Capítulo 8

 

PASÉ unos días estupendos con Rumbo. La primera mañana había sido muy instructiva y durante las próximas semanas mi amigo me enseñó muchas cosas. Dedicábamos buena parte del día a buscar comida. Por las mañanas visitábamos el mercado (averigüé que se trataba de Nine Elms, el mercado de frutas y hortalizas que había sido cruelmente trasplantado de Covent Carden a una oscura zona al sur del Támesis, lo cual me hizo comprender que me hallaba en algún lugar del sur de Londres, cerca de Vauxhall), y más tarde nos dábamos una vuelta por las tiendas para ver si podíamos robar algo. Pronto aprendí a comportarme con tanta habilidad y astucia como Rumbo, aunque era menos audaz que él. Mi amigo era capaz de meterse en el portal de un edificio y salir tranquilamente al cabo de unos segundos con un paquete de galletas, una barra de pan o lo que pillara (en cierta ocasión apareció con una pierna de cordero, pero salió una negra detrás de él y organizó tal escándalo, que Rumbo soltó la pierna de cordero y se largó a toda velocidad, derribando una botella de leche que había en la acera).
Una mañana vimos una furgoneta de reparto llena de bandejas de pasteles y dulces que olían maravillosamente, por no hablar del pan recién horneado. Rumbo aguardó a que el conductor entrara en una panadería con una bandeja de pasteles y saltó dentro de la furgoneta. Yo no me atreví a seguirlo, y le contemplé con envidia cuando apareció sosteniendo entre sus fauces un suculento bollo. Luego se sentó debajo del vehículo para devorar su botín. Cuando el hombre entró de nuevo en la tienda con otra bandeja cargada de dulces, Rumbo se metió otra vez en la furgoneta y agarró un pastel de chocolate. Repitió la operación tres veces, ocultándose debajo de la furgoneta antes de que regresara el conductor a por otra bandeja, mientras daba buena cuenta del bollo o el pastel que había robado. Yo, imbécil de mí, decidí imitarlo. Esperé a que el conductor entrara en la tienda, me encaramé en la furgoneta (no era tarea sencilla para un cachorro como yo) y me puse a husmear entre las deliciosas bandejas de dulces. Rumbo entraba y salía del vehículo como una bala, pero yo me entretuve unos instantes, sin saber qué elegir. Cuando al fin me decidí por una suculenta tarta de limón, aunque también me sentía muy tentado por un pastel de chocolate cubierto de nata, apareció súbitamente una sombra en la puerta de la furgoneta.
Yo solté un aullido de temor y el hombre lanzó un alarido de asombro. Su asombro se trocó en una actitud amenazadora y mi temor se convirtió en pánico. Traté de explicarle que estaba famélico, que no había comido desde hacía más de una semana, pero no quiso saber nada. Se precipitó hacia mí, intentando agarrarme por el pescuezo, y yo retrocedí hacia el interior de la furgoneta. El hombre soltó una blasfemia y se subió a la furgoneta. Aunque agachó la cabeza, no pudo evitar darse un golpe contra el techo del vehículo. Es terrible tener la certeza de que te van a lastimar y confieso que en aquellos momentos sentí una profunda lástima de mí mismo. ¿Por qué me había dejado convencer por ese ladrón de Rumbo, ese delincuente disfrazado de perro? ¿Por qué había permitido que ese miserable chucho callejero me metiera en esta vida de estafador de pacotilla?
★ ★ ★
De pronto apareció el bueno de Rumbo en la parte posterior de la furgoneta y comenzó a gruñir y ladrar. ¡Estuvo magnífico! El hombre se giró alarmado, volvió a golpearse en la cabeza, perdió el equilibrio y cayó de espaldas, deslizándose hasta el suelo de la furgoneta y hundiendo los codos en unas tartas cubiertas de nata.
Yo pasé por encima de sus piernas, salté de la furgoneta y eché a correr. Rumbo cogió otro pastel antes de saltar detrás mío. Cuando nos detuvimos, unos cinco kilómetros más adelante, todavía nos relamíamos las fauces. Le di las gracias mientras trataba de recuperar el resuello y él sonrió con aire de superioridad.
—A veces, pequeñajo, eres tan estúpido como los otros perros, o quizá más. No obstante, reconozco que requiere cierto tiempo enseñarle a un cachorro los trucos de un viejo zorro —dijo.
Por algún motivo que no alcanzo a comprender, este comentario le pareció muy gracioso y no cesó de repetirlo durante toda la jornada.
Rumbo solía utilizar otro truco sirviéndose de mí como señuelo. El truco consistía en que yo me acercaba a una ama de casa cargada con la compra y utilizaba todos mis encantos de cachorro para que depositara las bolsas en el suelo y me ofreciera algún bocado. Se iba acompañada de sus hijos resultaba más sencillo, pues éstos la obligaban a detenerse para acariciarme. Mientras yo le lamia la cara o me revolcaba por el suelo, ofreciéndole mi vientre para que me hiciera cosquillas, Rumbo se apresuraba a inspeccionar las bolsas de la compra. Cuando hallaba algo que le apetecía lo cogía y se largaba a toda velocidad, mientras yo me despedía de la señora y le seguía a paso más lento. Con frecuencia, la mujer descubría nuestra treta antes de que mi compinche hubiera dado con algo que mereciera la pena, pero ello no restaba emoción a nuestro juego.
Otro de nuestros pasatiempos favoritos consistía en robarles los caramelos a los niños. Las madres se ponían a gritar y los niños lloraban desconsoladamente mientras nosotros nos largábamos con nuestro botín. También disfrutábamos atacando por sorpresa a un niño mientras se comía un helado. Sin embargo, la llegada del invierno nos obligó a suspender este tipo de actividades, pues los parques se quedaron desiertos y los carritos de helados desaparecieron.
Rumbo gozaba haciendo rabiar a otros perros. Según él, todos los animales eran unos seres inferiores y estúpidos, sobre todo los perros, a quienes consideraba las criaturas más imbéciles del planeta. No sé por qué tenía esos prejuicios contra los perros; quizá se avergonzaba de que no poseyeran su inteligencia y dignidad. Rumbo, a pesar de ser un cínico y un sinvergüenza, poseía una gran dignidad. Jamás mendigaba; pedía comida, o la robaba, pero no mendigaba. En ocasiones representaba el papel de un perro suplicando que le dieran algo de comer o un poco de afecto, pero lo hacía para divertirse. Me enseñó que la vida se aprovecha de los seres vivos, y que para existir, lo que se dice existir, uno tenía que aprovecharse de la vida. En su opinión, los perros se habían convertido en esclavos de los hombres. Él no pertenecía al Jefe, sino que trabajaba para él, vigilando su negocio para ganarse el sustento. El Jefe lo comprendía y su relación se basaba en el respeto mutuo. Yo dudaba de que el Jefe tuviera tan nobles sentimientos, pero me cuidé mucho de expresar esa opinión ante Rumbo, pues yo era el alumno y él mi maestro.
Mi compañero no desperdiciaba la ocasión de ridiculizar a los otros perros. La tenía tomada con los caniches, cuyos ricitos le hacían desternillarse de risa. Los pobres salchichas también eran objeto de sus burlas. Se metía con todos, tanto si se trataba de un dálmata como de un chihuaha. Sin embargo, en cierta ocasión pasó junto a nosotros un doberman y observé que Rumbo se ponía muy serio y no hacía el menor comentario.
Rumbo se metía muchas veces en serios aprietos, y de paso me metía a mí, cuando los otros perros olfateaban nuestra diferencia y se unían contra nosotros. Confieso que de cachorro lo pasé bastante mal, pero eso me endureció. También aprendí a correr más de prisa. Lo curioso es que Rumbo podría haber sido nuestro líder, puesto que era más fuerte y más inteligente que los otros perros; pero prefería ir por libre, sin preocuparse de los demás. Todavía no comprendo por qué se unió a mí, aunque supongo que fue porque presentía que éramos distintos.
También era un impenitente Romeo. Le encantaban las féminas, sin importarle su raza o tamaño. Solía desaparecer y al cabo de unos días regresaba con aspecto cansado pero satisfecho. Cuando le preguntaba dónde se había metido, contestaba que me lo contaría cuando fuera mayor.
Yo solía adivinar cuándo iba a desaparecer, pues de repente percibía un extraño y excitante olor y Rumbo se ponía tieso, olfateaba el aire y se largaba del taller, mientras yo trataba en vano de seguirlo. Naturalmente, se trataba siempre de una perra en celo que rondaba por el vecindario o a varios kilómetros de distancia, pero yo era demasiado joven para saber esas cosas, y aguardaba con paciencia su regreso, sintiéndome solo y abandonado. Cuando Rumbo aparecía de nuevo, estaba de mejor humor y resultaba más fácil convivir con él.
★ ★ ★
Otra de sus aficiones era cazar ratas. ¡Cómo odiaba el viejo Rumbo a las ratas! Por lo general no había muchas ratas en el taller, pero de vez en cuando aparecían dos o tres en busca de comida o un lugar donde reproducirse. Mi amigo tenía un sexto sentido para detectarlas. El pelo se le erizaba y se ponía a gruñir, mostrando sus amarillentos colmillos. Cuando le veía de ese talante, sentía pavor. Luego avanzaba sigilosamente, sin apresurarse, y se ponía a buscar entre la chatarra como un cazador siguiendo el rastro de su presa, dispuesto a lanzarse sobre ella. Al principio me limitaba a observarlo, pues esos seres de aspecto repugnante y mal hablados me aterraban. Con el tiempo, sin embargo, Rumbo me contagió la tirria que sentía hacia las ratas y mi temor se convirtió en odio, el odio dio paso a la ira y la ira me ayudó a superar mi terror. A partir de entonces las cazábamos juntos.
Debo reconocer que algunas ratas eran muy valientes; es posible que la perspectiva de hincarle el diente a un jugoso y tierno cachorrillo les infundiera valor. Mi vida, en aquella época, estaba constantemente en peligro y es gracias a Rumbo que todavía estoy vivo. (Por supuesto, en cuanto mi compañero descubrió que poseía un magnífico señuelo para cazar a las ratas no vaciló en utilizarme.) A medida que pasaban los meses comencé a adelgazar, pese a la cantidad de comida que robábamos, mis piernas se hicieron más largas y mis dientes más fuertes. Las ratas dejaron de considerarme un posible bocado y me trataban con más respeto.
Jamás las devorábamos. Las despedazábamos y les rompíamos los huesos, pero su carne nos repugnaba, aunque estuviéramos famélicos.
Rumbo disfrutaba atormentándolas cuando las tenía acorraladas. Las ratas le maldecían, le amenazaban y le mostraban los dientes, pero él se reía de ellas. Avanzaba lentamente, sin quitarles la vista de encima, mientras las ratas retrocedían, alzando sus cuartos traseros y tensando el cuerpo para lanzarse al ataque. Súbitamente, Rumbo se precipitaba hacia ellas y se enzarzaban en una batalla feroz. El resultado era inevitable: sonaba un penetrante chillido, un cuerpo inánime volaba por los aires y Rumbo se abalanzaba triunfante sobre el cadáver de su enemiga. Entretanto, yo tenía que habérmelas con las compañeras de la desafortunada rata, y debo reconocer que me desenvolvía con bastante habilidad, aunque con menos crueldad que mi compañero.
★ ★ ★
Un día, sin embargo, estuvimos a punto de salir muy mal parados.
Era invierno y el lodo que cubría el suelo del taller se había congelado. El taller estaba cerrado y desierto —creo que era domingo— y Rumbo y yo nos hallábamos cómodamente instalados en el asiento trasero de un desvencijado «Morris 1100» que utilizábamos como habitáculo hasta encontrar un lugar más adecuado (nuestro anterior hogar, un espacioso «Zephyr», había sido desguazado hacía pocos días). De pronto, ambos alzamos la cabeza al percibir un ruido y el inconfundible hedor a rata. Descendimos sigilosamente del coche y nos dirigimos hacia una pila de chatarra, siguiendo el rastro de la rata a través de los estrechos callejones de hierros retorcidos, percibiendo de vez en cuando unos arañazos sobre el metal. No tardamos en descubrir su escondite.
Mejor dicho, fue la rata quien nos descubrió a nosotros.
Nos habíamos detenido antes de doblar un recodo en nuestro camino a través de los automóviles, sabiendo que nuestra presa se hallaba al otro lado. Cuando nos disponíamos a lanzarnos sobre ella, la rata apareció súbitamente.
Era la rata más grande que jamás había visto, casi tan grande como yo (yo había crecido mucho), con el pelo color pardo y unos colmillos largos y afilados. Al encontrarnos frente a frente, la rata se quedó tan asombrada como nosotros y desapareció al instante. Rumbo y yo doblamos la esquina apresuradamente, pero la rata se había evaporado.
—¿Me buscáis a mí? —preguntó de pronto una voz desde lo alto.
Sorprendidos, miramos a nuestro alrededor y vimos a la rata subida en el techo de un automóvil, observándonos con desprecio.
—Aquí estoy, chuchos asquerosos, venid a por mí si os atrevéis —dijo la rata.
En realidad, las ratas no suelen ser muy aficionadas a conversar. La mayoría de ellas se limitan a escupir, gruñir o blasfemar, pero ésta era la rata más parlanchína que he conocido.
—He oído hablar sobre vosotros —siguió diciendo la rata—. Nos habéis causado muchos problemas. Al menos, eso me han contado mis compañeras. Hace tiempo que deseaba conoceros, especialmente a ti, el más grandote. ¿Crees que puedes medirte conmigo?
Admiro el valor de Rumbo, pues yo estaba dispuesto a echarme a correr. Puede que la rata fuera más pequeña que yo, pero sus fauces y sus colmillos eran capaces de destrozarme. Rumbo replicó tranquilamente:
—¿Bajas tú, bocazas, o subo yo a por ti?
La rata soltó una risotada —aunque las ratas no suelen reírse— y se acomodó en el techo del automóvil.
—Bajaré yo, pero cuando me apetezca. Primero, quiero charlar un rato. —(Desde luego, no era una rata corriente)—. ¿Qué tienes contra nosotras? Ya sé que no nos quieren ni los hombres ni los animales, pero lo tuyo es manía obsesiva. ¿Se debe quizás a que somos unos animales depredadores? En tal caso, vosotros sois mucho peores. ¿Acaso no son todos los animales cautivos los más despreciables depredadores puesto que se alimentan como parásitos de los hombres? Claro que vosotros ni siquiera podéis aducir que estáis «cautivos», ya que la mayoría habéis elegido libremente este tipo de vida. ¿Nos odias porque somos libres, porque no estamos domesticadas, ni...? —La rata se detuvo, sonriendo lentamente, y luego prosiguió—: ...castradas como vosotros?
Esta última observación enfureció a Rumbo.
—¡No estoy castrado! ¡Jamás permitiré que me hagan tal cosa!
—No me refería a una castración física, sino mental —dijo la rata con aire satisfecho.
—Nadie me ha castrado mentalmente.
—¿Estás seguro? —inquirió la rata en tono de burla—. Al menos nosotras somos libres, nadie es nuestro dueño.
—¿Quién demonios querría ser vuestro dueño? —le espetó Rumbo—. Incluso os atacáis mutuamente cuando las cosas se ponen feas.
—Eso se llama supervivencia, chucho. Supervivencia. —La rata se puso en pie, visiblemente irritada—. Nos odias porque sabes que somos iguales, el hombre, el animal, el insecto, somos idénticos, y porque sabes que las ratas llevamos una vida que otros tratan de ocultar. ¿No es así, chucho?
—¡No, y lo sabes muy bien!
Mientras discutían, yo me preguntaba de qué diablos estaba hablando.
Rumbo avanzó enfurecido hacia el coche.
—Existe un motivo para que las ratas llevéis esta vida, lo mismo que existe un motivo para que los perros vivamos como lo hacemos. ¡Y tú lo sabes!
—Cierto, y existe un motivo para que yo te rompa el cuello —contestó la rata.
—¡Eso ya lo veremos!
Rumbo y la rata siguieron discutiendo durante otros cinco minutos, hasta que los ánimos estallaron.
Súbitamente, ambos guardaron silencio, como si no tuvieran nada más que decirse, contemplándose con odio, los ojos castaños de Rumbo saliéndoseles de las órbitas y los ojos amarillos de la rata llenos de maldad. La tensión aumentó, como si el rencor que ambos sentían se acumulara lentamente y en silencio. Al cabo de unos instantes, la rata lanzó un alarido y se arrojó desde el techo del automóvil.
Rumbo estaba preparado para repeler el ataque. Se apartó de un salto y se abalanzó sobre el cuello de su adversaria, pero la rata lo esquivó y se giró para atacarlos. Ambos contrincantes chocaron frontalmente, clavándose los dientes y las pezuñas.
Yo me quedé inmóvil, perplejo y atemorizado, observándoles mientras trataban de despedazarse, gruñendo y rugiendo como fieras. De pronto, Rumbo soltó un aullido y decidí intervenir. Me precipité hacia ellos, ladrando furiosamente, tratando de reunir el suficiente valor para lanzarme al ataque. No podía hacer gran cosa, sin embargo, puesto que ambos animales se hallaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo, revolcándose en el suelo, dándose patadas, mordiéndose y despellejándose. Yo me limitaba a aguardar hasta que vislumbraba un fragmento del pelaje marrón de la rata, y entonces le propinaba un mordisco.
★ ★ ★
Al cabo de unos minutos ambos contendientes se separaron, jadeando, derrotados, pero mirándose furiosos a los ojos. Rumbo tenía una profunda herida en el hombro y la rata tenía una oreja destrozada. Luego se agacharon, temblando y gruñendo. Supuse que estaban demasiado agotados para proseguir la lucha, pero después comprendí que estaban recuperando fuerzas.
Volvieron a lanzarse al ataque y yo me uní a ellos. Rumbo agarró a la rata por el cuello y yo le clavé los dientes en una de sus patas delanteras. El sabor de su sangre caliente me produjo náuseas pero no la solté, mientras la rata se debatía furiosa e intentaba mordernos. De pronto sentí un intenso dolor en el costado y solté a la rata, la cual se giró y me propinó una patada que me derribó sobre el helado barro.
Me levanté para atacarla de nuevo y la rata me arañó en la frente. Volví a caer al suelo, pero me incorporé rápidamente. Rumbo seguía aferrando a la rata por el pescuezo, tratando de alzarla y arrojarla en el aire, un truco que solía emplear para partirles el espinazo a sus enemigas. Pero la rata pesaba mucho. Por fortuna, Rumbo la tenía asida de manera que no podía morderme, pues de haberme clavado sus incisivos me habría hecho pedazos. Pero la rata tenía mucha fuerza y al fin consiguió librarse. Echó a correr, se dio media vuelta y se lanzó de nuevo contra nosotros, girando la cabeza a diestro y siniestro para atacarnos con sus temibles y poderosas armas. Rumbo trató de esquivarla, pero la rata le atizó un mordisco en el flanco, y lanzando un grito de triunfo, se precipitó sobre él. Estaba tan excitada que se había olvidado de mí.
Yo salté sobre ella y la derribé de un mordisco en la cabeza, partiéndome un diente al clavárselo en el cráneo. El desenlace fue brutal y nada glorioso: Rumbo se incorporó a la batalla y entre ambos conseguimos acabar con la rata. Tuvo una muerte lenta, y reconozco que la admiro por el coraje con que luchó contra nosotros. Cuando al fin se quedó inmóvil y exhaló su último suspiro, me sentía no sólo extenuado sino degradado. La rata tenía tanto derecho a vivir como nosotros, pese a ser una criatura despreciable, y había demostrado un indiscutible valor. Creo que Rumbo se sentía tan avergonzado como yo, aunque no dijo nada.
Arrastró el cadáver de la rata y lo ocultó debajo de un automóvil (ignoro por qué lo hizo, aunque supongo que era una especie de enterramiento). Luego regresó para lamerme las heridas.
—Te has portado muy bien, cachorro —dijo. Su voz sonaba más apagada de lo habitual—. Era una bestia feroz, distinta de la mayoría de ratas que he conocido.
Yo gemí cuando me lamió la herida que tenía en el hocico.
—¿A qué se refería cuando dijo que éramos todos iguales?
—Estaba equivocada. No somos iguales —contestó mi amigo, dando por zanjado el asunto.
El episodio de la rata me quitó las ganas de seguir aniquilando a los otros animales de su especie; no me importaba luchar contra ellas, pero a partir de entonces dejaba que se escaparan. Rumbo no tardó en darse cuenta y se enfadó conmigo; seguía odiando a las ratas y no vacilaba en eliminar a todas las que se cruzaban en su camino, quizá con menos crueldad que antes, pero con la misma fría premeditación.
No deseo entrar en detalles respecto a nuestros enfrentamientos con las ratas, puesto que constituyen un capítulo muy desagradable, aunque breve, en mi vida de perro; pero les narraré un incidente que demuestra el profundo odio que sentía Rumbo hacia esas desgraciadas y miserables criaturas.
★ ★ ★
Un día nos topamos con un nido de ratones en el interior de un automóvil que yacía bajo una pila de coches medio desguazados. El techo del vehículo estaba aplastado, no tenía puertas y los ratoncitos yacían sobre el desvencijado asiento mientras su madre los amamantaba. Acababan de nacer y sus cuerpos estaban todavía relucientes. Su olor nos atrajo como un imán y comenzamos a buscar por entre el montón de chatarra hasta dar con ellos. Cuando vi a los ratoncitos yaciendo junto a su madre, la cual nos observaba alarmada, decidí emprender la retirada. Pero Rumbo se lanzó sobre ellos con inusitada ferocidad.
Traté de detenerlo, rogándole que no los lastimara, pero no me hizo caso y salí huyendo del taller para no presenciar la carnicería ni oír los gritos de los desgraciados ratones.
Después de este episodio, Rumbo y yo estuvimos varios días sin dirigirnos la palabra; su crueldad me desconcertaba y a él le desconcertaba mi actitud. Lo cierto es que tardé mucho tiempo en acostumbrarme a la brutalidad de la vida animal, pues mi «humanidad» me impedía aceptarla. Supongo que Rumbo atribuía mi antipática actitud al hecho de que estaba creciendo. Había perdido mi gordura de cachorro y mis patas eran largas y fuertes (aunque tenía las patas traseras un poco torcidas). Llevaba las pezuñas siempre recortadas de tanto correr sobre el pavimento y tenía los dientes duros y afilados. Mi vista seguía siendo extraordinaria. (Rumbo tenía una vista normal; no tan buena como la de un ser humano, pues no distinguía los colores con claridad, pero en la oscuridad veía perfectamente, quizá mejor que yo.) Tenía buen apetito y no tenía problemas de lombrices, sarro, sarna, estreñimiento, diarrea, irritación de la vejiga, eccema, úlceras en los oídos ni otras dolencias que suelen aquejar a los perros. Sin embargo, sentía picor en todo el cuerpo y fue gracias a esa circunstancia que Rumbo y yo hicimos de nuevo las paces.
Había observado que Rumbo se rascaba cada vez con mayor frecuencia y lo cierto es que mi manía de chuparme el pelo y rascarme con las patas traseras se había convertido en una ocupación casi permanente. Un día, al ver unos pequeños monstruos amarillos brincando como saltamontes sobre el lomo de mi compañero sentí tal repugnancia que no pude por menos que hacer un comentario al respecto:
—No comprendo por qué el Jefe no nos baña nunca.
Rumbo dejó de rascarse y me miró fijamente.
—¿Te molestan las pulgas, pequeñajo?
—¿Que si me molestan? Tengo la sensación de haberme convertido en un hotel para parásitos.
Rumbo sonrió y dijo:
—No creo que te guste el método que emplea el Jefe para resolver el problema.
Le pregunté a qué se refería y él respondió:
—Cuando se harta de ver que me rasco continuamente o de mi hedor, me ata a una tubería y me rocía con una manguera. Cuando noto que apesto, procuro no cruzarme en su camino.
Yo me eché a temblar ante la perspectiva de que el Jefe me rociara con una manguera. Estábamos en pleno invierno.
—Existe otro sistema —dijo Rumbo—. Tampoco es agradable, pero es más eficaz.
—Cualquier cosa es preferible a soportar este picor.
—Bueno, generalmente espero a que haga más calor, pero si insistes...
Yo me situé como de costumbre a su izquierda, con la cabeza a la altura de su flanco, y salimos trotando del taller. Rumbo me llevó a un enorme parque, bastante alejado de nuestra casa. Al llegar a un estanque, me ordenó que me zambullera en él.
—¿Bromeas? —protesté—. Me quedaré helado. Además, no creo que sepa nadar.
—No seas idiota —dijo Rumbo—. Todos los perros saben nadar. En cuanto al frío, te aseguro que es mucho peor que nos lave el Jefe con una manguera. Anda, inténtalo.
Y con esto se zambulló en el estanque ante el regocijo de unos niños y sus padres. Chapoteó hasta el centro del estanque rápida y hábilmente e incluso sumergió la cabeza bajo el agua, cosa que jamás había visto hacer a un perro. Imaginé a las pulgas huyendo despavoridas hacia la coronilla de Rumbo, el último refugio en una isla que se hundía, y su desconcierto cuando éste metió la cabeza bajo el agua. Nadó alrededor del estanque y luego regresó junto a mí animándome a que me arrojara al agua, pero yo era demasiado cobarde.
Cuando alcanzó la orilla y salió del estanque, las madres tomaron a sus hijos de la mano y se alejaron precipitadamente sabiendo lo que iba a suceder. Pero a mí me pilló desprevenido.
Mi astuto amigo se sacudió enérgicamente, rociándome con una lluvia helada. Me sentí como un idiota por no haberme apartado, pues no era la primera vez que veía hacer eso a un perro. Él caso es que me quedé inmóvil, empapado y sintiendo tanto frío como si me hubiera arrojado al estanque.
—Ya que te has mojado, más vale que te des un baño —dijo Rumbo, echándose a reír.
Yo me estremecí, pero comprendí que tenía razón. Me acerqué al borde del estanque, metí una pata en el agua y la saqué precipitadamente. ¡Estaba helada! Me volví para decirle a Rumbo que había cambiado de opinión, que había decidido soportar el picor durante unos meses hasta que hiciera más calor. Pero antes de que pudiera abrir la boca, mi compañero se abalanzó sobre mí. Sorprendido, solté un aullido y caí en el estanque seguido de Rumbo.
Saqué la cabeza, tratando de recuperar el aliento, con la boca, la garganta, la nariz, los ojos y las orejas llenas de agua.
—¡Ayyy! —grité.
Mientras me debatía desesperadamente en el agua, oí a Rumbo riendo a mandíbula batiente. Sentí deseos de ahogarlo, pero estaba demasiado ocupado tratando de ponerme a salvo. Los dientes me rechinaban y no podía respirar. Al cabo de unos instantes —cuando me di cuenta de que sabía nadar— me relajé y empecé a disfrutar de esta nueva experiencia. Agité los cuartos traseros mientras avanzaba impulsándome con las patas delanteras, consiguiendo mantener la cabeza fuera del agua. El esfuerzo impedía que mis miembros se agarrotaran y comprobé que podía utilizar el rabo a modo de timón.
—¿Qué tal lo pasas, cachorro? —me gritó Rumbo.
Vi que se hallaba de nuevo en el centro del estanque y me dirigí hacia él.
—Es muy divertido, pero el agua está helada —respondí tiritando.
—¡Espera a que salgas del estanque! —Rumbo volvió a meter la cabeza bajo el agua y reapareció sonriendo—. ¡Si no te zambulles no conseguirás librarte de las pulgas!
Recordé que éste era el propósito de nuestro baño y me zambullí. Subí rápidamente a la superficie jadeando y tosiendo.
—¡Otra vez, cachorro! ¡Si no te zambulles hasta el fondo, las pulgas no te dejarán en paz!
Me zambullí de nuevo, conteniendo esta vez la respiración, y permanecí unos instantes bajo el agua. No sé qué pensarían las personas que se hallaban al borde del estanque al ver a dos canes comportándose como unas focas. Rumbo y yo jugamos y chapoteamos en el agua durante un rato, hasta que decidimos que era suficiente y nos dirigimos hacia la orilla. Salimos del estanque, nos sacudimos enérgica y deliberadamente, dejando a los espectadores empapados, y echamos una carrera para entrar en calor.
★ ★ ★
Llegamos a casa sonrientes y satisfechos, rebosando energía y, por supuesto, famélicos. Encontramos un paquete de bocadillos que había dejado un operario sobre un banco mientras desmontaba un motor, nos lo llevamos a nuestro habitáculo y lo devoramos en pocos segundos. Esta vez nos repartimos la comida en partes iguales. Luego, mientras yo me relamía, Rumbo me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Habíamos olvidado nuestras rencillas y volvíamos a ser amigos. No obstante, se había producido un ligero cambio: no es que yo fuera exactamente igual que Rumbo, pero era menos inferior a él que antes.
El alumno pronto aventajaría a su maestro.