ser insoportable. Por eso se le acercó, se inclinó sobre su cara redonda, infantil, y le dijo:
—Te salvarás, te amputarán las piernas y dejará de dolerte.
Pero entonces el muchacho rompió a llorar desconsolado.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Charles Maui Hira—. ¿Tienes miedo de que te hagan más daño, o de que no sea verdad lo que te digo? ¿Es eso?
El gurkha sacudió la cabeza con energía, una cabeza infantil, sin un rasguño, de ojos almendrados, que sobrecogía ver cómo se agitaba en aquel cuerpo mutilado. Y entre sollozos, y en un inglés precario, atinó a decir:
—¿Y ahora qué haremos? Lo gastamos todo para hacerme soldado, he estado manteniéndolos con lo que mandaba a casa… ¿Qué haré ahora, sin piernas?
¿Sobrevivió aquel muchacho nepalés?, se preguntó Rapata. ¿O iba a encontrárselo allí, en una de aquellas tumbas descuidadas, con el nombre de Jas Bahadur Limbu u otro? Y preguntándose esto, se sorprendió de haber recordado aquella historia, aquel testimonio de horror y nada más que horror, en el que no había espíritu de cuerpo ni valor. Debió de escapársele a su abuelo una de las veces en que le habló del primer asalto, de lo orgullosos que se sintieron de que se lo ordenaran al 28.° Batallón, y de lo mal que les sentó saber que mandarían al combate a las compañías A y B y no a la suya, porque todos querían demostrar que podían romper la línea enemiga allí donde habían fracasado los norteamericanos, porque todos creían estar ya arañando unas migas de gloria. Habían visto desmoronarse la abadía, el ojo del enemigo en lo alto de la montaña, aún tenían el humo y el polvo pegados a las narices y al pelo. Nunca, ni en Grecia ni en los años de combate en el desierto, habían visto con sus propios ojos toda la inconmensurable potencia de la alianza militar por la que estaban luchando, y nadie se preguntaba por qué, después de tres días de bombardeos, el derruido monasterio permanecía inexpugnable. Les bastaba con conocer el nombre de la operación con la que se los mandaba al combate, Avenger, «Vengadores»; les bastaba con saber que los elegidos para avanzar por el terraplén del ferrocarril Nápoles-Roma, cruzar el río Rápido y vengar a los casi dos mil texanos que se habían ahogado en él, eran doscientos hombres de la iwi del norte y de la costa oriental.
«Veréis como nuestros muchachos, acostumbrados a rascar el suelo en busca de goma kauri y a lanzarse al agua desde escollos para ganarse unas monedas, son mejores que dos regimientos yanquis», decían, en parte por tomarles el pelo a los elegidos, los «Gum Diggers» y los «Penny Divers», como llamaban a los muchachos de las compañías A y B, en parte por darse ánimos. Habían relevado a la 36.a División y habían oído así directamente de los texanos lo ocurrido en el río, al que llamaban «Bloody River» por lo rojo que se habían puesto sus aguas; pero ya no les quedaba más remedio que tomarlo como incentivo para vencer.
Abajo, los maoríes debían tomar la estación ferroviaria, que era un punto estratégico, lo que permitiría al cuerpo de ingenieros construir puentes y allanar el camino a los carros de combate, mientras, arriba, nepaleses e indios conquistaban la abadía: éste era el plan. Todos eran voluntarios, tropas escogidas, por eso los destinaban a primera línea. Ya habían combatido juntos en el norte de África, ya se habían medido con los zorros del desierto de Rommel. Los gurkha eran famosos porque decapitaban al enemigo con sus kukri; los fusileros Rajputana se jactaban de pertenecer a castas secularmente dedicadas al arte de la guerra, y de los maoríes se decía que eran caníbales como en tiempos inmemoriales lo fueron quizá algunas tribus.
—Los italianos se morían de miedo con sólo oírnos nombrar —le había contado su abuelo—, nos preguntaban muy en serio si nos los íbamos a comer, y nosotros nos echábamos a reír. Luego veían que éramos mejores que nuestra fama, nosotros y los demás soldados de piel oscura de nuestro ejército. Éramos más respetuosos, más educados: los cortadores de cabezas nepaleses ni siquiera hablaban con las mujeres. Nosotros no éramos tan respetuosos, pero nunca hicimos nada de lo que tuviéramos que avergonzarnos. Éramos más alegres y muchas noches nos reuníamos a beber y a cantar: nosotros cantábamos nuestros waiata, los italianos sus canciones, que ahora no recuerdo, pero que algunos, como nuestro reverendo, sí aprendió, al igual que aprendió italiano. Eran canciones de amor, como las que gustaban entonces, sentimentales, de las que hacían llorar, dirás, pero a quien tenía buena voz le resultaba fácil cantarlas. Cuando nos emborrachábamos, nos decían los italianos: «¿Quién iba a decir que los mejores seríais vosotros, los salvajes?». Los norteamericanos eran generosos, pero puteros y bravucones, los ingleses arrogantes, no daban las sobras de la comida a los pobres ni aunque los matasen, esto según los italianos. En mi opinión, era simplemente que le tenían rabia y asco a aquel país despedazado, a aquella guerra que podía costarles un ojo, una pierna o un brazo, si no el pellejo. Por eso se volvían malos, incluso locos. Nosotros no. Nosotros, cuando no teníamos que combatir, nos llenábamos la tripa de vino y de lo mejor que encontrábamos de comer, reíamos, cantábamos, nos gastábamos bromas y hacíamos chistes, y por esto también se veía que éramos distintos, no como los pobres doctores o campesinos o empleados a los que habían puesto un rifle entre las manos. Si no, no nos habrían elegido para aquel segundo ataque.
Rapata se había detenido ante la lápida de un cortador de cabezas de dieciséis años, murmurando: «¿Ves, koro, cómo han acabado tus guerreros?». Luego volvió sobre sus pasos camino de la salida, decidido a irse definitivamente, dejando a sus compatriotas celebrando su dichosa ceremonia, cuando vio que en la sección de los gurkha no había flores y sólo se veía una corona seca, que, pensó Rapata, debió de traer algún representante oficial días antes, cuando se conmemoró a todas las tropas de la Commonwealth. Seguro que ese día no hubo delegaciones de veteranos traídas de Katmandú, ni aun probablemente de Londres, ni cuatro míseros parientes que lloraran ante los restos de sus parientes. ¿Commonwealth? Aquello era el imperio, que ya no tenía la obligación de traer a sus honras fúnebres a quienes habían quedado desmembrados en la periferia. ¿Y dónde estaban los indios? Si la representación del mundo tal como se le iba presentando a Rapata en las jerarquías geométricas del cementerio tenía una lógica, los indios debían de hallarse en el extremo opuesto. Presa de la curiosidad, Rapata atravesó la ancha franja de tumbas británicas sin dignarse mirarlas y se detuvo al otro lado. Mismo sector cuadrado, mismo tamaño. Ni una corona, nada. En las lápidas, el nombre de los caídos, muchos Alí y Khan, como los malditos campeones de criquet paquistaníes. Inscripciones en árabe. ¿Y los demás? Habían pertenecido a unidades distintas —Rajputana, Punjab, Marattha, Punjab, Rajputana, Rajputana, leía Rapata, zigzagueando frenéticamente entre las tumbas—, no podían ser todos musulmanes. Encontró dos lápidas, no lejos una de otra, una sij y otra hindú, si bien los muertos se apellidaban ambos Singh. ¿Dónde estaban los otros? ¿Habían dejado que se congelaran y se deshicieran en la montaña? ¿Sólo a los hindúes? No podía ser. ¿Los habían incinerado y enviado a casa? ¿Habían cargado las urnas en camiones y las habían sepultado en otra parte? ¿Era demasiado honor enterrarlos en el lugar en que murieron, a pocos pasos de las primeras filas de oficiales ingleses que los comandaban? Una cosa, con todo, era cierta: faltaban muertos. En las tumbas reservadas para la División India reposaba sólo una pequeña parte de los soldados que habían perecido en Montecassino. Y esto revelaba otra cosa: que la distribución del cementerio militar no sólo era clasista y racista, sino sobre todo falsa. El mensaje que transmitía el cementerio era que los caídos en aquellas batallas eran, en su mayoría, nativos de Gran Bretaña, y los demás, presencias insignificantes que quedaban relegadas al final, donde sólo las veían quienes las buscaban. Rapata no sabía cuántos hombres de la División India combatieron en aquel frente —se dijo que luego consultaría La victoria inútil para averiguarlo—, pero recordó una frase de su abuelo que ahora cobraba nuevo sentido: «Después del bombardeo del monasterio, brigadas enteras de la División India fueron destinadas a la montaña: dos, tres, cuatro batallones a la vez, mientras nosotros debíamos apañarnos con la mitad». Y empezó a entender mejor qué había querido decirle Charles Maui Hira al contarle la historia del gurkha sin piernas. Y recordó también cierto episodio.
Rapata había ido al pueblo a pasar las vacaciones, que terminaban poco después del día del ANZAC. Como su madre lo acompañó al autobús, debía de tener entre trece y quince años. Debió de ser una de las primeras veces que iba solo a casa de su abuelo. La última semana de las vacaciones, su madre llamó para decir que, como siempre, iría el día festivo, pero advirtió que debían regresar pronto porque al día siguiente tenía un compromiso en la ciudad. Rapata no quería perder su última tarde con los amigos, y deseaba además demostrar que ya era mayor.
—Quédate en Auckland, mamá —le dijo—, yo puedo volver en autobús al día siguiente y tú vienes a recogerme por la tarde a la estación.
No sabía cómo se tomaría su madre aquella reivindicación de independencia, pero ella, después de pensárselo muy poco, se mostró de acuerdo. Quizá el compromiso que tenía en Auckland era una cita galante, pero esto se le ocurría ahora.
No era una novedad que el día del ANZAC Rapata quedara con sus viejos amigos, como no lo era que, a causa de las grandes comidas en whanau, se encontraron un poco más tarde y por tanto se les permitiera, de modo extraordinario, volver a casa también a una hora más avanzada. Lo que no había pasado nunca era que el abuelo se quedara solo en casa esperándolo. Ni que la madre del que fue su mejor amigo de infancia llamara al abuelo y le dijera que los muchachos habían vuelto no sólo sucios, como siempre, sino calados hasta los huesos. ¿Podía Rapata quedarse a cenar, y de paso que se le secara un poco la ropa? Charles Maui Hira, curiosamente, consintió.
Primero habían jugado al fútbol en los prados que, con la lluvia, eran barrizales, y luego disputaron una carrera de canoas en el Waikato, con lo que, ocupados en remar como estaban, no se dieron cuenta de que se avecinaba otro aguacero. Cuando se desató la tormenta, no temieron los rayos ni los truenos, y en la emoción de estar allí, juntos, en medio del temporal, rodeados de agua, se olvidaron de la competición. Pero entonces uno dijo que, como no volvieran inmediatamente, su padre lo correría a azotes. Y remaron hasta la orilla, cargaron las canoas sobre la cabeza y se pusieron en camino. De pronto uno se escurrió, los demás perdieron el equilibrio y a punto estuvo la canoa de caérseles al agua; y eso les hizo perder más tiempo. Al final les anocheció, y aun marchando con esfuerzo temblaban de frío. Los demás estaban acostumbrados a salir con mal tiempo, y aunque enfermaran no pasaba nada. Pero Rapata no tendría que haberse expuesto a caer con fiebre cuando debía volver al colegio dos días después.
Se dijo que tendría que confesárselo todo a Charles Maui Hira. No sólo porque tarde o temprano su abuelo se enteraría, sino porque Rapata era incapaz de mentirle. Esperaba una de aquellas frías reprimendas que lo hacían sentirse como un niño, pues es lo que merecía cuando se comportaba de manera irresponsable, pero cuando llegó a casa encontró a su abuelo viendo la tele, y sobre la mesa un plato con sobras del guiso de cerdo y kumara que se había calentado para cenar. Era extraño que no lo hubiera llevado ya a la cocina y fregado, como era extraño que no se levantara para recibirlo.
—Quítate la ropa mojada, ponte el pijama y vete a la cama— le dijo sin mirarlo a la cara. Rapata se sintió tan culpable que corrió al baño. Una única frase pronunciada con fatiga, pero sin rabia: así supo Rapata que el silencio puede ser peor que una buena regañina. Ya en la cama, se dio cuenta de que no se dormiría si no hablaba con su abuelo. Se levantó, fue al salón y lleno de miedo y de tristeza dijo lo único que se le ocurría:
—Buenas noches, koro.
—Buenas noches, Rapata.
¿Qué más? ¿Debía preguntarle si no quería saber lo que les había pasado? Pero no podía, no se atrevía, no tenía fuerzas, sentía escalofríos que esperaba fuesen solamente de cansancio. Al final dijo:
—¿Y tú? ¿Cómo has pasado el día?
No obtuvo respuesta. Rapata se había ido acercando despacio y ahora podía verle la cara a su abuelo, y se asustó. Charles Maui Hira, que ni siquiera lo había visto acercarse, tenía los ojos fijos en el televisor. Curioso, también él la miró.
Estaban emitiendo un reportaje sobre los soldados que habían recibido la Victoria Cross, y se veía una foto del subteniente Ngarimu, que en Túnez, en el paso del Tebaga, guió a su pelotón a la cima de un risco en el que se había encastillado el enemigo, destruyó personalmente dos nidos de ametralladoras, siguió combatiendo junto a sus hombres el resto de la noche, aun estando gravemente herido, y murió durante el primer contraataque del día siguiente.
¡Era el día del ANZAC! Rapata lo había olvidado por completo, o, mejor dicho, había olvidado lo que significaba, bien porque su abuelo nunca encendía la televisión durante el día, bien porque las gestas del Batallón Maorí, que de niño le habían gustado tanto, ahora empezaban a aburrirlo.
—¿Conociste al subteniente Ngarimu? —preguntó—. ¿Luchasteis juntos?
—No directamente. Era de la costa oriental, pertenecía a la Ngati Porou que se había integrado en la compañía C. La tribu la sé porque acabo de escucharla en la tele, aunque sí, claro que lo conocí.
—Era muy apuesto. Al menos en esa foto parece un héroe —dijo Rapata, porque sintió que debía decir algo para que su abuelo siguiera fijando en él la mirada que por fin le había dirigido.
—Joven y apuesto, sí. Fue el único maorí al que los ingleses concedieron esa medalla. Porque nuestros generales propusieron a varios más. Esto la televisión no lo cuenta.
—Pues podías contármelo tú, koro.
—Es tarde, Rapi, deberías estar durmiendo, mañana te vas.
—Ya he hecho la maleta y lo tengo todo preparado. Quería despedirme de los amigos mañana por la mañana, pero no importa.
Ahora que Rapata recordaba aquella noche, se le ocurrían asociaciones con fábulas y leyendas que aprendió mucho después, sobre personajes que cuentan historias y con ellas se salvan. Pero aunque la comparación con Sherezade o Ester no era exacta, no dejaba de sorprenderlo que hubiese sabido arrancar a Charles Maui Hira de su hechizo, aterrorizado como estaba por haber intuido por primera vez que era un viejo. No viejo en el sentido en que lo son los ancianos para los niños, sino en el de estar preparado para reunirse con sus compañeros muertos. Morchu, por cierto, significaba «veterano» por extensión, pero el significado original era «superviviente».
—Siéntate. O no, antes ve por algo de beber, hay Coca-Cola y naranjada.
—¿No prefieres té?
—Sí, pero si eso significa que has cogido frío, tómate también una aspirina y abrígate.
Rapata volvió con la bandeja, y después de servir y azucarar el té, se sentó en el sillón que casi formaba esquina con el sofá, en el que su abuelo se sentaba a leer de día o a arreglar cosas, y se inclinó hacia delante para escucharlo.
—¿Por dónde empiezo? Podría hablarte de Haane Manahi, que se crio en Rotorua, cerca del lago. Era un Te Arawa de Bay of Plenty, y por tanto un Penny Diver de la compañía B. Como a todos nos mandaron a tomar el pueblo fortificado de Takrouna, en Túnez, también yo estuve a las órdenes del sargento Manahi en aquel peñasco que era todo zarzas, polvo y riscos. Había elegido a doce voluntarios, ocho de su compañía y cuatro de la nuestra, para llevar a cabo aquel enésimo ataque que por suerte fue el último. Al final los italianos capitularon. Hicimos más de trescientos prisioneros italianos, y cinco alemanes, y entramos en el pueblo, que nuestra artillería había reducido a escombros, aunque esto a nosotros nos importaba poco. Ordenaron a Haane que coordinara las operaciones para recuperar los cuerpos, lo que no fue fácil, pues había que envolverlos en sábanas, atarlos como si fueran paquetes y descolgarlos con cuerdas peñasco abajo, todo esto cuando ya era de noche. Enseguida lo propusieron para la Victoria Cross, no sólo Freyberg, incluso Montgomery, porque lo que había hecho era asombroso: casi dos días bajo fuego enemigo, en aquella roca desnuda y escarpada que a veces había que escalar, atacando, resistiendo, bajando sólo para pedir refuerzos, conduciendo a sus posiciones a los hombres nuevos, reanudando el ataque. Fue un milagro que no cayera. Murió hace unos años en un accidente de automóvil, el final más estúpido para un héroe nunca reconocido oficialmente. Le concedieron una medalla, es verdad, pero ni siquiera de las más prestigiosas, por no ser oficial de alto rango.
Charles Maui Hira apagó la tele, en la que ahora hablaban de otras cosas, y tomó un sorbo de té, dispuesto a proseguir el relato. No quedó más luz que la de la entrada. Aunque Rapata apenas veía a su abuelo, le pareció más sereno y animado.
—Lo mismo le ocurrió a Charlie Shelford, soldado raso, de mi misma compañía, que, a diferencia de Manahi, era un tipo impulsivo, por no decir algo peor: siempre estaba borracho y decía cosas que es mejor no repetir. Tuvo varios arrestos disciplinarios, una vez de casi un mes, pero de nada servía. Charlie no hacía caso de la disciplina, desaparecía sin permiso durante días, en Egipto salía con nuestros camiones y recogía armas alemanas que luego vendía en el mercado negro. Era una leyenda, más mala que buena. Con decirte que yo procuraba evitarlo… Él a veces me llamaba «Charles», como si fuese un mayordomo, para provocarme. Pero tenía agallas. Una vez, en Gazala, Libia, nos quedamos aislados bajo un fuego cruzado, nos habrían aniquilado de no ser por Charlie, que destruyó él solo la posición desde la que nos ametrallaban. Echó a correr como un loco, sin dejar de disparar con su Spandau requisada, que se apoyaba en la cadera, parecía mentira que siguiera en pie en medio de aquel fuego nutrido. A unos metros de la meta recibió en la pierna una ráfaga de balas, pero él siguió adelante, arrastrándose, y quiso disparar con la ametralladora, pero había quedado inutilizada, así que, con un último esfuerzo, lanzó una bomba de mano: lanzamiento certero. A esas alturas el enemigo había salido por piernas. Charlie logró capturar a los oficiales y a unos cuarenta italianos más, con las piernas chorreando sangre. Le concedieron la Distinguished Conduct Medal, pero merecía la Victoria Cross. También Charlie tuvo un feo final, lo atropello un coche una noche que, borracho como siempre, cruzaba una calle en las afueras de Auckland, pero en su caso era de esperar.
Aunque a Rapata le había entrado un sueño tremendo, la última historia lo cautivó. Era la primera vez que su abuelo reconocía que no todos sus heroicos conmilitones eran santos varones, sino que había también hijos de su madre. Quiso preguntarle si hubo más hombres como Shelford, pero se abstuvo, contento con que su abuelo juzgara que era lo bastante mayor para escuchar aquella historia sin censurarla.
—¿Y quién más?
—Rapi, como creo que te he dicho muchas veces, a nosotros nos concedieron muchos honores y medallas, un centenar, mucho más del doble de las que concedieron a las demás unidades neozelandesas, luego no es fácil elegir. Hubo muchos hombres que quizá no reunían los requisitos para recibir la Victoria Cross, que premia la audacia extraordinaria. Oficiales que se distinguieron por su valor y empeño constante, por su sentido de la responsabilidad con la tropa. Su mana. Esto no entra en los criterios por los que la reina de Inglaterra dispensa sus reconocimientos, pero te aseguro que marca la diferencia. A estos hombres, más que a nadie, se lo debemos todo, no sólo la gloria de nuestro batallón, sino la vida. La vida que conservamos nosotros y que muchos de ellos perdieron. Porque un buen oficial no se preserva, un buen oficial es el primero que avanza mientras puede, es acicate y escudo, y por eso casi siempre es el primero que cae. Podría hablarte, por ejemplo, del capitán Wikiriwhi, también de la compañía B y también un Te Arawa, que no está muerto, sino muy bien de salud, según tengo entendido…, y basta de hablar de muertos. Lo vi por última vez cuando tu madre tendría tres o cuatro años, en una reunión que celebramos para constituir la asociación de veteranos de nuestro batallón. Lo elegimos presidente, era un modo de demostrarle lo reconocidos que le estábamos. Se había casado, tenía hijos, ocupaba un cargo de cierta importancia en los servicios sociales, en su tierra, en Pukekohe. Luego supe que lo ascendieron y lo trasladaron a Auckland. Se llamaba Matarehua, pero nosotros lo llamábamos Monty: como el general, pero no por él. Antes de la guerra pastoreaba las ovejas de su whanau. También él fue decisivo en Takrouna, y le confirieron la Distinguished Service Order, que es más prestigiosa que la medalla concedida a Shelford, aunque sólo se concede a partir de cierto rango. Lo hirieron dos veces, la primera no recuerdo ya en qué parte del desierto, la segunda gravemente, en el frente de Cassino, durante el ataque a la estación ferroviaria. Me parece que esto ya te lo he contado muchas veces.
—Sí, pero lo del capitán Wikiriwhi no lo recuerdo.
—¿No crees que sería mejor que te fueras a la cama? Tienes los ojos vidriosos.
—No, no, estoy mejor, la aspirina está haciendo efecto, no son ni las diez y media, y además me voy mañana.
—Bien. Resulta que las compañías A y B debían tomar la estación y defenderla hasta que los ingenieros habilitaran el terraplén del ferrocarril, para lo cual debían sobre todo rellenar los cráteres que habían hecho los alemanes. Así podrían avanzar los tanques y el grueso de la infantería. Estaba previsto incluso que interviniera el Combat Command, la famosa unidad especial norteamericana. No quedaba otra solución porque todo el valle, entre que los jerries lo habían inundado adrede y que no había dejado de llover en todo el mes, era un pantano. Incluso para bombardear la abadía hubo que esperar casi al único día sereno. No te creas que la línea de ferrocarril tenía vías y traviesas, los alemanes lo habían desmontado todo, pero era el único sitio por el que podíamos avanzar, aunque fuera a pie y en fila india. Esto explica también la imposibilidad de emplear más de dos compañías. La acción propiamente dicha debía empezar a las nueve y media, lo que significaba que debíamos ponernos en marcha a las seis y cuarto. Pudimos comer juntos y luego hubo un servicio religioso a cargo del subteniente Takurua, que era hijo de Takurua Tamarau, el jefe de los Tuhoe y de la iglesia Ringatu, que tenía bastante arraigo en las tribus de la costa oriental. Muchos de los soldados que participaban en el ataque eran devotos de aquel culto, que no tiene sacerdotes, ropas especiales, insignias ni nada, y que se celebra más en las marae que en iglesias propiamente dichas. Takurua recitó algunos pasajes de los profetas que sabía de memoria, y luego cantamos juntos «El señor es mi pastor» y el salmo que dice «Bendito sea el señor / que aveza mis manos a la guerra / y mis dedos a la batalla. / Mi gracia y mi fuerza, / mi refugio y mi liberación, / el escudo en que confío». A lo mejor te preguntas cómo puedo recordarlo aún. Resulta que no pudimos acabar la oración. Y todos lo tomamos como una mala señal. Luego los italianos nos dijeron que el 17, la fecha de aquel día, para ellos era infausta, aunque se apresuraron a añadir que habría sido peor si hubiera caído al día siguiente, que era viernes. Pedimos a padre Huata que oficiase una ceremonia propiciatoria después del ataque. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Nada. Sólo esperar. A todo esto, el capitán Henare, con la compañía A, y el capitán Wikiriwhi, con la B, se habían puesto en marcha. La artillería abrió fuego poco antes de las nueve, y aunque sabíamos que los nuestros no habían empezado el ataque, aquel estruendo alivió nuestra angustia. En el frente no hay nada peor que el silencio, el silencio casi no existe, pero también una noche en la que no resuenan más que unos pocos disparos produce una sensación de muerte. Y no hay cosa peor para un soldado que saber que sus compañeros están combatiendo y no poder hacer otra cosa que tender el oído en la oscuridad para oír los mensajes escritos con el ruido de las armas. Esfuerzo inútil, en nuestro caso, porque estábamos tan lejos del frente que casi no oíamos más que el fuego de barrera del principio. Y no podíamos hacer nada. Tú quizá te preguntes si no estaré exagerando…
—No, no, koro, te escucho, sigue…
—Tú, Rapi, ya no eres un niño, y estoy casi seguro de que algún día, quizá no hoy, quizá no esta noche, ni mañana, pero sí dentro de uno, dos años, te preguntarás si todo lo que te contó tu abuelo fue verdad, si en el fondo no nos sentíamos aliviados de no ser enviados al frente. Sería una pregunta legítima, Rapata, una pregunta propia de un muchacho que ha aprendido a razonar a partir de su experiencia, con su cabeza. Pero yo te contesto: no, no era ningún alivio. No en aquel momento. Cuando los otros están fuera y tú esperas, no hay una sola fibra de tu cuerpo que pueda distraerse. La espera te duele físicamente, y no lo digo como metáfora, porque si has recibido alguna herida, la herida te duele. Por lo demás, la notas hasta cuando cambia el tiempo. Como hoy, después de casi medio siglo, por ejemplo. Además, Rapata, llevábamos juntos cuatro años, día y noche. Éramos una nueva tribu, formada con las viejas, y en la compañía todos éramos de la misma iwi, vecinos, compañeros de clase, incluso primos y hermanos. Como si tú mañana te marcharas con la mitad o más de los chavales con los que has ido a ponerte como una sopa…
—Hemos estado en el río, con la lluvia. La vuelta ha sido terrible, un frío negro, pero ¿me crees si te digo que ha sido igual de estupendo?
—Tómate otra aspirina antes de ir a la cama. Mejor dicho: vete a la cama.
—¡Vamos!, ahora da lo mismo, no irás a dejar la historia a medias…
—Puedo acabar de contártela mañana. Siempre que no tengas una fiebre de caballo. Y también yo estoy cansado, disculpa.
—Por favor, abuelo, sólo la historia del capitán Wikiriwhi y luego nos acostamos.
—No hay mucho que contar. Esperamos aquella noche y el día siguiente. En un momento dado movilizaron a la compañía C para ayudar a los otros, pero eran las diez de la mañana, y a esa hora, a plena luz del día, avanzar sobre el terraplén era imposible. Dispararnos era tan fácil como rociar de insecticida una fila de hormigas. Cuando vi que daban media vuelta, experimenté, esta vez lo confieso, una sensación mezquina de satisfacción, porque no era justo que ellos fueran y nosotros no, pero luego comprendí lo que aquello quería decir: que no habían enviado ni tanques ni refuerzos de infantería, nada. Que nuestros hombres hicieron lo que debían y luego se quedaron a resistir. Porque ésa era la orden que tenían: «Resistir a toda costa». Llegaron la noche del día siguiente, hacia las ocho: unos sesenta de doscientos, gravemente heridos. De la compañía A quedaban unos cuarenta, de la B, sólo veintiséis. Nunca habían sufrido tantas bajas, y encima por un fracaso, una derrota total. Faltaba Wikiriwhi. Faltaba también Takurua, nos dijeron que había muerto, al final, cuando se retiraban. Wikiriwhi sólo estaba herido, lo hirieron nada más empezar el combate, volvió a la base a curarse y luego regresó a primera línea y tomó de nuevo el mando, que había delegado en Takurua. Primero tomó el almacén de locomotoras y luego la estación propiamente dicha, con una pierna herida. También quiso llevar él la radio, temiendo que sus hombres se desbandaran durante un ataque nocturno, pero la radio había sido alcanzada y no funcionaba. Quedaron incomunicados, pues, desde el principio. Luego se les unió la compañía A, que se replegaba, viendo que su objetivo era inalcanzable. Pidieron ayuda a la artillería, pero ésta disparó demasiado corto y mató al teniente Asher e hirió gravemente al subteniente Crapp. El único oficial que a Wikiriwhi le quedaba era Takurua. Permanecieron atrincherados en la estación desde la medianoche hasta las tres del día siguiente. Entonces sintieron temblar la tierra y vieron, como si fuera un espejismo en el aire cargado de humo, que el muro de la casa vecina se desplomaba y aparecía un enorme tanque Tiger. Dirigió la torreta hacia ellos, no tenían armas anticarro, que de todas maneras habrían sido inútiles. El capitán Wikiriwhi llamó al comando, gritaba: «¡Tenemos problemas!». Debieron de insistirle en que resistiera, porque se lo oyó replicar: «¡Idos al diablo!», y luego, dirigiéndose a sus hombres, les ordenó batirse en retirada. Dos de sus hombres, en vez de huir, se escondieron, y cuando él se detuvo a pedirles que huyeran, lo alcanzaron de nuevo en la pierna. Una herida fea, de proyectil explosivo. No querían dejarlo allí, pero él les ordenó que se marcharan, y amenazó con la pistola al soldado Sutherland, que se empeñaba en quedarse con él. Rewi, el único de los tres hermanos Wikiriwhi que volvió con la compañía, rechinaba los dientes por no pegarles. Cuando vio que con los últimos supervivientes su hermano Te Tuahu regresaba solo, se echó a llorar. Los demás dormían el sueño plúmbeo de los soldados que han salido vivos de milagro. Yo no podía dormir. Al final también concilié el sueño, porque a todo se aprende, todo puede convertirse en un deber que uno se acostumbra a cumplir. Al día siguiente nada se sabía de los desaparecidos. Dábamos ya por muerto al capitán Wikiriwhi. Pero no: lo habían recogido los del 24.° Batallón al cabo de veinticuatro horas. Se había arrastrado, no sabemos cómo, hasta nuestras líneas. No nos gustó nada que mandaran algunos pakeha a recuperar a nuestros heridos. Me contaron que en mayo, cuando por fin obtuvimos la victoria, exigimos que nos dejaran recuperar a nuestros caídos. Que si la policía militar, que si de darles sepultura se encargaba la unidad de registro de tumbas, que si así lo mandaba el reglamento… Nuestro comandante, Peta Awatere, dijo a los muchachos, en maorí, que estuvieran tranquilos, y luego, al tipo de la policía militar, que no se responsabilizaba de lo que pudiera pasar si, después de esperar sesenta días, nos impedían enterrar a nuestros compañeros, hermanos y parientes. ¡Un mes y medio hasta poder recoger sus cuerpos! El caso es que, cuando nos llegó la noticia de que el capitán Wikiriwhi estaba ingresado, sentimos alivio pero también inquietud. No sabíamos quién más estaba en el hospital militar, ni en qué estado. Padre Huata, que debía ir al hospital, lo comprendió enseguida, y para calmar los ánimos y no agraviar a nadie, decidió que lo acompañara un soldado de la compañía D. No sé por qué me eligió a mí, quizá porque siempre me veía sereno, aunque él mismo era un cura guerrero que se pasaba todo el tiempo con nosotros en el campamento. También sabía que yo era el único que no tenía familiares entre los compañeros, y quizá creyó que esto me haría más fácil la visita. De camino pensé que nuestros hombres debían de destacar entre todos, por el color de la piel o por los muchos que habría, pero fue al contrario, más bien destacaban los blancos. No lejos de la cama en la que encontramos al capitán Wikiriwhi había un muchacho gurkha llorando, un sij, sin piernas y con una profunda herida de shrapnel en la frente, que tenía envuelta en un turbante empapado de sangre. Decía, gritando, que nadie se atreviera a quitarle aquella prenda. Un soldado de los Rajputana Rifles juraba que su pelotón había conseguido llegar hasta el monasterio, pero que entonces una única ráfaga los había abatido a todos, y sólo él, no sabía cómo, había sobrevivido, Allah akhbar. Mientras padre Huata y yo buscábamos a nuestros hombres, fueron llegando más heridos indios y nepaleses, muchos en un estado gravísimo o incluso desesperado. Nuestros muchachos no eran sino una gota en aquel mar de carne oscura, en aquella carnicería inútil, en los cientos de gargantas que gritaban en idiomas tan diversos e incomprensibles que acababan pareciendo voces de animales, y cuando nos fuimos, después de cerciorarnos de que ninguno de los nuestros estaba en peligro mortal, no pude evitar hacerle a padre Huata un pensamiento estúpido:
»“Quizá tampoco esta vez nos ha abandonado Dios del todo”.
»“¿Por qué lo dices, Charlie?”
»“Porque estoy pensando en las oraciones del subteniente Takurua, creía que no sirvieron para nada. O que fue un error no terminarlas. Pero viendo esto, casi parece que Dios ha querido perdonarnos la vida.”
»Padre Huata se había detenido un momento a reflexionar.
»“Lo que en la batalla a veces no nos ayuda es el dios de la guerra, pero el dios del amor nunca nos abandona", contestó al fin. “Ni a nosotros, ni a nadie.”
»Me parecía, a decir verdad, una respuesta un poco de cura, porque también él parecía muy aliviado por poder volver con buenas noticias sobre los muchachos, a los que no encontramos tan mal. De hecho, menos uno, todos sobrevivieron. El capitán Wikiriwhi recibió otra medalla, además de la que se había ganado en Takrouna, aunque de menos valor. Por aquí empezamos y esto es lo que quería decirte. Él hizo todo lo posible por obedecer las órdenes, pero no sé cuántos muchachos más habrían muerto si él no hubiera estado al mando. Por desgracia no estoy seguro de que el dios del amor nunca nos abandone, pero he aprendido que cuando el dios de la guerra nos da la espalda, sólo los hombres pueden salvarnos, sean personas como Wikiriwhi, o seamos nosotros mismos. Y creo que esto es todo. Buenas noches, Rapi.
Rapata se había detenido en el sendero de grava y cuando se dio la vuelta, vio que ya sólo quedaban unos cuantos compatriotas diseminados por la sección neozelandesa: dos de ellos eran un muchacho con falda y una muchacha con kauae que se habían parado ante una tumba con la misma postura recogida que tenían todos los demás, gacha la cabeza y juntos o cruzados los brazos. Lo embargó una sensación de irrealidad, no sólo por aquellas dos personas, que parecían una presencia anacrónica salida de las páginas de un libro de texto —una pareja de antepasados de luto por un pariente muerto a manos de los ingleses en las Land Wars del siglo XIX—, sino también por descubrir que no podía fiarse de su memoria, aquella memoria que había temido estropear leyendo tanto, familiarizándose con una verdad oficial y objetiva que podía acabar modificando y en parte suplantando lo que su abuelo le contaba. Pero lo que no había sospechado es que las historias con las que se había criado, los testimonios con los que se había alimentado, fueran tan frágiles. Sí, volvía a aparecer un gurkha sin piernas. Pero que llorase de desesperación por no poder seguir manteniendo a la familia, ¿se lo había contado su abuelo? ¿Cuándo? ¿No se lo habría inventado él? Aunque ¿cómo? ¿Basándose en qué, por medio de qué interferencias? No, no creía que lo hubiera soñado, aunque no recordara su origen exacto. Tenía que fiarse de su abuelo y de sí mismo, hacer un acto de fe en aquella trama forjada a cuatro manos, reconocer en ella su invisible moko facial. Mataora, rostro viviente, era el nombre por el que se conocía al antepasado que inició a los maoríes en el uso de tatuar la cara. Aunque se transmitían los mismos dibujos, el moko se adaptaba a la cara de cada cual, además de que el trabajo de los músculos lo volvía siempre distinto: ésta era la diferencia entre una memoria viva y una memoria muerta. No poseer más que una losa sepulcral a la que ofrecer flores y coronas inclinando la cabeza y el tronco, plantarse ante ella como si uno fuera también de piedra. Ellos tenían algo más, eran más que un conjunto de supervivientes de tribus salvajes. Eran un pueblo de memoria, un pueblo de memoria que la guerra había engendrado, pensó Rapata por primera vez en el cementerio de la Commonwealth de Montecassino. Si no lo fueran, desaparecerían. Si no lo fueran habrían vencido los cañones, las enfermedades, los misioneros y demás: la civilización que avanza, el progreso, la democracia, el dinero, los supermercados y los matrimonios mixtos. Aunque hubiera un partido maorí en el Parlamento y muchas formas de representación, por sí mismas no garantizaban nada, como por sí mismos de nada servían los guerreros con falda y mucho menos las cada vez más gratuitas reivindicaciones de orgullo maorí de su padre. Lo importante es que habían sido capaces de transmitirse de manera invisible el «rostro viviente», durante siglos, como Charles Maui Hira se lo había transmitido a él.
Por fin se dirigió Rapata al sector neozelandés, seguro de que los conmilitones de su abuelo debían de encontrarse en algún rincón apartado. No exactamente al final, ni tampoco muy a un lado, porque había visto a los falsos tapuna decimonónicos balando, cogidos de la mano, por un sendero central. Debía tener cuidado, además, de no confundir al Batallón Maorí con otras tropas de color británicas, porque ese batallón lo creó un maorí y sus oficiales fueron maoríes hasta el grado de comandante. Por lo tanto, enterrarlos juntos tenía otro sentido. ¿No era natural y justo que quienes habían vivido y combatido juntos fueran sepultados también con sus compañeros y parientes? ¿No lo era aún más tratándose de un pueblo que se llamaba a sí mismo tangata whenua, palabra esta última que significaba tanto «tierra» como «placenta», y de una lengua en la que la misma palabra —iwi— equivale a «tribu» y «huesos», porque los maoríes consideran que el lugar donde reposa un maorí es terreno sagrado, tierra propia? ¿Acaso no había invitado por eso el gobierno al Maorí Cultural Group? Que hubieran hecho el payaso no quimba legitimidad a su presencia.
Si no hubiera topado con los sectores gurkha e indio, quizá no sentiría ahora malestar yendo al de sus muertos. Pero había visto aquellas parcelas de tumbas que estaban allí mismo y parecían guetos de muertos que recordaban los guetos de los vivos.
En uno de estos guetos pasó Rapata algunos años cuando era adolescente y ahora lo revivía: Otara, al sur de Auckland. En Otara no había edificios altos, era una extensión de casas bajas y no se parecía en nada a las calles de un gueto negro, pese a que sólo habitaban polinesios y maoríes. Una noche, yendo a repostar con su nuevo coche coreano, se encontró al hermano menor de un compañero de escuela, que estaba con un grupo de amigos, todos vestidos de raperos gansta: pantalones y camiseta varias tallas más grande, gafas de sol, gorra. No lo habría reconocido si no le hubiera venido al encuentro exclamando:
—¡Rapata Sullivan! ¿Qué haces por aquí?
Cuando le dijo que se habían ido a vivir allí, el otro le contestó:
—Bienvenido, hermano, entre los negros de siempre.
La frase le pareció de puro efecto. Pero era verdad. Ni aun los asiáticos que acababan de llegar se establecían en aquellos suburbios. Eran barrios de las afueras que iban quedando más y más aislados, y con ellos, la gente que los habitaba.
Pero los muertos del Batallón Maorí no tenían parcela propia en el cementerio de la Commonwealth. Rapata tardó poco en darse cuenta, pues es lo que se esperaba, y además muchos de ellos tenían nombres y apellidos ingleses. Los soldados del contingente neozelandés estaban enterrados todos juntos. El precio de la ciudadanía, no pudo evitar pensar, el precio que les había dado derecho a reposar entre los pakeha. Quizá era poco, quizá no valía nada, pero cuando Rapata se halló ante la foto de un muchacho de uniforme en la única lápida con foto, y vio que era un maorí, aunque no sabía quién, a punto estuvo de echarse a llorar. Aquella cara rellena, aquella sonrisa de orgullo cándido, aquel pelo peinado hacia atrás con raya y brillantina, aquella pose, aquel blanco y negro difuminado delataban los servicios de un fotógrafo caro y decían que tenía razón Sir Apirana Ngata y, sobre todo, que la tenía su abuelo, Charles Maui Hira, que no pudo rendir homenaje a sus compañeros, ni ver que los habían enterrado como a ciudadanos de Nueva Zelanda, ni comentarle en consecuencia a su nieto: «¿No te lo decía yo?». Puede que fuera por casualidad y no porque se hubiera decidido así, y era muy probable que si aquel cementerio lo hubieran construido treinta años atrás, cuando los maoríes radicalizaron su lucha, todo habría sido distinto. Pero contaba lo que era, contaba lo que significaba allí y en aquel momento, independientemente de por qué y de cómo se hizo. Seguro que el arquitecto o el responsable militar del camposanto no cayó en la cuenta de que, distribuyendo las tumbas del 28.° Batallón por todo el sector neozelandés, convertía éste en un urupa, un cementerio maorí: por eso los miembros del Cultural Group habían extendido el rito de purificación a todo el lugar. En el continente en el que habían muerto, en aquel trozo de Italia tan parecido a su tierra, los europeos yacían en suelo patrio neozelandés porque entre ellos reposaban maoríes. Porque los pakeha les habían arrebatado las tierras, los habían engañado y asesinado para robárselas, pero no habían sido capaces de consagrarlas. Recordó la expresión «sal de la tierra». Y pensó que los maoríes seguían siendo, pese a todo, la sal de su tierra. Y para descubrir esto había que ir a la otra punta del mundo, donde habían recuperado, con más sangre y más guerra, un cachito de cuanto les habían quitado.
Sólo que ahora Rapata no sabía qué hacer. No veía a ningún morehu entre los neozelandeses dispersos por el cementerio, y si quería encontrar las tumbas de los compañeros de su abuelo, tendría que mirarlas una a una. Sólo se acordaba del nombre de algunos, así que debía recorrerse todas las filas, leyendo en las lápidas la fecha de la muerte. ¿Cuántos serían? Ni eso sabía. Pero si se ponía a buscarlos así, era seguro que no pillaba a los veteranos, que muy probablemente estarían ya en el autobús a punto de partir. Por otro lado, tampoco podía subir al vehículo y decir: «Soy nieto de Charles Maui Hira, que sirvió en el 28.° Batallón, y quisiera conocer a los supervivientes que combatieron con mi abuelo». Era mejor enterarse de dónde se alojaban o dónde irían a cenar, pero también para eso debía darse prisa. Había visto a unos pakeha hablando. Como no parecían estar en ese estado de recogimiento que no quería turbar, Rapata se fue hacia ellos, se presentó, explicó las razones por las que se hallaba allí perdido, y por último si sería posible reunirse con ellos en algún sitio. Desde luego, fue la respuesta, podía acompañarlos en aquel mismo momento, ya que el hotel estaba en las afueras y la cena se celebraría allí hacia las siete, porque a la mañana siguiente temprano debían volver a Roma, donde el Papa polaco recibiría a la primera ministra y a su marido mientras ellos visitaban la ciudad con un guía turístico.
Rapata estuvo tentado de aceptar, se ahorraría la difícil tarea de buscar un taxi y el dinero que le cobrase, pero no le apetecía esperar solo en el vestíbulo del hotel, perdiendo un tiempo que podía aprovechar para llamar a su madre. Dio las gracias, preguntó el nombre del hotel, se despidió y echó a correr hacia la salida, porque empezaba a faltarle tiempo para hacer todo lo que tenía planeado. Si se daba prisa, a lo mejor podía darse una ducha en el hotel Edén, o al menos cambiarse de ropa, que llevaba sudada.
A zancadas y con la vista fija al frente, regresó al centro de Cassino.
—Telephone, telephone card, international phone call? —les preguntó a unos muchachos con aspecto de estudiantes recién salidos del instituto o la universidad que se hubieran entretenido hablando. Debieron de entenderle, aunque no sabían muy bien qué responder, porque deliberaron un momento y luego una muchacha le dijo en inglés que fuera con ellos.
Algunos cogieron bolsas y carteras, que tenían en el suelo, y se despidieron con amplios ademanes. Los demás echaron a caminar reanudando la conversación. Rapata no estaba seguro de que siguiéndolos encontraría lo que buscaba, y empezó a fijarse en las calles. A lo mejor descubría un locutorio que se les había pasado a los estudiantes. Pero no veía más que casas de vecinos, alguna oficina, alguna tienda de comestibles, carteles publicitarios. Pasaba por delante de una casa encajada entre dos edificios nuevos, baja, vieja, con un corral en el que se veían dos gallinas escarbando y un perro atado a una cadena que ladraba, cuando se dio cuenta de que aquello no tenía nada que ver con la ciudad bombardeada cuyas ruinas le ordenaron a su abuelo conquistar, con el pueblo de Cassino destruido inútilmente. Si quisiera localizar el punto en que Charles Maui Hira luchó para expulsar al enemigo de los escombros del hotel Continental y del Hotel des Roses y fue hecho prisionero, no encontraría una sola señal, quizá ni la misma calle. Cassino había renacido, borrando todo lo que fue, todo menos la abadía benedictina que dominaba en lo alto, mitad faro, mitad castillo de Disney, y que debía bastar como único vínculo entre la ciudad y su pasado. Rapata se sintió de pronto cansado, y seguir a aquellos muchachos que iban a la suya y hablaban en su propio idioma no lo ayudaría. No había encontrado a los compañeros muertos de su abuelo, no había hablado con ningún superviviente del Batallón Maorí y ahora trotaba detrás de aquellos estudiantes para quienes la guerra librada allí era una cosa lejanísima, o al menos más lejana que para él, que venía de Nueva Zelanda. Como un maldito bastardo, pensó, comparándose con el perro que había visto encadenado porque era un animal de mediano tamaño y raza incierta, un perro quizá perdido o abandonado. Por lo demás, ¿qué otra cosa podía hacer aquella gente? ¿No fueron ellos quienes llamaron a la aviación para que lanzara toneladas de bombas sobre sus casas? ¿Por qué iban a preocuparse de conservar la memoria de quienes las habían devastado? Sólo podían alegrarse de que sus nietos caminaran entre casas nuevas como si siempre hubieran existido. Además, ¿no era cierto? ¿No llevaban aquellos edificios allí desde que él y ellos nacieron, y aun antes?
Llegaron ante un ancho cruce y tuvieron que pararse.
—Allí —dijo un muchacho en inglés, señalando hacia la otra punta de la plaza—, nosotros tenemos que tomar el tren. Ve al bar y pregunta.
—The bar? —preguntó Rapata.
—Yes, on the left, the bar de la estación. Ellos tienen teléfono, creo.
Rapata vio una cafetería con mesas en la calle a las que había sentadas unas cuantas personas, la mayoría muchachos como los que lo habían guiado. Cruzaron juntos la plaza, los chicos gritaron «Bye bye!» y «Ciao!» y se dirigieron a las vías. El reloj de la estación marcaba las cinco y doce; había tardado mucho menos de lo previsto.
El local tenía un largo mostrador y también vendían tabaco, pero no encontró ningún teléfono. Preguntó, apenas lo entendieron, apenas entendió, pero al final comprendió que la tarjeta que le enseñaban funcionaba en una cabina pública que había cerca. Su madre se levantaba hacia las seis, podía dar una vuelta, ver si encontraba un locutorio. Si no, volvería y llamaría de aquel modo, aunque fuera más caro. Trató de explicarlo, pero no le entendieron, y al final, diciendo varias veces «Thank you», salió y se dirigió a la calle que había recorrido la víspera para ir al hotel, y en cuya esquina estaba el establecimiento en el que había cenado la pizza.
Sacó el móvil, marcaba las cinco y diecinueve. Sin saber por qué, se volvió para comparar la hora con la que marcaba el reloj de la estación. En aquel momento supo realmente dónde se hallaba. La estación de Cassino no era sólo el lugar que había dejado atrás cuando bajó del tren, era también el lugar en el que las compañías A y B habían resistido unas veinte horas. Quería verla, ver aquel terraplén sobre el que había avanzado el Batallón Maorí, y tenía tiempo. Atravesó el vestíbulo, se detuvo en la primera vía y miró en el sentido contrario al que había venido, que indicaba Nápoles. Y los vio al fondo. Eran cuatro, estaban uno detrás de otro donde no había pasajeros, casi al final del andén, mirando hacia abajo, con el tronco inclinado, los panamás blancos en la mano. Sólo el morehu de uniforme seguía con el sombrero puesto, pero se había quitado el manto bordado de plumas. Lo desplegó, estiró los brazos hacia delante, el viento infló como una cortina el manto, que aleteó sobre el vacío de las vías. Rapata vio que iba a soltarlo, que los otros lo impidieron, que se tomaban por los hombros, casi abrazándose, y rompían a llorar.
El altavoz anunció la llegada de algún tren, «Roma» era la única palabra que Rapata reconocía, pero aquella potente voz artificial que se abatía sobre ellos desde el presente lo sacudió: no podía quedarse allí, a dos pasos de los compañeros de su abuelo, aislado de ellos por los ruidos, el barullo de los italianos que volvían a casa.
Cuando se les acercó, los soldados del 28.° Batallón estaban enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Esperó, dijo:
—Tena koutou. —Y, tomando aliento, prosiguió—: Tena koutou I tenei ahihai.
—Tena koe I tenei ahiahi —contestó el que tenía más cerca, volviéndose lentamente hacia el que había hablado, y dándole también, por acto reflejo, las buenas tardes.
Lo mismo hicieron los otros, sin mostrar sorpresa por que les hablaran en maorí, ni parecer preguntarse quién era aquel joven al que veían por primera vez, ni qué hacía allí, en la estación de trenes de Cassino. Quizá es que aquellos lomos de tierra sobre los que nuevamente corrían vías se les antojaban whenua tapu, tierra ancestral, que atraía a cualquier miembro de la tangata whenua, gente de la tierra. O quizá sólo era efecto del llanto, del vacío que quedaba en sus ojos enrojecidos: resaltaban las arrugas de sus rostros; el morehu del sombrero y el manto, el más bajo de todos, el que más parecía un maorí por su aspecto físico, semejaba una tortuga.
—Soy nieto de un soldado que estuvo en la compañía D —dijo Rapata—, Tainui-Waikato de Hopuhopu, que se embarcó en el Aquitania y fue hecho prisionero aquí mismo. Charles Maui Hira.
—¿Charlie? ¿El mokupuna de Charlie? ¿Cómo está…?
Le contestaba el mismo veterano, pero entonces el del sombrero, que estaba a su lado, lo interrumpió haciéndole una seña con la cabeza.
—Supe que murió, pero no pudimos, yo al menos no pude, asistir a su tangihanga, porque nos quedaba muy lejos. Somos de la costa oriental, tres Cowboys y un Penny Diver, si sabes lo que eso significa.
—Sí, lo sé, mi abuelo me habló mucho del batallón y le habría gustado volver aquí. Lástima que falleciera hace unos meses, de repente. No sé si lo sabían, pero a su entierro vinieron unos cinco o seis morehu. Supongo que pertenecían a su compañía o vivían cerca.
—¡Ay!, por desgracia vamos quedando menos y cada vez somos más viejos, muchacho: pocos más que los cinco o seis del funeral de Charles Maui Hira. Pero nos alegramos de que hayas venido, así casi hemos recompuesto la gloriosa escuadra. Sólo falta la A, pero a nuestro Gum Digger lo han dejado en el hotel descansando. Por cierto, no nos has dicho cómo te llamas.
—Rapata, Rapata Sullivan. Tenía pensado ir luego a su hotel a buscarles. En el cementerio no me parecía oportuno. O a lo mejor soy yo, que no sé cómo comportarme en estas celebraciones oficiales. En el fondo me hace bien estar aquí solo, con el dinero que koro ahorró…
—Las celebraciones oficiales. Nosotros ya estuvimos aquí hace un par de días con una delegación, a poner una corona, la que hay al pie de la lápida. Pero, como ves, secretamente hemos vuelto al lugar del crimen. Y tú has tenido mucha suerte de encontrarnos, porque esta noche tenemos planeado ir por libre, ¿no es así, muchachos?
Sonrieron, habían mudado completamente de expresión. Volvían a ser lo que querían ser, los old boys del batallón, y estaban contentos de haberse escapado del hotel y de sentirse de nuevo fuertes y unidos. Tendrían todos unos ochenta años, aunque ahora no los aparentaban: son realmente del temple de mi abuelo, pensó Rapata, y la frase sobre que había sido una lástima que no pudiera venir, que antes había dicho casi por conveniencia, lo traspasó de dolor. Cuánto le habría gustado a Charles Maui Hira estar allí, en lugar de él, cuánto habría disfrutado de volver secretamente al lugar del crimen con sus compañeros. Pero eso no tenía remedio; ahora él debía aprovechar lo que el azar le deparaba.
—Me parece un plan excelente —dijo—, y si no les molesto, me gustaría pasar un rato con ustedes, invitarles a tomar algo, una cerveza, y brindar por el batallón y por mi abuelo.
—Lo dicho, quedas enrolado, Rapata Sullivan: es lo que necesitábamos, un Ngati Walkabout. Pero de cerveza nada, que somos unos viejos y sólo podemos beber té o naranjada.
—Pues entonces brindaremos con té y naranjada, ¿les parece?
Todos rompieron a reír, con risotadas de vitalidad cómplice y casi ostentosa que los accesos de tos que entremedias se les escapaban no llegaban a afear.
—Aún no nos conoces, muchacho, estábamos bromeando. ¡Qué té ni qué naranjada! Aquí lo que se necesita es una buena botella de vino tinto como en los viejos tiempos, si no más de una. Eso sí, invitamos nosotros: es lo mínimo, ya que no pudimos decirle adiós a Charlie en su tangí.
¿Se puede tener la cabeza ligerísima, como flotando en medio de una euforia jovial, y al mismo tiempo sentir, de pecho para abajo, un dolor que nos desgarra? ¿Podemos sentirnos a la vez tristes y felices? Nunca le había ocurrido eso a Rapata, nunca había experimentado con tanta intensidad la sensación de ser acogido, y a la vez tanto dolor por una pérdida; pero, para su sorpresa, se sentía feliz, porque era como si la felicidad tiñese y envolviese todo lo demás.
—Gracias —dijo—, whakamoemiti, muchas gracias.
—Bien educó nuestro Charlie al muchacho —comentó el que había dicho que se enteró de su muerte, y Rapata tuvo la impresión de que todos sabían algo de él, cuando quizá no era así, quizá lo habían dicho por decir. Pero lo confortaba pensar que Charles Maui Hira hubiera mantenido algún tipo de contacto con sus compañeros, aunque sabía que él mismo era el principal obstáculo. Lo curioso, sin embargo, era la familiaridad que sentía con aquellos hombres, tan distintos de como se los había imaginado. Difícilmente los habría reconocido como conmilitones de su abuelo: en parte por los trajes elegantes que llevaban, pero sobre todo porque eran más esbeltos, más enjutos, y sus rostros, con la edad, se parecían al de todos los viejos. Debían de ser mestizos que habían dado más importancia a las raíces de una iwi que a las de las otras y por eso se habían enrolado en el batallón, cuando podrían haberse alistado en alguna unidad de pakeha, donde habrían corrido menos riesgos, o incluso alegar su origen maorí para evitar el reclutamiento, obligatorio para los blancos.
—Pero antes de pasar a la parte agradable —interrumpió sus pensamientos el morehu más delgado, que tenía los ojos claros—, deberíamos concluir lo que hemos venido a hacer: rezar por nuestros hermanos muertos. Si quieres unirte a nosotros, sé bienvenido; si prefieres dejarnos solos, nos vemos dentro de un rato delante de la estación.
Rapata no tuvo que pensárselo, ni preguntarse qué habría hecho su abuelo. Ahora era él quien quería conmemorar a los caídos con los supervivientes, y se apresuró a contestar:
—Si no les molesto, me quedo.
Todos esbozaron una sonrisa.
—Un Ngati Walkabout siempre puede dar algún disgusto —dijo el del sombrero mientras, sin apenas ayuda de sus compañeros, saltaba una valla de hierro—, pero qué se le va a hacer.
Y diciendo esto, se despojó del pesado manto y cubrió con él la corona, como si la tapara con una manta. Pero como tocaba tierra, tuvo que agacharse aún más, doblando mucho las piernas, para coger el ribete y estirar del manto hasta que cayó recto sobre la hierba del arriate en el que estaba la lápida. Se veía que hacer aquello le costaba trabajo, sobre todo cuando pasó varias veces la mano por las plumas marrones y verdes, como último gesto. Un compañero lo tomó por las axilas y lo ayudó a levantarse, y sólo cuando estuvo de nuevo en pie dijo:
—Perdona, Hereme, pero así no queda bien…
—Tienes razón, hay que sujetarlo en lo alto.
—Harían falta un par de piedras.
—Yo las traigo —dijo Rapata, y viendo que no venían trenes, saltó a las vías y cogió las piedras más grandes que vio entre los raíles. Cuando se volvió para dárselas a los morehu advirtió que se hallaba en el punto en el que más de medio siglo antes cayeron los hombres del capitán Wikiriwhi. Uno de los ancianos a los que entregaba las piedras estuvo a las órdenes de aquel capitán. Rapata se preguntaba cuál sería y si más tarde tendría ocasión de preguntárselo, mientras subía con las últimas piedras y esperaba a que los veteranos terminaran de sujetar el manto.
—Bien, empecemos —dijo entonces el soldado Hereme, y, sobre la hierba, formaron un semicírculo ante la lápida cubierta por el manto; Rapata estaba en el extremo derecho.
—Aquí tendría que estar padre Huata.
—También él tuvo que morírsenos, de pronto.
—¿Tú preferirías vegetar durante meses y aun años? Hizo bien: uno, dos, tres, y adiós. Así muere un soldado.
—¿Qué tiene eso que ver? Además, tampoco podemos elegir. Estamos en las manos del Señor, muchachos…
—Hablando del Señor, te toca, Jamie, tú que te entiendes mejor con Él.
El viejo de los cabellos blanquísimos y los ojos claros, el que parecía más blanco que los otros, levantó la diestra y empezó a entonar un lamento fúnebre que Rapata nunca había oído. Por el gesto de la mano alzada, con todo, comprendió que debía de tratarse de un canto típico de los Ringatu, y se preguntó si Jamie no estuvo en la compañía B, pues aquel culto estaba más arraigado en esa zona de reclutamiento. Pero los demás conocían aquel waiata tangi, y el estribillo no era difícil, y también Rapata llegó a aprendérselo. Decía sencillamente: «E Hori e’», y consistía en una despedida al tal Hori y a sus compañeros que, aunque habían perdido la vida y reposaban en una tierra lejanísima, seguían en el corazón de los Tuhoe del lago y de toda Bay of Plenty.
Rapata procuraba no mirar alrededor, desentenderse de los viajeros que, atraídos por aquel cántico incomprensible, se habían juntado en el andén, no mirar a la cara a los morehu, que parecían pugnar contra las lágrimas con toda la potencia de sus voces. Así llegaron al final del lamento.
Jamie tragó saliva y se mordió los labios, aunque no tardó en seguir hablando.
—No sé qué deciros —prosiguió en te reo—, salvo que seguimos sintiendo vuestra ausencia. Y vuestra presencia. Luego no añadiré más que adiós.
Con mano levemente trémula sacó un papel del bolsillo y empezó a leer:
—Haere-ra, George Asher.
—Haere-ra —contestaron a coro los otros.
—Haere-ra, Barney Brass,
»haere-ra, John Dinsdale,
» haere-ra, Charles Hapeta,
» haere-ra, Albert Heke,
» haere-ra, Anaru Heke,
» haere-ra, Hatu Herewini,
» haere-ra, Patrick Kereti,
» haere-ra, Leonard Koha,
» haere-ra, Raroa Leef,
» haere-ra, Ephram Maaka,
» haere-ra, Peeti McCauley,
» haere-ra, Samuel Mendes,
» haere-ra, Tei Porter,
» haere-ra, Roihi Rikiriki,
» haere-ra, George Simón,
» haere-ra, George Takurua,
» haere-ra, Huinui Te Kuru,
» haere-ra, John Robert Thwaites,
» haere-ra, Pompey Tuiri,
» haere-ra, George Warren,
» haere-ra, Wipere Wiremu.
»Y adiós también a ti, Donald Puke, que pasaste a mejor vida en el hospital no recuerdo cuántos días después. Quizá fue mejor que el Señor te llamara, porque ¿qué vida te esperaba, Ronnie? Haere-ra.
—Haere-ra —repitieron otra vez los morehu, y con ellos también Rapata Sullivan.
Se desvanecía por la estación de Cassino el eco de aquel último adiós, perdiendo sentido. En aquel espacio abierto y extranjero no sonaba como una despedida común, sino como una evocación arcaica, un grito ritual que hasta podía parecerse al «Heil» enemigo que tanto Rapata como la mayoría de los italianos que los miraban conocían sólo por las películas de guerra.
—Perdonadme —continuó Jamie, en voz más baja e insegura—, perdonadme que haya tenido que recurrir a este papel para recordaros a todos. Han pasado muchos años, pero para mí el día en que os perdí aquí no ha pasado. Nunca pasará. Yo aún no sé cómo sobreviví. Por qué yo salí con vida y vosotros no. Quiero daros las gracias por esto, quiero dar las gracias a todos los que murieron por salvarme: vosotros sabéis quiénes sois, lo sabéis mejor que yo, porque en pleno combate uno no se da cuenta de nada…
El anuncio de un tren ahogó la voz de Jamie, que pareció reducida a un susurro.
—¡Y queremos daros las gracias porque fuisteis los mejores compañeros que habríamos podido desear! —gritó para imponerse al altavoz el morehu de las gafas de lentes gruesas y el pelo cano que hasta ese momento no había hablado—. ¡Kia kaha, muchachos! —exclamó con la repetición de la señal acústica, y luego, en voz normal—. Si me pasas el papel, Jamie, sigo yo.
El veterano de la compañía B asintió y alargó la mano, mientras el tren, produciendo una corriente de aire y ruido, llegó justo a la vía en la que ellos estaban y se llevó a gran parte de los que los observaban. Esperaron a que partiera, y, mientras, el morehu se colocó las gafas sobre la despejada frente, no sin dificultad, debido al sombrero, y se puso otras.
—También queremos despedirnos de los compañeros de las compañías C y D, con los que en marzo tratamos de echar a los jemes de los hoteles.
»Haere-ra, Louis Aspinall,
» haere-ra, Frank Rodney Brooking,
» haere-ra, Rukutai Haddon,
» haere-ra, Komene Kaire,
» haere-ra, Richard Matthews,
» haere-ra, James Mohi,
» haere-ra, Tama Paurini,
» haere-ra, Thomas Himona Rakau,
» haere-ra, Ruihui Rogers,
» haere-ra, Peter Simón,
» haere-ra, Matekino Te Keena,
» haere-ra, Colin Maurice Topi,
» haere-ra, Walter Ratana Tumaru.
»Sin olvidar a Robert Turei, que al mes siguiente tuvo la mala suerte de pisar una mina, ni a Barko Rameka y George Perawiti, con los que acabó una condenada MG alemana cuando se reinaban a Mignano.
—Haere —corearon los otros.
—Y por último digamos adiós a Charles Maui Hira, que habría deseado estar aquí con nosotros, y en cambio volvió a Hawaiki y quizá nos está viendo desde el cielo junto con nuestros compañeros. Haere-ra, Charlie, haere-ra a todos.
Los otros morehu repetían el saludo y lo miraban. Rapata tomó aliento para pronunciar aquel «Adiós, Charlie» —era la primera vez que llamaba así a su abuelo—, y el superviviente que había leído los últimos nombres permaneció un momento con las gafas de lectura en la mano y la mirada perdida.
—Las otras gafas las llevas en la frente, Ben —le dijo Jamie, quizá para demostrar que se había repuesto—, pero has estado muy bien, ¡quién lo iba a decir!
—Los dos habéis estado muy bien, pero también nosotros hemos hecho nuestra parte. Seguro que a nuestros muchachos les han silbado los oídos.
—Seguro, sí, Rewi, cada vez que abres la boca, les silban los oídos hasta a los muertos.
—Venga, andando. Creo que nos tenemos bien merecida la botella de vino. Ahora falta saber dónde nos la sirven.
—Eso nunca fue un problema para los hombres del 28.° Batallón, ¿no?
—Perdonen —intervino Rapata—, he visto un sitio aquí delante. Tienen mesas fuera, podemos estar tranquilos y disfrutar del día. Además, cerca hay un teléfono. Tengo que llamar a casa, antes era pronto, por eso me he acercado aquí y les he encontrado.
—Perfecto. Hay también un aparcamiento de taxis, así no tenemos que buscar uno si nos emborrachamos y no podemos caminar —dijo el veterano de las gafas—, y Hereme tiene tiempo de pensar si quiere dejar aquí el korowai que heredó de su padre. Suponiendo que para entonces no se lo hayan llevado.
—Ben, ¿se puede saber qué te ocurre? —dijo Rewi, el viejo silencioso y casi calvo. Debían de sentirse tan cansados que no tenían ni fuerzas para exteriorizar su congoja. Cuando echó a andar, hasta Rapata sintió que le pesaban las piernas.
Al salir a la plaza miró la hora. Eran las seis menos cinco, podía sentarse con ellos y tomar algo, su madre aún seguiría en casa hora y media más. Ya no le apremiaba el deseo de hablar con ella, y si no decidió dejarlo para el día siguiente fue porque acababa de decirles a los veteranos que la llamaría.
Encontraron una mesa apartada, al sol. Se estaba bien.
—Suerte que nos han dado esto —dijo Rewi, señalándose el panamá—, si no, a estas horas se me habría quemado la calvorota.
—La calvorota, pase. Lo grave es si te hubieras quemado lo que tienes dentro —replicó Ben con una broma bienintencionada que los otros celebraron con una carcajada.
Cuando llegó el camarero, todos se quedaron mirando a Hereme, que sin su manto y con el uniforme desabotonado hasta el pecho parecía casi desnudo o desarmado.
—Vale, lo intento —dijo, y dirigiéndose al muchacho añadió en italiano—: Una jarra de Chianti, por favor.
Aplauso. También el camarero sonrió, y contestó despacio algo que Rapata no entendió, pero que los morehu, frunciendo las caras, se esforzaron por descifrar.
—¿Capito, muchachos? —exclamó Hereme, y explicó, por consideración a Rapata—: Chianti sólo tenían en botella, pero nos aconseja un tinto de la casa que es más barato y está incluso mejor.
—Esto no ha cambiado: si les hablas en su idioma, enseguida te tratan mejor —comentó Jamie.
—Vale, ahora tú, mayor Richardson, ¡tú puedes!
—Muchas gracias —dijo Jamie dirigiéndose al camarero en italiano—, entonces una botella de vuestro buen tinto.
Aplausos y silbidos de aprobación. Hasta el camarero, de evidente buen humor, hizo ademán de aplaudir, y contestó olvidándose hablar despacio. Las caras de satisfacción, las palmadas dadas en las medallas, los «Gracias, gracias» repetidos a coro, hicieron comprender a Rapata que el camarero los felicitó por su italiano y ellos le explicaron brevemente que lo habían aprendido durante la segunda guerra mundial, combatiendo desde Taranto a Trieste.
El vino era oscuro y fuerte, y promovió un debate porque se llamaba Montepulciano d’Abruzzo: Montepulciano no estaba en Abruzo, donde habían estado, sino en Toscana, donde también habían estado. Mientras los morehu debatían sobre vino y geografía, Montepulciano, Montalcino, Montecassino y todos aquellos malditos nombres que empezaban por «Monte», Rapata se quitó la mochila y sacó las fotos de Charles Maui Hira, muchas de las cuales fueron tomadas en Egipto, por lo que sabía, ya que una de ellas era la de la pirámide que tenían en la cocina.
—A ver eso —dijo Ben, que estaba sentado a su lado.
Se pasaron las fotos en silencio. Era extraño que en aquel momento pestañeasen emocionados, cuando al declamar los nombres de los caídos y entonar el lamento fúnebre lograron no inmutarse. Para combatir un azoramiento que quizá sentía él más que aquellos ancianos, a los que el vino, el sol y el deber cumplido iban soltando, Rapata dijo:
—No conocía el waiata tangi que habéis cantado. Lo escribieron para alguno de vosotros, si he entendido bien.
—Sí —contestó Hereme—, para el subteniente Takurua. Lo compuso su padre, que le sobrevivió unos diez años largos, y eso que George u Hori era el último de no sé cuántos hijos, el benjamín. El padre tuvo varias mujeres, era un jefe, un hombre influyente incluso fuera de su iwi. Porque tenía mana, fuerza e inteligencia para luchar por nuestra causa y pactar con personajes importantes como Sir Apirana Ngata. Y por su posición dentro de la iglesia Ringatu, que tiene muchos fieles también entre nosotros, Rewi, por ejemplo, que es Ngati Porou, como yo. George era una persona afable, profundamente religiosa, parecía incluso más joven. Treinta años cuando murió. Pero en combate era…, valiente no es la palabra, tampoco intrépido. Era como si siempre tuviera claro cuál era su puesto y su deber, y actuara en consecuencia. Nuestro Jamie dice que le salvó la vida en más de una ocasión.
—Mi abuelo me habló de Takurua, me dijo que ofició un servicio religioso antes del ataque a la estación y murió en la retirada, cuando hirieron gravemente al capitán Wikiriwhi. Por cierto, ¿no ha venido el capitán Wikiriwhi?
—No, muchacho —contestó Ben—. La edad. Y la pierna.
Más la jodida pierna que la edad. Autobuses, aviones, muletas, ¿entiendes? Ya es un milagro que haya hecho lo que ha hecho en su vida.
Rapata no se atrevía a preguntar qué pasó exactamente con la pierna del capitán Wikiriwhi. Las historias con final feliz, como la que recordaba, no incluían muletas, miembros artificiales ni sillas de ruedas. Sabía, claro, que dos terceras partes del Batallón Maorí habían sido heridos en la guerra. Pero, como mucho, pensaba en dolores intermitentes, como los de Charles Maui Hira, en simples achaques que empeoraban con la edad. Por lo demás, era un estado temporal: tarde o temprano, las heridas sanan. En su contabilidad imaginaria no había lugar para quien no estuviera o vivo o muerto, no había una tercera posibilidad. Pero no era así sólo para Rapata Sullivan, por ser joven, un muchacho que se crio en tiempos de paz: era así para todos. Los muertos se comían a los heridos, a los muertos que correspondía el dolor y la gloria. El duelo era el desgarro domesticado que en aquel momento tenía delante, el duelo no pasaba ni aun después de medio siglo, incluso podía heredarse, podía sentirse dolor por hombres a los que nunca se conoció. El duelo por los caídos era voraz, para soportarlo había que dividirlo, hacerlo trozos como el pan, y una vez hecho trozos, se calmaba un poco. En cambio, los heridos, ciertos heridos, no existían más que para sí mismos y como una carga para sus familias. Rapata pensó en las estadísticas como las de Clark, y quiso introducir una categoría nueva, la de los «heridos». «Mutilados de guerra, inválidos.» Ya sólo las palabras eran una obscenidad, impronunciables, y las cifras correspondientes debían ocultarse más que el índice de tumores de las mujeres indígenas.
Tres mil quinientos hombres lucharon, una tercera parte murieron, otra tercera parte quedaron, quizá para siempre, inválidos. Esta sería la síntesis de la guerra que más se acercaba a la verdad. Sin incluir secuelas más invisibles, como balas incrustadas bajo omóplatos, pulmones perforados, trastornos de personalidad y demás.
—¿A qué viene esa cara seria, muchacho? —le preguntó Ben—. ¿Y qué es eso que escondes en la mano?
Sonreía Rapata cuando abrió el puño con la medalla que había sacado mientras los morehu se pasaban las fotos. Pero sintió como si aquel gesto, aquel metal que se había adaptado a la temperatura de su cuerpo y ahora le pesaba en la mano tendida sobre la mesa, lo desnudara. Hereme, sentado enfrente, tomó la medalla y la miró atentamente, aunque era una común «Militar Medal» y seguramente no podía ni leer el nombre grabado.
—¿Qué quieres saber, Rapata? ¿Quieres que te contemos lo que recordamos de tu abuelo? ¿Quieres saber quiénes son los que aparecen en las fotos con él?
—Sí, pero no necesariamente ahora. Puedo visitaros en Nueva Zelanda, quizá alguno de vosotros vive en Auckland, para mí sería más cómodo.
—Yo vivo en Auckland, Jamie en Pukehohe, o sea, muy cerca, y Ben se aloja a menudo en su casa, digamos casi cada vez que alguien de su whanau tiene algo que hacer en la ciudad. Sólo para ver a Rewi tendrías que hacer un largo viaje hasta lo alto de East Cape. Te lo aconsejo, es un lugar precioso. Pero podrías venir a la reunión de nuestra asociación.
—¡Claro! —exclamó Ben—. Y a lo mejor conoces a algún viejo Ngati Walkabout que pasó las noches con Charlie despiojándose uno a otro. Como hice yo con este soldado afortunado que ya de joven tenía casi tan poco pelo como tiene ahora, y en la más pura intimidad, no digo más.
Rieron todos, Rapata quizá más que los viejos. Luego estiró las piernas debajo de la mesa, sintiendo que en aquel momento era simplemente feliz.
—Quiero decirte una cosa, muchacho —siguió Jamie—. Tengo el máximo respeto por lo que hizo Charlie. Cuando nos dijo que tenía que criar a un mokupuna, le tomamos el pelo, lo llamábamos mama Walkabout. Que tú estés aquí hoy demuestra que hizo lo que debía. Guarda muy bien lo que te ha dado, no lo olvides. Lo de menos es que conozcas los nombres de esos muchachos, de los que más de la mitad han muerto, lo importante es que no pierdas la foto entera, si entiendes lo que quiero decir. Dice un salmo: «Que se me quede pegada la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti». Pero basta de sermones.
—Déjate de salmos, James Richardson, y brindemos por Charlie. Y pidamos otra botella, que ésta se ha acabado.
—Sí. Y hay que ponerle la medalla al muchacho —añadió Hereme.
—Yo lo hago —se ofreció Ben— antes de que se le pegue la lengua al paladar, y con este tinto de Montecassino sería una lástima.
—¡Por Charles Maui Hira —exclamó de pronto Rewi—, que hace sesenta años más o menos tragó aquí polvo, fuego y piedras en primera línea de combate, seguido de nosotros!
—¡Por Charlie! Kia Ora! ¡Y por su mokupuna!
Rapata alzó su vaso y lo apuró de un trago, como hicieron los morehu. No sabía ellos, pero él estaba ya un poco ebrio, lo que lo ayudó a gritar:
—¡Por vosotros y por todos los hombres del 28.° Batallón! Kia Ora! —Pero como aquello no le pareció bastante expresión de gratitud, se arrancó a cantar—: «Maorí Battalion march to vic tory / Maorí Battalion staunch and true / Maorí Battalion march to glory / and take the honour of the people with you!».
Enseguida lo siguieron los ancianos, entonando el final en voz altísima:
—Ake, ake, kia kaha e!
Todos los italianos de las mesas de al lado se habían quedado mirándolos, y hasta el camarero había salido a la puerta, lo que vino de perlas para hacerle seña de que sirviera otra botella.
—Sólo quiero añadir una cosa —dijo Rewi—, por si no volviéramos a vernos y porque también yo estaba aquel día que, no lejos de aquí, para tu abuelo acabó la vida de soldado. Después, basta por hoy, mejor celebrar la ocasión. A nosotros, los de la compañía C, y también a los de la B, que éramos la gran mayoría y veníamos de zonas en las que el batallón había tenido mucho apoyo, los Ngati Walkabout nos parecían muchas veces gente algo rara. Eso ya lo indica el mismo nombre, «tribu errática», que parece mucho más casual. Y es que no era fácil encontrar un nombre para los muchachos de la compañía D, que venían de los lugares más diversos y lejanos: de Wellington o de lugares perdidos de la South Island, incluso de las islas del Pacífico. En fin, que en la D había de todo: gente con menos vínculos de sangre, que se había enrolado por las razones más variadas: por necesidad, por espíritu aventurero, porque no sabían qué hacer en la vida, porque odiaban al padre o a la madre, algunos hasta porque la novia se les había ido con otro, y no es broma. ¿Qué crees, que cuando uno se mete a soldado con veinte años sabe lo que hace? Pero para nosotros, los de la costa oriental, era muy importante seguir a los hermanos, primos, tíos, con lo que muchas veces partían gran parte de los varones jóvenes de la misma iwi. En cambio, aunque seguro que ya lo sabes, soldados Waikato, a causa de todo lo que ocurrió antes (tierras robadas por los pakeha, resistencia al reclutamiento, deportaciones al frente durante la primera guerra mundial), había más bien pocos en el batallón.
Rapata asintió, sirviendo de la botella nueva, y Rewi, antes de seguir, bebió un trago.
—En fin, que me digas que sí ya es una prueba de lo que voy a contarte. Yo, todos nosotros, conocíamos a tu abuelo, aunque no mucho. Después de la guerra vino a las primeras reuniones, luego desapareció. Supimos por padre Huata que su mujer cayó enferma y murió. Volvió muchos años después y luego desapareció de nuevo. Pero no nos extrañó. Era muy raro que un Ngati Walkabout, por muy valiente que hubiera sido en la guerra, siguiera teniendo tanto espíritu de cuerpo. De hecho, pensamos que tú eras una especie de excusa: que Charlie tenía otras cosas que hacer, que se había cansado, incluso, por qué no, que empezó a preferir olvidar. Es algo legítimo, a veces indispensable para seguir adelante. En fin, que dejamos de buscarlo. Padre Huata creo que aún mantuvo contacto con él, eran amigos, pero a principios de los setenta lo trasladaron de Waikato a Wairoa, y son cinco horas de distancia. Luego, hace trece años, cuando murió el reverendo, también se perdió este lazo. A tu abuelo nos limitamos a enviarle las cosas oficiales de la asociación. Nunca se nos ocurrió que podíamos ir a visitarlo, no yo quizá, pero sí los que se mudaron cerca de Auckland. Y tampoco caímos en incluirlo en la lista de morehu invitados por el gobierno para este viaje. ¿Esto lo sabías?
Rapata sacudió la cabeza, bebió para contener las ganas de llorar que le entraban.
—Pero al final Charles Maui Hira no ha dejado de venir. Ha llegado con sus propios medios, con su misma sangre. Te habrán dicho que te pareces a él, ¿no? Y si no fueras así vestido, como un joven de hoy, incluso podríamos figurarnos que tenemos delante un fantasma como esos que aparecen en los dramas de Shakespeare, esos que vuelven para decirle a uno que es culpable, culpable siquiera de negligencia, para decirle que la lengua sí debería pegársele al paladar. No sé si he hecho bien en decirte lo que te he dicho, Rapata Sullivan: pero quisiera simplemente pedir perdón a Charlie, quisiera que se lo pidieras por todos nosotros.
Rapata no sabía qué decir. No estaba acostumbrado a beber, no aquel tinto fuerte, que le había caldeado las entrañas y la cabeza, y que intensificaba por contraste la sensación de frío que aquellas palabras le habían producido.
—Koro se habría puesto muy contento si alguno de vosotros hubiera ido a verlo —dijo levantando despacio la mirada de las copas y dirigiéndola a los morehu. Debía de ser una mirada hostil o por lo menos acusadora, o sea, injusta—. Que sepáis que muchas veces decía que el batallón era su única whanau. —Pero no le importaba herirlos.
El silencio que siguió a sus palabras duró lo bastante para que los de las mesas de al lado se preguntaran qué les había pasado a aquellos vejetes que, tan contentos y desenvueltos hacía un momento, habían ahora enmudecido.
—Este Rewi está mejor con sus ovejas que con seres humanos —dijo al cabo Jamie—. Cuando suelta más de una frase, puedes estar seguro de que va a decir cosas graves. Por cierto, ovejas siempre ha tenido muchas, pero yo prefiero las cabras. Las ves ramoneando casi en el borde de los acantilados.
—Soy yo quien debe pedir perdón —contestó Rapata—. Será por el vino, que se me ha subido a la cabeza, no estoy acostumbrado.
—Pues entonces no serías un buen soldado del batallón.
—Me temo que no.
—Pero ahora puedes continuar la instrucción.
Rapata sonrió un poco y dijo:
—A sus órdenes, mayor Richardson.
Y dio otro trago. Era él quien tenía que salvar la situación, pero lo hicieron ellos, con su actitud campechana de viejos soldados y de adolescentes eternos. En eso no se parecían a su abuelo.
—Lo echo de menos —murmuró Rapata dirigiéndose al morehu que le había dicho la verdad sobre la relación que tenían con Charles Maui Hira.
—Claro —contestó Rewi—, es normal. Eres un muchacho excelente.
—¡Porque es un muchacho excelente, porque es un muchacho excelente —repitió Ben, seguido de los otros, levantando los vasos—, porque es un muchacho excelente… y siempre lo será!
Siguieron cantando y el incidente acabó sepultado bajo todo un repertorio de canciones, famosas en el batallón. Eran waiata tradicionales, aunque también había melodías norteamericanas a las que habían adaptado letras en maorí, algunas alegres y bailables, otras sentimentales.
Rapata cedía a un agradable sopor alcohólico del que sólo salió para mostrar al camarero la botella vacía.
—Mooolte graaazie —dijo Hereme cuando trajeron otra.
—Hay que homenajear a Italia —propuso Ben mirando al compañero que había sacrificado su manto de plumas hereditario.
Hereme empezó con «Che bella cosa na jurnata 'e solé» y con el «O solé mió» entraron los otros, llamando la atención de los presentes y aun de los transeúntes. Pero quien causó verdadera maravilla fue el viejo de uniforme, cuando se puso a cantar, con una voz de tenor apenas cascada por la edad, y una entonación, salvando el acento exótico, perfecta. ¿Dónde se había aprendido aquella canción napolitana, que cantó sin vacilar ni olvidarse de nada?
—¡Increíble! —exclamó el camarero.
—Enrico Caruso —explicó Hereme—. Lo aprendí en la guerra.
Estaba como en éxtasis, pero en un éxtasis como de sonámbulo al que es mejor no despertar.
—Otra canción más bonita. Ésta de Beniamino Gigli —dijo, y Ben explicó a Rapata que ahora venía el plato fuerte, la canción que siempre le pedían que cantase al final.
—«Mamá, estoy feliz porque vuelvo contigo. Mi canción te dice que para mí es el sueño más bello. Mamá, estoy muy feliz… ¿Vivir lejos de ti? Mamá, sólo por ti vuela mi canción, mamá, estarás conmigo, no estarás más sola…»
Hereme cantaba con la mirada fija en un punto perdido, en medio del silencio absoluto de la plaza. Los morehu tenían los vasos en la mano, pero no se atrevían a levantarlos. Más bien parecían agarrados a ellos, y empezaban a saltárseles las lágrimas. Jamie se las enjugó con la mano, pero luego dejó que corrieran, para no importunar a su compañero, y porque era tan vano como querer detener la lluvia.
Cuando Hereme terminó, parecía exhausto. Los italianos no habían entendido y aplaudían entusiastas, lo que permitió a Jamie sonarse la nariz antes de hablar.
—¿Sabes lo que dicen los heridos, los moribundos, casi tollos, aun antes de llamar a Dios, incluso los más devotos o los más audaces? Nosotros, que estábamos tan lejos de nuestras madres, cantábamos esta canción para consolarnos.
—Deberíamos irnos —dijo Rewi, el único que no se había conmovido visiblemente.
Pagó, escribió las direcciones en una servilleta de papel y se la dio a Rapata. Recorrieron despacio, y alguno de ellos haciendo eses, los pocos metros que los separaban de la parada de taxis.
—Os llamo cuando vuelva —prometió Rapata, y se despidió a la usanza de ellos, frente a frente, nariz contra nariz.
Mientras los morehu subían a un viejo Mercedes blanco, se le ocurrió que podía pedirles el favor de que le explicaran cómo llegar al hotel Continental, es decir, el lugar en el que para su abuelo había acabado la última batalla. Sacó la servilleta de las direcciones y se la pasó a Hereme, que se había sentado junto al taxista. El anciano trazó en la servilleta un plano elemental y anotó alguna indicación, y se la devolvió. Rapata le dio las gracias y se dirigió a la plaza, mientras el taxi daba marcha atrás y desaparecía por la calle ancha de la izquierda.
No era el caso de volverse a mirar, ya era bastante sentirse como en una burbuja, a la vez aturdido y lleno de no sabía qué. El reloj de la estación marcaba las siete y cuarto. Aún tenía tiempo de llamar a su madre, sí, debía hacerlo. Entró en el bar, pidió la tarjeta telefónica y salió al patio donde había visto dos teléfonos. Las llamadas sonaron en la otra punta del mundo con una especie de eco, su madre quizá ya estaba en el coche, debía dejar que el aparato sonara y esperar que lo cogiera.
—Rapi, ¿eres tú? He visto «Número desconocido» y he parado. ¿Qué hay? ¿Desde dónde me llamas esta vez?
—Estación, tarjeta telefónica: podemos hablar.
—Llego un poco tarde, dime.
—¿Por qué me llamaste antes? Y no digas que por nada porque no me lo creo. Si tienes un problema de salud, dímelo ahora.
—¿De salud? ¿Has bebido, Rapata? Tienes una voz rarísima.
—Sí, he bebido, ¿y qué? Tú contesta a mi pregunta. Porque sé que no me habrías llamado cien veces desde la oficina sin un motivo.
—A mí no me hables así, ¿me oyes? Aunque estés en Italia y borracho. O te tranquilizas o cuelgo, ¿está claro?
—Lo siento, pero es que estaba preocupado. Creía que te había vuelto el cáncer.
—¿El qué? —Oyó a su madre reír al teléfono—. Espero que ésa no haya sido la excusa para emborracharte. No, no tengo ningún cáncer, hijo. Lo que quería decirte es otra cosa. ¿Te acuerdas de tía la Kiri, la última hermana de tu abuelo, la que vino al tangihanga? Me ha mandado las cartas que les escribió a casa, sobre todo cuando estaba preso, me llegaron ayer por la mañana a la oficina. Quería enviártelas allí, por eso te llamaba. Pero luego comprendí que ni aun con el correo más urgente te llegarían a tiempo. ¿Conforme?
Rapata se quedó mudo, sintiendo en los oídos el zumbar oceánico de la línea telefónica intercontinental, semejante al que tenía en la cabeza. Estaba en Cassino, le quedaban cinco días para tomar el avión de vuelta, pero si salía enseguida, podría estar en el lugar desde el que se enviaron aquellas cartas.
—Escucha, hay un modo de que me lleguen y ahora mismo. Cuando llegues a la oficina, las escaneas y me las envías por email. ¿Me oyes, mamá?
—Ya lo había pensado, pero es que se leen muy mal. Pero ayer, mientras trataba de localizarte, pasé la última al ordenador.
—¿Me la envías?
—En cuanto llegue a la oficina.
—¡Gracias!
—Y no empieces a beber, Rapata, al menos no con el dinero de tu abuelo.
—¡No es eso! —Y esta vez rio él—. Me han invitado los morehu, ¿entiendes? No podía rehusar.
—Pues para no haber podido rehusar, bien que te has aprovechado —comentó su madre, pero era un reproche afectuoso, o una manera de decir la última palabra, y Rapata no replicó.
Aliviado y lleno de curiosidad, volvió al hotel, no sin antes pararse por el camino a comprarse un bocadillo y una Coca-Cola, con la idea de rebajar el vino, pero sobre todo de dejar que pasara el tiempo necesario para recibir el correo electrónico.
En recepción había un muchacho, seguramente el hijo de la propietaria. No sabía mucho más inglés que ella, pero no se extrañó que le pidiera que le dejase consultar el correo electrónico.
—Quince minutos diez euros —le dijo en inglés, y le dejó su sitio, cogiendo con una mano su móvil y con la otra el teléfono inalámbrico del hotel.
A Rapata lo irritó la cifra, pensando que los ahorros de Charles Maui Hira debían bastarle para volar a Polonia.
Por lo menos el correo electrónico de su madre había llegado.
«Ahí va la carta», le escribía, «hasta el otro día tampoco yo sabía que existían. Desde el funeral mantengo contacto con la tía Kiri. La he llamado un par de veces y la última le conté que ibas a hacer este viaje. Así que pensó en enviarte las cartas, que en otro caso habría guardado hasta que las heredáramos. Arohanui!» Rapata abrió el archivo adjunto y decidió imprimirlo sin pedir permiso. Entonces empezó a leerlo en la pantalla, de corrido, para no pasarse de los diez minutos.
Landshut, Alemania, 20 de abril de 1945
Queridos míos:
¡Estoy vivo! Y estoy libre. Cuando os llegue esta carta, espero estar ya a bordo de un barco rumbo a Nueva Zelanda. Aquí en Baviera están los americanos, y más al norte avanzan los rusos, sembrando venganza y destrucción. Los alemanes huyen porque esa gente los masacra y viola a las mujeres. No tenéis ni idea de lo que ha sido esta guerra, ni el más feroz de nuestros antiguos jefes hizo nada semejante. He llegado a perder veinte kilos desde que me pesaron cuando me alisté. Estamos vivos de milagro. Hemos recorrido más de mil cien kilómetros a pie, con nieve, tormentas, por la montaña. Los pies congelados, mojados siempre, las botas no nos las quitábamos ni por la noche, para evitar lo peor. Partimos de Milowitz el 19 de enero, que aquí es pleno invierno. Al principio nos hacían marchar hasta treinta kilómetros por día, para evitar que cayéramos en mano de los rusos, tan próximos que a veces oíamos sus metralletas a nuestra espalda. Cuando no nevaba, hacía aún más frío, quince, veinte grados bajo cero. Es un frío que se apodera de todo el cuerpo, que te anula. Te quema el cerebro. Sí, el hielo quema, aunque de otro modo, peor, no sé explicarlo. He pensado que la maldad de esta gente tiene que ver con este frío. Porque a partir de cierto momento no sientes nada, ni hambre siquiera. Eres como un muerto que camina. Y todo muere, menos los piojos.
Desde que me capturaron, he pasado un año en el reino de los muertos. Ese reino en el que creían los antiguos pakeha, el reino de las sombras, como nos explicó en Grecia nuestro comandante. Me parece que desde entonces no he visto color que no sea blanco y negro y gris. Los escombros de Cassino, la nieve, la mina. Lo más bonito era el cielo cuando a veces lo veíamos al amanecer, antes de bajar al subsuelo, o cuando marchábamos y estaba azul. No podía evitar ver en el cielo cómo Rangi, con sangrientas burlas, se vengaba por lo que le hicimos a Papa, su mujer, nuestra tierra, hijos como somos de su hijo Tumatauenga. Un día un compañero hizo como que disparaba a una paloma. Todos comprendimos aquel gesto, que era envidia. Le dije que Maui encontró a su padre celeste bajo forma de paloma. Se rieron de mí, pero luego Jack Galuchan, que en el campo fundó el Tiki Times, me pidió que le contara la historia de Maui: el robo del fuego, cómo él y sus hermanos capturaron al gran pez que, destripado, dio forma a la North Island, cómo la South Island nació de su canoa. Curioso: yo, el único maorí, despertaba en los pakeha la nostalgia que nos ayudaba a resistir con la esperanza de volver pronto a casa. Empezaron a llamarme Maui. En la mina a la que nos mandaban a trabajar me defendieron de un guarda que me insultaba, diciendo que era yo un ciudadano neozelandés como ellos. Pero sólo cuando me pusieron el sobrenombre de Maui supe que lo decían sinceramente.
¡Cuántas cosas podría contaros! Durante la marcha me fue imposible escribiros y en Milowitz a veces faltaba papel. Una cosa sí quiero deciros ahora mismo, aunque me cueste: desde que caí prisionero, me he cuestionado muchas veces la decisión de enrolarme. Lo he pensado muchas veces, y os he dado la razón, diciéndome que nosotros no teníamos por qué morir en aquellas tierras de hielo. Que se exterminen entre sí estos blancos, presa de una avidez que sobrevive a todo, como los piojos. Sentía algo que quizá era peor que el odio. Nunca había sentido nada parecido: maté enemigos para que no me matasen a mí, los odié porque mataban a mis compañeros. Era la guerra. Pero los alemanes que vi en Polonia eran otra cosa. Los guardias, los SS que, cuando se acercaban a las columnas de prisioneros, evacuados, fusilaban a polacos y rusos. Por no hablar de los hurai a los que han exterminado. No sabía que hubiera tantos, en Europa además, en Polonia. A saber cómo llegaron aquí desde Tierra Santa, aunque los Tuhoe fieles de la iglesia Ringatu creen que sus tapuna vinieron de allí con canoas y Aotearoa está sin duda mucho más lejos. De los hurai me habló un chiquillo polaco, uno de los que mandaban a trabajar a las galerías más profundas y angostas. Toda la mina era insegura y peligrosa, a veces se desprendía una roca y nos caía encima, o moríamos asfixiados. Un día murieron tres niños y uno de los enviados a rescatar los cuerpos fue mi amigo Marek. Al día siguiente me trae pan y mantequilla a cambio de chocolate y cigarrillos. Le pregunto si siente lo de sus amigos «gaseados», ésta era la palabra que usábamos. No me responde, baja los ojos. Luego se queda mirándome con aire desafiante: «Deutsche make kaputt, vergast: Po lacken many, Jude all»[2] dice. Así, por gestos, me explicó que no lejos de allí había un campo de concentración al que habían llevado en tren a hurai de todo el mundo. Enseguida los niños y ancianos eran vergast, y los demás debían trabajar hasta morir. Luego quemaban los cadáveres. Sus parientes, que vivían cerca, olían el tufo día y noche. De no ser por la mirada dura del muchacho, no habría dado crédito. ¿Qué sentido tenía transportar a la gente en tren para matarla con gas no se sabe cómo y quemarla? Pero al final los vimos. La víspera de nuestra marcha pasó ante nuestros barracones una columna de hombres vestidos con una especie de pijama gris harapiento y calzados con zuecos de madera. Caminaban entre agentes de las SS, guardias y perros. Luego me acostumbré también a ver otra cosa: en las cunetas de los caminos y carreteras encontrábamos a menudo montones congelados de hurai muertos. Eran hombres y mujeres, aunque algunos estaban tan flacos que, con la cabeza rapada, no se sabía el sexo. Estaba prohibido tocar o enterrar a aquella gente asesinada. ¿Qué clase de ser humano puede concebir tales cosas?
Ahora quiero volver a casa y olvidar lo que vi y viví desde aquel 22 de marzo en que, escondido entre los escombros, oí explotar las minas, aquella trampa que tendieron a mis compañeros. Sabía que si salía de mi escondite me arriesgaba a caer en manos de los jerries, pero tenía que socorrerlos. Por desgracia, no pude hacer nada.
Espero que me perdonéis que os abandonara por esta guerra terrible. Estoy deseando abrazaros.
Naku noa
Charlie
Por el reloj del ordenador supo que le quedaban aún unos minutos para contestar a su madre. No sabía si precisamente por la prisa había escogido, entre la mucha información inaudita, la que más viable hacía su proyecto de ir a Milowitz.
«Perdona», escribió, «tengo poco tiempo. ¿Puedes reservarme por internet un vuelo al aeropuerto polaco más cercano a Auschwitz a partir del 22 por la tarde? Llego a Roma por la mañana y saldré de allí el mismo día. ¡Gracias! R.»
Rapata se había levantado de la silla e iba y venía ante el mostrador de recepción cuando llegó el muchacho. Le dijo que se iría a la mañana siguiente, a primera hora, y le pidió que le preparara la cuenta de la habitación y le confirmara la hora en que salía el primer tren hacia Roma, por la mañana.
—Now, immediately? —preguntó el muchacho, pero no hizo más preguntas, y Rapata comprendió que debía de parecer nerviosísimo.
Le dijo que podía ser más tarde, que ahora saldría a dar una vuelta. Se le había ocurrido en el mismo momento de decirlo.
—¿Después de la cena?
—Perfecto —contestó ya en la puerta, metiéndose la carta en el bolsillo del chaleco.
Desanduvo el camino hacia la estación. Empezaba a oscurecer, pero las tiendas estaban aún abiertas, y tuvo que sortear las pilas de cajas de fruta y verdura que un tendero estaba retirando de los bancos, que ocupaban casi toda la acera. INTERNATIONAL FRUIT, leyó en el rótulo, de los colores de la bandera italiana. Llegó al cruce de una calle llena de escaparates, establecimientos, gente que paseaba con helados de cucurucho. Giró a la derecha, anduvo hasta el final de la calle, se halló en las afueras de la ciudad, ante la montaña, en la curva en la que se alzaba el edificio rojizo —SMALL RED BUILDING, le había escrito Hereme— que fue el hotel Continental: el baluarte de los alemanes, en el que ni Charles Maui Hira ni ningún otro soldado del Batallón Maorí o del contingente neozelandés entró sino como POW, prisoner of war, prisionero de guerra. Después de cuatro días combatiendo entre montones de ruinas, perdidos en una nada de polvo, piedras y escombros tan grande como grande fue la ciudad, en la que de nada servían los planos militares, jugando al escondite tras paredes aún en pie, entre cráteres de bombas, huecos de casas derruidas, jugando al gato y al ratón con la vida y con la muerte y con los francotiradores alemanes; después de cuatro años de guerra, cuatro años en los que había visto, batalla tras batalla, cómo sus iwi eran diezmadas, cómo sus huesos se dispersaban y perdían —dos hermanos en Creta, uno en Túnez, el último en el terraplén de una estación o en un agujero minado de una población arrasada del sur de Italia—, sólo él, Charles Maui Hira, Tainui-Waikato de Hopuhopu, cerca de Ngaruawahia, kupapa de su reina, de su gente, de su whanau abandonada, seguía entero detrás de un cúmulo de escombros, seguía vivo.
A Rapata le contó que, al salir al descubierto para socorrer a sus compañeros, oyó el tableteo de una ametralladora, y entonces ya era demasiado tarde. Quizá no era verdad, quizá el fuego que los abatió a todos llegó cuando su abuelo aún podía retroceder y ponerse a salvo. «Sabía que si salía de mi escondite me arriesgaba a caer en manos de los jemes, pero tenía que socorrerlos», había escrito. Quizá estaba cansado de ser prisionero de la guerra, de siglos de guerra que parecían interminables. Rapata cerró los ojos, sin lágrimas, sin ver otra cosa que la imagen de Charles Maui Hira con la pirámide de Egipto al fondo, la foto tomada junto a la tumba de un faraón muerto en una era anterior. Liberaría al prisionero y continuaría la guerra de ellos, aquella guerra de liberación, porque no tenía elección.