From New Zealand

En la sección de congelados de un supermercado Lidl encuentro algo que me sorprende. Es una bolsa transparente con un trozo de carne marrón y en la que pone: «Ciervo. Origen: Nueva Zelanda». Llevo meses documentándome sobre Nueva Zelanda, meses calculando trayectos y distancias en Google Maps, consultando horarios de vuelos y autobuses, viendo documentales y vídeos de aficionados en YouTube, entrando en loros, memorizando ensayos y artículos, dando las gracias a una nación que, aunque remota y poco poblada, cuelga en internet enciclopedias y libros enteros. He pasado muchas mañanas viendo el canal de televisión maorí para conocer cómo es el maorí medio de hoy, para mirar dentro de sus casas, escuchar el sonido de su lengua y el modo como pronuncian el inglés, comprender sus gestos y ademanes, todo lo que expresa el cuerpo, he usado dos diccionarios «english-maorí» para buscar las palabras fundamentales de su lenguaje híbrido. Pero no he conocido a ningún maorí, nunca he estado en Nueva Zelanda y, de momento, o sea, el tiempo que me lleve escribir este libro, no podré ir.

Esto es lo que la etiqueta de la bolsa de carne congelada me recuerda. Me recuerda que habrá siempre algo que se me escape, algo que traicione un conocimiento de segunda mano; me dice que el error no estará en lo central, en la historia del batallón ni en la descripción de la cultura indígena, sino en algún detalle casi invisible, en el descuido insignificante en que incurre quien no se ha criado en el lugar ni nunca lo ha visitado.

Había leído que originalmente no había mamíferos en Nueva Zelanda: canguros, koalas ni ornitorrincos, como en Australia. Había leído sobre la diversidad de especies autóctonas, aves sobre todo, como el kiwi, que llevaban tiempo protegidas porque estaban en vías de extinción. Había introducido mentalmente ovejas, vacas, cerdos y hasta perros y gatos llevados por los colonos británicos, los había integrado en la dieta cotidiana y en las casas y pastos. Pero ¿ciervos? ¿Cómo llegaron los ciervos a Nueva Zelanda? ¿Y cuántos debía de haber para que acabaran en la sucursal periférica lombarda de un supermercado con sede central en Baden-Württemberg? Retrotrayéndome desde su carne muerta, las montañas y bosques de Nueva Zelanda se me pueblan de manadas silenciosas, tanto más majestuosas y bellas cuanto incongruente es su presencia en el hemisferio austral.

Cuelgo las bolsas de la compra en el manillar de la bici y vuelvo a casa con la imagen de los ciervos neozelandeses resucitados del congelador y las ganas de llenar una laguna. Para escribir esta historia no es ni mucho menos indispensable, pero no importa. Lo que importa es la urgencia de conocer, que va más allá de una meta, que no pretende colmar los vacíos ni reemplazar a la experiencia, sino que es un impulso, una tensión con la que tratamos de acortar una distancia que no sólo tiene que ver con lo que sabemos, sino con lo que sentimos e imaginamos. En este sentido, no existe nada claramente inútil, sólo existe el sueño de una realidad que debemos perseguir, a veces algo desorientados, para poder interiorizarla y hacerla verdadera en el papel. En realidad, siempre es así, tanto si se trata de lugares o tiempos sólo accesibles con la imaginación, como si se trata de nuestra propia vida. La realidad, la verdad de lo que escribimos, es un azar basado en un acto de fe y de sumisión a sus leyes. Creemos que existe: no idéntica e intercambiable dentro y fuera de nosotros, sino que hay una zona en la que la realidad externa se cruza con lo que hemos vivido, como un punto arquimédico del que extraerla y al que volver como se regresa a la tierra. Nada humano me es extraño, nos decimos con Terencio, y una historia es como cualquier otra, pero sólo en este sentido: que podemos tratarla como si fuera nuestra, o como si la nuestra fuera la de otro, algo que descubrir, investigar, aprender, conocer.

Los ciervos, decíamos, llegaron a Nueva Zelanda desde Inglaterra y Escocia a partir de 1851. La mayoría pertenece a la especie Cervus elaphus, llamada comúnmente «ciervo rojo», «ciervo colorado» o «venado». Los introducen for sport, para divertirse o para cazarlos por deporte, y también por una razón ideológica: para que el ciervo europeo dé testimonio de la supremacía del hombre europeo y, recreándola a imagen y semejanza de su hábitat original, la extienda a la naturaleza. El número de animales que hacen el viaje inverso al que realizó el Batallón Maorí menos de un siglo después es, en los primeros años, de doscientos cincuenta, y al final de unos mil. En los bosques y valles de Nueva Zelanda hallan comida en abundancia, un clima apto y ningún enemigo, a excepción del hombre que, cuando se abre la veda y con permiso, les da caza. Así los venados, los ciervos rojos, se multiplican. De manera que, cuando llega el nuevo siglo, alguien empieza a darse cuenta de que el ornamento viviente del paisaje, esos mansos herbívoros a merced de los rifles, están convirtiéndose en a pest, como llaman los ingleses a las plagas. Destruyen un ecosistema en el que no estaban previstos, invaden prados y pastos, se comen el sotobosque y los árboles más tiernos causando un empobrecimiento del terreno, que queda así expuesto a erosiones y desprendimientos. La especie protegida pasa a considerarse nociva y da inicio una caza mayor que ya no es for sport. Se forman cuadrillas de hombres armados a los que el gobierno paga y premia por animal abatido: se exterminan una media de cincuenta mil al año en el momento culminante de la cacería, cuando el uso de helicópteros permite abatir desde el aire a centenares por día, como de manera no muy diferente ocurre al mismo tiempo y no muy lejos con los campesinos vietnamitas. Se los elimina ya no sólo porque lo manda el gobierno, sino porque se expande una caza sin control y tan lucrativa que provoca guerras entre cazadores gubernamentales y cazadores privados con licencia para matar. En la liebre de la caza del ciervo, en la que también se dispara contra los helicópteros, se pierden las cifras exactas de animales abatidos. Se estima que entre los años treinta y setenta se exterminaron entre un millón y medio y tres millones. Por último, del exterminio y de su provecho económico nace una idea novísima. Se piensa en salvar a la presa de la caza, en controlar y explotar en adelante la proliferación de la especie. Los helicópteros no parten ya para matar ciervos, sino para capturarlos vivos. Se crean deerfarm, granjas de ciervos que se expanden, se perfeccionan. Son instalaciones del mundo nuevo, que aprovechan los espacios del mundo nuevo: haciendas agrícolas de tipo norteamericano con un ganado que pasta en vastos terrenos vallados, sólo que las reses no son bovinos, sino ciervos, la última especie que el hombre ha aprendido a criar y domesticar. Nueva Zelanda, gracias a este producto de una catástrofe y de una carnicería, se convierte en el principal productor y exportador del mercado mundial.

Siento una pena inmensa por los pobres animales que, a mediados del siglo XIX, encerrados en bodegas de barcos, tardaron tres o cuatro meses en atravesar los océanos, y por sus millones de descendientes, que sólo gracias al comercio de su carne no han corrido la misma suerte que el bisonte americano, el búfalo indígena. Me pregunto cuántos tuvieron que perecer en los barcos, a cuántos tuvieron que capturar en los bosques de Inglaterra y Escocia para que llegara vivo aquel millar. Así, a través de los ciervos, veo a los hombres. Acude a mi mente la trata de esclavos, que es lo contrario de aquella importación tan cruel como gratuita. En un caso, hombres reducidos a mercancías e instrumento de trabajo por puro interés económico, legitimado por teorías racistas. En el otro, una especie animal trasplantada a otro hemisferio sin ningún interés práctico. Pero eso precisamente pone al descubierto toda la ideología de una época, mostrando la locura desesperada que hay detrás de su afán de dominio. Los ciervos llegaron a Nueva Zelanda por una razón que precede a todas las demás y de la que todas las otras son justificación o pretexto: la nostalgia. Porque un día, yendo a buscar leña, parándose en medio de un claro en el bosque, alguien debió de ver algo que no había y echaba de menos. Y todo el paisaje que hasta ese momento le había parecido familiar, le recordó que estaba a thousand and thousand miles away from home, a cientos de kilómetros lejos de casa. Todo el universo de las ideas dominantes se desplegó en la mente de ese colono para evitar que volviera a sentir nostalgia. Borrar la nostalgia del paisaje extraño significa ser dueños de todos los lugares, medida de todas las cosas, significa tener derecho a recrear el mundo a nuestra imagen y semejanza, evitar seguir sintiendo que no somos nadie, un puntito que ni en los mapas más actualizados se aprecia, un peón puesto a su propia costa en un juego que es mitad Monopoly y mitad Risk. Los ciervos europeos devuelven a la humanidad a esos otros peones que son los colonos ingleses y escoceses, que navegan también tres o cuatro meses, tras invertir todos sus bienes en un viaje hacia una meta de la que no había vuelta atrás. Eran en gran parte campesinos pobres, modestos artesanos, gente que no quería resignarse a una vida en la fábrica después de que las máquinas los habían privado de su modo de vida. Luego, también soldados. Que tuvieran que disparar contra ciervos o contra bisontes, contra indios o contra maoríes, poco importaba. Nadie, en ningún rincón del mundo, tiene ya el derecho natural de existir fuera de las relaciones de fuerza y de interés que irradian de un centro único. Ya no existe la naturaleza, sino la ciudadanía, que hay que merecer y conquistar como una tierra virgen debe dar fruto, aunque cueste la vida. También mueren los colonos: de cansancio, en accidentes, por enfermedades que en aquellos lugares fronterizos resultan incurables, o en guerras de rapiña bendecidas por quienes nunca han salido de los palacios, de las casas iluminadas y de las bibliotecas del viejo mundo. Aunque mueren menos que los ciervos y que los maoríes, desde luego, que perecen en una supuesta struggle for life, una lucha por la vida que es la falsificación de una ley natural que ya no es válida, pues lo que de verdad opera, lo que reina, el deseo y el interés de unos cuantos, se halla encerrado en la mente y en las cuentas bancarias y nada tiene que ver con la biología. El último acto de este teatro vuelve a los orígenes. En Italia, en la Línea Gustav, donde, contra unos alemanes enviados a defender a costa de su sangre aria la extrema ratio de ese delirio de omnipotencia que lleva más de un siglo cundiendo por los continentes, los maoríes van a derramar el precio de la ciudadanía por la tierra de la que son indígenas.

En junio de 1940, cuando el Aquitania zarpaba, rumbo a la guerra, de Ciudad del Cabo, en la ciudad natal de mis padres, ocupada por la Wehrmacht el 4 de septiembre de 1939, un día después de entrar en guerra Gran Bretaña, Francia, Australia y Nueva Zelanda, se creó el gueto judío. El Judenrat debía cumplir la orden de los alemanes de evacuar a la población judía de sus casas de los barrios altos o de los pueblos y hacinarla dentro del perímetro establecido. Y cuando, en las navidades de 1941, el Batallón Maorí, la División Polaca «Karpacka» y los indios que luego lucharon también en Italia, combatían contra las tropas del Eje en Tobruk, el gueto de Zawiercie se valló con alambradas, se dejó una sola puerta de entrada y día y noche lo vigilaron guardias armados. Ningún judío podía salir, bajo pena de muerte, aparte de los dos mil quinientos judíos que, escoltados por la policía, iban a trabajar a una fábrica de uniformes de la Luftwaffe, o de algunos, como mi abuelo, que, a petición del nuevo propietario, fue autorizado a seguir dirigiendo una fábrica de cristal. En agosto de 1942, cuando los maoríes integrados en las tropas al mando de Lord Montgomery acababan de detener en El Alamein el avance del mariscal de campo Rommel, la Gestapo y las SS sacaban a dos mil judíos de sus casas, los reunían en la calle y los cargaron en trenes rumbo a Auschwitz. En verano de 1943, cuando después de deportar a unos siete mil judíos, Zawiercie era declarada judenrein, libre de los judíos, los maoríes habían regresado al campo de Maadi, en Egipto, y esperaban un nuevo destino, y refuerzos por mar para suplir la gran cantidad de bajas que tres años de guerra victoriosa en el norte de África habían causado. En el convoy registrado en Auschwitz-Birkenau el 27 de agosto de 1943 estaban mis abuelos, mis tíos, toda mi familia de origen, menos mi madre, que escapó la noche anterior gracias a las distracción de un guardia; estaba mi padre, estaban sus hermanos pequeños y dos sobrinos de entre diez y catorce años, y los primos de mi madre, que huyeron al poco de la invasión hacia la parte de Polonia ocupada por los rusos y fueron luego sacados de la Unión Soviética por el ejército del general Anders. Cuando los maoríes desembarcaban en Taranto y se abrían camino combatiendo desde el Adriático hasta la Línea Gustav, y se desangraban inútilmente en la segunda batalla de Montecassino, mis familiares supervivientes vivían en la clandestinidad, con documentos falsos o con el pelo oxigenado, dispersos, escondidos, perseguidos, uno tras otro traicionados por algo o por alguien y deportados. En marzo de 1944, cuando se enviaron de refuerzo algunas compañías del 28.° Batallón para el intento desesperado de expugnar los baluartes enemigos de Cassino —el hotel Continental y el Hotel des Roses—, a mi madre la capturaron por el chivatazo de un polaco que le había prometido llevarla con su padre y la tuvieron recluida en una prisión de la Gestapo todo el tiempo que duró la batalla que se libraba para romper la Línea Gustav. Cuando los maoríes, después de atravesar la Toscana combatiendo, se concentraban en los alrededores de Florencia para liberar la ciudad, el 19 de julio de 1944 enviaban a mi madre al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. «De un convoy de la RSHA procedente de Sosnowiec y Befdzin se seleccionan a treinta y cuatro Nombres, a los que se numeran de A-17556 a A-17589, y a siete mujeres, marcadas con los números de A-9800 a A-9806, y se entregan en el campo de concentración como Haftlinge. Los demás, entre ellos doscientos setenta y seis hombres, son gaseados.» A mi madre, una de esas siete mujeres, la destinaron al «Kanada», el almacén donde se guardaban los bienes sustraídos a los presos y a los gaseados, al mismo tiempo que los maoríes, después de tomar Rímini, remontaban el Adriático con el Octavo Ejército. En noviembre, cuando el Batallón Maorí estaba luchando en Cesena, Forli y Faenza, la cargaron en un tren con destino a Weisswasser, campo de concentración femenino en Eslovaquia, donde sobrevivió hasta la llegada del Ejército Rojo. Los soldados maoríes estaban en Trieste cuando la guerra acabó también para ellos, pero tuvieron que esperar meses antes de poder bajar a Taranto, donde por fin fueron embarcados. No llegaron al puerto de Wellington hasta el 23 de enero de 1946. Los que, al desembarcar del Dominion Monarch, fueron filmados por las cámaras de los noticieros, aplaudidos por la multitud y recibidos con wero y con tangí, las ceremonias de bienvenida y de duelo tradicionales, no eran sino una mínima parte de los soldados que seis años antes zarparon en el Aquitania.

Cuando yo era una niña y vivía en Múnich, Hauptstadt der Bewegung la «capital del Movimiento», nada sabía de todo esto: ni de la guerra mundial que el país en que nací desencadenó, ni de la existencia del pueblo al que yo pertenecía, ni mucho menos de su reciente catástrofe y de cómo esa catástrofe afectó a mi familia. Crecía en la normalidad de una infancia acomodada, en una época que proyectaba paz y bienestar como invariable horizonte del futuro, en una ciudad tranquila y agradable, ya sin una sola huella de la destrucción causada por los bombardeos. Oía a menudo la lengua con sonidos de pájaro que mis padres hablaban entre sí y trataba de entender palabras y frases, pero no me hacía preguntas. Sabía que eran polacos y con eso me conformaba. Vivía, por hallarse mi casa en pleno centro, donde no había niños, y por estar compuestas de una sola persona la mayoría de las familias alemanas, en las que luego, cuando empecé a ir a la escuela, me recibían para que jugara con las hijas, sin notar la ausencia de nadie. Pero cuando en el patio de alguna de aquellas casas los niños jugábamos a indios y vaqueros, siempre era yo la única que quería ser piel roja. En casa, la guerra había entrado gracias a mi padre, que me dormía leyéndome una versión narrada de la Riada, y yo, odiando a la mujer griega cuyo nombre llevo, compadecía a Héctor y me pirraba por los troyanos. Incluso los dibujaba: abajo los mortales, formando las filas enemigas, y sobre sus cabezas, los dioses crueles y caprichosos, señores de la guerra que azuzaban a los unos contra los otros. Tiempo atrás, no recuerdo exactamente cuándo, me habían regalado un animal de peluche del que no me separaba, un gato negro con cuerpo humano, quizá al principio fue el gato con botas, pero iba vestido con casaca de marajá bordada y turbante. Lo había confeccionado mi madre y me lo puso al pie del árbol de Navidad cuando aún no tenía cinco años. Las muñecas no me gustaban, a excepción de una que vi años después en el escaparate de una tienda en Italia y de la que me encapriché rabiosamente, una niña de pelo azabache y piel tostada que llevaba un poncho. La llamé Felicitas porque sabía que a una niña india había que llamarla con nombre español. Más tarde, cuando pude leer por mí misma, escogía libros juveniles ambientados en la Amazonia, en las montañas del Atlas, entre tuaregs, en el Tíbet, en Malasia, en el Altiplano de los Andes, escuchaba el programa radiofónico Voces de pueblos extranjeros y grababa en cintas magnetofónicas cantos y melodías chinas, árabes e indias, canciones indígenas y coros eslavos. Es posible que grabara también alguna baka. Luego reutilicé las cintas y grabé encima de ellas otras cosas, primero los Abba y luego folk y rock americano. Soñaba con ser etnóloga de mayor, un sueño que debió de nacer junto con el aprendizaje de la palabra.

Nada de eso habría podido suceder si yo no hubiera tenido cuatro años en 1968. Era, sencillamente, que los tiempos contribuían a que también los niños tuvieran acceso a ciertos libros y juegos, porque ni de mi familia ni de la ciudad de Múnich me venía ninguna influencia directa de las protestas de Mayo del 68, ni aun el eco. Debía ser yo quien, a tientas, guiándome con intuición profunda de lo que no puede circunscribirse ni decirse, me hice voz de pueblos extranjeros. Pueblos extranjeros: eso era yo. No importa de qué tribu ni de qué etnia explotada, amenazada, minoritaria. Yo era lo que era, lo sentía dentro de mí. Cuando, pasada la infancia, supe cuál era el pueblo perseguido al que realmente pertenecía, ya era tarde. No es posible reconstruir con información el perímetro de un sentir anterior al tiempo mismo, tan preciso y tan vasto. Yo no sabía nada de los maoríes, nepaleses, indios, magrebíes que fueron a combatir y a morir en el continente que estaba aniquilando a mi gente. No sé tampoco si, más allá de relaciones verificables de causa-efecto, por una concatenación más parecida al proverbial batir de alas de una mariposa que provoca un terremoto en la otra parte del mundo, su sacrificio contribuyó a que al menos mi madre y mi padre se salvaran y yo pudiera nacer gracias a que ellos sobrevivieron. Pero, en esta encrucijada, me hallo en un punto de posible, vertiginosa, terriblemente objetiva convergencia entre mi historia imaginaria y real y la historia que hace unos sesenta años vivieron unos seres humanos de carne y hueso. Y poco importa que estas personas sean mis propios padres o los maoríes que partieron de Nueva Zelanda, sólo puedo seguirles la pista haciendo el recorrido inverso, como el salmón que remonta el río a contracorriente: partir de la información, de los documentos, datos, hechos; intentar que el cúmulo trace un mapa que sea conocimiento; esperar que asimilándolo se llenen los vacíos, que se anime con vida propia. Nada verdadero puede imaginarse sin encontrar un punto de apoyo en nuestro interior, pero los dibujos grabados en el alma son, a su modo, tan abstractos como un mapa, tan impersonales como un documento, y yo ahora no puedo sino imaginármelos como si fueran un moko en cuyos arabescos se esconde un tatuaje más reciente: uno de los números del A-9800 al A-9806 que mi madre, después de la guerra, se borró del brazo.