Capítulo 8

Sin duda, al joven alto y pelirrojo se le había dado una descripción de David, porque se abrió paso entre la multitud que llenaba el Aeropuerto Nacional de Washington sin vacilar y la pregunta de si era rabí David Hartman con que abordó al recién llegado sonó puramente retórica.

—¿Sabe cómo le he conocido, rabí? —preguntó con entusiasmo. ¿Aparte la foto que salió en el boletín del templo? Deme su maleta, por favor. Porque no lleva sombrero. Los rabinos de la Reforma no llevan sombrero. Qué chiste más tonto, ¿verdad? Naturalmente, le reconocí por la foto, y…

—¡Alto! —gritó David.

—¿He dicho alguna inconveniencia?

—Respire hondo. ¿Cómo se llama usted?

—Teddy Berg.

—Bien. ¿Adónde me lleva, Teddy?

—A su hotel, para que descanse un poco. Después, el rabino Gerson quiere cenar con usted. La función religiosa empieza a las ocho, y usted habla a las nueve. Yo soy el ayudante del rabino Gerson y estoy encantado de conocerle en privado. Esta noche tendremos a más de mil personas. Y es que somos uno de los templos más grandes del Este.

—Eso me han dicho.

—Ni que decir tiene que nos sentimos muy honrados con su visita. Si me permite la expresión, el nuestro es un foro muy distinguido. Hace unos meses, en el templo habló Nixon y, a pesar de lo que digan de él, es una persona que comunica.

—No cabe la menor duda.

—Se puede no estar de acuerdo con él, pero es el Presidente de los Estados Unidos.

Sentado en su habitación del hotel, tan parecida a cualquier habitación de hotel que hubiera visto en su vida, David se preguntaba por qué había accedido a hablar allí. Tenía por norma hablar únicamente en escuelas y Universidades, nunca en otras sinagogas ni iglesias, con la única excepción de la capilla de Martin.

En la iglesia de Martin, la Capilla Congregacionista de Leighton Ridge, se consideraba al rabino Hartman como a un allegado que daba lustre a la congregación. Al fin y al cabo, llevaba en Leighton Ridge más años de los que nadie pudiera recordar, pero, incluso allí, David aceptaba muy de tarde en tarde las invitaciones de Martin. «A mí nadie me ha nombrado apóstol de los gentiles. Y, de todos modos, a estos gentiles llevas tantos años machacándoles que si a estas alturas no han captado el mensaje, no es fácil que lo capten ya».

Fue durante aquella conversación, mantenida en casa de Martin mientras cenaban, antes de que Lucy y David se divorciaran, cuando salió a relucir el tema de por qué a un hombre le da por hacerse pastor o rabino.

—Es indudable que te distancias de la gente —dijo Lucy. —David considera que se compenetra mejor con sus semejantes, pero yo no lo veo así. Oh, sí, aquí hay un montón de gente que le respeta y hasta le venera, pero tú y Martin sois nuestros únicos amigos de verdad.

—Exacto —dijo Millie. —Y yo doy gracias a Dios por teneros a vosotros.

Martin movía negativamente la cabeza.

—Martin no quiere reconocerlo —dijo Millie. —Pero pregúntale por qué se hizo sacerdote y te contestará que en su familia ha habido nueve generaciones de ministros congregacionistas. En la línea materna, desde luego; no, en la de su padre, aunque eso no significa nada, porque su padre era muy distinto.

—Además, está la razón de que yo quería vivir como un cristiano.

—Pero si nadie vive como un cristiano —dijo Millie. —Ya sabes lo que dijo Mark Twain del Cristianismo: una religión excelente, que aún no se ha practicado.

—Sí se ha practicado —dijo David suavemente.

—David, tú no eres cristiano.

—No. Una carga menos que soportar. Pero Martin y yo ya hemos hablado de esto. No es fácil de explicar. En cierto modo, es una forma de satisfacerse a sí mismo, porque cada uno de nosotros ve en ello algo bueno y precioso, y eso entraña cierto egoísmo. Pero el egoísmo está en todo lo que hace el hombre. El juramento del médico dice: «No causaré daño»; pero uno también se beneficia a sí mismo. Sé que os sonará extraño si digo que a los diecinueve años yo me planteé mi vida y no le vi ningún sentido, pero no sabría expresarlo de otro modo. Estaba en segundo curso, en el «City College» de Manhattan. Mi padre había muerto y una hermana menor, a la que yo adoraba, había muerto también hacía cinco años. Sólo quedábamos mi madre y yo. Un día, al volver de clase, hablé con mi madre y le dije cómo me sentía: vacío, inútil y sin ilusiones. No sé por qué. Fue un acto de crueldad. Ella se echó a llorar. Estaba asustada. Yo la abracé y ella me dijo sollozando: «¿Tú crees en Dios, David?». Salí a la calle y estuve andando varias horas, y acabé en el Instituto de Estudios Judíos. Me parece que quiero ser rabino, les dije. Ellos me contestaron que volviera cuando estuviera seguro. Terminé el semestre en el «City College», volví al Instituto y fui admitido.

—Pero ¿por qué? —preguntó Millie. —No nos has dicho por qué.

—No sabe por qué —dijo Martin.

—Oh, no lo pongáis tan misterioso —dijo Lucy con impaciencia. —Son cosas que se hacen por alguna razón. Todo puede explicarse.

—Tal vez algunos puedan explicarlas —convino Martin. —Otros, tal vez no. Decimos que uno trata de salvar su propia alma, pero ¿qué significa eso? No sabemos lo que es el alma ni sabemos lo que es la salvación. Estamos tan desorientados respecto al bien y al mal que el que para unos es un santo para otros puede ser un monstruo. Yo no puedo explicar por qué soy sacerdote. Sólo sé que tengo que serlo.

—Hay cosas que no pueden explicarse —dijo David. —Sólo disponemos de palabras. Nosotros usamos la palabra «amor». Esta palabra puede significar cien cosas distintas y, todas, esquivas. Yo he oído decir a sacerdotes y rabinos que aman a Dios, que temen a Dios, que sirven a Dios, que honran a Dios y en realidad no sé qué significan esas palabras. Martin tenía que ser sacerdote; yo tenía que ser rabino. Tal vez para mí ello sea una carga, pero no puedo eludirla.

—De todos modos, ninguno de vosotros puede decir por qué es lo que es.

—No creo que alguien pueda decir eso.

Ahora David recordaba aquella conversación. No podía explicar por qué razón había ido a Washington, como no fuera precisamente ésa, la de que era rabino. Puesto que era rabino, no había podido rehusar la invitación, que era resultado de una extraña combinación de factores: la guerra, su hijo, él mismo. Aún faltaba una hora para que llegara el rabino Gerson, y David se preparó un baño caliente y se sumergió en el agua, discutiendo consigo mismo.

Desde el momento en que puso el pie en el avión en «La Guardia», empezó a sentirse incómodo al pensar en el sermón de aquella noche. «Buena suerte, querido rabino», le había dicho Della, que le acompañó al aeropuerto. Probablemente, aquello fue lo que le hizo empezar a cavilar. En la bañera, le vino a la memoria un chiste de mal gusto. Un hombre le dice a otro: «¿Qué hace su hijo?». «Es rabino», responde el otro, a lo que el primero replica despectivamente: «¿Qué trabajo es ése para un judío?».

Cierta vez que David habló en «Wellesley», una profesora de Psicología trató de seducirle y luego tuvo que reconocer, abochornada, que sólo quería tener una experiencia con un rabino por razones pedagógicas. Él se lo contó a Della. «Cuento pedagógico. Ésa quería un revolcón, rabino. Son las gangas del oficio, mi querido David. Por fin le veo la punta a eso de ser rabino».

Ahora, mientras se vestía con el atuendo que solía ponerse para estas ocasiones: pantalón gris, camisa blanca, corbata a rayas azul y gris y blazer azul marino, David decidió que todas aquellas cavilaciones y aquella propensión a evocar las razones que le habían impulsado al rabinato obedecían a la circunstancia de haber aceptado la invitación del rabino Gerson y haberle enviado el texto del sermón. David hubiera debido decirle que él nunca daba los textos por anticipado, aunque, eso sí, había demorado su envío hasta la víspera. Cuando entró el rabino Gerson, sus empalagosos modales hicieron comprender a David que había recibido el sermón y lo había leído.

—Mi querido rabí Hartman —dijo Gerson. —Cuánto me alegro de conocerle. Es un verdadero honor. —Demasiado, pensó David. Gerson era un hombre corpulento de cuello macizo y ojos negros y expresivos que subrayaban cada una de sus frases. —¿Cenamos aquí mismo? —dijo, afirmando más que preguntando. —Así podremos hablar privadamente.

Lo que menos deseaba David era hablar privadamente con el rabino Gerson, pero no podía negarse sin ofenderle. A fin de borrar toda sospecha de desconsideración por su parte, el rabino Gerson se apresuró a manifestar que, desde luego, su templo abonaría todos los gastos, además de los honorarios de David.

—Pero no crea que ello supone un gran sacrificio, David. Somos una congregación grande y bastante rica. En el templo hay mil asientos y podemos poner sillas plegables para otros quinientos. Y eso no quiere decir que los judíos de Washington sean frum… por cierto, muchos de nuestros miembros proceden de Maryland y de Virginia. Lo que ocurre es que todo político que quiera dirigirse a la comunidad judía encuentra una vía de comunicación muy útil en nuestro púlpito. Por él han pasado el Presidente, el Secretario de Estado, el presidente de la Cámara de Representantes, etcétera. Tenemos un gran eco en todos los medios de comunicación… todo lo cual me lleva a hablarle del borrador que me envió y que he leído esta mañana.

—¿Le ha alarmado?

—No, David, en absoluto. Conozco su ideología y estoy de acuerdo con buena parte de ella. Pero alarmará a la mayoría de los miembros de mi congregación.

—En tal caso, si la mayoría de su congregación apoya la causa del diablo, no les vendrá mal que les den una señal de alarma.

—Vamos, vamos, no hay que obcecarse.

—Ernest, yo no me considero un obcecado, aunque a veces lo que digo parezcan tonterías. Concretemos. Dígame qué es lo que puede alarmar a esa buena gente.

—En primer lugar, Muste. No me importa que un rabino cite a un pastor protestante. Somos lo bastante ecuménicos como para admitirlo. Pero A. J. Muste… Un rojo, un radical desaforado.

—Nada de eso —dijo David suavemente. —Un ministro protestante y un hombre bueno y santo.

—Bueno, después de leer su borrador, llamé a Jeffrey, a Cootes y a Herblin, tres de los ministros protestantes más importantes de la ciudad: un episcopaliano, un presbiteriano y un metodista… y los tres me dijeron que, antes que consentir que A. J. Muste utilizara su púlpito, llamarían a la Policía. Permita que lea la cita de Muste que figura en su borrador: «El mundo espera a una gran nación que posea el sentido común, la imaginación y la fe necesarias para dedicar a la Ciencia y a la práctica de la no violencia la décima parte del dinero, la inteligencia y el tesón que invierte en la demencial preparación para la guerra».

—Es una declaración simple y clara. Miles de personas han dicho lo mismo, desde Georges Bernard Shaw hasta Mark Twain.

—Tal vez; pero no en el contexto de su sermón. Usted asume una rígida tesitura pacifista. Dice que en ningún caso es lícito armar a un hombre y enviarlo a matar a un semejante. Dice que esto es la base de toda ética.

—Yo le advertí que hablaría de ética y usted estuvo de acuerdo.

—¡David —casi gritó Gerson—, esto no es ética! Esto es una locura.

—Emest, Ernest —dijo David con suavidad—, la definición más simple que el diccionario nos da de la ética es: «principios del honor y la moral». La base en la que nos apoyamos para ejercer nuestra función de rabinos nos fue dada por nuestro padre y maestro rabí Hillel. Cuando el no creyente acudió a pedirle que le enseñara la Ley, Hillel dijo: «No hagas al prójimo lo que no quieras que él te haga a ti. Esto es la Ley. Lo demás es todo comentario».

—Maldita sea, David, insulta usted mi inteligencia. ¿Existiría un Estado de Israel sin el Ejército israelí? ¿Existiría un mundo de no ser por los ejércitos aliados que combatieron a Hitler? Jesucristo dijo casi lo mismo que Hillel, pero la definición de la ética que dan los cristianos no es ésta. —Agitaba el borrador delante de David. —Aquí no deja ninguna salida. No cabe más opinión que la suya. No puedo consentirlo, David. Tengo que pensar en mi propia situación. Y en la suya. Le abuchearán.

—No lo creo.

—Puede estar seguro. Esta congregación ha recaudado millones para Israel. En la placa de la entrada hay ciento setenta y tres nombres de miembros que murieron en la Primera y Segunda Guerra Mundial, la de Corea y la del Vietnam. ¿Va usted a decir a sus familiares y amigos que no hay ninguna guerra justa?

David guardaba silencio, observando al rabino Gerson.

—¿David?

David seguía callado.

—David —insistió el rabino Gerson—, hace tres años le oí hablar en la Universidad Americana sobre las religiones de los semitas. Le oí responder a las preguntas. Usted no necesita este borrador. Todo lo que le pido es que modifique un poco su postura. Que la haga más aceptable.

—Entonces ya no sería mi postura.

—Por una noche no tendría tanta importancia.

—La tendría para mí. De todos modos, sé que no está usted en un atolladero. Antes de venir a hablar conmigo, ya habrá buscado a un sustituto.

—Tenía que hacerlo.

—Naturalmente. ¿Quién es?

—Harry Ferguson.

—¿El presidente del comité de la Cámara para Ética?

—El mismo. David, de todos modos, usted percibirá lo acordado.

—De ningún modo. Si me envían el cheque, se lo devolveré.

—Cédalo a la sinagoga.

—No lo necesitan.

—Está bien. Es la persona más testaruda que he conocido en mi vida. Pero pagaremos los gastos. Eso tendrá que aceptarlo.

—Sí, eso lo acepto.

—Preferiría que hablara usted. Así lo hemos anunciado, y la gente querrá oírle a usted.

—Pues aquí estoy —dijo David con naturalidad. —No tienen más que invitarme.

—No puedo —dijo Gerson moviendo la cabeza.

David pensó en regresar a Nueva York aquella misma noche, en el puente aéreo, pero estaba cansado. Llevaba en la maleta Guerra y Paz, de Tólstoi, una novela que quería leer desde hacía años y que había empezado y dejado por lo menos media docena de veces. Ahora llevaba ya doscientas páginas y se hallaba absorto en el encanto y complejidad de aquellas pintorescas y cautivadoras familias de la Rusia del siglo XIX. En el fondo, sorprendentemente, no le disgustaba sobremanera que, después de haberle hecho ir a Washington, el rabino Gerson hubiera estimado que el sermón podía escandalizar a su sinagoga, que él tenía buen cuidado en llamar templo. David no opinaba lo mismo, y en aquel momento se alegraba de poder estar en su habitación del hotel, leyendo tranquilamente Guerra y Paz. Le dio por pensar en lo agradable que sería formar parte de una de aquellas extensas familias que describía Tólstoi. La suya era muy escasa. Sarah se había casado con un muchacho protestante muy agradable. David pensó que no le afectaría, pero después de la boda descubrió que sí le inquietaba, a pesar de que los había casado Martin. Los dos eran profesores, todavía no numerarios, en el Estado de Arizona. Sarah enseñaba Arqueología y su marido, Física. Tenían una niña de un año, a la que habían puesto Priscilla, por la abuela paterna. Aaron estaba encantado de la vida escribiendo sobre deportes en el Los Angeles Times. A David, aquel entusiasmo de Aaron le tenía perplejo. Una vez salió de la cárcel y terminó el servicio, renunció a la Ingeniería y a la Medicina. David iba a ver a sus hijos por lo menos dos veces al año, pero la distancia que le separaba de ellos, tanto en el sentido geográfico como en el personal, le deprimía, y puesto que Aaron había roto con la chica Andrews, ya nada le retenía allí.

Por más que David trataba de concentrarse en la novela, se le cerraban los ojos y, para no acostarse tan temprano, bajó al bar del hotel y pidió un escocés con soda.

David se había sentado en la barra, que estaba bastante concurrida. Uno de los pocos asientos libres estaba a su lado, y al poco lo ocupaba una mujer morena, de unos cuarenta años y bastante atractiva. Le miró un par de veces, como inspeccionándole, antes de decidirse a entrar en conversación, y luego le preguntó si iba a menudo por allí.

—Es la primera vez. Soy forastero.

—Forastero, ¿de dónde?

—No creo que haya oído hablar del sitio.

—Probaremos. Hay muy pocos sitios de los que no he oído hablar.

—Leighton Ridge, Connecticut.

—Tenía usted razón. —Le miraba con gesto de aprobación, moviendo la cabeza ligeramente. —¿A qué se dedica?

—Soy el rabino.

—Me toma el pelo.

—En absoluto.

—No tiene aspecto de rabino.

—¿Qué aspecto han de tener los rabinos? —sonrió David.

—Aspecto de judíos… —Se mordió los labios. —¡Dios mío! Se me escapó. Perdone. Pero es verdad que hay personas que tienen aspecto de judíos, ¿no?

—Supongo que sí. —Él terminó su copa, le dio las buenas noches y subió a su habitación. Estaba muy cansado, pero ya no tenía sueño, y aquélla fue una de sus largas noches de insomnio durante la que estuvo cavilando acerca de su falta de inclinación a enojarse en las situaciones que lo exigían.

A la mañana siguiente, mientras cruzaba a grandes zancadas la terminal del aeropuerto para embarcar en el avión de Nueva York, oyó que alguien pronunciaba su nombre y, al volverse, se encontró con Jack Osner, al que no había visto desde el día del entierro de Mel Klein. Aparte un par de kilos de más que llevaba en la cintura, Osner, apenas había cambiado.

—Me alegro de verte con tan buen aspecto —dijo Osner, situándose a su lado y acomodándose a su paso. —Después de lo que Gerson insinuó anoche, esperaba encontrarte deshecho.

—Tuvimos ciertas diferencias en una cuestión de principios y necesitaba dar una buena explicación por el cambio de programa.

—Comprendo perfectamente que no os entendierais. Si ese idiota tuviera un gramo de seso, no te habría invitado. Ferguson es muy distinto. Ese sinvergüenza vendería a su propia madre a precio de saldo para ganarse unos dólares. ¡Presidente del comité de Ética! Casado y con tres hijos, y no sólo está liado con una chica del departamento de Comercio, sino que va a un salón de masaje todas las semanas.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó David.

—Porque tengo la misma masajista, que por cierto no se limita al masaje. De todos modos, Ferguson habla demasiado y cualquier día dará la campanada. Pero no seré yo quien lo sienta. El muy idiota es demócrata. ¿Nos sentamos juntos?

David advirtió que Jack Osner había olvidado que cinco años antes se había separado de él furioso. Evidentemente, tenía una vida muy agitada y no podía llevar la cuenta de todos los asuntos que trataba. Tanto mejor.

—Encantado —dijo David.

Mientras esperaban que despegara el avión, Osner dijo:

—Seguramente te sorprenderá que el nuevo jefe del Consejo de Seguridad utilice el puente aéreo…

—No se me había ocurrido.

—Eres muy inocente, David. Siempre lo fuiste. Sí, tengo a mi disposición un aparato del Ejército, pero Dick no quiere ostentaciones hasta que hayan pasado las elecciones. Va a barrer y entonces se levantarán todas las trabas. Pero, mientras tanto, si algún periodista entrometido se entera de lo que cuesta que un «Siete Dos Siete» vaya y vuelva de «La Guardia» una vez a la semana, amén de otros viajes, podría meter mucho ruido. Y hay momentos en los que no conviene el ruido. Pero ayer tuve que hacer muchas combinaciones para poder ir al templo de Gerson a escucharte. Eso, David, debería hacerme ganar puntos.

David observó que Osner trataba de congraciarse.

—¿Cómo está Shelly? —preguntó.

—Estupendamente. Estamos divorciados. Un divorcio amistoso, por mutuo consentimiento, como se dice ahora. Los chicos ya son mayores, por lo que eso supone una complicación menos. Me han dicho que tú y Lucy habéis hecho otro tanto.

—Sí. Ya hace años.

—Pero tú continúas en Leighton Ridge.

—Sí.

—David, por cierto. No sé qué edad tendrá tu hijo, pero el día menos pensado lo agarran y lo mandan al Vietnam. Y tú no querrás que vaya a esa carnicería. Y el chico que va allá tiene muchas probabilidades de volver en un saco de lona. Yo podría darle un destino que le mantendría aquí hasta que termine la guerra. No tienes más que pedírmelo.

—Jack, Jack, hace cinco años que mi hijo fue a la cárcel por objetor de conciencia. Ya ha cumplido la condena y el servicio.

Osner se quedó mirando fijamente a David un buen rato, como si acabara de oír un chiste que no acababa de comprender. Luego, sacudió la cabeza.

—Demasiadas cosas, demasiadas. Sí, oí decir que estaba en la prisión de Danbury, pero uno se olvida.

—Es natural.

—Yo sólo quería hacerte un favor, David. ¿Por qué nunca me dejas hacerte un favor?

Ya estaban volando hacia Nueva York.

—Yo nunca he pretendido desairarte, Jack.

Se quedaron en silencio y David miró a tierra por la ventanilla. Como siempre que viajaba en avión, le pareció que el mundo quedaba muy lejos y estaba habitado por criaturas diminutas. Había leído en un libro de Lao-tsé que la vida del hombre se divide en dos partes, los cincuenta primeros años se consagran al aspecto humano y los otros cincuenta, a su relación con el tao, la tela del pensamiento que envuelve a todo el Universo. La idea había arraigado en él, impulsándole a profundizar en la filosofía china y dándole también una visión nueva sobre la insignificancia de las criaturas de este minúsculo planeta situado al borde de una galaxia, entre miles y miles de galaxias. Unas veces, esta idea le helaba el corazón, pero otras le daba un atisbo de la gloria y la majestad de aquello que el hombre, con su habitual ligereza, llama Dios. Esta sensación se agudizaba cada vez que subía a un avión, y la reacción podía ser de abatimiento o de euforia.

—Jack —dijo al cabo de un rato—, no creo que vuelva a tener la oportunidad de estar tan cerca de una persona influyente, y me gustaría que me respondieras a una pregunta que me ha inquietado vivamente.

—Adelante, David.

—Me lo dijo Martin Carter, quien lo supo por una alta jerarquía eclesiástica cuyo nombre no puedo revelar. Fue en mil novecientos cuarenta y nueve, cuando Truman era Presidente. Nosotros teníamos la bomba atómica y los rusos, al parecer, todavía no. El Pentágono planeó un bombardeo atómico de la Unión Soviética, con el que se arrasarían cinco grandes ciudades, Moscú y Leningrado entre ellas, así como todas las bases de la Marina soviética. Estas bombas debían tener el mismo efecto que las utilizadas en el Japón: el de someter al Gobierno soviético a instantánea sumisión. Al parecer, Truman había dado el visto bueno, el ataque fue planeado hasta el último detalle, pero después Francia, Inglaterra y Alemania convencieron a Truman de que lo suspendiera.

—Hace años que circula ese rumor —asintió Osner.

—Pero tú estabas muy próximo a los jefes del Estado Mayor.

—Entonces no, David. Hace años que eso se rumorea en Washington. Pero ¿habría sido tan mala idea?

—¿Me lo preguntas en serio? —preguntó David, atónito.

—¿Y por qué no? Por una vez, considéralo desde mi punto de vista, David, es decir, en términos de política global. La única amenaza para la paz mundial es la Unión Soviética. Destruye su poderío militar y el mundo estaría gobernado por los Estados Unidos y sus aliados. No más guerras: no habría ninguna potencia lo bastante fuerte como para enfrentársenos. Nosotros seríamos los únicos que tendrían la bomba atómica. Morirían muchos rusos, sí, pero la paz bien merece ese precio.

—¿Has visto fotografías de Hiroshima?

—Naturalmente. ¿Y sabes cuántos de nuestros hombres se salvaron gracias a la bomba que lanzamos sobre Hiroshima?

David apoyó la cabeza en el respaldo, con los ojos cerrados.

—Lo siento, David. Tú me preguntaste. He tenido que enfrentarme a lo mismo en el Vietnam. He ordenado bombardeos que han borrado del mapa a pueblos y arrasado ciudades. Bueno, era mi trabajo. Tenía que hacerlo para defender a mi país, a nuestra forma de vida.

—Todos estamos locos —dijo David al cabo de un rato. —Somos una especie que ha enloquecido.

—Sin duda. Pero es que vivimos en un mundo muy complicado. Para sobrevivir tienes que ser tan loco como el otro… o tan listo. Maldita sea, David, tú nunca diste una oportunidad a este país. Un hombre de tu talento, enterrado en ese rincón de Connecticut. Hasta ese ganso presumido de Ernest Gerson se saca cincuenta mil al año. Es la vida, David: trabajar de firme, ganar unos cuantos dólares y disfrutarlos. Sólo pasamos por aquí una vez. Si Dios quisiera otra cosa, habría hecho el mundo de otra manera. En aquel empleo que te ofrecí en el Pentágono, habrías estado estupendamente, pero entonces habrías tenido que hacer causa común con todos nosotros, y eso no podías tolerarlo. Es más cómodo echarme la culpa de todo y mirarme como si yo fuera la escoria.

—Jack, no te miro como si fueras la escoria.

El avión estaba aterrizando, y David se alegraba de que el vuelo hubiera sido corto. Osner se ofreció para llevarlo a Nueva York en el coche de la «empresa», o sea, el Gobierno federal, pero David rehusó diciendo que iba directamente a Connecticut. Se dieron la mano.

—Por el amor de Dios, cuenta conmigo —dijo Osner. —Mi despacho está en el Departamento de Estado. Avisaré para que te dejen pasar directamente. Podríamos almorzar juntos o algo por el estilo. Qué diablos, ahora eres libre y podríamos tener buena compañía. Chicas inteligentes y educadas, no unas cualquiera. Que te vaya bien.

Della le esperaba en el aeropuerto.

—¿No era ése Jack Osner? —le preguntó.

—Nos encontramos en el avión.

—Puá, no hablemos de él. Ven por aquí. Tengo el coche en el aparcamiento. Cuenta, ¿tuviste un éxito clamoroso? ¿Las mujeres se te comían con la mirada? Ya ves, yo no te he oído hablar más que en la sinagoga.

—¿Sabías que los nazis adoraban a los niños? No a los niños judíos ni a los rusos, sino a los suyos. Y también a los perros. A los perros y a los niños.

—¿Qué dices? A veces sales con cosas rarísimas o das la impresión de estar sonado, y a nadie se le ocurriría pensar semejante cosa de un rabino. Excepto a mí. ¿De qué iba el sermón?

—De ética. Pero no hablé.

—Anda, explícate.

David explicó y Della dijo:

—¿Sabes lo que habría hecho yo? Decir que sí a todo lo que me pidiera ese fantasma de rabino y luego salir al estrado y decir lo que me viniera en gana. ¿Qué podían hacerte? ¿Es que ese borrico de Gerson iba a salir agitando los brazos para prohibir a la gente que te escuchara?

—No, pero no me va ese papel.

—En eso estamos de acuerdo. —Della sorteaba cuidadosamente el tráfico a la salida del aeropuerto. —De todos modos, tú no dices mentiras. Y eso es un inconveniente. Yo miento continuamente. Yo no podría vivir sin ese don para mentir con habilidad.

—No te creo —dijo David.

—Tal vez sí y tal vez no. Mira, mi buen David, generalmente, los grandes drama de la vida se representan ante un público muy escaso. De jóvenes, Mel y yo formábamos parte de una compañía de teatro de aficionados en Litchfield. Había noches en las que no había más de media docena de personas en la sala. Y, ¿sabes?, esas noches trabajábamos mejor que nunca. Pero, en este caso, tú has pasado más de una hora sentado al lado de la persona más perniciosa de la tierra.

—Oh, no, no, no, Della. No hables así de Jack Osner. Hace muchos años que conozco a Jack. Es un hombre difícil y, quizás, enfermo, con una gran ambición y un complejo de inferioridad por ser judío. Pero decir que es la persona más perniciosa…, por cierto, es una frase muy contundente.

—No la he leído en ninguna parte, por si es eso lo que imaginas. Es de cosecha propia. Volviendo a tu amigo Osner. Esos bombardeos demenciales y desaforados que ordenó sobre Vietnam, han matado a miles de hombres, mujeres y niños. Él envió a agentes de la CIA y millones de dólares a América del Sur para derrocar a Gobiernos elegidos democráticamente…, asesinando a miles de personas, creando centros de tortura, entregando a países enteros a la Policía secreta.

—Todo eso no lo hizo él solo, Della.

—Pero lo hizo. Salió de su cerebro enfermo y retorcido. Yo le conocí mucho antes que tú, David. Me hizo proposiciones más de una docena de veces.

—¿Qué proposiciones?

—Oh, David, eres un encanto. Quería que me fuera a la cama con él. Me suplicaba que me uniera a Shelly y a él en una especie de juego para tres. Una vez casi me violó, pero yo le di un rodillazo en los testículos y eso le disuadió. David, ahí fuera hay un mundo sucio y apestoso, y Jack Osner es uno de los que mangonean. —Movió bruscamente la cabeza. —No, no me las doy de mujer fatal. Soy una judía vieja y gorda, lo sé. Eso fue hace mucho tiempo, David.

Se quedaron callados, mientras Della introducía el coche en el tráfico y entraba en el Bronx por el puente. Luego, David dijo:

—¿Y quién tiene la culpa, Della? Yo dejé de creer en Dios, pero tenía que seguir rezando, porque sin la oración no podía existir. Tenía que pedir a Dios que librara de esta maldición a mi pueblo. Empecé a leer Historia, la Historia de América. ¿Sabes que en este país ningún judío había ocupado un puesto tan importante como el de Jack Osner? Pero ¿quién le puso ahí? ¿Quién se sirve de él? Estoy de acuerdo contigo en que Jack ha echado por la borda todos los preciosos valores que predicaban nuestros profetas. Es un hombre sin conciencia, sin compasión, sin esa cualidad que cien generaciones de judíos apreciaban más que nada y que en yiddish se llama rachmones, la piedad que va más allá de la piedad. Pero eso no le hace diferente de los demás. ¿Hay que aborrecerlo más que a los otros porque es judío, porque es gordo y carece de atractivo? ¿Es peor que Truman, porque lanzó dos bombas y causó la muerte de millones de inocentes? ¿Es peor que Johnson? ¿O que nuestro actual Mr. Nixon?

—Pero él es judío —dijo Della casi con un sollozo.

—Sí, y ésa era mi oración: que no se nos convirtiera en objeto de burla ante el mundo. Y, ¿sabes?, así fue cómo empecé a recobrar la fe. Porque, si hay un Dios, entonces no puede haber ni judíos ni gentiles, sólo seres humanos. Y en cuanto a Jack —añadió—, lo suyo tampoco es nuevo. Los príncipes y duques alemanes tenían sus dignatarios judíos, un judío en un puesto de honor, mientras los demás vivían en los ghettos, hacinados como animales.

—A veces pienso que eres capaz de perdonar a cualquiera.

—Ésa es otra religión, Della. Yo ni juzgo ni perdono. Pero ¿a qué viene esta discusión? Estoy muy contento de volver a verte.

—¿Sí? Entonces, ¿por qué no te casas conmigo?

—¿Hablas en serio? —preguntó David. —¿O es una forma de hacer que no decaiga la conversación?

—No lo sé. Me parece que es la décima vez que te lo pido. Supongo que hablo tan en serio como las otras nueve.

—¿Dónde viviríamos? —preguntó David.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, yo tengo esa casucha que la sinagoga construyó hace más de veinte años y tú vives en una maravillosa granja que tú y Mel convertisteis en una especie de museo. No puedo esperar que accedas a venir a vivir conmigo.

—¿Sabes cómo estás hablando?

—No.

—Como lo que nuestras hijas llamarían un cerdo machista.

—¿De verdad?

—Oh, ¿por qué no te enfadas, hombre? Mira, a hacer puñetas. Ya veremos dónde vivimos. ¿Tú quieres casarte con una judía vieja y gorda?

—No me importa que seas judía. Y no me pareces tan gorda. Creo que podremos ponernos de acuerdo.

—A veces, David, sospecho que tienes sentido del humor. ¿Significa eso que quieres casarte conmigo?

—Creo que sí.

—Mira, déjate de bromas. Esto es muy serio. Yo te quiero más que a nada en el mundo. Eres lo único que le pido a la vida. ¿Me quieres tú?

—Desde el primer día.

—Nunca lo demostraste.

—Yo soy rabino, Della. Yo estaba casado y tú, también. Yo, con una mujer maravillosa y tú, con un hombre excelente.

—¿Por qué mirar el dentado a un rabino regalado? Nos conocemos hace mucho tiempo, David. No puede haber grandes sorpresas.

—Gracias —dijo él en voz baja.

Los dos comprendían la alusión, y el viernes por la noche, en la liturgia del sábado de la semana siguiente, al dirigirse a su congregación, con su túnica negra y, sobre los hombros, el ajado manto de seda que perteneciera a su padre, David dijo:

—Anoche traté de contar cuántos sermones he predicado desde aquí. Descontando las veces que hemos tenido predicadores de fuera, tal vez lleguen a mil, y esa idea asusta un poco. Cuántos sermones y cuánta santurronería. Y es que, por más que intente evitarla, siempre se filtra algo. Pero también hubo sus compensaciones, aparte la de vuestra atención y paciencia al escucharme una y otra vez. Me dicen que se me plagia más que a otros rabinos. Mis sermones han sido robados alegremente por sacerdotes católicos, luteranos, baptistas, presbiterianos, congregacionistas y, naturalmente, por rabinos. La mayor parte de las veces, con mi autorización o disculpa. Una vez, por el deán de una gran catedral, con autorización. Pero creo que el hurto más interesante es el cometido por Emil Hostra, un clérigo mormón de Salt Lake City. Aquí tengo su carta. Dice así: Querido rabí Hartman: Leí su sermón sobre la cólera en el número de agosto de Young Israel. Le escribo para comunicarle que se lo robé descaradamente, por lo que la presente puede servir a modo de confesión. Puesto que mi ciudad, Salt Lake City, es el único lugar del mundo en el que un judío puede ser gentil sin apostatar, mis colegas y yo le invitamos a venir a probar la experiencia. Creo que podrá comprobar que la misma ha sido excesivamente sobrevalorada, pero tenga la seguridad de que, en compensación por el robo de que le hemos hecho objeto, le atiborraremos de comida y afecto. Bien —dijo David, cuando cesaron las risas—, todavía no he ido a Salt Lake City, y temo que voy a morirme sin saber lo que es ser gentil. Pero, puesto que conozco a Martin Carter desde hace un cuarto de siglo y ha demostrado ser un amigo leal y afectuoso, supongo que la experiencia no habría de resultarme extraña. Por otra parte, el que un sermón de sinagoga encaje tan bien en una iglesia católica o mormona, me hace concebir esperanzas en un futuro ecuménico.

»Pero, esta noche, el sermón no es mío, y al igual que esa buena gente, voy a contar una historia que no es de mi propia cosecha. Se trata de una antigua leyenda judía y en ella intervienen Dios, el profeta Elias y un santo rabino. Según esta leyenda, parece ser que algunas de las misiones de Dios en la tierra son ejecutadas por Elias, que mora entre los ángeles. Al encomendarle esta misión, Dios le dijo que se apareciera a este buen rabino y, en premio a su bondad, lo llevara consigo en el viaje.

»De manera que el profeta se apareció al rabino y se dio a conocer, y, una vez el rabino se hubo recuperado de la impresión de ver ante él al mensajero de Dios, se mostró encantado de poder acompañarle. Se pusieron en camino y anduvieron muchos kilómetros. Cuando anocheció, el rabino estaba muy cansado y preguntó al profeta Elias dónde dormirían.

»El profeta señaló una cabaña que se veía a lo lejos. “Dormiremos allí”, dijo. “En esa cabaña viven un pobre campesino y su esposa. Son unos ancianos muy bondadosos. Nunca han hecho daño a nadie, ni han desoído una petición de ayuda, ni se han dicho una palabra dura. Por lo tanto, Dios les ha recompensado permitiéndoles que nos alberguen esta noche”.

»Tal como había dicho el profeta, el anciano matrimonio los recibió encantado. Eran muy pobres: no tenían más que una vaca y un pequeño huerto que apenas les daban para vivir. Lavaron los pies a los cansados viajeros y les dieron su propia cena y su cama, y ellos se acostaron en el suelo, sin cenar, delante del fogón.

»Por la mañana, despertó al rabino el llanto de la anciana, y cuando él quiso consolarla, ella le dijo que durante la noche había muerto la vaca… ¿y cómo podrían vivir ellos sin la vaca?

»El profeta Elias y el rabino abandonaron la cabaña y reanudaron la marcha. El rabino iba rezongando entre dientes, hasta que el profeta Elias le dijo: “¿Qué murmuras, rabino? Eso me molesta”.

»“Sí?”, dijo el rabino, indignado. “Ahora sabrás por qué murmuro. Toda mi vida predicando la bondad y la misericordia de Dios, ¿y qué es lo que veo? Dos buenas personas, castigadas mientras los malos viven felices”.

»“No debes desconfiar de los designios de Dios”.

»“Pues desconfío”.

»“No, rabino. Tú debes tener fe. Yo no acostumbro a explicar los actos de Dios, pero esta vez voy a hacer una excepción. Has de saber que anoche, mientras dormía, fui llamado a la presencia del Altísimo que, entre otras cosas, me preguntó por el campesino y su esposa. Cuando le hablé de su bondad, Dios se entristeció. En el Libro del Destino, aquel hombre tenía los días contados. Mientras hablábamos, el Ángel de la Muerte, malakh ha mavet viajaba ya a la velocidad de la luz para poner fin a la vida del pobre hombre. Ni siquiera el Altísimo puede detener al Ángel de la Muerte, pero Dios también tiene sus poderes y, extendiendo la mano, desvió el golpe del malakh ha mavet, y la muerte fulminó la vaca en lugar de herir al campesino. Así fue burlado el Ángel de la Muerte y los dos ancianos podrán seguir juntos unos años más”.

»El rabino quedó tan abochornado después de oír esta explicación que estuvo andando varias horas sin abrir la boca. Empezó a hacer mucho frío y a llover, y el profeta y el rabino siguieron caminando con el frío y la lluvia, pero el rabino no se atrevía a protestar.

»Por fin, al caer la noche, llegaron ante una magnífica mansión. Se acercaron corriendo y llamaron a la puerta principal. Salió a abrir el dueño en persona. Llevaba túnica de seda, zapatos de tafilete, cinturón de pedrería y dos anillos de brillantes. Miró con desprecio a los dos empapados y maltrechos viajeros y, cuando ellos le suplicaron que les dejara pasar la noche en su casa, él les escupió y les dio con la puerta en las narices. No muy lejos de la mansión, había un viejo cobertizo lleno de goteras, en el que el profeta Elias y el rabino pasaron la noche acurrucados. Como podéis imaginar, el rabino no pegó ojo y a la primera luz del día vio que el profeta se levantaba y salía del cobertizo sigilosamente. El rabino le siguió. Había dejado de llover. El profeta fue al pueblo más próximo y despertó a un albañil. Con él volvió a la mansión del rico. Una esquina de la casa estaba agrietada y el profeta dijo al albañil que la reparara. Una vez terminado el trabajo, le pagó.

»El rabino se fue corriendo al cobertizo y, cuando el profeta volvió, fingió dormir. Comieron pan con queso y se pusieron otra vez en camino. Al fin, el profeta preguntó: “¿Otra vez murmurando, rabino?”.

»“Esta mañana te seguí”.

»“Ya lo sé”, dijo el profeta. “Y vuelves a dudar de Dios”.

»“¿Y cómo no voy a dudar? Dos personas santas y muy pobres, y su única vaca, muerta. Y este rico y cruel y egoísta… y tú, tú, el profeta Elias, mandas reparar su casa y pagas el trabajo de tu bolsillo”.

«“Rabino, rabino”, dijo el profeta, “has perdido la inocencia y has perdido la fe. Voy a explicártelo también esta vez. Anoche fui llamado nuevamente a la Divina Presencia, y hablé del rico cruel e inhóspito. Dios no interviene en la vida del hombre aquí en la tierra, pero esta vez estaba intrigado. La esquina de la casa de ese hombre se está resquebrajando, me dijo. Dentro de pocos días, después de las lluvias, cuando se caiga del todo, dejará al descubierto un cofre que se enterró allí hace cien años. El cofre está lleno de joyas, y el rico será aún más rico, más cruel y más egoísta. De manera que ves al pueblo, contrata a un albañil y manda reparar la esquina de la casa, para que el cofre quede escondido otros cien años”».

»Nuevamente, el rabino se sintió avergonzado y se cubrió la cara con las manos. Cuando las retiró, el profeta Elias había desaparecido. Y aquí termina la fábula. Os la he contado, no porque mi fe sea muy robusta, sino porque ha sido puesta a prueba muchas veces. Otras gentes aceptan las calamidades que afligen a la Humanidad y los sufrimientos inherentes en nuestra condición humana como una parte natural de la existencia. Pero nosotros, los judíos, somos muy avispados y a toda costa queremos hacerlos encajar en los esquemas divinos, y tal vez tengamos razón. ¿Quién sabe?

»Siempre me ha gustado esta fábula, pero en el fondo tampoco estoy seguro de que la fe sea la respuesta a todo. Yo prefiero la duda. Moisés se encaró con Dios. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre? Dame una prueba. Existe una vieja creencia rabínica según la cual la única prueba de Dios está en nuestros actos, y casi siempre me parece suficiente.

Después del oficio del sábado, se reunían a tomar café y pastel en la sala de la sinagoga. Aquella noche, David se vio más asediado que de costumbre con las preguntas y comentarios de sus congregantes, que iban desde la petición de Eddie Frome de que le dejara publicar el cuento en The New Yorker hasta la exigencia de Al Bramer de que le enseñara en qué lugar del Talmud aparecía el relato. Bramer estaba situado en el sector más ortodoxo de la congregación. Martin y Millie, simples visitantes, se mantenían apartados.

—Se lo ha inventado él —susurró Millie.

—Tonterías. Nadie podría inventar una cosa así.

—Es una especie de chiste judío —dijo Alan Buckingham a Dora, su mujer, quien respondió que él era la última persona del mundo capaz de pontificar sobre chistes judíos.

—El mismo término de chiste judío es un contrasentido —añadió Dora.

—Nosotros somos un chiste judío —dijo Oscar Denton. Tenía noventa y cuatro años, aún caminaba sin bastón y leía sin gafas. —Se me ha dejado en el mundo hasta esta edad inhumana para que pudiera comprenderlo. Ahora que ya lo he comprendido, imagino que cualquier día seré llamado a reunirme con mis antepasados, como suele decirse. Los goyim —alzó la mano hacia Martin y Millie en señal de disculpa—, los goyim nos inventaron cuando se dieron cuenta de que estaban completamente locos. Habían pasado los tres mil primeros años de su historia matándose unos a otros y, cuando comprendieron que corrían peligro de extinción, nos inventaron a nosotros. Pero les salió el tiro por la culata, porque nosotros empezamos también a matarnos los unos a los otros con el mismo entusiasmo. Ahora sigue habiendo matanzas, y, además, judíos.

Joe Hurtz, que acababa de unirse al grupo, dijo a David:

—El viejo está más loco que un cencerro. Tendrían que internarlo. Me parece que se ha vuelto antisemita.

—Yo diría que eso tiene miga —dijo Eddie Frome a David, que no había oído la versión de la Historia expuesta por Oscar Denton. —Habría que pulirlo y agregar algunos ejemplos; pero tiene miga.

—¡Hurtz! —exclamó Oscar Denton en tono autoritario. —Hurtz, ¿cuántos años tienes?

—Setenta y tres, Oscar. Lo sabes perfectamente.

—Muy bien, setenta y tres. Ahora escucha, capullo, yo he de enterrarte. —Con estas palabras, Denton se alejó pisando fuerte. En la puerta se volvió para decir—: De todos modos, ya debería estar en la cama.

David extendió los brazos con ademán de resignación.

—Cuando éramos niños y uno de nosotros levantaba la voz —dijo Sophie Frome—, la abuela solía decir: «Sha, a Shandeh for the goyim». Bueno, pues lo mismo digo yo ahora. A mí no me molestan las frases atrevidas, pero ese viejo es abominable.

—No es para tanto —dijo Martin. —Puesto que Millie y yo somos los únicos goyim que hay aquí esta noche, tampoco es para llamarlo una… ¿cómo dijo?

—Shandeh —dijo David. —Vergüenza en yiddish.

—Oh, a mí me parece un anciano muy simpático —dijo Millie.

David la miró sonriendo. Los dos recordaban una noche, hacía mucho tiempo, en que Lucy invitó a cenar a los Carter y a Denton. La esposa de Denton había muerto hacía años, y Lucy lo sentó al lado de Millie. «Tiene una rodilla que es como un tigre», comentó Millie después.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó David.

—Nada que tenga sentido —sentenció Alan Buckingham.

—¿De dónde sacó ese cuento, rabino? —preguntó Mrs. Shapiro.

—En realidad, no lo sé. Recuerdo haberlo oído contar siendo niño, probablemente en una sinagoga. Luego debí de leerlo, pero no sé dónde.

—«Chiste judío» no tiene por qué ser un contrasentido —insistía Eddie Frome. —El otro día me contaron uno. Mrs. Cohen se encuéntra en la calle con Mrs. Levy. Mrs. Levy pasea en un cochecito a un par de gemelos, Arthur y Arnold. Pero ¿cuál de ellos es Arthur y cuál, Arnold?, pregunta Mrs. Cohen. Muy sencillo, responde Mrs. Levy. Arthur es el abogado y Arnold, el médico.

—Horrendo.

—No tanto. Es el típico chiste judío, o italiano, o griego, o de cualquier colectividad pobre y recientemente liberada que esté ansiosa de prosperar. El cuento de David es otra cosa. ¿Cómo hay que mirar a Dios, o al destino, o al universo, después del Holocausto?

—Este cuento es muy anterior al Holocausto.

—¿Qué Holocausto? Toda la Historia del hombre es un holocausto. Tengo un amigo que trabaja en el proyecto «Manhattan». Él y sus colegas calculan que una guerra atómica destruiría a las dos terceras partes de la especie humana.

—Si no a toda ella.

Della Klein se llevó aparte a David.

—Vamos a tomar café y un poco de pastel, rabino. Es demasiado tarde para hablar de cosas tan serias.

—Sí, me apetece un poco de café y pastel.

El pastel era bastante malo. Como de costumbre. Había buenas reposteras en la congregación, pero nunca se ofrecían a hacer el pastel del viernes. De todos modos, nadie protestó y el pastel se terminó.

—Lo malo de tus cuentos es que les falta un tercer acto —dijo Della.

—Son cuentos, no comedias.

—Sí. Sí, claro. David, ¿nunca has pensado en dejar el rabinato?

—Sí, alguna vez.

—Pero no lo harás, ¿verdad?

—No, mientras nos toleren. Verás, a los sacerdotes y a los rabinos se nos tolera. Somos los payasos de Dios, si es que hay Dios; pero todo lo demás se desmorona. No es que la gente sea muy admirable, pero merece que se le dé la oportunidad de sobrevivir. Quizá nosotros podamos ayudarla a ello.

—¿Te acuerdas? Accediste a casarte conmigo.

—Cuando tú quieras.

—Ahora veo que sí tienes sentido del humor —dijo Della. —No estaba segura. ¿Qué te parece el cinco del mes próximo? Mis hijos podrán venir entonces. Sería estupendo tener también a los tuyos.

Mrs. Holtzman lloraba.

—Me alegro mucho de que se case —dijo. —Un hombre como usted debe tener una esposa. Pero ¿qué hago yo ahora? Si tengo que volver a casa de mi hija, me moriré. Es muy buena, Dios la bendiga, pero no para vivir con ella.

David dijo que trataría de ayudarla. Della no veía la necesidad de que David llevara consigo a Mrs. Holtzman; pero, después de preguntar a media congregación, David le encontró otra casa. Recibió carta de Sarah en la que, entre líneas, se le hacía una petición de ayuda económica. Si quería que sus hijos asistieran a la boda, tendría que pagarles el viaje. Luego, Lucy le llamó desde California para decirle, entre sollozos, que su madre había muerto.

—Oh, David, ella quería ser enterrada al lado de papá, pero papá está en Leighton Ridge y yo no sé qué hacer.

Él creía estar viéndola. Era la mujer con la que había vivido durante muchos años, e imaginaba su pena y su desconcierto. Pero no tenía por qué afectarle. Nada de lo que le ocurriera ahora a Lucy era de su incumbencia. Anotó el nombre de la funeraria en el que estaba el cadáver de Sally Spendler y prometió a Lucy encargarse de todo.

—El cadáver puede estar aquí mañana mismo, y pasado mañana la enterramos. Si tomas el avión de esta noche, llegarás aquí por la mañana. Yo lo arreglaré para que te alojes en casa de Millie. Ahora mismo les aviso.

—David, que estoy casada.

—Sí, claro; pero no veo por qué no habéis de poder ir a casa de los Carter los dos.

David hizo después una visita al cementerio, el hermoso prado que habían comprado a la Iglesia episcopaliana gracias a una maniobra de Alan Buckingham. Había ahora veintisiete tumbas, el tributo exigido por el tiempo. Mientras paseaba por el pequeño cementerio, David recordó el comentario sobre los judíos que hiciera Mark Twain. Dijo que eran como todo el mundo, pero un poco más. Poco a poco, el lugar había ido adquiriendo carácter. Estaba rodeado de un seto de tejo que tenía ya más de dos metros de alto y en la entrada había una verja sostenida por dos columnas de ladrillo. Las parcelas de cada familia estaban marcadas por barras de hierro horizontales insertas en pilares de granito de un palmo y medio de alto. Había flores y cedros jóvenes por todas partes. David prefería la simple austeridad del cementerio congregacionista; pero los judíos no eran congregacionistas, por más que Martin Carter se obstinara en comparar sus respectivas virtudes y defectos. Indudablemente, Martin Carter era un Lamed Vov, uno de los treinta y seis hombres justos de quienes dependía la existencia del mundo. La idea hizo sonreír a David. Le gustaría decírselo a Martin, pero le haría sentirse violento, y Millie, desde luego, protestaría: «¡Qué absurdo!», diría. Y, desde luego, tendría razón. Llegó a su parcela, lo bastante grande para que cupieran ocho tumbas. Llevaba consigo varios bastoncillos de colores para marcar la nueva tumba. Demasiadas veces ya las habían cavado donde no debían. «Por lo menos, para esto servimos nosotros, los rabinos y sacerdotes —pensó David. —Nacimientos, confirmación, matrimonio, muerte…, todo ello, básico para la sociedad». La parcela de Mel Klein estaba a pocos pasos. «Complicaciones», suspiró David. En fin, Della era una mujer muy lista. Él parecía gravitar siempre hacia mujeres inteligentes. Ya encontraría ella la manera de arreglarlo.

Cuando David volvió a su despacho, Mrs. Shapiro le dijo:

—Llevo toda la mañana al teléfono, rabino, pero me parece que ya está todo resuelto. La funeraria mandará el cadáver al aeropuerto. Allí será embarcado en un avión y llegará a «Kennedy» a las cinco de la mañana. He tenido que disponer lo necesario para que lo guarden en depósito hasta las ocho, en que irá el coche fúnebre a recogerlo. Aquí llegará poco antes de mediodía, no sé a qué hora exactamente, por lo que el entierro tendrá que ser a partir de las tres de la tarde. El servicio meteorológico dice que hará buen tiempo, o sea que si usted lo desea, la ceremonia se puede celebrar al aire libre. —Mrs. Shapiro estaba más vieja, más gruesa y maravillosamente competente.

David iba a decir que la decisión dependía de su esposa, pero se contuvo. Felicitó a Mrs. Shapiro y se marchó. Comprendía que se había excedido un poco al invitar por su cuenta y riesgo a Lucy y a su marido a casa de los Carter, y quería ir a pedirles disculpas. Al salir de la sinagoga, oyó que alguien le llamaba desde el camino de la vieja iglesia congregacionista que había albergado la sinagoga y que después fue vendida a los unitaristas. La vieja iglesia y la sinagoga estaban a unos cuatrocientos metros de distancia, y David vio a un joven que venía rápidamente de aquella dirección.

—¿Rabí Hartman? —preguntó el joven al llegar a su lado.

David reparó entonces en que Mrs. Shapiro le había seguido.

—Un momento, por favor —dijo al joven.

—Quería decirle que todo esto va a costar una fortuna, rabino —susurró Mrs. Shapiro. —Casi mil dólares. ¿Quién lo pagará?

—Yo.

—No tiene ninguna obligación.

—Deje eso ahora, por favor —le dijo. Se acercó al joven. —Perdone, pero mi madre política ha muerto en California, y estamos tratando de organizar el entierro.

—Lo lamento, rabino. No quiero molestarle en estos momentos. Sólo venía a saludarle. Soy Steven Woodsman, el nuevo pastor de la iglesia unitarista. Me ha parecido que, puesto que vamos a ser vecinos, debíamos conocernos. Tenemos a muchos judíos en nuestra comunidad.

—¡No me diga! —replicó David en tono glacial.

—Quiero decir…

—Sé muy bien lo que quiere usted decir —le atajó David. —Celebro haberle conocido, Mr. Woodsman.

Dio media vuelta y se fue hacia el coche. Mientras iba camino de casa de Martin, David trataba de explicarse qué era lo que le había pasado. Cuántas veces no le habrían echado en cara Lucy y Della que fuera incapaz de enfadarse, y ahora, sin embargo, estaba hirviendo de indignación sin saber por qué.

—Y lo peor es que no sé por qué lo he hecho —dijo a Martin. —He estado muy grosero con ese pobre muchacho.

—No será tanto, David. No creo que te hayas convertido en un Mr. Hyde de la noche a la mañana.

—Pero yo he sabido siempre que la mitad de esa comunidad de unitaristas son judíos. Es más, durante todos estos años, me he atraído a una docena de familias. Y los unitaristas, judíos o no, son muy buena gente.

—Tú y yo, David —dijo Martin—, también tenemos derecho a enfadarnos.

—Cuando las cosas se tranquilicen un poco, iré a pedirle disculpas. Ya me perdonarás por haber invitado a Lucy y a su marido a hospedarse en vuestra casa una noche.

Cuando Martin le contó el incidente a su mujer, Millie dijo:

—¿Es que no te das cuenta, Martin? David se está convirtiendo en un judío viejo e irascible.

—¡Qué cosas tienes!

—No lo digo en son de crítica. Adoro a David. Pero ha dejado de ser un niño inocente. Se ha educado y ha vivido siempre como un protestante flemático, como tú y como yo. Pero eso ya se acabó. Le ha salido el judío que lleva dentro y tiene trazas de acabar en profeta. Y tú ya conoces la Biblia. Los profetas no tenían nada de afables. Tronaban y clamaban en contra de la codicia y la injusticia. No querría uno tenerlos en el salón, pero eran imponentes.

Martin miraba a su mujer atónito.

—¿Tú crees? Muy interesante. Aunque no sé.

Y, en aquel momento, David decía a Della:

—Sí, por fin sé lo que ha sido. No me hace ninguna gracia que un unitarista imberbe vaya diciendo que su comunidad está llena de judíos que no tienen el cerebro, el valor ni la dignidad suficientes para seguir siendo judíos. ¡No, señor! ¡No lo consiento!

Della se retorcía de risa.

—Te ríes de mí —dijo David, indignado.

—Contigo, David, contigo. Oh, toda esa gente no desea sino dejar de ser judíos sin convertirse. Eso me recuerda la carta de Salt Lake City, donde un judío puede ser gentil sin dejar de ser judío.

—Es un asco —dijo él con énfasis.

—David, tú nunca habías hablado así. ¿Con quién voy a casarme?

—Ya lo averiguaremos.

—Supongo que sí —suspiró Della. —Supongo que sí.

A la mañana siguiente, David estaba en su despacho de la sinagoga cuando llegó Lucy. Él se levantó y ella le abrazó.

—David, David, David.

A los cuarenta y nueve años, Lucy seguía siendo muy atractiva. Tenía las facciones un poco más duras y la piel tirante a consecuencia de una operación de cirugía estética que David no sospechó ni por asomo y la figura firme y bien torneada, consecuencia de muchas horas de aquella gimnasia que se practicaba en Los Angeles.

—Oh, David —sollozó. —Qué putada. La vida es una mierda. Ahora que ha muerto mamá ya no tengo a nadie. Los chicos viven su vida y ni se acuerdan de que existo.

—Tienes a tu marido —dijo David suavemente.

—Lo mismo que otras cinco mujeres. Oh, puñeta, no sé por qué tengo que darte la lata con mis problemas. Yo me lo he buscado. Y lo que es Bob Greene, está muy ocupado. Demasiado, para asistir al entierro de mi madre.

—La muerte es un horror —dijo David. —Es la bestia negra que siempre me acompaña. Pero también forma parte del ser. No te preocupes por los problemas de Bob. Tu madre tuvo amor, una hija maravillosa y dos nietos estupendos. A propósito, ¿dónde están?

—¿Estás convencido? Me refiero a eso de la hija maravillosa. Los chicos vendrán. Aaron estaba en Los Angeles y Sarah, en Arizona. Hubo un tiempo en el que las familias permanecían juntas, ¿verdad, David?

—Sí, pero ahora es distinto.

—Muy distinto.

—Todo está arreglado, Lucy. Van a traer el féretro y tu madre descansará al lado de tu padre.

Ella se había retraído, pero ahora volvió a abrazarle. Daba gusto sentirla entre los brazos, era una sensación grata y familiar de antaño.

—Siempre fuiste muy bueno conmigo, David. Mi vida está vacía. Me parece que ahora podría volver. Creo que ahora soportaría esto.

—No es una forma muy halagadora de plantearlo, Lucy.

—Ya lo sé. Era sólo por decir algo. Lo que tú me dijiste: al cabo de un par de semanas, me volvería loca.

Él no mencionó a Della, pero ella sacó a relucir el tema.

—Oye, David, no irás a casarte con Della Klein, ¿verdad?

—Sí, no quería decírtelo en estos momentos.

—¿Pensabas que no me enteraría? Aquí se sabe hasta cuando estornuda el rabino. ¿Será posible, David? Tú eres un hombre maravilloso. ¿Cómo puedes pasar la vida en este agujero? Esto es un pueblucho y Della, un ama de casa judía, gorda y madura. Ahí fuera hay todo un mundo. Si quieres ser rabino, puedes serlo en otro sitio. En Sepúlveda Pass, cerca de Los Ángeles, hay un templo que al lado de esta sinagoga es como la catedral de San Patricio comparada con la capilla de Martin.

Se echó a llorar otra vez y David volvió a abrazarla.

—Todo se arreglará, mujer.

En el cementerio, frente a la fosa, David dijo:

—Hemos venido a despedir a una mujer hermosa y buena. La nuestra no es una religión fúnebre. Nosotros honramos la vida, no la muerte, y la recompensa que buscamos está aquí, en nuestra vida y nuestros seres queridos. Sally Spendler, mi madre política y buena amiga, fue una mujer muy querida y bien recompensada.

Cuando los demás se fueron, Lucy, David y sus dos hijos se quedaron un rato junto a la tumba.

—¿Lo arreglarán? —preguntó Lucy señalando el montón de tierra. —¿Y quién se encargará de la lápida?

Aaron, alto y delgado, la sujetaba por los hombros.

—Papá cuidará de todo.

—Desde luego —asintió David.

Sarah estaba a su lado con su mano en la de él. A pesar de todo, según confió después a Della, fue un momento grato. Y a pesar también de que Lucy dijo:

—No sé cuándo volveré a verte, David. Cuando estés casado, no podré recurrir a ti en los momentos de apuro.

—Aquí me tendrás.

—Está bien, querido David.

Y le echó los brazos al cuello y le besó. Viajaba sola. Aaron y Sarah se habían quedado en Nueva York. Querían pasar uno o dos días en la ciudad antes de volver a casa.

Casi como si no hubiera pasado nada. Un día preguntó a Martin:

—¿Ves a menudo a tus hijos?

Joe se había establecido en el Canadá y era ciudadano canadiense.

—La última vez fue hace ocho meses —dijo Martin. —¡Cómo vuela el tiempo! —Ellie, la hija, estaba casada con un profesor de la Escuela Politécnica de Boston. —Ella procura venir con los niños un par de veces al año. Bueno, a veces sólo en Navidad.

—Pero ¿qué pensarías si te necesitaran a cada momento? —dijo Della. —Son independientes y eso es bueno.

Semanas después, David dijo a Della:

—He hablado con el consejo. Opinan que deberíamos casamos en la sinagoga, con cierta solemnidad.

—Que se vayan a paseo. No somos niños. Iremos al juzgado y se acabó.

—Ya sabes que en Leighton Ridge no hay juez ni magistrado, sólo está el presidente del consejo municipal, y no sé si tiene atribuciones para celebrar matrimonios. Por lo visto, olvidas que soy rabino. Y, cuando te haces rabino, lo primero a lo que tienes que renunciar es a mandar a la gente a paseo.

—Está bien, trae a un rabino —dijo Della. —No tengo ningún inconveniente. ¿Y ese viejecito del que siempre hablas? Rabí Belsen.

—Que en paz descanse. Murió hace doce años.

—Lo siento. Bueno, cualquiera, David.

David llamó a Bert Sager.

—¿Que si le casaría? —preguntó rabí Sager. —Desde luego. Aunque le prevengo, David, al igual que Sócrates, nuestro eminente precursor, aprendí lo que es el matrimonio en una escuela muy dura. Perdone, David. Tengo un sentido del humor muy primitivo y hago chistes infantiles. Como dicen muchos miembros de mi congregación, un rabino humorista es una perla cuando tiene gracia, pero una pesadilla cuando no la tiene. De manera que si quiere que oficie en esa ceremonia, será mejor hacerlo antes de que me echen. Por cierto, ¿quién es la novia?

—Della Klein.

—Enhorabuena. No la conozco, pero suena a judía.

—Creo que lo es.

—Bien, muy bien. Será una especie de Mitzvah el que un conservador como yo case a un rabino de la Reforma. ¿Cuándo y dónde se celebrará la ceremonia?

—Del domingo en ocho días, a mediodía, en nuestra sinagoga de Leighton Ridge. Traiga a su esposa, por favor. No pensamos hacer nada extraordinario: mis dos hijos, si consigo que vengan, los de Della y unos cuantos amigos. La ceremonia, en la sinagoga y, después, una cena fría en casa de Della, de manera que nos gustaría que pudieran quedarse hasta última hora de la tarde.

Para asombro de David, sus dos hijos se presentaron en Leighton Ridge la víspera de la boda. Llegaron solos, sin sus respectivas parejas «sólo por causas pecuniarias», como dijo Sarah. A los veintidós años, era una mujer pecosa, de ojos claros que respiraba salud. Aaron, su hermano, fue más explícito:

—Bueno, es una ocasión especial. Siempre consideramos a Della y a Mel como de la familia. No me acuerdo muy bien de Mel, pero siempre fue muy cariñoso con nosotros.

Los tres hijos de Della eran amigos suyos de la infancia.

—No les esperabas, ¿verdad? —dijo Della. —Tan poco tiempo después del entierro…

David asintió con los ojos húmedos.

Con todo el tiempo que hace que le conozco, Hartman —dijo el rabino Sager—, nunca le había visto desde este ángulo. A pesar de su reputación de radical que no se muerde la lengua en las altas esferas, que denuncia la guerra, que va a la cárcel, que se une a todas las manifestaciones que se organizan en cien kilómetros a la redonda, es un hombre plácido y amable y esta gente le adora, incluyendo a mi esposa. Y eso que a ella no le gustan nada los rabinos.

David volvió a mover la cabeza afirmativamente. No confiaba en su voz.

Él y Della se casaron sobre la bimah, el mismo estrado desde el que David predicaba semana tras semana, desde que se había construido la nueva sinagoga en aquel pueblo de las montañas de Connecticut.

En casa de Della, abarrotada de amigos, entre los que se encontraba Mike Benton, venido desde California, Martin dijo a David:

—Los dos somos afortunados. Hay momentos en los que el ser humano tiene que hacer lo que nosotros, o lo que el público de un teatro: dejarse ganar por la acción y desterrar el escepticismo. Eso nos da un instante de claridad para dar gracias a Dios por todas las cosas.

Aquella noche, cuando los invitados se fueron, David repitió a Della lo que había dicho Martin.

—Creo que lo entiendo —dijo ella titubeando.

—¿Te das cuenta? El escepticismo es el fermento del mal…, o así nos parece a algunos. Hannah Arendt se refiere a la trivialidad del mal, pero lo que nos hiere es el torpe infantilismo del mal.

—Oh, sí, sí —suspiró Della. —Pero ya es tarde, y hemos tenido un día muy agitado, y lo único que yo sé de Dios y de las cosas, mi querido rabino, es que ahí fuera está muy oscuro y que el hombre y la mujer no deberían dormir solos. Estoy contenta de ser tu esposa, te quiero y creo que tengo mucha suerte. ¿Nos vamos a la cama?

—Como usted ordene, Mrs. Hartman.

—Tendré que acostumbrarme a eso. Con todos los años que hace que nos conocemos, David, nunca te he preguntado esto, de una pobre mujer ignorante, a un sabio rabino…

—Tú no eres ignorante, y únicamente tú me quieres lo suficiente como para llamarme sabio.

—Sea como fuere, mi querido rabino, ésta es la pregunta: ¿Tiene sentido esta vida nuestra… o es, como dijo Shakespeare, una sombra andariega que se pavonea una hora, o algo así?

—Puedes elegir la respuesta que más te guste, amor mío —dijo David. —Te quiero mucho, por si no te lo había dicho, y estoy cansado, y, al igual que tú, llevo demasiadas noches durmiendo solo. De manera que vamos a la cama y ya hablaremos de filosofía y religión a la hora del desayuno.

—De ninguna manera. He invitado a desayunar a tus hijos y a los míos.

—Pues vámonos a la cama y punto.

—Amén —dijo Della.