Capítulo 2
Su primer difunto en Leighton Ridge, su primer funeral. Era una ancianita de setenta y nueve años, abuela de Dora, la esposa de Alan Buckingham. Había sido una persona tímida y callada. Si bien Buckingham era uno de los catorce organizadores de la sinagoga, nunca tomó parte activa en los asuntos del culto y, a las pocas semanas de haber iniciado David su rabinato, dejó de asistir a los oficios del viernes por la noche y sábado por la mañana. Pero Dora, su esposa, nunca faltaba a una u otra de las funciones religiosas del fin de semana, acompañada de su madre y, de vez en cuando, de sus hijos, Jed, de ocho años y Jonathan de once. Dora era una mujer alta y delgada, de cara redonda, negro flequillo y ojos azul oscuro de mirada profunda. Los Buckingham vivían en una hermosa y antigua casa de estilo colonial restaurada por ellos y decorada por Dora con tanto cariño y esmero en los detalles que a David más le parecía un museo que un hogar. Alan Buckingham trabajaba en una revista de difusión nacional recién fundada, con oficinas en New Haven.
Cuando David y Lucy conocieron a los Buckingham, Lucy expresó sus dudas de que Dora fuera judía.
—No tiene pinta de judía —sentenció. —Ni siquiera tiene que hacer régimen para adelgazar. Y debe de medir por lo menos uno setenta.
David se echó a reír e hizo observar a su esposa que tampoco ella parecía judía.
—No te rías de mí. Ni él tiene aspecto de judío. Apostaría cualquier cosa a que se hacen pasar por judíos.
David la miraba boquiabierto.
—Eso es fantástico. Realmente fantástico.
—No me gusta que te rías de mí. Sí; sería fantástico. Dos distinguidos protestantes de Leighton Ridge, camuflados de judíos. Infiltrados.
—Infiltrados, ¿en dónde, Lucy? ¿Te he hablado alguna vez de padre Joey Mulligan?
—No.
—Es curioso, me parecía que sí. Verás, él era capellán católico, nos veíamos con frecuencia y nos hicimos grandes amigos. Lo destinaron a una parroquia de Nuevo México, pero estoy seguro de que el día menos pensado aparecerá por aquí. Un día, un soldado creo que de Artillería de campaña, vino buscando al rabino. Yo le dije que el rabino era yo y él me contestó que no tenía aspecto de rabino. Joey Mulligan que estaba allí, tomó al chico por el brazo y le dijo: «Deja que te cuente un cuento, hijito». El chico tendría unos dieciocho años y Joey, veintiséis, pero eso en el Ejército es mucha diferencia.
»“Érase una vez un judío al que le gustaba mucho viajar y dondequiera que iba buscaba la sinagoga. Y se fue a Tokio, y aunque le costó encontrarla, por fin dio con la sinagoga. Después del oficio, se acercó al rabino, un rabino bajito, japonés, y le dijo: ‘Rabino, soy un judío americano. Su oficio me ha gustado mucho’. El rabino le miró atentamente, movió la cabeza y dijo: ‘No tiene usted cara de judío’”.
—Bien por Mulligan —dijo Lucy. —¿Y qué contestó el chico?
—Preguntó a Mulligan qué había querido decir.
—Ya ves. Por eso todas las hermosas parábolas que contaba Jesús no han servido de mucho a los cristianos. Ya hemos terminado el Antiguo Testamento y vamos por el Nuevo.
A pesar de todo, Lucy simpatizó mucho con Dora Buckingham La familia de Dora había llegado a América procedente de Alemania en la gran inmigración de 1848. Alan, su marido, era descendiente de una antigua familia episcopaliana de Virginia, que miraba aquel matrimonio con desagrado. Una lesión cardíaca le había impedido alistarse, circunstancia que él sobrellevaba con sonrojo y remordimiento. Aunque él no se había convertido al judaísmo, instaba a Dora a educar a sus hijos en la religión judía.
Él fue quien habló con David acerca de la inminente muerte de su suegra, y aprovechó la ocasión para explicar su situación.
—Rabino, yo no soy judío. Sé que su esposa es amiga de la mía, por lo que sin duda usted ya estará enterado, pero de todos modos deseo ponerlo en claro. Mi esposa es judía, por lo que, según la ley judaica, nuestros hijos son judíos.
—No hacía falta que me lo explicara. Eso ya lo sabía yo.
—Bueno, eso lo mencioné sólo de pasada. En realidad vine a decirle que mi suegra se está muriendo. Los médicos no le dan más que un par de semanas de vida. Ella lo sabe y desea ser enterrada en un cementerio judío. Sabe también que aquí no hay cementerio judío, pero desea fervientemente que la entierren aquí, cerca de sus hijos y sus nietos.
—Me hago cargo —dijo David. —Pero el caso es, Alan, que aquí, en el Ridge el nivel de las aguas subterráneas es muy alto. No hay más que ver lo que ocurre cuando llueve fuerte. La tierra se empapa como una esponja, y eso es malo para un cementerio. Necesitamos un lugar en el que las aguas queden por lo menos a siete metros por debajo de la superficie, sin oscilaciones, por lo que el terreno debe ser llano, algo muy difícil de hallar en las colinas de Leighton. Encontramos un lugar apropiado, pero linda con el cementerio episcopaliano.
—Sí; conozco el sitio.
—Ellos no lo necesitan. En su cementerio hay espacio suficiente para los próximos doscientos años. Nosotros no necesitamos más que un par de hectáreas y estamos dispuestos a pagar un buen precio.
—¿Pero…?
—Pero somos judíos. Verá, Alan, acostumbrado al monstruoso antisemitismo que vi en Alemania, me resulta difícil adaptarme a la leve antipatía hacia los judíos que encuentro aquí.
—¿Leve? ¡Y un cuerno!
—He visto los registros del Ayuntamiento. Los episcopalianos poseen unas cinco hectáreas, además de lo que utilizan para su cementerio, y nosotros calculamos que con dos tendríamos suficiente para los próximos cien años. Estuve hablando con el rector. ¿Usted le conoce?
—¿Bradshaw? Sí, tengo esa desgracia. Ese repelente gusano ha estado tres veces en casa, para intentar hacerme volver al redil. Bueno, tal vez tenga razón. Lo que ocurre es que le falta cerebro. —Se quedó mirando a David. ¿Le pone impedimentos?
—Más que él, el consejo parroquial. Tienen un tesorero, un tal Sudbury. Y Hornblower, el secretario.
—Dos pellejos larguiruchos y sin labios. Sí, los conozco. Siempre tuve la sospecha de que Hornblower es un judío renegado. ¿Cómo los llama mi suegra?
—¿Geshmat Yid?
—Eso. Odia a los judíos con un furor que le sale de las misma entrañas. Hornblower. Diez contra uno a que no era ése el apellido de su padre. ¿Vender tierra a los judíos? Antes tendrían que matarlo. Sudbury es otra cosa. Está convencido de que Dios le encomendó la misión de no ceder ni un centímetro de las tierras de la Iglesia. ¿Y qué dice el rector? ¿Nos vendería esos terrenos si el consejo accediera?
—Creo que sí. Pero dice usted que no hay forma de convencer a Sudbury ni a Hornblower.
—No para los simples mortales como usted y como yo, rabino. Pero existen otras formas. Mi padre era un buen amigo de Charley Gilbert.
—¿Y quién era Charley Gilbert?
—El obispo Charles Gilbert. Y sigue siéndolo. Quiero decir que aún vive y anda por ahí. Es superior de la catedral de San Juan Divino, situada en la Calle 110 de Nueva York, por cierto la catedral episcopaliana más importante del mundo, lo que le da una influencia considerable. Mañana por la mañana iré a hacer una visita al obispo, desplegaré todo mi encanto y lo traeré aquí.
—¿Habla en serio?
—Completamente.
—¿Y por qué piensa que el obispo Gilbert accederá a venir?
—A él le gustan estas cosas. Además, se trata de una cuestión de rectitud moral. Es un buen hombre. Vendrá.
Y el obispo fue. Unas cuantas frases aquí y allá y, luego, una amistosa cena con Sudbury, Hornblower y Alan Buckingham. Se consiguieron los votos, se redactaron los documentos, y Leighton Ridge tuvo cementerio judío. Y ahora David Hartman presidía el entierro de Flora Schultz, la primera muerte, la primera tumba de dos metros de profundidad abierta en aquella ladera de las colinas de Connecticut barridas por el viento. No sabía por qué, inexplicablemente, aquella muerte de una anciana de setenta y nueve años, que se había ido de este mundo como una brizna de hierba seca arrastrada por el viento, le conmovía más profundamente que todas las muertes violentas que presenciara durante la guerra. Tal vez fuera precisamente la falta de violencia, la hermosura de la fresca tarde de primavera en que empezaba a amarillear en los árboles la espuma de los brotes nuevos…, fuera lo que fuese, David conoció un momento de gracia, tan profunda, viva y dolorida que los ojos se le llenaron de lágrimas, no por la pena, sino por la autenticidad del momento. Así había que morir, una vez agotados los años de la existencia. Así estaba dispuesto. Pero también aquello era una ilusión. Fuera de Leighton Ridge, el mundo seguía como siempre.
Y cuando David entonó el Kaddish fúnebre, el momento de gracia se desvaneció y él volvió a sentirse en Dachau, con los famélicos y demacrados prisioneros judíos.
Ya en casa, Lucy le dijo:
—Estuviste muy bien.
—¿Cuándo?
—En el entierro, naturalmente.
—¿Oh? En fin, no sé. De todos modos, no se trata de un concurso, ¿verdad? Miras las caras de los que están alrededor de la tumba y te preguntas quiénes están apenados y quiénes, contentos.
—¿Contentos? No te conocía esa faceta de cínico.
David se encogió de hombros.
—Nunca he pensado mucho en los viejos. Viejo es una especie de palabra maldita en nuestra sociedad. Pero ¿qué tonterías estoy diciendo? Dora y Alan no serían capaces… Ellos querían a esa anciana.
Giró bruscamente sobre sus talones y subió la estrecha escalera hacia el minúsculo desván que hacía las veces de estudio. Mismamente delante de la ventana había una espléndida haya plantada, según la leyenda, hacía más de un siglo por Abraham Stanford, el gran caudillo abolicionista que fue pastor de Leighton Ridge antes de trasladarse a Boston para encabezar el movimiento en favor de la liberación de los esclavos. Su presencia dio a Leighton Ridge una fama fugaz a mediados del siglo XIX. Más allá del haya, dos altos abetos blancos enmarcaban una hermosa panorámica del Ridge. David se dejó caer en un sillón delante de la ventana y se quedó mirando a lo lejos y pensando cosas que no conducían a ninguna parte. Una anciana que muere, una brizna de hierba arrastrada por el viento. Él había estado en una guerra en la que habían muerto cincuenta millones de seres humanos. No había cerebro humano que pudiera comprender aquello. Las cámaras de gas de Adolf Hitler. Las víctimas de la bomba de Hiroshima que iban perdiendo a jirones su carne carbonizada mientras con sus gritos de dolor proclamaban la ley del Talión.
Su mente vagaba por estos derroteros cuando entró Lucy. Desde la puerta le preguntó:
—¿Qué pasa, David?
—¿A mí? ¿Al mundo? ¿A Leighton Ridge?
—Vamos, vamos. Estás tan hundido que podrías comerte las punteras de los zapatos sin agacharte. —Se dejó caer en una silla. —Quizá yo pueda ayudarte.
—Quizás. Aunque no es probable. —Consiguió sonreír. —No tienes madera de esposa de rabino.
—Rebbetsin. Odio esa palabra.
—¿Por qué te casaste conmigo?
—Zoquete. Porque estaba enamorada de ti.
—¿Y ahora?
—Estás muy inquisitivo, ¿no? Ahora estoy embarcada. Tenemos un hijo que ha empezado a andar cop mucho garbo y vuelvo a estar en estado interesante. Por si fuera poco, me he convertido en una catequista de primera. David, ¿qué tienes?
—Quiero ir a Israel. —Ya estaba dicho.
—¿Qué?
—Se ha constituido un Estado judío. El Ejército judío está en guerra con cinco países árabes que le superan en la proporción de diez contra uno. Lucy, ¿tú puedes quedarte tan tranquila en este maldito Leighton Ridge, como si el mundo no existiera?
—Yo no vuelvo la espalda al mundo. Sé que existe. Y sé también que estamos en él, en Leighton Ridge o donde sea.
—No has oído ni una palabra de lo que te he dicho.
—He oído hasta la última palabra. Tú quieres dejar tu trabajo aquí, dejar a tu mujer embarazada y a tu hijo para que se las compongan como puedan… y marcharte a Israel. Porque lo que allí necesitan es otro rabino.
—Cuando te lo propones, puedes ser un encanto.
—¿Y por qué no una mala pécora? Aquí no hay nadie más que nosotros dos y no pasa uno tanto tiempo en el Ejército como tú sin aprender unas cuantas expresiones fuertes.
—Eres incapaz de comprender lo que ocurre dentro de mí. Mis ilusiones, mis anhelos, mis sufrimientos.
—¿Has tratado tú de comprender alguna vez lo que hay dentro de mí, David? Dentro de mí hay un feto. Y a propósito, ¿cuál sería allí tu misión? ¿Unirte a la Haganah? ¿Pelear? ¿Matar?
—Me conoces demasiado para pensar eso.
—Por extraño que parezca, David, así es. Tú eres la persona más buena que he conocido en mi vida. Creo que eso fue lo que me indujo a casarme contigo. Tal vez la guerra saque a la luz lo mejor de algunas personas, pero después de pasar tres años en las Fuerzas Auxiliares puedes apostar tu último dólar a que de la inmensa mayoría saca a la luz lo peor. ¿De verdad quieres irte a Israel?
—No lo sé. Tal vez sólo quiera marcharme de aquí.
—Pues hay medios más sencillos. Podríamos incendiar la casa. Hablo en serio, Dave. No me importa un pito que seas o no seas rabino.
—Nunca te importó —dijo él, contrariado.
—¿Entonces?
—¡Oh, qué diablo! Nunca pude hacértelo comprender. Llevo uos años intentándolo, pero es inútil.
—¿Hacerme comprender el qué?
—Bueno, dejémoslo. Estamos a punto de tener una pelea y yo no quiero pelearme contigo.
—¿Por qué no? ¿Porque eres rabino?
—Porque eso no resuelve nada y sólo conseguiríamos lastimarnos el uno al otro.
—Tal vez sí resolviera algo. Tal vez convenga dar unos cuantos gritos, para que supure la herida. Tú eres rabino. Yo no sé lo que es un rabino, aunque sospecho que debe de reflejar cierto aspecto de vida civilizada. —Ahora gritaba. —Cincuenta millones de muertos en esa guerra asquerosa. Cincuenta millones. Seis millones de judíos, la tercera parte de todos los judíos del mundo. Y, ahora, más guerra. Y mi marido, el rabino, me dice que tiene que ir allá. Pues vete, en el nombre de Dios. —Se puso en pie, señalándole con el dedo. —¿Sabes, David Hartman?, esa cosa que tú y los demás sacerdotes y ministros llamáis Dios… ¡esa cosa me da escalofríos!
David, asombrado, la vio salir de la habitación hecha una furia.
Asombrado, cortado, dolido y, también, intrigado por aquella reacción. Trató de recordar con exactitud sus palabras. Esa cosa… de acuerdo, Dios es una cosa, esa cosa me pone nerviosa… No; me da escalofríos, había dicho ella, y esto le hizo recordar el día en que estaba cavando un nido con un soldado que se llamaba O’Brien. Una ráfaga de ametralladora los había reunido, y cuando O’Brien gritó: «¡Tú, cava, maldita sea, cava!». David obedeció sin discutir de rango. Cavaron desesperadamente y cuando estuvieron a un metro de profundidad, O’Brien dijo: «Tampoco tenemos que llegar a China, padre».
David soltó la pala y se limpió la frente. «No llamamos padre a los rabinos. Me llamo David Hartman».
—Lewis O’Brien.
—¿Católico?
—De ninguna manera, rabino. Con perdón, yo escupo al oír esa palabra. Me he dado de baja. ¿Querrá creer que yo fui aspirante al sacerdocio? Quería ser el más brillante y avispado jesuíta que vieron los tiempos, y hasta me convencí a mí mismo de que podía renunciar a las mujeres.
—¿Y qué te hizo cambiar de idea?
—La guerra…, y la contemplación de esa extraña cosa que usted y demás mercaderes de cielo llaman Dios.
David se quedó cavilando sobre aquel recuerdo, intrigado por lo que le respondería Lucy si le preguntara por qué imaginaba a Dios como una cosa. Bajó en su busca y, con toda la suavidad y apaciguamiento de que era capaz, se lo preguntó.
—¿Yo dije eso?
—Sí.
—Pues no sé por qué. No se puede hablar de Dios, David. Tú lo sabes.
—Pero yo hablo de…
—Ibas a decir «de Él», ¿verdad? Pero te has quedado cortado. ¿Por qué? ¿Es que ya no es Él? ¿Y cómo quieres que les explique la Biblia a los niños? En ella no dice que creara a la mujer a su imagen y semejanza. Demasiada confusión de géneros.
Ella conocía todos sus puntos débiles, sus dudas y temores.
—¿Por qué haces eso, Lucy? —le preguntó.
—Perdona. Oh, David, lo siento. Es que cuando empezaste con eso de irte a Israel me entró un miedo de todos los diablos. David, yo te quiero tanto y estoy tan desconcertada.
—No me voy a Israel —admitió David.
—Yo vuelvo a estar embarazada. Tú lo sabes. Me refiero a que si lo que tú más deseas en este mundo es ir allí, necesitarías hasta el último dólar que tenemos ahorrado, y si mi embarazo…
Él la abrazó bruscamente, sin dejarla terminar.
—Lucy, te quiero.
—Me alegro. Esta noche tengo una sorpresa para ti.
—¿Oh?
—Blintzes.
—Bromeas. ¿Dónde has aprendido tú a hacer blintzes? ¿Te enseñó tu madre?
—¿Mi madre? No creo que ella sepa ni lo que es eso.
—Pues, ¿quién?
—Millie Carter —dijo Lucy con afectación. —No hace falta ser judía. Tiene un libro de cocina judía y los hicimos entre las dos. Y Della Klein trajo un tarro de mermelada de fresa hecha en casa. Ya he aprendido a aceptar las dádivas. Por lo visto, la mendicidad es cosa del oficio.
—Lucy…
—Ha sido una broma, perdona. Es una ofrenda de amistad. Yo quiero mucho a Della. Es una gran persona.
David comió los blintzes. Estaban muy buenos, lo mismo que la mermelada de fresa que les había llevado Della Klein. De niño apenas los probaba, porque su madre despreciaba los blintzes. Eran producto de la cocina judía rusa, mientras que los Hartman eran judíos de ascendencia alemana. Pero esto no hacía sino darles un saborcillo más agradable.
—Riquísimos —dijo David. —Y la mermelada, también. Della tiene un gran talento. Me alegro de que hayas hecho tantas amistades.
—Pero Della te adora a ti. Sin embargo, es verdad que tengo muchas amigas. ¿Sabes por qué?
—Porque eres una persona muy agradable. ¿Cómo no ibas a tenerlas?
—Frío, frío, David. ¿Es que, al cabo de dos años de vivir aquí, aún no te has dado cuenta de lo solas y tristes que se sienten la mayoría de las mujeres, sean judías o gentiles?
—He tenido atisbos.
—Nos consolamos unas a otras.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó David con suavidad. —¿Que te sientes sola y desgraciada?
—A veces.
—¿Qué significa a veces?
—Significa… —Lucy se levantó y dio la vuelta a la mesa. —A la porra. Te quiero. El niño está llorando, esta noche tú tienes junta con la plana mayor, y si quieres que hablemos de ello, tendrá que ser otro día.
La reunión del comité se celebraba en casa de Mel Klein, situada a un kilómetro y medio de la vieja iglesia congregacionista convertida en sinagoga. Era un hermoso anochecer de primavera. Las hojas nuevas ponían su tenue encaje en las ramas de los árboles, el cielo se encendía en rojos fulgores tras finas franjas de nubes y el aire era dulce como la miel. Poco a poco, aquel lugar había ido cautivando a David, a pesar de sus momentos de irritación y aburrimiento. Él reconocía que no había visto otro lugar que tuviera la pura y serena belleza de Leighton Ridge. Su trabajo aún le intrigaba. Por otra parte, su presencia en aquel viejo pueblo de Connecticut le hacía preguntarse constantemente por qué estaba allí. Cuando se veía a sí mismo en tercera persona, se repetía que aquél era David Hartman, un hombre que estaba de paso, sólo de paso. No se veía allí para siempre. Vivir en aquel sitio, envejecer en aquel sitio era inconcebible. Aunque Lucy no lo creyera así, él comprendía perfectamente lo que le decía. Pero ¿le comprendía ella a él? No intuía ni por asomo por qué deseaba él ir a Israel. David le envidiaba aquella seguridad. Su propio concepto de sí misma era firme e incuestionable. Tal vez ello fuera una propiedad inherente de su condición de mujer. Él, por el contrario, era incapaz de atribuirse una personalidad definida y su idea era vaga e imprecisa, distinta cada día.
¡Basta ya de eso! Sería una lástima estropear una noche tan hermosa con pensamientos disolventes. Trató de despejar la mente mientras caminaba por la carretera. Fue el último en llegar a casa de los Klein. Della abrió la puerta, le dio un beso y dijo:
—Los lobos ya están en el cubil. Procura no enfadarte, David.
—¿Por qué tendría que enfadarme?
—Sé lo que hay en el orden del día y te conozco.
—Ahora resulta que a mí todo el mundo me conoce. Ojalá me conociera yo.
—Ésa no es manera de hablar para un rabino. Cualquier día me dirás que te hacen un psicoanálisis.
—No hay miedo.
—Lo cierto es que te has peleado con Lucy.
—Eres excesivamente perspicaz, Della. Prefiero a los lobos.
Los «lobos» le esperaban en la habitación que Mel Klein llamaba el cubil: Jack Osner, presidente de la congregación, Mel Klein, tesorero y Joe Hurtz, secretario. Aquella noche, mientras les daba la mano, David especulaba con la idea de que la presencia de una mujer en el comité podría ser beneficiosa.
Todos le saludaron con afecto. Al cabo de dos años, les parecía que David les pertenecía. Tenían a su disposición a un hombre joven, alto, bien parecido, enérgico y bondadoso y era suyo. A veces les daba la impresión de que lo habían creado ellos.
—Siéntate, David —dijo Mel. Estaba muy orgulloso de su cubil, amueblado con butacas de piel y una estantería llena de libros que ocupaba toda la pared. Eran libros que compraba y leía Della. Mel se limitaba a leer el periódico, y ninguno de los dos tenía tantas pretensiones como para llamar «biblioteca» a aquella habitación. —Esperábamos esta reunión con mucho interés.
-¿Oh?
—Yo quería convocar un pleno de consejo —dijo Joe Hurtz—, pero el coronel no estuvo de acuerdo.
Hurtz era el único que seguía llamando «coronel» a Osner, término que tenía la propiedad de irritar vivamente a David. Él tenía ideas propias sobre las virtudes y atributos que la guerra cuelga a las personas, pero no había forma de hacérselas comprender al orondo Joe Hurtz.
—Pienso que puede haber discusiones —dijo Jack Osner. —Será mejor que el asunto no trascienda hasta que hayamos tomado una decisión.
—¿De qué se trata? Basta ya de misterios y vamos al grano de una vez.
—No es nuestra intención hacer misterios, David. Pero antes de entrar en materia quisiera revisar algunos puntos. Cuando llegaste aquí hace dos años, catorce familias judías se habían reunido y suscrito el compromiso de mantener una sinagoga. Después de tu primer sermón, se unieron a nosotros veintidós familias más.
Entró Della con una bandeja grande de tazas, una cafetera y pasteles. David le tomó la bandeja de las manos y la ayudó a servir. Nadie más hizo ademán de ayudar, y David pensó en la actitud que Martin Carter denominaba «la postura del pastor». Della le sonrió a hurtadillas y susurró: «Arriba esa moral». Cuando ella hubo salido, Osner continuó su perorata mientras los demás masticaban pastel y bebían café. «Nosotros tomamos poco alcohol —pensaba David. Los miembros del consejo de Marty Carter se achisparían un poco y todo iría sobre ruedas».
—De eso hace dos años —decía Osner. —Desde entonces, hemos pasado a ser más de un centenar de familias, familias de Ridgefield, de Wilton, de Weston y Westport y hasta de Redding… En fin, David, tú lo sabes mejor que nadie, has vivido el proceso. Y aunque tu sueldo aún es insuficiente, se te ha triplicado, y hace un rato acordamos aumentarlo en otros mil dólares al año, propuesta que someteremos a la aprobación del pleno que se reúne dentro de tres días.
—Muchas gracias. Sois muy amables —dijo David.
—De manera que ya ves, las cosas cambian.
—Cambian, sí.
—Y nosotros tenemos la obligación, llegado el momento, de acelerar el cambio si es necesario.
David sonrió.
—No son necesarios tantos rodeos, Jack. Vamos al grano.
Osner señaló a Klein con un movimiento de cabeza.
—Mel, el balón está en tu campo.
Klein carraspeó, tosió y dijo:
—David, hemos llegado a la conclusión de que necesitamos una sinagoga nueva, una verdadera sinagoga.
—Conque es eso —dijo David lentamente. —El caso es que ya tenemos una verdadera sinagoga, una muy verdadera sinagoga.
—No, señor, rabino, con todos los respetos —dijo Osner. —¡No!, no tenemos una verdadera sinagoga. Tenemos una antigua capilla congregacionista que hemos habilitado como sinagoga.
—Nosotros hemos pintado esa iglesia, la hemos reparado, hemos cambiado el tejado, fregado el suelo y los bancos, hemos puesto cristales en las ventanas, construido un santuario para las Torahs y, salvo en las grandes fiestas, no la llenamos.
—David, David —dijo Mel Klein—, sigue siendo una iglesia. Somos judíos y celebramos nuestros cultos en una iglesia. ¿Te parece apropiado?
—No sé qué podría ser más apropiado. Adoramos al mismo Dios, y podríamos decir que esa iglesia llegó a nuestras manos en un acto de buena voluntad de cristianos a judíos…
—Y a buen precio —apuntó Hurtz.
—Eso es un golpe bajo.
—No; no lo es —terció Osner. —Marty Carter y los suyos se habían embarcado en la construcción de su propia iglesia, gastando más de la cuenta, habían agotado los fondos y las obras no estaban terminadas cuando intervinimos nosotros en calidad de compradores. Les sacamos de apuros. Esa vieja iglesia puede ser una pieza de museo, David, pero nadie más la quería.
—No es una pieza de museo. Es un símbolo de lo mejor que tiene América. Los que edificaron esa iglesia eran la misma gente que fundaron Yale y Harvard y pusieron los cimientos de un país en el que los judíos podían vivir en libertad, por primera vez, en cualquier lugar del mundo.
—David, David —dijo Osner con suavidad—, que no vamos a destruir la vieja iglesia. ¿Piensas que alguien que haya vivido en el Ridge puede ignorar lo que significa el congregacionismo? No somos tan cortos de alcance.
—No quise insinuar que lo fuérais. Si lo he dado a entender, pido perdón.
—No tiene que pedirnos perdón, rabino —dijo Klein, en tono apaciguador.
—No vamos a destruir la iglesia, David —repitió Osner. —Existe un grupo de unitaristas que se reúnen en el «Elks Club» de Danbury y como la mayoría son de Brookfield o de New Fairfield están encantados con la idea de disponer de una iglesia aquí, en Leighton Ridge. La capilla les ha entusiasmado y ofrecen un buen precio, treinta mil dólares por la iglesia y la casa parroquial, más del doble de lo que pagamos nosotros.
—Así que habéis vendido mi casa —dijo David.
—No; no hemos hecho nada, ni lo haremos sin tu consentimiento.
—Pues, lamentándolo mucho, no voy a daros mi consentimiento. Por otra parte, no me opondré a una decisión del consejo. Al igual que aquéllos cuya iglesia queréis vender, somos una congregación que se rige por el voto de la mayoría.
—Un momento, David —dijo Osner. —Si se cierra la operación, te construiremos una casa moderna y cómoda. Además, pienso incluir en la escritura una cláusula por la que los unitaristas se comprometan a no hacer reformas en ninguno de los dos edificios sin la aprobación de la Asociación Histórica de Leighton.
—¿Eso sería legal? —preguntó Hurtz.
—Absolutamente. ¿Qué dices ahora, David?
—Os ruego que cambiéis de idea.
—Necesitamos cosas que ahora no tenemos —dijo Klein. —Queremos poner una guardería. Y un gimnasio. Y disponer de terreno para futuras ampliaciones. Nos gustaría tener varias aulas, y un despacho para ti. Éstas son las cosas que hoy componen una sinagoga, y no tienen nada de malo.
—En uno de esos feísimos edificios modernos.
—No tiene por qué ser feo.
—Contrataremos al arquitecto más avanzado y prestigioso que podamos encontrar —dijo Osner. —Y tienes que reconocer, David, que para los chicos judíos el tener que ir a rezar a una iglesia congregacionista de Connecticut puede ser causa de confusión.
—Tal vez no viniera mal esa confusión. ¿O es que nunca vamos a dejar de pensar que Dios cambia de naturaleza cada vez que una secta imagina que está en posesión de toda la verdad?
—¿De qué diablos estás hablando? —exigió Joe Hurtz.
—Calma, calma —dijo Mel Klein con suavidad. —Yo comprendo a David, pero este mundo nuestro no es así. Aún se respira el olor de las cámaras de gas de Hitler. Yo paso el día en los talleres de confección en la Séptima Avenida y por la tarde vuelvo al Ridge, y es como si el resto del mundo hubiera desaparecido. Pero no es así. Mi padre vino de Kiev, en Ucrania, y solía contar lo que era el antisemitismo en la Rusia zarista. Yo me crié en la Calle 159 y la Avenida Amsterdam, por lo que también tengo mi propia experiencia del antisemitismo. Pero mis hijos no han salido de Leighton Ridge y no saben absolutamente nada. Se encuentran a gusto en la vieja iglesia, y yo no quiero que se sientan a gusto ahí.
David calló.
—David —dijo Osner—, nunca te lo había preguntado, pero tú desciendes de judíos alemanes, ¿no?
David asintió.
—¿Puedo preguntar cuándo llegaron?
—La familia de mi madre, en mil ochocientos cuarenta y ocho. La de mi padre, un poco antes.
—¿Y desde entonces habéis pertenecido a la Reforma?
—Más o menos —respondió David.
—Por lo tanto, tu familia lleva cien años en el movimiento reformista. Yo soy el primero de la mía, y creo que las tres cuartas partes de nuestra comunidad son judíos reformados desde hace una generación. Pero también los hay ortodoxos y conservadores.
—En otras palabras —dijo David—, estáis decididos a construir una sinagoga nueva y nada que yo pueda decir os detendrá.
—Nada de eso. En absoluto —dijo Mel Klein. —Nos pones en una situación muy difícil, David. Nosotros pensamos que es conveniente, pero si tú te opones, tendremos que abandonar el proyecto o dejarlo para más adelante. —Miró a los otros dos. —¿No es así?
—Exactamente.
—¿Por qué no recapacitas, David? —preguntó Osner afablemente. —No hay prisa. Mientras, encargaremos unos planos y tal vez no te parezcan tan mal como ahora temes. Si decidimos seguir con el asunto, edificaremos al otro extremo de la finca, a unos trescientos metros de la actual sinagoga. ¿Qué te parece si nos reunimos otra vez dentro de unos días para hablar de ello? ¿Estarán listos los planos, pongamos, para el lunes? —preguntó a Hurtz.
—Así lo prometió, coronel.
Cuando David regresó, Lucy le miró moviendo la cabeza.
—¿No te has divertido con los chicos?
—La frase es muy apropiada. Si no fuera rabino, diría que esas tres lumbreras de nuestra comunidad me ponen a parir, especialmente nuestro bien amado coronel.
—Te comprendo. ¿Tienes hambre?
—No.
—¿Qué quieren esta vez?
—Quieren vender la iglesia y construir una sinagoga.
—Bueno, Dave, al fin y al cabo Martin nos la vendió a nosotros. ¿Qué tiene de malo que nosotros la vendamos?
Él movió la cabeza por toda respuesta, pero cuando se preparaban para acostarse dijo a Lucy que al día siguiente iría a Nueva York para hablar con rabí Belsen.
—Eso es. Buena idea. Tú te preocupas tanto por todo, David. —Su voz era melosa, y David sabía que eso significaba que ella quería hacer el amor. En aquel momento, le irritaba, y se resistía a sus caricias. En seguida llegaron los remordimientos: ella era dulce, cariñosa, buena madre, una excelente ama de casa, pintaba y empapelaba las habitaciones ella sola, encontraba muebles antiguos por diez y quince dólares y se conformaba con ser la esposa de un rabino rural mal pagado. Esta sensación de culpabilidad le predispuso al acto del amor. Pero no resultó plenamente satisfactorio. Él tuvo que recurrir a las imágenes eróticas de sus escapadas de adolescente para excitarse, lo cual, si bien remediaba una cosa, echaba a perder otra.
Al día siguiente, mientras iba en el coche camino de Nueva York David cavilaba sobre sus relaciones con su esposa. Siendo rabino debió mostrarse dulce, tolerante y comprensivo. ¿Por ser rabino? ¿Y por qué no por ser simplemente una persona? Pero hacía tiempo que había descubierto que los sacerdotes, fuera cual fuere su religión, tenían poco de santos y las personas, muy poco de humanas. Distraído, hizo mal un viraje en un semáforo y un coche de la Policía le mandó parar. Al ver su permiso de conducir, el gesto del policía se suavizó.
—Tenga cuidado, rabino. Con una infracción como ésa, puede ir a parar al hospital o al cementerio.
—En tal caso, debe usted multarme —dijo David con firmeza.
La cara redonda y colorada del policía, que proclamaba su origen irlandés, se abrió en una amplia sonrisa.
—Por hoy pase —dijo. —Puede usted seguir, rabino. Pero mucha precaución.
Gangas del oficio. A Lucy le regalaban comida y a él le perdonaban las multas de tráfico. «¡Mierda! —exclamó, furioso, utilizando la palabra a modo de imprescindible válvula de escape. —¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¿Qué diablos hago yo aquí? ¿Qué diablos podría hacer yo en cualquier parte? La piedad me revuelve el estómago. Está bien, yo fui testigo del Holocausto. ¿Acaso he podido devolver la vida a un solo judío dándomelas de rabino? ¡Yo soy un monigote, un payaso!».
—Yo sólo pretendo ser rabino —dijo a Belsen ásperamente como desafiándole.
—Más o menos, todos pretendemos —dijo el anciano. Estaba calentando una tetera eléctrica. —Regalo de mi hija —explicó. —Ella es muy moderna. No soportaba la idea de que me hiciera el té en un cacharro de hojalata. ¿Limón, David? ¿Leche? Aquí no tengo. Pero azúcar, sí.
—Me da lo mismo.
—Está bien, David. Solo. ¿Sabe?, yo también pretendo ser rabino. ¿Qué quiere decir simular? Hacerse pasar por lo que no se es. Pero no cualquier cosa. Es hacerse pasar por algo que tiene una importancia especial para uno, algo que uno desea ser desesperadamente y que sabe que no está a su alcance. Cuando mi yerno dice que él pretende ser médico, ¿qué quiere decir? ¿Que no fue a la Facultad e hizo trampa en los exámenes? De ninguna manera. Quiere decir que, con todos sus estudios y sus títulos, no llega ni a arañar la superficie de los misterios del cuerpo humano. Nosotros, los rabinos, también pretendemos. Pretendemos saber algo del misterio de la vida y la muerte. Pretendemos haber oído susurrar la voz de Dios. Pretendemos conocer la naturaleza del culto, de la observancia, de la meditación. Tal vez, un poco. Tal vez, algunos de nosotros. ¿Y eso nos convierte a los demás en farsantes, embaucadores, inútiles? No. Tómese el té. Y por lo que se refiere a Israel, éste es el más glorioso milagro del siglo XX, y el deseo de ir allí es comprensible. ¿Qué hará usted allí, David?
David titubeó.
—¿Empuñar un fusil y pelear?
David movió negativamente la cabeza.
—Entonces aún es rabino. Y allí hay ya suficientes rabinos, créame. Aún no me ha dicho qué hay en el fondo de todo esto.
Verdad. Ni siquiera a sí mismo se lo había dicho, y ahora se preguntaba si podría llegar a admitirlo. ¿Y qué podía decir al anciano? El fervor, la emoción, la llamada que sentí durante la guerra se han desvanecido, y ahora no soy más que una especie de psiquiatra aficionado para un grupo de judíos burgueses del Condado de Fairfield, y eso me da náuseas, y cuando miro a mi esposa me parece que no la conozco, y ni mi propio hijo me produce alegría. Pero, suponiendo que lo dijera, ¿sería verdad? ¿Había alguna verdad?
Se limitó a murmurar débilmente:
—Quieren vender la vieja iglesia y construir una sinagoga.
—Ah.
—Yo me opongo. Creo que podría impedirlo. No; no podría. Lo desean fervientemente.
—Quizá la necesiten, David.
David se encogió de hombros.
—Yo no lo creo así. Tal vez dentro de cinco años. La cuestión, tal como yo la veo, es que vamos a cambiar un hermoso edificio histórico, vinculado al pueblo, por una monstruosidad moderna.
—¿Se proponen derribarlo?
—No. Van a venderlo a los unitaristas.
—Ahí lo tiene, David. Ellos lo cuidarán debidamente y usted tendrá una sinagoga nueva con todos los adelantos. No está mal. Dígame, David, ¿no será que se encuentra a gusto en una iglesia, que allí se siente un poco menos judío?
David miró fijamente al anciano, sintiendo que la cólera se inflamaba en su interior, pero sabiendo que no podía enfadarse con Belsen, en quien veía todos los atributos del maestro y del padre.
—Ya sé —añadió Belsen moviendo la cabeza. —Allí, en Israel hay figuras heroicas, un puñado de jóvenes judíos, dispuestos en orden de batalla contra todo el mundo árabe. ¿Y qué es lo que tenemos en Leighton Ridge? Empresarios, profesionales, comerciantes, entre los que tal vez no haya ni tres o cuatro que sean nobles heroicos o brillantes. ¿Qué es un judío, David? ¿Alguien que gana premios Nobel, alguien apto para ser víctima de un genocidio, alguien que no tiene buenos modales, alguien que tiene excelentes modales, alguien supercultivado? —Bruscamente, su voz adquirió un tono seco y desabrido. —Vamos, David, le dimos muchos años de estudios y preparación. Conteste ahora una simple pregunta. ¿Qué es un judío?
David movió negativamente la cabeza.
-—Entonces voy a decírselo. Cuando Dios ordenó a Moisés que se presentara ante el Faraón y hablara en favor de nuestro pueblo, Moisés exigió saber cuál era el nombre de Dios. En aquel tiempo había muchos dioses, con muchos nombres, pero el Todopoderoso respondió, sencillamente: «Yo soy el que soy». ¿Comprende?
—Creo que sí —dijo David.
—Bien. Termine el té. ¿Quiere dejar el rabinato? Déjelo. ¿Quiere dejar a su esposa? Déjela. ¿Quiere ir a Israel? Vaya. Pero déjese de vanas ilusiones.
Aquella noche, David, callado y taciturno, ayudaba a Lucy a bañar al niño.
—¿Quieres que te diga una cosa? —preguntó ella. —Esta vieja bañera es una lata, y el calentador del agua, otra. Siempre estoy temiendo que salten los fusibles. No me importaría mudarme a una casa limpia y moderna, con un buen aislamiento, un sótano en el que no tuviera que andar agachada, unas ventanas que ajustaran bien y un techo sin goteras. —Entonces reparó en su expresión. —Dios me valga. He vuelto a decir una inconveniencia.
—No es lo que tú digas. Es lo que yo siento.
—Me parece que deberías irte a Israel una temporada. Vamos David, era una broma.
Él envolvió al pequeño Aaron en la toalla, lo puso en brazos de su madre y salió bruscamente.
David tomó por el sendero que conducía a la vieja iglesia. Hoy era martes, dieciocho de mayo, cuatro días después de la declaración de independencia pronunciada en el viejo museo de Tel Aviv, y allí estaba él, atrapado en aquel oscuro rincón de Connecticut, con una esposa que era incapaz de comprender sus inquietudes y una comunidad autocomplaciente y burguesa que parecían haber olvidado por completo que hubiese habido un Holocausto en el que habían muerto millones de judíos.
Había luna y había estrellas, y uno podía decir de Leighton Ridge lo que quisiera, pero allí el aire era puro y esta noche había luna suficiente como para inundar la capilla de una pálida claridad. David abrió y cerró la puerta con suavidad, como si allí dentro hubiera alguien a quien se pudiera molestar o despertar, y se quedó de pie en el pasillo, mirando al santuario. El interior de la iglesia, lo mismo que el exterior, estaba prácticamente igual que ciento setenta y cinco años atrás. La comunidad de David había pintado los arrimaderos de blanco, la parte alta de las paredes, de azul, fregado el suelo y hasta la última madera, engrasado y pulido y reparado los bancos, y colocado un tejado nuevo en la vieja iglesia los unitaristas tendrían un edificio sólido y bien conservado.
David se preguntó si no tendría razón Belsen, si aquel viejo edificio no le permitiría salvar una especie de barrera. Y si él deseaba cruzarla. Israel no era una cosa judía según el mundo entendía las cosas judías: un minúsculo ejército de hombres jóvenes, fuertes y bronceados desafiando al mundo. ¿Por qué sentía tanto apego a aquella iglesia? Osner y los demás tenían razón, toda la razón. Necesitaban un edificio nuevo.
—Que Dios me asista —dijo David en voz alta, y entonces se preguntó en qué había de asistirle. ¿En sus esfuerzos por superar aquella sensación de extravío?
Cuando volvió a casa, encontró a Lucy sentada en el cuartito que habían destinado al niño, meciendo suavemente al pequeño.
—¿Te sientes bien? —le preguntó.
—Creo que sí.
—A veces hago chistes estúpidos, David. Si ahora te fueras, no sé lo que haría.
—Lucy, ¿eres feliz? —preguntó él en voz baja.
—¿Feliz? ¿Así, en general? No lo sé. Tú me pusiste a estudiar la Biblia. ¿Dice ahí que la persona tiene que ser feliz?
—¿Por qué haces eso? ¿Por qué no puedes contestar sencillamente a una pregunta?
—Ya lo sé. Perdona.
—¿Por qué no dices claramente que estás harta de esta vida?.
—Porque no lo estoy. Tengo días, David. Pero no estoy harta.
David se dijo que estaba portándose como un estúpido, como un bruto, pero no podía explicárselo a Lucy. Ni confesarle que era un rabino que no sabía porqué era rabino.
A la mañana siguiente, cuando estaban terminando el desayuno, sonó la aldaba de la puerta. La mañana estaba lluviosa, caía una insistente llovizna de primavera, y fuera había dos hombres con zapatos de cabritilla, traje de rayadillo y sombrero jipijapa. David abrió la puerta. Los dos hombres sacaron la cartera y exhibieron carnets.
—Soy el agente Thompson. Aquí, el agente Clark. Del Comité del Congreso para Actividades Antinorteamericanas.
David asintió.
—Deseamos hablar con usted.
David esperaba. Lucy se acercó a él.
—¿Es usted el rabino Hartman?
David volvió a asentir.
—¿Podemos pasar?
—Pasen. —David señaló la salita. —Pueden pasar, pero no tengo nada que decirles.
—¿Y cómo lo sabe, señor? Aún no le hemos preguntado nada.
—Es cierto.
—Venimos con la mejor intención del mundo, rabino, y queremos hablar con usted no sólo en su calidad de ministro de Dios sino en la de capitán de la Reserva del Ejército de los Estados Unidos.
El otro añadió:
—Queremos hablar de un miembro de su congregación, un tal Mr. Michael Benton.
—¿Cómo saben que es miembro de mi congregación?
—Tenemos nuestros métodos.
—¿Podemos sentarnos, rabino? —preguntó el otro.
—No.
—¿Cómo? —Fue menos una pregunta que una exclamación de desagrado.
—No; no pueden sentarse. Eso supondría un gesto de hospitalidad de mi parte. Y yo no puedo brindarles hospitalidad. —Bajando la voz, añadió—: Yo soy judío. Nuestra ley no me permite tener cerdos en mi casa, de manera que cuanto antes se vayan, mejor.
Ellos le miraban con asombro.
—¿Qué es esto, rabino? ¿Una broma?
—No es una broma. Márchense.
—Podría arrepentirse de esto.
—Váyanse.
Lucy les abrió la puerta y la cerró tras ellos. Se quedó mirando a David como si no le conociera y soltó una carcajada.
—Oh, David, David —dijo riendo—, si hubieras podido verte la cara. Tú, siempre tan atento y amable. Nunca lo hubiera sospechado.
—No tiene nada de gracioso. Ya habrás leído en los periódicos lo que hacen esos canallas y su demencial comité, y Rankin, y Parnell Thomas, y los demás. Es como si ocurriera en otro planeta. Pero de pronto aparecen aquí, en Leighton Ridge. Lucy, son nazis. Y, aquí, en mi propia casa… —Aún estaba temblando de indignación.
—Conozco a Mike Benton de oídas, pero me parece que no lo he visto nunca.
—Es miembro de la congregación y hace buenos donativos, pero no viene a la sinagoga. Me lo presentaron en la última fiesta, es un hombrón pelirrojo y campechano. Estuvo en Infantería, en el Pacífico. Buena hoja de servicios y fue citado varias veces en el orden del día por su valor. Él no habla de la guerra, pero Arnie Cohen estuvo con él una temporada, y fue porque Arnie Cohen solía hablar de Leighton Ridge con sentimentalismo (tenía un amigo que vivía aquí antes de la guerra) por lo que Mike Benton decidió venir aquí a escribir una novela cuando empezaron a incordiarle en la Costa.
—Eso sí recuerdo haberlo leído. ¿Ya lo citaron a declarar ante el comité?
—Todavía no.
—¿Irás a hablar con él?
—Creo que debería ir, aunque no sé de qué puede servir.
—De todos modos, David Hartman, estuviste magnífico. Me descubro ante ti.
—¿Por qué?
Ella le dio un beso. ¿Cómo iba a decirle: «Por no haberte portado como el rabino que veo todos los días»? Después, mientras iba en el coche hacia el otro extremo del Ridge, donde vivía Mike Benton, David cavilaba sobre el extraño efecto de las pequeñas crisis, que pueden poner de manifiesto interesantes cualidades de las personas. En realidad, nada había cambiado entre él y Lucy, nada había mejorado ni se había resuelto. Pero, durante unos momentos, estuvieron muy unidos. «Algo es algo», pensó.
Mike Benton vivía en una casita moderna, que había conseguido por poco dinero, ya que una vivienda moderna era lo último que deseaba quien decidía instalarse en el Ridge. Estaba situada entre unos árboles, sin césped, y sin que se advirtieran señales de que se había intentado hacer de aquellos árboles algo más que lo que eran: un puñado de desmedrados robles y arces. Una senda de grava terminaba en la puerta de la casa. David aparcó el coche tocó el timbre.
—¡Adelante! —gritó Benton.
David entró y dijo en voz alta: «Dave Hartman».
—Aquí, rabino.
Apareció una muchacha de veintitantos años, morena, de grandes y hermosos ojos miopes, llena pero bien proporcionada, vestida con una falda vieja, jersey y zapatos bajos.
—Soy Miriam —dijo. —No sé por qué él no quiere que salga a abrir la puerta. Vine con él de la Costa y vivimos juntos, rabino No quisiera que se escandalizara.
—Mi madre se hubiera escandalizado —admitió David.
—¿Quién diablos es, Mitzie? —preguntó Benton con impaciencia.
—El rabino. ¿No te lo ha dicho? ¿Y no le has contestado tú «Adelante, rabino»? ¿Es que ya estás borracho? Pues no son más que las diez de la mañana.
—Está lloviendo, puñeta. ¿No sabes cómo me pone la puñetera lluvia?
David examinaba la sala: una mezcla insípida de muebles vulgares.
—La alquiló amueblada —dijo la muchacha con voz apagada. —Por ahí —añadió señalando una puerta.
Al otro lado estaba el comedor, que Benton había convertido en estudio, utilizando la mesa, grande y fea, a modo de escritorio Había montones de libros por todas partes y olía a pipa y a ginebra. Benton estaba sentado ante una vieja máquina de escribir portátil colocada sobre un carrito. La mesa y el suelo estaban cubiertos de papeles.
—Perdóneme —dijo a David. —Soy un desordenado. Sé por qué ha venido, rabino. Estuvieron aquí esos hijos de puta. Disculpe, no debería usar ese lenguaje para hablar con usted, pero pasé dos años largos en el Pacífico, saltando de isla en isla y, aunque la experiencia no me volvió loco, enriqueció mi vocabulario. Algunos hombres soltaban un taco a cada palabra. Yo, por lo menos, trato de aplicarlos gramaticalmente.
—Yo tuve cuatro años de lenguaje de cuartel —dijo David encogiéndose de hombros.
—Sí, ya lo sé. —Empezó a echar ginebra en el vaso, pero de pronto, de un manotazo, barrió de la mesa vaso y botella. Miriam acudió rápidamente al oír el estrépito, pero se detuvo en la misma puerta y se quedó observándoles. —¡A la mierda! —dijo Benton. —No soy un borracho. Soy un hombre asustado. Estoy cagado de miedo.
—¿Miedo a qué? —preguntó David suavemente.
—A ir a la cárcel. Sí, ya sé que soy un héroe. Cuando regresé, mis colegas escritores me dieron una fiesta en el «Beverly Wilshire», un hotel de postín, que es todo lo que Beverly Hills puede ofrecer en materia de distinción. Mike Benton, el héroe. Judy Garland cantó «Alabemos a Dios y pásame las balas». Todo, en mi honor. Y tenían razón. Cuando íbamos a desembarcar en Guadalcanal, yo estaba en la cubierta, a las cinco de la mañana, fresco como una rosa. Mike Benton, el héroe. Estábamos a unas diez millas de la costa, zona muy peligrosa, infectada de submarinos. A mi lado había un tío que había estado en todas partes, pero tenía pavor a los submarinos y estaba cagado, literalmente. Pues a mí me ocurre eso con la cárcel. Es mi pesadilla, como la suya eran los submarinos. Yo no podría ir a la cárcel. Válgame Dios, si tengo que ir a la cárcel, me moriré.
—¿Quién dice que haya de ir a la cárcel, Mike?
Benton revolvió entre los papeles que tenía sobre la mesa y mostró una hoja a David.
—Mire, rabino, una citación de ese asqueroso comité de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara. Me la dejaron antes de ir a verle a usted.
—¿Por qué no le dice usted que eso no es más que un papel y que no significa maldita la cosa? —preguntó Miriam, con acento de súplica.
—Ella tiene razón. Es sólo una citación.
—¡Las cosas que usted no sabe, rabino!
—Es una citación, sí. Yo me presento al comité y lo primero que me preguntan es si he sido miembro del partido comunista.
—Y usted les dice que no. Mike, que no es el fin del mundo.
—No puedo decir que no, porque sería perjurio, y eso me costaría cinco años de cárcel. Lo más que pueden echarme por desacato es un año, y no digo que no porque antes de la guerra, durante tres semanas, estuve afiliado al partido. Puñeta, ya me tienen en la lista negra, de eso ya nadie me salva y por ese lado no puedo estar peor. Pero es que ahora me pedirán que les diga nombres de quiénes asistían a las reuniones. ¿Es comunista Mengano? ¿Es comunista Fulanita? Eso hacían en Hollywood. Y yo a la cárcel no puedo ir. No puedo. Se lo juro, no lo resistiría.
—¿Y qué hay de la Quinta Enmienda de la que tanto se ha escrito? —preguntó David. —Tal vez pueda invocarla. Con un buen abogado. ¿Por qué no habla con Jack Osner? Dicen que es un abogado de primera.
—¡Jack Osner! Vamos, rabino, usted bromea. Jack Osner es una rata asquerosa que vendería a su propia madre si el Comité americano se lo pidiera.
—¿Por qué lo dice, Mike?
—Rabino, despierte. O quizá no quiera usted. Ese mierda de Jack Osner que se pasó toda la guerra sentadito en el Pentágono y llegó a coronel, denunció a Joel Kritsky, el abogado laboralista. Cuando eran unos crios, Kritsky se afilió a la L. J. C., para su información, la Liga de las Juventudes Comunistas, y Osner lo sabía. En el cuarenta y dos, Kritsky fue destinado al Consejo de Justicia Militar, puesto en el que su país lo necesitaba, y Osner, al enterarse, lo denunció. ¿No me dirá que no lo sabía?
—Así es. Pero yo no puedo juzgar a los miembros de mi congregación.
—O sea, que se lava las manos.
—Nada de eso. Y si algo puedo hacer por ayudarle… bueno, usted me lo dice y haré lo que pueda.
Mike Benton no respondió. Se quedó inmóvil, detrás de la gran mesa, mirando fijamente el revoltijo de papeles. Pero, cuando David se iba, Miriam le dijo en la puerta:
—Deseo darle las gracias, rabino. Y él también, pero no sabe cómo hacerlo. Compréndale, aquí no tiene a nadie más que a mí. No puede hacer amistad con nadie que no haya pasado lo que ha pasado él. Todos sus amigos están en la Costa Oeste. Y también su vida. Está solo y asustado. Pero lo que le ha dicho es la verdad. Ha conocido lo peor de la guerra del Pacífico y se convirtió en una especie de leyenda. Eso no me lo ha dicho él, sino otras personas, otras muchas personas. Pero la cárcel le da tanto miedo como la oscuridad a los niños. Si usted le ayudara…
—¿Cómo?
—Venga a verle de vez en cuando. Él con usted podrá expansionarse porque ha oído hablar de su historial. Rabino, yo no entiendo qué importancia puede tener eso para los hombres, pero la tiene.
—Volveré —dijo David.
David entró en la rectoría por la cocina. Aaron estaba en su parque, haciendo pinitos y Lucy amasaba harina para pan. Hacía tres meses que había empezado a cocer el pan en casa, y ahora se había convertido en una especie de obsesión, pero cuando apareció David, dejó la masa y se limpió las manos.
—Sorpresa —dijo—. Los unitaristas van a tener que pintar, después de todo.
—¿Qué estás diciendo?
—Perdona, David, no sé lo que me pasa, pero la verdad es que ni puedo afrontar las cosas sin hacer chistes estúpidos. Ven conmigo, ya verás.
—¿Y Aaron?
-No le pasará nada. No perderemos de vista la casa.
—¿A dónde vamos?
—A la iglesia.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó David con viva inquietud. —¿Doy pruebas de la típica inseguridad masculina?
-Algunas veces.
—Bromeas. Cuenta qué ha pasado.
—Prefiero que lo veas a tener que explicártelo.
—La iglesia sigue ahí. No ha ardido hasta los cimientos.
-Ven a la parte de atrás.
Una vez detrás de la iglesia, David pudo ver a qué se refería ella. Sobre las tablas blancas de la pared habían pintado tres grandes cruces gamadas, una negra y dos rojas. David se quedó mirándolas largamente. Luego, se acercó y palpó la pintura.
-Está seca —murmuró. —Las pintaron anoche.
-Deberíamos tener un perro —dijo Lucy. —Hubiera ladrado. Es una vergüenza.
—No habría servido de nada.
—Eso me asusta, David. ¿A ti no?
—Sí, pero me enfurece más que me asusta.
—¿Quién puede haber sido, David? Aquí… en Leighton Ridge. ¿Quién haría una cosa así?
—Chiquillos, supongo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Qué piensas hacer? He pensado que podrías taparlas con pintura y hacer como si no hubiera ocurrido nada.
—Pero el que lo haya hecho sabría que había ocurrido. No; creo que voy a tratar de reunir esta misma noche a todos los miembros del consejo a los que pueda localizar, para tratar del asunto, nuestra sinagoga, sí…, pero aún la llamamos la vieja iglesia. Porque, en cierto modo, sigue siendo una iglesia, ¿no?
David planteó el caso al consejo tal como se lo expusiera a Lucy y la mayoría le miraron con perplejidad. El consejo se componía ahora de doce miembros, aunque los asuntos ordinarios de la sinagoga eran gestionados por Osner, Hurtz y Klein. Osner seguía siendo nominalmente presidente de la sinagoga, y aunque el reglamento estipulaba que debían celebrarse elecciones cada dos años, éstas se habían retrasado ya tres semanas. Otros dos miembros del consejo pudieron asistir a pesar de la premura de la convocatoria: Eddie Frome, un escritor de treinta y un años que había pasado de la revista Yank a The New Yorker, y Oscar Denton, setenta y un años, el primer judío que se instaló en Leighton Ridge. David invitó también a Alan Buckingham, lo que hizo que Osner se lo llevara aparte para preguntarle el por qué de su presencia allí.
—He tenido mis razones para pedirle que viniera —dijo David.
—¿Y no piensas revelármelas?
—Sí. Después.
—Eso me parece un poco arrogante, rabino. Yo pienso que un asunto como éste debería ser tratado exclusivamente entre los nuestros.
—Alan es miembro de la congregación. Eso le convierte en uno de los nuestros. —Después de pedir silencio a los asistentes, David dijo—: Todos habéis tenido ocasión de ver las esvásticas. Me he permitido pedir a Jack que os llamara esta noche, para decidir lo que vamos a hacer. Con nosotros está Alan Buckingham que ni está en el consejo ni, estrictamente hablando, es judío, aunque su familia sí pertenece a la congregación. Después de la horrorosa guerra que a todos nos tocó vivir, decidimos que nuestra comunidad se llamara Shalom. No podíamos llamarla de otro modo. Deseo que lo recordéis durante las deliberaciones de esta noche. Todos estamos indignados, pero el problema que tenemos no puede resolverse con indignación. Deseo hacer resaltar algo más, que tiene que ver con la presencia de Alan Buckingham entre nosotros, Las esvásticas han sido pintadas en una sinagoga, de acuerdo, pero también en una iglesia congregacionista de Nueva Inglaterra, una de un grupo de antiguas iglesias que definieron en gran medida lo que sería este país. Y tanto si los autores del hecho lo pretendían como si no, la verdad es que profanaron una iglesia tanto como profanaron una sinagoga.
—No estoy de acuerdo —dijo Osner. —Los canallas profanaron una sinagoga, no una iglesia.
—De todos modos, al rabino no le falta razón —dijo Frome. —El edificio es una iglesia, y sigue siendo una iglesia, en términos generales, aunque nosotros celebremos en ella nuestros cultos. Y, desde luego, cuando la vendamos a los unitaristas, volverá a ser una iglesia, si es que ellos la llaman así.
—Así la llaman.
—No sé a qué viene esta reunión —dijo Osner. —Esa clase de insultos a los judíos se han venido repitiendo desde tiempo inmemorial. Qué diablos, lo tapamos con pintura y nos olvidamos del asunto.
—No creo que podamos olvidarlo —dijo Mel Klein lentamente. Nosotros vivimos aquí. Y el Holocausto está muy reciente.
Oscar Denton, el anciano, dijo entonces:
—Hace veinte años, cuando llegamos aquí, éramos la primera familia judía que se instalaba en Leighton Ridge. Al principio, nadie lo advirtió. Tal vez porque en mil novecientos veintiocho era algo insólito. Y como yo era contratista y trabajaba hombro con hombro con mis obreros, no me ajustaba a su idea de lo que debe ser un judío. De modo que se mostraron muy amables, hasta que lo descubrieron. Entonces se dedicaron a mortificar a nuestros hijos y a hacernos la vida difícil a nosotros. Pero no de un modo ostensible. En el Ridge no se queman cruces, ni nunca se hizo nada parecido a esto de las cruces gamadas. Yo no las taparía con pintura. Yo les daría publicidad. Llamaría a los periódicos de Danbury y de New Haven, y de Hartford, y hasta al New York Times. Sí, resueltamente. Que publiquen fotografías, para que la gente no vaya diciendo hipócritamente que estas cosas no pasan en el Ridge.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Joe Hurtz. —¿A qué viene tanto alboroto por una chiquillada estúpida? Démosle una mano de pintura y a otra cosa. Los chiquillos ven ciertas cosas y luego las imitan. ¿Y qué?
—No —murmuró Mel Klein. —No es posible.
—Me gustaría oír la opinión de Alan —dijo David.
—He escuchado con atención —dijo Alan. —Naturalmente, he visto las esvásticas. No soy judío, pero estoy casado con una mujer judía a la que amo sinceramente y tengo dos hijos judíos. Esto hace que me sienta implicado en el caso, aunque no tanto como vosotros. Pero no puedo menos que asombrarme de la calma con que habláis de ello. Hasta ahora he guardado silencio, pero interiormente hervía de indignación. Maldita sea, Joe, ¿qué quieres decir con eso de que es una estúpida chiquillada? Si un chiquillo estúpido matara a un hijo tuyo, ¿ibas a quedarte tan tranquilo porque era obra de un idiota? ¿Y acaso creéis que el nazismo fue producto de la inteligencia y la cultura alemanas? Yo puedo aseguros que fue producto de toda la estúpida inmundicia que existía en Alemania. Y aquí se ha profanado una iglesia, no sólo una sinagoga, de manera que ésta puede ser la ocasión de reunir a todos los judíos y los cristianos del Ridge en un asunto importante. Yo haría intervenir en esto a Martin Carter inmediatamente. Es sólo una sugerencia, desde luego, ya que no formo parte del consejo.
—A mí me parece que estáis haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Osner. —Este asunto nos concierne a nosotros, no a Martin Carter.
Denton, Klein y Eddie Frome se mostraron de acuerdo con Alan Buckingham y, unidos a David, constituyeron una firme mayoría.
—Hablaré con Martin —dijo David. —Veremos qué tiene que decir al respecto.
—Últimamente me estoy enfrentando con Osner con demasiada frecuencia —dijo David aquella noche mientras él y Lucy se acostaban. —Me parece que empieza a tomarme antipatía.
—Aquí tenéis más política que en Washington.
—En cierto modo, sí, desde luego.
—¿Imaginabas que iba a ser así?
—Ni soñarlo. Me parece que la guerra me hizo perder el sentido común. Los chicos se alegraban tanto cada vez que veían a un rabino. Oh, al diablo con todo, Lucy. Si me echan, que me echen.
—¿Y qué pasa con Mike Benton?
—Está asustado. Pudo soportar la guerra, pero la cárcel le da pavor. Le han citado a comparecer ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas y allí le pedirán que dé nombres, como suelen hacer. Sólo hace tres años que Adolf Hitler murió en su búnker de Berlín, y nosotros estamos introduciendo todas sus mañas en nuestro país.
—Vamos, no será tanto.
—Lo es.
Las noticias se extienden con rapidez en una pequeña comunidad como Leighton Ridge, y a la mañana siguiente, Martin Carter se presentó en la pequeña rectoría. Lucy daba la papilla a Aaron y David estaba tomando la segunda taza de café.
—Algunos días yo hago el desayuno —dijo David. —Lucy tiene que alimentar a mi hijo y heredero, aunque ser heredero de un rabino no augura grandes privilegios. ¿Le preparo unos huevos?
Carter declinó el ofrecimiento, pero aceptó una taza de café.
—Me he enterado de lo de las esvásticas —dijo.
David se mantuvo a la expectativa.
—Nunca había ocurrido nada parecido —dijo Carter. —Llevo aquí mucho tiempo y nunca había visto una cosa así. Desde luego, tenemos ciertos elementos que odian a los judíos, pero en todas las pequeñas ciudades americanas los hay. Y los nuestros siempre fueron bastante moderados.
—Yo opino que tienen que haber sido los críos —dijo David. —Pero no podemos encogernos de hombros sólo porque sea cosa de críos.
—Oh, no. Es una profanación particularmente odiosa. A mi modo de ver, la venta de la vieja iglesia a su congregación fue un acto de solidaridad muy necesario después del Holocausto; pero el edificio no deja de ser una iglesia, una especie de símbolo conmemorativo de nuestros comienzos aquí, en América. No podemos silenciar el caso, cubrir las esvásticas con pintura y pretender que no ha pasado nada.
—¿Qué propone usted?
—Creo que deberíamos celebrar un acto conjunto, hacia mediados de semana. No en una iglesia. Yo podría pedir al Consejo Municipal que nos cediera su sala de sesiones, y propondría celebrar una reunión abierta, en la que cada uno de nosotros pronunciara unas palabras.
—Las mías serían muy pocas —dijo David. —Usted debería llevar la voz cantante.
Como en la mayor parte de los pequeños municipios de Connecticut, la asamblea de la ciudad decidía las cuestiones de orden legislativo. Las modificaciones del código civil y criminal de la ciudad eran sometidas a la asamblea, al igual que las ordenanzas territoriales y pactos restrictivos. La asistencia a las asambleas no era obligatoria, pero estaban siempre muy concurridas aunque pocas veces hubo un lleno como el de aquella noche. Se ocuparon las setecientas sillas del local y había gente de pie en los pasillos y en el fondo. Todos los habitantes de la ciudad y de las poblaciones vecinas se habían enterado ya del caso, y se sabía hasta en Nueva York.
Todd Burns, el burgomaestre, abrió la sesión diciendo que todos los miembros del consejo habían expresado el deseo de hacer uso de la palabra, pero habían decidido delegar en los dos ministros afectados, el rabino Hartman y el reverendo Carter.
El rabino Hartman se sentía extraño. Aún tenía que armarse de valor para dirigirse a su propia congregación, y allí el auditorio era mucho mayor y heterogéneo.
—Por primera vez —dijo—, supe lo que sentía el negro al asomarse a la ventana y ver una cruz en llamas delante de su casa. Pero no sé lo que sentiría el reverendo Martin Carter al contemplar la profanación del símbolo de la democracia más antiguo que existe en este país, la iglesia congregacionista. Las personas y el movimiento que adoptaron el emblema de la cruz gamada causaron la muerte de cincuenta millones de seres humanos y la mutilación de otros cien millones. Los sufrimientos que infligieron a la Humanidad son incalculables. ¿Pretende alguien iniciar aquí un movimiento similar? Yo soy todavía relativamente nuevo en Leighton Ridge. Martin Carter lleva con ustedes mucho más tiempo, y él ha accedido a hablar de esto.
—Tiene razón el rabino Hartman al llamamos el símbolo más antiguo de la democracia en este país —dijo Carter. —Los Peregrinos edificaron nuestra primera iglesia en América. Ellos profesaban la creencia de que el hombre no precisa de intermediarios para dirigirse a su Dios; que cada persona es responsable de sus actos, sus pecados y su crueldad, y que su iglesia es el símbolo de la dignidad humana, de su independencia y de su afán de participar en el proceso democrático. Por ello, hace años, cuando la ciudad era mucho más pequeña que ahora, las asambleas municipales se celebraban en la iglesia congregacionista, que se llamaba indistintamente iglesia o casa de reunión. Cuando llegó el momento de dejar la vieja iglesia, que ya resultaba insuficiente, yo me preguntaba qué sería de ella. No disponemos de medios para mantenerla como un museo, que es lo que debería hacerse. Porque la iglesia fue edificada en el siglo XVIII, al igual que la casa parroquial. ¿Cómo podíamos nosotros consentir que se perdieran unos edificios tan hermosos y antiguos…?
Lucy, que estaba sentada al lado de Della Klein, susurró:
—Ya ha olvidado lo que cuesta calentar esos hermosos y antiguos edificios en invierno.
—Por fortuna, no fue necesario plantearnos su demolición. Tres conciudadanos nuestros, judíos, fueron a verme para preguntarme si podían adquirir la vieja iglesia para destinarla a sinagoga y la casa parroquial, para vivienda del rabino que estaban buscando. Desde luego, me sentí encantado. Aquello fue como un acto de fe y esperanza, la respuesta a mis oraciones, y cuando sometí la propuesta a mi congregación, también se mostraron complacidos. Nos pareció que Dios nos daba la oportunidad de afirmar nuestra fe en el cristianismo, que tan hostigada había estado en los años anteriores, y realizar un acto de hermandad hacia el pueblo más castigado y perseguido de la Tierra, pero el mismo pueblo del que Dios eligió a su Hijo. Y, ahora, este acto de atolondrada profanación. Yo creo que esta noche, con vuestra masiva asistencia, habéis dado el primer paso encaminado a la reparación. El segundo paso, mañana, por la mañana a las diez. Ya sé que los hombres estarán, la mayoría, en el trabajo. Pero es un paso que pueden dar las mujeres con la misma eficacia. La comunidad judía, que necesita más espacio para su templo Shalom, ha vendido la iglesia y la casa parroquial a los unitaristas, que deseaban ardientemente una casa de oración. Pero no podemos entregarles la iglesia en su estado actual. Por lo tanto, mañana, a las diez, armados de pinceles y buena pintura blanca para exteriores, nos encontraremos en la iglesia para completar la reparación. Frank Hessel, nuestro pintor, me dice que harán falta tres capas para que quede bien, y sugiere pintura blanca para exteriores. Y pidamos a Dios no tener que ver nunca más ese símbolo siniestro.
A la mañana siguiente, mientras manejaba el pincel al lado de Millie Carter sin perder de vista a Aaron que, junto a una docena de pequeños, eran vigilados por dos adolescentes, Lucy hacía balance de los hechos.
—¿Tú qué opinas de todo esto? —preguntó a Millie.
—No lo sé. Creo que hace demasiado tiempo que soy esposa de pastor. No consigo escuchar, por más que lo intente. ¿Y tú?
Lucy movió la cabeza.
—Vamos mujer, habla. Lo que digas será materia confidencial. Ya lo sabes.
—Está bien. Yo habría dicho: «Somos casi mil personas. Vamos a ponernos a buscar a los gamberros que han hecho esto, los molemos a palos y los entregamos a la Policía».
—Bromeas.
—¿Sí? ¿Conoces a alguien que se librara de las cámaras de gas con oraciones? Yo soy partidaria del amor y la concordia, pero a veces hace más mella un buen puntapié en el trasero.