Capítulo 6
David nunca había estado en el Sur y, en algunos aspectos, le pareció el lugar más extraño de todos los que había conocido. El calor era diferente al que había sentido hasta entonces, el aire, denso y húmedo y los árboles, ondulados y deformes por efecto del calor y el aire.
Poco antes, los centenares de personas que marchaban detrás de él cantaban: «No nos moverán. No nos moverán. Como el árbol que crece junto al río. No nos moverán». Pero ahora habían dejado de cantar y caminaban en silencio. El calor iba en aumento. David sentía la camisa empapada debajo de la americana y un enjambre de insectos, atraídos sin duda por el olor a sudor, contribuían a hacer aún más incómoda la existencia.
Tres hombres encabezaban la marcha. En el centro iba el reverendo Marchand Jones, predicador baptista, negro como el carbón y dueño de una voz magnética y profunda. A su derecha estaba Martin Carter, con el alzacuello reblandecido y el pelo, espeso todavía, pero casi completamente blanco, transición que se había producido durante el último lustro y que le hacía aparentar más de sus cincuenta y cinco años. A la izquierda del reverendo Jones iba David Hartman, alto, delgado, un poco calvo y ya ligeramente encorvado a los cuarenta y cuatro años. El reverendo Jones se había empeñado en que David presidiera la marcha con él. Había conocido a muy pocos rabinos y tener hoy uno a su lado daba al acto una connotación bíblica. Martin, por su parte era el primer ministro congregacionista que había conocido el reverendo, y su presencia simbolizaba el refrendo de la primitiva iglesia norteamericana y cuando el reverendo Marchand Jones divisó a ocho policías estatales que, hombro con hombro y con las piernas abiertas, cortaban la calle blandiendo largas estacas antidisturbios y, detrás, a una docena de agentes y coches con luces que parpadeaban, dijo a David y Martin:
—Déjenme hablar a mí. Conozco a esa gente.
David asintió preguntándose si no estaría ya demasiado viejo para semejantes escarceos con el peligro.
—Buenos días, reverendo —dijo uno de los policías.
—El capitán Queen —susurró Jones a David, levantando los brazos para que se detuviera la marcha. La muchedumbre quedó a unos siete metros de los policías. —Buenos días, capitán.
—Siempre le tuve a usted por un ciudadano respetuoso con la Ley.
—Y eso es lo que soy capitán.
—Pues no, señor. No estoy de acuerdo, reverendo. Dirige usted una marcha que no ha sido autorizada. Está usted bloqueando una vía pública. Entorpece el tráfico y fomenta el desorden.
—Santo cielo, capitán, ¿cómo es posible que hagamos todas estas cosas si no somos más que un grupo de personas que van a inscribirse para votar?
—Reverendo, lleva usted detrás a trescientas o cuatrocientas personas. Mire, hágame caso, den media vuelta y váyanse tranquilamente a su casa.
—Nos gustaría pero no podemos hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque hemos dicho a esta buena gente que les acompañaríamos a la ciudad a inscribirse para poder votar.
—Mire, reverendo, usted sabe que no consentiremos que los negros se inscriban ni voten, así que no trate de liarme. ¿Quiénes son esos dos blancos que vienen con usted?
—El reverendo Martin Carter, pastor congregacionista de Connecticut y el rabino David Hartman, también de Connecticut.
—Están ustedes muy lejos de su casa. Que me ahorquen si sé lo que es un congrega…, lo que sea y en cuanto a los judíos, a los de por aquí no nos gustan ni pizca. Así que a ustedes tres voy a darles un minuto para dispersar a toda esa gente, y pasado el minuto empezaremos a dispersarla nosotros. Un minuto, señores.
—Bueno, ¿qué dicen ustedes? —preguntó el reverendo Jones a sus dos colegas.
—Tenemos que mantenernos firmes —dijo Martin.
—Es cuestión de principios —dijo David, pensando en el gran esfuerzo que aquellas cuatro palabras habrían costado a Martin; tanto, como a él. —Pero cuidado con la cabeza, Martin.
—Tanto tiempo… tan despacio… —dijo el reverendo Jones.
Transcurrido el minuto, los policías avanzaron con las estacas en alto y, con un impulso repentino, se abalanzaron sobre ellos. David trató de protegerse la cabeza con los brazos y ya no se enteró de nada más, hasta que abrió un ojo y vio el suelo a dos centímetros, y sintió en la mejilla el calor del pavimento en el que había un charquito de sangre que casi hervía sobre el asfalto. Alguien le tiraba del hombro, y una voz dijo:
—Vamos, rabino. No tiene más que un golpecito en la cabeza.
Le ayudaron a ponerse en pie. David sintió que la sangre le resbalaba por la mejilla y sacó el pañuelo para limpiarla. Aparte una docena de los negros que iban en la marcha y que ahora estaban sentados en el suelo restañándose las heridas de la cabeza y otro que yacía sin sentido, no quedaba nadie más que el reverendo Jones y Martin. Éste último tenía un gran bulto azulado en la frente. El reverendo Jones había sido golpeado brutalmente y estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, atendido por dos de sus feligreses vestidas con trajes blancos del coro.
—Necesita un médico —dijo David a uno de los policías. —¿Es que no ven que necesita un médico?
—En la cárcel tendrá médico.
—Tendrían que llevarlo al hospital, no a la cárcel.
—Rabino, usted a callar como un buen judío, o el que tendrá que ir al hospital será usted.
Martin le tiró de la manga susurrando:
—Déjalo, David. Ahora están furiosos. Es mejor esperar a que se les pase. ¿Estás bien?
—No lo sé.
—Tienes un par de cortes en la cabeza y la cara hinchada. ¿Duele?
—Duele. ¿Y a ti?
—Tengo dolor de cabeza y estoy un poco atontado.
Los llevaron a la ciudad en uno de los coches-patrulla.
—Iguales pero separados —les dijo el conductor. —Nosotros no ponemos junto a negros y blancos, aunque juntos burlen la ley.
—¿A dónde nos llevan?
—A la cárcel, rabino, a la cárcel.
—Necesitamos un médico.
—En la cárcel les verá el viejo Jake. Él ha arreglado descalabros peores que los suyos, señores. No se preocupen.
El policía tenía razón. En la cárcel los pusieron en una celda a los dos solos aunque había cuatro catres, y Jake fue a hacerles una cura con un botiquín de mano. Les desinfectó los cortes con yodo, se los tapó con gasas y esparadrapo y dio a Martin una toalla empapada en agua fría para que se la pusiera en el hematoma de la cabeza. Jake era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con una enorme barriga de bebedor de cerveza y unos ojos azules que parpadeaban nerviosamente.
—Me han dicho que usted es rabino —susurró a David, deduciendo quién era por la falta de alzacuello.
—Es cierto.
—No es que me gusten los amigos de los negros, pero voy a ayudarle. ¿Sabe por qué? Porque mi abuela Sadie era judía y la sangre siempre tira. Llamaré por teléfono al profesor Byron Jackson de la Universidad del Estado. Es decano de la Facultad de Derecho y cuando se entere de lo que ha pasado estará aquí en menos que canta un gallo.
—¿Y cuánto tarda en cantar el gallo? —le preguntó Martin.
—Tal vez esta misma tarde. Como mucho, mañana por la mañana.
—Yo iba a reclamar mi derecho a la consabida llamada telefónica que, según tengo entendido, no pueden negarnos. Aunque tal vez sea preferible que llames tú —dijo a David—, porque, cuando Millie se entere de la situación en que nos hemos metido, se pondrá tan furiosa que tal vez decida dejar que me pudra aquí.
—Sabes perfectamente que ella no haría eso.
—Escúchenme los dos —dijo Jake. —Fueron arrestados por la Policía del Estado, pero esto es la oficina del sheriff Benton, y él no dejará que les vea ningún abogado yanqui hasta que tengan una pinta más humana y puede que para eso tenga que pasar una semana. Conque me parece que será mejor que llame al profesor Jackson.
—¿Dónde está el reverendo Jones?
—Le han puesto en una celda para negros. Pero le he curado igual que a ustedes. Está bien, aunque aquí no mezclamos las razas.
—Sí, será mejor que llame al profesor Jackson.
Jackson no fue aquella noche. Les dieron un potaje bastante aguado de rabo de buey y un gran pedazo de pan, pero ni David ni Martin tenían mucho apetito. En cuanto acabaron de cenar, se apagaron las luces.
—Procura dormir —dijo Martin.
—Me asusta la idea de echarme.
—¿Por el dolor?
—Por las chinches.
—¿Cómo sabes que hay chinches?
—Cuando murió mi padre, vivimos en un apartamento que estaba infestado de esos bichos. Desde entonces les tengo pánico.
—Si tu cama los tiene, la mía, también.
—Eso, seguro.
—¿Y qué puedo hacer?
—Nada —dijo David. —Dar gracias a tus padres, por haberte criado en una casa sin chinches.
Al cabo de una hora, Martin preguntó en voz baja:
—David, ¿duermes?
—Que yo sepa, no.
Hubo unos minutos de silencio y Martin dijo:
—David, ¿tú has perdido la fe en algún momento?
—Interesante la pregunta —respondió David, después de irnos instantes. —La respuesta es sí.
—¿Y no la has recobrado?
—No lo sé. Tal vez en parte, de otro modo.
—Bien. ¿Y cómo te apañas?
—¿Puedo preguntar cómo te apañas tú, Martin?
—Puedes.
—¿Cuándo fue?
—Probablemente, lo mío es diferente. Yo nunca pude aceptar lo de la Inmaculada Concepción. En cierto modo, aún admitía la divinidad de Cristo, pero después hasta eso se me atragantó. Sin embargo, me gusta el episodio de la Navidad, el Nacimiento del Niño Jesús y todo eso. Pero un día, en un programa de televisión, coincidí con un fraile paúl, que tenía mucho más cerebro que yo. Estuve hablando de la gloriosa muerte de Cristo, sacrificado por la redención del hombre y aquel fraile, que había sido capellán durante la guerra, lo mismo que tú, se puso furioso. Dijo que lo único que tenía un significado era la vida de Cristo, que su muerte fue una espantosa y sangrienta barbaridad, que la muerte gloriosa no existe, que eso es un cuento con el que nos lavan el cerebro para que demos apoyo a la guerra. Y entonces fue cuando todo se me vino abajo.
—¿Tú crees en Dios?
—¿Y tú?
—Dios Creador. A Él he ido recuperándolo poco a poco. Pero no al viejo de la barba blanca. Oh, no. Más lógica sería la idea de una diosa madre, pero tampoco creo en ella. Un Dios que se preocupa por nosotros… No sé. Somos una mota de una galaxia dentro de un universo que tiene millones de galaxias como la nuestra. Tal vez un espíritu, una fuerza que nos da cohesión. No se me da muy bien pensar en eso, ni hablar de ello.
—Mejor que a mí. Yo me digo que debo de servir para algún fin, para algún objetivo. Al principio me sentía profundamente trastornado. Pero ya pasó. Ahora estoy en paz.
—Es extraño este mundo —dijo David. —Y más, para un clérigo. De buena gana seguiría hablando, Martin, pero me duele la mandíbula cada vez que abro la boca, y estoy tan cansado que voy a echarme en el catre, a pesar de las chinches. De todos modos, la cosa no tiene arreglo. Lo más que podemos hacer es reflexionar sobre nuestra insignificancia.
Jake abrió la puerta para llevarles el café y el pan del desayuno. El sol de principios del verano caldeaba la celda. Por la puerta abierta se oyó una voz potente que decía:
—¡No sea animal, Benton! Bastantes líos se ha buscado ya, para que ahora por su culpa puedan demandar a este Condado por cinco o seis millones de dólares.
—Mierda, profesor, yo no tengo la culpa. Esos brutos de la Policía del Estado me los trajeron. Y además tengo a una docena de negros, y al reverendo Jones, ese dichoso cura negro que es la última persona a quien yo quisiera ver en mi cárcel. Pienso sacármelo de aquí en cuanto pueda.
—¿Fueron maltratados? Me refiero a la gente de color.
—Les zumbaron, sí, si es eso lo que quiere decir.
—Eso empeora las cosas. ¿Es que no se da cuenta? Así es mucho peor. Por nada del mundo quisiera verme en su pellejo.
—Profesor, nosotros no les hemos tocado. Fue el capitán Queen y sus chalados. Jake, ¿quieres cerrar esa maldita puerta?
Minutos después, volvía a abrirse la puerta y Jake introdujo al profesor Jackson. A Jake le temblaba en las comisuras de los labios, más que una sonrisa, una mueca de malsana satisfacción mal reprimida.
—El profesor Jackson —dijo a los detenidos. Y al profesor—: Aquí, el reverendo Carter, de Connecticut, y el rabino Hartman, también de allá. Es un rabino judío auténtico.
—Gracias, Jake —dijo el profesor. —Y ahora sal y procura que no nos interrumpan. Así no podrás ser testigo de lo que no hayas oído.
—Tiene razón, profesor. Mucha razón.
El profesor, que no mediría más de un metro sesenta y cinco, tenía un aspecto que contrastaba de un modo extraño con su potente vozarrón. Tenía el cabello escaso, rojizo y entrecano, la cara pecosa y los ojos azul pálido tras unas gruesas gafas. Cuando Jake se fue, miró tristemente a los dos hombres y dijo:
—Nunca he conocido a un antisegregacionista que tuviera más seso que un mosquito. Me parece muy bien que vengan a hacer acto de presencia. Tal vez su gesto de solidaridad ayude a la gente de color a conseguir ejercer sus derechos constitucionales, o tal vez no. Pero cuando un hatajo de simios con el uniforme de la Policía del Estado les ordene dispersarse, háganlo. Ellos están armados. Ustedes, no. ¡Por todos los santos! Nosotros no somos unos animales. Aquí hay buena gente y mala gente. Ese hombre, Jake Hunter, puso en peligro su empleo al llamarme por teléfono. Acérquense, a ver esas lesiones. —Se acercaron a los barrotes y el profesor contempló los cortes y cardenales. —¡Qué barbaridad!
—¿Cuándo saldremos de aquí, profesor? —preguntó Martin.
—Quizá dentro de una hora. Quizá menos.
—¿Habrá que pagar fianza?
—¿Por qué? ¿Por dejarse pegar? —Jackson dio media vuelta, se marchó y le oyeron decir al sheriff. —Voy aquí al lado a pedir al juez Parsefal una orden de libertad.
—No puedo dejarles salir. El capitán Queen… me desollará.
—Mire, sheriff, si desobedece una orden judicial, acabará su mandato en la misma celda que ellos.
—Está bien, está bien, ya le he oído. ¿Por qué he de tener siempre el culo en el alero?
—¡Profesor! —gritó David. —Profesor, haga el favor de venir un momento. —El profesor volvió a entrar. David respiraba hondo. —Me duele la cabeza cuando grito. Profesor, ha sido usted muy amable con nosotros, pero no podemos salir de aquí sin los negros.
—¿Qué?
—No podemos. Nosotros marchábamos al lado del reverendo Jones. No podemos irnos dejándole a él aquí.
—¿Marchand Jones?
—El mismo.
—¡Puñeta, rabino! Yo les saco de aquí a usted y al reverendo. ¿Por qué complicarme las cosas? La gente de color tendrá que pasar tres meses a la sombra, tal vez treinta días, con suerte. Supongo que podría sacar a Jones, pero no a los demás.
—En tal caso, nos quedaremos.
Martin pareció despertar y dijo con voz aguda:
—Eso supone que vamos a tener aquí a la Televisión, profesor. Vendrán todos los corresponsales extranjeros. Yo no soy más que un ministro de la Iglesia congregacionista, pero rabí Hartman es uno de los rabinos más importantes de América, y van a convertir esto en el caso de antisemitismo más sonado que…
—Basta, basta, reverendo, comprendo perfectamente adónde quiere ir a parar. ¡Dios del cielo! ¿Por qué no se quedan ustedes en su casa? Allí tienen más discriminación que nadie, pero a nosotros no se nos ocurre enviarles delegaciones de clérigos locos que les saquen de sus casillas. Está bien. Veré lo que puedo hacer. Pero, si vuelven a poner los pies en este Estado, les juro que les dejaré hervir en su propio jugo.
Cuando Jackson se fue, David dijo a Martin:
—No puedo creerlo. Uno de los rabinos más importantes de América… No tiene más que llamar a la Conferencia Central de Rabinos Americanos preguntando por un tal David Hartman. Si tienen tiempo, tal vez me encuentren en el anuario. Pero si llama a los conservadores o a los ortodoxos, le dirán que no saben quién soy, y esta gente no sabe que existen diferentes grupos de judíos. Se lavará las manos de este asunto y todos acabaremos en trabajos forzados.
—Bueno no ha sido peor que tu arrebato de altruísmo. Yo tenía que respaldarte de algún modo.
—¿A eso llamas tú respaldar?
—Sí. En cierto modo. Me pareció que tu actitud era noble y justa. Tenía que apoyarte.
—Martin, estás loco. Completamente loco.
—Sí, sí… Pero es una locura común, David. No lo olvides.
El decano de la Facultad de Derecho cumplió su palabra, y hasta hizo que el médico de la ciudad les limpiara y vendara las heridas en debida forma; pero Lucy no fue tan indulgente.
—Tú y Martin no sólo sois dos hombres de cortos alcances, sino dos hombres maduros que deberían comprender que ya no están para estas quijotadas —dijo fríamente.
—No paso por lo de cortos alcances. Somos bastante listos.
—Ni Millie ni yo estamos de acuerdo.
—Tú sabías adonde íbamos. No éramos los únicos clérigos. En esa campaña en favor del derecho al voto éramos más de cincuenta.
—Según el New York Times, ese capitán, como-se-llame, os ordenó deteneros. Y lo único que tenía eran unas cuantas pistolas y palos en manos de hombres jóvenes. Pero ni a ti ni a Martin os dio la gana de obedecer.
—Verás, no fuimos los únicos. Además de toda la gente que nos seguía, estaba el reverendo Marchand Jones. Estábamos en su campo, por así decir. No sólo nos mandaron detenernos. El del Times preguntó a varios policías, a unos cuantos manifestantes y al reverendo Jones. Con la paliza que le dieron, no estaba en condiciones de acordarse de cómo fue, pero la verdad es que nos ordenaron dispersarnos, despejar la calle, marcharnos. Y eso no podíamos hacerlo.
—¿Por qué no?
—No sabría explicártelo. Ese Jones se adelantó y habló con los policías. Luego, volvió atrás y dijo en voz baja: «Tanto tiempo… tan despacio». Fue como un lamento por su gente. Un camino largo, recorrido muy despacio. Lo mismo podríamos decir de los judíos. Dos mil años para que David Hartman llegara a Leighton Ridge. Tanto tiempo…, tan despacio. ¿Comprendes?
Lucy le miró en silencio durante minutos. Luego, movió la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.
—A veces haces que tenga miedo de amarte.
Él la abrazó.
—No tengas miedo. No tengas miedo de nada, amor mío.
Pero no terminó allí el incidente, ni mucho menos. En la década y media transcurrida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, había surgido en el mundo un nuevo elemento que ya se llamaba los medios de comunicación: Radio, Televisión, Cine y Prensa. Las cadenas de la Televisión habían descubierto que, con una frecuencia creciente, sus cámaras podían estar donde ocurría la noticia y que, si ellos no estaban, habría otros que no tendrían inconvenientes en venderles las imágenes. Así ocurrió en este caso: se rodaron las escenas y una de las grandes cadenas las compró, y millones y millones de norteamericanos vieron cómo unos policías estatales pegaban a tres clérigos. Puesto que las cosas ocurren de una forma muy ordinaria de día en día, casi nadie cayó en la cuenta de que era curiosísimo que tres clérigos, un baptista, un congregacionista y un judío, se reunieran en un Estado del Sur para presidir una marcha en favor de los derechos civiles de los negros, y que los tres fueran derribados por las porras de la Policía. Algo había cambiado en el mundo. El clero intervenía en cuestiones de las que hasta entonces se mantenía al margen. Esto suscitó un interés nuevo, y David y Martin se encontraron envueltos en una fama momentánea. Eran entrevistados, recibían invitaciones para participar en programas de televisión —la mayoría de las cuales ellos rechazaban—, y Leighton Ridge, tras doscientos años de idílico anonimato, fue catapultado de pronto a la luz pública. Se obsequió a los norteamericanos con una breve Historia de Connecticut, el quinto Estado que ratificó la Constitución de los Estados Unidos, lugar de asentamiento de los célebres —ahora— levelers, diezmados y expulsados de Inglaterra por Cromwell.
En realidad, en palabras de un propagandista de Connecticut, aquélla fue la auténtica cuna de la Independencia norteamericana. Además, se instruyó, en forma abreviada, a los telespectadores acerca de la curiosa topografía de Connecticut, de cada una de sus cordilleras y valles, desde las estribaciones de los Berkshires, hasta la bahía de Long Island.
Todo ello tuvo múltiples consecuencias, entre otras, una llamada telefónica de Mel Klein, que dijo:
—David, ¿podéis venir el lunes a cenar tú y Lucy? Un amigo mío, alemán, está pasando unos días con nosotros. Es una persona muy interesante, productor de cine, el más importante de Alemania. Se llama Herman Strauss y tiene muchas ganas de conocerte. Judío, sí.
Los Hartman aceptaron encantados. Lucy se preguntó qué relación podía tener Mel Klein con un productor de cine alemán, y David supuso que podía ser pariente de Della, cuyo apellido de soltera era Strauss. Efectivamente, existía parentesco, aunque muy lejano. Pero la madre de Della aún vivía, Strauss fue a verla y ella le presentó a Mel Klein, que le invitó a pasar unos días en Leighton Ridge. Herman Strauss era un hombre de aspecto corriente y mediana estatura, un poco calvo, con unos ojos pardos y plácidos tras unas gruesas gafas, boca grande, nariz pequeña y la maravillosa cortesía de un vienés culto. Llevaba un terno de estambre gris oscuro y, cuando estrechó con firmeza la mano de David, éste observó un detalle muy curioso. De un bolsillo del chaleco le asomaban dos cucharillas de plata.
—Celebro conocerle, rabí Hartman —dijo. Tenía un marcado acento alemán, pero se expresaba con soltura. —He leído la noticia de su campaña, desde luego, pero antes había leído ya tres sermones suyos, que me parecieron brillantes y muy profundos.
—¿Tres sermones míos? Eso me halaga, pero sin duda está equivocado.
—Oh, no. Se publicaron en una revista de Frankfurt, Der…, ¿cómo podría traducir el nombre? Sí. Opiniones del mundo.
Della Klein, que les escuchaba, dijo:
—Me parece que yo puedo explicarlo. En la sinagoga se hacen copias en ciclostil de los sermones del rabino para quienes las soliciten, y yo envío siempre un ejemplar a mi madre. Ella tiene a una buena amiga en Alemania que es una cuarta parte judía y, a pesar de todo, consiguió sobrevivir en Frankfurt. Seguramente, mi madre le manda los sermones.
—Pues ya está aclarado —dijo Strauss. —Todo puede comprenderse, con una explicación. Pero, o mucho me equivoco, o no le han pagado ni un dólar por sus escritos. A mi modo de ver, eso es un acto de piratería, indigno de esa revista. Pero, aparte el cine, yo tengo intereses en una pequeña editorial y ya había sugerido a Hans Kramer, nuestro director literario, que podríamos publicar un libro de sus sermones, si tiene suficientes, claro.
—Nunca pregunte usted a un rabino si tiene suficientes sermones —dijo David sonriendo. —Si pudiéramos cambiarlos por pan con mantequilla…
—De eso quería hablarle. Verá, en Alemania, a diferencia de lo que ocurre aquí, el sentimiento de culpabilidad ha calado muy hondo y los libros de sermones se venden bien. —Se le había subido un poco la manga y por el puño se asomaba una cifra tatuada en el antebrazo. —Culpas —dijo señalando el número con el dedo. —Dos años en un campo de concentración. En fin, aquello ya pasó, ¿verdad, rabino?
—Eso espero.
Durante la cena, Mel Klein preguntó:
—Mr. Strauss, dicen que es usted el primer productor de cine de Alemania. ¿Es cierto?
—Y eso, quince años después del Holocausto, le parece sorprendente. Quizá sea el primero o quizás el segundo, no sé. Pero, aunque he vivido muchos años en Alemania, yo soy vienés y antes de la guerra había producido siete películas de mucho éxito. Previendo lo que se avecinaba, escondí las copias, y cuando terminó la guerra y salí del campo de concentración, yo disponía de esas copias y Alemania estaba hambrienta de películas. Así empezó.
—Y usted se quedó en Alemania, después de todo el horror del Holocausto —dijo Lucy.
—Sí —dijo Strauss suavemente. —Dondequiera que vaya, el recuerdo del Holocausto me acompaña. No puedo escapar de él. Por otra parte, yo sólo sé hacer cine. Un zapatero puede hacer zapatos en cualquier parte, pero yo…, todos mis recuerdos son de Austria y de Alemania. Me gustan la lengua alemana, la literatura alemana y el buen cine alemán. Por eso me quedé en Alemania.
Pero nadie le preguntaba por las dos cucharillas de plata. Después de la cena, David, sin poder reprimir la curiosidad, se llevó a Strauss a un rincón de la sala donde, sentados en sendos sillones de orejas, los dos hombres podían conversar con cierto aislamiento.
Strauss, previendo la pregunta de David, movió la cabeza con una ligera sonrisa y dijo:
—No, no me las he llevado de un restaurante. Son de plata y me pertenecen. No imagina por qué las llevo encima, ¿verdad?
—No. Y me siento como un cretino presuntuoso.
—Usted no tiene nada de cretino, rabí Hartman. Le contaré la historia de estas cucharillas. Son un recordatorio. En mil novecientos cuarenta y dos, yo estaba en Berlín. No tenía documentos. Por ser un judío vienés, tampoco tenía nacionalidad. Lo único que tenía en el mundo eran dos cucharillas de plata que encontré en un cajón del aparador de la casa de una familia judía amiga mía. Incomprensiblemente, los nazis que saquearon la casa y se llevaron a mis amigos, dejaron estas dos cucharillas. Y el que no tiene papeles, ni dinero, ni amigos, a cambio de una cucharilla de plata puede procurarse alojamiento y comida. Por eso siempre las llevo encima. La gente que me conoce lo comprende. De los demás, algunos me preguntan, como ha hecho usted. En cuanto a mí, ellas me recuerdan que soy judío y que lo único con lo que puedo contar en este mundo es la misericordia de Dios.
«Y dos cucharillas de plata», pensó David, mirando con curiosidad al insignificante personaje que tenía delante.
—Y todavía cree en Dios —dijo.
—No cuando era joven, rabino. En Viena, y le cuento esto, rabino, por ser usted rabí Hartman, a los veinticuatro años, me casé con una joven actriz. Se llamaba Gretchen Schwartz. No era judía. Era una joven buena, sensible e inteligente con cara de ángel. No sé qué pudo ver en mí, pero era casi una niña, diecisiete años, y muy ingenua, y por eso se casó conmigo. —Hizo una pausa y respiró profundamente varias veces. —Perdone, trataré de no ponerme sentimental. Estuvimos cinco años sin tener hijos. Yo quería que madurase su talento antes de obligarla a cargar con la responsabilidad de la maternidad. Luego nació nuestra hija. Hubiéramos tenido que marcharnos, pero algunos de nosotros no podíamos creer que aquello continuara durante mucho tiempo. Tal vez un día más, o un mes, y aquel loco y los animales que le seguían acabarían por destruirse a sí mismos. Bien, un día fueron a buscarme. No volví a ver a Gretchen. En el campo de concentración, me hice amigo de un sacerdote católico. Él murió. Acabó en la cámara de gas. Yo solía hablarle de Gretchen y de mi esperanza de volver a verla un día. Por fin, me dijo: «Deje de soñar, Strauss. Gretchen ha muerto». Él había oído en confesión a uno de los nazis, que fueron a buscarla, estrangularon a la niña y luego violaron y mataron a la madre. Ya ve, optó por faltar al secreto de confesión con tal de que yo dejara de soñar con volver a ver a mi esposa y pudiera ponerme en paz con Dios. —Sacudió la cabeza y se enjugó los ojos. —No sé por qué le cuento esta larga y triste historia. Sí. Usted me preguntó si aún creía en Dios.
—Sí, eso le pregunté.
—¿He contestado a su pregunta, rabino?
—No lo sé.
—Yo no soy lo bastante sabio como para analizar lo que hay en el fondo de mi pensamiento. Existe un viejo cuento judío del justo que muere y comparece ante el trono de Dios. De los ojos de Dios mana un río de lágrimas. El justo le pregunta por qué llora, y Dios responde: «Lloro por lo que hacen mis hijos». No es más que un cuento. Sí, rabino. Creo en Dios, ¿cómo podría vivir si no? Y más después del Holocausto. Yo creo porque, si dejara de creer, no habría nada más que tinieblas. Usted conoce la costumbre que existe en Israel de plantar un árbol en memoria de cada muerto. Desde que se implantó esta costumbre, yo he mandado plantar doscientos setenta y un árboles. Es el número de personas a las que conocía personalmente que han muerto en los campos de concentración, en las cámaras de gas, muertos de hambre, a golpes, a tiros…, doscientas setenta y una personas. Una de ellas era mi hija, otra, mi mujer, treinta y dos eran católicas, una docena, no estoy seguro y el resto, judíos. No creo en Dios a pesar de lo ocurrido sino precisamente por ello. Es algo que ni yo mismo entiendo, por lo que no me pida que se lo explique.
Doce días después de aquella cena que había ofrecido en honor de Herman Strauss, Mel Klein moría, a consecuencia de una trombosis coronaria que sufrió durante la noche. El doctor Henry Levine, que vivía en Leighton Ridge, fue el primero en acudir e, inmediatamente después, llegó la ambulancia del servicio de bomberos voluntarios; pero ya era tarde para el oxígeno y demás. El doctor Levine llamó a David a las cinco de la mañana, una hora después del fallecimiento, y él y Lucy fueron rápidamente a casa de los Klein. El matrimonio Klein tenía tres hijos, todos mayores, un chico, que vivía en Nueva York, y dos chicas, en California, una, estudiante de Medicina y la otra, actriz. Cuando llegó David, Della estaba hablando por teléfono con su hijo. Era una mujer de cuarenta y cinco años —veinte menos que su marido—, ojos grises, llenita y francamente hermosa. Tenía el pelo castaño claro veteado de gris con mechas doradas por el sol, peinado estilo paje y casi no se pintaba. Tenía el trato afable y sereno de la mujer que se siente segura de sí y de su marido.
Ahora el marido había muerto. David esperaba encontrarla derrumbada por lo ocurrido. Le sorprendió su entereza.
—Me alegro de que hayas venido, David —dijo abrazándole. —Después vendrán las lágrimas y los nervios, cuando esté sola. Ahora tengo que conservar la calma. A pesar de todo, David, Dios nos dio tanto amor y tanta ternura. ¿Cuántas personas pueden decir eso? Yo veo envejecer a las personas y temer a la muerte, y llenarse de achaques. A Mel se le ha ahorrado eso. Yo he pasado veintisiete años de mi vida al lado de una de las personas más buenas que he conocido. Eso tengo que agradecer.
La tumba de Mel Klein era la undécima del pequeño cementerio. Al pie de la tumba, rodeado de Della y sus hijos, David rezó las oraciones y luego murmuró su adiós personal a un caballero amable y prudente. Once veces había oficiado en ceremonias como ésta. Era la función del rabino, de la que apenas se hablaba en el seminario, y casi todos los que estaban allí, cada uno de los muertos que ocupaban aquellas tumbas, los había tratado personalmente. Pero, por extraño que pueda parecer, ello no le había curtido, y pensaba él que éste era uno de sus peores defectos, que nada le curtía.
Jack Osner había venido de Washington para asistir al entierro. Se rumoreaba que Osner era una de las personas en quienes más confiaba el Presidente. Asistía a las reuniones del gabinete. Él era el enlace directo con el Pentágono, y si las elecciones del otoño llevaban a un republicano a la Casa Blanca, Osner sería nombrado, sin duda alguna, secretario de Defensa.
Los miembros de la congregación estaban impresionados por su asistencia al funeral.
—Es que, al fin y al cabo, Mel y yo fundamos esta sinagoga —dijo él.
Osner encargó y pagó una placa de bronce que sería colocada en la pared de la entrada, en la que se habían grabado los nombres de los fundadores de la sinagoga, empezando por el de Mel Klein.
—Por supuesto —dijo a David—, a los gentiles les impresionaría más una placa con los nombres de los miembros de la congregación muertos en la guerra, pero no podemos ponerla, porque no nos organizamos hasta después de la guerra. Aquí tengo el dibujo de la placa. Quiero enseñárselo a Della.
—Yo no se lo enseñaría —dijo David. —Ahora no, Jack.
—¿Crees que podría impresionarla?
—Tal vez.
Después del entierro, los amigos de Mel y Della se reunieron en casa de los Klein. David opinaba que uno de los aspectos más humanos del ritual fúnebre era la costumbre de reunirse para comer después del entierro. Los asistentes llevaban la comida y las mujeres la guisaban y servían. La comida era la más antigua afirmación de la vida. Ahora la casa, pese a ser tan grande, se había llenado de amigos de los Klein, acompañados de sus hijos. Osner buscó a David entre la muchedumbre y le dijo:
—¿No podríamos hablar un momento en algún lugar tranquilo?
—¿Tiene que ser ahora mismo?
—Me temo que sí. He de tomar el avión de las cinco en La Guardia, y faltan tres horas. Es importante, David.
—Está bien. Della tiene un cuarto de costura en el piso de arriba. Seguramente, no hay nadie.
David se instaló en un pequeño taburete con sus largas piernas dobladas delante del cuerpo.
—Bueno, Jack, tú dirás.
Osner se había sentado en la única silla de la habitación. Se le veía incómodo en aquel cuartito, entre los cestos de la ropa, la máquina de coser, paquetes de tela y retales. Osner había aumentado de peso, de cuello, de carrillos y de abdomen.
—Como ya debes de saber, tengo mucho trato con los jefes del Pentágono.
—Eso me han dicho.
—Bien, resulta que va a quedar vacante la plaza de capellán judío número uno, o sea, jefe máximo para todo el Ejército de los Estados Unidos. Grado de coronel, una paga respetable que hace que lo que ahora cobras parezca los beneficios de un vendedor de cacahuetes, y las gangas, David, que equivale a otros cien mil al año. Coche oficial con chófer las veinticuatro horas del día. Si lo pides para las tres de la mañana, a las tres de la mañana lo tienes. Y eso es sólo el principio. Tipo especial de alquiler, prácticamente un regalo, para una casa propiedad del Ejército, situada en Georgetown. Viajes gratis a cualquier rincón donde tengamos tropas estacionadas, y están en cantidad de rincones, y si te llevas a Lucy y a los niños nadie dirá nada. David, es una oportunidad única. ¿Que quieres mantos de oración de seda? Pides un millar y al día siguiente los tienes en tu despacho. Y así, cualquier cosa. Nadie que no haya tenido relaciones con el Pentágono puede imaginar las ventajas de un cargo como éste. Y no hablemos de la satisfacción de volver a llevar el uniforme. Cuando propuse tu nombre, lo primero que hicieron fue pedir tu hoja de servicios. Bueno, yo había oído comentarios, pero no imaginaba que tuvieras semejante historial de guerra. Extraordinario, realmente soberbio. Ahora bien, cuando preguntaron al FBI, allí encontraron un expediente muy distinto, pero yo conseguí quitarles esta mala impresión. Les dije que eras tan patriota como el primero, y tengo influencia suficiente como para que se tengan en cuenta mis recomendaciones. Pero una cosa he de pedirte: basta de marchas, basta de manifestaciones, basta de cartas al New York Times. Ojalá no hubiera ocurrido todo ese jaleo en el Sur. Y es que, ¿sabes?, la mayoría de los jefazos son de allí, y les revienta que les tachen de nazis. Bien, lo hecho hecho está, y hoy todo el mundo anda pregonando que los negros tienen que votar. ¿Por qué no situarnos de manera que podamos beneficiarnos de sus votos? ¿Qué me contestas?
—¿Quieres decir si deseo ese cargo, Jack? No, me parece que no.
—¿Bromeas?
—No.
—David, David. —Movía la cabeza. —Un rabino siempre es un rabino, lo comprendo. Pero si se es rabino se ha de tratar de llegar a lo máximo para un rabino, y es esto. No hay vuelta de hoja.
—Oh, te agradezco que te acordaras de mí, Jack; pero yo nunca podría aceptar ese trabajo.
—Dame una razón —dijo Osner.
—Bien, en primer lugar, yo soy pacifista. Yo creo que la guerra como medio de zanjar un conflicto o lograr un objetivo social es un puro disparate.
—Eso lo creemos todos, David. Pero ¿lo creen también los rusos? ¿Vamos a defendernos o les decimos: Podéis venir y arramblar con todo?
—No me gusta el Pentágono.
—Vamos, ¿qué es eso de gustar o no gustar? Tenemos clientes con los que yo no hablaría por nada del mundo. Pero su dinero es lo que me convence.
—No podría hacerlo, Jack.
—David, me he arriesgado mucho por ti. Les he dicho que tenía a alguien de toda confianza y ahora tú me fallas.
—Te agradezco mucho lo que has hecho y que te hayas acordado de mí, pero no puedo aceptar un empleo sólo porque a ti te parezca que es el trabajo idóneo para mí.
—¿Un empleo? No es un empleo, es un cargo, un modo de servir a tu país, una pensión, cuando te llegue la jubilación, que es el doble de lo que ganas ahora. ¿Quién diablos te has creído ser? —Estaba furioso. David nunca le había visto tan violento. —Un rabino de pueblo que gana ocho mil dólares al año. Menos que un peón. Y te permites mirarme con aire de condescendencia y decir que eres una especie de pacifista de mierda. Bueno, pues allá tú, con tus escrúpulos. —Y Osner salió del cuarto de costura dando un portazo.
David se quedó sentado en su taburete un buen rato. En la habitación había una mesa de modista. La máquina de coser estaba destapada. La pata sujetaba la costura de un vestidito de algodón estampado que Della estaba haciendo para su nieta de un año. Reinaba allí un aire de paz, de laboriosidad y sosiego que la ira de Osner violaba.
Finalmente, David movió la cabeza con resignación, salió al pasillo y bajó a reunirse con los demás.
—¿Qué ha pasado con Osner? —le susurró Lucy. Había tenido que abrirse paso entre la multitud para situarse a su lado.
—Luego te lo explico.
Della tenía en brazos a una niña —sin duda, la nieta a la que estaba destinado el vestidito.
—¿No es una preciosidad, David? —le preguntó.
—Desde luego.
—No te marches aún. Por favor, quédate.
—Naturalmente. Hasta que tú quieras.
A las nueve de la noche, se habían despedido todos menos David y Lucy, Eddie y Sophie Frome y los tres hijos de Della. La hija mayor estaba arriba, acostando a la niña. El hijo se había sentado al lado de su madre y la otra hija estaba en un rincón, mirando al suelo en silencio. De pronto, inesperadamente, Della dijo a David:
—Tú no juegas al pinacle, ¿verdad, David?
Él la miró, sorprendido, y tardó en contestar:
—No, no juego.
—Tenía razón Mel —dijo Frome. —No juega.
—Soy un pésimo jugador de cartas —dijo David. —Pero ¿por qué no te enseñaron a ti, Della?
—¿Al pinacle? Las mujeres no juegan al pinacle.
—¿Por qué?
—Es un juego muy antiguo de una sociedad dominada por los hombres.
—¿Cómo podéis hablar así? —exclamó la muchacha del rincón, la hija menor de Della. —Hemos enterrado a mi padre hace sólo unas horas y vosotros estáis charlando…
—… como si él aún estuviera aquí —dijo Della suavemente. —Tenemos que hacerlo así, ¿comprendes? De lo contrario, olvidaríamos muy pronto. —Se levantó y se acercó a su hija. —Y, Joan, no debemos olvidar. —La muchacha se levantó y su madre la abrazó. Ahora lloraban las dos.
Poco después de medianoche, cuando los Hartman estaban ya en su habitación, Lucy dijo:
—Bien, cuéntame ahora lo de Osner.
—Estaba pensando en Della —dijo David. —Es una mujer extraordinaria.
—Supongo que por eso has estado siempre enamorado de ella. Porque lo estás, ¿sabes?
—Lucy, no hagas eso.
—Lo que me asombra es que, después de predicar tanto la comprensión, tú tengas tan poca. ¿Por qué no reconoces lo que sientes por Della?
—Porque no lo siento.
—Oh, perdona, perdona, perdona. No sé por qué hago esto. No me hagas caso, por favor. Cuéntame qué quería Osner.
Contento de poder cambiar de tema, David le explicó lo que Osner le había ofrecido.
—¡Ajá! —dijo Lucy en voz baja. —Eso es algo gordo. Jefe de todo el asunto, mandamás de todo el Ejército de los Estados Unidos.
—No tanto. Capellán encargado de todos los capellanes judíos. Y no creas que ahora hay tantos soldados judíos. No es como en el cuarenta y dos, cuando teníamos en el Ejército a medio millón de judíos.
—¿Por qué sólo coronel?
—Es lo que exige el cargo.
—Y, naturalmente, tú has dicho que no.
—No podía decir otra cosa.
—¿Por qué? —preguntó Lucy.
—Ya sabes por qué. No hace falta que te diga lo que pienso de la guerra.
—No pensabas así en mil novecientos cuarenta y dos. No esperaste a que te movilizaran. Te alistaste, y cuando te hicieron oficial no protestaste. —Él trató de interrumpirla, pero ella le atajó—: Déjame terminar, David. Tengo que decirlo de una vez por todas. Tal vez seas un pacifista de lo más puro, y tal vez odies la guerra, pero de no ser por ti y por millones de muchachos que se pusieron el uniforme de los Estados Unidos, quizás hoy tú y yo viviríamos gobernados por Hitler, sólo que no viviríamos, sino que habríamos muerto. Di que no es verdad.
—No sé si tienes razón, Lucy. Pero no se trata de eso.
—¿De qué se trata, entonces? Ya sé que Jack Osner es un mierda, pero no tenía por qué hacer esto. Él te tiende una mano y tú escupes en ella.
—No me ha tendido una mano —dijo David en voz baja. —Él tiene que aprovechar cualquier oportunidad para anotarse tantos frente al Pentágono. No me gusta decir esto, pero él se cubriría de gloria presentando a la Junta de Jefes de Estado Mayor a un héroe de guerra con todas esas malditas condecoraciones que me concedieron, judío y rabino por añadidura. Él es judío, y no creas que ellos no lo saben, y si Nixon gana las elecciones él será secretario de Defensa.
—David, yo soy la esposa del rabino de una congregación que te paga ocho mil dólares al año más la casa en que vivimos. Estamos en mil novecientos sesenta. Hace catorce años que eres rabino de Leighton Ridge. Tienes casi cuarenta y cuatro años, ¿y qué es lo que has conseguido? Yo tengo que coser mi propia ropa, debo hacer economías para que Mrs. Holtzman me ayude si tenemos invitados, y somos los únicos de la congregación que no tienen televisor en color. El coche se cae a pedazos… David, ¿no te das cuenta de lo que te ofrece Osner? ¿Tú has estado en Georgetown?
—Sí, he estado allí.
—Es el mejor barrio de Washington. Si el Ejército nos ofrece una casa en Georgetown, seguro que es con criados. Los dos sabemos lo que es el Ejército. Y no tendrías simplemente un coche, sino un coche oficial, con chófer. David, es como el cuento de Cenicienta… y poder viajar a cualquier parte con los gastos pagados, esos lugares con los que hemos soñado y que nunca pudimos ver. Los niños podrían ir a la Universidad… David, eso no significa que tú tengas que renegar de tus principios. Esos muchachos te necesitan. Durante la guerra te necesitaban, lo sabes. Anda, llama a Jack y dile que has cambiado de idea. Él te necesita tanto como tú a él.
David movió la cabeza.
—No puedo. Por favor, no insistas, Lucy. Sabes que no puedo hacer eso.
—No, no puedes —dijo Lucy. —Si lo hicieras, te situarías al mismo nivel que los demás mortales, y eso sería horrible.
—Lucy…
—Oh, a hacer puñetas. Déjame dormir. Estoy cansada.
Acabó el verano y llegó el otoño, pero el vacío que se había abierto entre David y su mujer no se cerraba. Ella no volvió a mencionar la oferta de Jack Osner. Llegaron las elecciones de 1960, Nixon fue derrotado y John Kennedy se convirtió en Presidente de los Estados Unidos. Pero la gente de Washington que se preciaba de estar enterada de lo que sucedía y de quién movía los hilos de la acción, no descartó a Jack Osner juntamente con Dick Nixon. Se observó que Kennedy daba la mano a Osner delante de las cámaras y le decía:
—Puede usted llamarme John, Jack.
Eso se comentaba en los círculos enterados, pero lo cierto es que Osner no ostentaba ningún cargo público. Su bufete era conocido en Washington como agencia de poder. Los miembros de estas firmas nunca se descartan.
Y Camelot llegó al Potomac, y las antorchas que lo envolvieron en su luz dorada no eran muy distintas de las antorchas que empezaban a arder en Vietnam. Se la llamaría la guerra de Johnson y la guerra de Nixon, y muy pocos recordarían que John Kennedy prendió sus primeras llamas.
En Leighton Ridge, Aaron, el hijo de David, iba a cumplir trece años. David nunca fue muy partidario de la ceremonia de Bar Mitzvah, por la que se lanzaba a un adolescente a la llamada edad adulta y aún menos le agradaba la decisión del movimiento reformado de extender la práctica a las niñas. Le parecía que el potlach, la avalancha de comida y bebida con la que los orgullosos padres atiborraban a amigos y parientes, era superflua y vulgar, y de buena gana hubiera suprimido toda aquella ceremonia medieval. Sin embargo, por extraño que parezca, al pensar en el Bar Mitzvah de su único hijo varón, David se sentía emocionado y ufano, y advirtió que esperaba la ceremonia con ilusión.
A los trece años, Aaron Hartman era un muchacho alto y delgado, que ya medía uno setenta y cuatro. Jugaba de base en el equipo de baloncesto de Leighton Ridge, a pesar de estar aún en primero de secundaria, y formaba parte del equipo de natación de la escuela, habiéndose especializado en los cien metros libres. Todo ello le convertía en todo un héroe para sus camaradas y un verdadero ídolo para Sarah, su hermana, que tal vez un día fuera una mujer bonita, pero ahora tenía la misma complexión que su hermano: huesos grandes y largas extremidades, la piel tan cubierta de pecas que apenas quedaba espacio entre ellas, un metro sesenta y cinco de estatura y el pelo descolorido por el sol en tonos distintos. Sus facciones bien dibujadas, su cabeza bien torneada y sus luminosos ojos azules tranquilizaban a sus padres, pero ella se consideraba la criatura más fea de Leighton Ridge, y se refugiaba en la popularidad de su hermano. En cuanto a Aaron, su cara larga, huesuda y fea no le preocupaba en absoluto.
David miraba a su hijo con una mezcla de amor y perplejidad. Aaron estaba en paz con el mundo. Era un mundo estupendo, en el que uno tenía que hacer su trabajo, sudaba a chorros, bebía grandes cantidades de líquidos embotellados, comía a dos carrillos sin ganar un gramo y no pensaba en nada más allá de Leighton Ridge. Algunas veces, David lo llevaba de excursión a los montes Berkshire. El chico se interesaba por lo que hacía y poco más; pero no era tonto. Sus notas eran excelentes, y cuando David y Lucy llevaron a los niños a Israel en un viaje pagado por la congregación, Aaron captó el hebreo como si hubiera nacido con una gran predisposición para aquella lengua que incluso traducía para su padre, cuyo hebreo del seminario dejaba mucho que desear. David advertía en sus hijos una marcada similitud con los niños del kibbutz; la misma vitalidad, la misma seguridad en sí mismo, la misma indiferencia por los problemas intelectuales.
Pero ahora, al mirar a su hijo en la sinagoga al término de la ceremonia del Bar Mitzvah, después de la bendición Baruch shepetarani, «Bendito el Señor que te ha hecho un hombre», David añadió en voz baja:
—Sé prudente, hijo mío, que sin prudencia no puede haber bondad de corazón.
Después de besar a su hijo, Lucy, con los ojos llenos de lágrimas, dio un beso a David. Se había hecho para la ceremonia un vestido amarillo y llevaba un peinado distinto, con el pelo recogido en un moño alto, David la miró como si no la reconociera. Era una mujer muy atractiva.
Varios días después, estando los dos solos, ella le dijo:
—No sé cómo voy a poder vivir sin ti, pero tengo que intentarlo. Lo comprendes, ¿verdad?
Él la miró sin responder.
—Esta vez no trates de retenerme, David. Te lo ruego. —Y añadió—: Tengo que vivir, David.
—Sí, tienes que vivir —dijo él.