Capítulo 3
NO permanecí mucho tiempo
allí.
★ ★ ★
Mis recuerdos de aquellos primeros meses son
muy vagos. Supongo que mi extraño cerebro trataba de adaptarse a su
nueva existencia. Recuerdo que me depositaron en una cesta en la
que me negaba a permanecer; recuerdo que colocaron unos curiosos
objetos en el suelo junto a mí; recuerdo la oscura soledad de la
noche.
Recuerdo que a veces me gritaban y me
restregaban el hocico en unos charcos nauseabundos, de cuyo hedor
no conseguía librarme hasta al cabo de varias horas. Recuerdo que
agitaban ante mí unos objetos hechos trizas, mientras la compañera
del gigante gritaba como una histérica. Recuerdo un lugar que olía
de forma muy interesante, cuyos aromas procedentes de diversos
animales constituían una delicia para un perro, donde un ogro
cubierto con una piel blanca y suelta me clavó un objeto largo y
delgado en el lomo mientras yo no cesaba de aullar. Recuerdo que me
ataban una incómoda tira de piel larga y seca alrededor del
pescuezo, a la que a veces añadían otra tira de piel más larga con
la que el gigante me arrastraba o me obligaba a detenerme cuando
salíamos. Recuerdo el terror que me infundían aquellos enormes
monstruos que nos perseguían y pasaban rugiendo junto a nosotros
como si quisieran aplastarnos.
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Aunque parezca que sufrí mucho de cachorro,
no es exactamente así. Hubo unos momentos maravillosos durante los
cuales me sentía contento y satisfecho. Recuerdo unas alegres
veladas mientras permanecía tumbado en el regazo de mi amo, delante
de una cosa llameante y caliente que me abrasaba el hocico cuando
trataba de olfatearlo. Recuerdo la mano del gigante acariciándome
desde la cabeza hasta el rabo. Recuerdo la primera vez que pisé la
inmensa explanada de pelo verde que respiraba y estaba llena de
vida. Corrí, salté y me revolqué en ella, mordisqueándola y
olfateando sus deliciosos aromas. Recuerdo haber perseguido a un
extraño animal de orejas puntiagudas que habitaba al otro lado del
muro, con el rabo tieso y el pelo formado por millares de agujas,
mientras éste me gritaba obscenidades. Era muy divertido. Recuerdo
que hacía rabiar a mi gigante arrebatándole uno de los curiosos
objetos con los que se cubría los pies, obligándole a perseguirme
hasta caer exhausto. Luego me acercaba y depositaba el objeto en el
suelo junto a él, sonriendo satisfecho, pero volvía a arrebatárselo
antes de que él pudiera asirlo. Recuerdo la deliciosa comida que me
daban, aunque al principio me negaba a tragármela porque me
desagradaba su sabor, pero luego el hambre vencía la repugnancia
que me inspiraba y la devoraba con avidez, mientras la saliva se
deslizaba por mis mandíbulas. Recuerdo que tenía una manta que
mordisqueé hasta hacerla pedazos, pero de la que me negaba a
separarme. Y también recuerdo mi hueso favorito, el cual oculté
detrás de unos matorrales en la pequeña parcela verde al otro lado
del muro. Recuerdo todas esas cosas vagamente, pero con un afecto
lleno de nostalgia.
Supongo que era un cachorro un tanto
neurótico, aunque es lógico, dada las experiencias que había
vivido. Cualquiera se habría vuelto neurótico en mi lugar.
No recuerdo exactamente cuánto tiempo viví
con el gigante y su compañera, supongo que unos tres o cuatro
meses. Llevaba la vida típica de un perro, pues mis sentidos
humanos se hallaban todavía aletargados, aunque dispuestos a
estallar en cualquier momento. Me alegro de haber tenido la
oportunidad de adaptarme a mi nuevo caparazón antes de que me
asaltaran los terribles recuerdos. La siguiente etapa de mi vida
iba a iniciarse muy pronto y yo, como es lógico, no estaba
preparado para afrontarla.
Supongo que se deshicieron de mí porque era
un engorro. Sé que al gigante le caía simpático y que incluso me
tenía cariño, pues recuerdo su afecto y su bondad. Las primeras
noches, durante las cuales aullaba aterrado en la oscuridad
recordando a mis hermanos y a mi madre, él me llevó a su
habitación. Me tumbé en el suelo junto a su cama, pese a las
protestas de su compañera, la cual se enojó aún más a la mañana
siguiente cuando halló unos charcos y unos suaves montoncitos
desperdigados por el esponjoso suelo. Creo que me tomó ojeriza
desde aquel momento. Ambos recelábamos el uno del otro, lo cual nos
impedía mantener una relación amistosa. Lo mejor que puedo decir de
ella es que me trataba como a un perro.
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En aquella época las palabras constituían
meros sonidos para mí, pero sentía las emociones que se ocultaban
tras ellas. Presentía, sin comprenderlo, que yo era el sustituto de
algo. Según creo recordar, se trataba de una pareja de mediana
edad, sin hijos. Por los ruidos que solían emitirse mutuamente
deduje que el gigante se sentía avergonzado y su compañera lo
despreciaba. El ambiente que reinaba entre ellos me desconcertaba y
no contribuía a mi estabilidad emocional. El caso es que como
sustituto no tuve mucho éxito.
No recuerdo si fue un determinado episodio o
un cúmulo de desastres lo que provocó que me pusieran de patitas en
la calle. Sólo sé que un buen día me encontré de nuevo entre mis
colegas caninos. Mi segundo hogar era una perrera.
Y fue allí donde se produjo la
revelación.