Capítulo 16
ES muy duro esto que acabo de
contarles, ¿no? ¿Les parece angustioso? Yo, desde luego, me sentía
angustiado. Pero ¿comprenden su significado? Si existe esa gran
meta que todos aspiramos alcanzar —llámenlo perfección, felicidad o
tranquilidad de espíritu— es lógico pensar que no se alcanza
fácilmente; tenemos que ganarla. Ignoro el motivo y no estoy seguro
de creer en ello (a pesar de ser un perro que antes fue un hombre),
de modo que no me extraña que tengan dudas. Pero, como no ceso de
repetirles, desechen sus prejuicios.
• • • • •
Me encontré en la calle principal de
Edenbridge uno o dos días más tarde. No estoy seguro de cuándo
llegué allí pues, como es lógico, después de mi encuentro con el
tejón me sentía aturdido. Tenía que aceptar que, como hombre,
estaba muerto (suponiendo que las revelaciones del tejón fueran
ciertas), y que jamás podría regresar a la normalidad. Pero si
estaba muerto, ¿cómo había muerto? ¿De viejo? No lo creo. En mis
recuerdos, mi esposa aparecía como una mujer joven y mi hija debía
tener unos cinco o seis años. ¿A causa de una enfermedad? Es
posible. Sin embargo, ¿por qué odiaba a ese misterioso individuo?
¿Por qué me parecía tan malvado? ¿Acaso me había matado él?
Estaba convencido de que ésa era la
respuesta, pues de no ser así, ¿por qué me inspiraba tal odio? En
cualquier caso, estaba decidido a averiguar la verdad. Pero ante
todo tenía que hallar a mi familia.
La calle principal estaba atestada de amas
de casa que hacían la compra y de furgonetas de reparto. La escena
se me antojaba vagamente familiar y supuse que había vivido allí,
pues de otro modo, ¿por qué me sentía atraído por esta pequeña
población? Sin embargo, no estaba seguro.
La gente me miraba extrañada al ver a un
chucho callejero paseándose arriba y abajo, observándoles
atentamente y asomando el hocico en las tiendas. Yo no les hacía
caso, pues tenía cosas más importantes en qué pensar.
★ ★ ★
Al atardecer aún no había conseguido
averiguar nada. No recordaba con claridad ninguna tienda, ningún
pub ni ninguna persona, aunque todo me parecía familiar. Mis tripas
me recordaron que estaban hambrientas y que no tenían la culpa de
que yo me hallara en un lío. Los comerciantes me echaban en cuanto
asomaba la cabeza por la puerta, y al tratar de agarrar una manzana
de una cesta su dueña me atizó un sopapo en el hocico y me cubrió
de insultos.
Para evitar que se organizara un escándolo
(no quería que la Policía me detuviera, pues tenía que permanecer
en la ciudad hasta que recuperara la memoria), eché a caminar hasta
llegar a unos grandes terrenos municipales. En aquel momento me
pareció recordar algo, pero era un recuerdo muy vago: durante los
últimos veinte años, muchos londinenses habían abandonado los
barrios pobres del sur de la ciudad para trasladarse a vivir a
Edenbridge, en unos modernos edificios situados en plena campiña.
Algunos se habían adaptado a su nuevo entorno, pero otros (como
Lenny, el amigo del Jefe) añoraban Londres y se pasaban la vida
yendo y viniendo entre estas dos comunidades tan distintas. Era
evidente que yo había vivido en esta población y, por tanto,
conocía su historia, pero ¿dónde había residido? ¿En uno de esos
edificios? No conseguía recordarlo.
Seguí a dos niños hasta su casa, los cuales
jugaron un rato conmigo y su madre me dio de comer. No era mucho,
pero al menos conseguí aplacar mi apetito. Luego, pese a las
protestas de los niños, salí corriendo del jardín y me dirigí de
nuevo hacia la calle principal.
Recorrí todas las callejuelas que
desembocaban a ambos lados de la calle principal, pero no vi nada
que desencadenara los recuerdos que se hallaban ocultos en mi
memoria.
★ ★ ★
Al anochecer me sentía profundamente
abatido. No había sucedido nada. Confiaba en que al llegar a
Edenbridge hallaría mi casa sin dificultad, pero no había sido así.
Me hallaba a oscuras, tanto mental como físicamente.
Llegué hasta los límites de la población.
Pasé frente a varias tabernas, atravesé un puente, pasé frente a un
garaje y un hospital y me encontré en un descampado. Desalentado,
penetré en el patio del hospital, me oculté en un rincón detrás del
edificio y me quedé dormido.
★ ★ ★
A la mañana siguiente me desperté al
percibir un delicioso olor de comida y, siguiendo mi olfato, llegué
ante una ventana que estaba abierta. Me alcé sobre mis cuartos
traseros y apoyé las patas en el antepecho de la ventana. Por
desgracia, la ventana era muy alta y no alcancé a ver nada, pero
gocé aspirando los deliciosos aromas que salían de ella. De pronto,
apareció la enorme cabeza castaña de una mujer. Ésta sonrió al
verme, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastaban con los
tonos rojos y naranjas que resplandecían en su orondo
semblante.
—¿Tienes hambre? —me preguntó. Yo agité el
rabo—. No te vayas.
La mujer desapareció y al cabo de un
instante reapareció sonriendo satisfecha y sosteniendo una loncha
de tocino ahumado medio quemada.
—Toma, cómetelo —dijo, metiéndome el pedazo
de tocino en la boca.
Yo lo escupí inmediatamente al sentir que me
abrasaba la garganta. Luego le eché un poco de saliva para que se
enfriara.
—Buen chico —dijo la mujer, arrojando otra
loncha de tocino al suelo. La devoré tan apresuradamente como la
primera y alcé la cabeza, agitando el rabo para suplicarle que me
diera otra.
—Estás muerto de hambre, ¿verdad? —dijo la
mujer de color (de múltiples colores), echándose a reír—. De
acuerdo, te daré otra loncha de tocino y luego te largas, no quiero
meterme en un lío.
La tercera loncha apareció y desapareció en
un santiamén y miré de nuevo a la mujer, pero ésta se echó a reír,
agitó el índice y cerró la ventana.
El día había empezado bastante bien y,
sintiéndome más animado, me dirigí hacia la entrada del hospital.
Había comido caliente y disponía de toda la jornada para tratar de
averiguar algo acerca de mi pasado. Quizá la vida (o la muerte) no
era tan mala. Como les he dicho, los perros somos optimistas por
naturaleza.
★ ★ ★
Al llegar a la puerta del hospital, doblé a
la izquierda y me encaminé hacia la calle principal, convencido de
que allí encontraría algo o a alguien que conocía.
Eché a caminar por la carretera cuando, de
pronto, un monstruo verde se abalanzó hacia mí. Lancé un grito de
terror y el autobús frenó en seco. Crucé apresuradamente la
carretera con el rabo entre las piernas mientras el enfurecido
conductor me insultaba y hacía sonar la bocina. Me agazapé junto a
un seto y al cabo de unos instantes el conductor puso el vehículo
en marcha y arrancó lentamente.
Cuando la hilera de ventanillas pasó junto a
mí, vi unos rostros que me miraban encolerizados y otros con
expresión de lástima. Una niña clavó sus ojos en los míos y sostuvo
mi mirada hasta que el autobús pasó de largo. Luego, la niña se
volvió y siguió observándome con la nariz aplastada contra el
cristal.
El autobús atravesó el puente y desapareció.
En aquel instante comprendí que la niña que me había mirado era
Gillian, mi hija, aunque yo la llamaba Polly porque me gustaba más
ese nombre. ¡No me había equivocado! ¡Edenbridge era mi hogar! ¡Al
fin había hallado a mi familia!
Pero no la había hallado. El autobús había
desaparecido y yo sólo recordaba unos nombres, la breve discusión
que había sostenido con mi mujer respecto al nombre de mi hija y
nada más. Aguardé en vano, confiando en que la imagen apareciera de
nuevo, pero no fue así.
Gemí desesperado y eché a correr detrás del
autobús, resuelto a no desaprovechar esta oportunidad. Al cruzar el
puente vi que el autobús se había detenido en una parada. Me puse a
ladrar y atravesé la calle principal como una bala. Pero fue
inútil; el autobús siguió su camino y enfiló la carretera. Yo seguí
corriendo, extenuado y jadeando, mientras el autobús se hacía cada
vez más pequeño, y al final me detuve.
El autobús —en el que viajaba mi hija— había
desaparecido.
Mi angustiosa e infructuosa búsqueda —por la
ciudad y por mi mente— duró otros dos días. Desayunaba y cenaba
todos los días en el hospital gracias a la generosidad de la
cocinera negra y dedicaba el resto de la jornada a recorrer la
ciudad y sus alrededores, pero fue en vano. Por fin, al tercer día,
debía ser sábado a juzgar por la cantidad de gente que andaba por
la calle, tuve un golpe de suerte.
Caminaba arriba y abajo por la calle
principal, procurando pasar inadvertido (algunos tenderos ya me
conocían e intentaban atraparme), cuando de pronto miré por un
callejón que conducía al aparcamiento situado detrás de los
comercios y vi a una niña acompañada de una mujer. Al cabo de un
instante doblaron la esquina y desaparecieron, pero había
reconocido a la niña y comprendí que se trataba de rni esposa y mi
hija. El corazón me dio un vuelco y noté que me temblaban las
rodillas.
—¡Carol! —grité—. ¡Carol! ¡Polly!
¡Esperadme! ¡No os vayáis!
Comencé a ladrar como un loco, mientras los
transeúntes me observaban estupefactos, y avancé tambaleándome por
el estrecho callejón. Era como una pesadilla, pues el shock me
había dejado aturdido y apenas podía dar un paso. Al fin conseguí
sobreponerme, pero había perdido unos valiosos segundos. Eché a
correr detrás de mi mujer y mi hija y vi que se montaban en un
«Renault» verde.
—¡Carol! ¡Detente! ¡Soy yo!
Se giraron sobresaltadas y mi mujer
exclamó:
—¡Apresúrate, Gillian, súbete al coche y
cierra la puerta!
—¡No, Carol! ¡Soy yo! ¿No me reconoces?
Atravesé rápidamente al aparcamiento y me detuve junto al
«Renault», ladrando y tratando de conseguir que mi mujer me
reconociera.
Ambas me miraban atemorizadas, pero en lugar
de calmarme, mi excitación aumentó. Carol bajó la ventanilla e hizo
un gesto con la mano, diciendo:
—¡Aléjate de aquí, chucho!
—Carol, por el amor de Dios, ¡soy yo, Nigel!
(¿Nigel? Recordé que ése era mi nombre, pero creo que me gustaba
más Horacio.)
—Es el perrito al que por poco atropella el
autobús —oí decir a mi hija.
La miré atónito. ¿Es posible que esta niña
fuera mi hija?
Parecía dos o tres años mayor que la última
vez que la había visto. Sin embargo, la mujer sin duda era Carol, y
la había llamado Gillian. ¡Por supuesto que era mi hija!
Pegué un salto y aplasté el hocico contra la
parte inferior de la ventanilla.
—¡Polly, soy papá! ¿No te acuerdas de
mí?
Carol me dio un golpe en la coronilla,
aunque sin ánimo de lastimarme, tan sólo para defenderse. Luego
puso el motor en marcha y arrancó lentamente.
—¡No! —grité—. ¡No me abandones, Carol! ¡Te
lo suplico!
Eché a correr pegado al coche, arriesgándome
a que me atropellara, llorando de rabia al ver cómo se alejaban,
sabiendo que no podía seguirlas y que volverían a desaparecer de mi
vida. Sentí deseos de arrojarme debajo de las ruedas del coche para
obligarlas a detenerse, pero mi sentido común y mi vieja amiga, la
cobardía, me impidieron hacerlo.
—¡Regresad! ¡Regresad!
Pero no regresaron.
Vi la expresión de asombro en el rostro de
Polly mientras el coche se alejaba por la sinuosa carretera que
conducía a las afueras de la población, confiando en que sucediera
un milagro que obligara a su madre a detener el vehículo, pero fue
inútil.
Los transeúntes me miraron extrañados y
decidí alejarme antes de que me denunciaran. Eché a correr detrás
del «Renault», mientras los recuerdos comenzaban a afluir a mi
mente.
De pronto recordé dónde había vivido.