Capítulo 4
LLEVABA una semana allí y me
sentía feliz entre mis nuevos amigos, a pesar de que algunos eran
bastante brutos. Estaba bien alimentado (aunque tenía que pelearme
para que los otros no me arrebataran mi ración) y bien atendido.
Los grandes animales de dos patas acudían todos los días, nos
llamaban por medio de unos ruidos muy extraños y luego nos
señalaban a uno de nosotros. Un perro viejo me explicó que esas
criaturas eran personas, las cuales gobernaban y mandaban en el
mundo. Cuando le pregunté qué era el mundo, me miró incrédulo, se
dio media vuelta y corrió hacia donde se hallaban las personas,
asomando el hocico por la tela metálica en señal de respeto y
sumisión. No tardé en comprobar que era un experto en conseguir que
lo eligieran a él, pues ésta no era su primera visita a la perrera.
También comprobé que era un mal asunto si no te elegían, ya que más
pronto o más tarde venía a buscarte un piel blanca y a partir de
aquel momento tenías las horas contadas.
Los perros con más experiencia me hablaban
sobre las personas. Me explicaron que mudaban de piel cuando
querían, puesto que se trataba de una piel muerta como la que
llevaba yo alrededor del cuello; que existían machos y hembras,
como nosotros, y que a sus cachorros los llamaban hijos. Cuando te
repetían continuamente un cierto sonido, a veces en tono amable y
otras irritado, probablemente se trataba de tu nombre. Te
alimentaban y cuidaban de ti si eras obediente. Habían aprendido a
caminar sobre dos patas mucho tiempo, y desde entonces se sentían
superiores a nosotros. Solían ser bastante estúpidos, pero algunos
eran muy bondadosos.
Tenían el poder de destruir a todos los
animales, incluso a los animales más grandes que ellos.
Y era ese poder, única y exclusivamente, lo
que les convertía en los dueños y señores del mundo.
★ ★ ★
Descubrí que yo era lo que se llama un cruce
de razas, un híbrido. Entre los perros no existe un sistema de
clases, por supuesto, pero cada raza posee determinadas
características. Por ejemplo, los Terranova son bondadosos e
inteligentes, mientras que los lebreles suelen ser agresivos y
bastante neuróticos; apenas les dices algo, te contestan con un
gruñido. Era curioso, pero todos los perros sabían a qué raza
pertenecían: un terrier sabía que era un terrier, un spaniel sabía
que era un spaniel. Sin embargo, un scottish terrier no sabía que
era distinto de un airedale, ni un cocker spaniel que era distinto
de un clumber. Eran unas diferencias demasiado insignificantes para
que las notaran.
También comprobé que los perros grandes
solían ser más plácidos, mientras que los pequeños eran más
fanfarrones. Por aquella época, yo era un pequeño fanfarrón.
Aullaba para obtener mi ración diaria de
carne; gemía por las noches, atormentaba a los perros más estúpidos
y me peleaba con los bravucones. Ladraba y gruñía a todo aquel que
me resultaba antipático y me enfurecía cuando trataba de atrapar
una cosa larga y tiesa que me crecía en el lomo (tardé bastante
tiempo en comprender que no la atraparía nunca). Hasta las pulgas
me irritaban, y cuando veía una brincando sobre el lomo de un
compañero me abalanzaba sobre ella y le pegaba un mordisco al otro
perro. Acto seguido nos enzarzábamos en una pelea campal y el piel
blanca nos arrojaba un cubo de agua fría para calmarnos los
ánimos.
No tardé en adquirir fama de pendenciero y
con frecuencia me encerraban en una jaula, separado del resto de
mis compañeros, lo cual hacía que me rebelara aún más, pues creía
que nadie me quería. La gente no comprendía que yo tenía
problemas.
Los problemas se hallaban ocultos en el
fondo de mi mente, donde se desarrollaba un extraño conflicto. Yo
sabía que era un perro; y sin embargo mis sentidos —llámenlo
intuición— me decían que no lo era. El conflicto estalló al fin una
fría noche durante la cual tuve una pesadilla.
★ ★ ★
Me hallaba dormido junto a un grupo de
peludos cuerpos que habían cerrado sus filas contra mí —en aquellos
días yo no era muy popular entre mis compañeros— y tenía la cabeza
llena de extrañas imágenes. Era muy alto y me sostenía
precariamente sobre dos patas, con el rostro al mismo nivel que las
otras personas; una persona de sexo femenino avanzó hacia mí,
irradiando bondad y emitiendo unos sonidos muy agradables con sus
labios. Supongo que debía conocerla, pues comencé a agitar el rabo,
lo cual hizo que casi perdiera el equilibrio. Sus mandíbulas
formaron un curioso círculo y emitió un sonido muy dulce que me
resultaba familiar. Tenía la cabeza muy cerca de la mía y seguía
aproximándose, tratando de establecer contacto. Yo saqué la lengua
y le lamí la nariz.
Ella emitió un breve sonido y se apartó,
exhalando un olor corporal que me dio a entender que mi gesto la
había sobresaltado. Empecé a jadear y a menear el rabo con más
ímpetu, lo cual la sobresaltó aún más. Retrocedió y yo avancé hacia
ella balanceándome sobre mis dos patas.
Luego echó a correr y yo tuve que ponerme a
cuatro patas para perseguirla. En mi cabeza bullía un caos de
sonidos, colores y aromas. De pronto aparecieron otros rostros ante
mí. Uno de ellos pertenecía a una niña preciosa. La niña restregó
su cabeza contra la mía y se montó en mi lomo, dándome unas patadas
en los costados. Pasamos un rato jugando y revolcándonos en la
explanada verde y yo me sentía muy feliz. Súbitamente, el cielo se
oscureció y vi otro rostro que me miraba enfurecido. Luego
desaparecí y me encontré de nuevo en una jaula. Estaba en el
mercado callejero, rodeado de otros cuerpos cálidos, los cuales se
quedaron helados cuando los perros abrieron los ojos y me
vieron.
Luego, todo se sumió en la oscuridad.
★ ★ ★
Yo me hallaba en un lugar cálido y seguro.
Muy cerca, casi dentro de mí, sonaban unos latidos que me
tranquilizaban. A mi alrededor percibía otros sonidos, menos
intensos. Todo era suave y mullido; estaba sumergido en un líquido
que me proporcionaba la vida. Me hallaba en el vientre de mi madre
y me sentía feliz.
De improviso sentí una fuerza que me
impulsaba hacia fuera, unas contracciones brutales que me obligaban
a abandonar mi cómodo nido, empujándome por un largo túnel. Yo me
resistía. Deseaba permanecer allí. Ya conocía el mundo exterior y
no me gustaba. ¡Deja que permanezca aquí! ¡No me arrojes fuera! No
quiero vivir, la muerte es más agradable.
Pero las fuerzas que me impelían hacia
delante eran más poderosas que yo. La muerte había sido más fuerte,
y ahora también lo era la vida.
Asomé la cabeza, mientras el resto de mi
cuerpo permanecía unos instantes en el vientre de mi madre. Pero
detrás mío había otros seres que me empujaban hacia fuera,
impacientes por salir. Yo me estremecí, negándome a abrir los ojos:
no deseaba contemplar la realidad. Luego sentí otros cuerpos
húmedos y pegajosos y una lengua áspera que me lamía para quitarme
la porquería, mientras yo permanecía tendido, humilde y
vulnerable.
Había renacido.
Lancé un grito y me desperté.
Sentí como si la cabeza me fuera a estallar
ante la súbita y brutal revelación. Yo no era un perro; era un
hombre. Había existido antes como un hombre y había quedado
atrapado en el cuerpo de un animal. ¿Cómo? ¿Por qué? Por fortuna no
hallé las respuestas, pues de haberlas hallado en aquellos momentos
creo que me habría vuelto loco.
Mi grito había despertado a los otros
perros, los cuales comenzaron a aullar y ladrar. Yo permanecí
inmóvil, temblando, demasiado aturdido para moverme. Sabía que era
un hombre y me veía a mí mismo. Veía a mi esposa. Veía a mi hija.
Las imágenes giraban sin cesar en mi mente, uniéndose, separándose,
uniéndose de nuevo, aturdiéndome.
De repente, la jaula se iluminó. Yo cerré
los ojos para aliviar el dolor que sentía, pero oí unas voces y
volví a abrirlos. Luego se abrió la puerta y aparecieron dos pieles
blancas, gruñendo y gritándoles a los perros para que se
callaran.
—Debe de tratarse de ese pequeño
sinvergüenza —oí decir a uno de ellos—. Desde que ha llegado no ha
hecho más que crear problemas y, encima, solivianta a sus
compañeros.
Una mano me agarró con fuerza por el
pescuezo. Me pusieron un collar y me arrastraron por un pasillo
donde había otras jaulas llenas de perros que ladraban
frenéticamente. Me encerraron en una jaula de castigo, separada de
las otras. Al cerrarse la puerta, oí decir a uno de los
hombres:
—Creo que tendremos que matarlo mañana.
Nadie querrá llevarse a un chucho como ése.
No oí la respuesta de sus compañeros, pues
aunque todavía estaba aturdido por la terrible revelación, las
brutales palabras de aquel hombre me dejaron helado. Me sentía solo
y aterrado, sumido en la oscuridad de la jaula, y rompí a llorar.
¿Qué me había sucedido? ¿Por qué mi nueva vida estaba condenada a
ser tan breve? Desesperado, me arrojé al suelo.
• • • • •
Al cabo de unos minutos se despertaron en mí
otros instintos y mis pensamientos de autocompasión comenzaron a
ordenarse. Yo había sido un hombre, de eso no cabía la menor duda.
Tenía el cerebro de un hombre. Había comprendido las palabras que
habían pronunciado los dos hombres, no sólo su significado, sino
las mismas palabras. ¿Podía hablar? Lo intenté, pero de mi garganta
sólo brotó un patético gemido. Llamé a los hombres, pero el sonido
que emití sólo era el aullido de un perro. Traté de recordar mi
vida anterior, pero mientras me concentraba en esos pensamientos
las imágenes se desvanecieron. ¿Cómo me había convertido en un
perro? ¿Habían extirpado el cerebro de mi cuerpo humano para
trasplantarlo al de un perro? ¿Acaso un loco había realizado el
siniestro experimento con el fin de preservar el cerebro vivo de un
cuerpo moribundo? No, era imposible, pues recordaba haber nacido en
mi sueño, formaba parte de una carnada de cachorros y recordaba que
mi madre me había lamido el cuerpo para limpiarme. ¿Se trataba
quizá de una alucinación? ¿O tal vez era el resultado de una
siniestra operación? En tal caso, me hallaría en observación en un
moderno laboratorio, conectado a unos sofisticados instrumentos, no
en esta lúgubre perrera.
Tenía que existir una explicación, lógica o
absurda, y decidí hallarla. Creo que el misterio me salvó de
volverme loco, pues me dio un motivo para seguir viviendo. Mejor
dicho, me proporcionó un destino.
Ante todo tenía que serenarme. Ahora me
parece increíble que aquella noche fuera capaz de reflexionar tan
fríamente, reprimiendo las emociones que había suscitado en mí la
terrible revelación. En ocasiones, cuando recibimos un fuerte
impacto emocional, se pone en marcha un mecanismo de defensa que
adormece las células sensibles de nuestro cerebro, lo cual nos
permite reflexionar de forma lógica y racional.
Decidí no obligar a mi cerebro a revelarme
todos sus secretos en aquel momento, lo cual, por otra parte,
habría sido imposible. Era preferible dejar pasar un tiempo, hasta
que lograra reunir todos los fragmentos de las imágenes, antes de
ponerme a bucear en mi pasado.
Pero primero tenía que huir de allí.