Capítulo 5
En 1956, la primavera llegó a Leighton Ridge como una tierna bendición, más aún, como un augurio de paz y buena voluntad. El mundo estaba sin guerra —mejor dicho, sin una guerra grande— y el Presidente de los Estados Unidos estaba resultando un anciano caballero apacible al que no apetecía zarandear la nave. Incluso se había apartado y silenciado al senador McCarthy, y en un pequeño pueblecito de un rincón de Connecticut, Lucy Hartman ofrecía una cena a unos cuantos amigos. Los niños habían cenado y subido a acostarse, lo cual no quiere decir que estuvieran durmiendo. Se quedarían cuchicheando y luego se acercarían de puntillas a la escalera para tratar de oír las conversaciones de abajo. Mrs. Holtzman, una señora de mediana edad y complexión robusta, única superviviente de una familia de judíos alemanes que había muerto en los campos de concentración, ayudaba a Lucy a preparar y servir la cena, y la mesa del comedor se había extendido al máximo, para que cupieran ocho comensales.
Los invitados eran: Mel Klein, presidente de la sinagoga; Della, su esposa; Eddie Frome y Sophie, su esposa, y Millie y Martin Carter. Eran los mejores amigos que habían hecho David y Lucy desde su llegada a Leighton Ridge. Mel Klein, a sus sesenta y dos años, era la figura del patriarca. Della, veinte años más joven que él, se había convertido en la guía y consuelo de Lucy. Cuando Lucy lloraba, cuando deseaba sentirse como una niña pequeña, cuando odiaba Leighton Ridge hasta el extremo de pensar en hacer la maleta y marcharse, era Della quien la reconfortaba y con los afectuosos elogios que le hacía de David, conseguía que Lucy descubriera en su marido nuevas facetas. Realmente, a veces Lucy tenía la impresión de que Della estaba enamorada de David. Sin embargo, nunca vio en esta posibilidad una amenaza. En cuanto a Eddie Frome, no sólo les llevaba su mundo del New Yorker, uno de los escasos medios en los que aún subsistían el ingenio, el sentido común y la cordura sino que su propia presencia era ya una fuente de sana inteligencia. Los comentarios que circulaban acerca de su reputación de consolador de ciertas damas solitarias y desdichadas de los alrededores, no impulsaban a David a juzgarle. Sophie, su mujer, aceptaba la situación. Era una mujer delgadita y delicada que adoraba a su único hijo, un niño de diez años llamado Philip, y a su marido. En las reuniones hablaba muy poco, pero era lo bastante plácida y dulce como para que se la aceptara con simpatía a pesar de sus silencios. Y Martin y Millie Carter estaban a sus anchas en el único lugar del vecindario en el que sabían que podían decir lo que quisieran sin que uno u otro sector de su parroquia lo tomase a mal.
—Todos hablamos partiendo de premisas —dijo Ed Frome, después de que se entonara un coro de alabanzas al tiempo primaveral. —Si no se comparten unas premisas, no es posible la conversación.
—Pero sí la polémica.
—Que no es conversación. Es otra cosa.
—No es posible la plena armonía —dijo Martin Carter.
—Yo diría que la polémica es conversación —dijo Lucy.
—La armonía es su caballo de batalla, Martin —dijo Frome. —El mío es la semántica pura y simple, y me descubro tanto ante el mal tiempo como ante el bueno. Pero, en el fondo, todos compartimos algo. A todo el mundo le gusta un día fresco y soleado. Todo el mundo está deprimido cuando llueve. Todo el mundo tiene frío y todo el mundo tiene calor. Son las premisas que compartimos.
—Aun a riesgo de pasar por tonta —dijo Della—, yo pregunto: ¿Por qué no puede haber conversación entre personas que no compartan las mismas premisas?
—La conversación. Verás, Della, antiguamente esta palabra significaba una forma de vida, un estilo. Pero hoy, no. Hoy es un plácido intercambio de pensamientos. Vamos a suponer que yo le digo que en la Unión Soviética se vive muy bien y usted cree que se vive muy mal. No compartimos la premisa y eso dificulta la conversación.
—Y también dificulta los chistes —dijo Mel Klein. —Ayer, en mi tienda, dos obreros portorriqueños discutían acaloradamente y trataban de hacerme tomar partido. Yo les dije: «Un momento. Voy a contarles un cuento. Había una vez un hombre que se cruzó en la calle con dos individuos que discutían. Él escuchó al uno, al otro, y otra vez al uno y al otro. Al final movió la cabeza y les dijo: “A mí no me calienten la cabeza” y se fue». ¿Querrán ustedes creer que esos dos hombres que estaban en la tienda no entendieron lo que les decía?
—No me sorprende —dijo Della. —Yo tampoco te entiendo, a pesar de que soy judía. ¿Tú has entendido el chiste, Millie?
—Temo que no.
Entró Mrs. Holtzman con el pastel de manzana. Se hicieron grandes elogios del pastel, obra de Lucy. Luego se habló de «Sanka», del café de verdad y del té. Lucy cortó el pastel y pasó los platos. Más elogios del pastel cuando lo hubieron probado.
—De todos modos —dijo David—, eso que dice Eddie de la premisa es muy importante, y yo sé a lo que te refieres, Mel. Sin que haya una premisa común, no se puede contar un chiste. Yo estaba una vez en una granja en Francia con media docena de soldados, bajo un fuego muy intenso. En un momento de silencio, uno de ellos me dijo en tono un poco jactancioso: «Bueno, rabino, al fin y al cabo, todos tenemos que morir un día u otro». Yo le contesté: «Eso ya lo sé. Pero a mí me gustaría morir de un modo muy especial. Yo quiero morir en una habitación de un ángulo del hospital “Mount Sinai”, a los noventa y siete años, rodeado de mis familiares, con una bandeja de fruta a un lado de la cama y un tarro de nueces al otro». Bueno, para entonces todos los chicos estaban escuchando, pero ninguno se rió. Al fin, uno dijo: «Rabino, ¿para qué querría un jarro de nueces, si estaba muriéndose?».
Los hombres soltaron una carcajada. Millie miró a Lucy:
—¿Es porque yo no soy judía o no tengo sentido del humor, o es acaso eso de la premisa que decía Eddie?
—Nada de eso. Lo que David contó a esos chicos en la granja es un viejo cuento judío. En un hospital judío, y en todos, supongo, las habitaciones del ángulo son las más caras. Morir en una habitación de un ángulo denota posición social. Tener a la familia alrededor indica jerarquía dentro de la familia. Y cuando yo era niña y mis padres me llevaban a visitar a alguien al hospital, llevábamos nueces, fruta o flores. Y supongo, David, que esos chicos serían de Tennessee, Iowa o algún lugar por el estilo.
—Seguramente; pero has puesto el dedo en la llaga: la premisa común, quiero decir. Nuestra sociedad se derrumbaría sin ellas.
—Delicioso —dijo Martin, tomando el último bocado de pastel. —David tiene razón. Toda función social arranca de una premisa común. Los cristianos compartimos la creencia de que Jesús era el divino Hijo de Dios. Pero esa creencia reposa sobre una premisa común. Los judíos no comparten esa premisa, lo cual hace que sea prácticamente imposible convencerles.
—¿Y cuál es nuestra premisa, David? —preguntó Ed Frome.
—Que Dios es uno. Adonoy Echod.
—Pero existe otra anterior, ¿verdad? —insistió Frome.
—¿Anterior? —preguntó Martin.
David sintió como un soplo helado en el corazón.
—Por supuesto. Anterior.
—Dios —murmuró David.
—Exactamente.
Mel Klein, que se sentía cada vez más violento, cambió de tema.
—¿Habéis leído lo que pone el periódico, de Jack Osner? Sé que David recibe el New York Times.
—Hoy no lo he visto.
—Yo he preferido no abrir el mío —dijo Martin.
—Pues yo he leído el nuestro —dijo Lucy—, y no me ha impresionado.
—¿Qué es lo que tenía que impresionarte? —preguntó Frome.
—Que Jack Osner ha sido nombrado subsecretario de Defensa —les informó Mel. —De ahora en adelante asistirá a las reuniones del Gabinete.
—No me lo imagino. ¿Defensa? ¡Si pasó toda la guerra sentado detrás de un escritorio en Washington!
—La cosa tiene su lógica —dijo Frome. —Es uña y carne con los jefes del Pentágono. Yo no siento ninguna simpatía por Osner, pero una vez tenía que hacer un reportaje sobre los miembros de la Junta de Jefes de Estado Mayor, y no encontraba la forma de llegar hasta ellos, hasta que lo comenté con Osner. Él movió su varita mágica y al día siguiente conseguía la entrevista.
—Jack actúa de ese modo —dijo Mel. —Es un hombre inteligente.
—Es un cerdo —dijo Della.
—Lo cual le hace apto para formar parte del Gobierno —comentó Ed Frome.
—Vamos, vamos —les reconvino Mel. —Ésa no es manera de hablar de él. No es justo.
—Que le hablen a Shelly Osner de lo que es justo. Después de la paliza que le dio.
—¡Oh, no! —exclamó Martin. —Hace tiempo que no vemos a Shelly, pero antes nos frecuentábamos. No lo concibo.
—Sus hijos no quieren saber nada de él —insistió Della. —Se han marchado los dos; la chica, a la Universidad…
—Por favor, no continúes —dijo David. —Los Osner siguen perteneciendo a la congregación. No piensan vender la casa y pasarán los veranos aquí. En cuanto a Jack, démosle un margen de confianza.
—A propósito de premisas —dijo Lucy—, hay una muy extendida según la cual el pastel de manzana fue inventado por Martha Washington cierto día en que se tomó un descanso de sus actividades habituales de creadora de helados. Ya conocéis el dicho: más americano que el pastel de manzana. Ahora bien, esta tarta que con tan buen acuerdo me ponderáis es rematadamente europea, por lo cual alguien podría opinar que no es pastel de manzana. Aunque a mí me parece que sí. De todos modos, el pastel de manzana se come en muchos países. Eso es lo que quería decir respecto a la premisa.
—Nadie discute la veracidad de las premisas —dijo Martin. —Sólo su utilidad.
—La cual queda demostrada por nuestra propia situación —dijo Millie. —Existe la premisa de que la pobreza es virtud. Todos queremos que el ministro de nuestra Iglesia sea virtuoso; luego, le asignamos un sueldo de hambre.
—Millie, nosotros no pasamos hambre.
—Gracias a que el abuelo me dejó una renta; no por lo que cobre un eclesiástico.
—¡Muy bien dicho! —aprobó Lucy.
—Nosotros no padecemos hambre —le recordó David.
—De todos modos, no es para hacer fortuna —dijo Martin. —Aunque, en cierto modo, me resulta más cómodo aceptar el hecho de que nunca he de ser rico, pase lo que pase y a pesar de la renta del abuelo.
—Los clérigos episcopalianos ganan más —dijo Millie.
—No en esta ciudad. Pero ¿y vosotros, David? Tenéis tres sectas, por así decir, ¿no?
—No son sectas, ni siquiera fracciones. Podríamos llamarlas interpretaciones. El judío ortodoxo suele ser un fundamentalista que acepta la interpretación literal de la Biblia y somete su vida, en mayor o menor medida, a un código de la ley judaica llamado Shulchan Aruch. Los conservadores aceptan una gran parte del judaísmo ortodoxo pero lo adaptan a la vida moderna. Por ejemplo, más de un judío conservador comerá jamón en el restaurante, pero no en casa. Otros son indiferentes en materia de religión, pero se resisten a dar el paso para entrar en el judaísmo reformado.
—¿Qué magnitud tiene ese paso?
—No muy grande, pero sí cualitativa. Nosotros procuramos eliminar la superstición y la pantomima y buscar en la religión una respuesta ética. Tratamos de volver a los cultos simples que imperaban hace mucho tiempo, antes de que se adoptaran las embrutecedoras supersticiones de la Edad Media y la delimitación de asentamiento implantada por la Rusia zarista.
—Era el decreto por el cual se prohibía a los judíos establecerse fuera de un recinto determinado.
—Para mí —dijo Mel Klein impulsivamente pero titubeando—, la Reforma es la negación del judaísmo ortodoxo. Yo creo que la ortodoxia es sinónimo de intransigencia y, por consiguiente, nociva.
—¿Toda la ortodoxia? —preguntó Millie.
—Toda. Yo tenía ocho años cuando murió mi madre —dijo Klein. —En mi familia eran inmigrantes y, como todos los inmigrantes, ortodoxos, y todos los días yo tenía que ir a una sinagoga ortodoxa para rezar la oración por los difuntos. En el oficio de la mañana había siempre quince o veinte viejos que me mortificaban con bromas estúpidas, como la de darme un vaso de vodka diciendo que era agua. No sé si obraban por maldad, pero incluso a los ocho años, yo me daba cuenta de que su afición al rezo no les impedía ser insensibles al sufrimiento de un niño que acababa de perder a su madre. Después de aquello, no he vuelto a poner los pies en una sinagoga ortodoxa. No pretendo juzgar a los judíos ortodoxos por mi experiencia de niño en aquel lugar concreto; pero, desde entonces, recelo de la ortodoxia. Nunca es buena. Es mi opinión personal y no pretendo imponérsela a nadie.
—Sin embargo, la ortodoxia puede darte entereza y valor en un momento de prueba.
—¿La ortodoxia o la fe? —preguntó Martin. —Porque no son una misma cosa.
—Pero sus antepasados, Martin —dijo Ed Frome—, los venerables peregrinos, eran de lo más ortodoxo. Tal vez fueran una colección de individuos austeros y desabridos, pero construyeron sus casas en estos bosques vírgenes, consiguieron sobrevivir y dejaron huella en este lugar.
—Cierto, y no puedo dejar de pensar en los judíos ortodoxos que fueron a la muerte en el Holocausto, con tanto valor y fe.
—Así los ve usted, Martin —dijo Ed Frome. —A mí nunca se me ocurriría interpretar ni aproximadamente los sentimientos de los que fueron sacrificados por Hitler. Yo no defiendo la ortodoxia, y no estoy seguro de que sus padres peregrinos no me sean profundamente antipáticos. Desde luego, no son de los míos. Pero una cosa le diré, y es que el puñado de judíos que lucharon contra los nazis en el ghetto de Varsovia durante más de cuarenta días no eran ortodoxos.
—A mí me parece que los que tienen una ortodoxia más estricta son los católicos —observó Millie.
—Cuando yo estaba en las Fuerzas Auxiliares Femeninas, pasé una temporada en Salt Lake City —dijo Lucy. —El que no haya vivido entre los mormones no tiene ni idea de lo que es la ortodoxia.
—O entre los baptistas del Sur —dijo Martin. —Están seguros de que ellos interpretan con absoluta fidelidad la Palabra y los designios de Dios. Todos los ortodoxos tienen esa misma convicción, y en el nombre de ese Dios loco, malévolo y sanguinario, episcopalianos, luteranos, católicos, musulmanes o los adeptos de la religión que ustedes prefieran, han matado a mansalva.
—Cielo santo —dijo Della—, ¿son ésos los sermones que predica?
—Son los sermones que piensa —dijo Millie. —No es fácil ser clérigo sabiendo los desastres que ha provocado la religión.
—Vamos a tomar el café a la sala —dijo Lucy. —La conversación se pone peligrosa.
Mrs. Holtzman vivía en Danbury, con su hija y su yerno. Normalmente, la recogía su hija, pero esta noche el matrimonio había ido al teatro en Nueva York. Lucy propuso que durmiera en el sofá, pero David dijo que no, que él la acompañaría a su casa.
Cuando ella protestó diciendo que tardaría una hora entre ir y volver, David respondió que aprovecharía el tiempo para despejar la cabeza.
Durante los primeros minutos del viaje Mrs. Holtzman, que iba sentada al lado de David, guardó silencio. Luego dijo, titubeando:
—¿Puedo hacerle una pregunta, rabino?
—Por supuesto.
Pero, al igual que la mayoría de las personas que no suelen hablar de temas trascendentales, Mrs. Holtzman consideró indispensable hacer un largo preámbulo. Ella era hija de una modesta familia judía de Frankfurt. Tenían una tienda de tejidos especiales, paños para la fabricación del queso, malla, entretelas y encaje barato. Era una tienda pequeña, que no daba para lujos. La familia era profundamente religiosa.
—Sufrimos mucho. Mamá, papá, mi hermano Hans, mi hermana Esther —dijo, contando con los dedos—, todos, muertos, asesinados por los nazis. Yo salí viva de Dachau. ¿Por qué? No sé por qué, rabino. Así lo dispuso Dios. No soy quién para discutir los designios de Dios. Por las noches rezo al Dios de mis padres, Dios de Abraham, Isaac y Jacob, lloro a los muertos y no comprendo por qué usted me ayuda, pero se lo agradezco. Mi yerno tiene otras opiniones. Él no quiere poner los pies en una sinagoga ni quiere que su hijo celebre la ceremonia de Bar Mitzvah. No puedo repetir las cosas que dice de Dios, cómo le llama, pero asegura que no importa, porque no hay Dios. Él dice que ni un Dios estúpido y enfermo crearía a unos seres como Hitler y Stalin. Por eso tengo que preguntarle, rabino y no me gusta hacerlo, porque eso demuestra lo débil que es mi fe, pero tengo que preguntárselo.
David comprendió que la mujer no podía formular la pregunta, que era tan incapaz de preguntarle, ¿es que mi Dios es un malvado demente y enfermo?, como de quitarse la ropa y bailar desnuda a la luz de la luna.
—Si lee la Biblia, encontrará en ella a hombres casi tan malos y destructivos como Hitler y Stalin.
—¿Cree usted, rabino? ¿Tanto?
—Oh, sí. Sí, naturalmente. Y en la Historia, dejando aparte la Biblia, hombres como Genghis Khan y el mismo Napoleón.
—¡Pero Napoleón fue un gran hombre!
—Bueno, según se mire. Yo creo que Dios tiene sus propios puntos de vista —dijo David, mientras pensaba: «¿Y qué le digo si me pregunta si hay Dios?».
—¿Y cree usted que, al permitir todas esas atrocidades, Dios tiene un fin que nosotros no comprendemos?
Él tuvo que violentarse para responder:
—Yo creo que, quizá, Dios las permite, a fin de que los hombres resuelvan su propio destino.
—¿Y Él, el Dios del Universo, contemplaba las cámaras de gas sin hacer nada? ¿Y vio lo que ocurría en el ghetto de Varsovia encogiéndose de hombros? Pero ¿por qué dice la Biblia que en las batallas ayudaba a los judíos? Él detuvo la marcha del sol. Él derribó las murallas de Jericó. Él destruyó a todo un ejército asirio que había invadido la tierra de Israel.
—Sí, bueno, eran otros tiempos.
Estaba mintiendo. Aquella pobre mujer que iba sentada a su lado le suplicaba que le explicara los caprichos del Dios al que adoraba. Al fin y al cabo, ésta era su función, la razón por la que se hizo rabino: explicar la desconcertante y monstruosa conducta de Dios, y ahora por lo visto, tenía que explicar a Mrs. Holtzman que Dios había dado al hombre el libre albedrío, y con el libre albedrío se incluía a Hitler y demás: a los monstruos que poblaban las páginas de la Historia.
—Rabino… —dijo ella en tono suplicante.
—¿Sí, Mrs. Holtzman?
—Comprendo que no debería preguntarle estas cosas. Lo comprendo perfectamente.
Él la dejó en la puerta de la casa en la que vivía con su hija y su yerno, y regresó lentamente a Leighton Ridge. Tenía lágrimas en los ojos. Una oleada de emoción se las había producido. Y la emoción se la había desatado la simple pregunta de Mrs. Holtzman.
Lucy le esperaba en la cama.
—¿Sabes, David, que sin Mrs. Holtzman yo estaría deshecha? —le dijo. —Esa mujer es un tesoro. Creo que la cena estuvo bien. Conversación sutil e inteligente. —Tenía en las rodillas un ejemplar de El americano tranquilo de Graham Greene. —Esto es dinamita pura. Lo trajo tu amigo Eddie Frome. ¿Ocurre algo malo?
David movió la cabeza en señal de negativa, y Lucy escrutó su semblante, mirándole atentamente por primera vez en toda la noche.
—Tienes la cara triste.
—Puede ser. —Él empezó a desnudarse.
—David a ti te pasa algo.
Él entró en el cuarto de baño. Lucy oyó correr el agua, y los sonidos que acompañan al cepillado de los dientes. Hay que ver todas las operaciones que realizamos. Todas las operaciones mecánicas.
Se descargó el depósito del retrete. A pesar de toda la desesperación que ella había advertido en su marido, él se lavaba las manos, se limpiaba los dientes y descargaba el depósito. Lucy recordó un cuento de Sinclair Lewis en el que un granjero del Medio Oeste que se rebelaba contra su reglamentada vida, optaba por dejar de limpiarse los dientes. Trató de pensar en algo apropiado que decir a David mientras él abría la puerta del baño, pero no se le ocurrió nada satisfactorio. David en pijama, se sentó en el borde de la cama.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Lucy.
—¿Qué puedo decirte, Lucy? Soy un rabino que ha dejado de creer en Dios.
—¿Eso es lo que sientes? ¿Y cómo ha sido? ¿Es que una cosa así puede ocurrir de repente?
—Es algo que va creciendo, la suma de muchas cosas. Y, para colmo, esa conversación sobre premisas comunes. Mi premisa era un engaño. Siempre me consideré un ser dotado de razón e inteligencia, y para explicar todo el horror, la crueldad y la hipocresía que he visto, he recurrido a la cómoda proposición de que Dios dotó al hombre de libertad. Pero esta noche no ha funcionado. Cuando llevaba a esa pobre mujer a su casa, ella me preguntó por los motivos de Dios, y todos mis conceptos, creencias y devociones se convirtieron en una triste y vergonzosa farsa.
—¡Tú no has hecho nada vergonzoso en toda tu vida! —protestó Lucy.
—Infinidad de cosas, Lucy. —Se levantó y empezó a pasear por la habitación. —Estar al borde de aquella fosa de horror en Dachau, con el estómago repleto, un oficial americano bien vestido y alimentado… ¡Qué grandes libertadores somos cuando no nos dedicamos a arrojar bombas atómicas sobre ciudades japonesas! Y luego, diez años en este nido seguro, cómodo reducto burgués, donde no se asesina a los judíos sino que la mayoría de la gente los trata con toda consideración…
—¡David! —gritó Lucy. —¿Se puede saber qué pretendes?
—Oh, Dios mío —murmuró él, dejándose caer de nuevo en la cama. —No digo más que barbaridades, ¿verdad?
—Bastantes.
—Tengo miedo.
—¿De qué David? ¿De qué?
—Nunca me había sentido tan asustado —dijo él lentamente, extendiendo una mano que temblaba. —El mundo se desintegra. —Se miraba la man—. —No hay Dios ni esperanza… Monos desnudos que matan y matan y matan.
—Tú te casaste con una atea —dijo Lucy con voz firme. —Yo trabajo, y vivo, y he tenido dos hijos, unos hijos bastante buenos por cierto. Yo guiso, y coso, y os atiendo a todos. Y todo eso lo hago sin un Dios que me dé la lata.
—Nunca lo creí —dijo David con voz desgarrada. —Pensaba que era una actitud de desafío. Tienes que creer en algo, o te sentirías como yo me siento ahora.
Aquello era una súplica, y ella se ablandó y dijo:
—Sí; en algo. No sé lo que es, ni si está dentro o está fuera de mí. Pero no creo en la clase de Dios al que tú y Martin hacéis propaganda. Y, si quieres saber toda la verdad, Millie, tampoco.
—¿Quieres decir que Millie Carter es atea?
—No, David; ésa es una palabra muy tonta. Millie y yo hemos hablado mucho de esto. No sabemos en qué creemos, pero no es en ese Dios absurdo que predicáis tú y Martin. Dios, un hombre. ¡Que el cielo nos valga! ¿Tú puedes ver parir a una mujer y creer, si te empeñas en tener un Dios antropomorfo, que es masculino y no femenino? Pero esto es una majadería, ¿no? ¿Sabes por qué nadie habla de Dios? Porque, nada más abrir la boca desciendes a los abismos de la idiotez.
—Yo nunca imaginé a Dios como un anciano de barba blanca, sentado en una nube.
—¿Cómo, entonces?
—No lo sé.
—David, David, amor mío, nada ha cambiado desde ayer. Son casi las dos y dentro de pocas horas yo tendré que empezar a preparar el cereal, freír huevos y demás. Vamos a dormir. A la luz del día, las cosas se ven de otro modo.
Empezaba a clarear cuando David se durmió. Su pensamiento estaba desbocado. Parecía un ente separado, con voluntad propia, que burlaba todos sus intentos por controlarlo. Saltaba de la niñez al presente, escarbaba en la Historia, suplicaba un milagro. ¿Y Juana de Arco? ¿Y Lourdes? ¿E Israel? Él veía a través de sí mismo, no podía engañarse. Se dijo: «Si alguna vez un hombre vendió su herencia por un plato de lentejas, ese hombre soy yo. Y, al igual que Esaú, no puedo recuperarla».
Lucy le despertó con suavidad.
—¿A qué hora te has dormido?
—Ya era casi de día.
—No quería despertarte, David. Los niños ya se fueron al colegio. Son las nueve y cuarto. Yo te habría dejado dormir, pero ha llamado Mrs. Shapiro. En el oficio de esta mañana se han arreglado sin ti, pero ahora te espera un niño en tu despacho. Un tal Herbert Cohen. Le han concedido dispensa del colegio porque tenía clase contigo.
—Ah, sí, claro. Que no se marche. Llama a Mrs. Shapiro y dile que estaré allí dentro de diez o quince minutos.
—¿Tomarás huevo?
—No. No, gracias, Lucy. Sólo café.
Fue muy optimista al decir quince minutos. Eran casi las diez cuando David llegó a la sinagoga.
—¿Todavía está aquí? —preguntó a Mrs. Shapiro.
—Todavía. Es usted su héroe, rabino. Ese chico le esperaría todo el día y toda la noche, si sabía que tenía que venir.
—Por favor, no me pase llamadas durante una hora.
David procuraba dedicar dos horas por lo menos a cada uno de los chicos que, al cumplir los trece años, celebraban la ceremonia de Bar Mitzvah. Herbert Cohen era un caso especial, un niño apocado y retrasado en el desarrollo, cuya familia frecuentaba el templo «Shalom» porque no había otra sinagoga en varios kilómetros a la redonda. La incapacidad del chico para cumplir los requisitos exigidos por la ceremonia y su temor al fracaso conmovían a David. El hebreo no le entraba. David había visto otros casos; era un bloqueo de la mente ante una lengua tan diferente a todas las occidentales. David reconocía que ello se debía, en parte, al método de enseñanza. La sinagoga había contratado para la clase de Hebreo a un judío polaco, bastante deficiente como maestro, que apenas sabía expresarse en inglés. David había estado tentado de despedirle más de media docena de veces, pero siempre se lo impedía el número, tatuado en el campo de concentración, que el hombre llevaba en el antebrazo. El resultado fue que el polaco seguía en el puesto.
Cuando David entró en el despacho, Herbert Cohen, un chico pequeño y delgado, sentado en una silla que parecía desproporcionadamente grande, le miró sonriendo con timidez.
—Buenos días, rabino.
—Siento haberme retrasado.
—Es igual. Ya no importa.
—¿Oh?
—Es inútil, rabino. No puedo con el hebreo. No puedo. Ya se lo dije, y usted no quiso creerme. He mentido a mi padre. Él me matará cuando se entere.
—El no te matará, Herbert. Puedes recitar el Haftarah[3] en inglés, y todo arreglado.
—¡No se puede!
—¿Quién dice que no? Lo que importa no es la lengua, sino lo que se dice. Antiguamente, el Haftarah lo leía un niño, y entonces y ahora era una selección de los Profetas. No formaba parte del Bar Mitzvah, porque esta ceremonia no existió hasta la Edad Media, pero lo leía un niño porque… —aquí vaciló—… porque Dios escucha con más agrado la voz de la inocencia. Mira, Herbert, los profetas eran los defensores del pueblo. En aquel tiempo, los reyes, los gobernantes y los generales eran tan crueles y tan locos como hoy, y entre ellos y el pueblo sólo había los profetas. Por eso yo te puse el Haftarah de Isaías. Pero lo leerás en inglés.
—¿Está seguro, rabino?
—Pues claro. Y creo que será más eficaz si la gente entiende lo que dices.
—¿Y qué le digo a mi padre?
—Lo que yo te he dicho.
—Se enfadará.
Tenía razón el chico. David, Lucy y sus dos hijos estaban cenando cuando llamó Mr. Cohen.
—Quiero hablar con usted, rabino.
—¿Puede ir a mi despacho mañana por la mañana?
—No señor; no puedo. Yo tengo que trabajar, no soy uno de sus judíos ricos de Leighton Ridge. Quiero verle esta noche.
—Está bien. En mi despacho de la sinagoga dentro de una hora.
—¿Quién era? —preguntó Lucy. —Le oíamos desde aquí.
-—Cohen. Es pintor de paredes. Trabaja en Bridgeport y vive en Fairfield. Está con nosotros porque se peleó con los dos rabinos de las sinagogas de allí, y supongo que quiere comerme crudo porque le dije a su hijo que podía leer el Haftarah en inglés.
—Cuando yo era niña, estaba convencida de que la Biblia se había escrito en inglés —dijo Lucy.
—¿No, mami? —preguntó Aaron.
—Temo que Mr. Cohen está convencido de que aún no la han traducido.
Mr. Cohen también estaba convencido de que el templo «Shalom» no era una verdadera sinagoga, y así lo dijo nada más irrumpir en el despacho de David una hora después, espetando sin más preámbulos:
—Si hay algo que me revuelva el estómago, rabino, es esta manía de llamar templo a una shul. ¡Me revienta!
Cohen era un hombre rechoncho, de cejas hirsutas, que irradiaba hostilidad.
—Bien, no se trata ahora de cómo hay que llamar a una sinagoga —dijo David, en tono apaciguador. —Personalmente, no acaba de gustarme llamar templo a una sinagoga y procuro evitarlo si es posible.
—Le quedo muy reconocido por su opinión.
—¿No quiere sentarse?
—Lo que he venido a decir puedo decirlo de pie. Nunca en mi vida, rabino, nunca en mi vida había oído que un chico cantara el Haftarah en inglés en la ceremonia de Bar Mitzvah. Ni que alguien lo sugiriera. ¿Es que va a decirme que mi hijo no puede aprender a leer hebreo? Eso es un disparate, y usted lo sabe. Mi hijo es tan listo como cualquier otro. La culpa la tiene ese condenado estúpido de polaco que usted puso a enseñar a los chicos.
—No es el más competente de los maestros, pero incluso con el mejor maestro hay chicos que no pueden asimilar otra lengua, y mucho menos una tan difícil y diferente como el hebreo.
—Pamplinas. Ya estoy harto de ese ramplón judaísmo reformado. Me parece que es usted tan judío como el Papa. Escuche, o pone a otro maestro de hebreo o saco a mi hijo de aquí y busco una sinagoga judía.
—Está usted muy enojado, y comprendo su actitud. Le parece que nosotros queremos decir que su hijo es torpe, que le falta inteligencia…
—¿Y no es eso lo que dice? ¡Tiene mucha razón, estoy enojado!
—Pero yo no digo eso. La capacidad para asimilar una lengua no tiene nada que ver con la inteligencia. Herbert es uno de los chicos más sensibles e inteligentes que tenemos.
—¿Sí? Mire, rabino, yo no quiero a un chico sensible, no como usted me lo pone. Dice él que usted les enseña que la guerra es mala y que la persona no tiene derecho a defenderse. Pues eso también son pamplinas. ¿Va usted a decirme que Israel no tiene derecho a defenderse? Yo voy a llevarme de aquí a mi chico y lo llevaré donde haya alguien que le enseñe a ser judío.
—Ahí lo tienes —dijo David a Lucy cuando volvió a casa. —Lo siento por el muchacho.
—Y parece una cosa tan insignificante. Desde luego, a mi modo de ver, es más lógico utilizar el inglés.
—No, tampoco se trata de un problema lingüístico. Yo pensaba proponer que el niño leyera el texto en hebreo copiado en el alfabeto inglés, es decir, si no lograba convencerle; pero no me dejó hablar. No, no es el idioma. Probablemente, él recuerda una pequeña y acogedora sinagoga ortodoxa a la que iba cuando era niño, en la que, desde hacía mil años, no había cambiado nada, un refugio apartado del mundo. Pobre hombre. Está asustado. Le comprendo.
—David, ¿por qué no puedes afrontar la realidad? No tienes que amar a todo el mundo, ni son buenas todas las personas. La semana pasada, en la escuela dominical, vi que ese niño tenía verdugones en los brazos. Su padre le pega.
—Eso es frustración.
—¡Y un cuerno! ¿Tú pegas a tus hijos cuando te sientes frustrado? ¿Qué diablos te pasa, David Hartman?
—Que soy rabino.
—¡Valiente excusa! Eres rabino.
—Estás convirtiendo esto en una pelea. Me gritas como si hubiera hecho algo malo. Quieres dar a entender que es un crimen comprender a la gente, en lugar de odiarla por sistema.
—Precisamente. Yo odio a la gente que pega a los niños. No trato de comprenderla. Creo que apesta. Y deja que te diga una cosa, David Hartman, el lenguaje tiene su razón de ser. Cuentos son cuentos. Cochino es cochino y podrido es podrido. Y podría ir más lejos y decir que mierda es mierda. Tú y Martin desterráis esas palabras; desterráis los sentimientos; pretendéis un mundo que no existe. ¡Oh, mierda! ¿De qué sirve hablar contigo? —Y, con estas palabras, Lucy huyó por la escalera, casi tropezando con los dos niños que estaban sentados en el descansillo, escuchando.
Al día siguiente aprovechando un momento de calma, sin llamadas ni visitas, David subió al coche y se acercó a la iglesia congregacionista. Martin Carter estaba hablando por teléfono y dijo que en seguida terminaba.
—Era mi tsuris[4] —comentó. Conocía media docena de palabras en yiddish y no desperdiciaba la ocasión de utilizarlas. —Mi hija Ellie, veintitrés años, es la eterna estudiante. Ahora es el master’s, después será un doctorado. Y su padre es un párroco de pueblo. Bueno, por fin parece que se ha enamorado perdidamente de…, un católico, un católico de Boston, descendiente de irlandeses.
—¿Y te disgusta?
—No lo sé —dijo Martin, contrariado. —Yo le he dicho que lo importante es que se quieran. Él es médico y, probablemente, una persona excelente. No, David; me disgusta. Me haré a la idea, pero ahora me disgusta.
—¿Qué dice Millie?
—Aún no lo sabe. Pero a ella no le importará. Millie piensa que todas las religiones son un desastre.
—No… Bromeas. —Cuando Lucy le dijo lo mismo, él, simplemente, no la creyó.
—En serio. ¿No te habías dado cuenta?
—Pero si parecéis un matrimonio ideal.
—Sí, nos queremos mucho. Ella ve en mi actitud hacia el cristianismo la prueba de una tara mental. Pero tú no has venido para hablar de eso.
—Vamos a dar un paseo —propuso David. Cuando estuvieron fuera, dijo a Martin—: Durante los diez años que hace que nos conocemos, Martin, ¿cuántas peticiones en favor de los derechos civiles hemos firmado, en cuántas manifestaciones pacifistas hemos estado, en cuántas protestas contra la guerra hemos participado?
—En bastantes. ¿Qué viene ahora?
—Lucy y yo hemos tenido otra pelea. Ella dijo que tú y yo pretendemos un mundo que no existe.
—¿Oh? Muy interesante. ¿Y no dio más detalles?
—No.
—Tiene gracia la frase. Pretendemos un mundo que no existe.
¿Fueron ésas sus palabras, David?
—Sí, se me quedaron grabadas.
—El quid es: ¿dónde está la pretensión? ¿Quiere decir que simulamos o que nos imaginamos un mundo que no existe?
—Tal vez las dos cosas.
—Una mujer muy inteligente, David. Pero yo no me atormentaría con eso. El matrimonio es una interminable sucesión de pequeñas tragedias y nuevos comienzos. Pero tampoco se trata de eso, ¿verdad, David? Tú estás deprimido.
—El mundo es deprimente, Martin.
—Vamos, en un día de primavera estas colinas son lo más hermoso del mundo. Sólo con mirar alrededor se le alegra a uno el corazón.
—Te envidio.
—Eso pasará.
—No sé —dijo David. —No sé.
—Pues claro que sí. Y en cuanto a Lucy y Millie, bien sabe Dios que no es fácil ser la esposa de un clérigo.
—¿Nosotros fingimos que no existen las palabras fuertes, Martin? Me refiero a esas palabras que durante la guerra parecían tan necesarias como el cincuenta milímetros… «jodido» a cada frase, «puta», «mierda», etcétera… Me cuesta trabajo decirlas.
—Lo sé.
—Entonces, por el amor de Dios, ¿a qué jugamos?
—A simular. Pero no somos los únicos. Yo trato de acomodarme a las circunstancias, David. Si no creyera en Dios, si perdiera la fe…
—¿Tú crees realmente?
—Sí, creo. ¿Sabes que cuando iban a probar la primera bomba atómica, Fermi y Oppenheimer y los demás grandes cerebros, se suscitó la pregunta de si la explosión no podría incendiar la atmósfera y destruir, en un terrible momento, toda la vida de la Tierra? Cruzaron apuestas y luego hicieron estallar la bomba. ¿Tienes la menor duda de que esos llamados grandes hombres de ciencia no fueran unos locos criminales?
—No, ninguna —dijo David lúgubremente.
—A ti puedo decírtelo, David, pero no desde el púlpito. Sí, yo simulo. Sí, yo soy un farsante. Sí, yo soy un cobarde. ¿Y qué? Pido a Dios que me perdone. No soy más que un ser humano en un momento de la Historia en el que la locura del hombre y la tecnología pueden aliarse para destruir la especie humana en cuestión de segundos. Si no creyera en Dios, David, el mundo me parecería absurdo e intolerable.
—¿Y tú le encuentras sentido?
—Lo intento. Y tú tienes que comprenderme, porque también lo intentas.
—Sí, lo intento.
—Somos lo que somos, predicadores en una época tan terrible que la mente la rechaza.
—Sin embargo…
—Ya lo sé —le interrumpió Martin. —Sin embargo, la vida continúa como si nada hubiera cambiado, y representamos nuestro papel. David, somos necesarios, créeme. Si no lo creyera así, mañana mismo abandonaría. Tal vez no seamos honrados, pero sí necesarios. La aspirina es necesaria. Es lo mismo. Liddy Delman es una de mis feligresas. Una mujer de cincuenta y dos años, atractiva e inteligente. El marido murió de un ataque al corazón hace un año. Ahora ella se está muriendo de cáncer en el hospital de Danbury. Le queda una semana de vida, tal vez un mes. Yo voy a verla por lo menos cada dos días. Le sostengo la mano y le digo que nacerá a otra vida, que Jesús la recibirá en sus brazos y que volverá a ver a su marido y a sus seres queridos. ¿Le digo la verdad, David?
David no contestó.
—¿Te callas? El rabino no quiere comprometerse delante del clérigo cristiano. Pero, qué diablos, yo le doy paz de espíritu, David. Le quito el temor al sufrimiento estéril y a la muerte estúpida. La ayudo a irse de este mundo con cierta dignidad. ¿Está mal eso?
En casa, Lucy le dijo:
—Si por lo menos tuviéramos una pelea, una buena pelea, con gritos, insultos y lágrimas, tal vez pudiéramos hacer borrón y cuenta nueva.
—Yo no entiendo eso. Yo sólo sé que te quiero y que no puedo pelearme contigo, Lucy.
—Ya lo sé, David. Mañana tengo que ir a Nueva York a pasar el día con mamá. No puede seguir viviendo sola en aquel apartamento, sin papá…
—Te he dicho que trates de convencerla para que venga a vivir con nosotros. Yo aprecio a tu madre.
—No lo entiendes. Tú eres rabino. Siempre estaríais discutiendo. De todos modos, ha decidido dejar el apartamento e irse a vivir a California. Allí tenemos muchos parientes, incluida la tía Freda, su hermana. Quiere que vaya al apartamento y escoja todo lo que desee conservar. En realidad, no deseo nada de lo que hay allí, pero si le digo eso se ofenderá.
—Por supuesto. Yo me quedaré con los niños. No hay inconveniente.
—Saldré a las siete menos cuarto de la mañana, antes de que se congestione el tráfico, y podré estar de regreso para la hora de la cena. Dejaré la carne preparada para meter en el horno y una nota con instrucciones para las temperaturas y el aderezo. Tú tendrás que despertar a los niños, encargarte de que se vistan, darles el desayuno y mandarlos al colegio. El autobús pasa a las ocho cuarenta exactamente. Copos de avena con leche y donuts. No se morirán por un desayuno frío. Tomarán un almuerzo caliente en la escuela. El autobús los trae a las tres y diez.
—Creo que podré arreglármelas.
—Claro que sí. Soy una pesada.
Aún era de noche y él acababa de dormirse. Lucy le sacudía por un hombro.
—Arriba y a ellos, rabino. Son las seis y media y ya me voy.
Él habría podido protestar airadamente que no tenía por qué levantarse a las seis y media, pero David nunca protestaba airadamente. Era parte de la carga que tenía que soportar. No protestar airadamente por nada.
David siempre había dado por descontado que sus dos hijos, Aaron, de nueve años y Sarah, de siete, formaban parte de su vida. De pronto aquella mañana, eran dos extraños. Sus relaciones se habían modificado. Miraron con recelo los copos de avena.
—Mamá nos da sémola y le echa miel. A esto no se le puede echar miel.
Sarah explicó a su hermano con un ronco susurro:
—Él no sabe hacer sémola. Es un hombre.
—¿Por qué se ha ido a Nueva York? —preguntó Aaron.
—La abuela Sally se va a California, y mamá a ido a ayudarla a vaciar el apartamento.
—¿Dónde está California? —preguntó Sarah.
—¡Ya no la veremos más! —dijo, Aaron.
—¿Por qué?
—California está muy lejos.
—¡No volveremos a ver a mamá! —berreó Sarah.
—Mamá volverá esta noche antes de que os acostéis —dijo David. —Mamá no se va a California. Es la abuela la que se va a vivir con su hermana, la tía-abuela Freda.
Aquel ligero y extraño antagonismo persistió hasta que los niños salieron para la escuela, dejando a David muy preocupado pensando en qué era él para sus hijos. Cuando volvieron, los esperaba con leche y galletas pero lo primero que preguntaron fue si había vuelto Lucy. Los esfuerzos de David por divertirlos fueron tan poco afortunados como los tazones de copos de avena. Después de la merienda, los dos salieron de estampida, en busca de sus amigos, mientras David se preguntaba qué hacía entonces. Si se quedaba en casa, podía vigilarlos por el jardín de atrás, pero ¿pensaba Lucy que no debía perderlos de vista como estimaba él?
Mrs. Shapiro le llamó desde la sinagoga, para recordarle sus compromisos.
—Tendrá usted que anularlos. He de quedarme en casa para vigilar a los niños.
—Ya no es posible. Rabino, yo iré a vigilarlos mientras usted cumple sus compromisos. Espéreme, estaré ahí dentro de unos minutos.
David sintió un gran alivio al verse libre de la responsabilidad de los niños y traspasarla a Mrs. Shapiro. Su secretaria era una mujer maciza y competente. Y qué inspirada estuvo al proponer el intercambio.
—¿Los tendrá usted bien vigilados mientras yo esté fuera? —le preguntó David.
—Rabino, rabino, ¿qué puede ocurrirles a unos niños en este hermoso lugar? Donde yo me crié, la Avenida B del barrio Este, era otra cosa. Pero incluso allí los niños sobreviven. Es un hábito que tienen.
David permaneció en la sinagoga hasta que hubo terminado el culto vespertino diario y luego corrió a su casa. Mrs. Shapiro y los niños estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina. Sus hijos tenían delante sendos platos de huevos revueltos y tomates troceados que devoraban ansiosamente acompañándolos de pan con mantequilla.
—¡Cielo santo! Me olvidé del asado. Lucy me matará.
—Están muy delgados —dijo Mrs. Shapiro en tono acusador.
—Es porque son muy activos. No porque me haya olvidado de meter la carne en el horno.
—Dicen que usted les deja ver la televisión. ¿Es verdad, rabino?
—Ellos no mienten, Mrs. Shapiro. Claro que es verdad. Una hora del programa infantil.
—¿Lo ve? —dijo Aaron. —Y hoy nos lo hemos perdido.
—Y también os ha preparado una cena estupenda. Conque no seas repelente —dijo David.
—Pero si os había dejado cena en la nevera —dijo Lucy cuando llegó a casa una hora después. —Te lo dije, David: la carne, el horno…
—Sí, pero se me olvidó. Mel Klein regresó temprano de Nueva York y tuvimos una reunión para hablar de finanzas. Luego vinieron las de la hermandad femenina con la petición de que pongamos a una mujer de chantre[5]. Sophie Frome y Dora Buckingham están volcadas por lo que ellas llaman los derechos de la mujer…
—Yo también.
—Y yo —dijo David. —Pero una mujer, cantando en los oficios…
—¿Por qué no? Cantamos mejor que los hombres, nuestra voz suena mejor, y tengo entendido que en varios sitios ya hay chantres femeninos.
—No discutamos por eso. Cuéntame cómo está tu madre.
—Bien. Va superándolo. Pero es un proceso muy lento. Ya hace cuatro años que papá murió, y podría haberse hecho a la idea, pero aún se echa a llorar cada vez que hablamos de él. Estaban muy unidos. Por una parte, creo que es bueno que se vaya a California.
—¿Por qué? Va a estar muy lejos de ti y de los niños.
—Sí, pero California tiene para ella una especie de significado místico. Ella y papá estuvieron allí en viaje de novios. Se hospedaban en un pequeño parador de Santa Bárbara. Fue poco después de que papá se licenciara del Ejército en mil novecientos dieciocho, y por lo que cuenta mamá, en aquella época, el sur de California era lo más parecido al cielo que había en este mundo. Su familia sigue viviendo en Santa Bárbara. El tío Bert tiene una tienda de arneses. Bueno, ya no vende muchos arneses, sino botas, sillas de montar y cosas así. Necesitan a alguien que les ayude y han ofrecido un empleo a mamá. O sea que, por ese lado no hay problema.
—Pero, por otro lado…
—Por otro lado, la echaré mucho de menos, David.
—Bueno, tendremos que apretarnos el cinturón y ahorrar lo suficiente para hacer un par de viajes al año.
Lucy se echó a reír.
—David, eres formidable. ¿Apretarnos el cinturón? ¿Más todavía?
—Bueno, nos arreglamos, ¿no?
—Con muchos apuros. De no ser porque el doctor Levine no nos cobra las visitas, Della nos regala cosas del huerto y la hermandad femenina me proporcionó la máquina de coser, no sé cómo podríamos arreglárnoslas. ¿Y ahora pretendes que hagamos dos viajes en avión a California? No sé cómo.
—Ya encontraremos la forma.
David comentó el asunto con Martin, que le dijo:
—Bueno, ahí lo tienes, David. Nos hemos dedicado a una profesión que está peor remunerada que la de carpintero o fontanero. Afortunadamente, Millie tiene una renta de unos pocos miles al año. Yo opino que la profesión de clérigo deberían ejercerla sólo los hijos de familia rica.
—¿No hablarás en serio?
—No, claro que no. Pero lo malo es que los padres peregrinos, que eran más pobres que las ratas, hicieron de la pobreza un pecado y crearon una ideología nacional que perpetúa la idea. Si eres rico, Dios ha bendecido tu laboriosidad y tu inteligencia. Si eres pobre, ello demuestra que eres perezoso, descreído y estúpido.
—Eso nos deja al margen —observó David.
—Y a los profetas, y a los apóstoles, y a san Francisco, a otros muchos.
Semanas después, a primeros de junio, David predicaba su último sermón de la primavera. Los cuatro sermones siguientes estarían a cargo de oradores invitados. David decidió que su plática versaría sobre la antigua leyenda judía de los Lamed Vov. Hacía años que no hablaba de ella, no era tema de su agrado. Lo encontraba, si más no, triste y deprimente. David recordó a su auditorio que, según la antigua leyenda, si llegaba un momento en el que no fuera posible hallar a treinta y seis hombres justos y santos, el mundo se acabaría.
—Pero en una época en la que estamos almacenando suficientes armas nucleares para aniquilar a toda la especie humana —dijo David en su sermón—, ¿cómo hemos de interpretar la leyenda de los Lamed Vov? ¿Es pintoresca y anacrónica? ¿O es que en este mundo que hemos montado ya no puede haber treinta y seis hombres justos?
Después, Lucy le dijo:
—¿Cómo pudiste decir eso? Había niños escuchándote. Es lo más deprimente que he oído en mi vida.
David aceptó en silencio la crítica de Lucy y rehuyó a la gente todo lo posible. Cuando hubo pasado el fin de semana, se fue a Nueva York diciendo que regresaría antes de la cena. Su actitud hizo desistir a Lucy de preguntar por la razón del viaje y acoger con alivio su ausencia de un día.
Rabí Belsen, ya emérito a sus ochenta y tres años, seguía ocupando el mismo despachito del Instituto. Nadie se atrevía a sugerir que se retirara ni que dejara el despacho, porque, según dijo alguien, nadie deseaba cargar con la tarea de trasladar todos sus libros y papeles. Libros y papeles que llenaban a tope las estanterías que cubrían hasta el último centímetro cuadrado de pared.
—Llega usted temprano —dijo cuando David entró en el despacho. —¿No hará mucho calor para tomar una taza de té? —Estaba calentando el agua en su hornillo eléctrico. Tenía la barba completamente blanca y más arruguitas alrededor de los ojos, pero, por lo demás, había cambiado muy poco desde la última vez que David le había visto, hacía varios años.
—¿Cómo está? —preguntó David.
—¿Cuánto tiempo hace que no venía por aquí, David, seis años, ocho? Soy viejo. Dios ha querido concederme ochenta y tres años de vida, pero no ocuparse de otras cosas, como mis ojos, mi artritis, mi memoria, para no hablar de mi corazón. Bueno, ¿y qué es lo que he aprendido? Browning era muy buen poeta, pero un poco necio. «¡Envejece conmigo! Lo mejor aún no ha venido, la razón última de la vida fruto de la primera». Tal vez para rabí Ben Ezra, Dios le bendiga, envejecer era un placer. Para mí, no. ¿Toma el té con azúcar?
—No, gracias.
—No crea que charlo tanto porque sea insensible o porque empiece a chochear. Trato de hacer que se sienta usted cómodo. Porque está abrumado por la pena.
—¿Cómo lo sabe?
—Por su forma de hablar cuando me pidió la entrevista. Por su aspecto. Está más delgado. Tiene ojeras. No hay en usted sosiego ni placidez, David.
—Mi mundo se ha hecho pedazos, rabí Belsen.
—Es lo que suelen hacer los mundos. Es una vieja costumbre.
David no encontraba palabras para expresar lo que tenía que decir. «Un cura frustrado» tenía acento histórico, tradición, pero «un rabino frustrado» resultaba anodino. Permaneció inmóvil frente a rabí Belsen que esperaba pacientemente, removiendo el té, y luego dijo bruscamente:
—He perdido la fe.
—¿Oh? —El anciano movió la cabeza. —No veo claro qué es lo que ha perdido, David. La fe es una cosa muy cristiana. Si no me equivoco, el diccionario suele definir la fe como una creencia sin pruebas. ¿Tenía usted esa creencia, una creencia sin pruebas? Si la tenía, dígame qué pruebas le hacían falta para convertir esa creencia en certidumbre.
—No estoy seguro de entender lo que quiere decirme. Yo creía en Dios. Ahora ya no creo. Soy un rabino que no cree en Dios.
—¿Sabe?, hace tanto tiempo que mi familia llegó a América —dijo el anciano. —Mi padre vino hace ciento catorce años. Desde luego, eso no es nada si lo comparamos con el tiempo transcurrido desde que llegaron los que fundaron Leighton Ridge, pero sí lo suficiente para que uno se sienta desconcertado. David, a veces yo observaba cómo bebían el té los recién llegados de Europa, sosteniendo un terrón de azúcar entre los dientes. Yo probé una vez, pero no me satisfizo. —Hizo una pausa y agitó el índice. —No, no he perdido el juicio. Aún estoy tratando de hacer que se sienta cómodo. Me pregunto por qué ha perdido su fe en Dios. ¿Es porque el mundo no da señales de cordura en ningún lugar? ¿O es porque la gente comete atrocidades? Ambas cosas se ponen de manifiesto en la Biblia, que narra los actos más horrendos, consumados sin armas atómicas ni pólvora.
—No sé por qué he dejado de creer. Sólo sé que ya no creo.
—Supongo que ya sabe que nosotros decimos que el judío no deja de creer sino que, sencillamente, se enfada con Dios.
—Ya lo había oído.
—Fíjese, Davie, yo no discuto ni trato de convencerle de nada. En estos momentos, todos mis argumentos serían inútiles. Sólo servirían para estimularle a buscar razones en las que apoyar su postura. Yo prefiero dejarle desorientado. Al fin y al cabo, tuvo usted una excelente formación rabínica que creo yo, no desmerece de la que, según se dice, imparten los jesuitas. Yo conocía a un médico muy sabio que un día me dijo que todo el que estudie el hígado humano forzosamente tiene que creer en Dios. Pero esto no le resuelve nada, ¿verdad?
David movió la cabeza, sonriendo.
—Temo que no.
—Bien. Ya se siente un poco mejor. Comprendo su angustia.
—No se trata sólo de mis creencias. Tengo que dejar la sinagoga.
—¿Por qué?
—¿Cómo puedo hablar de Dios, de fe y de esperanza, si no creo en nada ni espero nada?
—Según mis informes, usted es un rabino muy bueno. Eso es importante. ¿Piensa que, de seguir en su puesto, se convertiría en un rabino indigno?
—Quizá. No lo sé.
—Si usted renuncia, ¿encontrarán a otro que sea mejor que usted?
—No lo sé, rabino. No puedo responder a esa pregunta.
—Y yo no puedo decirle lo que tiene que hacer, David. No me es posible encontrar a Dios por usted ni decirle algo que le convenza de que Dios existe. Eso debe descubrirlo usted por sí mismo. Pero ¿no es posible que, en realidad, usted nunca haya creído en Dios y que hasta ahora no haya podido afrontar esa circunstancia?
—No, no es posible —dijo David casi con brusquedad.
—Está bien. Pero piénselo.
—¿Y enviará a alguien a la sinagoga para relevarme?
—Bueno… aún no. Yo ya no intervengo activamente en la designación de rabinos, pero puedo hablar con los encargados. De todos modos, no hay que precipitarse. Piénselo. Recapacite. Y no crea que iba a ser tan fácil encontrar a la persona adecuada para Leighton Ridge. Así que, por el momento, David, continúe con su trabajo.
David salió del Instituto enojado consigo mismo y con rabí Belsen; consigo mismo, por haber acudido al anciano, gimoteando, sin un ápice de dignidad, y con Belsen, porque no le había ofrecido nada, ni esperanza ni consejo. Con sus huesudos hombros encorvados y las manos hundidas en los bolsillos de su viejo traje de rayadillo, estuvo deambulando por las calles de la ciudad mientras trataba de adivinar qué habría hecho si Belsen llega a decirle que tenía que abandonar el rabinato y ceder el púlpito a otro. Hubiera tenido que decir a Lucy que estaba sin empleo y que ya no tenían derecho a ocupar la casa en que vivían. ¿Y entonces qué? ¿Para qué otra cosa servía él? Toda su formación, todas sus aptitudes se circunscribían al rabinato. Conocía a varios hombres formados para el rabinato que habían terminado en alguna Universidad, enseñando Historia Bíblica, Hebreo o las Religiones del Oriente Medio, pero no era un futuro que le sedujera, aun suponiendo que alguna Universidad se interesara por sus servicios.
Se encontró caminando por Riverside Drive. Se paró a mirar el río, apoyado en el pretil. El viento hacía cabrillear el sol en el agua. En aquel momento, pasaba una yola remontando la corriente con las velas desplegadas. Dos hombres y dos mujeres manejaban las velas afanosamente moviéndose con agilidad para esquivar el botalón cada vez que oscilaba hacia uno u otro lado. Mientras los observaba, jóvenes bronceados, desbordando vitalidad en su brega con el viento y la lona, David pensó que él nunca había estado en una embarcación como aquélla, ni en ninguna embarcación de vela y de pronto su vida se le antojó gris, apagada, aburrida, un aburrimiento interrumpido sólo por los años de la Segunda Guerra Mundial, y al recordar aquellos años, instantáneamente, y no sin cierto placer, rememoró la emoción, el peligro y el horror.
—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta. —¿Es que la única forma de sentirse vivo es participar en la mayor matanza desencadenada por el hombre?
Mientras regresaba en el coche a Leighton Ridge, se preguntaba por qué había ido a Nueva York, y cuando trató de explicárselo a Lucy, ella dijo:
—David, no tienes que darme explicaciones. Eres un hombre maduro y tienes perfecto derecho a ir a Nueva York o adonde quieras, sin consultarme ni explicarme nada.
—No, no lo tengo. Tú eres mi esposa.
—Sí, y sé lo que tratas de decirme. Vas a decirme que fuiste a Nueva York para ver a rabí Belsen, o alguna otra persona de aquel extraño lugar, y pedirle que te devolviera el Dios que habías extraviado por ahí.
Él se sintió dolido. Ella podía herirle más fácil y profundamente que nadie, y ahora advirtió que le había hecho daño.
—Oh, perdona —exclamó.
—No tiene importancia. Sí, eso es lo que iba a decirte.
—¿Por qué, David? ¿Por qué? Ahora ya no es a mí… eso te lo haces a ti mismo.
—Quiero explicarte por qué, Lucy. Tú eres mi mujer y yo te quiero. Por lo tanto, tendría que poder decirte por qué. Pero es tan difícil.
—Inténtalo, David. Hace más de diez años que estamos casados. ¿No es hora de que podamos hablar sin reservas?
—No es que no quiera hablar de eso contigo…, es que me es difícil expresarlo con palabras. Me parece que desde que iba a la secundaria he tenido la impresión de que había sido puesto en este mundo para prestar un servicio. No, eso no lo describe. Digamos que yo me puse en las manos de Dios, dispuesto a aceptarlo todo, por terrible que fuera. Como dijo el poeta: «Dios está en el cielo, todo va bien en el mundo. Pero un día, de pronto, las manos ya no estaban».
—David, David, amor mío, nunca estuvieron. Esas manos no existen. Sólo existe la gente… tú, yo, los niños, los amigos… sólo gente. Lo malo y lo bueno lo hacemos nosotros.
—¡No!
—David, mira a tu alrededor. Existe una vieja religión llamada golf y una nueva religión, completamente ecuménica llamada tenis, y los nuevos apóstoles son los ases de la raqueta. ¿Y Dios? David, ha salido a almorzar. David, mira dónde te has metido. Si tú te empeñas en tener un Dios y no hay Dios, ¿qué vas a hacer?
—No lo sé —dijo él con resignación.
—Tú y Martin os habéis metido en un buen berenjenal.
Dos meses después del incidente, unos diez días antes de que los niños volvieran al colegio, David y Lucy estaban terminando de cenar más tarde de lo habitual. Los niños se hallaban en la cama y Lucy propuso tomar el café en la sala.
—Tengo que decirte algo muy importante, David. —Había hecho venir a Mrs. Holtzman, aunque David no se explicaba por qué, puesto que estaban solos, pero, al parecer, ahora quería hablar donde Mrs. Holtzman no pudiera oír lo que decía.
David intuyó la frialdad, si no la sustancia, de lo que se avecinaba. Desde hacía semanas el lazo que le unía a su esposa había ido tensándose y debilitándose. Sus relaciones sexuales habían cesado casi por completo, su charla era más seria y sus silencios, más largos. Aquella noche, Lucy dijo:
—Tenemos que hablar, David, y hablar de cosas que tú prefieres evitar, es decir de ti y de mí.
—¿De qué sirve hablar? Tú te enfadas. Siempre te enfadas. Y yo no puedo pelear contigo, Lucy. Me haces trizas.
—Esta noche, no. Pero de eso se trata…, de la cuestión de enfadarse.
—Eso ya lo hemos discutido.
—En realidad, no. Si pudiéramos enfadarnos y pelear de verdad, ello demostraría que estábamos vivos. No, no quería decir eso. Lo que trato de decir es que a nuestro matrimonio le falta algo, algo que yo necesito como el aire que respiro.
—¿Y qué es, Lucy? —preguntó él suavemente.
—No estoy segura. Risa, tal vez. Alegría. Una especie de expectación. Esperar el mañana con ilusión porque piensas que ha de traerte algo bueno. No pensar que el mañana no ha de ser menos agobiante que el hoy.
—¿Eso piensas tú?
—Ya hace mucho tiempo, David. ¿No lo habías notado?
—No imaginé que fuera eso.
—No es que no te quiera. Eres tan bueno y cariñoso…
—Pero no es suficiente, ¿verdad?
—David, tengo que marcharme de aquí, o me volveré loca. No estoy hablando de divorcio. Sólo quiero irme con los niños a California durante un semestre escolar. Hasta febrero. Hablé por teléfono con mi madre, ella preguntó al tío Bert y la tía Freda. Él necesita alguien que le ayude en la tienda. Me daría cien dólares a la semana.
—Y me dejas para ir a trabajar en una tienda de sillas de montar de California —dijo él con incredulidad. —Lucy, ni siquiera sé dónde está Santa Bárbara. ¿Y te llevas a los niños?
—Yo no te dejo. Bueno, sí y no. No pienso pedir el divorcio. Sólo es por salvar mi… Iba a decir mi sano juicio. Pero no; es mi vida, David.
—No lo entiendo. No entiendo nada.
—¿Alguna vez has entendido algo que yo te haya dicho?
—No es justo —protestó David. —Siempre te he escuchado y he tratado de comprender tu punto de vista.
—Bien, pues aquí tienes mi punto de vista —dijo ella alzando la voz. —Mi punto de vista es que si no me marcho de Leighton Ridge acabaré volviéndome loca, suicidándome, gritando hasta que se me rompan las cuerdas vocales convirtiéndome en una pobre idiota o divorciándome de ti… o todo a la vez. Oh, Jesús, no sé. No quiero acabar con nuestro matrimonio. No quiero el divorcio. Pero tampoco puedo continuar como hasta ahora. Por eso he pensado en una separación temporal. No tienes que mandarnos dinero. Mamá encontró una casita muy mona con habitaciones de sobra, y viviremos con ella. Ella cuidará de los niños mientras yo estoy en la tienda… —Vio que él trataba desesperadamente de disimular el dolor que sentía y se interrumpió, para no echarse a llorar. —¿Cómo podría explicártelo? —preguntó tristemente.
David no contestó. Se quedó inmóvil en la silla, rígido, mirando a su mujer tal vez durante un minuto, y luego dijo:
—¿Cuándo piensas marcharte?
—Dentro de unos días, David, para poder inscribir a los niños en la escuela antes de que empiece el curso.
—¿Habrá judíos allí, Lucy? —preguntó él con infantil inocencia.
—Claro que sí. Y en Los Angeles, a menos de noventa kilómetros, casi la misma distancia que hay de aquí a Nueva York, reside la segunda comunidad judía más importante del mundo.
—Podría llamarte por teléfono. No debe de ser muy caro. O ir a veros, dentro de uno o dos meses. Voy a echaros mucho de menos —añadió triste, desconsoladamente.
—Naturalmente. Tenemos ahorrados cinco mil dólares. Creo que podrías gastar la mitad en viajes y demás.
Él movió la cabeza.
—Esto es disparatado. ¿Qué nos ha pasado?
—Lo mismo que a mucha gente, David.
—Pero yo te quiero. Y siempre creí que tú me querías.
—Y te quiero… en cierto modo. Pero no basta. Sencillamente, no basta.
—No lo entiendo —dijo él, anonadado. —¿Y yo qué hago? ¿Sigo viviendo aquí?
—Mrs. Holtzman se quedará en la casa. Dormirá en el cuarto de Sarah. Ya he hablado con ella. Le he dicho que me llevo a los niños a California a pasar una temporada con mi madre. No tiene por qué saber más, ni ella ni los otros miembros de la congregación. Les dices eso. Es perfectamente natural.
—¿Y he de vivir solo?
—Es sólo una temporada, David.
—Has dicho todo un curso, cinco meses. ¿O es sólo para prepararme para el divorcio?
—No pienso pedir el divorcio, David. A no ser que tú lo desees.
—¿Por qué iba yo a desear el divorcio? Lucy, por el amor de Dios, no hagas esto. No hay motivo.
—Es sólo para salvar mi vida.
Una semana después de que Lucy y los niños se fueran a California, David, porque tenía que hablar con alguien, contó a Martin Carter la verdad acerca de los motivos del viaje de Lucy, y Martin, comprensiblemente ya que no se le exigió que guardara el secreto, se lo dijo a su mujer. A Millie le faltó tiempo para invitar a David a cenar, y luego dijo a su marido:
—Cuando él llegue tú quédate arriba para que yo pueda hablar a solas con él.
Cuando llegó David, Millie estaba en la cocina. Él entró por la puerta principal, que nunca estaba cerrada con el pestillo, y Millie le gritó desde la cocina:
—Pasa a la sala y ponte cómodo, David. Martin está arriba duchándose. —Ella salió con dos vasos altos de ginebra con tónica. —Para los días de perros. ¿Te gusta la ginebra con tónica?
David aceptó el vaso con una sonrisa de desamparo. Estaba contemplando los muebles de la sala: el mullido tresillo tapizado de cretona, la mesa de costura del siglo XVIII el canterano de caoba, el espejo con marco imitando los rayos del sol que Millie había heredado de su abuelo, los dos retratos al óleo de unos antepasados… contemplándolo y tratando de comprender por enésima vez por qué Lucy había tenido que huir de todo aquello, su afirmación de que todo —incluidas cosas antiguas y hermosas como éstas—, todo lo que había en Leighton Ridge estaba asfixiándola, matándola. No obstante, sus vidas no habían quedado circunscritas a Leighton Ridge. Él y Martin se habían unido a todas las campañas justas, ido a manifestaciones, firmado peticiones, predicado contra la guerra y la injusticia. Pero eso, él y Martin. ¿Dónde se quedaba Lucy?
Ahora Millie la mejor amiga que había tenido Lucy —según la propia Lucy—, le decía sin rodeos:
—David, ¿por qué la dejaste marchar?
—Yo no la dejé. —Se quedó desconcertado e hizo un esfuerzo desesperado por explicar su propia actitud. —¿Cómo iba a retenerla?
—Diciendo que eres su marido y que no se le ha perdido nada en California.
—No podía decirle eso.
—¿Por qué? Por todos los santos del cielo, ¿por qué?
—Es un ser humano. Yo en su lugar, sintiendo lo que ella siente, habría hecho lo mismo.
—No, ni hablar. Ahora escúchame, David Hartman. Yo llevo casada con uno de los vuestros un montón de años, y sé lo que me digo. Además hace diez años que os observo. No es la religión. La gente como tú y Martin a veces os agarráis a la religión y a veces a otras cosas, qué sé yo, revoluciones y demás, pero siempre es porque sois una especie de santos, y que Dios se apiade de la mujer que se casa con un santo. Sé de lo que hablo. Yo he pasado por eso y conozco perfectamente hasta el último pensamiento y la última emoción de Lucy. También yo he sentido el afán de salir corriendo, y no una vez sino media docena. Pero a mí no me enseñaron como a ella a pensar y obrar con plena libertad, ni tenía a nadie en California. Si me hubiera marchado, la familia de Martin y la mía me habrían dejado en la estacada. Martin no, por supuesto. Él habría demostrado esa repelente comprensión que tan bien se os da a vosotros, los santos. Sí, me alegro de haberme quedado. La vida es tan absurda y mortificante en Santa Barbara o en cualquier otro sitio como en Leighton Ridge, y Martin, a pesar de su pía candidez, es un hombre maravilloso y apuesto, lo mismo que tú. Y nuestros hijos se han criado con un padre y una madre, como debe ser. Pero no es Leighton Ridge. Es este apestoso planeta en el que vivimos.
—Pero, si pensabas así, ¿qué te retuvo?
—¿Qué me retuvo? Las puertas cerradas. Yo soy hija de un clérigo y estoy casada con un clérigo. Eso cierra muchas puertas. Yo no me crié en una familia liberal y sin prejuicios como Lucy, libre de dudar y cuestionar. Pero ¿sabes?, me alegro… porque gracias a ello conservo a Martin.
—Si ella me quisiera, no se habría marchado. ¿De qué serviría obligarla a vivir con un hombre al que ha dejado de querer?
Millie suspiró con resignación.
—Me parece que no he conocido ni a un solo hombre que no tuviera menos seso que un mosquito, por lo menos cuando se trata de emociones y sentimientos. Las pocas horas que pasaste con la pobre Sarah Comstock, que en paz descanse, fueron horas de amor. Maravillosas, sí, pero horas, David, ¿comprendes? Al cabo de unos días, se va enfriando después de unas semanas apenas palpita y con los meses, si no se convierte en amistad, consideración y compenetración, hace que los enamorados se sientan dispuestos a destrozarse el uno al otro. Y la mayoría lo hacen. Y Lucy te tiene respeto admiración y confianza, y ese amor es mucho mejor que el que nos enseñan en el cine y en la tele.
—Aunque fuera verdad eso que dices, ya es tarde.
—¿Por qué?
—Ella se ha ido.
—David, David, sube a un avión y ve a buscarla.
—No puedo.
—Tienes que hacerlo. Yo quiero mucho a Lucy, pero está loca. Destrozará su vida, la tuya y la de los niños.
—No puedo obligarla a volver.
—David, toma un avión y vete a California. Es todo lo que tengo que decirte. Esta noche tenemos pastel de carne, un modesto pastel de carne de casa de clérigo. ¡Martin! —llamó. —Cenamos dentro de cinco minutos.
David permaneció despierto la mitad de la noche, pensando, haciendo planes, hablando consigo mismo, discutiendo consigo mismo, hasta que le rindió el cansancio. No llegó a su despacho de la sinagoga hasta después de las diez, y cuando entró Mrs. Shapiro con la lista de las llamadas, él la atajó con un ademán y dijo:
—Esta tarde me voy a California, Mrs. Shapiro. Ya he hecho la maleta. Reserve un pasaje en un avión que salga después de las dos. Así tendré tiempo de llegar a «Idlewild». ¿Usted sabe conducir?
—Desde luego. Vengo en coche a trabajar. Me parece maravilloso que vaya usted a ver a su esposa y a los niños, pero ¿y el oficio del viernes por la noche?
—Llame a Mel Klein. Él dirigirá los rezos. Usted me acompañará a «Idlewild» y así podrá traer el coche.
—Me perderé. No encontraré el camino de regreso.
—Encontrará el camino. Una persona mayor en un coche, si se pierde la encuentran siempre. Ahora, por favor, reserve los pasajes. Ida y vuelta para mí y pasaje sencillo Los Angeles-Nueva York para mi mujer y los niños. —Trataba de decirlo y de pensar en ello con naturalidad, pero interiormente le atormentaban las dudas y el miedo. Se había desdoblado en dos, y la parte que hablaba y se movía estaba destrozando todas las fibras del verdadero David Hartman.
La sensación se mantuvo durante todo el trayecto hasta «Idlewild»», mientras Mrs. Shapiro le recordaba:
—Del sábado en ocho tiene usted el Bar Mitzvah de Kaplin. Faltan diez días. ¿Estará de vuelta dentro de diez días, rabí Hartman? No me ha dado unas señas ni un número de teléfono. Usted debe de saber dónde vive su madre política, pero yo no. O quizá tampoco lo sabe. ¿Qué le digo a Mikey Kaplin? ¿Y a su madre? Ya sabe que en seguida se pone histérica.
—Santa Bárbara.
—¿Y dónde está Santa Bárbara? No puedo decir sólo Santa Bárbara. ¿Qué hago, llamar a Información y pedir que me pongan con Santa Bárbara?
—Por favor, Mrs. Shapiro, no se ponga nerviosa. —Pensaba que él estaba nervioso por los dos. —Mi suegra se llama Sally Spendler. A Información les basta con eso. Cuando lleguemos al aeropuerto, se lo daré por escrito.
—¡Ay, Dios mío!
—¿Qué ocurre, Mrs. Shapiro?
—Tiene usted una boda. Los Silverman. Lo había olvidado. Dios me valga, estoy volviéndome como usted, rabino.
—La boda será dentro de dos domingos. Si no he vuelto para entonces, llame al rabino Bert Sieger, de Norwalk. Él puede celebrarla.
—¿Y si el rabino Sieger tiene una boda en su propia congregación?
—¿En setiembre?
Cuando llegaron al aeropuerto, David estaba tan enfrascado en los problemas de Mrs. Shapiro que momentáneamente olvidó los suyos. En cuanto despegó el avión, volvieron a asaltarle sus propias preocupaciones y estuvo cavilando sobre ellas durante las siete horas del vuelo hasta Los Angeles. Una vez en Los Ángeles, la emoción de saber que dentro de poco volvería a ver a Lucy y a los niños pudo más que su desasosiego. Hacía sólo diez días que se habían ido de Connecticut, pero a él le parecía una eternidad. Mrs. Shapiro le había conseguido pasaje en el vuelo de la una, por lo que David tuvo que ir directamente y a toda prisa al aeropuerto. El avión aterrizó a las cinco, hora de Los Ángeles. A las seis, David iba en un coche de alquiler, hacia el Norte, camino de Santa Bárbara, consultando con frecuencia el mapa de carreteras. A las ocho y cuarto subía lentamente por Acacia Road, buscando el número 432, el de la casa alquilada por la madre de Lucy. Cuando lo encontró, le recordó las grandes casas de la playa de Far Rockaway adonde solía ir de niño con su madre, a visitar a una pariente lejana. Las paredes estaban cubiertas de tablas marrón oscuro y tenía porche en dos fachadas. En la puerta había un panel de vidrios de colores.
Era casi de noche. A través de los vidrios brillaban luces. David tocó el timbre, y Sally Spendler abrió la puerta, le miró, lanzó una exclamación de sorpresa y lo estrechó contra su amplio pecho, susurrando:
—Gracias a Dios que has venido. Está sola y amargada, y bien merecido se lo tiene. ¿Por qué, por qué, por qué la dejaste marchar?
Entretanto, la voz de Lucy preguntaba:
—¿Quién es, mamá?
Sarah, al ver a su padre, chilló:
—¡Es papá!
Sally le soltó, y los dos niños llegaron corriendo. Él se arrodilló y los abrazó. Nunca se habían dado un abrazo como aquél. Él levantó la mirada y vio a Lucy, plantada en el pasillo, contemplando la escena. Soltó a los niños, se acercó a ella y le dio un beso.
—David, ¿tienes hambre? —preguntó la madre con presteza.
Lucy seguía mirándole sin decir palabra.
—Estoy desfallecido.
—Pues ven a la cocina y deja que te alimente.
—Voy a acostar a los niños —dijo Lucy bruscamente. Pero, ante sus ruidosas protestas, consintió en que se quedaran en la cocina quince minutos, mientras la abuela calentaba cena para David y colocaba ante él un plato bien colmado.
Los niños charlaban sin parar acerca del viaje en avión hasta la Costa, la escuela —que no les gustaba— y sus habitaciones del piso de arriba en las que, según ellos, siempre hacía mucho calor. Cuando por fin, Lucy se los llevó, su madre dijo a David:
—Yo también me voy a mi habitación. Habla con ella. ¿Se puede saber qué paso entre vosotros?
—No lo sé.
—Pues me parece que ya podrías saberlo. Desde que llegó, no la he visto sonreír, por lo que no me parece que sea la mujer más feliz del mundo. Y, por lo que más quieras, no consientas que te haga dormir en el sofá. Estás casado con ella, y su cama es lo bastante ancha para dos.
Unos minutos después de que Sally saliera de la cocina, entró Lucy e informó a David que le había preparado la cama en el sofá.
—Son las diez de la noche —dijo David alzando la voz—, yo no acostumbro a meterme en la cama a las diez y maldito si voy a dormir en un cochino sofá. Además, me gustaría saber qué te has creído para entrar aquí diciendo que me has hecho la cama en el sofá.
—Pues será mejor que busques otro sitio donde pasar la noche.
—Ni hablar. Aquí estoy y aquí me quedo, esta noche, mañana y mientras tú y los niños estéis aquí.
—¿Hablas en en serio?
—Hablo en serio.
—¿Y la sinagoga?
—Ya encontrarán a otro rabino.
Ella se sentó a la mesa de la cocina y escondió la cara entre los brazos.
—¿Qué haces?
—Llorar —murmuró ella.
—¿Por qué? ¿Porque estoy aquí?
—Porque todo está jodido.
—Siempre lo ha estado. Como tú solías decir, es la condición natural de la vida en la tierra.
Ella levantó la cara, surcada de lágrimas, y dijo:
—Tiene gracia, me alegro de que hayas venido. Odio todo esto.
—¿Y qué me dices de mí?
—Te he echado de menos.
—¿Vuelves a casa?
Ella titubeó y movió afirmativamente la cabeza.
—De acuerdo. Tendré que preparar las cosas.
—Yo tengo pasajes para ti y los niños.
—¿Qué?
—Pensaba quedarme hasta que vinieras conmigo.
—Eso es una treta.
—No lo es.
—No creí que fueras tan falso. Hay que ver el número que has montado esta noche. Siempre te consideré un santito. ¡Bah, a hacer puñetas! Hablamos demasiado. Vamos a la cama.
—¿Al sofá?
—No, es muy estrecho. A mi cama.
—A tu cama. Encantado.