Capítulo 10
RUMBO no hizo ningún comentario sobre
ese episodio. Durante unos días estuvo un poco distante conmigo,
pero mi último gesto me había salvado de caer en la más absoluta
ignominia y, debido a nuestra mutua dependencia (cosa que
Rumbo jamás habría reconocido), pronto
reanudamos nuestra amistad.
Lenny dejó de interesarse en mí, pues había
arruinado sus planes de hacerse millonario conmigo. Aparte de
dirigirme una sonrisita de vez en cuando, apenas se fijaba en mí
cuando acudía al taller. El empleado que se llamaba Georgie me
quitó el collar y me lo devolvió más tarde. Rumbo me explicó que en la placa de metal había
unas marcas que parecían arañazos y deduje que habían grabado el
nombre de «Fluke». A partir de entonces,
tanto los empleados del taller como la gente que se detenía en la
calle para acariciarme me llamaban así. De todos modos, me gustaba
más que Horacio.
• • • • •
El invierno se hizo cada vez más crudo y las
cosas se complicaron para Rumbo y para
mí. Seguíamos yendo todos los días al mercado de frutas, pero cada
vez resultaba más peliagudo robar comida. Los tenderos ya nos
conocían y nos echaban a patadas tan pronto como aparecíamos por
allí. El frío hacía que las amas de casa se mostraran más
precavidas, menos amables. Yo había perdido buena parte de mi
encanto de cachorro (por aquel entonces debía tener unos siete u
ocho meses), y la gente no solía detenerse para acariciar a un
chucho de patas largas y desgarbadas, así que ya no le servía de
señuelo a Rumbo. No obstante, los
problemas con los que nos topábamos hicieron que nos volviéramos
más astutos, más veloces en nuestros ataques y más ingeniosos en
nuestros métodos.
Nuestras redadas a los supermercados solían
ser bastante fructíferas, siempre y cuando consiguiéramos salir con
la misma velocidad con la que habíamos entrado. Mientras uno de
nosotros derribaba una pila de botes, provocando el lógico
alboroto, el otro agarraba el artículo comestible que tenía más a
mano. Era muy emocionante. Nuestras incursiones en los patios de
los colegios a la hora del almuerzo siempre nos proporcionaban un
bocadillo o dos, o tal vez una manzana y una barra de chocolate. Se
organizaban unos escándalos increíbles. Nuestras visitas al mercado
callejero local nos ofrecían la oportunidad de llenarnos la tripa.
Sin embargo, las amenazas que nos dirigían los tenderos resultaban
un tanto inquietantes. Nos habíamos vuelto demasiado temerarios, y
eso fue lo que provocó nuestra desgracia.
★ ★ ★
Un día Rumbo y yo nos metimos en un callejón
siguiendo nuestro olfato, el cual había detectado unos suculentos
aromas de comida. De pronto vimos una puerta abierta, de la que
emanaba un delicioso vapor; nos hallábamos frente a la puerta de la
cocina de un restaurante. Siempre habíamos tenido éxito en nuestras
empresas y, convencidos de que esta vez también lo tendríamos,
entramos resueltamente en el restaurante.
Era un restaurante muy elegante, aunque la
cocina se hallaba en un estado lamentable. Adiviné de inmediato que
se trataba de un buen restaurante cuando distinguí uno de los
platos de la carta humeando sobre una mesa en el centro de la
cocina: pato asado con salsa de naranja. Estaba rodeado de otros
platos, aunque no tan suculentos, los cuales no tardarían en ser
transportados por los camareros al comedor (o devorados por dos
canes hambrientos). Aparte del cocinero, que se hallaba de espaldas
a nosotros removiendo un enorme puchero de sopa, la cocina estaba
desierta. Yo apoyé las patas en el borde de la mesa y sonreí con
satisfacción. Hoy nos llenaríamos la tripa.
Rumbo se paseó tranquilamente entre las
fuentes (de haber sido un hombre, se habría puesto a silbar) hasta
llegar al pato asado. Sacó la lengua y empezó a lamer la salsa de
naranja. Luego me miró y les juro que puso los ojos en blanco. Yo
aguardaba impaciente mientras la boca se me hacía agua. Rumbo
siguió lamiendo la salsa durante unos minutos y luego abrió sus
fauces para agarrar el pato asado entre los dientes. En aquel
preciso instante se abrió la puerta que conducía al comedor.
Rumbo y yo nos
quedamos de piedra al ver entrar a un camarero, vestido con una
chaqueta blanca y una pajarita negra, sosteniendo una bandeja llena
de platos con restos de comida. Era más bien bajito en comparación
con otros hombres (todos los hombres me parecían altísimos) y tenía
el pelo negro y grasiento. Por encima de su bigote asomaba una
nariz larga y afilada y dos ojos grandes y saltones. Al vernos se
quedó boquiabierto, mientras los platos se deslizaban por la
pendiente que había creado involuntariamente y se estrellaban
contra el suelo. El estrépito nos hizo reaccionar.
El cocinero se giró rápidamente, llevándose
las manos al pecho, el camarero lanzó un grito (creo que era
italiano), Rumbo agarró el pato asado y
yo (naturalmente) me oriné.
Rumbo saltó de la
mesa, resbaló en un charco que había en el suelo, perdió el pato,
trató de recuperarlo, soltó un aullido cuando el cocinero le arrojó
el cazo hirviendo, agarró el pato por la rabadilla y se precipitó
hacia la puerta.
El camarero arrojó la bandeja sobre
Rumbo, reprimió un sollozo, resbaló en el
charco y cayó de espaldas, derribando al perro y al pato.
El cocinero se llevó las manos del pecho a
la boca, lanzó un angustioso alarido, se abalanzó hacia delante,
tropezó con una bandeja que ocultaba un charco de salsa de naranja,
aterrizó sobre el pecho del camarero (era un hombre bastante
fornido) y comenzó a bramar y emprenderla a patadas contra el
perro, el pato y el camarero.
Yo me largué a toda velocidad.
Rumbo entró
sigilosamente en el taller unos cinco minutos después de haber
llegado yo. Penetró a través de nuestra entrada particular, un
agujero de treinta centímetros de alto situado en la parte inferior
del muro de chapa ondulada, sosteniendo todavía entre sus fauces el
pato asado. Éste presentaba un aspecto un tanto deteriorado: una
piéce de résistance que no había resistido bien. Sin embargo, para
dos chuchos famélicos no dejaba de ser un triunfo gastronómico y
después de lamer los huesos hasta dejarlos limpios (advertí a
Rumbo que no los triturara con los
dientes) comentamos con satisfacción el éxito de nuestra aventura.
Dos días más tarde, sin embargo, nos llevamos un buen susto.
Un policía se presentó en el taller y
preguntó a uno de los empleados si vivían allí dos chuchos negros.
Rumbo y yo desaparecimos detrás de un
destartalado «Ford Anglia» y nos miramos ansiosos. Al parecer, los
tenderos se habían unido para presentar una denuncia en la
comisaría del distrito, quizás instigados por el dueño del
restaurante. El caso es que la Policía no tardó en dar con nuestro
paradero. Asomamos la cabeza por detrás del viejo automóvil y vimos
al empleado señalando con el dedo la oficina del Jefe. El joven
agente se dirigió al cobertizo, examinando los automóviles que se
hallaban aparcados junto a él. En aquellos momentos el Jefe se
hallaba reunido con sus compinches.
El poli llamó a la puerta y apareció el
Jefe, el cual respondió a sus preguntas sin dejar de sonreír,
haciendo gala de un encanto personal que jamás habíamos observado
en él. Hizo gestos de sorpresa, alarma y preocupación; asintió con
expresión seria y sacudió la cabeza con una expresión igualmente
seria. Luego volvió a sonreír y siguió charlando con el policía sin
soltar el cigarro que sostenía entre los dientes. Al cabo de unos
minutos, el joven agente se dio media vuelta y abandonó el
taller.
El Jefe siguió sonriendo afablemente hasta
que el agente desapareció; luego se giró hacia el otro extremo del
taller con el rostro desencajado. Al ver nuestros hocicos asomando
por entre la chatarra, se encaminó hacia nosotros con paso firme y
decidido.
—¡Corre, pequeñajo, corre! —gritó
Rumbo.
Pero antes de que pudiera huir el Jefe me
agarró por el collar y empezó a golpearme con los puños. Siempre
había sospechado que éste albergaba en su interior una crueldad
contenida (eso no quiere decir que fuera un hombre cruel), la cual
descargó violentamente sobre mí mientras yo aullaba de dolor. Por
fortuna, los perros tenemos las células sensibles distribuidas de
forma irregular por todo el cuerpo, pues en caso contrario los
golpes me habrían dolido mucho más.
Rumbo nos
observaba a distancia, preocupado y temeroso.
—¡Ven aquí! —le gritó el Jefe, pero
Rumbo se alejó todavía más—. ¡Espera a
que te eche el guante! —le amenazó mi agresor. Al oír esto,
Rumbo puso pies en polvorosa.
No contento con haber descargado su ira
sobre mí, el Jefe me arrastró hasta el extremo del taller, cogió
una cuerda y me ató a un desvencijado automóvil sobre el que se
alzaba un montón de chatarra.
—Está bien —rugió, sujetando el extremo de
la cuerda al parabrisas del coche—. Está bien —repitió,
propinándome otro sopapo antes de alejarse mascullando que sólo
faltaba que la Policía viniera a husmear por su taller—. Está bien
—le oí decir por tercera vez mientras cerraba la puerta del
cobertizo.
★ ★ ★
Al cabo de unos minutos volvió a abrirse la
puerta y salieron los amigos del Jefe, los cuales se montaron en
sus automóviles y se largaron. Luego salió el Jefe llamando a voces
a Rumbo y, al ver que no aparecía, se metió otra vez en el
cobertizo. Yo tenía la sensación de que no veríamos a Rumbo durante
una larga temporada.
Empecé a tirar de la cuerda, llamando al
Jefe para que viniera a desatarme; pero fue inútil, no me hizo
caso. Temía tirar demasiado fuerte de la cuerda y que el montón de
chatarra me cayera encima. Enojado, empecé a gritar, luego a gemir,
luego a lloriquear y al fin, mucho más tarde, cuando el taller se
quedó desierto, comprendí que todo era inútil y me callé.
Mi compañero regresó cuando ya había
oscurecido. Yo estaba temblando de frío y me sentía triste y
abandonado.
—Te dije que echaras a correr —dijo
Rumbo.
Yo le olfateé.
—Tiene un genio de los mil demonios —siguió
diciendo Rumbo, olfateándome—. La última vez que me ató, me dejó
tres días sin comer.
Yo le miré con aire de reproche.
—De todos modos, procuraré traerte algo de
comer —añadió para consolarme. Luego alzó la vista y dijo—: Vaya,
se ha puesto a llover.
En aquel momento me cayó una gota en el
hocico.
—Te vas a calar hasta los huesos —observó
Rumbo—. Es una lástima que la puerta del coche esté cerrada y no
puedas refugiarte en él.
Yo le miré fijamente durante unos segundos y
luego aparté la vista.
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. No creo que
pueda traerte nada a estas horas de la noche.
En aquel momento me cayeron varias gotas en
la cabeza.
—Lástima que nos hayamos comido todo el
pato. Debimos reservar un trozo —dijo Rumbo, sacudiendo la
cabeza.
Yo miré debajo del automóvil, pero apenas
había espacio para introducirme por él.
—En fin, pequeñajo —dijo Rumbo, adoptando un
falso tono jocoso—, no merece la pena que nos mojemos los dos. Será
mejor que me vaya a nuestro habitáculo.
Me miró como disculpándose y yo le miré con
desprecio.
—Bueno... hasta mañana —murmuró.
Yo le observé mientras se alejaba.
—Rumbo.
Se giró y levantó las cejas.
—¿Sí?
—Hazme un favor.
—¿Qué quieres?
—Vete a que te capen —dije suavemente.
—Buenas noches —contestó Rumbo, dirigiéndose
hacia nuestro cálido habitáculo.
En aquellos momentos comenzó a diluviar y me
encogí como una bola. Presentía que iba a ser una noche muy
larga.