Las golondrinas y la abadía
Cuando Andy baja al cementerio a la hora prevista, todo parece estar como antes. Edo, en cuanto lo ve llegar, camisa blanca limpia, mochila a cuestas, abre los brazos como quien pide ayuda en la carretera, pero en realidad diciendo: «¡No sabes lo que te has perdido!». Está claro que lo que le haya ocurrido en ese tiempo, sea lo que sea, lo vuelve todo más sencillo. Edoardo se muestra tan expansivo, con ese entusiasmo suyo arrollador, que Anand decide seguirle la corriente.
—Los peregrinos, los de antes…, ¿sabes cuáles?
—Los peregrinos, okay.
—Pues son polacos que están de peregrinación, visitando los cementerios polacos de Italia: Roma, Montecassino, luego Loreto, Ancona, y Asís, no sé si antes o después. ¿Has estado en Asís? Aquello sí que es bonito, no como esto.
—Iba casi siempre que venían a visitarnos parientes a Maremma. Mi madre me pedía que los llevara: Take 'em around, darling, would you, please? San Gimignano, Siena, Volterra, Asís, Gubbio… Florencia, desde luego.
—Ya. El tour completo. Otra cosa no podía esperarse de ti.
—Asís es fundamental, ¿no? And we all like san Francisco, todos le queremos.
—Todos, ¿quiénes?
—Nosotros, la familia Gupta, los hindúes, los vayisha. San Francisco era hijo de mercaderes, como Gandhi, que era de familia vayisha. Pero esto es otro tema. Dime qué pasa con los peregrinos.
—Pasa que, al salir, algunos se han parado y hemos hablado un rato. Me preguntaban cómo están hoy los polacos en Italia, y yo les contestaba como podía, contándoles un poco mi historia. Ellos decían que les gustaba que, aunque yo hubiera nacido aquí, y ya mi padre se hubiera criado aquí, yo siguiera interesándome por lo que pasa en Polonia. He tratado de explicarles que no era exactamente así, que a mí me importaban sobre todo estos pobres desaparecidos en Apulia, pero ellos lo apreciaban igualmente. Porque, decían, tampoco en Polonia esas cosas se saben mucho, a menos que suceda algo realmente gordo.
—¿Y te han contado algo realmente gordo?
—Sí, bueno, lo realmente gordo era ya eso, el juicio de Bari en el que se condenó a esos criminales de mierda a quince años. Acudieron las televisiones polacas, la prensa, y ellos lo recordaban.
—¿Y qué más te han dicho?
—Nada más, pero lo tenían bien presente. Que sentían vergüenza de que unos polacos esclavizaran a otros polacos, como hacían esos capataces que se llamaban kapo unos a otros, en broma. Luego algunos decían que eso había ocurrido porque aquí, en Italia, existe la mafia, y que detrás de todo debía de haber mafiosos italianos, tan poderosos que nadie los ha tocado. Y me han preguntado qué pensaba yo, que conozco bien Italia. ¿Y sabes qué me ha pasado? Que no sabía cómo decirles que no, que a lo mejor esta vez la mafia no tiene nada que ver. Al menos esto es lo que sostienen el autor del libro y los jueces, aunque vete a saber, tampoco yo estoy muy convencido… Pero la razón que dan tiene su lógica, por desgracia. Esto de los esclavos y los tomates rinde poco, dicen. Tú, si diriges una gran organización criminal italiana, te preguntas: ¿qué gano con cuatro alcachofas y dos coles? Robemos lo que podamos, subcontratemos, pero que el trabajo sucio lo hagan los extranjeros. Aparte de que hasta me costaba explicarlo en polaco, ¿sabes por qué? Me jodia decir que esta gente ha desaparecido de la faz de la Tierra o en todo caso sobrevivido como en los lager, y quizá esto ni siquiera tenía que ver la mafia. ¿Entiendes?
—Yeah, you mean that after the nazis and the commies, there’s not even a big padrino or something on the bad guys side? —«¿Quieres decir que después de los nazis y los comunistas, aquí no hay ni siquiera un Padrino, o algo así, detrás de todo esto?»
—Exacto, you really got the point, Andy, sí señor… Después de los boches y los rusos, ni siquiera lo peor de Italia. Así que me he limitado a decir que, gracias al valor de unos cuantos polacos, por lo menos se pudo meter en la cárcel a los responsables directos. Uno se acordó de que sólo uno era polaco, y los otros un marroquí y un ucraniano. En Volinia y en Galitzia nos masacraron, los ucranianos estaban en las SS, en Auschwitz. Pero otros peregrinos insistían en que no había excusas, que era una vergüenza y punto, después de casi veinte años de libertad en Polonia. Que la gente estaba empezando a olvidarlo todo, corriendo en pos del bienestar. Menos mal que alguien que vive tan lejos aún se interesa por la suerte de la nación polaca, repetían. Y me han invitado a la misa que celebrarán mañana en la abadía, con que ya está claro cuándo iremos…
—Puedes ir tú si quieres. Yo me quedo aquí y ya iré a visitarla en otro momento.
—No, de eso ni hablar. Eres mi socio, ¿no? A estas alturas también a ti te importará el pueblo polaco, ¿o no? ¡Dios, Andy, eso lo decía mi abuelo y me sacaba de quicio!
Andy, viendo lo feliz que está Edoardo, con esos bucles rubios que, ahora que ríe y sacude la cabeza, le caen por los ojos, no puede sino asentir.
—¿Te das cuenta de que son los primeros que de verdad muestran interés? A éstos mañana les endosamos un mazo de volantes y les pedimos que lo repartan por toda Polonia… ¿No ves que puede dar algún resultado?
Andy vuelve a asentir con la cabeza, distraído. No está pensando en si los volantes darán o no la vuelta a la lejana Polonia, sino en su amigo, en el modo en que imita no sabe si a su abuelo o al Papa, cuyo funeral recuerda perfectamente: todo el mundo acongojado, Roma bloqueada, la gente a casa, incluso ellos, que vieron por la tele el momento histórico.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no te convence?
—Nada, perdona… Estaba pensando en el entierro del papa Wojtyla. Por cómo has dicho «pueblo polaco».
El acento improbable hace desternillarse a Edoardo, que enseguida se calma. Pero como esas carcajadas incontenibles lo violentan un poco, Andy sigue contando que aquel día su madre se pasó una hora al teléfono escuchando a la tía de Londres, que había vuelto a emocionarse por el entierro de Lady Diana, el gran acontecimiento al que asistió en Inglaterra. Su madre miraba hacia arriba muy al estilo Bollywood, y esto era lo divertido, aunque Anand no tiene tiempo de decirlo.
—Imagínate en mi casa, ¡qué delirio! A mí me endilgaron la tarea de llevar a los parientes a la capilla ardiente. Horas y horas de cola, para qué contarte. Como sardinas en lata, mejor dicho, rezando. Dije que por aquella buena acción debían perdonarme unas cuantas misas de domingo. Pero reconozco que estar allí en medio de tanta gente de todo el mundo fue chulo. Va, ven a la misa mañana en la abadía.
—I think, I’d rather not. —Andy se echa atrás enseguida, instintivamente, ni él mismo sabe por qué, pues nunca ha tenido problemas de este tipo. Y menos aún sabe por qué, sin transición, sin que Edo se lo pregunte, le responde a lo de los volantes. Sí, que esos peregrinos se los lleven y los repartan por Polonia podría dar algún resultado, pues además una cosa es verlo en internet y otra que te den un papel.
—¡Exacto! Ten en cuenta que los desaparecidos venían muchas veces de lugares perdidos, de pueblecitos…
—Pero si alguien sabe algo, ¿por qué va dirigirse a ti en vez de a la policía polaca?
Entonces sucede algo que Anand Gupta no se esperaba: Edoardo se queda un momento mirando el suelo, mientras, con sus Converse, desplaza una piedrecilla, al poco alza la vista y, mirándolo con una expresión seria y como visionaria, le dice:
—¿Sabes, socio? A lo mejor tampoco me interesa tanto descubrir qué ha sido de los desaparecidos. Quiero decir, a lo mejor me he dado cuenta de que es poco probable que descubramos nada. Tampoco vamos a matarnos, ¿no? So that’s fine with me. Pero no quisiera que todo esto fuera en vano. Quisiera que de algún modo sirva a la causa del pobre pueblo polaco… —Y otra vez se echa, y el azul le brilla.
El resto de la tarde vienen pocos visitantes y ellos lo pasan cada cual por su cuenta, uno enfrascándose directamente en la lectura del libro del general Anders, el otro jugueteando con el móvil, aburrido pero aliviado. En cuanto suben al coche, Edoardo saca el brazo por la ventanilla, acompaña como si volara el giro de las primeras curvas y se pone a cantar: «¡Todos al mar!».
Esta vez llegan a la playa de Scauri antes de las siete. Disfrutan del agua y del sol mientras pueden, y luego se ponen a jugar con un frisbee que le han comprado al único indio que vende las mercancías que suelen vender los negros. En otro momento Edoardo le habría preguntado por su vida y milagros, pero esta vez deja que hable Andy, se conforma con saber que el hombre, él sí, es de Cachemira, y oye con sorpresa despedirse al socio agitando el frisbee y diciendo: «Salam aleikum». Juegan un rato con el disco verde que, formando un contraste casi psicodélico, vuela por el aire cada vez más opaco de la playa de Scauri.
El hambre, más que el cansancio, los lleva a buscar una pizzería. Y caminando por el paseo marítimo ven, casualmente, un cartel que anuncia la proyección esa noche de la película de dibujos animados Kung Fu Panda.
—¿La has visto, socio?
—No. Como no tengo hermanos ni primos pequeños… No en Roma, quiero decir.
—¿Te apetece verla? No es una obra maestra, pero es divertida… Ah, y digo yo, ¿y si nos pedimos unas patatas fritas?
—Sure. Chips and pizza. Pero yo quisiera también mozzarella, que luego en América la olvido…
—Vale, recapitulemos: pizza, patatas fritas, un buen trozo de mozzarella de búfala y película infantil en la Arena Edén de Scauri. ¿Te gusta el programa?
Sí, al socio Anand Gupta, que se lame los labios manchados de leche de búfala y de salitre, parece gustarle mucho. Y luego, ya en el cine al aire libre, a los dos les gusta que entre padres e hijos de vacaciones haya tres chicas que parecen disfrutar de lo lindo viendo una película de dibujos animados en un idioma del que no deben de entender una palabra. Muchachas altas, muy rubias, con chanclas, pantalones cortos o minifalda, nórdicas sin duda, y por tanto rodeadas de un grupo de mozos paletos que las miran desde la fila de detrás, mientras el gordo panda Po se afana en vano por convertirse en el Guerrero Dragón, el elegido que derrotará al feroz Tai Lung y traerá la paz.
Y como en Italia el intermedio es de rigor, muy fácil lo tienen Edoardo y Anand para, en cuanto las muchachas se levantan y se dirigen al punto de venta de tentempiés y refrescos, recorrido obstaculizado por intentos de abordaje, levantarse también y llegar ellos primero. No es la primera vez que hacen un número por el estilo, pero disputarle tres nórdicas a la peor juventud local da más gusto.
—Hello!!! How are you!? What would you like to drink? —se adelanta Edoardo con su acento y sonrisa más californianos.
Funciona estupendamente. Las escandinavas los acogen como si fueran los legítimos novios y el gasto por las Coca-Colas y las palomitas es realmente ridículo comparado con la satisfacción de verlas sentarse con ellos y ponerse a picotear agradecidas. En ésas se reanuda la película y las vikingas ríen aún más fuerte, mientras dan a entender, con palmaditas en los muslos de sus salvadores, que está permitido echarles un brazo por el hombro, como hace Edo, o cogerles la mano, como hace Andy. Lástima que los paletos se hayan pasado a la fila de atrás, después de desalojar a la familia que estaba sentada antes. Aunque hablan un campano cerrado, incluso Anand Gupta puede entender que sus insultos están convirtiéndose en amenazas airadas, y que su destinatario predilecto es ese payaso al que hay que dar una lección, o sea, él mismo. Que esas amenazas las profieran unos tíos que no imaginan que el maricón americano y menos aún el moreno de mierda entienden la razón de su rabia, no las vuelven más tranquilizadoras. El brazo de Edoardo Bielinski empieza a sentirse pegado a la carne levemente tostada de Gunnel, de Estocolmo, mientras que la mano de Anand Gupta se hunde en la bolsa de palomitas y se retira. El combate final del panda obeso, capaz de derrotar al ferocísimo Tai Lung con todas las llaves que el venerable maestro Shifu le ha enseñado aprovechando su voraz apetito, es un placer que los dos amigos se pierden. Sólo Gunnel, Kerstin y Annika prorrumpen en un «Yeah!» de estadio cuando Po infiere el golpe de gracia a su poderosísimo adversario moteado Llave Dactilar Ushi. Y Edo y Andy son los únicos que no repiten exaltados la palabrita mágica que, con el meñique levantado, acompaña el aniquilamiento definitivo del malo. De hecho, también a los muchachos de la fila de detrás les gusta mucho decir: «Skatush!».
Por otro lado, cuando dos amigos lo son desde hace mucho, basta con mirarse para que todo resulte más abordable, o al menos para darse ánimos para abordarlo: esos ánimos que se tienen más fácilmente cuando son dos. La situación se resuelve al final por sí misma, o mejor dicho, va quedando cada vez más claro cómo hay que manejarla.
—You boys would like to have some ice-cream or a drink? —La propuesta de tomar un helado o un refresco parte de Annika, que tiene un pelo largo que en inglés se llama strawberry hair, rubio-fresa, y es la más bonita y menuda de las tres, y quizá por eso se sentó en medio.
—Oh yes sure, let’s go for a helado. —Andy apoya la idea, pensando que llevárselas al paseo marítimo en una noche de plena temporada no puede ser un error.
Naturalmente, los tíos los siguen, de tan cerca y cuchicheando con tanta hostilidad que hasta las suecas se dan cuenta.
—Shouldn’t we tell these guys to just fuck off? —Tras preguntar si no debería alguien decirles cuatro cosas a esos tíos, Annika parece decidida a hacerlo ella misma.
—Well, no dear, I don’t think so. —Andy en un tono tan impasible que el amigo le repite esta respuesta instintiva todo el tiempo que pasan juntos y luego cada vez que hablan por Skype: «No, querida, no creo que sea buena idea». Aunque quizá es justamente ese «Nooh dear» lo que en aquel momento anima a Edoardo, que propone, alto y fuerte:
—These guys could be trouble, so now we’ll gonna have our nice helado and then we’ll take you home, if you don’t mind.
Si a ellas no les importa, luego las acompañarán a casa. Y no, las chicas no tienen ningún inconveniente en que las acompañen a su villa turística, al revés. Ni tampoco tienen ninguno en que, avisado con una seña por su socio, Andy, al pagar los helados, pida también una botella de champán y al volver la levante a guisa de trofeo, mientras Edoardo exclama: «Shiaaam-peiiinn!».
No saben cuándo ni hasta qué punto se dan cuenta de que su prudencia se ha transformado en desafío, su miedo en el deseo de jugársela, de dar la cara, más que por las chicas, por los acaso delincuentes de verdad, auténticos bárbaros que los siguen. Y tampoco sabrían decir qué resorte interior salta que nos hace decir: «¡Al diablo!» y dejar de sentir realmente el miedo que fingíamos no tener. Lo único que saben es que se sienten como un Clint Eastwood y un James Bond y que disfrutan de lo lindo cuando el Citroën de Shrila Gupta se detiene ante el cancel de la villa turística sueca de Baia Domizia, donde Kerstin comunica al portero que son amigos y pueden pasar. Y cuando, después de aparcar el coche, dejan que las chicas se vayan a su bungalow para encontrarse después en la playa, y se vuelven hacia la carretera, donde ven unas motos paradas con las luces encendidas, a las que no les hacen un gesto quizá porque los héroes nunca hacen gestos soeces. Pero lo que más los enorgullece es cuando, después de haber apurado a la orilla del mar la botella de Asti Spumante, más otra de vino tinto que trajeron las chicas, más tres de cerveza (que sobre todo se beben las vikingas), es decir, hacia las dos y pico de la noche, sabiendo ya quién gusta a quién (Annika a los dos, pero parece que ella prefiere a Andy, como siempre), se despiden con besos y abrazos ni muy castos ni muy sobrios, y quedan para el día siguiente.
—Misma playa, mismo mar…
— What?
Andy se lo explica a Annika mientras Edoardo memoriza un número de móvil.
—We’ve got a bard doy tomorrow! Bye bye and buenas noches.
Sí, la jornada siguiente será un día duro. Y eso que los enemigos que los esperaban a la salida de la villa turística han desaparecido sin necesidad de recurrir a ninguna Llave Dactilar Ushi. Así que, hacia las tres de la noche, Andy y Edo caen en la cama del Bed & Breakfast muy excitados, muy cansados y bastante bebidos, pero también muy contentos, o al menos más contentos de lo que lo han estado los últimos días.
—¿Edo?
—¿Qué?
—¿A qué hora es la misa mañana?
—¡Hostia, a las diez y media!
—Bueno, yo te despierto…
—Hum… Gracias, socio, eres el mejor. Casi te mereces a Miss Strawberry Hair, pero sólo casi…
Pero el despertador, que por primera vez Anand pone a las nueve y cuarto, no llega a sonar, cuando rompe a oírse el «Grazie Roma!» con el que Edoardo sustituyó la melodía que compartía con Sara, de Magliano, melodía romántica como puede serlo una canción de los Massive Attack, pero mejor, para despertarse por la mañana, que el vibrato caprino de Venditti. Que Edo alargue una mano fantasma hacia la mesita de noche no se explica más por la esperanza sueca que alienta incluso en los estratos más profundos del sueño.
—¿Mamá…?
Siguen una serie de sonidos monosilábicos, el más inteligible de los cuales es «Okay», seguidos de una frase final formulada no sin trabajo: «Bien. Gracias. Hasta luego», tras lo cual se vuelve boca abajo y sigue durmiendo. Andy, que se ha despertado, hace todo lo que hay que hacer, incluido un desayuno con plátano y panecillo para su amigo dormilón, «Gracias, señora, muy amable». Incluso prepara, sujetándolos con gomas, mazos de volantes, y a las nueve y media empieza a sacudir a Edoardo, quien se pone en movimiento sin tardanza ni protesta, y no abre la boca hasta que están en el coche, para decir que la abuela se ha torcido un tobillo, por lo que la visita de abuelos y amigos polacos a Montecassino se ha cancelado.
—Lo siento por tu abuela. She isn’t in the hospital, is she?
—No, no está en el hospital. La han llevado a urgencias, le han hecho unas radiografías y ahora está en casa. Cuando volvamos a Roma podríamos ir a ver a mis abuelos, a lo mejor nos encontramos con los veteranos y veteranas, que imagínate las fiestas que te harán. Sobre todo ahora que te has chupado ese libro. Eso sí, antes me lo resumes, no vaya a hacer el ridículo…
—¿Veteranas?
—Sí, al parecer una de las personas venidas de Londres es amiga de una tal señora Grabowska, de cuando servían juntas de auxiliares en el Segundo Cuerpo de Ejército polaco. Hacían de todo: eran enfermeras, mecánicas, si se puede decir en femenino, quiero decir, que arreglaban coches. Me han enseñado una foto en la que se las ve a las dos arreglando un camión militar, una por debajo y la otra por arriba, muy bonita.
—So you’re not totally ignorant of everything regarding this story.
—No, claro, algo sabía de toda esta historia. ¿Qué quieres? He crecido entre esa gente. De todas maneras, la señora Grabowska es una viejecilla vivaracha, ex maestra de música que parece que tocó incluso con la mujer de tu comandante.
—¿La mujer del general Anders?
—Yessir! Irena Anders, actriz, mujer muy guapa incluso de anciana, hizo una película con De Sica y Anna Magnani antes de marchar a Inglaterra y hacerse generala. Ah, y fue la primera que cantó la famosa canción de las amapolas rojas, que quizá tendría que ir enseñándote.
—¿Y cómo es que de pronto recuerdas todo eso?
—Pues porque me he acordado de esta mujer. Venía mucho a casa de mis abuelos cuando yo era pequeño y me gustaba lo que contaba. Por ejemplo, lo que acabo de decirte, o lo del oso: se trajeron de Irán un cachorro de oso pardo al que al principio tenían que alimentar con biberón, pero que al crecer comía de todo, incluso cigarrillos, y le gustaba un montón la cerveza. Se llamaba Wojtek, figuraba como enrolado en no sé qué regimiento o batallón y después de la guerra también él emigró a Gran Bretaña, al zoo de Edimburgo. También estuvo aquí, al parecer ayudaba a traer y llevar cajas de municiones durante la batalla. Es mi historia preferida.
—Te creo, cool!
—Wojtek el oso, yes! Recuerdo otras historias, luego te las cuento…
Dejan el coche en el aparcamiento y se dirigen a la abadía. Enseguida, por las cuestas y lo cansados que están, empiezan a acusar el calor. Jadean, pero siguen, como atraídos por los muros cada vez más cercanos del monasterio, que semeja una fortaleza.
—¿Llevamos los volantes? —pregunta Edo deteniéndose de pronto.
—En las mochilas los que cabían. Los demás en el coche.
—Menos mal… Gracias.
Inspira hondo, se pasa las manos por la frente, y aún parado, clavando los ojos en la abadía, dice, titubeando, en voz no muy alta:
—«Czerwone maki na Monte Cassino, Zamiast rosy pily polska krew…» Y no me acuerdo de cómo sigue.
—¿Y qué significa?
—«Amapolas rojas de Montecassino, en vez de rocío cubiertas de sangre polaca…» ¿Eh? No me digas que te gusta —añade, y se arranca a andar a paso ligero.
—It’s very patriotic, I guess.
—Definitely, muy patriótica. ¡Eres un genio, Andy!
Cuando llegan al claustro central, los peregrinos aún están reuniéndose, con algún viejo o inválido en silla de ruedas. Todos llevan una cruz de madera al cuello y una cinta blanca y roja prendida al pecho con un imperdible. Anand, sin hacer ya caso del bigote de guías colgantes que llevan algunos, mira su reloj y ve que, milagrosamente, aún no son ni las diez y cuarto.
Le dice que va a echar un vistazo a la iglesia antes de que empiece la misa.
—¿Ya te quieres escaquear, eh, pájaro? —replica Edo—. Ve, ve, y dale recuerdos a san Benito, ¡pero luego no me abandones, socio!
—Oh, vamos, you silly! —susurra Andy, y pasa junto al grupo de polacos, a los que saluda con la cabeza.
¿Habrá dicho: «Dzieh dobry»?, «Buenos días», se pregunta Edoardo Bielinski, viéndolo subir a zancadas la escalinata de la basílica. Entretanto ha reconocido a uno de los peregrinos del día anterior, que le viene al encuentro, lo saluda con tres besos formales, lo llama Edek y como tal lo presenta a los demás: Edek, de Roma, que monta guardia en su cementerio militar y hoy está invitado a la misa.
—Encantado —dice también el párroco, Pawel, de Cracovia, cogiendo la cruz peregrina y el imperdible de la bandera.
La primera se la pone él en el cuello, la segunda se la prende a Edoardo en la camiseta, que es una de las últimas que le quedan limpias, enorme, naranja y en la que dice, en letras lilas y verdes: «Writer». No es lo mejor para la ocasión, pero espera que a Kerstin o Gunnel les guste.
Ocurre de hecho que, durante la misa, sobre todo cuando, después de la homilía en polaco y las oraciones en las que puede participar empieza el canto gregoriano con que los benedictinos obsequian a sus huéspedes, Edoardo fluctúa entre fortísimos ataques de sueño y las ganas de despabilarse echando un vistazo al móvil que la enorme camiseta de surfista tapa debidamente. Y tiene suerte de que, cuando se dispone a darse la paz con Danuta, de Poznah, y con Janusz, de Lublin, o sea, cuando la misa casi ha terminado, el móvil le vibre en el muslo izquierdo con el inequívoco zumbido de un mensaje. Y cuando todos se ponen en fila para recibir la comunión, él aprovecha y sale. No bien franquea la puerta, saca el objeto prohibido. «¿Dormido bien, héroes?» Allí está, el mensaje esperado, aunque Edoardo no sabe cuál de las chicas se lo manda. En parte lo irrita que pregunte en plural, en parte se extraña de no ver al otro héroe, pese a que se adelanta hasta un punto en el que se ven los claustros de abajo y el perfil de las montañas que cierran el valle. «Menos que tú», contesta, viendo que ya son casi las doce, pero añade un smiley. Y enseguida le escribe a Andy: «¿Dónde te metes?». Respuesta inmediata: «Aquí mismo museo precioso ¡ven!».
La comunión aún se prolongará un buen rato y Edoardo está intrigado: ¿qué encontrará su amigo tan interesante en el museo de un convento benedictino como para llamarlo precioso y decirle que vaya con signos de exclamación? En cuanto Anand lo ve llegar, sin mostrar sorpresa alguna por la rapidez con la que Edoardo obedece a aquella especie de orden, le hace seña de pararse, de andar despacio, de no hablar.
El pasillo da allí a una columnata, por la que parece no contemplarse ninguna gran panorámica. Sólo cuando llega cerca de Andy comprende lo que está observando. Entre el último tramo del techo de vigas y la parte alta de la cornisa hay un nido, un nido de golondrinas. Nada más. Pero cuando va a decirle: «¿¡Para eso me llamas?!», Anand lo toma firmemente del brazo. También esto es nuevo. Aún sorprendido por el gesto, ve que la golondrina madre se escurre fuera del nido, desciende hacia los patios y remonta el vuelo, y que enseguida los polluelos asoman la cabeza y, con sus picos aún rosados, proclaman que tienen hambre. Edo nunca ha visto a Andy tan feliz. Está radiante, tiene los ojos tiernos, incluso carraspea como tendría que haber hecho él al salir del recinto sagrado, y por último pronuncia una frase, o mejor, una palabra:
—Nice?
—Sí, es precioso.
—Ok, let’s go… takes her a while to be back.
—¿Cómo sabes que ella va a tardar? ¿No me dirás que has estado aquí todo el tiempo viendo cómo mamá golondrina alimentaba a sus golondrinitas?
—Una hora, más o menos. Tampoco se tarda tanto en verlo todo. Además, el museo… Estaba visitándolo cuando he visto el nido por una ventana y he bajado.
—¡Vamos, que vienes a la cuna del monaquismo occidental para hacer birdwatching!
—Me gusta.
—Ya veo que te gusta. Casi te gusta más la golondrina que Annika.
—¡No! No te hagas ilusiones. Digamos que es un amor más antiguo.
—¿Qué? ¿Las aves? No lo sabía. Como nunca has dado la tabarra pidiendo un loro, un canario o algo así, como la dábamos nosotros por tener un perro o un gato…
—Porque prefiero una pecera a una jaula con pájaros. ¿Te acuerdas de mi pecera?
—Claro. Tenías aquel pez raro, gris oscuro con una lista blanca, creo, que se quedaba quieto en medio del agua y hasta sabía ir marcha atrás. Molaba.
—Pez cuchillo. Pero era el único al que tenía realmente cariño.
—Ya. No me parecías muy amante de los animales.
—No, pero con las golondrinas es distinto. Unas hicieron el nido en mi casa de Maremma, donde yo me aburría mortalmente, y cuando lo descubrí no me cansaba de mirarlo. Como ahora. Tendría unos diez años. Demasiado mayorcito como para ir diciendo que me había hecho amigo de las golondrinas…
—You could have told me, you stupid. Si me lo hubieras contado, no me habría reído ni habría ido a decirles a Chad y a los otros subnormales: al pequeño Andy Gupta le gustan los pájaros. ¿Por quién me tomas?
—Pero se ve que, acabadas las vacaciones, me olvidé.
—Lo dudo.
En el último trecho del pasillo, Edoardo acelera, lo que podría deberse a que se oyen voces provenientes de la basílica, pero lleva la cabeza gacha de una manera inequívoca, y Anand, con su ligereza de siempre, lo alcanza y le toca el brazo.
—No te habrás enfadado, ¿eh?
—Un poco. Eres muy amable y buen chico, pero luego no confías en tu mejor amigo. En fin, ya sé cómo eres, y ahora no hay tiempo de hablarlo. Además, dentro de poco te vas a América y empiezas de cero.
—Allright. I think it’s time to get your work done.
—¿Que ya es hora de ocuparnos de mi trabajo? ¡Nuestro trabajo! ¿En qué idioma tengo que decírtelo, Anand Gupta? Si te he pedido que vinieras no ha sido porque sí…
Andy esboza una sonrisa, le toca otra vez el brazo con el dedo y susurra quedamente:
—Let’s not make this really weird impression on your Polish people.
—¿Y qué si les parecemos raros? —contesta Edo, que ha visto a Janusz y va a su encuentro. Presenta al socio en polaco y traduce, resumiendo, en inglés, por educación y para dar a entender en qué idioma comunicarse con él.
—Dzień dobry —dice Andy, con ese fuerte acento que tiene en cualquier idioma que no sea el italiano con vago deje romanesco—, nice to meet you, encantado.
Los invitan a comer en el restaurante del hotel, del que los polacos salen para Roma a primera hora de la tarde. Edo prodiga recomendaciones de restaurantes baratos, tiendas y mercadillos, y Andy, corriendo a su lado, saca el Moleskine y, como al menos el nombre de las calles y las direcciones las entiende, los anota en mayúscula, arranca las páginas y se las pasa a Danuta.
—Dzjękuję. —«Gracias.»
—Proszę. —«De nada.»
El hotel se halla en la carretera de circunvalación de Cassino, enorme como un transatlántico de la costa de Romana o incluso, según Anand, de Miami. Pero el aparcamiento en el que esperan a que lleguen los autobuses está vacío o casi. Mientras esperan, sacan los volantes de las mochilas, los meten en una caja y la llevan al hotel. Edo tuerce el gesto al ver lo muy moderno y lujoso que es el vestíbulo, con pavimento pulido y sillones cuadrados, pero se dice que no es momento para preguntarse quién ha hecho surgir aquel feo y enorme espejismo a la vera de la autopista.
—Cuando todos se sienten, damos la vuelta, ¿vale? Yo explico la cuestión y tú me ayudas a repartir.
—Yes, sahib!
—¿Cómo?
—Nada, era una broma… Muy bien.
Entre el momento de bendecir la mesa y la llegada de los entrantes, los amigos logran repartir todos los volantes, salvo los de los tres últimos mazos. Edoardo tiene las mejillas encendidas como cuando iba a entrenar a baloncesto, o cuando era más pequeño y cantaba en primera fila en los actos navideños. No se han preocupado de encontrar sitio, pero esto al final se revela útil. Cuando se paran en la mesa del padre Pawel, descubren que éste habla italiano perfectamente, pues pasó más de un año en un seminario del Vaticano.
—¿Hablas italiano? —pregunta a Andy con amabilidad.
—Sí, también yo vivo en Roma.
—¿Y de dónde eres, si no es indiscreción?
—Es un poco complicado, digamos que mis padres son de la India.
—Ah, la India; ya decía yo. Pues ahora después, cuanto termines, pásate por aquí porque quiero presentarte a una persona. Habla inglés, así que podéis hablar.
—No, no hace falta, padre, gracias…
—Sí, sí, creo que a esa señora le gustará habar contigo.
Naturalmente, Edoardo no se contiene de murmurarle: «¡Dios, no puede ser!», pero la señora que, después de serle presentada por el padre Pawel, le da un abrazo con un exagerado «So pleased to meet you, Anand!» y se lo lleva aparte, es una mujerona medio calva que tendrá por lo menos setenta años.
Edo le envía una sonrisilla irónica, pero Andy, en realidad, está bastante contento de que alguien lo tome bajo su protección, aunque sea aquella vieja matrona polaca tan maciza como enérgica. Lo único que no se explica es cómo se las arregla para dar cuenta de todos los platos —desde los entrantes a los postres— sin dejar de hablar, mientras que él, que sólo escucha, se sorprende muchas veces con el bocado en el aire y el plato aún medio lleno cuando llega el camarero a retirarlo. Porque la historia que Hanka Kowalska —«Just call me Hanka», «Llámame simplemente Hanka»— le cuenta es preciosa.
Para ella, comienza, esos días son muy especiales, porque en Ancona visitará por primera vez la tumba de un tío que combatió con el general Anders.
—You know a little bit of the story of general Anders and his army? —pregunta, aprovechando la pausa para dar un buen trago de vino tinto.
Andy le dice que sí, que algo sabe del general Anders y su ejército, y, no sabe por qué, tímida, orgullosamente, se inclina hacia la mochila y saca el libro.
—Oh, wonderful! —exclama Hanka, y balbuciendo algo en su idioma, les enseña el ejemplar de Un ejército en el exilio, al resto de los comensales, que dan su aprobación con sonrisas y vigorosos movimientos de cabeza.
—Dzjękuję —murmura Anand poniéndose rojo, lo que por fortuna nadie ve.
—So, you know! —continúa Hanka Kowalska—. Pero no lo sabes todo…
Lo que, en efecto, Anand nunca habría podido saber ni adivinar es que, mientras el tío de Hanka se enrola en el ejército de Anders y acaba combatiendo y muriendo en Italia, su mujer y sus dos hijos, deportados a Kazajistán, después de la evacuación a Irán, continúan su odisea, pero hacia el este. Y llegan, después de un viaje larguísimo en toda clase de medios de transporte —camiones, trenes, barcos— precisamente a la tierra de los mayores de Anand, la India. Y como la primita está enferma de tuberculosis, a la familia se le permite trasladarse del campo de refugiados de Maharashtra, al pie del Himalaya, donde, debido al clima templado, hay muchos sanatorios. Y así, cuando la niña se recupera, la tía se queda a trabajar en el sanatorio, y a los dos primos se los matricula gratuitamente en uno de los internados británicos por los que el lugar, Panchgani, es famoso, o por lo menos lo era. ¿Ha oído hablar de Panchgani?, quiere saber Hanka.
—I’m not sure —contesta Andy, y explica que él nunca ha vivido en la India y que sus raíces son de otra parte del sub-continente.
—Ah —prosigue su interlocutora algo decepcionada, como admite, porque quizá habría sabido que allí, en la misma St. Peter’s School de su primo Mietek, estudió unas décadas después una de las más famosas estrellas del rock de todos los tiempos.
¿A que no sabes quién?, le pregunta.
Anand no tiene ganas de pensarlo y dice, con sinceridad, que no es apasionado del rock ni de ningún tipo de música en particular, que escucha lo que se le presenta.
¿Y no conoce a Freddie Mercury?, sigue ella.
—Oh sure! —afirma Anand, y sonríe abiertamente. En parte porque es realmente una coincidencia absurda, en parte porque le hace gracia, lo enternece casi, que la vieja polaca, con su cruz de peregrina al cuello, se muestre tan orgullosa de que su primo estudiara en el mismo colegio que un famoso personaje del que lo primero que sabe es su homosexualidad, que vivió con agonía y muerte y ostentó en los escenarios.
—Amazing! —Sorprendente, en efecto.
La guerra la pasan los primos de Hanka en Panchgani, donde siguen un tiempo después de recibir la triste noticia de la muerte de su padre en Ancona, participando en la vida de la comunidad polaca y juntándose con los otros estudiantes refugiados, muchos de ellos huérfanos. Pero no sólo se relacionan con ellos, pues el colegio propicia el trato con otras personas, y de hecho sus primos aún mantienen contacto con sus ex compañeros indios. Es más: una chica que ha perdido a sus padres conoce en un tea party de la St. Peter’ School, abierto también a las alumnas polacas de la St. Joseph’s Convent, a su futuro marido: nada menos que el hijo de un marajá indio. Es decir, que al final, una de las compañeras y amigas de su prima Julka fue…, ¿cómo se dice princesa, maharaní?
—Sí, maharaní —confirma Andy, aturdido por el vino que la señora Hanka le hace beber en sus repetidos brindis por la amistad hindú-polaca. Porque aquellos tres años fueron realmente un periodo tranquilo para sus pobres primos, después de lo que pasaron, si bien hay que decir que tuvieron bastante suerte de no perder a la madre o a un hermano pequeño, como les ocurrió a tantos. Sí, muchas veces le ha dicho Julka lo mucho que para bien influyó en ellos la educación británica que allí recibieron. Y, naturalmente, ya podrá imaginar Andy la de veces que Julka le ha contado la fábula hecha realidad de la huérfana polaca que se casa con un marajá, aunque, desgraciadamente, muchos años después. Porque al final, cuando Polonia se hizo comunista y la India iba a independizarse, sus parientes se trasladaron a Australia. Y pasaron décadas antes de que sus primos, que entretanto fundaron hermosas familias australianas y conquistaron cierto bienestar, fueran a visitarlos. Fue una emoción grandísima ver de nuevo a aquellas personas con las que jugó de niña, de muy pequeña, digamos antes de que se hundiera el mundo. Sólo la tía, que ya en la India enviaba paquetes y siguió ayudándolos toda la vida, murió sin llegar a ver su tierra y a sus seres queridos.
Los ojos enrojecidos por el vino de Hanka Kowalska se llenan de lágrimas, le tiembla la barbilla, que le forma papada, y deja unos minutos el tenedor en el mantel.
—Sorry —dice después de enjugarse los ojos con la servilleta. Y añade que imagina que Anand ya habrá comprendido que son un pueblo muy sentimental, muy romántico—: Not like the English speaking, no.
Andy asiente, bebe otro trago de vino, que le quema ya antes de llegar al estómago, pero no puede menos que seguir hechizado por aquella mujerona que parece la antítesis de lo romántico: por su manera de comer, de hablar, por ese corpachón lleno de vitalidad que parece bien asentado en el presente. En fin, que se alegra de conocer a la señora Hanka Kowalska, y se apunta su dirección y le promete que le enviará una postal tan pronto como llegue a Estados Unidos.
—Oh, from America! —contesta ella, dispuesta a contar la historia de otros parientes que emigraron allí después de otras tantas peregrinaciones por el mundo. Pero entonces se presenta Edoardo y dice que es hora de irse.
Es cierto que ya están con el café y aun con la grapa o el limoncello, pero los polacos siguen sentados a la mesa.
También Edo, a juzgar por el olor del aliento que echa al decirle, en tono seco: «Socio, tenemos que irnos», se ha soplado alguna copa. Pero cuando le ve la cara, Anand se levanta enseguida.
—¿Qué pasa? ¿No te encuentras bien?
—Estoy hecho polvo. Me llevas a dormir o me muero.
—Vale, vale, vamos.
Pero Andy no sería Andy si no se dejara apretujar y besuquear por Hanka Kowalska ni se despidiera de todo el mundo antes de reunirse con Edoardo, que lo espera apoyado en la puerta del comedor como una fregona boca arriba. También él ha bebido mucho, está cansado y siente náuseas, y no se da cuenta de hasta qué punto su amigo está mal.
—¡Aire! —exclama, en cuanto sale del transatlántico hotelero, parándose a unos pasos del umbral a respirar con los ojos cerrados.
Si hay un momento en que corren el riesgo de tener un accidente y por tanto sufrir las consecuencias que Edoardo teme, es éste, pero llegan sin problemas y se dejan caer en la cama matrimonial. Sin ni siquiera mirar los móviles ni apagarlos. De hecho es otra vez «Grazie Roma!» lo que los despierta. Esta vez contesta Andy, porque Edoardo no rebulle.
—Eh, que era tu chica sueca. Está preocupada. Te manda muchos besos.
—Ya.
—Edo, ¿qué te pasa? ¿Te duele la cabeza? ¿Tienes ganas de vomitar? Ya he quedado con las suecas para después de cenar, y espero que no tengamos que darles plantón.
—No, no, estoy mejor. Lo peor de la borrachera ya ha pasado.
Anand espera que Edo se vuelva hacia él o al menos le pida una aspirina, pero no ocurre ninguna de las dos cosas. Y cuando va al baño a tomarse él mismo una aspirina y cierra el grifo, oye a Edo prorrumpir en sollozos. Se queda sin saber qué hacer. Se sienta un momento en el inodoro, con el vaso de agua efervescente en la mano, esperando a que al amigo se le pase. Pero no, no se le pasa, al contrario, solloza más fuerte. Movido no sabe si por la compasión o por la incredulidad, sale del baño y se queda de piedra al ver que Edoardo Bielinski, de espaldas, está agarrado a la almohada y da sacudidas como una rana electrizada, en su camiseta naranja holgadísima.
—Edoardo, ¿qué pasa?
—Que he encontrado a uno de los desaparecidos, eso pasa. Por fin se vuelve y lo mira con sus grandes ojos azules, empañados por el alcohol y el dolor.
—Cierra un poco la ventana y te lo cuento. Anand se sienta en la silla del escritorio y por segunda vez ese día escucha una historia, una historia polaca.
—Estaba hablando con Janusz cuando se presenta un señor anciano y le pregunta si puede hablar conmigo. Que quiere darme las gracias. Me coge las manos y me las estrecha. «Yo», me dice, «también combatí, pero con los rusos, con el general Berling. Y gané muchas medallas.» ¿Sabes quién era Berling, socio? —Uno al que Anders consideraba un traidor, un vendido, si no me equivoco…
—Yo tampoco lo sé muy bien, puedo decirte que estaba al mando de una unidad dependiente del Ejército Rojo. Muchos polacos deportados, por lo que sé, tuvieron que enrolarse en ella porque no tenían otra opción. El caso es que el viejo es de un pueblecito de los Masuri y tenía una nieta, Ania. Al parecer la pequeña tenía gran afición a la danza desde que iba a la escuela, pero mientras que con el comunismo habría entrado en una escuela del Estado, ahora había que pagársela. En fin, que para realizar ese sueño, este hombre y su mujer se gastaron todos los ahorros. Mandaron a la muchacha a la mejor escuela de danza clásica de Varsovia, aunque al final no hace carrera y se limita a bailar en algún que otro programa de televisión. No sólo era buena bailando, también era guapa, su abuelo me enseñó una foto. Muy guapa. Como una modelo, como una belleza inalcanzable. Un día conoce a un tal Tomek, que le promete que en Italia hay muchas más posibilidades porque allí está la moda. Los abuelos se enteran cuando Ania y su madre los visitan en el pueblo por Navidad. El viejo no las tiene todas consigo porque no se fía de esos jóvenes que no se sabe cómo han hecho dinero, parece que le dijo a su hija. Pero la hija se ríe diciéndole que es un hombre de otros tiempos, y que incluso está celoso.
—Creo que ya sé por dónde van los tiros, Edoardo…
—Sí, pero escucha. Parece que la tal Ania no estaba tan convencida, porque quería ser bailarina, no modelo. Pero entonces les llega la respuesta de que la joven podría entrar en una escuela estadounidense que, según el abuelo, es como la de la serie de televisión, pero aún más prestigiosa. Y para pagarse el viaje a Nueva York deciden intentar lo de Italia.
—¿Juilliard School?
—¿La conoces? ¿Cómo es eso? ¿También tienes ahí parientes?
—Sí. Mi prima Deva estudió en su conservatorio. It’s really very prestigious as a college for fine arts. Sigue.
—Nada, lo demás es lo que ya sospechas. Ania va a Italia con Tomek. Manda regalos, manda dinero, manda fotografías. Sobre todo a su madre, por correo electrónico, que ella imprime y enseña a los abuelos. Fotos hechas en lugares de lujo, no sólo de Italia. El abuelo dice que en una se la ve abrazada a Alain Delon, y en otras con mucha gente famosa. Recibe un montón de postales, incluso una de la Estatua de la Libertad, en la que dice: «Pronto estaré aquí, ¡gracias abuelo, gracias abuela!». Pero luego, de pronto, Ania desaparece. Ania no contesta, Tomek tampoco. Al final, su madre va a la policía y denuncia su desaparición. Dicen que harán lo que esté en su mano, pero que no pueden investigar en medio mundo. Y esperan. Esperan desde finales de verano a principios de invierno. De lo que ocurrió no se enteran los abuelos hasta tiempo después. A la madre de Ania la llaman a Olbia y la llevan al depósito de cadáveres. Allí tenían hacía meses el cadáver de una mujer que podría ser su hija. Ahogada en aguas de la Costa Esmeralda. Le enseñan las joyas que llevaba puestas, las comparan con las de las fotos de Ania que la madre se ha traído, reconocen dos anillos. En esto el viejo se lleva la mano al pecho y saca de debajo de la camisa uno de esos estuches de viaje donde se guardan las cosas para que no nos las roben. Lo abre, saca un anillo e insiste en que lo coja. Yo lo sostengo en la mano, él se queda mirándolo y dice, emocionado: «Ania, Anusia». Yo me sentía fatal, Andy, allí con el anillo en la palma, como Frodo Baggins. Aquel puto anillo era igual que uno que lleva tu madre, uno que gira, ¿te das cuenta?
—¿De rayas, con nuestro logo en los bordes? ¡Cielos, qué horror!
—Da miedo, sí. Pero lo que me ha destrozado no es eso. Ni quizá tampoco que nunca se descubrirá cómo murió, ni que al poco murió también la abuela, de dolor, se diría, y entonces el viejo se mudó a Varsovia. Tú lo has entendido enseguida. Pero el abuelo no, él me ha contado la historia de su nieta como si fuera una desgracia sin sentido. ¿Cómo pudo ocurrirle eso a la nieta precisamente ahora? Repetía: «No queríamos que nos devolviera el dinero que le dimos». ¡Qué lástima me daba este pobre anciano polaco, al que seguro que mi abuelo Wladek tomaría por comunista!
—¿Pero tú crees que no entendía o que se avergonzaba?
—No lo sé. A lo mejor no quería entender, o quizá era la madre de Ania la que no quería entender. «Perdí a mis padres en la guerra, me deportaron, me hirieron dos veces», me decía. «Me han operado varias veces por secuelas de una de las heridas. No he vuelto a ver a mi hermano, que se quedó en Occidente. Pero entonces era joven. Y ahora que soy viejo debo cuidar de mi hija. Sé hacer de todo, digamos que he acabado siendo un buen amo de casa.»
—That’s heartrending…
—Sí, es conmovedor. ¿Qué se puede hacer ante una persona destrozada por la culpa de algo con lo que no tiene nada que ver? ¿Tratar de localizar al maldito Tomek ese? Seguro que no es imposible, ¿verdad? ¿Y entonces? Aunque al mierda lo condenaran por proxeneta, ¿qué ganaría él?
—Nothing. Sólo más tristeza.
—¿Sabes? Mientras sostenía ese anillo maléfico, pensaba por primera vez que a lo mejor, en ciertos casos, sería mejor que los desaparecidos siguieran desaparecidos. En cambio, el viejo no paraba de darme las gracias por lo que estoy haciendo, de decirme que, ante la tragedia, por lo menos se tiene derecho a la verdad. ¡Qué ironía, Andy!
Éste le pregunta qué pretende hacer ahora.
—Nada. Ahora voy a darme una ducha y luego nos vamos con las suecas, hasta que se me pase. ¿Cuál es la que ha llamado?
—Gunnel.
—Pues a por Gunnel, si Dios quiere.
Mientras Edoardo Bielinski está en el baño, Anand baja a decir a la señora del Bed & Breakfast que parten al día siguiente y paga con la tarjeta de crédito que tiene desde hace poco, en vista de su traslado a Estados Unidos. Iniciativa, sin embargo, que no comunica a su socio hasta el día siguiente.
A la mañana siguiente, no muy temprano, aunque todos siguen durmiendo en la villa turística sueca, Andy vuelve a Cassino y hace las maletas y las carga en el coche. Cuando regresa a Baia Domizia, el guardián se niega a dejarle entrar, por lo que tiene que despertar a Annika.
—This is my boyfriend —dice, viniéndole al encuentro en chanclas y con el pelo revuelto, y lo confirma dándole un beso soñoliento. No le pregunta adonde ha ido, se lo lleva a la cama y le quita el polo, oyendo a Edoardo roncar en la otra habitación del bungalow.
—Like a walrus —son las últimas palabras que Andy pronuncia: realmente, como una morsa.
Anand Gupta y Edoardo Bielinski pasan los últimos días de vacaciones de Annika y Gunnel en el complejo La Serra, mientras que a Kerstin, que es por la que en realidad están allí, se la llevan sus padres la primera noche. Naturalmente, Andy se excusa con el padre de Kerstin, el abogado Per Tore Svensson, por la inesperada molestia y propone pagar la parte que les corresponde, y es otra de las ocasiones en las que le viene bien que no lo vean ruborizarse.
Pero se trata de muchachos legales y simpáticos, y son cosas con las que hay que contar si uno quiere pasar por lo menos parte de las vacaciones con la hija mayor.
—Just tell me if you have some nice friend to introduce to our Kerstin. —El abogado se ríe cuando les pregunta si tienen algún amigo para presentárselo a Kerstin, y lo único que acepta es que acompañen a las chicas al aeropuerto.
Al final, ya en la cola de facturación del aeropuerto de Fiumicino, Edoardo es el que más lamenta partir. Gunnel se ha revelado nada menos que apasionada del fútbol, deporte que entiende, e incluso no desdeña correr tras un balón. En la portería es más dura de lo que parece, y que se pirre por Zlatan Ibrahimovic («es el mejor», repite al socio, al que no podría importarle menos) y llame a Edo «Franscescottotti», sólo lo molesta en broma. Al revés, se nota que cada vez le gusta más la muchacha, que está decidida a estudiar leyes y especializarse en derecho internacional. Pero también Gunnel, aunque se burle, está entusiasmada con lo que Edoardo ha hecho en el cementerio de Montecassino, y promete que pegará en la puerta de su habitación uno de los últimos volantes que han encontrado bajo el asiento del Citroën.
«For my Zlatanona. The one I found while looking for the lost! Love», escribe Edoardo con bolígrafo verde. «Para mi Zlatanona, a la que encontré mientras buscaba a los perdidos, con amor.»
A finales de verano, Edoardo le comunica a Andy que sigue sin saber qué estudiar, pero que sabe perfectamente dónde hacerlo: en Estocolmo. Quiere matricularse allí en un curso de idiomas y buscarse algún trabajillo, y también el profesor Bielinski piensa que aprender sueco bien vale otro semestre u otro año perdido.
Y una mañana, cuando Edoardo se levanta y ve que fuera caen las primeras nieves del año, encuentra en el ordenador un correo de Andy que le manda desde Cambridge, Massachusetts, mientras en Suecia era plena noche.
Querido socio:
Hoy he pensado mucho en ti. Primero porque he sacado de la biblioteca el libro del general Anders, que no llegué a terminar. No habría podido resumírtelo, si hubiéramos ido a ver a tus abuelos. En parte, claro, porque los últimos días estuvimos muy ocupados, pero no sólo por eso. Al principio la lectura me apasionó realmente, por todas las cosas increíbles que ese hombre hizo y vivió, la fuga a caballo, la prisión en condiciones inhumanas, la misión de crear un ejército y de salvar el mayor número de mujeres y niños. Y también por las cosas tremendas que cuenta, como esos vuelos de una punta a otra del mundo, pasando por los lugares más impensables, de Rusia a Inglaterra con escala en Egipto, sobrevolando el lago Tanganika, aterrizando en el Congo y en Gibraltar: rutas absurdas, aviones medio desvencijados, uno que se congeló y amenazaba con precipitarse, aunque esto no lo supo el general hasta que se despertó en el punto de partida. O que cuando iban a hablar con Stalin, él y los demás delegados polacos recibieron en el hotel montones de llamadas de desconocidas rusas que decían haberse equivocado de número. O que incluso cuando hablaban a solas en la habitación, lo hacían en voz baja y dando al mismo tiempo golpecitos con una cuchara en la mesa. Cosas de película, vamos, más que de película, pero que eran verídicas. Luego, sin embargo, perdí el interés, no creo que sólo por Annika. Empecé a darme cuenta de que me costaba entrar a fondo en la historia. Y si tanto me fascinó al principio, era quizá por eso. Es difícil explicarlo, te pondré un ejemplo. ¿Te acuerdas de Kung-fu Panda? ¿Recuerdas una de las primeras escenas, cuando el gordo sueña con convertirse en el Guerrero Dragón, pero a su padre le dice que ha soñado con una sopa de fideos? El padre se pone contentísimo de esa buena señal del destino, pues desde generaciones su familia cocina sopa de fideos. Quizá también yo necesitaba imaginarme algo distinto de lo que son mis fideos, también yo quería soñar algo heroico. Sólo que no es mi dimensión. Esas ganas vuestras de meteros en la historia hasta el cuello, de luchar hasta el final…, también vosotros, durante generaciones, de abuelo a nieto, en realidad yo no las entiendo. Me gusta, como me gustó mucho tu experimento ante el cementerio, pero no me pertenece. Retomar este libro y enfrentarme a las impresiones que entonces tuve no hace sino confirmarlo. También yo entiendo ciertas cosas, pero por otras vías. Por ejemplo, la de las golondrinas. Cuando miraba aquel nido en la bóveda del pasillo, enseguida pensé que durante la batalla no habría podido estar allí. Y, sin embargo, al menos cuando combatieron los hombres del general Anders, era mayo. O sea, ya tendría que haber golondrinas. Allí no podían estar, desde luego, la abadía había sido derruida. Pero tampoco podían anidar en otra parte, porque todo eran escombros. Y ni siquiera podían volar sin peligro porque en el frente se disparaba alto y los bombarderos no cesaban de hacer pasadas. Y me pregunté: ¿dónde estaban las golondrinas durante la guerra? Y repasé mentalmente todos los escenarios de la segunda guerra mundial, al menos los que estudiamos en el colegio: Europa, África del norte, Rusia, Indochina, Pacífico. He visto bandadas enloquecidas de estas pobres aves negras, en todo el mundo. ¿Lo entiendes, Edo?: para hacerme una idea exacta de lo que me estaba contando vuestro general, he pensado en las golondrinas. Por eso —te cuento lo último— he decidido cultivar este interés compaginándolo con mis estudios. De momento he descubierto el Museum of Comparative Zoology, asociado con la universidad que organiza diversas iniciativas. Al pequeño Andy Gupta le gustan los pájaros, como dijiste justamente.
No te pongas muy moreno allá en el país de los vikingos y dale un gran beso a Gunnel.
Yours, forever,
Anand