Capítulo 19
TENGAN paciencia, mi relato
está a punto de concluir.
¿Aún se niegan a creer lo que les he
contado? No se lo reprocho, yo mismo no estoy seguro de creerlo.
Quizá sean simples alucinaciones. Sin embargo, ¿cómo es que
comprenden lo que les digo? Porque ustedes me comprenden, ¿no es
cierto?
¿Qué tal el dolor? No se inquieten, pronto
se olvidarán de él; los recuerdos dolorosos no tienen importancia a
menos que experimenten de nuevo el dolor. ¿Y el temor? ¿Están más o
menos atemorizados que antes? En cualquier caso, permítanme que
continúe. Ustedes no tienen prisa, y yo dispongo de todo el tiempo
en el mundo. ¿Por dónde iba? Ah, sí...
• • • • •
Al amanecer me sentía lleno de
autocompasión, aturdido y desesperado. Pero, como ya les he dicho,
los perros somos optimistas por naturaleza y decidí afrontar la
situación de forma positiva. En primer lugar tenía que averiguar
más cosas sobre mí mismo, como por ejemplo la fecha exacta de mi
muerte y las circunstancias en que ésta se había producido. Lo
primero era sencillo, pues tenía una idea bastante precisa de dónde
hallaría mi tumba. Me había familiarizado con el entorno y los
recuerdos comenzaban a acudir a mi mente. Tal vez no se tratara
exactamente de unos recuerdos, sino —no sé cómo expresarlo— más
bien de ciertos detalles que creía reconocer. Pisaba terreno
seguro. Sabía dónde me encontraba y confiaba en que no tardaría en
recordarlo todo.
La segunda parte —las circunstancias de mi
muerte— era más complicada. No obstante, estaba convencido de que
los lugares que conocía abrirían al fin las válvulas de mi memoria
y decidí visitar mi fábrica de plásticos.
Pero ante todo debía averiguar cuándo había
muerto.
Hallé el cementerio sin dificultad, puesto
que sabía dónde se encontraba la iglesia (aunque no conocía su
interior). Me costó bastante localizar mi sepultura, pues apenas
podía leer las inscripciones de las lápidas, pero al cabo de un par
de horas di con ella y comprobé con satisfacción que estaba limpia
y cuidada. Supongo que les parecerá una búsqueda un tanto macabra,
pero les aseguro que morir es la cosa más natural del mundo y no me
inquietaba vagar por el cementerio buscando mi epitafio.
Una pequeña cruz blanca señalaba el lugar
donde reposaban mis restos y en la lápida figuraba la siguiente
inscripción:
«NIGEL
CLAIREMUNT NETTLE.
ESPOSO DE CAROL,
PADRE DE
GILLIAN. NACIDO
EN 1943 —
FALLECIDO EN
1975.»
Así pues, había muerto a los treinta y dos
años, probablemente no por causas naturales. Más abajo había otras
tres palabras grabadas en la piedra y, al verlas, los ojos se me
llenaron de lágrimas. Éstas decían sencillamente:
«NUNCA TE
OLVIDAREMOS».
Conque no, ¿eh?, pensé con amargura.
Tampoco tuve dificultad en hallar la fábrica
de plásticos. Mientras atravesaba la población empecé a recordar
las tiendas, los pequeños restaurantes y los pubs. Deseaba entrar
en uno y pedir una jarra de cerveza. Supuse que era domingo, pues
la calle principal estaba desierta y a lo lejos oía el tañido de
las campanas de la iglesia. Los pubs aún no habían abierto las
puertas y recordé que los domingos, a la hora del almuerzo, siempre
iba a tomarme una copa.
Al contemplar la fábrica, la cual se hallaba
situada a un kilómetro de la población, recordé viejos
sentimientos, una mezcla de orgullo, emoción y angustia. Tenía una
sola planta, pero era moderna y compacta. Observé que habían
construido un anexo recientemente. En la fachada había un letrero
de plástico, el cual se iluminaba de noche, que decía:
«NETTLE &
NEWMAN-ADVANCED PLASTICS LTD».
Nettle & Newman. ¿Newman? ¿Quién era
Newman...? En efecto, lo han adivinado. Mi asesino era mi
socio.
★ ★ ★
Todas las piezas empezaban a encajar. Lo que
más me dolía era que no sólo me había arrebatado el negocio, sino
también a mi mujer. Ahora recordaba su rostro y su persona con toda
claridad. Habíamos fundado juntos la empresa, creándola de la nada,
compartiendo nuestros fracasos y celebrando nuestros éxitos. Mi
socio era más hábil que yo para los negocios (aunque en ocasiones
se equivocaba), pero yo tenía más conocimientos —casi instintivos—
sobre los plásticos. Parece absurdo, pero yo me había sentido muy
orgulloso de mis conocimientos. ¡Plásticos! ¡Si ni siquiera son
comestibles! Al principio nos llevábamos muy bien, casi como
hermanos, y nos respetábamos mutuamente. En ocasiones yo demostraba
ser tan hábil como mi socio, pero era testarudo cuando creía tener
razón y creo que fue mi obstinación la causa de los problemas entre
nosotros.
Aunque no recordaba con claridad los
detalles de nuestras disputas, la imagen de las acaloradas
discusiones que habíamos sostenido últimamente estaba grabada en mi
mente con toda precisión. Durante un tiempo temí que nuestros
desacuerdos nos obligaran a disolver la sociedad, pero ¿qué es lo
que había sucedido?
Que mi socio me había asesinado.
★ ★ ★
Newman. Reginald Newman. ¡El tío Reg! Eso
fue lo que Carol había dicho a Polly cuando la niña le preguntó si
podía quedarme a vivir con ellas: «Debemos esperar a que regrese el
tío Reg», o algo por el estilo. ¡Ese canalla se había apoderado de
mi negocio y de mi familia! ¿Había yo sospechado sus intenciones
antes de morir? ¿Era ése el motivo de que yo fuera distinto? ¿Acaso
era como uno de los desgraciados fantasmas que había visto, ligados
a su vida anterior como una penitencia por las faltas que habían
cometido? ¿Acaso me habían permitido conservar los viejos recuerdos
(¿o se debía a mi tozudez?) a fin de que resolviera la
situación?
Estaba decidido a vengarme. Tenía que
proteger a los míos. (No hay nada peor que un idiota ennoblecido
por el afán de venganza.)
La fábrica estaba cerrada, de modo que me
dediqué a husmear alrededor de la fachada y el anexo que habían
construido en la parte posterior del edificio. El negocio debía
haber prosperado después de mi muerte.
★ ★ ★
Al cabo de un rato empecé a aburrirme. Por
extraño que parezca, mi negocio, el cual había constituido una
parte importante de mi vida, en aquellos momentos me parecía
absolutamente insustancial. Lo cierto es que después de las
emociones iniciales todo me parecía tremendamente aburrido. Así
pues, me dediqué a perseguir a unos conejos que correteaban por un
prado cercano.
★ ★ ★
Al cabo de un rato regresé a mi casa y
comprobé que no había nadie. El coche no estaba aparcado en el
camino y no se oía ningún ruido dentro de la casa. Parecía un
cascarón vacío, lo mismo que la fábrica; ambas habían perdido su
significado. Sin sus ocupantes, sin mi directa participación, no
eran más que un montón de ladrillos. No recuerdo haber sido
consciente entonces de esta insólita y fría actitud, y es ahora, en
los momentos de lucidez, cuando me doy cuenta de los cambios que se
han ido operando en mí a lo largo de los años.
Estaba famélico, de modo que enfilé la
carretera que atravesaba el pueblo y regresé a la tienda de
ultramarinos. Una rápida redada a la pila de patatas «de todos los
sabores» me procuró el almuerzo, después de lo cual abandoné
apresuradamente Marsh Green.
Cuando me dirigía hacia unos prados se
acercó un coche patrulla, el cual se detuvo junto a mí. Un policía
asomó la cabeza por la ventanilla y me llamó. Después de mi feroz
ataque contra el bueno de Reggie, sabía que la Policía me andaba
buscando; no se puede atacar a un respetable miembro de la
comunidad a menos que te hayan entrenado para ello.
Me entretuve jugando un rato con unas
ovejas, hasta que apareció un collie con cara de pocos amigos y me
obligó a largarme. Las burlas de las ovejas ante mi precipitada
retirada me irritaron, pero era inútil tratar de razonar con su
perro guardián: estaba sometido a su dueño.
El resto de la tarde me entretuve bebiendo
en un riachuelo, comiendo unas setas y echando un sueñecito sobre
la hierba.
Cuando me desperté me sentía más animado y
regresé a la fábrica para aguardar la llegada de mi socio.
★ ★ ★
Reginald apareció al día siguiente muy
temprano, antes que nuestros —mejor dicho, sus— empleados. Yo me
hallaba devorando un tierno conejo que había encontrado adormilado
en un prado cercano (me había dejado dominar por mi instinto
canino, del cual, por otra parte, me sentía muy orgulloso), cuando
el sonido de un coche que se aproximaba interrumpió mi desayuno. Me
agazapé junto a un seto y comencé a gruñir de forma amenazadora. El
sol resplandecía y, al apearse del coche, mi socio levantó una nube
de polvo sobre el pavimento.
Noté que los músculos de mis hombros se
tensaban y me dispuse a atacarlo. No estaba seguro de lo que iba a
hacer, pues el odio que sentía me impedía razonar de forma lógica.
En el preciso instante en que me disponía a abalanzarme sobre él,
apareció otro coche y se detuvo junto al de Newman. Un hombre
fornido, vestido con un traje gris, se apeó del automóvil y saludó
a Newman con la mano. Su cara me resultaba familiar y súbitamente,
al imaginármelo vestido con una bata blanca, comprendí que se
trataba del gerente del departamento técnico. Era un hombre
bondadoso, con escasa imaginación, pero responsable y
trabajador.
—Parece que va a hacer un calor asfixiante
—le dijo a mi enemigo, sonriendo.
—Sí, lo mismo que ayer —respondió Newman,
sacando una cartera del asiento delantero del coche.
—Está usted muy moreno —dijo el gerente—.
¿Estuvo trabajando ayer en el jardín?
—No. Decidí marcharme con Carol y Gillian a
la costa.
—Debieron pasarlo estupendamente.
Newman se echó a reír y dijo:
—En efecto. He pasado muchos fines de semana
enfrascado en mis papeles y mi esposa comenzaba a protestar.
El gerente asintió mientras aguardaba a que
Newman abriera la puerta de la fábrica.
—A propósto, ¿cómo está su esposa? —le oí
preguntar.
—Mucho mejor. Todavía le recuerda, como es
natural, a pesar del tiempo que ha transcurrido, lo mismo que
nosotros. Podríamos repasar la agenda de la semana hasta que
lleguen los empleados...
Ambos penetraron en el edificio y cerraron
la puerta. ¿Su esposa? ¿De modo que Carol se había casado con
él?
Me sentía dolido y desconcertado. ¡Ese
canalla se había apoderado de todo!
Permanecí agazapado junto al seto, tratando
de dominar mi impaciencia, mientras los obreros de la fábrica
emprendían sus actividades habituales. Me hallaba a la sombra y de
pronto sentí un escalofrío, pero decidí esperar el momento propicio
para lanzarme al ataque.
Newman salió hacia el mediodía, con la
chaqueta colgada del brazo y aflojándose la corbata, pero no me
moví, pues había varios obreros sentados a la sombra, comiéndose
unos bocadillos, y tumbados al sol. Newman se montó en el coche,
bajó la ventanilla y partió en dirección a la carretera.
Yo rechiné los dientes, pero decidí segir
aguardando.
Mi asesino regresó una hora más tarde, pero
aún no era el momento propicio para atacarlo.
Dormí hasta el atardecer. Los obreros
—muchos de los cuales había reconocido— abandonaron la fábrica,
deseosos de escapar del sofocante calor. Poco después salió el
personal de oficina, consistente en dos secretarias y un
administrador, y una hora más tarde lo hizo el gerente. Newman
seguía trabajando.
★ ★ ★
Al cabo de unos minutos se encendió una luz
en la ventana de nuestro —su— despacho. Salí sigilosamente de mi
escondite y me acerqué al edificio, sin apartar la vista de la
ventana. Me alcé sobre mis cuartos traseros y apoyé las patas en el
muro. Estiré el cuello hasta que los tendones me dolieron, pero
sólo alcancé a ver la lámpara fluorescente que había en el
techo.
Di una vuelta alrededor de la fábrica,
buscando alguna abertura, pero no hallé ninguna.
Entonces me fijé en el coche de Newman, el
cual se hallaba aparcado frente al edificio. Al acercarme comprobé
que la ventanilla junto al asiento del conductor estaba abierta.
Aquel día había hecho un calor sofocante.
Comprendí lo que debía hacer, aunque el
medio de conseguirlo no era tan sencillo. Después de cuatro
infructuosos intentos de introducirme por la ventanilla, caí sobre
el asiento del conductor. Permanecí tendido unos minutos, tratando
de recuperar el resuello y frotándome mi dolorido vientre. Luego me
deslicé hacia la parte posterior y me tumbé en el suelo, temblando
de pies a cabeza.
★ ★ ★
Al cabo de una hora Newman abandonó el
edificio. Le oí abrir la portezuela, arrojar una cartera en el
asiento delantero y montarse en el coche. Luego puso el motor en
marcha, encendió los faros y salió del aparcamiento haciendo marcha
atrás. Al arrancar, colocó la mano sobre el respaldo del asiento y
sentí unos incontenibles deseos de morderle los dedos, pero
necesitaba contar con algo más que mi propia fuerza para vengarme
de él.
Necesitaba contar con la velocidad de su
automóvil.
Newman se dirigió hacia la carretera que
conducía al pueblo. Tenía que atravesar Edenbridge para llegar a
Marsh Green y, puesto que la ciudad se hallaba a escasa distancia
del pueblo, yo sabía que no tardaría en presentarse el momento de
atacarlo. Desde Edenbridge había un largo tramo recto hasta llegar
a un desvío a la izquierda que conducía a Hartfield, y luego
enfilaría un camino más estrecho, a la derecha, que conducía a
Marsh Green. La mayoría de los conductores aceleraban en el tramo
recto hasta llegar a la curva, y supuse que Newman haría lo mismo,
puesto que a aquellas horas de la noche la carretera estaría
desierta. Entonces entraría en acción, aunque significara matarme.
A fin de cuentas, no tenía nada que perder.
Al pensar en lo que ese canalla había hecho
conmigo, sentí que me bullía la sangre. Del fondo de mi garganta
brotó un gruñido sofocado que fue ascendiendo lentamente, como un
torrente de lava, hasta que al fin estalló en un grito de odio y
violencia.
Newman se giró y vi el temor dibujado en su
rostro mientras me miraba con los ojos desorbitados, olvidándose de
retirar el pie del acelerador. El coche se precipitó hacia delante
y vi la curva unos segundos antes de que me abalanzara sobre
él.
Newman se inclinó hacia delante, tratando de
protegerse, pero me arrojé sobre él y casi le arranqué la oreja de
un mordisco. Newman gritó, yo también grité, el coche comenzó a dar
bandazos y se salió de la carretera.
Salí despedido a través del parabrisas, me
deslicé por el capó y caí al suelo frente a los faros, envuelto en
un resplandor blanco y cegador. Durante una fracción de segundo que
a mí me pareció una eternidad, me sentí flotar en un útero
incandescente, hasta que el dolor me hizo perder el conocimiento y
me sumí en la oscuridad.
Más tarde recordé todo cuanto había sucedido
y comprendí que estaba equivocado.