Capítulo 8
PASÉ unos días estupendos con
Rumbo. La primera mañana había sido muy
instructiva y durante las próximas semanas mi amigo me enseñó
muchas cosas. Dedicábamos buena parte del día a buscar comida. Por
las mañanas visitábamos el mercado (averigüé que se trataba de Nine
Elms, el mercado de frutas y hortalizas que había sido cruelmente
trasplantado de Covent Carden a una oscura zona al sur del Támesis,
lo cual me hizo comprender que me hallaba en algún lugar del sur de
Londres, cerca de Vauxhall), y más tarde nos dábamos una vuelta por
las tiendas para ver si podíamos robar algo. Pronto aprendí a
comportarme con tanta habilidad y astucia como Rumbo, aunque era menos audaz que él. Mi amigo era
capaz de meterse en el portal de un edificio y salir tranquilamente
al cabo de unos segundos con un paquete de galletas, una barra de
pan o lo que pillara (en cierta ocasión apareció con una pierna de
cordero, pero salió una negra detrás de él y organizó tal
escándalo, que Rumbo soltó la pierna de
cordero y se largó a toda velocidad, derribando una botella de
leche que había en la acera).
Una mañana vimos una furgoneta de reparto
llena de bandejas de pasteles y dulces que olían maravillosamente,
por no hablar del pan recién horneado. Rumbo aguardó a que el conductor entrara en una
panadería con una bandeja de pasteles y saltó dentro de la
furgoneta. Yo no me atreví a seguirlo, y le contemplé con envidia
cuando apareció sosteniendo entre sus fauces un suculento bollo.
Luego se sentó debajo del vehículo para devorar su botín. Cuando el
hombre entró de nuevo en la tienda con otra bandeja cargada de
dulces, Rumbo se metió otra vez en la
furgoneta y agarró un pastel de chocolate. Repitió la operación
tres veces, ocultándose debajo de la furgoneta antes de que
regresara el conductor a por otra bandeja, mientras daba buena
cuenta del bollo o el pastel que había robado. Yo, imbécil de mí,
decidí imitarlo. Esperé a que el conductor entrara en la tienda, me
encaramé en la furgoneta (no era tarea sencilla para un cachorro
como yo) y me puse a husmear entre las deliciosas bandejas de
dulces. Rumbo entraba y salía del
vehículo como una bala, pero yo me entretuve unos instantes, sin
saber qué elegir. Cuando al fin me decidí por una suculenta tarta
de limón, aunque también me sentía muy tentado por un pastel de
chocolate cubierto de nata, apareció súbitamente una sombra en la
puerta de la furgoneta.
Yo solté un aullido de temor y el hombre
lanzó un alarido de asombro. Su asombro se trocó en una actitud
amenazadora y mi temor se convirtió en pánico. Traté de explicarle
que estaba famélico, que no había comido desde hacía más de una
semana, pero no quiso saber nada. Se precipitó hacia mí, intentando
agarrarme por el pescuezo, y yo retrocedí hacia el interior de la
furgoneta. El hombre soltó una blasfemia y se subió a la furgoneta.
Aunque agachó la cabeza, no pudo evitar darse un golpe contra el
techo del vehículo. Es terrible tener la certeza de que te van a
lastimar y confieso que en aquellos momentos sentí una profunda
lástima de mí mismo. ¿Por qué me había dejado convencer por ese
ladrón de Rumbo, ese delincuente
disfrazado de perro? ¿Por qué había permitido que ese miserable
chucho callejero me metiera en esta vida de estafador de
pacotilla?
★ ★ ★
De pronto apareció el bueno de Rumbo en la parte posterior de la furgoneta y
comenzó a gruñir y ladrar. ¡Estuvo magnífico! El hombre se giró
alarmado, volvió a golpearse en la cabeza, perdió el equilibrio y
cayó de espaldas, deslizándose hasta el suelo de la furgoneta y
hundiendo los codos en unas tartas cubiertas de nata.
Yo pasé por encima de sus piernas, salté de
la furgoneta y eché a correr. Rumbo cogió
otro pastel antes de saltar detrás mío. Cuando nos detuvimos, unos
cinco kilómetros más adelante, todavía nos relamíamos las fauces.
Le di las gracias mientras trataba de recuperar el resuello y él
sonrió con aire de superioridad.
—A veces, pequeñajo, eres tan estúpido como
los otros perros, o quizá más. No obstante, reconozco que requiere
cierto tiempo enseñarle a un cachorro los trucos de un viejo zorro
—dijo.
Por algún motivo que no alcanzo a
comprender, este comentario le pareció muy gracioso y no cesó de
repetirlo durante toda la jornada.
Rumbo solía utilizar otro truco sirviéndose
de mí como señuelo. El truco consistía en que yo me acercaba a una
ama de casa cargada con la compra y utilizaba todos mis encantos de
cachorro para que depositara las bolsas en el suelo y me ofreciera
algún bocado. Se iba acompañada de sus hijos resultaba más
sencillo, pues éstos la obligaban a detenerse para acariciarme.
Mientras yo le lamia la cara o me revolcaba por el suelo,
ofreciéndole mi vientre para que me hiciera cosquillas, Rumbo se
apresuraba a inspeccionar las bolsas de la compra. Cuando hallaba
algo que le apetecía lo cogía y se largaba a toda velocidad,
mientras yo me despedía de la señora y le seguía a paso más lento.
Con frecuencia, la mujer descubría nuestra treta antes de que mi
compinche hubiera dado con algo que mereciera la pena, pero ello no
restaba emoción a nuestro juego.
Otro de nuestros pasatiempos favoritos
consistía en robarles los caramelos a los niños. Las madres se
ponían a gritar y los niños lloraban desconsoladamente mientras
nosotros nos largábamos con nuestro botín. También disfrutábamos
atacando por sorpresa a un niño mientras se comía un helado. Sin
embargo, la llegada del invierno nos obligó a suspender este tipo
de actividades, pues los parques se quedaron desiertos y los
carritos de helados desaparecieron.
Rumbo gozaba
haciendo rabiar a otros perros. Según él, todos los animales eran
unos seres inferiores y estúpidos, sobre todo los perros, a quienes
consideraba las criaturas más imbéciles del planeta. No sé por qué
tenía esos prejuicios contra los perros; quizá se avergonzaba de
que no poseyeran su inteligencia y dignidad. Rumbo, a pesar de ser un cínico y un sinvergüenza,
poseía una gran dignidad. Jamás mendigaba; pedía comida, o la
robaba, pero no mendigaba. En ocasiones representaba el papel de un
perro suplicando que le dieran algo de comer o un poco de afecto,
pero lo hacía para divertirse. Me enseñó que la vida se aprovecha
de los seres vivos, y que para existir, lo que se dice existir, uno
tenía que aprovecharse de la vida. En su opinión, los perros se
habían convertido en esclavos de los hombres. Él no pertenecía al
Jefe, sino que trabajaba para él, vigilando su negocio para ganarse
el sustento. El Jefe lo comprendía y su relación se basaba en el
respeto mutuo. Yo dudaba de que el Jefe tuviera tan nobles
sentimientos, pero me cuidé mucho de expresar esa opinión ante
Rumbo, pues yo era el alumno y él mi
maestro.
Mi compañero no desperdiciaba la ocasión de
ridiculizar a los otros perros. La tenía tomada con los caniches,
cuyos ricitos le hacían desternillarse de risa. Los pobres
salchichas también eran objeto de sus burlas. Se metía con todos,
tanto si se trataba de un dálmata como de un chihuaha. Sin embargo,
en cierta ocasión pasó junto a nosotros un doberman y observé que
Rumbo se ponía muy serio y no hacía el
menor comentario.
Rumbo se metía muchas veces en serios
aprietos, y de paso me metía a mí, cuando los otros perros
olfateaban nuestra diferencia y se unían contra nosotros. Confieso
que de cachorro lo pasé bastante mal, pero eso me endureció.
También aprendí a correr más de prisa. Lo curioso es que Rumbo
podría haber sido nuestro líder, puesto que era más fuerte y más
inteligente que los otros perros; pero prefería ir por libre, sin
preocuparse de los demás. Todavía no comprendo por qué se unió a
mí, aunque supongo que fue porque presentía que éramos
distintos.
También era un impenitente Romeo. Le
encantaban las féminas, sin importarle su raza o tamaño. Solía
desaparecer y al cabo de unos días regresaba con aspecto cansado
pero satisfecho. Cuando le preguntaba dónde se había metido,
contestaba que me lo contaría cuando fuera mayor.
Yo solía adivinar cuándo iba a desaparecer,
pues de repente percibía un extraño y excitante olor y Rumbo se ponía tieso, olfateaba el aire y se
largaba del taller, mientras yo trataba en vano de seguirlo.
Naturalmente, se trataba siempre de una perra en celo que rondaba
por el vecindario o a varios kilómetros de distancia, pero yo era
demasiado joven para saber esas cosas, y aguardaba con paciencia su
regreso, sintiéndome solo y abandonado. Cuando Rumbo aparecía de nuevo, estaba de mejor humor y
resultaba más fácil convivir con él.
★ ★ ★
Otra de sus aficiones era cazar ratas. ¡Cómo
odiaba el viejo Rumbo a las ratas! Por lo
general no había muchas ratas en el taller, pero de vez en cuando
aparecían dos o tres en busca de comida o un lugar donde
reproducirse. Mi amigo tenía un sexto sentido para detectarlas. El
pelo se le erizaba y se ponía a gruñir, mostrando sus amarillentos
colmillos. Cuando le veía de ese talante, sentía pavor. Luego
avanzaba sigilosamente, sin apresurarse, y se ponía a buscar entre
la chatarra como un cazador siguiendo el rastro de su presa,
dispuesto a lanzarse sobre ella. Al principio me limitaba a
observarlo, pues esos seres de aspecto repugnante y mal hablados me
aterraban. Con el tiempo, sin embargo, Rumbo me contagió la tirria que sentía hacia las
ratas y mi temor se convirtió en odio, el odio dio paso a la ira y
la ira me ayudó a superar mi terror. A partir de entonces las
cazábamos juntos.
Debo reconocer que algunas ratas eran muy
valientes; es posible que la perspectiva de hincarle el diente a un
jugoso y tierno cachorrillo les infundiera valor. Mi vida, en
aquella época, estaba constantemente en peligro y es gracias a
Rumbo que todavía estoy vivo. (Por
supuesto, en cuanto mi compañero descubrió que poseía un magnífico
señuelo para cazar a las ratas no vaciló en utilizarme.) A medida
que pasaban los meses comencé a adelgazar, pese a la cantidad de
comida que robábamos, mis piernas se hicieron más largas y mis
dientes más fuertes. Las ratas dejaron de considerarme un posible
bocado y me trataban con más respeto.
Jamás las devorábamos. Las despedazábamos y
les rompíamos los huesos, pero su carne nos repugnaba, aunque
estuviéramos famélicos.
Rumbo disfrutaba atormentándolas cuando las
tenía acorraladas. Las ratas le maldecían, le amenazaban y le
mostraban los dientes, pero él se reía de ellas. Avanzaba
lentamente, sin quitarles la vista de encima, mientras las ratas
retrocedían, alzando sus cuartos traseros y tensando el cuerpo para
lanzarse al ataque. Súbitamente, Rumbo se precipitaba hacia ellas y
se enzarzaban en una batalla feroz. El resultado era inevitable:
sonaba un penetrante chillido, un cuerpo inánime volaba por los
aires y Rumbo se abalanzaba triunfante sobre el cadáver de su
enemiga. Entretanto, yo tenía que habérmelas con las compañeras de
la desafortunada rata, y debo reconocer que me desenvolvía con
bastante habilidad, aunque con menos crueldad que mi
compañero.
★ ★ ★
Un día, sin embargo, estuvimos a punto de
salir muy mal parados.
Era invierno y el lodo que cubría el suelo
del taller se había congelado. El taller estaba cerrado y desierto
—creo que era domingo— y Rumbo y yo nos hallábamos cómodamente
instalados en el asiento trasero de un desvencijado «Morris 1100»
que utilizábamos como habitáculo hasta encontrar un lugar más
adecuado (nuestro anterior hogar, un espacioso «Zephyr», había sido
desguazado hacía pocos días). De pronto, ambos alzamos la cabeza al
percibir un ruido y el inconfundible hedor a rata. Descendimos
sigilosamente del coche y nos dirigimos hacia una pila de chatarra,
siguiendo el rastro de la rata a través de los estrechos callejones
de hierros retorcidos, percibiendo de vez en cuando unos arañazos
sobre el metal. No tardamos en descubrir su escondite.
Mejor dicho, fue la rata quien nos descubrió
a nosotros.
Nos habíamos detenido antes de doblar un
recodo en nuestro camino a través de los automóviles, sabiendo que
nuestra presa se hallaba al otro lado. Cuando nos disponíamos a
lanzarnos sobre ella, la rata apareció súbitamente.
Era la rata más grande que jamás había
visto, casi tan grande como yo (yo había crecido mucho), con el
pelo color pardo y unos colmillos largos y afilados. Al
encontrarnos frente a frente, la rata se quedó tan asombrada como
nosotros y desapareció al instante. Rumbo y yo doblamos la esquina
apresuradamente, pero la rata se había evaporado.
—¿Me buscáis a mí? —preguntó de pronto una
voz desde lo alto.
Sorprendidos, miramos a nuestro alrededor y
vimos a la rata subida en el techo de un automóvil, observándonos
con desprecio.
—Aquí estoy, chuchos asquerosos, venid a por
mí si os atrevéis —dijo la rata.
En realidad, las ratas no suelen ser muy
aficionadas a conversar. La mayoría de ellas se limitan a escupir,
gruñir o blasfemar, pero ésta era la rata más parlanchína que he
conocido.
—He oído hablar sobre vosotros —siguió
diciendo la rata—. Nos habéis causado muchos problemas. Al menos,
eso me han contado mis compañeras. Hace tiempo que deseaba
conoceros, especialmente a ti, el más grandote. ¿Crees que puedes
medirte conmigo?
Admiro el valor de Rumbo, pues yo estaba
dispuesto a echarme a correr. Puede que la rata fuera más pequeña
que yo, pero sus fauces y sus colmillos eran capaces de
destrozarme. Rumbo replicó tranquilamente:
—¿Bajas tú, bocazas, o subo yo a por
ti?
La rata soltó una risotada —aunque las ratas
no suelen reírse— y se acomodó en el techo del automóvil.
—Bajaré yo, pero cuando me apetezca.
Primero, quiero charlar un rato. —(Desde luego, no era una rata
corriente)—. ¿Qué tienes contra nosotras? Ya sé que no nos quieren
ni los hombres ni los animales, pero lo tuyo es manía obsesiva. ¿Se
debe quizás a que somos unos animales depredadores? En tal caso,
vosotros sois mucho peores. ¿Acaso no son todos los animales
cautivos los más despreciables depredadores puesto que se alimentan
como parásitos de los hombres? Claro que vosotros ni siquiera
podéis aducir que estáis «cautivos», ya que la mayoría habéis
elegido libremente este tipo de vida. ¿Nos odias porque somos
libres, porque no estamos domesticadas, ni...? —La rata se detuvo,
sonriendo lentamente, y luego prosiguió—: ...castradas como
vosotros?
Esta última observación enfureció a
Rumbo.
—¡No estoy castrado! ¡Jamás permitiré que me
hagan tal cosa!
—No me refería a una castración física, sino
mental —dijo la rata con aire satisfecho.
—Nadie me ha castrado mentalmente.
—¿Estás seguro? —inquirió la rata en tono de
burla—. Al menos nosotras somos libres, nadie es nuestro
dueño.
—¿Quién demonios querría ser vuestro dueño?
—le espetó Rumbo—. Incluso os atacáis mutuamente cuando las cosas
se ponen feas.
—Eso se llama supervivencia, chucho.
Supervivencia. —La rata se puso en pie, visiblemente irritada—. Nos
odias porque sabes que somos iguales, el hombre, el animal, el
insecto, somos idénticos, y porque sabes que las ratas llevamos una
vida que otros tratan de ocultar. ¿No es así, chucho?
—¡No, y lo sabes muy bien!
Mientras discutían, yo me preguntaba de qué
diablos estaba hablando.
Rumbo avanzó enfurecido hacia el
coche.
—Existe un motivo para que las ratas llevéis
esta vida, lo mismo que existe un motivo para que los perros
vivamos como lo hacemos. ¡Y tú lo sabes!
—Cierto, y existe un motivo para que yo te
rompa el cuello —contestó la rata.
—¡Eso ya lo veremos!
Rumbo y la rata
siguieron discutiendo durante otros cinco minutos, hasta que los
ánimos estallaron.
Súbitamente, ambos guardaron silencio, como
si no tuvieran nada más que decirse, contemplándose con odio, los
ojos castaños de Rumbo saliéndoseles de
las órbitas y los ojos amarillos de la rata llenos de maldad. La
tensión aumentó, como si el rencor que ambos sentían se acumulara
lentamente y en silencio. Al cabo de unos instantes, la rata lanzó
un alarido y se arrojó desde el techo del automóvil.
Rumbo estaba
preparado para repeler el ataque. Se apartó de un salto y se
abalanzó sobre el cuello de su adversaria, pero la rata lo esquivó
y se giró para atacarlos. Ambos contrincantes chocaron
frontalmente, clavándose los dientes y las pezuñas.
Yo me quedé inmóvil, perplejo y atemorizado,
observándoles mientras trataban de despedazarse, gruñendo y
rugiendo como fieras. De pronto, Rumbo
soltó un aullido y decidí intervenir. Me precipité hacia ellos,
ladrando furiosamente, tratando de reunir el suficiente valor para
lanzarme al ataque. No podía hacer gran cosa, sin embargo, puesto
que ambos animales se hallaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo,
revolcándose en el suelo, dándose patadas, mordiéndose y
despellejándose. Yo me limitaba a aguardar hasta que vislumbraba un
fragmento del pelaje marrón de la rata, y entonces le propinaba un
mordisco.
★ ★ ★
Al cabo de unos minutos ambos contendientes
se separaron, jadeando, derrotados, pero mirándose furiosos a los
ojos. Rumbo tenía una profunda herida en
el hombro y la rata tenía una oreja destrozada. Luego se agacharon,
temblando y gruñendo. Supuse que estaban demasiado agotados para
proseguir la lucha, pero después comprendí que estaban recuperando
fuerzas.
Volvieron a lanzarse al ataque y yo me uní a
ellos. Rumbo agarró a la rata por el
cuello y yo le clavé los dientes en una de sus patas delanteras. El
sabor de su sangre caliente me produjo náuseas pero no la solté,
mientras la rata se debatía furiosa e intentaba mordernos. De
pronto sentí un intenso dolor en el costado y solté a la rata, la
cual se giró y me propinó una patada que me derribó sobre el helado
barro.
Me levanté para atacarla de nuevo y la rata
me arañó en la frente. Volví a caer al suelo, pero me incorporé
rápidamente. Rumbo seguía aferrando a la
rata por el pescuezo, tratando de alzarla y arrojarla en el aire,
un truco que solía emplear para partirles el espinazo a sus
enemigas. Pero la rata pesaba mucho. Por fortuna, Rumbo la tenía asida de manera que no podía
morderme, pues de haberme clavado sus incisivos me habría hecho
pedazos. Pero la rata tenía mucha fuerza y al fin consiguió
librarse. Echó a correr, se dio media vuelta y se lanzó de nuevo
contra nosotros, girando la cabeza a diestro y siniestro para
atacarnos con sus temibles y poderosas armas. Rumbo trató de esquivarla, pero la rata le atizó un
mordisco en el flanco, y lanzando un grito de triunfo, se precipitó
sobre él. Estaba tan excitada que se había olvidado de mí.
Yo salté sobre ella y la derribé de un
mordisco en la cabeza, partiéndome un diente al clavárselo en el
cráneo. El desenlace fue brutal y nada glorioso: Rumbo se incorporó a la batalla y entre ambos
conseguimos acabar con la rata. Tuvo una muerte lenta, y reconozco
que la admiro por el coraje con que luchó contra nosotros. Cuando
al fin se quedó inmóvil y exhaló su último suspiro, me sentía no
sólo extenuado sino degradado. La rata tenía tanto derecho a vivir
como nosotros, pese a ser una criatura despreciable, y había
demostrado un indiscutible valor. Creo que Rumbo se sentía tan avergonzado como yo, aunque no
dijo nada.
Arrastró el cadáver de la rata y lo ocultó
debajo de un automóvil (ignoro por qué lo hizo, aunque supongo que
era una especie de enterramiento). Luego regresó para lamerme las
heridas.
—Te has portado muy bien, cachorro —dijo. Su
voz sonaba más apagada de lo habitual—. Era una bestia feroz,
distinta de la mayoría de ratas que he conocido.
Yo gemí cuando me lamió la herida que tenía
en el hocico.
—¿A qué se refería cuando dijo que éramos
todos iguales?
—Estaba equivocada. No somos iguales
—contestó mi amigo, dando por zanjado el asunto.
El episodio de la rata me quitó las ganas de
seguir aniquilando a los otros animales de su especie; no me
importaba luchar contra ellas, pero a partir de entonces dejaba que
se escaparan. Rumbo no tardó en darse
cuenta y se enfadó conmigo; seguía odiando a las ratas y no
vacilaba en eliminar a todas las que se cruzaban en su camino,
quizá con menos crueldad que antes, pero con la misma fría
premeditación.
No deseo entrar en detalles respecto a
nuestros enfrentamientos con las ratas, puesto que constituyen un
capítulo muy desagradable, aunque breve, en mi vida de perro; pero
les narraré un incidente que demuestra el profundo odio que sentía
Rumbo hacia esas desgraciadas y
miserables criaturas.
★ ★ ★
Un día nos topamos con un nido de ratones en
el interior de un automóvil que yacía bajo una pila de coches medio
desguazados. El techo del vehículo estaba aplastado, no tenía
puertas y los ratoncitos yacían sobre el desvencijado asiento
mientras su madre los amamantaba. Acababan de nacer y sus cuerpos
estaban todavía relucientes. Su olor nos atrajo como un imán y
comenzamos a buscar por entre el montón de chatarra hasta dar con
ellos. Cuando vi a los ratoncitos yaciendo junto a su madre, la
cual nos observaba alarmada, decidí emprender la retirada. Pero
Rumbo se lanzó sobre ellos con inusitada
ferocidad.
Traté de detenerlo, rogándole que no los
lastimara, pero no me hizo caso y salí huyendo del taller para no
presenciar la carnicería ni oír los gritos de los desgraciados
ratones.
Después de este episodio, Rumbo y yo estuvimos varios días sin dirigirnos la
palabra; su crueldad me desconcertaba y a él le desconcertaba mi
actitud. Lo cierto es que tardé mucho tiempo en acostumbrarme a la
brutalidad de la vida animal, pues mi «humanidad» me impedía
aceptarla. Supongo que Rumbo atribuía mi
antipática actitud al hecho de que estaba creciendo. Había perdido
mi gordura de cachorro y mis patas eran largas y fuertes (aunque
tenía las patas traseras un poco torcidas). Llevaba las pezuñas
siempre recortadas de tanto correr sobre el pavimento y tenía los
dientes duros y afilados. Mi vista seguía siendo extraordinaria.
(Rumbo tenía una vista normal; no tan
buena como la de un ser humano, pues no distinguía los colores con
claridad, pero en la oscuridad veía perfectamente, quizá mejor que
yo.) Tenía buen apetito y no tenía problemas de lombrices, sarro,
sarna, estreñimiento, diarrea, irritación de la vejiga, eccema,
úlceras en los oídos ni otras dolencias que suelen aquejar a los
perros. Sin embargo, sentía picor en todo el cuerpo y fue gracias a
esa circunstancia que Rumbo y yo hicimos
de nuevo las paces.
Había observado que Rumbo se rascaba cada vez con mayor frecuencia y lo
cierto es que mi manía de chuparme el pelo y rascarme con las patas
traseras se había convertido en una ocupación casi permanente. Un
día, al ver unos pequeños monstruos amarillos brincando como
saltamontes sobre el lomo de mi compañero sentí tal repugnancia que
no pude por menos que hacer un comentario al respecto:
—No comprendo por qué el Jefe no nos baña
nunca.
Rumbo dejó de rascarse y me miró
fijamente.
—¿Te molestan las pulgas, pequeñajo?
—¿Que si me molestan? Tengo la sensación de
haberme convertido en un hotel para parásitos.
Rumbo sonrió y dijo:
—No creo que te guste el método que emplea
el Jefe para resolver el problema.
Le pregunté a qué se refería y él
respondió:
—Cuando se harta de ver que me rasco
continuamente o de mi hedor, me ata a una tubería y me rocía con
una manguera. Cuando noto que apesto, procuro no cruzarme en su
camino.
Yo me eché a temblar ante la perspectiva de
que el Jefe me rociara con una manguera. Estábamos en pleno
invierno.
—Existe otro sistema —dijo Rumbo—. Tampoco
es agradable, pero es más eficaz.
—Cualquier cosa es preferible a soportar
este picor.
—Bueno, generalmente espero a que haga más
calor, pero si insistes...
Yo me situé como de costumbre a su
izquierda, con la cabeza a la altura de su flanco, y salimos
trotando del taller. Rumbo me llevó a un enorme parque, bastante
alejado de nuestra casa. Al llegar a un estanque, me ordenó que me
zambullera en él.
—¿Bromeas? —protesté—. Me quedaré helado.
Además, no creo que sepa nadar.
—No seas idiota —dijo Rumbo—. Todos los perros saben nadar. En cuanto al
frío, te aseguro que es mucho peor que nos lave el Jefe con una
manguera. Anda, inténtalo.
Y con esto se zambulló en el estanque ante
el regocijo de unos niños y sus padres. Chapoteó hasta el centro
del estanque rápida y hábilmente e incluso sumergió la cabeza bajo
el agua, cosa que jamás había visto hacer a un perro. Imaginé a las
pulgas huyendo despavoridas hacia la coronilla de Rumbo, el último refugio en una isla que se hundía,
y su desconcierto cuando éste metió la cabeza bajo el agua. Nadó
alrededor del estanque y luego regresó junto a mí animándome a que
me arrojara al agua, pero yo era demasiado cobarde.
Cuando alcanzó la orilla y salió del
estanque, las madres tomaron a sus hijos de la mano y se alejaron
precipitadamente sabiendo lo que iba a suceder. Pero a mí me pilló
desprevenido.
Mi astuto amigo se sacudió enérgicamente,
rociándome con una lluvia helada. Me sentí como un idiota por no
haberme apartado, pues no era la primera vez que veía hacer eso a
un perro. Él caso es que me quedé inmóvil, empapado y sintiendo
tanto frío como si me hubiera arrojado al estanque.
—Ya que te has mojado, más vale que te des
un baño —dijo Rumbo, echándose a
reír.
Yo me estremecí, pero comprendí que tenía
razón. Me acerqué al borde del estanque, metí una pata en el agua y
la saqué precipitadamente. ¡Estaba helada! Me volví para decirle a
Rumbo que había cambiado de opinión, que
había decidido soportar el picor durante unos meses hasta que
hiciera más calor. Pero antes de que pudiera abrir la boca, mi
compañero se abalanzó sobre mí. Sorprendido, solté un aullido y caí
en el estanque seguido de Rumbo.
Saqué la cabeza, tratando de recuperar el
aliento, con la boca, la garganta, la nariz, los ojos y las orejas
llenas de agua.
—¡Ayyy! —grité.
Mientras me debatía desesperadamente en el
agua, oí a Rumbo riendo a mandíbula
batiente. Sentí deseos de ahogarlo, pero estaba demasiado ocupado
tratando de ponerme a salvo. Los dientes me rechinaban y no podía
respirar. Al cabo de unos instantes —cuando me di cuenta de que
sabía nadar— me relajé y empecé a disfrutar de esta nueva
experiencia. Agité los cuartos traseros mientras avanzaba
impulsándome con las patas delanteras, consiguiendo mantener la
cabeza fuera del agua. El esfuerzo impedía que mis miembros se
agarrotaran y comprobé que podía utilizar el rabo a modo de
timón.
—¿Qué tal lo pasas, cachorro? —me gritó
Rumbo.
Vi que se hallaba de nuevo en el centro del
estanque y me dirigí hacia él.
—Es muy divertido, pero el agua está helada
—respondí tiritando.
—¡Espera a que salgas del estanque! —Rumbo
volvió a meter la cabeza bajo el agua y reapareció sonriendo—. ¡Si
no te zambulles no conseguirás librarte de las pulgas!
Recordé que éste era el propósito de nuestro
baño y me zambullí. Subí rápidamente a la superficie jadeando y
tosiendo.
—¡Otra vez, cachorro! ¡Si no te zambulles
hasta el fondo, las pulgas no te dejarán en paz!
Me zambullí de nuevo, conteniendo esta vez
la respiración, y permanecí unos instantes bajo el agua. No sé qué
pensarían las personas que se hallaban al borde del estanque al ver
a dos canes comportándose como unas focas. Rumbo y yo jugamos y chapoteamos en el agua durante
un rato, hasta que decidimos que era suficiente y nos dirigimos
hacia la orilla. Salimos del estanque, nos sacudimos enérgica y
deliberadamente, dejando a los espectadores empapados, y echamos
una carrera para entrar en calor.
★ ★ ★
Llegamos a casa sonrientes y satisfechos,
rebosando energía y, por supuesto, famélicos. Encontramos un
paquete de bocadillos que había dejado un operario sobre un banco
mientras desmontaba un motor, nos lo llevamos a nuestro habitáculo
y lo devoramos en pocos segundos. Esta vez nos repartimos la comida
en partes iguales. Luego, mientras yo me relamía, Rumbo me sonrió y yo le devolví la sonrisa.
Habíamos olvidado nuestras rencillas y volvíamos a ser amigos. No
obstante, se había producido un ligero cambio: no es que yo fuera
exactamente igual que Rumbo, pero era
menos inferior a él que antes.
El alumno pronto aventajaría a su
maestro.