Segunda parte
¿QUÉ opinan ahora? ¿Todavía se
niegan a aceptar mi historia, o se preguntan si será cierta?
Permítanme que continúe; faltan unas horas hasta el amanecer.
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El viaje a Edenbridge fue largo pero tuve la
curiosa sensación de que conocía el camino, como si lo hubiera
recorrido muchas veces. El nombre de la población, el cual había
oído mencionar en el taller, había plantado una semilla en mi mente
y ésta había germinado. No estaba seguro de lo que significaba para
mí, si se trataba de mi hogar o si encerraba algún otro
significado, pero sabía que debía dirigirme allí. De todos modos,
no tenía otra alternativa.
Corrí durante una hora sin detenerme,
arriesgándome a morir atropellado por algún vehículo, hasta que
llegué a un vertedero de basuras donde pude llorar a mi amigo. Me
deslicé debajo de un destartalado sofá y oculté la cabeza entre las
patas. Todavía veía el hilo de sangre deslizándose debajo del
montón de chatarra, formando un charco en un pequeño hueco en la
tierra y creando un pequeño remolino, un vórtice en la vida de
Rumbo. Los animales sienten el dolor tan profundamente como los
seres humanos, quizá más; sin embargo, disponen de unos medios más
limitados para expresarlo y su natural optimismo les permite
recuperarse con mayor facilidad. Por desgracia, yo sufría como ser
humano y como animal, lo cual resultaba muy duro.
Permanecí allí varias horas, asustado y
aturdido, hasta que, avanzada la tarde, el hambre, mi leal
compañera, me obligó a reaccionar. No recuerdo dónde hallé comida,
pues he olvidado buena parte del largo viaje, pero recuerdo que
comí algo y poco después reemprendí el camino. Atravesé las calles
de la ciudad al anochecer, prefiriendo la soledad de la noche al
bullicio matutino. Me topé con varios merodeadores: gatos, perros y
espectros (las calles de la ciudad estaban llenas de ellos), y unos
extraños individuos que se deslizaban por entre las sombras como si
temieran que la luz o los espacios abiertos les lastimaran. Sin
embargo, evité todo contacto con ellos. Me había fijado un objetivo
y no permitiría que nada ni nadie me apartara de él.
Atravesé Camberwell, Lewisham y Bromley,
descansando durante el día, ocultándome en casas abandonadas,
parques o vertederos de basuras, huyendo de los ojos inquisitivos
de la gente. Comí mal, pues no quería arriesgarme a que me enviaran
de nuevo a la perrera. Me sentía acobardado y echaba de menos a
Rumbo para infundirme ánimos, para amenazarme cuando me resistía a
obedecerle o se reía cuando hacía algo que le sorprendía.
★ ★ ★
Al cabo de un rato llegué a una explanada
verde salpicada de flores primaverales. No me hallaba aún en la
campiña, pues apenas había dejado atrás los suburbios londinenses,
pero después de los negros y grises y marrones y rojos de la
ciudad, me pareció atravesar una barrera donde predominaba la
Naturaleza y la influencia humana desempeñaba un papel
insignificante. Ya no temía viajar de día.
Contemplé asombrado los verdes retoños que
brotaban de la tierra para aspirar el aire puro, los bulbos y
tubérculos y los capullos que se abrían en los árboles de hojas
anchas. El aire parecía vibrar, llenando mis pulmones e infundiendo
vigor a mis patas. Los verdes y amarillos eran más frescos, más
deslumbrantes, y los rojos y naranjas relucían como el fuego. Todo
estaba vivo, húmedo y resplandeciente. Todo era firme y vigoroso,
incluso la flor más delicada. Súbitamente me sentí rebosante de
energía.
Atravesé un seto que se alzaba junto a la
carretera, enganchándome en los espinos y las zarzas. Pasé junto a
dos reyezuelos que me miraron sorprendidos y atemorizados. Vi una
Celedonia menor compuesta por cuatro deslumbrantes estrellas
amarillas, una de las primeras plantas que se regeneran cuando
llega la primavera. Corrí por el campo revoleándome en la húmeda
hierba hasta que mi pelo quedó empapado. Chupé la hierba para
sorber las gotas de rocío y cavé unos hoyos en la tierra para ver
si descubría algo. Unos escarabajos y un topo se cruzaron en mi
camino y se alejaron apresuradamente, huyendo de mi inquisitiva
mirada. Me topé con una babosa de un palmo de longitud, la cual se
encogió como una bola cuando me puse a olfatearla. Probé su sabor,
pero la escupí en seguida. Quizá los caracoles hervidos constituyan
un manjar para muchos, pero una babosa cruda no puede comérsela ni
un perro.
Mi apetito se había despertado y exploré el
campo en busca de algo que comer. Tuve la suerte de hallar a un
joven conejo que mordisqueaba el tronco de un árbol, pero no
conseguí atraparlo. Le maldije por ser más veloz que yo, pero luego
me pregunté si habría sido capaz de matarlo. Nunca había matado a
un animal para alimentarme.
Afortunadamente, hallé unos hongos que
crecían entre un grupo de árboles y los devoré con avidez, sabiendo
de alguna forma que no eran venenosos. ¿Era debido a mi instinto
animal o tenía algún conocimiento humano sobre los hongos? No me
molesté en buscar la respuesta, pues en aquel momento apareció un
ratón campestre escudriñando el suelo con sus ojillos negros en
busca de caracoles. Aunque no sentía deseos de comérmelo ni de
pelearme con él, le di un amistoso manotazo en el lomo. Él se
detuvo, me miró y prosiguió impertérrito su camino, sin hacerme el
menor caso. Le observé mientras se alejaba y luego decidí
reemprender también mi camino. Me había divertido pero no había
hecho ningún descubrimiento personal importante. Eché a correr por
el campo, atravesé el seto y enfilé de nuevo la carretera.
★ ★ ★
Al cabo de un rato me encontré de nuevo
rodeado de tiendas y edificios, pero seguí adelante, deteniéndome
una sola vez para robar una manzana de un puesto de frutas. Dejé
atrás las complicadas calles urbanas y seguí a lo largo de la
carretera, la cual me resultaba cada vez más familiar.
Cuando llegué a Keston tenía las patas
llagadas, pero seguí avanzando hasta llegar a una pequeña población
llamada Leaves Green. Pasé la noche en un pequeño bosque, pero los
ruidos del campo me atemorizaban y decidí refugiarme en el jardín
de una casa particular. Me sentía más tranquilo sabiendo que me
hallaba cerca de seres humanos.
★ ★ ★
Al día siguiente apenas probé bocado, pero
no les aburriré relatándoles las desventuras que me acaecieron
cuando traté de hallar comida; basta decir que al llegar a
Westerham estaba tan famélico que hubiera devorado un buey.
En Westerham me aguardaba una experiencia
muy penosa, la cual debo referirle.