El sargento John «Jacko» Wilkins —alguien así llamado existió— era el quinto hijo de una familia de pequeños rancheros de San Marcos, Texas, que se vio afectada por la Gran Depresión. Se fue de casa cuando tenía poco más de diecinueve años. No se marchó porque pasara hambre —los Wilkins nunca pasaron hambre—, sino porque recordaba las estrecheces de su infancia. Desde entonces las cosas habían mejorado, pero eran cuatro varones y no podían seguir viviendo de lo que producían unas cuarenta reses longhorn. La hacienda, además, correspondía al primogénito, Henry junior. Por eso cuando Jacko comunicó a los suyos que iba a enrolarse en la Guardia Nacional les pareció bien y se mostraron orgullosos. La gloria, pero sobre todo el dolor, eran cosas del pasado, de Fuerte Álamo, de la Guerra Civil; los compatriotas caídos en el Marne en 1918 estaban casi olvidados; «Francia» era una palabra con la que se vendían perfumes o medias de seda que pocos compraban. Ahora la nación estaba unida, era grande y fuerte, y «servir a la patria» era, sobre todo, combatir los incendios que quemaban los pastos. Que estos incendios los provocara la aridez o la codicia humana, que muchas veces permanecía invisible e inextinguible, era otra cuestión. Lo importante era luchar por cada acre de tierra texana.
Henry llevó a Jacko a Austin en el furgón verde; su madre lo abrazó y, cuando estaba a punto de emocionarse, fue a buscar carne seca y conservas caseras para él. Su padre le dijo: «Que Dios te bendiga, hijo». Era el año 1939.
Cuando John «Jacko» Wilkins volvió para el día de Acción de Gracias, contó que había conocido a una chica, Sally, y tras un momento de vacilación sacó una foto en la que se la veía con una amplia sonrisa que dejaba a la vista una fila superior de dientes no muy rectos. Abajo, sobre un fondo de paisaje de oeste americano, se veía la firma de un fotógrafo de San Antonio. Sally llevaba un vestidito de flores y un par de botas camperas. Jacko, de uniforme, posaba muy tieso, con un aire algo cohibido y como extraño. Su madre dedujo de eso que la cosa iba en serio. Por desgracia, Jacko no pudo volver para Navidad, ni solo ni con la novia, y el día de Acción de Gracias del año siguiente fue demasiado tarde. El 25 de noviembre de 1940 la Guardia Nacional de Texas pasó a formar parte del ejército de Estados Unidos con el nombre de 36.a División.
Eso se sabía. Se sabía desde que, en junio de ese año, cayó la capital de las medias de seda y los perfumes y la guerra relámpago castigaba Londres; se sabía desde que, en otoño, el presidente Roosevelt consiguió la aprobación del primer reclutamiento militar hecho en tiempos de paz, que afectaba a los varones de entre veintiuno y treinta y cinco años. En San Marcos, con todo, preferían pensar que el hijo y hermano seguía defendiendo la patria texana.
En Navidad, Jacko Wilkins y la 36.a División fueron trasladados a Camp Bowie, Texas. El día en que llegaron caía la peor tormenta de hielo que se conocía en la región. Aquello les pareció a algunos un mal agüero, pero la mayoría, entre ellos Wilkins, respondió al desafío de los elementos con ánimo militar. Siguieron meses de maniobras e instrucción en distintos puntos del país, en Luisiana, en Carolina, en Camp Blanding, Florida, en Camp Edwards, Massachusetts, cerca del lugar en que desembarcaron los Padres Peregrinos, Martha’s Vineyard. Transcurrieron los meses y pasaron los años, Wilkins pasaba los permisos con la familia y con Sally, alternativamente, y sus visitas a San Marcos, donde todos se reunieron el día de la boda, eran cada vez más cortas.
Poco antes de embarcarse en el puerto de Nueva York, el 2 de abril de 1943, Jacko escribió a la familia:
Me siento orgulloso y feliz de haber podido conocer todo el país. He visto el océano, he visto palmeras y pinos, he pasado días con compañeros que hablan de una manera muy rara y difícil de entender, como a ellos debe de parecerles la mía, me he acostumbrado a la idea de que muchos de ellos son negros. No podéis imaginar lo grande que es este país, creo que no hay otro igual, y es tan fuerte y justo que pronto volveremos victoriosos. No os preocupéis por mí, sabed que estoy cumpliendo con mi deber y que lo hago de todo corazón.
Durante la travesía del Atlántico, Jacko se mareó varias veces y llegó a vomitar bilis. En Arzem, Argelia, donde empezó la instrucción específica del desembarco en Europa, muchos conmilitones sucumbieron al calor y contrajeron disentería. Wilkins, en cambio, resistía, tragaba polvo, se humedecía con la lengua los labios cuarteados. En Rabat, Marruecos, fue ascendido. Jacko sabía disparar desde niño, e incluso había rematado alguna que otra res enferma; pero donde demostró su talento con la pistola fue en la Guardia Nacional, cuando le atinó a una serpiente de cascabel en la cabeza al primer disparo. Así pues, era un excelente tirador, además de un soldado resistente y disciplinado, de buen carácter, plenamente entregado a la misión patriótica. Estados Unidos había formado un inmenso ejército, pero allí, en aquel inmenso río de aguas verdosas, todo el que se ganara un puesto de mando era valioso.
Gran noticia: me han ascendido. ¡Aún no he visto a un kraut y ya soy sargento! El mayor Stratford me ha dicho: «Procura merecerlo, muchacho». Yo me lo tomo como un cumplido. Para celebrarlo fuimos a un local de la ciudad donde se baila la danza del vientre. Por aquí se ve a una mujer por cada veinte hombres, y casi siempre van tapadas de pies a cabeza, no se les ven más que los ojos y a veces llevan los párpados tatuados. Nos han explicado que son costumbres tribales y que no nos metamos con los hombres. Te lo digo porque comprendo a los muchachos. Vieron a estas mujeres medio desnudas, moviendo las caderas y el vientre de la manera más provocativa, y se volvían locos. Además, habíamos bebido, claro. Los muchachos se les acercaban y les metían dólares por el sujetador o los pantalones, es la costumbre. Luego quisieron que me fuera a un burdel con ellos, pero yo me negué. Espero que no te moleste que te cuente estas cosas. Es para que sepas que me acordaba de ti, que en aquellos momentos te echaba mucho de menos. No te imaginas la nostalgia que me entra y lo solo que me siento a veces. Por ejemplo algunas noches, cuando me acuesto rendido de cansancio pero no puedo dormirme. No te figuras qué mundo es éste: gente pobre, vieja, sucia, que grita en este idioma gutural incomprensible, críos que acuden a nosotros como moscas a mendigar, un sol que abrasa, polvo… Yo estoy deseando que nos envíen al frente, para olvidar todo esto. Te quiero, Sally, y quería decírtelo.
Pero el verano marroquí no se acababa nunca. En agosto Jacko ya no sabía cómo fingir que no veía a sus compañeros irse con este o aquel chiquillo, casi siempre los mismos, Faid, Cherif y Mohammed, a los que él daba muchísimos cigarrillos a cambio de dátiles, para que no se le acercaran. Se lo contaba confundido y rabioso a la Sally de la foto que se hicieron en San Antonio —«Nos trajeron aquí para hacernos buenos soldados», decía, «y están haciéndonos maricones»— y a veces se masturbaba desesperadamente, hasta que se quedaba dormido.
Se acercaron al frente el 9 de septiembre de 1943, surcando un mar tan terso y en una noche tan serena que cuando los altavoces difundieron la voz del general Eisenhower anunciando la rendición de los italianos, los soldados se pusieron a bailar como si estuvieran de crucero. En la playa de Paestum, donde desembarcaron antes del alba, no vieron ni rastro del enemigo, pero más adelante, con las primeras luces del día, empezaron a encontrar su presencia incorpórea: alambradas en las dunas, minas, algún cazabombardero, fuego de tanques que esperaban escondidos, de morteros y ametralladoras emplazados en la torre medieval de la ciudad. Con ojos irritados por el humo vieron el templo griego dedicado al dios del mar, de aquel mar que los había arrojado allí fuera, sin sorprenderse de que siguiera intacto. Al final, cansados, aturdidos, tomaron Paestum. Aquellos que volvieran a pasar por allí, lo mismo dentro de unos meses que de medio siglo, sentirían el mismo estupor ante el templo de Poseidón, signo del inconsciente momento en que el hecho de seguir con vida se grabó para siempre en su mirada. Pero entonces el sargento Wilkins no podía más que correr mirando al frente, y no veía a los caídos ni se preocupaba del escalofrío que sentía cada vez que tropezaba con uno y notaba, a través de las botas de goma, la blandura obscena del cuerpo humano. Hacía señas a sus hombres, cargaba y disparaba. Dos días después el enemigo lanzó una contraofensiva fortísima, por tierra y aire. Tratando de tomar Akavilla Silentina, Jacko fue alcanzado en el pecho por una ráfaga de metralleta. Sus muchachos se echaron cuerpo a tierra a tiempo y al día siguiente acabaron de reconquistar el pueblo. Durante la convalecencia le hablaron a Jacko de la ciudad de Nápoles, en la que la guerra y la pobreza habían sembrado el caos, y si aquellas crónicas le parecían exageradas, por ser él un enfermo al que había que infundir ánimos, no podía creer lo mismo de los partes de guerra que recibía: dos de sus hombres habían caído en el asalto al pueblo de San Pietro, uno alcanzado en la ladera de Monte Lungo, el otro víctima de una mina en la Línea Volturno. Eran días de fiesta, Halloween, la Navidad.
Jacko se sintió en el deber de escribir personalmente a las familias y novias de los caídos, lo que lo llenaba de una nostalgia impotente. Pero también lo ayudaba a conjurar el tedio, un tedio a la vez humillante y ansioso, porque contrastaba con las batallas de las que se veía excluido. Pensaba una y otra vez en el momento en que la guerra, en la que acababa de entrar, pudo haber terminado para él. Era un recuerdo muy confuso, pero tampoco había mucho que comprender. Sabía que caer herido lo había salvado, y sus sentimientos fluctuaban entre la culpa y la gratitud a Dios. E intentaba que prevaleciese la segunda, con paciencia, olvido y optimismo. Pero, un día, uno de sus muchachos de Indiana le contó, turbadísimo, que una prostituta napolitana del barrio de Pallonetto le había contagiado la sífilis, una muy guapa que —y lo dijo balbuciendo como un niño— resultó ser un hombre, y ahora se moría de vergüenza. El sargento Wilkins lo tranquilizó como pudo, pero luego sintió el deseo rabioso de volver al frente, de ganar aquella maldita guerra y volverse a casa, de luchar y vencer yendo directo a los objetivos, al gran mal hitleriano, tal como se lo habían inculcado, sin detenerse ni dejarse contaminar por aquel viejo mundo de miseria y locura.
En enero John Wilkins dejó el campamento de Caserta, en cuya residencia real tenían instalado su cuartel general las fuerzas aliadas, con un convoy de refuerzos que iba a unirse a las tropas americanas que habían tomado y pasado el último baluarte de montaña, Monte Trocchio, y se hallaban asentadas al noroeste, nada más pasar la frontera del Lazio. Llovía. Llovía casi siempre, y en las carreteras de montaña la lluvia solía dejar paso primero a un aguanieve pegajosa y luego a la nieve. Hacía mucho más frío de lo que se esperaba de un país como Italia, mucho más que en Texas, y los camiones se atascaban en el barro, sobre todo en las subidas. Pero Jacko estaba deseando unirse por fin a su regimiento, el 141.° de la 36.a División «Texas», y su moral se había restablecido tan perfectamente como su salud. Estaba descansado, bien alimentado, afeitado y con ganas de bromear. Pero parte de lo que veía se le depositaba en el fondo de sus ojos azules: pueblos reducidos a escombros, olivos tronchados, niños descalzos o calzados con trapos, madres con hijos en brazos y portando sobre la cabeza bultos indefinidos. No sabía adonde iba aquella gente, de dónde venía, pero era evidente que avanzaba al paso regular del que tiene mucho camino por hacer.
Italia era fría, estrecha y sobre todo oscura, toda oscura: ojos, pelo, caras, ropa harapienta, campos quemados, casas bajas y grises, cielos bajos y grises, penumbra invernal. Y los niños iban descalzos, y chapoteaban en el barro con un mido indiferente, que Jacko supo que seguiría oyendo cuando volviera a casa. Podría olvidar quizá los muertos que veía por la noche en el combate, pero no los pies descalzos de aquellos niños que adelantaban al convoy y se les acercaban, y que él se quitaba de encima dándoles chocolate, chicles y cigarrillos, y diciéndoles, en español: «Toma, amigo». Sólo entonces se detenían un momento, y abrían unos ojos graves y alelados, y rápidamente cogían con sus manos sucias lo que se les ofrecía, al tiempo que de sus labios agrietados salía algo parecido a «Senchiú», tras lo cual echaban a correr con aquellos pies descalzos que ahora salpicaban mucho más barro. Y ellos reían. El sargento Wilkins siempre buscaba a alguien a quien decirle que aquellos niños tenían peor pinta que los hijos de los campesinos más míseros de su tierra, y siempre se acordaba de que era el único soldado texano que viajaba en el camión. ¿Les habría hecho gracia su español a aquellos hombres destinados a la División «Texas»?
El día en que llegaron al campamento, Wilkins tuvo la impresión de llegar a otro mundo. Se vio como el héroe de un tebeo que le gustaba desde que sirvió en la Guardia Nacional. Era Flash Gordon y había aterrizado en otro planeta, y los hombres que quedaban de su compañía —además de los cuatro caídos, dos más fueron gravemente heridos en combate— se parecían ya a los lugareños: barba, ojeras, rostro marcado por la mala alimentación y la intemperie, y cubierto por una capa de suciedad que ni aun los días de reposo conseguían quitarse. También él se volvería pronto así, era su deber. Era incluso un privilegio haber llegado del Planeta América a aquel punto crucial desde el que intentarían romper la Línea Gustav, la última línea defensiva que se interponía entre ellos y Roma. Pero por la noche no pudo conciliar el sueño. El rostro de los compañeros con los que desembarcó en Salerno había envejecido años en tres meses. Jacko se decía que lo que pasaba es que Billy Morrison, Stanley Laughlin, Richard Gonzales y Jeff McVey se habían hecho hombres, lo cual era inevitable en la guerra. Pero sintió que la mano con la que les había dado palmadas en la espalda se le agarrotaba, la notó extraña, marcada. Por suerte se durmió antes de comprender que era miedo.
El día amaneció muy frío pero sereno, y los boletines meteorológicos anunciaban que el tiempo no cambiaría en los días siguientes. Tras un desayuno de café y huevos en polvo, a Wilkins y su compañía los mandaron a inspeccionar Monte Trocchio. La vista era excelente. Allá abajo, ocupando todo el Valle del Liri, estaban los alemanes, pero ellos no podían dejar de mirar aquel edificio en lo alto del monte. La abadía de Montecassino, perfecta mole rectangular, de belleza clara y blanca, se alzaba sobre el risco como el «castillo fuerte» de Dios, según palabras del más famoso de los himnos luteranos. Los alemanes estaban decididos a preservar ese edificio, cuna del monaquismo occidental, que edificara san Benito en 526, cuando ni los vikingos habían desembarcado en el nuevo continente, y mantenían una zona de seguridad en torno a él. Un oficial los instruía sobre la importancia estratégica y cultural de la abadía, y aunque hablaba en tono neutro, Jacko creyó percibir cierta irritación. O quizá era cosa de él, que sentía una hostilidad nueva contra aquel enemigo que acababa de segar la vida de muchos hombres y ahora se tomaba la molestia de conservar intactas aquellas piedras.
Pero no había tiempo para cavilaciones. Debían volver a la base y prepararse para el momento decisivo. La ofensiva aliada comenzó unos días antes con el ataque de los franceses en la montaña, al noroeste, y el intento de los británicos por cruzar el Garigliano, al suroeste. Pero de momento no había resultados determinantes y todos esperaban la intervención norteamericana: a ellos, a la 36.a División «Texas», les tocaba la tarea de romper la Línea Gustav.
Enviaron avanzadas que regresaron sanas y salvas. Los ingenieros procedieron entonces a retirar minas y alambradas, y trazaron rutas seguras que marcaron con cinta blanca. La noche del 19 de enero, los soldados del 141.° y 143.° regimientos cenaron filete, y aunque se suponía que era como los que comían en Texas, Jacko vio, sorprendido, que los muchachos, hechos a las conservas y a los alimentos en polvo, masticaban en silencio.
—Tampoco son como las chuletas que nos cocina la mujer —dijo en broma a Gonzales, a quien tenía sentado al lado, que era de Houston o por ahí.
—No, señor —contestó, y siguió comiendo con la cabeza gacha.
—Con cada bocado traga uno un poco de nostalgia. Rick, ¿a que estás deseando volver a casa?
—Claro, señor. Aunque no sé si volveré, porque siempre que nos dan esto de cenar, es que al día siguiente combatimos, y siempre hay alguien que no vuelve.
—Bueno, ¡por lo menos se preocupan de que la diñemos con la tripa llena! —dijo riendo Jeff McVey, y miró a su superior en busca de aprobación.
—¿Sabes qué, Jeff? ¡Que si nos dieran de comer la carne y la sangre de nuestros animales, ya habríamos mandado al infierno a estos kraut!
Y con esta ocurrencia del sargento Wilkins dieron fin a la última cena.
Se pusieron en marcha al anochecer del día siguiente, por orden del comandante en jefe, el general Clark. Debían llegar al río Rapido, cruzarlo por el puente construido por los ingenieros y avanzar por la otra orilla en dos columnas hacia Sant’Angelo in Theodice, en cuyos escombros se había atrincherado el enemigo. El terreno a orillas del río era fértil, pero blando y fangoso, los alemanes habían construido un dique y lo habían inundado, por lo que era imposible pasar no ya con tanques, sino con cualquier vehículo motorizado. Por eso les correspondía a ellos, a los cinco mil soldados del 141.° y 143.° regimientos, marchar por el barro con los pertrechos a cuestas, pertrechos que consistían en cuatro granadas de mano, ciento treinta y seis proyectiles, cantimplora, escudilla y provisiones, además de barcas y botes. Marchaban en fila india, en silencio, encorvados bajo el peso de la carga, siguiendo la cinta blanca que pisaban y hundían en el fango. De haberse fijado en el detalle, o de haber sido alemanes, quizá habrían recordado a los niños que, abandonados en el bosque, señalaban el camino con migas de pan. Migas que se comieron los pájaros, con lo que Hansel y Gretel se extraviaron y llegaron a la casita de chocolate. En medio de la oscuridad y de la bruma del río, también ellos se perdieron, pero llegaron a un campo minado. Uno de ellos voló por los aires, y la explosión de aquella primera mina los delató. El enemigo abrió un fuego nutrido de granada y mortero. Disparaba desde casamatas construidas al efecto, desde trincheras, desde todas partes, por tierra y por aire. John Wilkins vio caer a Billy Morrison, pero no pudo pararse a averiguar si fue una mina o un proyectil procedente del otro lado del río, pues ahora también los bombardeaban con lanzacohetes Nebelwerfer, que ellos llamaban Screaming Mimis, nombre doncellil para conjurar su profundo alarido. También Billy Morrison gritaba, o sea que respiraba, eso bastaba. Avanzaban corriendo, agachados, tropezando, resbalando sobre el terreno inundado o helado, cayendo, levantándose, arrastrándose. Las barcas iban quedando inutilizadas, caían más y más hombres cuando se detenían a responder al fuego enemigo, que no cesaba ni disminuía por flanco alguno. Llegaron al río en un punto en que la orilla caía a pico, a duras penas pudieron subir a los botes que, perforados por balazos, se desinflaban, las ametralladoras alemanas acribillaban ahora las aguas agitadas, zozobraban las embarcaciones, se ahogaban los soldados en aquel río cuyo verdadero nombre era Gari pero que estaba muy frío y era caudaloso y «rápido», como dice el nombre con el que quedará grabado para siempre en la memoria de los norteamericanos. La metralla de mortero había alcanzado a Richard Gonzales en el cuello y en el hombro, y yacía muerto con la boca abierta y la cabeza colgando fuera del bote, que su peso desequilibraba. Stanley Laughlin cayó al río, intentaba nadar, pero, cargado de pertrechos, no podía. El sargento Wilkins le gritaba que se agarrase, pero el otro, viendo que se lo llevaba la corriente, se despojó de la mochila y el fusil y empezó a nadar para salvar su vida. El sargento Wilkins debía pensar en otras cosas, debía dar órdenes a los muchachos que quedaban en la barca. Wilkins fue el primero en pisar la otra orilla y dirigir su arma a la oscuridad minada, mientras Jeff McVey, a cuatro patas, sujetaba el bote. Wilkins fue alcanzado frontalmente y cayó de espaldas al agua. El sargento Wilkins desapareció en el río Rápido la noche del 20 de enero de 1944.
Los soldados que no intentaron cruzar y los poquísimos que regresaron a nado a la orilla, sembrada de cadáveres, entre los que tenían que abrirse paso o con los que podían escudarse, fueron reorganizados. El 22 de enero lanzaron otro ataque. También éste fracasó y de manera casi idéntica. Los alemanes concedieron una tregua para permitirles retirar los cadáveres. El cuerpo de John «Jacko» Wilkins no fue hallado. Entre muertos, heridos y desaparecidos, el número de bajas ascendió a 1.681, según la cifra oficial que dio personalmente el general Clark, aquel goddamn’yankee que había mandado a la muerte a los muchachos de Texas para que al mismo tiempo desembarcara en Anzio el resto de su Quinto Ejército, y no contaba con que en la 36.a División hubieran quedado tan pocos. Porque era como si allí hubiesen estado todos, en aquel maldito río Rápido, como si la maldita Línea Gustav hubiese sorbido la maldita Línea Mason-Dixon y todo el mundo hubiera acabado en el sur, los de Illinois, los de Maine, los de Nueva Jersey, todos carne de cañón sudista, para que al norte, donde se esperaba la victoria, no quedara más que su maldito comandante en jefe. En estos términos, e imitando su acento texano, había empezado a insultarlo el soldado raso Jeff McVey, desde que, empapado en un agua roja que se le congelaba en el cuerpo, retrocedió al punto de partida; el único soldado que salió vivo, y que sobrevivió también a las sucesivas batallas en Italia y Francia, con el deseo de que pagara por ellas.
Los miembros de la asociación de la 36.a División, reunidos en Brownwood, Texas, estudian presentar una petición al Congreso de los Estados Unidos para que se abra una investigación sobre la derrota del río Rápido y se tomen las medidas necesarias para corregir un sistema militar que permite que un oficial incompetente e inexperto con alto mando —como el general Mark W. Clark— destruya las jóvenes vidas de este país, de manera que en el futuro no vuelvan a sacrificarse soldados de un modo tan inútil.
Uno de los veteranos que, exactamente dos años después de la batalla, el 20 de enero de 1946, firmaron este documento decisivo, fue McVey. Cenando un filete asado en un mesquite grill, Jeff pensó en Wilkins y en los demás compañeros caídos en el río, y en su rabia de hombre traicionado esperó que aquella comida celebrada en su memoria reforzara la causa contra el «maldito yanqui» Mark Wayne Clark.
Pero el tribunal de los Estados Unidos de América absolvió al general.