Capítulo 15
PRESTEN atención, pues esto es
importante. Hemos llegado al punto de mi narración en que comprendí
el motivo de mi existencia, por qué me había convertido en un
perro. Tal vez este capítulo les ayude, si están dispuestos a
aceptarlo. No me importa si no me creen, eso es cosa suya, pero
recuerden lo que les pedí al principio: desechen sus
prejuicios.
• • • • •
Vagué sin Rumbo durante dos días, hasta que
al fin hallé de nuevo la carretera. Estaba resuelto a no perder más
tiempo, a buscar mi hogar y algunas respuestas.
Cada vez me resultaba más difícil leer los
letreros de la carretera, pero tomé el camino adecuado y llegué a
otra población, donde supuse que sería más fácil hallar comida.
Algunos transeúntes se compadecían de mi lamentable estado (otros
se alejaban de mí como si fuera la peste) y me arrojaban unas
migajas. Pasé la noche en casa de una familia, la cual deseaba que
me quedara a vivir con ellos, pero a la mañana siguiente, cuando me
sacaron para hacer mis necesidades, eché a correr hacia la
siguiente población. Lamento haberles decepcionado, pero no estaba
dispuesto a permitir que nada me impidiera alcanzar mi
objetivo.
En la segunda población fue más complicado
hallar comida, pero al final conseguí comer algo. La carretera me
resultaba cada vez más familiar y deduje que me estaba aproximando
a mi casa, lo cual hizo que aumentara mi excitación.
★ ★ ★
Al anochecer me encontré entre dos
poblaciones, de modo que abandoné la carretera y penetré en un
denso bosque. Famélico (como siempre) y agotado, busqué un lugar
seguro donde dormir. Ignoro si han pasado alguna vez la noche a
solas en un bosque, pero les aseguro que es una experiencia muy
inquietante. De entrada, todo está oscuro como la boca de lobo (no
hay farolas) y los animales nocturnos no cesan de vagar de un lado
para otro, pisando las ramas secas e impidiéndole a uno conciliar
el sueño. De noche veo perfectamente —mejor que ustedes—, pero no
era sencillo detectar los objetos en la oscuridad. De pronto vi
unas luces y me asusté, hasta que comprendí que se trataba de un
par de luciérnagas. Luego me llevé otro sobresalto al contemplar un
extraño resplandor azul verdoso, hasta que comprobé que se trataba
de un agárico melado que crecía en el tronco de un árbol
podrido.
Oí a unos murciélagos revoloteando y
chillando, y un erizo tropezó conmigo y me clavó sus púas en el
hocico. Pensé en regresar a la carretera, pero la luz cegadora de
los faros y el ruido de los coches me aterraban aún más.
Por la noche, la actividad en el bosque es
casi tan intensa como durante el día, aunque todo es más
misterioso. Anduve a hurtadillas buscando un lugar donde descansar
hasta que hallé un mullido montón de tierra oculto bajo las hojas
de un árbol. Me tumbé en él, pero de pronto me invadieron unos
extraños presagios. Mi intuición no se equivocaba, pues al poco
rato mi sueño se vio turbado por la presencia del tejón.
Y fue el tejón quien me lo explicó
todo.
Yacía en la oscuridad medio adormilado, pues
no había conseguido conciliar un sueño profundo, abriendo los ojos
cada vez que percibía el más leve ruido, cuando de pronto me
pareció que alguien removía la tierra a mis espaldas y me incorporé
sobresaltado. Al volverme vi tres rayas anchas y blancas que salían
de un hoyo y, en el extremo de la raya central, un hocico que
olfateaba el aire.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Yo callé, dispuesto a salir huyendo.
Las rayas blancas se hicieron cada vez más
anchas a medida que salían del hoyo.
—Qué olor tan extraño —dijo la voz—. Deja
que te vea.
Entonces vi dos ojillos negros y relucientes
a ambos lados de la raya del centro y comprendí que se trataba de
un tejón, el cual tenía dos rayas negras sobre su blanca cabeza. Yo
retrocedí, pues sabía que esos animales eran muy feroces cuando
estaban asustados o enojados.
—¿Eres... eres... un perro? Sí, creo que
eres un perro —dijo el tejón.
Yo carraspeé, dudando entre quedarme inmóvil
o echar a correr.
—No temas —dijo el tejón—. No te haré ningún
daño a menos que tú pretendas lastimarnos a nosotros.
El tejón salió de su madriguera. Medía unos
cien centímetros de longitud y era muy alto.
—Me ha parecido reconocer tu olor. No suelen
venir muchos perros por aquí. ¿Estás solo? No habrás venido
acompañado de uno de esos granjeros que se dedican a cazar de
noche...
El tejón, lo mismo que la zorra, no se fiaba
de la asociación de los perros con los hombres. Yo le aseguré que
estaba solo.
El tejón guardó silencio mientras me
observaba con curiosidad. Al cabo de unos instantes salió otro
tejón de la madriguera y supuse que se trataba de su
compañera.
—¿Qué sucede? ¿Quién es éste? —preguntó
bruscamente.
—No te inquietes. Es un perro y no pretende
lastimarnos —dijo el tejón—. ¿Qué haces solo por estos parajes,
amigo? ¿Te has perdido?
Antes de que pudiera responder, su compañera
exclamó:
—¡Échalo de aquí! ¡Quiere apoderarse de
nuestras crías!
—No, no —la tranquilicé—. Sólo estoy de
paso. Me iré en seguida. No se enoje.
Cuando me disponía a marcharme, el tejón me
detuvo, diciendo:
—Un momento. Quédate un rato. Quiero hablar
contigo.
Yo no me atrevía a salir huyendo.
—¡Échalo de aquí! ¡No me gusta! —insistió su
compañera.
—¡Cállate! —le ordenó el tejón en voz baja
pero con firmeza—. Vete a cazar. Deja un buen rastro para que pueda
seguirte y más tarde me reuniré contigo.
Su compañera comprendió que era inútil
ponerse a discutir y se fue. Al pasar junto a mí, sus glándulas
anales emitieron un olor nauseabundo a modo de comentario.
—Acércate para que te vea mejor —dijo el
tejón. Su enorme cuerpo se había encogido y supuse que al verme se
le había erizado el pelo y ahora había recobrado su volumen
normal—. Cuéntame qué haces aquí. ¿Perteneces a alguien?
Temoroso, avancé unos pasos.
—No pertenezco a nadie. He tenido un amo,
pero ahora soy libre.
—¿Te han maltratado?
—Como a todos los perros.
El tejón asintió y dijo:
—Y como a todos los hombres.
Yo le miré perplejo. ¿Qué sabía él sobre los
hombres?
El tejón se sentó cómodamente en el suelo y
me invitó a hacer lo mismo. Tras vacilar unos instantes, le
obedecí.
—Hablame de ti. ¿Cómo te llamas? —me
preguntó.
—Fluke —contesté, extrañado de sus
conocimientos. Para ser un tejón, parecía muy humano—. ¿Y tú?
El tejón soltó una risa seca.
—Los animales salvajes no tenemos nombre,
sabemos perfectamente quiénes somos. Son los hombres los que ponen
nombres a los animales.
—¿Cómo lo sabes? Me refiero a los
hombres.
El tejón lanzó una sonora carcajada y
contestó:
—Yo era antes un hombre.
Me quedé estupefacto. ¿Había oído bien? Le
miré boquiabierto.
El tejón volvió a soltar una risotada. Les
aseguro que la risa de un tejón es capaz de poner nervioso a
cualquiera. Conteniendo mis deseos de levantarme y echar a correr,
dije:
—De modo que has sido un...
—Así es. Y tú también, como todos los
animales.
—Pero..., yo sé que he sido un hombre. Creía
que era el único. Yo...
El tejón me interrumpió sonriendo.
—Chitón. Comprendí que no eras como los
otros en cuanto te olí. He conocido a algunos animales parecidos a
ti, pero tú tienes algo especial. Tranquilízate y cuéntame tu
historia. Luego te contaré algunas cosas sobre ti y sobre
nosotros.
★ ★ ★
Mientras trataba de dominar los furiosos
latidos de mi corazón, empecé a relatarle mi vida: le hablé sobre
mis primeros recuerdos en el mercado, mi primer amo, la perrera, el
taller de desguace, el jefe, Rumbo, la anciana y mi episodio con la
astuta zorra. Le dije a dónde me dirigía y le referí mis recuerdos
de cuando era un hombre. A medida que proseguía mi relato mis
nervios se fueron aplacando, aunque todavía estaba muy excitado.
Era fantástico poder hablar con alguien que me escuchaba, que
comprendía las cosas que yo le contaba y mis sentimientos. El tejón
permanecía en silencio, asintiendo unas veces y otras sacudiendo la
cabeza para demostrarme que se compadecía de mí. Cuando terminé me
sentía exhausto pero al mismo tiempo satisfecho. Era como quitarse
un peso de encima. Ya no estaba solo, pues existía alguien que
sabía lo que sabía yo. Miré ansiosamente al tejón y éste me
preguntó:
—¿Por qué quieres ir a esa ciudad llamada
Edenbridge?
—¡Para reunirme con mi esposa y mi hija!
Para decirles que no he muerto.
El tejón calló durante unos minutos y luego
dijo:
—Lo cierto, sin embargo, es que estás
muerto.
Sus palabras me dejaron helado.
—No es cierto. ¿Cómo puedes decir esto?
Estoy vivo, no como un hombre, sino como un perro. ¡Estoy atrapado
en el cuerpo de un perro!
—No. El hombre que tú eras ha muerto. El
hombre que conocieron tu esposa y tu hija ha muerto. Para ellas
sólo serías un perro.
—¿Por qué? —grité angustiado—. ¿Por qué me
he convertido en un perro?
—Podrías haberte convertido en cualquier
otro animal, según la vida que hubieras llevado
anteriormente.
Desesperado, sacudí la cabeza y dije:
—No lo comprendo.
—¿Crees en la reencarnación, Fluke?
—¿La reencarnación? ¿Te refieres a vivir de
nuevo como otra criatura, en otra época? Creo que no.
—Tú mismo eres una prueba palpable.
—No, debe de existir otra explicación.
—¿Por ejemplo?
—No tengo ni idea. ¿Por qué habríamos de
regresar a la tierra bajo otra forma?
—¿De qué sirve tener una sola
existencia?
—¿Y de qué sirve tener dos? —repliqué.
—O tres, o cuatro. El hombre debe aprender,
y no puede aprenderlo todo durante una vida. Muchas religiones
fundadas por los hombres defienden esta tesis y aceptan la
reencarnación en forma de animales. El hombre debe aprender desde
todos los niveles.
—¿El qué?
—A resignarse.
—¿Por qué tiene que aprender a
resignarse?
—Para poder pasar al siguiente
estadio.
—¿Qué es eso?
—Lo ignoro, todavía no lo he alcanzado. Pero
presiento que debe de ser muy agradable.
—¿Cómo sabes tantas cosas? ¿Por qué eres
distinto de nosotros?
—Llevo mucho tiempo rondando por estos
mundos, Fluke. He observado, he aprendido y he vivido muchas vidas.
Creo que estoy aquí para ayudar a las criaturas como tú.
Sus palabras eran reconfortantes, pero yo me
rebelaba contra ellas.
—Me siento confundido. ¿Pretendes decirme
que debo aceptar el hecho de ser un perro?
—Debes aceptar lo que la vida te ofrece,
Fluke. Debes aprender a ser humilde, y sólo lo conseguirás si
aceptas tus circunstancias. Entonces estarás listo para pasar al
siguiente nivel.
—Espera un momento —dije, tratando de hallar
una solución a este galimatías—. ¿Todos los hombres nos convertimos
en animales al morir?
El tejón asintió.
—Casi todos. Aves, peces, mamíferos,
insectos..., no hay reglas respecto a las especies en las que nos
transformamos.
—Pero en estos momentos deben de existir
miles de millones de animales en el mundo. Es imposible que todos
sean unos seres humanos reencarnados, nuestra civilización no es
tan antigua.
El tejón sonrió y dijo:
—Cierto. Existe por lo menos un millón de
especies de animales conocidas, y más de tres cuartas partes son
insectos, los cuales constituyen la especie más avanzada.
—¿Los insectos son la especie más avanzada?
—pregunté, incrédulo.
—En efecto. Pero permíteme que responda al
primer punto que has planteado. Este planeta nuestro es muy viejo y
ha sido purificado en numerosas ocasiones a fin de que la vida
pueda recomenzar de nuevo, un ciclo constante de desarrollo que nos
permite aprender cada vez un poco más. Nuestra civilización, como
la llamáis vosotros, no ha sido la primera.
—¿Y estas... estas personas siguen
reencarnándose y aprendiendo?
—Desde luego. Gran parte de nuestro progreso
se debe a la memoria de las razas, no a la inspiración.
—Pero independientemente de cuándo empezó
todo, el hombre ha evolucionado a partir de los animales, ¿no es
cierto? ¿Cómo es posible que los animales sean unos seres humanos
reencarnados si fueron los primeros en aparecer sobre la
Tierra?
El tejón se echó a reír.
Imagínense mi confusión: en parte deseaba
creerle porque necesitaba obtener respuestas (y el tejón se
expresaba de forma concisa y reconfortante), pero por otra parte me
preguntaba si no estaría chalado.
—Dices que los insectos son más
avanzados...
—En efecto, aceptan sus vidas, las cuales
son breves y probablemente más arduas. Una mosca de las frutas
completa su ciclo vital en diez días, mientras que una tortuga
puede vivir hasta trescientos años.
—No quiero ni pensar lo que habrá hecho la
tortuga en su otra vida para merecer semejante penitencia —observé
secamente.
—Penitencia. Sí, es una buena forma de
expresarlo —dijo el tejón.
Me sentía totalmente desconcertado. El tejón
me miró y soltó otra risotada.
—Esto es demasiado profundo para ti, ¿no es
cierto? —dijo—. Lo comprendo. Pero piensa en ello: ¿Por qué ciertos
animales repugnan a los hombres? ¿Por qué los pisotean, los
maltratan, los aniquilan y los desprecian? ¿Quizá porque esos
animales han sido tan malvados en su otra vida que su maldad
persiste? ¿No será un castigo por las faltas que han cometido? La
serpiente se pasa la vida arrastrándose sobre su vientre, la araña
muere aplastada cada vez que se tropieza con el hombre. El gusano
es despreciado por los seres humanos, la babosa hace que se
estremezcan. Sin embargo, su muerte constituye para ellos un alivio
después de una existencia tan amarga. La Naturaleza ha dispuesto
que la vida de estas criaturas sea breve, y el instinto del hombre
le impulsa a aniquilarlas. No sólo porque la inspiran repulsión,
sino también compasión, el deseo de poner fin a sus desgracias.
Estas criaturas han pagado su precio.
»Y existen muchas más, Fluke, muchísimas más
debajo de la superficie de la Tierra. Unas criaturas que ningún ser
humano ha visto jamás; unos insectos que habitan entre las llamas
en el centro de la Tierra. ¿Qué daño han hecho para merecer
semejante castigo? ¿No te has preguntado nunca por qué los seres
humanos suponen que el infierno se encuentra "ahí abajo"? ¿Por qué
alzamos la vista cuando nos referimos al "cielo"? ¿Es acaso nuestro
instinto el que nos dicta estas cosas?
»¿Por qué muchos temen a la muerte mientras
que otros la desean? ¿Quizá porque sabemos que constituye tan sólo
una hibernación forzosa, que seguiremos viviendo bajo otra forma,
que debemos pagar por las faltas que hemos cometido? No es de
extrañar que quienes hayan llevado una existencia pacífica sientan
menos temor.
El tejón se detuvo, no sé si para recuperar
el aliento o para darme tiempo a asimilar sus palabras.
—¿Qué me dices de los fantasmas? Sé que
existen, yo mismo los he visto —dije—. ¿Por qué no renacen en forma
de animales? ¿Acaso han superado ese nivel? ¿Es ése el nivel al que
aspiramos? Si es así, no creo que desee alcanzarlo.
—No. No han llegado a nuestro estadio de
desarrollo, Fluke. Están más próximos a nuestro universo que a su
universo anterior, por eso podemos verlos, pero están perdidos. Por
eso poseen ese aura de tristeza. Están desorientados y perdidos. Al
final, con un poco de ayuda, consiguen hallar el camino adecuado y
renacen.
Renacer. Esa palabra me chocó. ¿Era por este
motivo que yo poseía una vista extraordinaria, la cual me permitía
contemplar los colores en toda su intensidad? ¿Que podía apreciar
desde los aromas más delicados a los más penetrantes? ¿Porque había
renacido pero seguía conservando algunos vagos recuerdos? ¡Poseía
unos viejos sentidos equiparables a los nuevos! Un niño recién
nacido aprende de inmediato a adaptar su visión, a atenuar la
intensidad de los colores, a organizar las formas. Aprende a no
aceptar. Es por este motivo que al nacer estamos casi ciegos, para
que nuestro cerebro pueda ir adaptándose a los objetos que
contemplamos a fin de asimilarlos. Mi vista no era en estos
momentos tan clara ni imparcial como cuando era un cachorro. Mi
oído tampoco. Mi cerebro, el cual había nacido con la facultad de
apreciar mis sentidos, los había organizado de forma que éstos le
resultaran aceptables, para que no le aturdieran.
Aparté esos pensamientos de mi mente y
pregunté al tejón:
—¿Por qué los otros no pueden recordar? ¿Por
qué no son como yo?
—No puedo responder a eso, Fluke. Tú eres distinto, aunque ignoro el motivo.
Quizá seas el primero de una nueva especie. He conocido a otros que
se parecían a ti, pero tú eres especial. Quizá seas un fenómeno de
la Naturaleza. ¡Ojalá lo supiera!
—¿No eres tú igual que yo? ¿No era
Rumbo prácticamente igual que yo? Un día
encontramos a una rata que se parecía a nosotros.
—Sí, nos parecemos algo a ti. Supongo que yo
me parezco más que Rumbo y la rata. Pero
tú eres especial, Fluke. Yo también soy
especial, pero en otro sentido. Como te he dicho, estoy aquí para
ayudarte. Quizá Rumbo y la rata se
parecieran a ti, pero dudo de que fueran idénticos. Puede que seas
un precursor; quizá signifique que va a producirse un cambio.
—Pero, ¿por qué recuerdo únicamente unos
fragmentos? ¿Por qué no puedo recordarlo todo?
—No tienes que recordar nada. Muchos
animales poseen las características de su personalidad anterior;
pero no piensan como tú, no piensan en términos humanos. En tu
interior se está librando una batalla —el hombre contra el perro—,
pero creo que al final el conflicto se resolverá por sí solo. O
bien te convertirás definitivamente en un perro o ambas facetas de
tu personalidad alcanzarán un equilibrio. Espero que ocurra esto
último, pues significaría que se está produciendo una nueva
evolución en la que todos estamos implicados. Pero escúchame bien:
jamás volverás a ser un hombre en esta vida.
La desesperación se apoderó de mí. ¿Qué me
había figurado? ¿Que algún día, por obra de un milagro, regresaría
a mi antiguo cuerpo? ¿Que llevaría de nuevo una vida normal? Lancé
un angustioso gemido y lloré como jamás había llorado. Luego
pregunté al tejón en tono afligido:
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo vivir así?
—El tejón se acercó a mí y respondió suavemente—: Acepta el
presente. Acepta que eres un perro, acepta que eres un fenómeno de
la Naturaleza, o tal vez, no. En cualquier caso, tienes que vivir
como un perro.
—¡Pero debo averiguar quién era!
—Eso no te ayudará. Olvida tu pasado, tu
familia, ya no forman parte de ti.
—¡Mi mujer y mi hija me necesitan!
—No puedes ayudarlas.
Me levanté y le miré enfurecido.
—No lo comprendes. Debo protegerlas de un
malvado que pretende lastimarlas. ¡Creo que fue él quien me
mató!
El tejón sacudió la cabeza con
tristeza.
—Es inútil, Fluke. No puedes hacer nada.
Debes olvidar tu pasado. Si te obstinas en regresar, te
arrepentirás.
—¡No! —exclamé—. Quizá sea éste el motivo de
que no pueda recordar, de que sea distinto. ¡Mi mujer y mi hija me
necesitan! Lo presentí al morir. ¡Debo regresar junto a
ellas!
Eché a correr, temiendo que el tejón
quisiera retenerme, temiendo oír mas revelaciones, pero cuando me
hube alejado un trecho, me volví y grité:
—¿Quién eres? ¿Qué eres?
El tejón no respondió y la oscuridad me
impedía verlo.