Charles Maui Hira acababa de cumplir veintiún años, la edad requerida para enrolarse en el 28.° Batallón, y aún no había cumplido los veintidós cuando el 1 de mayo de 1940 partió en el Aquitania desde el puerto de Wellington. Al llegar a Montecassino, sin embargo, tenía casi la misma edad que su nieto Rapata cuando éste, muchos años después, se dirigía a la puerta de embarque del vuelo Auckland-Dubái, la primera etapa del viaje que él, soldado neozelandés, había tardado cuatro años en completar. Cuatro años, y los primeros meses los pasó a bordo de aquel barco, esperando una meta que en medio del océano parecía inalcanzable, y sin saber durante mucho tiempo cuál era su destino, aparte de que iban a la guerra.
Rapata Ihipa Sullivan nunca había salido de Nueva Zelanda y ahora, ante la puerta de embarque, pensaba en su abuelo diciéndose que las veintisiete horas de vuelo que lo esperaban, si todo iba bien, nada eran comparadas con aquella travesía. Procuraba así combatir la ansiedad del vuelo y el cansancio. Había dormido mal, lo había preparado todo deprisa, y quizá prefería no estar allí. Pero Charles Maui Hira había reservado aquel pasaje de avión —en el mejor avión, un vuelo de Emirates con una sola escala— muchos meses atrás, y se había pasado toda la vida ahorrando el dinero para el viaje.
No era justo que su abuelo se hubiera apagado así, de pronto, como se apaga un frigorífico o la radio que él mismo había reparado muchas veces. No era justo que hubiera muerto justo en vísperas de su viaje a Italia. La medalla que Rapata, tieso en una de las famosas butacas árabes, más anchas y cómodas que ninguna, apretaba en la mano esperando que el avión despegara, tendría que habérsela puesto él, Charles Maui Hira, el día de la conmemoración del sesenta aniversario de la batalla. Y, en cambio, la había llevado por última vez en el ataúd: durante dos días, hasta que cerraron la caja y alguien con derecho a tocar el cadáver se la quitó y la entregó a Rapata.
Su padre llegó al entierro a última hora y se reunió con Rapata en la marae, el lugar de encuentro y oración, donde estaba Charles Maui Hira de cuerpo presente. Había tráfico en Auckland, le dijo, y había tardado una eternidad en abrirse paso a través de la gente que llenaba el recinto. «Hay también algún morehu», comentó, «con el pecho lleno de medallas.» En efecto, también Rapata había visto a los veteranos. No los conocía, pero los reconoció por el uniforme. Con la edad, en vez de engordar, aquellos ancianos se habían acecinado. Rapata no contestó a su padre, y dio gracias por el hecho de que hablar, para los kiri mate, los parientes cercanos del difunto, era tapu, estaba prohibido mientras durase el rito fúnebre: prohibido hablar, tocar el cadáver, comer. Aunque sólo lo tenían prohibido ellos. Los demás podían reír y bromear; de hecho, incluso estaba bien visto. ¿Qué podía esperarse de su padre, pues, sino que se burlara del muerto y de sus camaradas? Bastante era que hubiera acudido. Rapata observaba a su madre junto al catafalco, vestida de luto y tocada con una corona de kawakawa: había llorado tanto desde que estaban en la marae que ahora podía mirar a su marido con ojos secos y severos, aunque enrojecidos. Su padre se quedó al banquete y se emborrachó en el po whakangahau, el velatorio del último día. Pero a la mañana siguiente, cuando después del entierro fueron a purificar con ofrendas y oraciones la casa de Charles Maui Hira, había desaparecido. Desde entonces no sabía Rapata nada de él. No se explicaba, pues, cómo se había enterado su padre de que viajaba a Italia, y seguía diciéndose que había sido un estúpido por haber contestado al teléfono al ver que era él.
El dinero del abuelo, ése era el asunto. El dinero que Rapata gastaba en aquel viaje que, en todo caso, habría tenido que sufragar el gobierno; el dinero que tendría que quedarse él, Rapata, para jugárselo, o gastárselo en putas, o comprarse una Harley, o matricularse en un máster de economía, o, si no sabía qué hacer, darle un poco a su padre, un hombre lleno del mana de un auténtico maorí, no como el viejo, que por haber servido a la Corona medio siglo antes en la otra punta del mundo se creía un héroe.
—Olvídalo —contestó Rapata riendo con amargura.
—Eres tonto —dijo su padre, y volviéndose hacia quienes Rapata supuso que eran los amigos de aquél, un hatajo de medio delincuentes o delincuentes completos con los que se juntaba, repitió, en voz muy alta, como hablan los borrachos—: Mi hijo es tonto, les lame el culo a los pakeha, es poco hombre, como su abuelo, un kupapa.
Y Rapata los oía reír, atronar con risas desaforadas en aquel bar mierdoso en el que se reunían todas las noches.
—Bien, papá, ya has hecho el numerito ante tus amigos, ahora basta. —Y colgó.
Desde que su padre los abandonó, y sobre todo desde que dejó de ser para él una figura en la que creer, pese a que tuvo una juventud legendaria como jugador promesa de los All Blacks, pese a que militó unos años en el movimientos por los derechos de los maoríes, todo lo cual ocurrió antes de que él naciera, aunque su padre seguía jactándose, Charles Maui Hira pasó a ser su punto de referencia. Esto era lo que hacía rabiar a su padre, cuando recordaba que tenía un hijo: que Rapata hubiera preferido a aquel hombre, que no había salido de su aldea natal a orillas del río Waikato, vestía chaquetas de tweed y se engominaba el pelo, a él, que partió a la conquista de la ciudad y llevaba en la espalda, pecho, piernas y nalgas el moko, el tatuaje tradicional indígena. Aunque lo que Rapata, por su parte, no le perdonaba a él era esto: que le hubiera descubierto que todo aquello que parecía auténtico, viril, señal del mana de un guerrero, como aquellos diseños grabados en su cuerpo macizo, era en realidad falso y vano, como lo era la infinidad de necedades que su padre decía para impresionar a quienes no lo conocían, el único talento, la única verdadera cualidad que tenía.
Kupapa. Era el insulto que recibían los maoríes que se aliaron con los blancos, los pakeha, para luchar contra otros maoríes. No hubo, sin embargo, siervos de los blancos entre las tribus de Waikato, que entre 1863 y 1865 rechazaron la invasión de las tropas coloniales, ni los hubo casi tampoco en 1916, cuando la reina Te Puea Herangi mandó que su gente, su iwi, no combatiera por aquellos que los despojaron de la tierra de sus ancestros. Los Waikato obedecieron a su soberana hasta que los pakeha los obligaron a alistarse por ley, y a quienes se negaban los enviaban a las trincheras de Flandes o de los Dardanelos. En 1939 Te Puea relajó la prohibición y permitió que sus súbditos se enrolaran voluntarios en el 28.° Batallón. Unos lo hicieron por huir de la miseria, otros por ver mundo, y muy pocos del iwi de Waikato por abrazar el ideal que inspiró la creación del Batallón Maorí. Mucho le costó a Sir Apirana Ngata, diputado del partido laborista, conseguir que el Parlamento aprobara la formación de una unidad exclusivamente maorí que combatiera codo con codo con los pakeha y mezclara su sangre con la de ellos, para que pudieran verse recompensados con el reconocimiento de su identidad neozelandesa. Para que pudieran pagar «el precio de la ciudadanía», como dijo Sir Ngata: por eso Charles Maui Hira se había alistado voluntario y por eso en su aldea lo llamaban kupapa.
Con todo el desprecio que sentía por su padre, aquella palabra hería a Rapata como si fuera una marca a fuego, le dolía mucho más que el moko que se tatuó en el brazo cuando tenía dieciocho años o lo que le dijo su abuelo la primera vez que lo vio mirándose el torso:
—Sí, Rapi, ya veo que vuelve a estilarse. Pero no olvides que, antiguamente, los guerreros valientes confiaban en su mana interior y no tenían que simularlo con una coraza de tinta. Nosotros éramos guerreros, hasta el mariscal Rommel lo reconoció, y no íbamos tatuados.
—De acuerdo —rebatió Rapata con rabia, chasqueado por el comentario, aunque era de esperar—, pero reconocerás que si no os tatuabais era porque los pakeha os habían dicho que eso era de salvajes y primitivos, y vosotros no queríais parecer salvajes y primitivos, queríais ser como los pakeha.
—Supongo que es verdad. Pero el caso es que combatimos.
Charles Maui Hira se había pasado la vida queriendo demostrar que ellos fueron guerreros, no kupapa, no colaboracionistas. Ahora, Rapata, sobrevolando el Pacífico, empezaba a preguntarse si crio al nieto con tanta dedicación también por eso: porque necesitaba que alguien de su sangre lo absolviese, que diera la cara por él ante los antepasados que murieron luchando contra los pakeha, que visitara la tumba de sus camaradas, que tomara el relevo. Era evidente que no bastaba con pagar un billete de avión en lugar de que se lo pagara el Estado. El precio de la ciudadanía era más alto, era el precio del sacrificio no hecho derramando sangre, era una deuda que las privaciones, renuncias y ahorros de aquellos años de posguerra no habían podido saldar.
Quizá era efecto del vuelo en avión —del aire acondicionado, del cinturón que lo sujetaba a la butaca, del árabe que llevaba sentado al lado leyendo el Financial Times y que invadía su espacio cada vez que pasaba página—, pero ahora que volaba a Italia sintió de pronto el vacío que dejaba su abuelo como nunca lo había sentido. En el funeral lo habían protegido la rabia contra su padre, la presencia de todos aquellos morehu en uniforme que recordaban a Charles Maui Hira como él quería ser recordado, el afecto de personas a las que Rapata conocía desde niño, la misma marae, en la que había asistido a bodas, fiestas, comidas especiales, y cuyo olor a madera le era familiar.
Cerró un momento los ojos, con fuerza. Luego miró por la ventanilla, por la que nada había que contemplar, salvo el cielo.
Antes de verse allí, ante aquel vacío azul, Rapata Sullivan nunca había sido consciente del dolor de Charles Maui Hira. No porque su abuelo le hubiera ocultado el lado oscuro de su vida en la guerra, sino porque lo presentaba como algo secundario, que no era nada comparado con la grandeza de aquel pasado, y que hacía más gloriosas las hazañas del 28.° Batallón. Además, él era un niño. ¿Qué podía comprender entonces, si seguía siendo aún muchacho, de la misma edad que tenía su abuelo cuando combatió en Montecassino?
—Hemos visto mundo, Rapi —le decía muchas veces—. Combatimos en el Monte Olimpo, en las Termopilas, en Creta, en Egipto. ¿Sabes lo que había en Creta? Un minotauro, que era un monstruo mitad toro, mitad hombre, que devoraba a los niños y niñas que el rey de la isla le sacrificaba para tenerlo amansado, en una especie de palacio llamado laberinto. Hasta que un día lo mató un muchacho más astuto y valiente.
—¿Y cómo lo mató, koro? ¿Le disparó con un rifle?
—No, entonces no había rifles, esto fue hace mucho tiempo, muchos siglos antes de que los maoríes llegaran a Aotearoa desde las islas vecinas. No sé cómo lo mató, quizá con un puñal, con una espada.
—¿Fue antes de que construyeran las pirámides de Egipto, como la de la foto de la cocina?
—Es posible, Rapi, nunca me lo he planteado. Pero todos nos explicaban, salvajes que veníamos de la otra punta del mundo, que eran monumentos antiquísimos y representaban algo muy valioso, la cuna de la civilización. Aunque a mí, la verdad, me gustó más el palacio de Creta, en el que había delfines azules pintados en una pared y yo me sentía como en casa. Hasta me daban un poco de nostalgia.
—¿Dices el palacio del monstruo, koro?
—No, el del rey, el del amo del Minotauro.
—¡Pero era malo! ¿Qué importa que tuviera un palacio bonito si era malo?
—Y creo que no fue ese rey el que mandó pintar los delfines, sino otro que hubo después, un sucesor. Quizá siglos después. Además, Rapi, estas historias seguro que no eran muy verdaderas, como las nuestras, las historias que creíamos antes de que los pakeha trajeran a Jesús.
—¿Como la de Tumatauenga, que por tener espacio y luz quiere separar a Rangi y a Papa y matarlos, aunque son sus padres? ¿Como la de Maui? ¿Me cuentas la historia de Maui, koro?
—Otro día. Como te digo, nuestra primera acción fue en el Monte Olimpo, donde los antiguos griegos creían que vivían sus dioses: el dios del cielo, el dios de la guerra, el dios del fuego, incluso el del mar. Y creían que, cuando luchaban, los dioses los observaban desde arriba e intervenían a favor de unos o de otros. Pero nosotros, cuando subimos, no encontramos más que minas, alambradas y alemanes.
—¿Y matasteis a muchos?
—No, no muchos. Era sólo el principio, Rapata. Todo esto nos lo contó por la noche, en el campamento, el mayor Dyer, que era el único oficial pakeha de la compañía. Decía que cuando acabara la guerra quería ser maestro, era evidente que tenía vocación. Nosotros estábamos muy cansados, y muy excitados por hallarnos al fin en el frente, y hacíamos preguntas estúpidas que lo irritaban. Mayor, ¿por qué estos pakeha de otros tiempos ponían a todos sus dioses en lo alto de un monte, tampoco muy alto? A nosotros nos parecía ridículo, o por lo menos extraño. Éramos una cuadrilla un poco indisciplinada, pero estábamos muy unidos, algo muy importante para la moral de una compañía, y el mayor Dyer lo sabía. Recuerdo que un muchacho, que tendría como mucho dieciséis años cuando se enroló, aunque dijera que tenía veintiuno, le preguntó: «¿Y creían también los antiguos griegos que descendían de Tamatauenga, o como se llamara su dios de la guerra?». «No», contestó el mayor Dyer. Y se quedó pensando. «No creo que los griegos supieran de quiénes descendían.» «¿Y los salvajes somos nosotros, eh mayor?», dijo alguien en la oscuridad, no sé quién. Pero el mayor seguía absorto y no hizo caso. «Lo que sí puedo deciros es que creían que la guerra era la madre de todas las cosas.» No sé si, aparte de mí, lo oyó alguien más, y quizá yo habría olvidado esas palabras si no las hubiera repetido en Creta, donde los alemanes cayeron del cielo en paracaídas. Resistimos la invasión con todas nuestras fuerzas, pero al final tuvimos que retirarnos y sufrimos muchas bajas. Fue entonces cuando el mayor dijo otra vez que para los griegos, que se llamaban a sí mismos «mortales», la guerra era la madre de todas las cosas. Fue la primera vez que vi morir a un compañero.
—¿Y cómo murió, abuelo? ¿Escupió sangre?
—Dejémoslo correr, hijo, no son cosas para ti. Por hoy ya está bien, a dormir.
¿Cómo no había advertido, se preguntaba Rapata, ni siquiera de mayor, que su abuelo siempre acababa sus relatos así, sin entrar en el lado oscuro, y enseguida se retiraba? ¿Acaso ese lado oscuro ensombrecía los recuerdos gloriosos? ¿Cómo no había advertido que había cosas de las que no hablaba, aunque las hubiera mencionado? Por ejemplo, el cautiverio, aunque él sabía, por haberlo aprendido en la escuela, que en el mismo campo de concentración E 535 de Milowitz, los prisioneros kiwi editaban un periódico, el Tiki Times, del que Nueva Zelanda seguía preciándose. Todo lindaba con el lado oscuro: el Minotauro devorador de niños, los dioses del Olimpo, comandantes caprichosos y eternos de ejércitos enemigos, las Termopilas, donde trescientos espartanos detuvieron el avance del inmenso ejército persa, el mismo número de soldados maoríes que cayeron en Italia.
—Nosotros, Rapata, éramos como ellos, estábamos mucho más unidos que los pakeha, dábamos la vida por los demás sin vacilar, y quien nos eligió para encabezar la ofensiva en Montecassino lo sabía.
Maldita sea, pensó Rapata, con una vehemencia que lo sorprendió, perdida la mirada en el vacío azul. Lo cierto es que en Montecassino lucharon en vano, y su derrota ni siquiera contribuyó a una victoria. Lo cierto es que, mira por dónde, para el segundo ataque mandaron a los maoríes y los indios, sobre todo. Y a los gurkha nepaleses, que según Charles Maui Hira también eran muy valientes. Para eso servía haber tenido un imperio que dominó durante siglos medio mundo: para utilizar al buen soldado indígena como carne de cañón. Pero en los reportajes y documentales de la BBC nunca había visto Rapata que entrevistaran a un superviviente de color. El precio de la ciudadanía que los maoríes pagaron había sido un sesenta por ciento más elevado que el pagado por los pakeha, ¿y qué habían sacado? Solamente placas y monumentos y que se hablase de ellos en marae y escuelas todos los 25 de abril, día del ANZAC, que conmemora a los caídos en la guerra. Eso y que más de la mitad de los soldados del ejército neozelandés sean maoríes. Esto es lo que hemos sacado, koro: el privilegio de morir los primeros y en mayor número. Salud, koro, kia oro, cheers!
Habían servido la cena y Rapata, siguiendo el ejemplo de su vecino árabe, había pedido también whisky, que daban gratis, cuando lo que solía tomar, por desprecio a su padre y por obediencia a su abuelo, era alguna que otra cerveza. Ahora, sin embargo, después de devorar una pechuga de pollo con arroz especiado y zanahorias, brindó con el vaso en alto y lo apuró de un trago, dejando que el alcohol, al que no estaba acostumbrado, le abrasase la garganta y le hiciera llorar.
Como preparativo del viaje Rapata había querido refrescar sus conocimientos sobre el 28.° Batallón y Montecassino, pero ahora percibía que las palabras leídas en los libros que llevaba en la mochila amenazaban con borrar lo que Charles Maui Hira le había contado.
Y es que tenía miedo: miedo de que aquel viaje a Montecassino acabara con todo lo que su abuelo había sido para él.
Quizá hubiera sido mejor tomar él la iniciativa, y en vez de gastarse el dinero en ir allí a escuchar discursos y participar en oraciones, emplearlo en buscar en Polonia la mina en la que su abuelo había estado preso y de la que Rapata sólo sabía una cosa: que la moneda más valiosa allí se llamaba papiroski; «cigarrillos», le tradujo su abuelo cuando le dijo que conocía la palabra porque la había oído en Libia, donde ellos y los polacos derrotaron al Afrika Korps de Rommel con el asedio de Tobruk.
Sí, quizá tenía que hacer lo contrario de lo que habría hecho Charles Maui Hira, y en lugar de asistir a la glorificación oficial, tratar de conocer el lado oscuro. Traicionar su memoria, pero para salvarlo.
Quizá su padre no se equivocaba, y él, Rapata Ihipa Sullivan, era efectivamente poco hombre, un hombre a medias, mitad hijo de un padre que fue un rebelde y acabó siendo un resentido y que le puso nombres maoríes aunque vivían en las afueras de Auckland, y mitad nieto de un abuelo que lo crio en la aldea, obligándolo a estudiar, a ordenar su habitación y a hablar un inglés no demasiado contaminado, y que lo castigaba con una calma implacable cada vez que transgredía la ley de su disciplina.
Un día, cuando tenía unos doce años, en vez de ir a la escuela, se fue a pescar con los amigos y no regresó a casa hasta muy tarde. «Si vuelves a hacer una cosa así», le dijo Charles Maui Hira, «si crees que puedes saltarte el deber por diversión, te mando con tu madre a Auckland.» Y no volvieron a hablar del tema, ni aquel día ni nunca.
Aún recordaba cuánto lo insultó entre dientes. ¿No podía comprender su abuelo que por una vez, una sola vez, no había querido decirles que no a los amigos? Después de todo, él era casi el único de los compañeros, no sólo de la aldea de Waikato, sino también del barrio de Auckland, que había ido a la universidad y el único que se había sacado una carrera, y quien se burlaba de él por haber elegido sociología en la especialidad de «estudios postcoloniales» no fue su abuelo, sino su padre.
Su vecino de asiento dormía con la boca abierta y la cabeza colgando de su lado; en el avión no quedaban encendidas más que las lucecitas de los que leían. Ahora que volvía a pensar en sí mismo y olvidaba el misterio del soldado raso Charles Maui Hira, también a él le entró sueño. Procuraría dormir hasta que aterrizaran, y ya tendría tiempo de leer al día siguiente, en el trayecto Dubái-Roma, si le apetecía.
Al teniente coronel R.R.C. Young, y a los oficiales, suboficiales y soldados del 28.° Batallón Maorí.
Recibo con orgullo vuestra carta. Será siempre uno de mis bienes más preciados. Futuras batallas os esperan, pero para mí han acabado y no volveré a planear las vuestras, será cometido de otros ayudaros en vuestras campañas. Sin embargo, no dejaré de congratularme por vuestras victorias ni de lamentar vuestras bajas. Sé que nunca olvidaréis que la fama de vuestro gran batallón y el honor de vuestro pueblo dependen de todos y cada uno de vosotros. He tenido el privilegio de haber estado al mando del Batallón Maorí en muchos combates, y es una de las cosas que tengo a más honra. Ahora ha llegado el momento de despedirse. Os doy las gracias a vosotros y a todos aquellos que sirvieron antes que vosotros, y os deseo lo mejor. Gracias de todo corazón.
Howard K. Kippenberger,
general de división
Rapata leyó esta carta y se emocionó. Había abierto el libro sobre el Batallón Maorí al azar, o, mejor dicho, se había abierto él solo por el marcapáginas que su abuelo había introducido sabe Dios cuándo. El avión hacía una escala de dos horas en Dubái y Rapata no sabía qué hacer en el aeropuerto. Había recorrido kilómetros de tiendas, se había comprado una Coca-Cola carísima y se había sentado al final de una especie de avenida de palmeras, no se sabía si verdaderas o artificiales, pero tan altas que casi llegaban al techo. Se preguntó qué habría hecho Charles Maui Hira de haber estado en su lugar. Nada, no habría hecho nada, se dijo; habría buscado la puerta de embarque y habría esperado allí, olvidado de todo y de todos. Y eso era precisamente lo que Rapata no conseguía hacer.
Quizá una de las causas de que la carta del alto comandante neozelandés lo impresionara tanto era la esplendidez del aeropuerto, que parecía una enorme colmena de acero y cristal. Aquella carta la había escrito un hombre al que una mina voló un pie y destrozó el otro durante una expedición de reconocimiento. El lugar en que Rapata se hallaba nada tenía que ver con él, ni con su abuelo, ni con Howard Kippenberger, aunque fuera blanco y general de división. Era un lugar para jeques gordos con séquito de esposas y niños traviesos, y para señoras rubias con tacones altísimos, no pocas de las cuales debían de ser prostitutas; un lugar para que transitaran hombres de todos los colores, aunque vestidos con traje gris y corbata y llevando ordenadores portátiles y maletines. Rapata tuvo de pronto una certeza: que habían embarcado a miles de soldados maoríes, que trescientos de ellos habían muerto en el país de destino, y que un general de origen alemán había perdido los pies al pisar una mina alemana, para que hubiera muchos lugares como aquél. Lugares de intercambio, lugares de paz, de una paz fundada en el cambio de mercancías y dinero, de una paz mundial. Se enfrascó en la lectura. Luego, ya en el avión rumbo a Roma, le entró ese sueño que causa el cambio de presión y que parece un desvanecimiento, y cuando despertó vio que iban a proyectar una película, Master and Commander, con Russell Crowe, a quien, después de Gladiator, habían exaltado a la categoría de héroe nacional; y aunque aquella historia de época de un capitán de marina en las guerras napoleónicas lo aburría, la vio de principio a fin, pensando que las iguanas de las Galápagos tenían su gracia.
En este estado de ánimo llegó Rapata Sullivan al aeropuerto de Roma-Fiumicino: cansado, desorientado, dócilmente dispuesto a hacer lo que debía, empezando por coger el tren que lo llevaría a la estación Termini y de allí a Cassino.
Lo que vio por las ventanillas del tren le resultó casi familiar. Montañas, rebaños de ovejas, carreteras y coches normales, gasolineras, silos, chavales comiendo patatas y escuchando sus iPod y sus mp3, como hacía él mismo cuando iba a visitar a su abuelo a la aldea. Sólo que él viajaba en autobuses que tardaban casi cinco horas, mientras que aquí estudiantes y trabajadores iban en trenes que eran como los autobuses de su país. Sí, aquí todo era más pequeño, los montes eran más bajos, la pizza que comió en la plaza de la estación de Cassino era más fina, aunque la bandeja en que se la sirvieron y el vaso de papel rojo de la Coca-Cola de barril eran idénticos a los de su país. Y aunque había tenido que señalar la pizza que quería y decir «This» y «Coke» a un joven que le contestó «Okay» pero no parecía saber nada más en inglés, y aunque tuvo que mirar el precio en la pantalla, todo le resultaba muy fácil, fácil como un sueño. Y oír a la gente hablando en una lengua que no entendía no bastaba para que pareciera real.
—¿El hotel Edén?
Antes de que los encargados del local encontraran a alguien que hablase inglés, de una de las mesas de plástico se levantó una chica que dijo:
—I show you.
Ella le indicaría. Estudiaba idiomas en la Universidad de Cassino y era de Caserta, tenía un poco de acné, hablaba con el mismo acento que los camareros de las pizzerías de su país y llevaba unos vaqueros ceñidos a un trasero bastante grande.
—You American?
—No, New Zealand.
—Ah. You see Lord of the Rings?
—Yes, but I live in Auckland, big city.
Lo acompañó a la puerta diciéndole «Straight», «todo recto», y «Third street to the left», «tercera calle a la izquierda», y volvió con sus amigas poniendo cara de triunfo.
En el hotel, antes de que abriera la boca, le dieron la bienvenida y, con un «Welcome, sir. I hope you had a pleasant journey», lo condujeron a su habitación, donde le mostraron la caja fuerte que había en el armario y la perfecta vista que tenía sobre la abadía. Hacía un buen día, casi cálido. Allá arriba, sobre el monte tapizado de hierba, los muros claros de la abadía, intactos, más que intactos, parecían reflejar la luz del cielo azul. Rapata fue al baño, se quitó los zapatos y los pantalones, se echó en la cama. La abadía, resplandeciente, parecía mirarlo por la ventana, como si siempre hubiera estado allí. Él acababa de llegar a Montecassino y Charles Maui Hira se había ido. La renacida abadía le dijo que las cosas pueden resucitar, los hombres no: ni siquiera los hombres que sobreviven a la guerra y a la destrucción. Tuvo el impulso de maldecir a la abadía, pero se reprimió. Cerró la ventana y durmió el resto de la tarde.