Capítulo 3

—Sólo vais a estar fuera tres días. Te llevas ropa suficiente para toda la vida.

—¿Tú crees que puede ser un impulso del subconsciente?

—Lucy, no empecemos.

—Bueno, lo siento. Me llevo lo necesario para los dos niños y para mí. Sarah no tiene más que dos años, pero también necesita ropa de repuesto. Será la dama de honor más joven. Además, es posible que nos quedemos un par de días más de lo previsto. La tía Dorothy tiene una casa enorme y vamos a estar estupendamente. Como estarías tú, si te decidieras a venir. Hay en la sinagoga por lo menos una docena de hombres que están deseando que te tomes unas vacaciones, para poder encargarse del culto y demostrar lo bien que saben el hebreo.

—Supongo que tienes razón.

—Y tus excusas no me convencen.

—No son excusas —dijo David, contrariado. —¿Es que hemos de volver a hablar de ello? Tú procedes de una familia atea…

—Eso ya lo sabías cuando te casaste conmigo.

—Pero ahora no se trata de ti. Tu primo John, judío por los cuatro costados, se casa con una muchacha judía, y va a oficiar la ceremonia un juez de paz.

—No es un juez de paz. Es uno de los mejores amigos de mi tío.

—No me gusta intervenir en esas cosas.

—No tienes por qué intervenir. Tú no eres más que un invitado. ¿Existe alguna ley judía que lo prohiba?

—No estoy hablando de leyes ni prohibiciones. Sólo te pido que comprendas mi posición. Un rabino que contempla cómo un juez de paz casa a dos judíos.

—¿Y qué?

—Por el amor de Dios, past nisht.

—¡Bravo! Ya has aprendido dos palabras de yiddish, que todo judío alemán considera una especie de patois.

—Ahora veo que estás realmente enfadada.

—Los motivos no me faltan. —Bruscamente, suavizó el tono y le dijo, suplicante—: Davey, ¿por qué hemos de tener estas peleas absurdas? Yo te quiero tanto… Si tú fueras un poquito más flexible. Los niños de la escuela dominical me dicen: «Mrs. Hartman, usted nos explica una cosa y luego ocurre otra distinta». Yo les contesto que no importa, que es perfectamente humano. Y lo es, David, lo es.

El trayecto hasta la estación de Fairfield sólo fue amenizado por el parloteo de los niños que, según tuvo que reconocer David, estaban muy guapos con su ropa de viaje. Los dos eran rubios y tenían muchas pecas de resultas del largo verano, y los dos habían heredado los ojos azules de David.

—Qué guapos son, ¿verdad? —dijo Lucy al oído del padre.

—Tenían que serlo, con la madre que eligieron.

—¿Oh?

—Te quiero, Lucy.

—Has tardado veinticinco kilómetros en decirlo.

—Tendrás mucho cuidado, ¿verdad? Vigílalos bien.

«Dos formas de llamarme incompetente», pensó ella. Pero no dijo nada. Sólo movió la cabeza sonriendo.

Ya en la estación, David se quedó jugando con los niños hasta que llegó el tren. Luego, dio un beso a Lucy y a los niños y dijo, cuando ella ya se alejaba:

—Recuerdos a tus padres.

El tren arrancó y David permaneció un rato sin moverse, pensando que era la primera vez en cinco años que iba a estar separado de Lucy más de unas horas.

Pero lo que le producía irritación y remordimiento era sentirse feliz, libre, solo en el mundo durante tres días, dueño de sus actos y sus movimientos, si bien él sabía perfectamente que no haría nada extraordinario, que era casi mediodía del viernes, que tenía que pronunciar un sermón que aún no había escrito y que faltaba tan sólo una semana para las fiestas del fin de año judío.

Sin embargo, nada de ello mitigaba su buen humor. Se sentía joven, rebosante de vitalidad y alerta a las cosas de su entorno. El embalse de Aspetuck tenía una belleza indescriptible; le parecía que lo veía por primera vez, a pesar de que había circulado con frecuencia por aquellos parajes. Las hojas de los árboles empezaban a amarillear y temblaban mecidas por la brisa. David no pudo menos que pensar: «¡Qué hermoso es el mundo de Dios!».

Ahogó los remordimientos. ¿Es pecado ser feliz?, se preguntaba, cerrando deliberadamente los ojos a la causa de su contento. ¿Qué iba a hacer si no?, se repetía. Al fin y al cabo, soy rabino. Yo no puedo asistir tranquilamente a una boda de judíos celebrada por un juez de paz. No faltarían los que hicieran preguntitas. A esa gente nada le gusta tanto como fastidiar a un rabino. ¿Le gustó la ceremonia, rabino? Ya lo está viendo, faltamos a los Mandamientos y no pasa nada. Será porque estamos en Nueva Jersey. Con mucho acierto, Dios no visita Nueva Jersey.

David se abstraía más y más en sus reflexiones. En estas cosas, uno es siempre la víctima. Incluso los padres de Lucy sucumbían a la tentación de lanzarle pullas, aunque sin mala intención, desde luego, en las cada vez más raras ocasiones en que él y Lucy llevaban a los niños a Nueva York para que vieran a sus abuelos.

Estos pensamientos ensombrecieron su alegría, y David se puso a pensar en lo que diría en el sermón. Por más veces que lo hubiera hecho, seguía costándole mucho trabajo escribir el sermón. Cada vez más. En las comunidades ricas, el rabino podía traer a un orador invitado cada dos semanas o, incluso, pagarle un honorario, palabra que David detestaba. Pero ¿qué orador iría hasta Leighton un viernes por la noche para predicar a un auditorio compuesto por cincuenta personas?

¿Qué más tenía que hacer hoy? Myron Schillman iría a verle para hablar de su Bar Mitzvah. El estado del mundo, en el momento en que Myron Schillman cumple los trece años. Myron, si tu rabino pudiera permitirse semejante lenguaje, te diría que el mundo, en este goyishe año de 1951, apesta. Una frase un tanto rara para un rabino. ¿Y si mis feligreses pudieran leerme el pensamiento? Sólo una suposición. En primer lugar, no debes decir feligreses, ni siquiera con el pensamiento. Imagina que el día menos pensado, hablando con alguien, se te escapa. Nada menos que el rabino David Hartman, con su shul recién estrenada, aunque le llamamos templo, desde luego, eso de shul suena a este de Europa. Es un edificio de ladrillo rojo que sustituye al que teníamos al principio, hace cinco años. ¿Sólo cinco años? ¿Será posible? Bueno, casi cinco y medio. Ahí está, Templo Shalom, con tres aulas y un despacho para mí, y otro más pequeño para una hipotética secretaria, el día en que podamos pagarla. Y todo, por poco más de sesenta mil dólares.

Ahora ya somos una institución viva, con ochocientos ejemplares del libro de oraciones… No, no, no, estos pensamientos no me sirven, ni para el sermón, ni para Myron, que va a entrar en el mundo de los mayores. Es curioso, una dulce criatura de trece años que entra en un mundo podrido. ¿Por qué estoy tan furioso con el mundo, Myron? Bueno, vamos a ver qué es lo que los años nos han traído. Esa guerra que iba a terminar con todas las guerras —¿o fue la anterior?— queda ya seis años atrás y ahora vuelve a haber guerra, esta vez en Corea. ¿Y por qué? Sabe Dios. Yo, no. Algo relacionado con el dominó, Myron. ¿Qué más? En Checoslovaquia ha habido otra purga del partido comunista. ¿Qué significa purga? No; no es un laxante. Es colocar a una serie de personas delante de una serie de paredes y dispararles una serie de balas. Es algo muy popular actualmente. Y no olvidemos a esos dos desventurados, convictos de robar secretos atómicos, por más que Herbie Fisher, la más reciente adquisición de mi próspera congregación, dice que él podría hacer una bomba atómica con una mano atada a la espalda, y que otro tanto haría cualquier científico que no fuera un paquete. De todos modos, yo lo dudo…

—Dios me perdone —dijo en voz alta. —Me acostumbraré a hablar así y entonces sí que tendré que pedir perdón a Dios, y al propio Myron. Aunque éste me preguntará por qué le pido perdón, y tendré que explicárselo. Pero ¿Podría? ¿Podría? Conteste, rabino David Hartman.

La víspera, sin ir más lejos, Mel Klein se llevó aparte a David después de la reunión del consejo y le dijo:

—David, boychik, yo no sé nada de política, y lo poco que sé, preferiría no saberlo. Bastante trabajo me cuesta mantenerme al corriente en esa cochina tienda de la ciudad, ocuparme de mi familia y procurar que esta sinagoga no se contagie de esa plaga llamada «hipotequitis» que afecta sobre todo a las instituciones religiosas. Por lo que respecta a la política, toda mi actividad se reduce a pagar cincuenta dólares al año al partido demócrata.

—Mel, ¿qué tratas de decirme?

—Que desde hace cuatro semanas en todos y cada uno de tus sermones te has referido a la política. A la congregación no le gusta.

—¿A quién no le gusta? —preguntó David, irritado.

—Vamos, vamos, te digo dos palabras y ya te pones en el disparadero. David, yo no quiero disgustos. Eres un rabino estupendo. Es un milagro tenerte aquí, en lugar de algún shlemiel.

—Muchas gracias, Mel. Ahora dime, ¿quién se ha quejado de que en mis sermones hable de política?

—No pienso dar nombres.

—De acuerdo, Mel; pero la próxima vez que alguien se queje de la política de mis sermones, les dices que lean a los Profetas. Un poco de alabanzas al Señor, pero el noventa por ciento de los varios libros de los Profetas son política.

De todos modos, la observación hizo mella y ahora, camino de su casa, David decidió que el tema del sermón sería extraído de los Profetas. Una evasión, pero también una salida airosa. Haría un sermón puramente bíblico, eludiendo toda alusión a la actualidad. Era lo que solía hacer Martin Carter cuando en su congregación se exaltaban los ánimos, y siempre refrescaba el ambiente. La gente experimentaba un gran alivio al entrar en una casa de oración y retroceder tres mil años hasta un mundo que ya no existía, un mundo absurdamente simple, exento de bombas atómicas, bombas de fragmentación, tanques y ametralladoras. Por supuesto, según los cálculos de David, durante la Segunda Guerra Mundial habían muerto violentamente más seres humanos que los que componían toda la población de la Tierra en tiempos de Amos. Decidió estudiar el tema. Supongamos que en tiempos de Amos hubiera en el mundo diez millones de habitantes, o, pongamos, veinte millones. Menos de la mitad de los que murieron durante la Segunda Guerra Mundial. «Esto, chico, es un sermón —se dijo. —Pero también es política», añadió tristemente.

«Mel tiene razón —reconoció. —Siempre estoy con lo mismo».

Estaba terminando el sermón cuando llegó Myron Schillman. Era un muchacho alto, de largas extremidades, con sonrisa tímida y una voz que a veces aún se le quebraba. Entró en el despacho titubeando. El despacho tenía grandes estanterías empotradas, un escritorio y tres sillas de madera que imitaban bastante bien el estilo Windsor. David disponía de un sillón giratorio. La alfombra, el tresillo de piel y los libros que debían llenar las estanterías habían quedado para el futuro. El dinero se había terminado.

—Siéntate, Myron —dijo David. —¿Cómo estás?

—Bien, gracias, rabino.

—Si te regalan muchas plumas estilográficas, yo te las cambiaré por otras cosas. —Éste era el chiste habitual con el que David rompía el hielo. Myron lo sabía. Los otros chicos le habían prevenido.

—Las cambiaré con mucho gusto, rabino —dijo sonriendo.

—Bueno, Myron, ésta va a ser una charla informal. Me gusta conversar con los chicos que se enfrentan con la papeleta de convertirse en hombres a los trece años. Es un poco pronto, ¿no te parece?

—No lo era en los viejos tiempos, ¿verdad?

—Ni siquiera en la época en que llegaron a Leighton los primeros colonos. Pero hoy en día… En fin, aún te falta pasar por la escuela secundaria y la Universidad.

—Sí.

—Por lo tanto, imagino que en realidad se trata de asumir una cierta responsabilidad. Al fin y al cabo, lo esencial de la vida del niño es la falta de responsabilidad.

Myron parecía desconcertado, y David rectificó su afirmación. Nunca sabía qué tenía que decir a los chicos en estas ocasiones y con frecuencia debía acomodar sus palabras al desarrollo glandular del interlocutor. Había muchachos de trece años que medían casi un metro noventa y, tenían vello en la cara y los había que aún lucían grasas infantiles, mejillas sonrosadas y cutis de seda. Los trece años era una edad curiosa para fijar en ella el umbral de la edad adulta; pero, como decía Myron, debía de ser diferente en los viejos tiempos.

Cuando Myron se fue, David se echó hacia atrás y puso los pies encima de la mesa. Tenía que reconocer que el sillón giratorio suponía una gran mejora. Él hubiera podido prescindir del resto del mobiliario de la nueva sinagoga, pero, del sillón, nunca.

Sonó el teléfono. Era Lucy, que llamaba para decirle que habían llegado sin novedad a Nueva Jersey, que todos estaban desolados porque David no les hubiera acompañado, y le mandaban cariñosos saludos.

-—¿Terminaste el sermón? —le preguntó.

—Sí. Terminé el sermón. A las cuatro, hablé con Myron y ahora me iré a casa, me daré una ducha y tomaré un martini.

—¿Quién es Myron?

—El chico que se prepara para la ceremonia de Bar Mitzvah. Simpático.

—¿Y el sermón de qué trata?

—De Amos.

—¿Qué Amos?

—El profeta.

—Ah, ese Amos.

—Parece que se te ha quitado un peso de encima.

—Bueno, un poco —reconoció ella. —He oído comentarios sobre el contenido político de tus sermones.

—Resulta que todo el mundo los ha oído menos yo.

—Hay estofado en la nevera. No tienes más que calentarlo.

—Tomaré un bocadillo.

—Ese estofado lo hice para ti, David. Cuatro verduras y un buen trozo de carne. Tus bocadillos no son más que calorías sin sustancias.

—Me saltaré el martini. Tomaré un bocadillo y una cerveza.

—Fantástico. No hay nada que perfume el aliento como la cerveza, y en cuanto entre en la sinagoga, alguien la huele, y ¿para qué quieres más? El rabino está borracho. Y, como alimento, la cerveza no vale nada.

—¿Por qué discutimos, Lucy?

—Ya lo sé, ya lo sé. Es una majadería. No podemos decir dos palabras sin pelear. David, que te aproveche el bocadillo y la cerveza. Perdona, debí recordar que no tienes hambre antes del oficio.

—No hay nada que perdonar. Te quiero mucho, cariño, y prometo no morir de desnutrición.

—Es un chiste bastante bueno para un rabino.

David no había hecho más que colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Martin Carter.

—David, ¿a qué hora quedarán libres usted y Lucy esta noche? Me refiero a cuándo terminan sus devociones del viernes. —Martin Carter era el único que llamaba «devociones» a los oficios del Sábado.

—Pues…, a eso de las nueve y media como muy tarde. He decidido hacer un sermón sobre Amos, y ha quedado corto. Todos me lo agradecerán.

—Yo hablo de Isaías. Es oro puro.

—Yo ya lo agoté. Por lo menos, para lo que queda de año.

—Bueno, va bien las nueve y media, incluso las diez. Millie y yo damos nuestras fiesta anual. Ya sabrá que nosotros casi nunca tenemos invitados. Y es que tenemos que cenar fuera tres o cuatro veces por semana, en casa de miembros de la parroquia, y eso hace daño al estómago y nubla el entendimiento. Así que una vez al año damos una cena para una veintena de amigos. Pero usted ya lo sabe, desde luego. Vinieron el año pasado. Millie se lo dijo a Lucy la semana pasada, pero Lucy respondió que se iban a Jersey a una boda, pero esta tarde al pasar por delante de su casa vi el coche y pensé que tal vez la boda se había aplazado.

—No; no se ha aplazado. Sólo fueron Lucy y los niños. —David explicó la embarazosa situación que se le hubiera planteado, como rabino, al asistir, en calidad de invitado, a una boda de judíos celebrada por un juez de paz.

—Sí; me hago cargo. Bueno, pues venga usted solo, David. Siempre será mejor que quedarse en una casa vacía.

—Pero no podré estar ahí hasta poco antes de las diez.

—No cenamos hasta las diez. Es nuestro alarde de vida nocturna en el Ridge.

A David le sedujo la idea. Se sentía bohemio y trasnochador. Recordó la fiesta de los Carter del año anterior, bastante sosegada por cierto; pero, por otra parte, sólo había otros dos judíos, y eso supuso una novedad, desde luego. Este año, había cuatro judíos con sus esposas y a tres no los conocía. Tal vez ni fueran judíos. Le irritaba la costumbre que había adquirido últimamente de preguntarse, cada vez que veía una cara nueva, si pertenecía a un judío. Claro que cada vez le irritaban más las cosas que hacía y los pensamientos que cruzaban por su cabeza, y se sentía más y más condicionado por su judaísmo. Era una sensación opresiva. «¿Por qué en el Ejército no le ocurría esto?», se preguntaba. Claro que en el Ejército él formaba parte de un todo, mientras que aquí era un extraño; se sentía extraño cuando entraba en los hogares judíos de los miembros de su comunidad, e incluso algunas veces se sentía extraño en la misma sinagoga.

«Qué tontería —se dijo. —Yo pertenezco a este lugar, y estas personas son amables, cariñosas y parecen encantadas de verme».

Millie Carter era una cocinera excelente, y el aparador estaba colmado de una rica variedad de platos otoñales de Nueva Inglaterra: un puchero de judías, budín indio, una enorme ensalada de cebolla con maíz tierno, guisantes, tomates y lechuga, una fuente de pollo frito y un jamón asado.

—Tanto usted como Martin están escandalosamente delgados —le dijo Millie. —Vamos, coma, coma y coma. Eso me halagará. ¿Conoce a todo el mundo?

—Casi. —David miraba a una mujer alta y delgada, de unos treinta años y por lo menos un metro setenta y cinco. Tenía los rasgos faciales muy acusados, nariz prominente, pómulos salidos y ojos pardos. De poseer unas facciones menos definidas, su amplia y plácida frente le hubiera dado un aspecto bovino, pero en su caso la hacía extraordinariamente atractiva.

—A ella no la conoce —dijo Millie. —Voy a presentarles. Sea amable con ella. Lo necesita.

—¿Por qué? ¿O es, simplemente, que a todos nos viene bien un poco de amabilidad?

—Ya hablaremos. Venga. Se llama Sarah Comstock.

Sarah Comstock le estrechó la mano con firmeza. La suya era fuerte y cálida.

—Encantada, rabí Hartman. Me alegro de que esté en el Ridge. Estaba deseando conocerle. Nunca había hablado con un rabino.

—Es natural que estuviera intrigada.

—Perdone. No quise decir eso. Le he ofendido, ¿verdad?

—No. Oh, no. Yo tampoco quise decir eso.

—¿Empezamos otra vez? —sonrió ella. Tenía una sonrisa que le iluminaba la cara transformándola por completo, suavizando ángulos y planos.

—Por favor.

—¿Y su esposa? —preguntó ella mirando en derredor. —He oído hablar mucho de ella, de lo bonita e inteligente que es. Ella y Millie tienen prácticamente terminado el libro de cocina que están escribiendo, Recetas de la Rectoría, cómo preparar platos de gourmet con el sueldo de un pastor o de un rabino. Tiene una sección dedicada a la cocina judía, y Millie cree haber encontrado a un editor… —Se interrumpió al ver la expresión de David. —No sé qué me pasa esta noche. Yo no suelo charlar por los codos. —Movió la cabeza tristemente. —Usted no estaba enterado, ¿verdad?

—Probablemente, piensan decírmelo cuando tengan editor.

—Claro. Iba a ser una sorpresa. Pero no quiero acapararle. No tengo la noche, rabino.

—Por favor, Mrs. Comstock, ni me ha ofendido ni ha dicho nada que esté fuera de lugar. Mi esposa ha tenido que ir a ver a su familia a Nueva Jersey, por eso vine solo. ¿Por qué no me presenta a su marido? —preguntó él, por decir algo.

Sarah Comstock señaló con un movimiento de cabeza a un hombre de unos cuarenta años, rubio y bastante bien parecido, que estaba hundido en una butaca, con la cara congestionada y un vaso en la mano. A su espalda, David oía vagamente a alguien que hacía el inventario de los muebles, las piezas que habían sido fabricadas en Filadelfia hacia mil setecientos sesenta, la mesa de costura, obra del propio Hilton, que habían pertenecido a la familia de Millie Carter durante varias generaciones.

—Ése es mi marido, señor rabino —dijo Sarah Comstock con amargura. —Llegamos a las nueve y va por el quinto vodka… con hielo, a razón de casi un cuarto de litro por vaso. Un par de vasos más, y Marty me ayudará a echarlo al coche, y yo me lo llevaré a casa. —Y con estas palabras dio media vuelta y se alejó rápidamente. Después, cuando David la buscó, ya se había ido.

A la mañana siguiente, después del oficio, Jack Osner preguntó a David si podían hablar un momento en el despacho. Una vez allí, estuvo hablando de cosas triviales hasta que David le instó a ir al grano.

—El juez Interman, el que lleva el caso de los espías atómicos, es un viejo amigo.

David había seguido el proceso en los periódicos, con profunda tristeza. Ahora movió afirmativamente la cabeza.

—Estuvimos juntos durante la guerra…

David no dijo nada. No le inspiraba ninguna simpatía el juez Interman.

—Quiere hablar contigo. Bueno, no precisamente con David Hartman, sino con un rabino. Él pertenece al Templo Emanu-El de Nueva York, pero prefiere no hablar con su rabino.

—Pues en Nueva York no faltan rabinos —dijo David sin entusiasmo.

—No, desde luego. Pero yo te conozco, y le he dicho que en ti se puede confiar. Y es que me parece que él desea hablar con alguien de fuera.

—De acuerdo —dijo David. —Hablaré con él. Tiene unos cincuenta años, ¿no? ¿Y no preferiría a un hombre de más edad?

—No. Él ya sabe cuántos años tienes. ¿Podría ser mañana?

—¿Mañana? Había pensado ir a Nueva Jersey a buscar a Lucy y a los niños.

—David, es algo muy importante para él… y para mí.

—Está bien.

—¿A eso de las tres?

—De acuerdo.

—Él irá a mi casa y yo te lo traeré.

Todo, muy misterioso. Sin saber por qué, a David le desagradaba el asunto pero le brindaba el medio de acallar los remordimientos por no estar con Lucy y un pretexto para mantenerse alejado de la boda. Había pensado que podría ir a Jersey el domingo y llegar una vez terminada la ceremonia. Pero ahora podía abandonar la idea, y cuando Lucy llamó, él le explicó la visita que le había preparado Osner.

—Ese hombre no me gusta, David. ¿Por qué tienes que complacerle?

—Es un ser humano, y miembro de nuestra congregación.

—Eso lo somos todos. Bueno, no te quedes solo en casa cavilando. Invítate a cenar en casa de alguien. Me alegro de que fueras a la fiesta de los Carter anoche. ¿Conociste a alguien interesante?

—Pues… no, a nadie. —No mencionó a Sarah Comstock ni hizo referencia al libro de cocina.

Después de la conversación telefónica, David se preparó un bocadillo, calentó café de la víspera y trató de leer. Pero no podía concentrarse, por lo que cerró el libro y puso la radio. Lucy opinaba que no debían exponer a los niños al nuevo e insidioso medio de diversión llamado televisión, y él estaba casi de acuerdo. Pero, de todos modos, tampoco tenían dinero para un televisor, por lo que no cabía discutir. Sin embargo, hoy David se habría sentado gustoso delante de la pantalla, abstraído, sin pensar en nada.

Terminó el bocadillo y estaba a punto de salir a dar un largo paseo cuando sonó el teléfono. Era Sarah Comstock, que le dijo:

—No sabía a qué hora termina su liturgia el sábado, ni quería importunarle durante sus devociones personales, por eso no le he llamado antes. Son casi las tres y necesito hablar con usted, necesito verle, rabino. Por favor… —Lo dijo de un tirón, sin pararse a respirar, como si quisiera terminar antes de que David pudiera interrumpirla.

—Estoy a su disposición.

—¿Dónde puedo verle?

—Vaya a mi despacho de la sinagoga…, dentro de media hora. ¿Conforme?

—Sí. Hasta luego.

Después él la recordaría tal como la vio al abrir la puerta del despacho. Llevaba su pelo castaño claro recogido en la nuca al desgaire, traje de chaqueta de lino marrón, blusa blanca y sandalias. Iba sin medias.

—Debería haberme arreglado —dijo en tono de disculpa. —Yo no voy a la iglesia con esta facha y tampoco debí venir de este modo. Pero como dijo usted media hora…

—Está muy bien.

—Al pasar, vi bailar a las niñas ahí detrás. Estaban encantadoras.

—Son las alumnas de Jenny Levine, que estaba en la compañía del Teatro de Ballet Americano. Es una suerte para nosotros tenerla en la congregación. Da clases gratis. Nosotros somos todavía más pobres que Martin, si eso es posible.

—Pero este edificio es muy hermoso.

—De ahí nuestra pobreza. Siéntese y procure relajarse.

Ella se sentó apretando el bolso con las dos manos y se quedó con la mirada fija en el suelo.

—No sé cómo empezar —dijo en voz baja. —Le habrá parecido una impertinencia que le llamara con tanta perentoriedad…

—Entonces no empiece, Mrs. Comstock —interrumpió él. —Hablemos, sencillamente, y si en algo puedo ayudarla o servirle de consuelo, saldrá por sí solo. Pero ante todo tengo que preguntarle una cosa, y es sólo porque Martin es un buen amigo. ¿Por qué no ha acudido a él?

—Porque él es el mejor amigo de Harvey. —Ella empezó a llorar. —Maldita sea, no soy una llorona. —Se enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel.

—¿Quiere beber algo?

—Sí.

—Tengo vino dulce. Es el del culto, y no sabe muy bien.

—No importa.

Él se lo sirvió en un vaso de plata con pico, que utilizaba para el Kiddish y ella lo bebió sin respirar.

—Gracias. Esta mañana, a las diez —dijo escuetamente, mientras seguía secándose los ojos—, he querido matarme. Yo no soy una suicida. Antes, nunca había pensado en el suicidio; pero esta mañana, a las diez, me dije que era la única solución. Vacié un tubo de veinte aspirinas en un vaso de agua y las dejé disolverse. Eso le dará una idea de lo estúpida que soy en materia de suicidio. Entonces recordé casos que había oído comentar, de niños que se habían tragado las aspirinas a puñados y lo habían resistido perfectamente, por lo que las tiré a la taza del retrete y me dije: Marty nunca pudo ayudarme, pero tal vez un rabino sea diferente. Puede que él sepa cosas que ignora un ministro congregacionista. Además, tiene usted cara de buena persona, y Dios sabe que necesito caridad.

—Hablemos, pues. La caridad está escasa, pero no tanto. Ante todo, vamos a desterrar esas ideas de suicidio.

—Ya lo he superado. No porque sea pecado mortal… ¿Lo es también para ustedes?

—No en el mismo sentido. Pero es algo que daña a muchas personas… no sólo al que muere.

—¿Y a quién haría daño el que yo muriera?

—No conozco a las personas que forman parte de su vida, pero haría daño a Martin, y a Millie… y a mí.

—Usted apenas me conoce.

Él asintió sonriendo.

—¿Querría usted llamarme Sarah, por favor? —preguntó ella de pronto.

—Es un antiguo y hermoso nombre judío. Así se llama mi hija.

—Lo han llevado muchas mujeres de mi familia. Judío, sí. Nunca lo había pensado. —Su rostro se iluminó con una sonrisa y, al igual que la noche antes, aquella sonrisa la transfiguró.

—¿Y por qué las aspirinas y el querer suicidarse? —preguntó David.

—Un día llegas al final de la cuerda. O eres ese niño que ayuda a levantarse al potrillo un día y otro. Pero el potrillo crece, y llega el momento en que el niño ya no puede seguir levantándolo. Ese momento ha llegado para mí. Se me han cerrado todas las puertas, hasta la última maldita puerta.

—Su marido es un alcohólico y, al parecer, tiene que resultarle difícil y muy doloroso vivir con él. ¿Por qué no se divorcia?

—Porque no puedo.

—Pero usted no es católica. ¿Lo es él?

—No tiene nada que ver con la religión, rabino. ¿Ha conocido usted a muchos alcohólicos?

—A algunos.

—Tengo entendido que no es un mal que aqueje especialmente a los judíos. Tal vez sea sólo una maldición nuestra. Es terrible. La persona se convierte en otro ser; no puedes comunicarte con ella, ni razonar, ni suplicarle, y se pierde el control, y el respeto y la vergüenza. Y ese ser grotesco y enajenado es tu marido. Luego se le pasa la borrachera y le dices que ya estás harta. Ya no lo resistes más. Voy a dejarte. Y él se arrodilla y se arrastra a tus pies llorando como un niño y te besa las manos, y te suplica, y eso ya no es un hombre, es sólo un niño medio idiotizado… Pero tampoco es por eso por lo que no puedo divorciarme de él.

—¿Cuánto hace que se casaron?

—Cuando él se fue a la guerra. Hace ocho años. —Ella movió la cabeza. No estoy diciendo la verdad, por más que lo intento. Es muy complicado. Estoy hablando y no hago más que pensar que usted posee un poder mágico para liberarme… —Su voz había ido apagándose, y David se quedó esperando expectante, mientras la veía luchar consigo misma, dar suelta a la emoción y luego reprimirla.

—¿Tiene usted idea de cómo era yo de niña, e incluso de adolescente? —preguntó ella inopinadamente.

David movió negativamente la cabeza. Ella estaba probando otro enfoque. Hacía un momento, él pensó que tal vez aquella mujer estaba al borde de una crisis nerviosa y desvariaba, pero ahora empezaba a vislumbrar una trama, aunque muy tenue y deformada.

—Yo era más fea que un demonio. Mido un metro setenta y cinco, y a los catorce años ya era tan alta como ahora, con unos brazos y unas piernas largos y flacos, lisa como una tabla, pecosa, con los codos y las rodillas rojos y cara de gárgola. Así me veo todavía y así seguiré viéndome hasta que me muera. ¿Sabe usted lo que hacían los chicos al verme? Se reían. Conocí a Harvey en la Universidad. Era el más guapo de la clase, y se enamoró de mí, y se casó conmigo, y por eso no puedo divorciarme de él. —Las últimas palabras las dijo entre unos sollozos que le sacudían todo el cuerpo.

David la miraba estupefacto. Ella le lanzaba un grito de angustia y él era incapaz de responder. ¿Qué podía hacer por aquella mujer? Era de otro mundo, de otra cultura, tan ajena a él como la de los sherpas del Nepal, por ejemplo, aunque no se explicaba por qué se le había ocurrido semejante comparación. ¿Había conocido él a un alcohólico como su marido? Durante la guerra, algunos soldados volvían de permiso borrachos como una cuba, para evadirse, para olvidar, para buscar un poco de felicidad. Él mismo lo probó una vez, y el cerebro se le hizo puré y las entremidades se le antojaban de goma. Pero aquello no era alcoholismo. ¿Por qué se salía ella de su mundo y pretendía entrar en el de él? Ahora lloraba mansamente. No llevaba maquillaje, y David se dijo que, en cierto modo, era una de las mujeres más hermosas que había visto en toda su vida.

—Pero, sin duda, sabe usted lo hermosa que es —le dijo.

Ella le miró fijamente con los ojos llenos de lágrimas.

—Quiero decir que para darse cuenta no necesita más que un espejo y un poco de sentido común. O una simple foto.

—Usted no lo entiende, ¿verdad? —preguntó ella tristemente.

—Me temo que no.

Ella se levantó para marcharse, pero David se puso en pie rápidamente y le oprimió un hombro con suavidad.

—No se vaya, por favor.

—¿Por qué no? Sólo he venido a importunar. ¿Tiene «Kleenex» o algo parecido?

Él encontró un paquete en un cajón del escritorio y se lo dio.

—En cierto modo, lo que he hecho resulta insultante —dijo ella, más serena, secándose los ojos. —Le he dicho: ustedes, los judíos, son diferentes. No son como las demás personas. Tienen poderes mágicos.

David sonrió levemente.

—Incluso unos modestos poderes mágicos nos habrían resultado muy útiles. Permita que le hable con franqueza. Probablemente, la única forma en que puedo ayudarla es escuchando, si es que necesita a alguien que la escuche. Pero opino que es usted una mujer fascinadora y si está libre esta noche me gustaría llevarla a cenar y escuchar lo que tenga que decir.

—¿Y darme algún que otro consejo?

—Si ha de servirle de algo.

—Puedo arreglarlo —dijo ella. —Harvey está en el club, borracho ya, seguramente. Habíamos quedado en cenar juntos, pero no me será difícil escabullirme. ¿Y qué me dice de usted, rabí Hartman? Su esposa está fuera, y si alguien le ve conmigo…

—Murmurará. Pero podemos ir donde no nos conozcan. ¿Qué le parece el restaurante de Ridgefield?

—¿A las ocho?

David asintió. Ella le dio la mano y se fue. Él no se ofreció a acompañarla hasta el coche, y en seguida comprendió que, normalmente, eso hubiera hecho con cualquier visita. Por mucha compasión que le inspiraran los sufrimientos de Sarah Comstock, aquella cita para cenar era consecuencia de la atracción que ejercía en él otra mujer. No cabían paliativos. «No deseo que salga de mi vida».

Pero, aunque no se mintiera a sí mismo, tenía que mentir a Lucy. «¡Ay, Dios mío! —pensó. —Estoy andando por el borde de un precipicio. ¿Qué diablos pretendo?».

Llamó por teléfono a Lucy.

—¿Qué haces esta noche? —preguntó ella.

—Tengo que salir de aquí, por lo menos durante un par de horas.

—Pues ven a buscarnos.

—No puedo, Lucy. No me siento con fuerzas de enfrentarme a tu familia. Tal vez me acerque a Nueva York. —Se cubría las espaldas, disponiendo cortinas de humo y salidas de emergencia.

—Ya puedes figurarte cómo te echo de menos… entre toda esta gente —dijo Lucy. —David, si no te hubiera conocido, me parece que me habría quedado soltera. No tienes idea de lo estimulante que resulta, a pesar de ser una lata. La casa está cerca de Asbury Park. Es enorme, de estilo victoriano, y hay una verdadera avalancha de comida. Comparada con esta cornucopia, nuestra vida en el Ridge resulta francamente ascética. Sarah tiene un resfriado.

David tuvo un sobresalto. En su cerebro, una Sarah había desplazado a la otra y durante un instante creyó que Lucy le hablaba de Sarah Comstock. Pero era su propia Sarah, su chiquilla bonita, la que había pillado un resfriado. Cuando colgó el teléfono, se quedó moviendo la cabeza. «¿Qué diablos voy a hacer?», preguntó en voz alta. Buscó el número de los Comstock en la guía. Daría cualquier excusa… No, diría la verdad, lisa y llanamente. Él era rabino, estaba casado, quería a su esposa tanto como pudiera quererla uno al cabo de cinco años de matrimonio, y tenía dos hijos.

Dejó sonar el teléfono diez veces. No contestaron.

—Sabía que era usted —dijo ella aquella noche, cuando estaban sentados a la mesa. —Por eso no contesté. Sabía lo que quería decirme, que era un rabino, que estaba casado, que tenía hijos, que estaba enamorado de su esposa, y que debíamos olvidarlo.

—¿Cómo lo supo?

Sarah se encogió de hombros.

—A veces, no tienes más que ver a una persona, y te parece que la conoces perfectamente. O bien puedes llevar varios años casada con un perfecto desconocido.

—Eso es bastante romántico, ¿no?

—Esta noche me siento romántica. —Le sonreía placenteramente. —Aquí me tiene, en una cita clandestina con un rabino judío…

Él se rindió a su aire festivo.

—Como casi todos.

—Sí, claro. No crea que estoy borracha. Yo no bebo, lo cual no le sorprenderá… David. ¿Puedo llamarle David? Es un nombre muy bonito. A pesar de lo deprimida y hasta suicida que estaba esta mañana… maníaco-depresiva estará pensando, ¿no?

—No; estaba escuchando y tratando de averiguar de qué color son sus ojos.

—Quiá. Sólo quiere mostrarse amable conmigo mientras piensa que ojalá no estuviera aquí.

—En parte es verdad —admitió David.

—¿Y en parte?

—En parte me alegro de estar aquí. Llevo una temporada aburrido, deprimido y enojado conmigo mismo. Esta noche lo único que me atormenta es la sensación de culpabilidad.

—¿Por qué? No está haciendo nada malo, y con su sola presencia me ayuda más que con todos los consejos que pudiera darme. Me he sentido tan sola. Y asustada.

Tras un prolongado silencio, David le preguntó qué la asustaba.

—La muerte. No quiero morir. Es todo tan hermoso, y yo ni siquiera lo he probado, a lo sumo, habré lamido los bordes. ¿Sabe que es usted muy guapo, David? Alto, delgado, con esos ojos azules como un lago. Somos la pareja más atractiva del local, aunque dentro de mí siga habiendo una muchacha fea y flacucha. Hacía años que no me sentía así. Me siento hermosa. No quiero morir.

—No morirá. Por lo menos, en muchos años.

—A veces, trato de hacer que Marty me hable del cielo. Pero no creo en él. Es francamente ridículo. El cielo, el infierno…, ¿quién puede creer en eso? Pero Marty no quiere hablar de ello. Reza, me dice. ¿Qué clase de cielo prometen ustedes?

—Ninguno.

—Sólo cerrad los ojos y a dormir. ¿Es eso?

David asintió.

—Es lo que hacemos todas las noches.

—No parece tan terrible, ¿verdad? Pero cada vez que me acuerdo de los versos de Swinburne, «… sólo el sueño eterno, en la noche eterna» me echo a temblar. Aborrezco a Swinburne. Es un farsante sensiblero. Me sublevan él y su hedonismo falso y trasnochado. Pero hay un Dios. Tiene que haber un Dios. Conoce la anécdota de Ingersoll, el célebre ateo Ingersoll, ¿verdad, David? Un día, Ingersoll fue a visitar a un amigo que tenía un objeto maravilloso, un sistema solar en miniatura hecho de cristal y finísimo alambre, y le preguntó quién lo había hecho. El amigo le respondió: «Nadie. Se hizo solo». Pero usted cree en Dios, David. Tiene que creer.

—Sí, pero no siempre es fácil. Pero Ingersoll era agnóstico, no ateo. Él ansiaba creer.

—Usted es igual que Marty Carter. No quieren hablar de Dios ni del Más Allá. Se sienten incómodos. Pero, si yo fuera judía, no tendría mucha correa con un Dios que contempla impasible la matanza de seis millones de hermanos míos. ¡No! No quiero polemizar sobre eso. Quiero pedir la cena. Este lugar es muy bonito, David. Yo he dicho siempre que en Nueva Inglaterra todos los restaurantes tendrían que ser hosterías y, el día en que se les terminen las hosterías, deberían copiarlas.

—Es usted una mujer extraordinaria, Sarah. Pero no comprendo esa obsesión por la muerte y el Más Allá.

—Es un miedo que no me deja ni un instante.

—¿Ni ahora?

—Ahora sí, y que Dios le bendiga.

—¿No ha buscado remedio para eso?

—Fui a verle a usted.

—Me refería a alguna clase de terapia.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no deseo eso. Ahora deseo pedir la cena. No he comido nada en todo el día y me muero de hambre. Quiero que usted elija lo que más le apetezca, luego pediré yo y hablaremos.

Parecía una adolescente simpática y modosa. Estaba satisfecha de sí misma, de David y de la velada. Sus facciones angulosas se habían suavizado y la luz de las velas ponía destellos mágicos en sus ojos color de ámbar.

—Es tan difícil ser alegre y pizpireta cuando mides metro setenta y cinco —dijo. —Pero así es como me siento esta noche. ¿Qué son lechecillas? ¿Lo sabe usted?

—Sólo sé que están dentro de la ternera.

—Tampoco lo sabe. Pero no las he comido nunca, y no es ahora el momento de hacer la prueba. Me parece que tomaré pierna de cordero asada. Mi abuela materna era francesa y una entusiasta del cordero asado. Creo que es una obsesión nacional de los franceses. ¿A usted le gusta?

—Mucho. ¿La tomamos los dos?

—No, no, no, mi querido David. Usted pida lo que más le apetezca.

—¿Hamburguesa? —aventuró él titubeando.

—¿Lo dice en serio? Menos mal que no está en el menú. De acuerdo, dos de cordero. Sopa, ensalada, cordero… Eso es, cocina de Nueva Inglaterra, sencilla y nutritiva. ¿De dónde es usted, David? ¿Dónde nació?

—En la ciudad de Nueva York.

—Yo en Boston. Mi apellido de soltera es Lowell, aunque no tengo nada que ver con los opulentos Lowell. No somos ni parientes lejanos, aunque estoy convencida de que fue mi apellido lo que me abrió las puertas de la Universidad. Quiero decir el no negar el hipotético parentesco. Parece perplejo. ¿Es que no sabe ese maravilloso soneto que dice: Boston, Boston, tierra de habichuelas y puerto del bacalao, donde los Cabot sólo hablan con los Lowell…? ¿o viceversa? Bueno, algo por el estilo… Y los Lowell sólo hablan con Dios. Sí, ya sé que no es un soneto, porque el soneto tiene catorce versos endecasílabos, y es una forma estúpida de escribir poesía. Yo era una empollona. Cuando eres más fea que un pecado, no tienes más remedio. Pero basta ya. Ahora habla usted.

—Prefiero escuchar.

—Oh, no. Eso es que quiere hacerme la terapia.

—No, no, en absoluto. Estoy hechizado. Me siento inundado de sol, Sarah.

—Eso es porque usted y yo nos conocemos bien, rabino.

—No —dijo David firmemente. —No somos adolescentes, y no nos conocemos. Cada uno de nosotros es un misterio para el otro. Hace cinco años que estoy casado, y mi mujer y yo seguimos siendo dos extraños. ¿Sabe usted quién es su marido, Sarah?

—A veces, Dios me valga.

—Sin embargo… —Extendió el brazo y le tomó la mano—… en este momento, Sarah Comstock… y le hablo sinceramente y sin rodeos, me parece que estaría dispuesto a sacrificar mi vida entera para estar a su lado. Pero eso no es lógico ni realista, ¿verdad?

—Me temo que no —dijo ella tristemente, con los ojos brillantes.

—Los dos comprendemos nuestras ilusiones y fantasías, y unas y otras se entremezclan. Durante la guerra, los chicos se iban con un día de permiso y al volver decían: rabino, estoy enamorado. Era el flechazo. Una ilusión. A mí nunca me ocurrió eso, ni siquiera cuando conocí a Lucy.

—A mí me ocurría con los actores de cine, no con las personas de la vida real. —Volvió la mano de manera que la palma oprimiera la de David. —Acudí a usted, mi querido David, en un momento de desesperación, y usted me ayudó más de lo que pueda imaginar. Esta noche me ha hecho muy feliz. Creo que está enamorado de mí, como esos soldados de que me hablaba. Pero no voy a llorar. Basta ya de esto. ¿Quiere encargar la cena?

Después de cenar, pasaron al bar. Ardía un buen fuego en la chimenea. David pidió dos copas de oporto. Se sentaron junto al fuego contemplando las llamas y saboreando el dulce vino.

—Me gustaría que esta noche no terminara nunca —dijo Sarah.

—Pero tiene que terminar, mujer. Hemos de volver a la realidad. —Él se inclinó y le dio un beso. Ella abrió los labios, como si todo su cuerpo se fundiera a su contacto.

—Pero podemos quedarnos un poco más. Sólo son las diez.

—Desde luego.

—Cuando yo era niña, en mi casa teníamos una chimenea. Nada me gustaba tanto como tumbarme en el suelo a contemplar las llamas. ¿Tú tenías chimenea, David?

—No, vivíamos en un viejo apartamento de Nueva York de lo más corriente. Los Hartman son una familia muy antigua y rica de Nueva York, pero, al igual que vosotros y los Lowell, nuestro parentesco con ellos era muy lejano.

—¿Por qué te hiciste rabino, David? Contesta.

¿Lucy le había hecho aquella pregunta? ¿O, eran cosas que Lucy no necesitaba preguntar? Se quedó mirando a Sarah sin responder.

—¿David?

—No es fácil de explicar —dijo al fin. —Tal vez quisiera demostrarme a mí mismo que aún quedaba en el mundo compasión y rectitud. No lo sé. Pero tampoco es eso. No sabría explicarlo sin parecer necio y presuntuoso. Uno ansia ayudar al prójimo. Uno quiere encontrar su lugar en el mundo. Nosotros tenemos la leyenda de los Lamed Vov, los treinta y seis hombres justos y caritativos que debe de haber en cada generación, para justificar la supervivencia de la raza humana.

—¿Y si son destruidos? —preguntó ella.

—Entonces se acabaría la vida del hombre. Verás, Sarah, la decisión que tomó Martin de hacerse ministro, y la que tomé yo de hacerme rabino son decisiones que uno se plantea de muy joven. Tanto él como yo éramos lo bastante jóvenes como para conservar las ilusiones. Mi familia no era muy religiosa. Al igual que la mayoría de los judíos alemanes que llegaron aquí durante el siglo pasado, mis padres casi habían olvidado que eran judíos. Muchos de los Hartman eran ricos y se habían casado con gentiles. Nosotros, no, desde luego. Creo que fueron Hitler y sus nazis los que nos refrescaron la memoria a muchos de nosotros. Entonces recordamos que éramos judíos. No sé si eso contesta tu pregunta.

—Probablemente, no. Pero ¿por qué tienen que contestarse las preguntas? Sólo hay que contestar las que no se hacen. Dame la mano, David. —La tomó entre las suyas. —Quiero acercarme a ti y encuentro a Dios. —Él movió negativamente la cabeza y ella sonrió con serena satisfacción. —Me has transmitido la magia. Ahora sé cosas que tú ignoras, David. Es la primera vez en muchos meses que no tengo miedo.

—Mi querida, querida Sarah —dijo David. —Hemos hablado tan sólo un par de horas. Cada uno de nosotros tiene sus propios anhelos. En este momento nos sentimos muy cerca el uno del otro, pero somos dos desconocidos.

—No somos desconocidos.

—Yo podría enamorarme de ti muy fácilmente, pero no puedo —dijo David, apenado. —Tú sabes que esto no puede conducir a nada.

—A algo nos ha conducido ya.

—Nos quedaremos media hora más y, luego, cada uno subirá a su coche y se irá a su casa.

—Sí. Y no perturbaremos las vidas que nos hemos fabricado por aferramos a este momento. «La sombra que cruzó mi vida, convirtiendo mi mente en un desierto, me reconcilió con mis semejantes, y me dejó sumido en la oscuridad». Ese poema lo aprendí mucho antes de ir a la Universidad, David. Hay versos que definen toda una vida. Éstos podrían ser mi divisa. Verás, en el fondo yo no me creo fea. Bueno, sí y no. Bueno, por lo menos, los hombres me han dicho que soy hermosa casi hasta llegar a convencerme. Pero ¿qué puede importar eso, David? Estoy divagando, porque mi cabeza divaga.

—El miedo pasará —murmuró David.

—Esta noche no tengo miedo.

—¿No habrá dificultades con tu marido?

—Estará sin sentido. Si es que duerme en casa.

Fuera, el aire fresco y límpido que anunciaba el otoño les hizo apretarse el uno contra el otro. Junto a los coches, David la abrazó. Se estrechaban mutuamente con frenética desesperación.

—Conduce con cuidado —susurró David.

Ella le besó, volvieron a abrazarse, y ella subió a su coche y se fue. Conducía un «Mercedes». Era 1951, sólo seis años después del Holocausto. Él se decía que esto no podía tener ningún significado para ella, pero acrecentaba sus propios remordimientos. La nube de romanticismo empezaba a disiparse, y se disipó más aún durante el trayecto hasta su casa. Él se había aprovechado de una infeliz neurótica que había acudido desesperada en busca de ayuda. Tal vez tranquilizara su conciencia imaginar que aquél era un amor sublime e irresistible de novela romántica, pero la brutal realidad era que, tal vez, en aquel mismo momento Lucy podía estar arrullando a otra Sarah que se había despertado llorando. Trató de analizar sus sentimientos: ¿Qué sentía él por Lucy, su esposa, y qué sentía por aquella hermosa y torturada mujer llamada Sarah, a la que había conocido la víspera? ¿Alguna vez Lucy le había envuelto en aquel hechizo? Lucy le habría dicho, sencillamente: Baja a la tierra, rabino. Los hechizos son pamplinas, eso lo sabes tú tan bien como yo. La velada le había costado unos veinte dólares. ¿Cuánto tiempo hacía que no llevaba a Lucy a cenar fuera de casa? Claro que Lucy estaba siempre ahí. Y seguiría estando. Más adelante habría tiempo para todo. Era un alivio poder aplazarlo.

Aquella noche no pudo dormir. Estuvo dando vueltas y vueltas hasta que, abandonando todo intento de conciliar el sueño, se levantó y se puso la bata. La casa estaba helada. Al principio, trató de soportar el frío, al pensar que, después de haber gastado en una sola noche casi lo mismo que Lucy en la compra semanal, no tenía ningún derecho a quemar fuel. Pero el ascetismo nunca fue el fuerte de David, ni en el orden clerical ni en ningún otro, y al cabo de unos minutos conectó la calefacción, diciéndose que bastante expiación era el sufrimiento moral. Era lo bastante tarde, o lo bastante temprano, según se considerara, como para que sus pensamientos tuvieran un aire solemne, y mientras repasaba mentalmente los sucesos del sábado por la noche, trataba de situarse a sí mismo en relación con ellos.

No era fácil. A él le gustaban las mujeres, le habían gustado siempre, incluso cuando era niño. De mayor, las mujeres le intrigaban, le encantaban, le fascinaban y le hacían pensar una y otra vez que acaso la Humanidad, que estaba a punto de irse al traste, aún pudiera redimirse por obra de las mujeres. Y, por fortuna, varias mujeres le habían querido, aunque en circunstancias muy especiales, ya que pertenecía a una generación que había entrado en la edad viril durante la guerra más sangrienta y espantosa de todos los tiempos.

Luego se casó.

Pensó en su matrimonio con Lucy. Nunca había sido infiel a su mujer. ¿Por qué había de serlo? Él dispensaba los votos del matrimonio, y los respetaba, y Lucy era una mujer encantadora, inteligente y totalmente entregada a su marido, lo cual, habida cuenta de su profesión, ingresos y posición en el mundo, no era empresa fácil. Tenían sus horas bajas, pero en conjunto, consideraba que el suyo era un buen matrimonio. Y entonces entró en su vida Sarah Comstock.

Él trató de ayudarla, ¿o no? La abrazó y la besó. No me acosté con ella, se dijo irritado. La ayudé. Ella dijo que la había ayudado. Así lo recalcó.

Entró en su estudio, encendió la luz y se dejó caer, cansado y desmoralizado, en el sillón del escritorio. Allí estaba el correo del día, aún sin abrir. Encima de todo había una carta de Mike Benton. Ya que no podía dormir, decidió leer el correo. Empezó por la carta de Benton. Decía así:

Querido rabino Hartman: Menos mal que me uní a su congregación, a pesar de ser el más descreído rufián de este mundo y de que no me gustan los judíos mucho más que los católicos o los protestantes, aunque esto no va por la gente, sino para los pelmazos que suben al púlpito —y no me refiero a usted—, porque, por lo que se refiere a Dios, si yo creyera en ese pedazo de sádico que se divierte con cosas como la guerra que tuvimos que pasar y el capullo de Adolf, me dedicaría a escribir editoriales contra él y hacer campaña para que se buscara otro sistema solar donde poner en práctica sus fantasías de lunático.

David interrumpió la lectura, pensando que la frase era larga y estrambótica pero en ella podía haber tema para un sermón. «Oh, no, Hartman, ahora mismo deberías presentar la dimisión. Ahí tienes a un miembro de tu congregación que está agobiado por la angustia y trata de expansionarse de la única manera que conoce, y hace un par de horas dejaste a una mujer sumida en su propia angustia, y a ti sólo se te ocurre aprovechar la ocasión para buscar tema para tus ramplonas pláticas».

Pero comprendió que incluso aquel acto de acusarse en voz alta en una habitación vacía no era sino un intento de pulir su propia imagen, que no le favorecía en nada, sino todo lo contrario.

—Está bien —añadió, también en voz alta. —Basta ya de tratar de hacerte el santo, porque eso también son monsergas.

Siguió leyendo:

Todo lo que antecede viene a cuento porque usted es una de las personas a quienes me está permitido escribir.

¿A quién se puede escribir en una prisión federal? ¿Al corredor de apuestas, a la amiguita, al proveedor de droga? ¡Ni pensarlo! Estos meticulosos federales te especifican: puede escribir a su abogado, madre, padre, hermanas, hermanos, sacerdote, pastor o rabino. Puesto que a mi abogado le debo doce de los grandes, él no tiene el menor deseo de perder el tiempo carteándose conmigo, y yo no tengo madre, ni padre, ni hermanos. La pobrecita Mitzie, pobre criatura, no tiene ningún grado de parentesco conmigo, así que sólo queda el rabino Hartman. Pero yo sé que usted le leerá esta carta, ya que ella ha sufrido mucho más que yo con este demencial asunto. El terror que yo sentía ante la idea de venir aquí ha ido disminuyendo poco a poco, y ahora, tres semanas después de haber empezado a cumplir la sentencia, ya estoy bastante tranquilo.

Creo que ellos tenían buenas razones para mandarme aquí. Al decir «ellos» me refiero a James Bennett, comisario federal de Prisiones, un hombre civilizado que trabaja de firme en una selva de trogloditas, y «aquí» es una penitenciaría de las montañas de Virginia Occidental. Todo lo que pueda escribir acerca de la configuración del lugar será censurado, pero no tengo inconveniente en declarar que es bastante civilizado para una cárcel, y supongo que Bennett me agradecerá que escriba algo sobre ella cuando salga, lo cual ocurrirá dentro de cinco meses. Seis meses. Uno de los presos me dijo el otro día: «Seis meses. Eso me lo haría yo cabeza abajo». Pero para mí es una eternidad, y hasta hace que ese estrafalario reducto burgués de Leighton Ridge me parezca agradable. Mitzie, mi querido amigo y rabino, sigue viviendo en la casa que alquilamos. Hágame el favor de ir a verla y leerle esto. Dígale también que me acuerdo de ella. Mierda, basta de pamplinas. Dígale que la quiero.

David volvió a acostarse y esta vez durmió hasta las ocho, hora en que le despertó el teléfono. Era Lucy.

—Quería hablar contigo antes de que empezara la boda. No estoy enfadada. Te quiero. ¿Te he despertado?

—Me quedé leyendo hasta tarde. —Primera mentira.

—Leche caliente. ¿No tomaste un vaso de leche caliente? Tú no me creerás, pero si tomas un vaso de leche caliente al acostarte dormirás como un niño. David, me gustaría que vieras la tienda que han montado aquí. Bueno, no es exactamente una tienda sino un pabellón, un pabellón judío que parece sacado de la Edad Media. ¿Estás ahí?

—No sé dónde estoy exactamente, Lucy. A las tres de la mañana, estaba sentado en el estudio, leyendo una carta de Mike Benton. Pobre hombre.

—¿Dónde está?

—En alguna prisión de mala muerte de Virginia Occidental.

—Y todo por negarse a ser un delator. Dave, es demencial. Esta noche estaremos en casa. No me gusta eso de que te quedes levantado hasta las tres de la mañana. La boda habrá terminado a las seis como muy tarde, y podemos tomar uno de los últimos trenes. ¿Irás a esperarnos?

—Claro que sí. Aguarda un momento, que mire el horario.

—Duerme la siesta antes de que llegue el juez.

—¿El juez? ¿Qué juez? —Lo había olvidado por completo.

A las diez tenía una clase para adultos sobre «el Antiguo Testamento, visión histórica», y se dio una ducha fría para despejarse. La clase estaba estudiando a los samaritanos, y David se sentía tan fascinado como sus alumnos por aquel extraño pueblo del antiguo Israel, de historia tan trágica como olvidada. A pesar de su noche de insomnio, salió airoso. Tenía en la clase a doce hombres y mujeres, y puesto que su asistencia demostraba que dedicaban al estudio de la Biblia horas de su mañana del domingo, él podía sentirse satisfecho.

Pero cuando regresaba a la casa nueva que le había procurado la congregación —una especie de rancho desnaturalizado con sabor colonial—, sus pensamientos volvieron a la escapada de la noche anterior. Tuvo que reconocer no sólo que estaba deseando volver a ver a Sarah, sino que su deseo era tan imperioso como el hambre.

Mientras esperaba la llegada del juez Interman, el amigo de Jack Osner, David sentía que lo que en realidad estaba esperando era una llamada de Sarah Comstock. Pero ella no llamó y a las tres en punto de aquel domingo por la tarde, Jack Osner dejaba al juez Interman en la puerta de la casa.

David los observaba desde una ventana, tratando de captar una primera imagen del juez, antes de tenerlo delante. Interman parecía un hombre corriente, tal vez con unos kilos de más, una espesa mata de pelo gris tirando a blanco y la cara un tanto abotargada. Parecía tener el hábito de morderse el labio inferior con nerviosismo, pero tal vez ello se debiera sólo a su tensión actual.

El recién llegado estrechó la mano a David moviendo la cabeza con gesto solemne. Su apretón de manos reflejaba cierta inseguridad, lo cual no era raro en quienes se encontraban por primera vez con su rabino; era una benévola incertidumbre que se reflejaba en sus ojos mientras le escrutaba.

—Bill Interman y yo nos conocemos desde hace mucho —dijo Osner. —Los dos fuimos oficiales del mismo juez del Supremo y antes estuvimos juntos en Harvard. Pero mientras yo me he quedado en simple abogado rural, él es juez federal. En fin, es la vida.

—Jack es un antiguo amigo —corroboró Interman.

—Será mejor que os deje solos. Mientras ustedes hablan, yo me acercaré a la sinagoga. Luego David te acompañará hasta allí y volveremos a mi casa.

Interman asintió y Osner se fue. David propuso pasar a su pequeño estudio. Interman parecía incapaz de abrir la boca, y David se quedó a la expectativa. Por fin, Interman le preguntó cuántos años tenía.

—Treinta y cuatro, juez Interman. Si le parece que no va a poder decir lo que desea a una persona de mi edad, lo comprenderé. No me sentiré ofendido.

—A pesar de todo, Jack Osner me dijo que ha pasado usted duras pruebas.

—Estuve en los frentes de Europa durante la guerra, si es eso a lo que se refiere.

—Lo que yo le diga, ¿quedará en secreto?

—Si usted lo desea, aunque yo no estoy vinculado al secreto profesional como un abogado, por ejemplo.

—Los sacerdotes lo están.

—Sí. Pero la confesión es parte integrante de la religión católica, no de la nuestra. —Pero, al observar el gesto de inquietud de su interlocutor, David añadió: —De todos modos, puedo asegurarle que si desea usted que nuestra conversación sea secreta, lo será. Sencillamente, tendrá que bastarle mi palabra.

—¿Le molesta que fume? —preguntó Interman.

—En absoluto.

Le temblaba la mano con que encendió el cigarrillo.

—Lo peor es la falta de sueño —dijo. —Desde que empezó este asunto no he podido dormir.

David asintió y siguió esperando. Toda su experiencia en el trato de jueces se reducía a haber formado parte de varios jurados, pero era suficiente para comprender que la figura de la toga negra que se sentaba al extremo de la sala de la audiencia, era como una especie de dios, más poderoso en ciertos aspectos que cualquier otro elemento de la llamada sociedad civilizada. Pero el juez federal que estaba ahora en su estudio le miraba con desamparo. Su expresión de autoridad y suficiencia se había borrado por completo.

—¿Ha seguido usted el caso de los espías de la bomba atómica? —preguntó el juez Interman a bocajarro sin rodeos, parpadeando como si acabara de despertarse.

—Sólo lo que publican los periódicos.

—¿Qué opina de ellos?

—Me dan lástima. Me siento apenado y desconcertado. Un miembro de mi congregación, un excelente guionista de cine, ha sido condenado a un año de cárcel por no revelar los nombres de las personas que asistían a reuniones de izquierdas. También él me da lástima. Y también siento lástima y vergüenza de mi país.

—¿Es que simpatiza usted con esa gente? —preguntó airadamente el juez.

—Yo soy rabino. Yo simpatizo con todos los que sufren. ¿Tanto le asombra, juez Interman? También simpatizo con usted porque ha tenido que juzgarlos.

—No, señor —dijo Interman con sequedad. —En este caso mi juicio no tuvo nada que ver. Esa gente traicionó a su país.

—Cierto.

—Creo que me equivoqué al venir aquí.

—Es posible.

De todos modos, Interman no hizo ademán de marcharse. No se levantó, ni miró el reloj. Permaneció sentado, mirando fijamente a David y, al cabo de un par de minutos, David dijo con suavidad:

—Le escucharé y haré cuanto pueda por ayudarle. No sé si podré, pero lo intentaré.

—Tengo cierto margen para dictar sentencia —dijo Interman. —Supongo que usted ya lo sabrá.

—Eso he leído.

—En un caso así no se puede dictar sentencia sin más. Dios todopoderoso, no. Se trata de la sentencia de muerte, y eso es lo que me atormenta. ¿Comprende por qué?

—Creo que sí. Usted es judío y ellos son judíos. Pero ¿cree usted que merecen sentencia de muerte?

—¿Usted, no, rabino?

—Yo no soy juez.

—Solicité ser relevado del caso, que fuera otro quien dictara sentencia. No es que trate de eludir mi responsabilidad. Yo presidí toda la vista. El jurado emitió veredicto de culpabilidad.

—¿Por qué tiene que ser sentencia de muerte? —preguntó David. —Los países civilizados están aboliendo la pena capital.

—Eso también yo pensé yo. No crea que no se me ocurrió, pero han ocurrido ciertas cosas.

David esperó.

—El Presidente me llamó a Washington. —Interman se quedó con la mirada fija en la pared situada a la espalda de David. —Yo me sentía halagado. Le habría ocurrido a cualquiera. ¿Usted lo comprende rabino? Una invitación de la Casa Blanca te halaga. Dios mío, el caso había sido una prueba para mí, y yo la afronté. No traté de zafarme por ser judío. Cumplí con mi deber y era lógico pensar que se me invitaba a ir a Washington para recibir una palmadita en el hombro, ¿no?

—Efectivamente —dijo David.

—Bien. Voy a Washington. Me hacen pasar a su despacho. Él ni siquiera hace ademán de darme la mano. Me mira y dice: «Juez Interman, quiero que los condene a muerte».

»“Con todos los respetos, señor Presidente, yo no puedo dictar sentencia de muerte contra esas dos personas”, respondo yo. Él me mira, frío como el hielo, rabino, y dice: “¿Qué diablos significa eso de que no puede?”. —El juez cerró los ojos unos instantes. Luego, los abrió, miró en derredor y preguntó—: ¿Ha estado usted en aquel despacho?

—No he estado en Washington en toda mi vida —dijo David.

—¿No? Bueno, impresiona. Traté de explicarme. Le dije: «Señor Presidente, le ruego que tenga en cuenta mi situación. Serán las dos primeras personas que sean ejecutadas por espionaje en nuestros días, y los dos son judíos. Yo soy judío, y bien sabe Dios que no falta quien ande diciendo que se les ha hecho cargar con las culpas por ser judíos».

—¿Eso le dijo?

—Rabino, habría que estar ciego y sordo para no saber eso.

—¿Y él qué dijo?

—Se puso furioso. «Aquí no vierta usted esas inmundicias. Han sido juzgados por ser espías, no por ser judíos…» o algo así, no lo recuerdo con exactitud. No imaginé que pudiera tener tan mal genio. Traté de hacerle comprender que, si los sentenciaba a muerte, no podría volver a sentirme como un ser normal. En lo sucesivo, sería el juez que los sentenció a muerte. ¿No tengo razón, rabino? Contésteme, ¿no tengo razón?

—Creo que sí.

—¿Cómo me miraría usted? Aquí me tiene. Aquí está Interman. Él sentenció a muerte a un hombre y a una mujer judíos, los primeros que han recibido esa sentencia en el siglo XX. Eso es lo que traté de explicarle, rabino. ¡Maldita sea, yo soy alguien! Yo he tenido que luchar mucho para abrirme camino. Él no ha sido más que un monigote político toda su vida. Yo soy juez de un tribunal federal. Yo soy un ser humano. ¿Y quién diablos es él? Se supone que vivimos en una democracia. De manera que me encaré con él y le dije: «No, señor; no haré tal cosa. Usted no me ha dado el cargo. Yo no soy su lacayo». Y él se me queda mirando y me dice: «Es buena cosa eso de ser juez, ¿verdad?». Yo no supe cómo interpretarlo. No es fácil hablar con él, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre él. Por lo menos, a mí no me resultó fácil. Con su cara vulgar e inexpresiva y esas gafas sin montura. Me recordaba a George Babbitt. ¿Ha leído usted Babbitt, rabino?

—Sí, hace muchos años.

—Babbitt. Bueno, eso le dará idea de mi estado de ánimo. ¿Por dónde iba?

—Me decía el comentario que hizo Truman acerca de su dignidad de juez.

—Oh, sí. Sí, eso. —Interman sacudió la cabeza, cerró los ojos y se los secó con el pañuelo.

—Me gustaría beber algo, rabino, si no tiene inconveniente.

—Por supuesto.

—Un poco de whisky, si tiene. Tal cual, sin hielo ni nada.

David le llevó el whisky y el juez se lo bebió de un trago.

—Sí, dijo que estaba muy bien eso de ser juez. Yo no sabía qué decir ni cómo interpretar sus palabras, por lo que me limité a asentir y entonces él añadió: «Figúrese, juez y judío. Eso es mucho, ¿no?». ¿Puede imaginárselo? Todo un Presidente de los Estados Unidos.

—Me resulta difícil imaginarlo y creerlo.

—¿Iba yo a mentirle?

—Claro que no.

—Estoy en vilo, rabino. Mentalmente, me veo en el Despacho Oval diciéndole a ese sinvergüenza: «Estamos en los Estados Unidos de América y yo soy juez del Tribunal Federal, y soy judío, y me crié en las calles de Nueva York, pero salí de ellas gracias a mi esfuerzo y a mi inteligencia y fui admitido en la Universidad de Harvard, donde estudié Derecho. A mí no me sacó de una mercería un cacique político llamado Prendergast. Y ahora usted cree poder mostrarse condescendiente porque soy judío».

Interman quedó en silencio y, al cabo de cosa de un minuto, David dijo:

—Pero usted no le contestó eso, ¿verdad?

—No.

—¿Qué le dijo, si me permite la pregunta?

—Le dije: «Sí, señor Presidente, es un honor».

—¿Nada más?

—Nada más. Él se puso a hablarme entonces en tono zalamero y persuasivo de mi deber para con el país que me prestaba su apoyo, y se acercó a mí y me dio palmaditas en la espalda, como si yo fuera un niño que le había faltado al respeto a su papá. Pero yo seguía pensando que era dueño de mis actos y que maldito si sentenciaría a muerte a los espías.

—¿Entonces decidió usted no dictar sentencia de muerte?

—No lo sé. En aquel momento creía estar seguro, pero ahora me parece que tendré que hacerlo.

—¿Qué?

—Sentenciarlos a muerte. Pero, si lo hago, me convertiré en un proscrito entre mi gente, en un paria. Válgame Dios, no sé qué hacer.

Se quedaron un rato en silencio, y David preguntó:

—¿Es la idea de convertirse en un paria entre su gente lo que le atormenta, o la de condenar a muerte a dos personas que, a pesar de sus delitos, tal vez no merezcan esa pena?

—No acabo de entenderle —dijo Interman. —¿Querría usted repetir eso?

—Usted se pregunta qué le ocurrirá si dicta pena de muerte, si condena a muerte a los dos espías. Como usted dice, los dos son judíos, y serán las primeras personas a las que se ejecute por espionaje en nuestros días. Luego, es imposible disociar la sentencia de su condición de judíos. Yo no soy más que un simple observador, pero hay mucha gente que duda todavía que el Gobierno haya demostrado plenamente las acusaciones…

—¡Eso es sucia propaganda comunista! —exclamó Interman.

—Sí… quizá. No pretendo discutir acerca de su culpabilidad o inocencia. Me faltan elementos de juicio. Pero lo que sí sé es que buena parte de ese circo que se ha montado en torno a ellos no es más que antisemitismo y, desde luego, si se tratara de un matrimonio de protestantes puros y distinguidos, a nadie se le ocurriría pensar en la pena de muerte. Por otra parte, mucho me temo que, si usted los sentencia a muerte, no puede esperar elogios ni disculpas de la mayoría de los judíos. Lo que yo pregunto es, simplemente: ¿Le atormenta la idea de que muchos judíos le desprecien o el convencimiento de que los espías no merezcan la pena de muerte?

—Perdone —dijo Interman con impaciencia—, pero ¿puedo preguntarle de qué diablos está hablando? Yo he presidido este juicio. Esos dos canallas son culpables, y su condición de judíos no hace sino acrecentar la monstruosidad de su delito.

—¿Por qué?

—Porque todos los judíos quedan manchados por su culpa.

—¿Todos? ¿Incluso los seis millones que murieron en el Holocausto?

—Ya sabe lo que quiero decir.

—Si usted no fuera judío, ¿dictaría sentencia de muerte?

—Sin vacilar.

David movió la cabeza.

—Dígame, juez Interman, ¿a qué ha venido? ¿Quería que yo elogiara su conducta? ¿Que le dijera que los judíos no le tomarán a mal que sentencie a muerte a dos judíos?

—No se trata de si van a morir o no. Si yo no los sentencio, otro juez lo hará. Para usted es más cómodo quedarse ahí sentado como un maldito Buda de piedra. Pero yo soy el que ha de tomar la decisión y arrostrar sus consecuencias.

—Cada uno de nosotros tiene sus propios sinsabores.

—¿Y es ése su consejo de rabino? —El juez se levantó y se fue hacia la puerta dando grandes zancadas. —No debí venir —dijo desde allí. Luego, retrocediendo dos pasos, añadió—: Usted se considera un tipo justo e íntegro, ¿verdad, rabino? —Luego, su agresividad se desvaneció, y se quedó mirando a David con los ojos húmedos. —Por Dios, rabino ayúdeme.

—No sé cómo hacerlo —dijo David lentamente. —No sé qué decirle. Si he de hablar rigiéndome por mis propias convicciones, le diré que ningún ser humano tiene derecho a decidir sobre la vida y la muerte de un semejante. A nuestro Presidente no le gustan los judíos. Eso le ocurre a mucha gente hoy en día. Pero ¿se atrevería a hacer algo contra usted? No iba a resultarle fácil. Usted podría denunciarlo. Él lo negaría pero quedaría en una situación violenta. Y, una vez usted hubiera dictado una pena inferior a la de muerte, nadie podría modificarla. Pero esto no son más que divagaciones. Usted debe hacer lo que le dicte su conciencia.

Después de acompañar al juez Interman a la sinagoga, donde les esperaba Jack Osner, David volvió a su estudio y anotó en su Diario, con la mayor exactitud posible, la conversación que acababa de mantener, y añadió: «Cada vez me desconcierta más mi función de rabino. Muchos de los rabinos que conozco consideran su trabajo como una profesión. Martin Carter asume la idea de que tiene vocación, sea lo que fuere. He de hablarle de eso. Por lo que se refiere al juez Interman, ¿por qué me inspira tan poca compasión? Comprendo sus puntos de vista, lo que debió de esforzarse para entrar en Harvard siendo judío, la contribución política que tuvo que hacer para obtener su primer cargo, según Osner, de oficial de la Fiscalía Federal y su lucha por ir escalando peldaños. Pero la verdad escueta es que no hay ningún juez que me inspire simpatía ni confianza».

Al día siguiente, Lucy y dos chiquillos revoltosos, de regreso en casa, situaban las cosas en su justa perspectiva. Lucy se puso un vestido de organdí verde manzana que le llegaba hasta los tobillos y dio varias vueltas alrededor de David.

—Regalo de la madre de la novia. Por las noches se reúnen para pensar en qué pueden gastar el dinero. Yo fui la madrina. Gracias a Dios que tú no estabas. Había niñas con flores, damas de honor, pajes y madrina, lo mismo que en el palacio de Buckingham. Sirvieron cuarenta y dos clases de canapés e instalaron una fuente con cuatro surtidores de ponches distintos. Pero fue divertido. Y, como tú no estabas, no tenía que preocuparme por lo que pensaras. Era francamente obsceno y la ordinariez conquistó nuevas fronteras, pero fue divertido. ¿Habías visto algo más horrendo que este vestido?

—No está mal —dijo David, obligado a reconocer que su mujer estaba muy joven y bonita. —Estás preciosa, realmente preciosa.

—Oh, no, no, no. El color es atroz. ¿Sabes, David?, uno de mis primos, un pesado al que no había visto en mi vida, trató de conquistarme. ¿Te imaginas? Un gigantón con pinta de delantero centro. Se le antojó que yo era la más guapa de la fiesta. Yo en seguida le paré los pies, desde luego. Pero resulta halagador, ¿no crees?

Él estaba tratando de decidir si le contaba lo de la cena en el parador de Ridgefield.

—David, ¿dónde estás?

—Estaba pensando en el juez Interman. —Segunda mentira.

—Y no has oído ni una palabra de lo que yo te decía. Un primo gigantesco con unas manos muy largas, que trataba de llevarme a la cama…

—¿Tu primo?

—Vaya, por fin has captado la onda. Sí, un primo hermano, pero no le había visto nunca. Es de Salt Lake City. ¿Te gustaría ser rabino de Salt Lake City? Con tantos mormones, allí todos los judíos son gentiles. Había todo un contingente de allí. Nada menos que ocho, que no hacían más que contar chistes idiotas. ¿Por qué son tan horrorosas las familias? ¿Por qué en una familia no hay nadie como tú? De todos modos, me hizo pensar en el adulterio. No para mí, desde luego. ¿Cómo lo dices tú en yiddish? Past nisht. Eso es. No es correcto. No sé por qué no reconocí en seguida el nombre de Interman…

David decidió no mencionar el parador de Ridgefield.

—… pero luego me vino como un escopetazo. Es el juez que presidió la vista de la causa de los dos espías que entregaron secretos de la bomba atómica. ¿Qué quería?

—Solaz para su espíritu.

—O sea, que le eximieras de responsabilidad, para poder condenarlos a muerte.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó David con asombro.

Ella le rodeó el cuello con los brazos.

—Pobre e inocente maridito mío, en este cochino mundo, si piensas lo peor sueles acertar.

—Eso es muy cínico.

—Es que yo soy muy cínica. Anda, vamos a la cama.

Al día siguiente, David fue a casa de Mike Benton. Habían dejado una carga de leña en el jardín y Mitzie, con pantalón tejano y jersey, estaba entrándola en la casa.

—Hola, rabino. Vamos a tener un invierno largo y frío.

David tomó una brazada de leña y siguió a la muchacha al interior de la casa. Limpia y ordenada, sin la deliberada incuria de Benton, la casa resultaba aún más triste. Mitzie, al observar su expresión, dijo:

—Me da náuseas, rabino. Bueno, él saldrá dentro de seis meses y nos iremos a California. A veces pienso que ojalá no hubiéramos pasado estos tres años con recursos y apelaciones. Así ya habría pasado todo. Nunca creí que le echara de menos de este modo, ni que pudiera querer tanto a un hombre.

—He recibido carta de Mike —dijo David. —Usted ya sabe que él no puede escribirle directamente. Es un poco lacónica, pero, cuando se haya habituado a aquello, sus cartas serán más largas y expresivas. Mientras usted la lee, yo acabaré de entrar esa leña.

—Sería un abuso.

—Nada de eso. Necesito hacer ejercicio.

Después, una vez hubo terminado de acarrear la leña y mientras trataba de encender la chimenea metiendo bolas de papel debajo del hogar, él la miró. Mitzie lloraba.

—Él está bien —dijo David. —Eso es lo que importa.

—Es terrible, absurdo.

—Muchas cosas lo son.

—Después de jugarse la vida tantas veces por su país. ¿Es que ya no se acuerdan, rabino? Y ahora lo mandan a la cárcel. Él no era comunista. Asistía a las reuniones porque iban sus amigos. Pero, aunque fuera comunista. ¿Tiene que ir a la cárcel por no ser un delator?

—Él lo superará —dijo David. —Y, luego, podrán olvidarlo todo. Me han dicho que usted trabaja.

—Sí, vendo medias en unos almacenes de Danbury. Estoy bien. Es un empleo, y mejor que servir mesas. Además, Mike dejó dinero suficiente para el alquiler y otros gastos.

—¿Querría usted cenar con nosotros alguna noche?

—Encantada. Es la primera invitación que recibo desde que Mike ingresó en prisión.

Aquella noche, en casa, Lucy asintió distraídamente y murmuró que conocía a Mitzie y que le era simpática. Ella bañaba a Sarah mientras David secaba al niño. A los cuatro años, Aaron prometía ser un chico de piernas largas y cabello rojo. Los dos niños eran muy locuaces y charlaban entre sí sin parar, mientras sus padres hablaban. Lucy preguntó a David si le parecía que ella tenía aspecto de judía.

—Qué ocurrencia. Sobre Mitzie, ¿podría venir a cenar la semana próxima?

—En el mercado, unas mujeres decían que yo era de esa chusma judía que está desgraciando la ciudad.

—¿Qué es una chusma judía? —preguntó Aaron.

—Llevémoslos abajo —dijo David.

Durante la cena, Lucy le dijo:

—Echo de menos la otra casa. Ya sé que se caía de vieja, pero por lo menos tenía estilo. Esta birria que nos han construido es una mancha en el paisaje.

—No es eso lo que crea el antisemitismo, Lucy, y tú lo sabes. Antes de la guerra, en Leighton Ridge no había más que unas cuantas familias judías. Ahora hay muchas más.

—Era una mujer estúpida, a la que no había visto nunca. Pero me pareció que me había clavado un cuchillo. Yo iba con los niños y no hacía más que pensar: «Hijos míos, hijos míos, estas cosas no iban a formar parte de vuestro mundo».

—No sirve de nada pensar eso, Lucy. En su mundo habrá inmundicias y habrá odio. Nosotros trataremos de protegerlos, pero tendrán que vivir en el mundo.

—Valiente mundo. Permite que te diga que cuando tu Dios se pone a hacer juegos malabares con los planetas se luce… Ya estoy otra vez. Perdona, David. Y hablando de Mitzie, sí, desde luego, la invitaré a cenar. A ver si la animamos.

—Muy bien.

Ella empezó a llorar. David dio la vuelta a la mesa, se situó detrás de su mujer y la abrazó.

El tema volvió a plantearse en la siguiente reunión del consejo de la sinagoga. Joe Hurtz fue el primero en mencionar el creciente sentimiento de antisemitismo que se advertía en el ambiente. Él tenía una camisería en Danbury, lo que le permitía auscultar la opinión pública, como decía él.

—De todos modos —observó el viejo Oscar Denton—, Danbury no es Leighton Ridge. No sólo está a bastante distancia, sino que antiguamente allí había muchos judíos que trabajaban en el negocio de los sombreros y tal vez se crearan antipatías.

—Yo oigo hablar a la gente —dijo Joe Hurtz. —Y no es sólo en Danbury. Ya ha llegado aquí.

—Eso es algo que los judíos han tenido que arrostrar siempre —dijo David. —Con esto ocurre lo mismo que con el tiempo, podemos hablar de él, pero no podemos hacer que cambie.

—Estoy de acuerdo con David —dijo Mel Klein. —Tenemos cosas más importantes que discutir. En el orden del día está el asunto de la venta de los bonos pro Israel. También hay que hablar de la guardería para los niños de edad preescolar.

—No hay que descartar el tema tan de prisa —dijo Jack Osner. —El antisemitismo no es como un huracán. No es una catástrofe natural. Esos dos espías de los secretos atómicos han contribuido a fomentarlo. Los dos espías más tristemente célebres de nuestra época, complicados en el caso de espionaje más lamentable y, los dos, judíos…

—Vamos, vamos —dijo Oscar Denton, interrumpiéndole. —Tampoco era para tanto. Todo lo que hicieron fue pasar planos del mecanismo de implosión, algo que yo mismo podría construir, si me daban tiempo suficiente. Fueron estúpidos y desleales, pero también lo fue Ezra Pound, y nadie habla de ejecutarle.

Ed Frome, el escritor que colaboraba en revistas, dijo al anciano, intrigado:

—Un momento, Oscar, tú eres contratista. Quiero decir que te dedicas a construir casas. Este aparato…

—Ellos no robaron el secreto de fabricación de la bomba —dijo Denton. —Porque no hay ningún secreto. Lo que entregaron fue un croquis del mecanismo que dispara la bomba. No se hace estallar un arma atómica como si fuera una carga de dinamita. Tienes que convertir las pastillas de uranio en masa crítica y para eso necesitas lo que se llama una implosión, o sea, dirigir las pastillas hacia el interior en lugar de hacia el exterior. Desde luego que podría hacerlo yo mismo. Tendría que contratar a buenos mecánicos para los trabajos de precisión, pero podría.

—Maldita sea, Oscar —dijo Osner. —Tú eres la última persona de quien yo esperaría que saliera en defensa de esos dos traidores miserables.

—Yo no los defiendo —dijo Denton con calma. —Me limito a explicar lo que han hecho.

—Bueno, pues tu explicación no me convence.

—Vamos a lo que importa —instó Mel Klein.

Osner porfiaba:

—Lo que yo digo es indiscutible. Y a la congregación no le favorece en nada tener a uno de sus miembros en la cárcel por comunista en estos momentos.

—Por favor, Jack —dijo David. —Tú sabes muy bien lo que ocurre. Por algo eres abogado. Mike Benton está ahí por no haber dado nombres, por no querer ser un delator.

—Lo cierto es que es comunista y no encaja en esta congregación. Yo digo que habría que expulsarlo.

—¿Cómo?

—Nunca creí que fueras un buen elemento, Jack —dijo Ed Frome. —Pero tampoco pensé que pudieras ser tan canalla.

—¡No te consiento que me hables de ese modo! —gritó Osner.

—¡Basta! —atajó Denton secamente. —Hombres mayores portándose como unos chiquillos. Somos miembros del consejo de una sinagoga y podemos tener distintas opiniones, lo mismo Jack que tú, Ed. Conque tengamos calma y seamos razonables.

—¿Y fueron razonables? —preguntó Lucy cuando David le contó el altercado.

—No mucho. El asunto de la guardería quedó aparcado hasta la reunión del pleno. Oscar Denton, ya sabes, el viejo que era el contratista más importante de New Haven, aunque casi siempre se muestra abierto y liberal en esto está intransigente. Lo considera revolucionario.

—¡Pero si no es ortodoxo! Cuando cenamos en su casa nos dio langostinos.

—Las personas no son consecuentes, Lucy. Y Oscar es el más rico de la congregación. Ya sabes que los episcopalianos tienen guardería y Martin Carter, también. A Oscar le parece que tratamos de imitarles. Además, es un proyecto caro, no sólo por el gasto inicial, sino porque necesitaremos a dos parvulistas tituladas. Pero, por otra parte cada vez hay más matrimonios jóvenes en la congregación, y cuando trabajan la madre y el padre es un problema.

—¿Tú crees que podríamos llevar a nuestros hijos a la guardería de los congregacionistas?

—Tendrías que pasar por encima de mi cadáver —sonrió David. —Y en la congregación hay por lo menos veinte personas que querrían asegurarse de que estaba bien muerto.

En momentos como aquél, cuando charlaban apaciblemente, David sospechaba la posibilidad de contar a Lucy todos los pormenores de su encuentro con Sarah Comstock. Pero no cedía al impulso. Tampoco le había preguntado por el libro de cocina. Cuando, por fin, Lucy se lo dijo, él mostró toda la sorpresa y el entusiasmo que cabía esperar. Incluso habían encontrado editor. Pero sus expresiones de satisfacción no mitigaban sus remordimientos.

Sarah le había llamado dos veces a la sinagoga. Tomó el recado Mrs. Shapiro, la nueva secretaria de David, que iba sólo unas horas, pero era muy agradable y competente. Era de Bridgeport y no llevaba en el Ridge el tiempo suficiente como para que el apellido Comstock le llamara la atención o despertara su curiosidad el que una tal Sarah Comstock preguntara por el rabino.

Al cabo de una semana, David estimó que debía llamarla. El deseo de volver a ver a Sarah era más fuerte que sus remordimientos. La llamó a media mañana, y ella le pidió que se reuniera con ella, si podía, en el lago Brandywine, situado a unos veinte kilómetros al norte de Leighton Ridge.

—Estaré en el embarcadero a las tres —le dijo. —Ya está cerrado. En está época del año no va nadie.

David llamó a Lucy con otra mentira: se iba a Nueva York para asistir a una reunión del Instituto. No era sólo que Lucy confiara en él, sino que parecía incapaz de abrigar sospechas, y David se preguntaba cómo podía tener una aventura extramatrimonial un hombre que estuviera casado con una mujer tan confiada.

Aparcó el coche en la orilla. Hacía frío y se abrochó la chaqueta mientras andaba sobre las hojas secas. Sarah estaba sentada en un banco junto a la casa del lago, envuelta en un grueso jersey. No se veía a nadie más. Al acercarse él, se levantó y se quedó mirándole y David, tras un largo momento de vacilación, la abrazó y la besó.

—Mi querido David, has de saber que comprendo perfectamente cuál es nuestra situación. Tú nunca dejarás a tu mujer y a tus hijos y, aunque fueras libre, no estoy segura de que quisieras casarte conmigo. Lo nuestro no tiene solución.

Él le sostenía la cara entre las manos, mirádola fijamente.

—¿O la tiene?

—No.

—¿Tú me quieres, David?

—Pienso en ti de día y de noche. Lo que más deseo es estar contigo.

—Ni tú ni yo somos fuertes. Me parece que los dos somos unos cobardes. De lo contrario, yo dejaría a mi marido y tú… —Su voz se extinguió.

—Yo no soy tan fuerte —reconoció David.

—David, amor mío, no volveremos a vernos. Te lo ruego, ayúdame a no verte más. Si te llamara, no te pongas al teléfono ni me llames tú.

Él no podía hablar. Cogidos de la mano, fueron hacia los coches.

Seis semanas después, sentada a la mesa del desayuno con el Leighton Clarion delante, Lucy preguntó a David:

—¿Tú conocías a Sarah Comstock?

—Me la presentaron en la fiesta de los Carter cuando tú estabas en Jersey por la boda. ¿Porqué lo preguntas?

—Ayer se suicidó. Sobredosis de somnífero. Qué lástima, una muchacha tan guapa. Viene una foto suya. —Lucy le mostraba el periódico, pero él se levantó sin mirarlo y salió de la habitación. Subió al cuarto de baño, cerró la puerta, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar. Cuando Lucy subió, llamó a la puerta y le preguntó si estaba bien, él consiguió decir:

—Sí, todo lo bien que podré estar en adelante.