Capítulo 7
ME desperté al notar que
alguien me empujaba suavemente.
Cambié de posición, tratando de no hacer
caso de los golpecitos, pero tenía frío y estaba incómodo. Abrí los
ojos y vi un enorme perro negro junto a mí.
—Vamos, pequeñajo, será mejor que no te
encuentren aquí.
Al oírle, me despabilé y parpadeé con
fuerza.
—¿De dónde vienes? ¿Te has escapado o te han
abandonado tus dueños? —inquirió el perro, sonriendo.
Sentí un escalofrío y me levanté.
—¿Quién eres? —le pregunté, sin poder
contener un bostezo. Luego me estiré para desentumecer mis
miembros, apoyándome sobre las patas delanteras y alzando el
trasero.
—Me llamo Rumbo. ¿Y tú?
—No lo sé —contesté, sacudiendo la cabeza—.
No lo recuerdo.
El perro me miró en silencio durante unos
minutos y luego comenzó a olfatearme.
—Hay algo extraño en ti —dijo.
Y tan extraño, pensé yo.
—No eres como los otros perros que
conozco.
Él tampoco era como los otros perros. Era
más inteligente, menos perruno, más... humano.
—Todos somos distintos. Algunos son más
tontos que otros, pero tú eres distinto. ¿Seguro que eres un
perro?
Estuve tentado de contarle mis desgracias,
pero él cambió bruscamente de tema.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
Estoy famélico, pensé, asintiendo.
—Anda, vamos a ver si encontramos
algo.
Se dio media vuelta y echó a caminar
rápidamente. Yo corrí tras él para alcanzarlo.
Era un chucho huesudo, de unos cinco o seis
años, un cruce de varias razas. Imagínense a un dálmata sin
manchas, negro, desgarbado, patizambo, con un trasero como una
vaca, las patas traseras excesivamente curvadas y débil de remos y
tendrán una idea de cómo era Rumbo. No era feo, al menos a mí no me
lo parecía, pero no se habría llevado ningún premio en un concurso
canino.
—¡Vamos, pequeñajo! —gritó, volviendo la
cabeza—. ¡Llegaremos tarde para desayunar!
Cuando lo alcancé, pregunté jadeando:
—¿No podríamos detenernos un momento? Tengo
que hacer una cosa.
—¿Qué? Ah, ya entiendo.
Se detuvo y me agaché delante de él. Él me
miró con desprecio y se acercó a una farola. Luego levantó la pata
y se puso a orinar como un profesional.
—Te recomiendo que lo hagas así, para evitar
accidentes —me dijo, mientras yo trataba de mover las patas para no
pisar el charco que se iba extendiendo.
Yo sonreí tímidamente. Afortunadamente, las
calles estaban medio desiertas y no había ningún ser humano por los
alrededores que me viera en esta postura tan poco digna. Era la
primera vez que me preocupaban esas cosas, lo cual era una muestra
de la batalla entre el perro y el hombre que se libraba en mi
interior.
Rumbo se acercó para olfatear el charco que
yo había dejado y yo me acerqué a la farola para olfatear el suyo.
Una vez satisfechos, reemprendimos nuestro camino.
—¿A dónde vamos? —le pregunté, pero en vez
de responderme apretó el paso, ansioso de llegar a nuestro destino.
De pronto percibí un olor a comida que atrajo de inmediato mi
atención.
• • • • •
Las calles estaban más concurridas, pero ni
el ruido ni el tumulto parecían afectar a Rumbo. Yo le seguía a
corta distancia, rozándole de vez en cuanto el muslo con mi hombro.
Las calles todavía me aterraban; los autobuses parecían unos
inmensos edificios de apartamentos móviles y los coches unos
elefantes lanzados a la carga contra nosotros. Mi sensible vista
hacía que percibiera los colores en toda su intensidad, lo cual
aumentaba mi temor, pero nada parecía inquietar a Rumbo. Esquivaba
hábilmente a los transeúntes y utilizaba los pasos de cebra para
atravesar la calle, esperando siempre que un ser humano la cruzara
primero para luego seguirlo, mientras yo trataba de convertirme en
un apéndice de su cuerpo.
Llegamos a un lugar donde, aunque todavía
era muy temprano, había un enorme gentío apresurándose de un lado a
otro, regateando, comprando y vendiendo. El ruido era ensordecedor:
la gente gritaba, los camiones hacían sonar la bocina y las
carretas traqueteaban sobre el pavimento. El aire estaba impregnado
del dulce aroma de las frutas y el olor a tierra de las verduras y
patatas. De no ser por el caos que reinaba, habría creído que me
hallaba en el paraíso.
Nos hallábamos en un mercado, no un mercado
callejero, sino un mercado mayorista, donde los dueños de
restaurantes, los fruteros, los vendedores ambulantes —todos los
que vendían frutas, hortalizas o flores—, acudían a comprar sus
provisiones; donde los agricultores y los granjeros vendían sus
mercancías; donde los camiones llegaban de los muelles, cargados
con productos de exóticos países, y luego partían, cargados de
nuevo, hacia distintos puntos del país, o regresaban al muelle para
que las mercancías fueran embarcadas en unos buques; donde las
voces de la gente sonaban ásperas mientras regateaban, compraban al
contado o a plazos y saldaban sus deudas.
Un hombre fornido y rubicundo, vestido con
una mugrienta bata blanca, pasó junto a nosotros tirando de una
carreta en la que había numerosas cajas apiladas precariamente,
llenas de plátanos verdosos. Cantaba a voz en cuello, deteniéndose
únicamente para saludar con una amable palabrota a un compañero,
sin darse cuenta de que uno de los racimos de plátanos estaba a
punto de caerse de la carreta. Cuando el racimo cayó al suelo me
abalancé sobre él, pero Rumbo me detuvo con un ladrido.
—No te atrevas a tocarlo —me dijo—. Si te
pillan robándoles la mercancía son capaces de desollarte
vivo.
Alguien advirtió al hombre de la carreta que
se habían caído unos plátanos y éste se apeó para recogerlos. Al
ver nos, se detuvo para dar a Rumbo una palmadita en el lomo que a
mí me habría partido el espinazo. Mi nuevo amigo agitó el rabo y
trató de lamerle la mano.
—Hola, chico, veo que hoy te has traído a un
amigo —dijo el mozo del mercado, inclinándose sobre mí. Yo
retrocedí; mi cuerpo era demasiado joven y tierno para esas
caricias. El hombre soltó una risotada y regresó a la carreta,
reanudando su monótona canción.
La actitud de Rumbo me desconcertaba: ¿por qué habíamos venido
aquí si no podíamos comer nada?
—Vamos —dijo Rumbo, como si hubiera adivinado mi pregunta.
★ ★ ★
Nos abrimos paso por entre la multitud,
esquivando a los vendedores, a los mozos y a los compradores. De
vez en cuando alguien saludaba a Rumbo o
le daba una palmadita; otras veces nos soltaban un gruñido o
intentaban propinarnos una patada, pero en general mi compañero
parecía ser muy popular y aceptado entre aquella gente. Supuse que
sería un visitante asiduo, pues los animales —aparte de los gatos
que se dedican a cazar ratones—, suelen tener la entrada prohibida
en los mercados, sobre todo si son unos chuchos callejeros.
Percibí un nuevo y potente aroma, mucho más
intenso y atrayente que los aromas de las frutas y hortalizas.
Cuando vi que Rumbo se dirigía hacia la
cantina móvil, eché a correr hacia ella y traté de saltar sobre el
mostrador, pero era demasiado alto y sólo conseguí apoyar las
patas. No podía ver nada, aunque percibí el olor de las salchichas
que se freían en la sartén.
Al cabo de unos segundos llegó Rumbo y me miró irritado.
—Bájate de ahí, estúpido, vas a estropearlo
todo —dijo entre dientes.
Yo obedecí de mala gana, pues no quería
disgustar a mi nuevo amigo. Rumbo
retrocedió unos pasos para que el hombre de la cantina pudiera
verlo y comenzó a ladrar. Un tipo viejo y enjuto asomó la cabeza
por encima del mostrador y sonrió, mostrando una dentadura
amarillenta.
—Hola, Rumbo.
¿Cómo estás? Tienes hambre, ¿eh? Veamos si encuentro algo para
ti.
La cabeza del viejo desapareció y yo me
acerqué a Rumbo, excitado ante la
perspectiva de hincarle el diente a una salchicha.
—Estáte quieto, pequeñajo. Si te pones
pesado no nos darán nada —me amonestó Rumbo.
Yo traté de serenarme, pero cuando apareció
de nuevo el tipo de la cantina sosteniendo una suculenta salchicha
entre dos dedos, no pude contenerme y empecé a dar brincos.
—Conque te has traído a un compañero, ¿eh?
Esto no es un restaurante gratuito, Rumbo, no puedo alimentar a todos tus amigos.
El hombre sacudió la cabeza y dejó caer la
salchicha a nuestros pies. Yo me abalancé sobre ella, pero
Rumbo se adelantó y comenzó a gruñir y
devorar la salchicha al mismo tiempo, lo cual no debe de ser nada
sencillo. Después de engullir el último bocado, se relamió y
dijo:
—No te tomes tantas libertades, enano. Ya te
llegará el turno, ten paciencia. —Luego se dirigió al hombre, el
cual nos observaba riendo, y le preguntó—: ¿Tienes algo para el
cachorro?
—Conque ahora quieres que le dé algo al
cachorro, ¿eh? —dijo el hombre. Al sonreír, la piel alrededor de
sus viejos ojos se arrugó y su afilada nariz se hizo aún más
pronunciada. Tenía un color interesante: amarillo con unas manchas
marrones que resaltaban sus facciones, de piel grasa pero al mismo
tiempo seca, puesto que la grasa se hallaba sólo en la superficie—.
Está bien, veamos qué puedo darle.
El hombre desapareció de nuevo y de pronto
se oyó una voz que decía:
—Dame una taza de té, Bert.
Uno de los mozos del mercado apoyó los codos
en el mostrador y bostezó. Luego nos miró y chasqueó la lengua a
modo de saludo.
—Ten cuidado, Bert. Vas a tener problemas
con los inspectores si dejas que se acerquen tantos chuchos.
Bert le sirvió una taza de té marrón oscuro
de una gigantesca tetera de metal.
—Tienes razón —asintió—. Generalmente sólo
viene el grande, pero hoy se ha traído a un compañero. Debe de ser
su hijo.
—No —dijo el mozo, sacudiendo la cabeza—. El
grande es un chucho callejero, mientras que el pequeño es un cruce
entre un mastín y... un terrier. Es muy simpático.
Yo agité el rabo para agradecerle el
cumplido y miré ansiosamente a Bert.
—Está bien, está bien, ya sé lo que quieres.
Aquí tienes tu salchicha. Cómetela y luego lárgate en seguida, no
quiero que me retiren la licencia por tu culpa.
Me arrojó la salchicha y yo la atrapé en el
aire; pero me quemé la lengua y la dejé caer. Rumbo se abalanzó
sobre ella, la partió en dos y se comió un pedazo. Yo me precipité
sobre el otro y empecé a devorarlo, mientras los ojos me lloraban y
me abrasaba la garganta. Mi compañero me observaba
atentamente.
—Lo lamento, pequeñajo, pero estás aquí
porque te he traído yo. Tienes que aprender a comportarte
respetuosamente.
Rumbo miró al mozo
de la cantina, soltó un ladrido en señal de agradecimiento y se
alejó.
Yo miré a los dos hombres, los cuales me
observaban sonriendo, les di las gracias y eché a correr detrás de
Rumbo.
—¿A dónde vamos ahora? —le grité.
—Baja la voz —me reprendió—. En este lugar
hay que procurar pasar inadvertido. No les importa que yo venga,
porque sé comportarme, no les molesto y... —Me miró disgustado al
ver que me disponía a correr detrás de una naranja que se había
caído de un puesto de frutas—... y jamás cojo nada a menos que me
lo ofrezcan.
Yo me olvidé de la naranja.
A la salida del mercado nos dieron a cada
uno la mitad de un plátano negro y seguimos nuestro camino por las
abarrotadas calles.
—¿A dónde vamos? —insistí.
—A robar comida —contestó.
—Pero si acabas de decir...
—Allí éramos unos convidados.
—Ah.
Al llegar a una carnicería, Rumbo se detuvo
y asomó la cabeza por la puerta.
—Tenemos que andarnos con cuidado porque ya
estuve aquí la semana pasada —murmuró.
—Mira, Rumbo, no creo que...
Pero no me dejó terminar la frase.
—Colócate en aquel rincón, procurando que el
carnicero no te vea.
—Pero...
—Cuando te hayas situado, intenta atraer su
atención. Luego ya sabes lo que tienes que hacer.
—¿Qué es lo tengo que hacer?
—Ya lo sabes.
—No lo sé. ¿A qué te refieres?
Rumbo soltó un gruñido.
—¡Dios me libre de los imbéciles! Tienes que
hacer tus necesidades.
—No puedo entrar ahí y hacer mis
necesidades.
—Claro que puedes. Tienes que hacerlo.
—Pero es que no tengo ganas. —A decir
verdad, la idea del peligro al que me exponía hizo que me entraran
ganas.
—No te preocupes, lo conseguirás —me
tranquilizó Rumbo. Luego echó un vistazo dentro de la tienda y
dijo—: ¡Apresúrate! Está cortando carne. ¡Anda, corre!
★ ★ ★
Rumbo me animó a
entrar utilizando sus poderosas mandíbulas para morderme en el
cuello. Estoy seguro de que ustedes habrán visto alguna vez a dos
perros comportarse así frente a una carnicería, aunque no hay
muchos perros como Rumbo y yo, sólo unos
pocos. Habrán visto también a algún perro birlarle el caramelo o el
helado a un niño, y seguro que han pillado a su propio perro
robándoles en más de una ocasión. Pero lo que no han visto nunca —o
quizá no hayan reparado en ello— es el crimen organizado canino. La
mayoría de los perros son demasiado estúpidos para eso, pero les
aseguro que existe.
Entré en la tienda y me deslicé junto al
mostrador para evitar que me viera el carnicero, el cual se hallaba
cortando un pedazo de carne. De vez en cuando me giraba para
dirigir una mirada de súplica a mi compinche, pero éste me
observaba implacable con sus ojos castaños. Al llegar al extremo
del mostrador, alcé la cabeza cautelosamente y eché una ojeada a mi
alrededor, sintiendo que un escalofrío me recorría el cuerpo cada
vez que el carnicero asestaba un golpe con el cuchillo. Me metí
apresuradamente en el rincón y me agaché, estrujándome las tripas
para cumplir mi misión. Afortunadamente no había clientes en la
tienda, lo cual habría complicado las cosas. Después de no pocos
esfuerzos, noté que empezaba a tener éxito. Sin embargo, había
olvidado atraer la atención del carnicero y de no ser por
Rumbo, que se impacientó y comenzó a
ladrar, habría permanecido allí toda la mañana.
El carnicero miró hacia la puerta,
sosteniendo en alto el enorme cuchillo. Al ver a Rumbo dijo en tono amenazador:
—Conque eres tú, ¿eh? Espera a que te eche
el guante.
Dejó el cuchillo sobre el mostrador y se
dirigió corno una bala hacia la puerta. En aquel momento advirtió
mi presencia.
Nuestras miradas se cruzaron. El hombre me
miró atónito y yo sabiendo lo que iba a suceder.
—¡Huyyy! —exclamó, dándose media vuelta y
precipitándose hacia mí. Yo me levanté a medias, pero era un
momento delicado para echarse a correr, de modo que me arrastré
como pude hacia la puerta. Entretanto, Rumbo se había aproximado al mostrador para
seleccionar el mejor pedazo de carne. Rojo de ira, el carnicero
agarró una escoba, uno de esos pesados chismes que utilizan para
fregar los suelos y para barrer, y lo blandió ante mí como si se
tratara de una lanza, apuntándolo hacia mi trasero. No había forma
de esquivarlo y las circunstancias en que me hallaba contribuían a
empeorar la situación.
Por fortuna, la escoba tenía numerosas
cerdas fuertes y duras, pero no tan fuertes y duras como el mango.
El carnicero me atizó un escobazo en el lomo y salí disparado del
rincón, aullando y dando varias volteretas. Me levanté y corrí
hacia la puerta como una liebre, seguido de Rumbo, el cual llevaba al menos medio kilo de carne
colgando de sus fauces.
«¡Huyyy!» fue lo último que oí exclamar al
carnicero mientras corría por la calle seguido de mi compinche,
quien parecía sentirse muy satisfecho de sí mismo.
Los hombres y las mujeres se apartaron a un
lado para dejarnos paso y un individuo cometió la torpeza de
intentar arrebatar a Rumbo el trozo de carne que le colgaba entre
los dientes. Pero éste lo esquivó con habilidad y dejó al hombre
tendido de bruces en la acera. Seguimos corriendo sin detenernos,
mientras Rumbo observaba divertido mi expresión de pánico. Al cabo
de un rato me gritó:
—¡Por aquí, pequeñajo, hacia el
parque!
Sentí deseos de seguir adelante sin hacerle
caso, de alejarme de este ladrón, pero estaba famélico; además, me
había ganado mi parte del botín. Cruzamos una enmohecida verja y
atravesamos centenares de hectáreas de césped rodeadas de
gigantescos árboles, aunque en realidad se trataba de un pequeño
parque municipal. Rumbo desapareció detrás de unos arbustos y yo le
seguí, dejándome caer, jadeando y exhausto, sobre un montón de
tierra a pocos pasos del lugar donde él había decidido detenerse.
Mientras yo trataba de recuperar el resuello, mi compañero me miró
con aire de superioridad y asintiendo satisfecho.
—Buen trabajo, cachorro —dijo—. Si te dejas
guiar por mí, llegarás lejos. No eres un estúpido como los otros
perros.
Aunque no hacía falta que me lo dijera, le
agradecí el cumplido. No obstante, protesté irritado:
—Si ese tipo llega a alcanzarme, me hubiera
hecho pedazos. Yo no puedo correr tan de prisa como tú.
—Los perros corren más que los nombres.
Jamás te hubiera alcanzado.
—Pues me atizó un buen golpe —repliqué,
moviendo mis cuartos traseros para comprobar si me había
lastimado.
Rumbo sonrió.
—Te llevarás más de un golpe en la vida,
cachorro. Los hombres son unas criaturas muy extrañas. —Luego se
puso a olfatear y a lamer el pedazo de carne que yacía entre sus
patas—. Ven a por tu ración.
Yo me levanté y me sacudí un poco.
—Antes tengo que terminar un asunto —dije, y
me dirigí hacia unos matorrales.
★ ★ ★
Cuando regresé al cabo de unos minutos,
Rumbo ya le había hincado el diente a la carne, chupándola y
masticándola de una forma repugnante. Antes de que se tragara el
pedazo entero, me precipité sobre él y me puse a devorarlo de una
forma tan repugnante como mi compañero. Era el mejor festín que
había probado desde que era un perro. Quizá fuera la emoción de la
jornada, la tensión del robo, lo que hizo que aumentara mi apetito,
pues ni siquiera las salchichas de Bella me habían parecido tan
sabrosas.
Nos tumbamos entre los arbustos,
relamiéndonos y sintiendo todavía el sabor de la jugosa sangre de
la carne. Al cabo de un rato, me volví hacia mi nuevo compañero y
le pregunté si solía robar comida con frecuencia.
—¿Robar? ¿Qué quieres decir? Un perro tiene
que alimentarse, así que coges la comida donde la encuentras. No
puedes fiarte de lo que te den los hombres, te morirías de hambre.
Tienes que permanecer siempre alerta y agarrar lo que pilles.
—De acuerdo, pero nosotros entramos en la
carnicería y robamos el pedazo de carne —insistí yo.
—Eso no es robar. Al fin y al cabo, somos
animales —contestó.
Yo me encogí de hombros. En aquellos
momentos me sentía plenamente satisfecho y no tenía ganas de
discutir. De todos modos, me pregunté si Rumbo había notado algo en
mí.
Luego se levantó de un salto y
exclamó:
—¡Anda, cachorro, vamos a jugar un
rato!
Echó a correr por entre los matorrales hacia
un claro. Yo sentí un súbito estallido de energía, como si alguien
hubiera accionado un resorte en mi interior, y eché a correr detrás
de mi compañero, ladrando alegremente y agitando el rabo. Nos
perseguimos mutuamente, nos revolcamos en la hierba y nos peleamos.
Rumbo disfrutaba haciéndome rabiar,
haciendo gala de sus aptitudes en materia de velocidad,
maniobrabilidad y fuerza, sometiéndose a mis impetuosos ataques y
apartándome bruscamente cuando empezaba a sentirme en pie de
igualdad con él. Yo me sentía muy feliz.
Era estupendo revolcarse en la hierba,
restregar el lomo sobre ella y aspirar su aroma. Hubiera deseado
permanecer allí todo el día, pero a los diez minutos apareció el
guarda del parque con cara de pocos amigos y nos obligó a
marcharnos. Le hicimos rabiar un poco, brincando a su alrededor y
esquivándole cuando estaba a punto de alcanzarnos. Rumbo, más temerario que yo, pegó un salto y le dio
un empujón. El guarda soltó unas palabrotas mientras nos burlábamos
de él, pero al poco rato Rumbo se cansó
de este juego y se largó sin decir palabra.
—¡Espérame! —le grité.
Él detuvo el paso.
—¿Dónde vamos ahora? —pregunté.
—A desayunar.
Me condujo a través de varios callejones
hasta que llegamos a un enorme muro de chapa ondulada que se
extendía a lo largo de la acera. Penetramos por un agujero en el
muro y Rumbo empezó a mover el hocico, como si percibiera un olor
que le resultaba familiar.
—Hemos tenido suerte —dijo—, el Jefe está en
su oficina. Ahora escúchame bien, cachorro: no hagas el menor
ruido. El Jefe no tiene mucha paciencia con los perros, así que no
le molestes. Si te dice algo, agita el rabo y hazte el tonto. No te
pongas a alborotar. Si está de mal humor, que es lo más probable,
te largas. ¿Entendido?
Yo asentí, un tanto nervioso ante la
perspectiva de conocer al «Jefe». Eché un vistazo a mi alrededor y
vi que nos hallábamos en un enorme solar repleto de unos viejos y
desvencijados automóviles amontonados en precarias pilas. Junto a
éstas había unas pilas de piezas oxidadas. En una esquina vi una
vieja grúa y comprendí que nos hallábamos en un taller de
desguace.
Rumbo se acercó a un dilapidado cobertizo
situado en el centro del solar y comenzó a ladrar y a arañar la
puerta. Entre los montones de chatarra destacaba un flamante y
reluciente «Rover» azul, aparcado junto al cobertizo.
De pronto se abrió la puerta y apareció el
Jefe.
—¡Hola, Rumbo
—dijo, saludando a mi amigo con una sonrisa. Parecía estar de buen
humor—. Conque has vuelto a irte de juerga, ¿eh? Eres un perro
guardián, ¿comprendes?, tu misión es evitarme quebraderos de
cabeza.
Luego se agachó junto a Rumbo para acariciarle el lomo y darle unas
palmaditas en los cuartos traseros. Rumbo
se comportó como cabía esperar, agitando el rabo y sonriendo
continuamente, lamiendo de vez en cuando el rostro del Jefe pero
sin abrumarlo con sus caricias. El Jefe era un hombre fornido,
vestido con una chaqueta de cuero que acentuaba sus amplias
espaldas. Tenía el aspecto de un tipo duro que se había
acostumbrado a la buena vida, a la buena comida y al buen vino.
Entre sus dientes sostenía un grueso puro que parecía formar parte
de él, lo mismo que su aplastada nariz. Su cabello, el cual
empezaba a escasear, le cubría las orejas y le colgaba sobre el
cuello. En una mano lucía una ostentosa sortija de oro y en la otra
un no menos ostentoso brillante. Tenía unos cuarenta años y el
aspecto de un auténtico canalla.
—¿Y eso? —preguntó el Jefe, mirándome
sorprendido—. Conque te has traído a tu novia, ¿eh?
Su estúpido error me puso furioso. Rectificó
en seguida.
—No, ya veo que es un amigo. Ven, chico,
acércate.
Alargó una mano hacia mí, pero yo retrocedí
atemorizado.
—Acércate, pequeñajo —me ordenó Rumbo
secamente.
Yo me acerqué con cautela, desconfiando de
ese hombre que constituía una extraña mezcla de bondad y crueldad.
Por regla general, cuando pruebas el sabor de la gente, te das
cuenta de que poseen ambas características, aunque una predomina
sobre la otra. En el caso del Jefe, ambas características estaban
equilibradas, lo cual, según descubrí más tarde, suele ser muy
frecuente en hombres como él. Le lamí los dedos, dispuesto a
largarme a la primera señal de agresión. Sus dedos tenían unos
sabores deliciosos y empecé a lamerlos con más ímpetu, pero él me
contuvo apretándome las mandíbulas con su enorme manaza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, tirando
bruscamente de mi collar. Yo me aparté aterrado.
—No temas, pequeñajo, no te hará ningún daño
si te portas bien —me tranquilizó Rumbo.
—¿No tienes nombre? ¿Ni dirección? Al
parecer, tus dueños no te quieren. —El Jefe me soltó, dándome un
empujoncito hacia Rumbo.
Luego se levantó y tuve la impresión de que
había olvidado por completo mi presencia.
—Ven, Rumbo, veamos qué es lo que te envía
la parienta. —Se acercó al «Rover», abrió el maletero y sacó una
interesante bolsa de plástico que olía a comida. Rumbo y yo nos
pusimos a brincar alrededor de sus tobillos mientras el Jefe
sostenía la bolsa en alto—. Tranquilos, tranquilos. Cualquiera
diría que hace una semana que no probáis bocado. —Rumbo me miró
sonriendo.
Luego se dirigió a la parte trasera del
cobertizo y echó el contenido de la bolsa en un recipiente de
plástico, lo cual consistía en un hueso de carne, unos cereales,
unos pedazos de tocino ahumado y media barra de chocolate. Entre
las sobras había también unas alubias frías. Como ser humano,
aquella repugnante mezcla me habría producido náuseas; pero para un
perro constituía un auténtico festín.
Rumbo y yo hundimos el hocico en las sobras
y durante unos instantes nos dedicamos exclusivamente a llenarnos
la tripa. Como es natural, Rumbo trató de apoderarse de los bocados
más suculentos.
★ ★ ★
Una vez que dejamos el plato limpio, mi
amigo se dirigió a un recipiente colocado debajo de un grifo que
goteaba y bebió con avidez. Yo me acerqué e hice otro tanto. Luego
nos desplomamos en el suelo, con la tripa llena a reventar.
—¿Todos los días comes tan bien, Rumbo? —le
pregunté.
—No. Esta mañana hemos tenido suerte. El
Jefe no me da de comer todos los días y a veces no resulta fácil
robar comida. Los tenderos del barrio empiezan a mirarme con
recelo.
El Jefe entró en el cobertizo y puso la
radio a todo volumen.
—¿Siempre has pertenecido al Jefe?
—A decir verdad, no me acuerdo. No recuerdo
haber tenido otro amo. —Rumbo reflexionó y dijo—: Es inútil. Cuando
me esfuerzo en recordar algo me aturdo. A veces, cuando olfateo
algunas personas, recuerdo unos olores que me resultan familiares.
Pero no recuerdo nada antes de conocer al Jefe. Siempre he estado
aquí.
—¿Se porta bien contigo?
—Por regla general, sí. A veces me ata con
una correa para que no me escape por las noches o me da una patada
cuando ladro demasiado fuerte. Pero no puedo evitarlo. Tiene unos
amigos que me caen gordos y cuando vienen por aquí me pongo a
ladrar como una fiera.
—¿Qué hacen?
—Hablan. Entran en el cobertizo y se pasan
horas metidos ahí. Hay algunos empleados fijos que se encargan de
traer los coches para desguazarlos y de los montones de chatarra.
De todos modos, no trabajan mucho.
—¿Qué es lo que hace el Jefe?
—No seas tan curioso, pequeñajo.
—Disculpa.
Rumbo me miró fijamente durante un instante
y luego dijo:
—Tú no eres como los otros perros. Eres...,
te pareces un poco a mí. La mayoría de los perros son bastante
estúpidos. Tú también eres estúpido, pero en otro sentido. ¿De
dónde vienes exactamente?
Le conté todo lo que recordaba y comprobé
que yo también había empezado a olvidar mi pasado. Recordaba el
mercado donde me habían comprado, pero apenas recordaba nada de lo
ocurrido entre ese episodio y el de la perrera. Hay épocas en que
mi mente está completamente lúcida y otras en blanco, y mi pasado y
mis orígenes no son más que un recuerdo borroso. Con frecuencia me
olvido de que soy un hombre.
En aquellos momentos no dije nada a
Rumbo acerca de mis orígenes humanos para
no alarmarle, pues le necesitaba para aprender a sobrevivir como un
perro. Los animales estamos mejor dotados que las personas para
adaptarnos a las circunstancias, y mi parte animal desechaba los
recuerdos que me atormentaban.
—Tuviste suerte de escapar de la perrera,
cachorro. Muchos no salen vivos de allí —dijo Rumbo.
—¿Has estado alguna vez en ella?
—No. Jamás lograrán pescarme.
—¿Por qué no son todos los perros como
nosotros, Rumbo? ¿Por qué no hablan y discurren como
nosotros?
—No lo sé —contestó, encogiéndose de
hombros.
—¿Has sido alguna vez... recuerdas haber
sido... has sido siempre un perro?
Mi amigo alzó bruscamente la cabeza y me
miró fijamente.
—¿A qué te refieres? Pues claro que he sido
siempre un perro. ¿Qué otra cosa iba a ser?
—Nada —respondí, apoyando la cabeza en las
patas.
—Eres un cachorro muy extraño. Si me causas
problemas aquí, me veré obligado a echarte. Y deja de hacer
preguntas imbéciles.
—Lo lamento, Rumbo
—dije, cambiando rápidamente de tercio—. ¿A qué se dedica el Jefe?
—le pregunté de nuevo.
La mirada de enojo que me dirigió Rumbo mientras me enseñaba los dientes aplacó
momentáneamente mi curiosidad. Decidí echar un sueñecito, pero
antes de quedarme dormido se me ocurrió hacerle otra
pregunta.
—¿Por qué los hombres no nos entienden
cuando hablamos?
—No lo sé —contestó Rumbo, medio adormilado—. A veces el Jefe me
entiende cuando le hablo, pero por lo general no me hace caso y me
ordena que deje de ladrar. Algunos seres humanos son tan estúpidos
como los perros. Y ahora déjame tranquilo, estoy cansado.
En aquel momento comprendí que Rumbo y yo no nos comunicábamos por medio de
palabras, sino a través de nuestras mentes. Todos los animales e
insectos —incluso los peces— se comunican entre sí por medio de
sonidos, olores o gestos, y he comprobado que incluso la criatura
más torpe posee un vínculo mental con su propia especie, lo mismo
que con las otras. Es algo que trasciende la comunicación física.
¿Cómo se explica que los saltamontes se pongan de golpe a brincar,
las hormigas soldados a desfilar y que el lemming decida que ha
llegado el momento de arrojarse al mar? El instinto, las
comunicaciones por medio de las secreciones corporales y el sentido
de supervivencia de una raza desempeñan sin duda un papel
fundamental, pero hay algo más. Yo soy un perro y lo sé
perfectamente.
Pero en aquellos momentos no lo sabía. Era
un cachorro que se sentía aturdido y desconcertado. Había hallado
un amigo con el que podía conversar a través de la mente y que se
parecía más a mí que los otros perros que había conocido. Algunos
casi habían logrado entenderme, pero ninguno era tan inteligente
como Rumbo. Le miré afectuosamente a
través de los párpados entornados y me quedé dormido.