Capítulo 1

El rabino David Hartman llegó a Leighton Ridge en la primavera de 1946, seis meses después de ser licenciado del Ejército de los Estados Unidos, en el que sirvió en calidad de capellán de la Infantería. Aquellos seis meses fueron una mezcla de tristeza y felicidad. Su licenciamiento, acelerado por noticia de la enfermedad de su madre, le permitió llegar a la cabecera de su cama sólo unas horas antes de su muerte. El padre había muerto cuando David era niño, y la madre le había criado, atendido y adorado.

Cinco meses después, David se casaba con Lucy Spendler, a la que conoció un par de semanas después de la muerte de su madre. Lucy trabajaba de voluntaria en una cantina de las Fuerzas Auxiliares Femeninas situada en la parte baja de Broadway. David había ido a rezar las oraciones de la noche, servicio organizado para los soldados judíos que deseaban decir el Kaddish por los difuntos. Cuando conoció a Lucy, bonita, esbelta, con una abundante cabellera castaño claro y ojos pardos, David vio en ella algo que le recordó vivamente a su madre. Y Lucy vio a un hombre alto, delgado, tostado por el sol, con unos ojos muy azules, facciones aceptables y una sonrisa entre triste y deliciosa. Tenía la boca grande, la nariz prominente y una espesa mata de cabello castaño, y la circunstancia de que todavía vistiera uniforme, con unas condecoraciones impresionantes en el pecho hacía de él un rabino apuesto donde los hubiera, por lo menos a ojos de Lucy.

El padre de Lucy era maquinista —mejor dicho, linotipista— del New York Times. Su madre trabajaba de mecanógrafa en el Ayuntamiento —mejor dicho, el Consejo Municipal— y tanto el padre como la madre eran judíos ateos militantes. A pesar de este antagonismo con Dios —porque un judío ateo es más ferviente en su furor y su discrepancia con Dios que en su agnosticismo— recibieron a David Hartman con los brazos abiertos y dieron su consentimiento al matrimonio. Lo cual no era óbice para que se sintieran escépticos acerca de las posibilidades de David para mantener a su hija.

Mientras hablaba con el rabino Belsen, que presidía el comité de colocación del Instituto Judío de Religión, seminario en el que estudiara David, éste empezó a compartir las dudas de Herbert y Sally Spendler.

—El inconveniente, David —decía el rabino Belsen—, es que usted es muy joven aún, no tiene ni los treinta años. Créame, ése es un problema que para mí quisiera. De todos modos, no deja de plantearle ciertas dificultades. Sé que acaba de contraer matrimonio, y eso le hace imprescindibles unos ingresos. Reconozco que nosotros tendríamos que haber hecho previsiones para los jóvenes que están licenciándose, pero carecemos de los medios. Hay otros tres hombres mayores que usted, padres de familia. De manera que, si tiene paciencia, tal vez dentro de un mes…

David asintió. La paciencia no le faltaba, pero necesitaba urgentemente un empleo.

—… a menos que… —agregó el rabino Belsen.

—¿Sí? —preguntó David con ansiedad.

—Si usted se aviene, David, hay una plaza. No puedo dársela a un rabino con familia, desde luego. Pero un joven como usted, recién salido de la vida militar, que no ha sido precisamente una gira de placer, eso por descontado. No les pondrían sábanas de seda durante la invasión de Normandía.

—No, creo que no —sonrió David.

—Está bien. Escuche. En el Condado de Fairfield hay una pequeña localidad llamada Leighton Ridge, en cuya demarcación viven catorce familias judías que desean una sinagoga y un rabino. Tengo que advertirle, David, que llevamos dos semanas tratando de encontrar a alguien que acepte la plaza. No es una bicoca. Ofrecen vivienda, que tal vez esté en condiciones de ser habitada o tal vez no, y un salario de mil doscientos dólares anuales. Quizá consigamos que lo aumenten a mil cuatrocientos o mil quinientos, pero no más, ya que, según me han dicho, tienen que pagar dos mil dólares por la casa, como anticipo, con una hipoteca de ocho mil, más otros mil por la sinagoga, da un total de cuatro mil, aunque no sé qué sinagoga se puede conseguir por cuatro mil dólares.

—¿Dónde está el condado de Fairfield? —preguntó David. Él se había criado en Nueva York, en los años treinta, y no tuvo ocasión de conocer Connecticut.

—Ajá, no dice que no de entrada. Buena señal. El Condado de Fairfield está en Connecticut. Queda al nordeste del Estado de Nueva York, abarcando unos cincuenta o sesenta kilómetros de sus límites y tengo entendido que Leighton Ridge es una pequeña ciudad de unos cuatro mil habitantes. Ahora viene lo peor. Entre las catorce familias judías, hay dos ortodoxas y dos conservadoras que si se adhieren al movimiento de la Reforma es porque sólo así pueden tener una sinagoga. Si hubiera tres familias ortodoxas, se construirían su propia sinagoga. Bueno, es una broma, David.

—Sí. Rabí Belsen, cuando ingresé en el Ejército, casi había decidido abandonar el rabinato, tal vez para estudiar Medicina. Pero, después de lo que vi… en Dachau y en otros campos de concentración… bueno, no importa la paga. Entonces me prometí a mí mismo no preocuparme por la paga.

El rabino Belsen miró a David Hartman con nuevo interés. Recordaba vagamente al estudiante David Hartman, uno de tantos; pero el hombre que ahora tenía delante era muy distinto, un rostro enérgico pero no desprovisto de inocencia y, como incrustados en aquel rostro anguloso, unos ojos de mirada triste. Era modesto pero no humilde. No preguntaba nada.

—Sí —dijo el rabino Belsen tras una pausa—, puede ser adecuado para usted.

—Tengo que hablar con Lucy. Pero… sólo catorce familias… ¿Es que allí no quieren a los judíos?

—América es muy grande, David, y existe un número limitado de judíos. Catorce familias me parece una comunidad proporcionada para una localidad como Leighton Ridge.

—Verá, rabí Belsen —dijo David—, yo tengo veintinueve años, nací en Nueva York y, ¿sabe?, no he estado nunca en Connecticut.

—Dado que pasó seis años en el Ejército y antes iba a la escuela y al Instituto, me parece natural.

—De todos modos, no deja de ser extraño. Quiero decir que me siento raro. He estado en el Norte de Africa, en Inglaterra, en Francia y en Alemania… pero no en Connecticut. Supongo que necesitaré un coche.

—Supongo que sí.

—No sé conducir. Creo que Lucy, sí. Aunque no estoy seguro. No hemos hablado de eso.

—Consúltelo con ella, David. Luego volveremos a hablar de Leighton Ridge.

Pero, antes de presentar la propuesta a Lucy, que seguía viviendo en casa de sus padres, David entró en la Biblioteca Pública de Nueva York, pidió una Historia de Connecticut y leyó el único párrafo dedicado a Leighton Ridge. Históricamente, Leighton Ridge no parecía excesivamente importante. David averiguó que era un pequeño municipio de Fairfield, situado en el nordeste del Condado, que había sido fundado por el capitán Egbert Leighton en 1771, fecha en que se le otorgó una concesión real de mil cien acres por sus servicios en la guerra contra los franceses, que se sentaba sobre la cordillera del bajo Connecticut, que sus inviernos eran fríos y sus veranos, salubres.

—¿Y podemos vivir con mil doscientos dólares al año? —preguntó Lucy. —Son veinticinco dólares a la semana. Te pagaban más en el Ejército.

—En el Ejército tenía una congregación mayor.

—Catorce familias…

—El mínimo son diez. Según la ley judaica, eso constituye una comunidad.

—Tú no te arredras, ¿verdad? —dijo Lucy. —Reconozco que a mí me asusta.

—Bueno, a mí también. Pero no como me asustaban las cosas que ocurrían al otro lado del Atlántico. Yo no esperaba que me dieran el templo de Emanu-El ni cosa por el estilo, pero pensaba que, en el peor de los casos, podría entrar de ayudante en alguna congregación de Nueva York, Chicago o Los Ángeles.

—Una vez estuve en Los Ángeles. Me encanta. Allí casi todo el año hace calor. En Leighton Ridge debe de hacer mucho frío. Resulta frío hasta el nombre.

—Según el libro que consulté en la biblioteca, la temperatura en Leighton Ridge oscila en el invierno entre los cero grados y unos mínimos de veinte bajo cero. Pero no es el frío lo que me preocupa. Es que yo no me figuraba una cosa así. Durante el servicio, te pasas mucho tiempo soñando con la vida que llevarás después, cuando vuelvas a casa. Y esto es tan distinto a todo lo que yo soñaba.

—No tienes por qué aceptarlo —dijo Lucy. —Al cabo de tres años de cantina, soy como cualquier camarera profesional y podría buscar un empleo, lo mismo que tú. ¿No decías que te habían ofrecido una plaza de lector de Historia en la Universidad de Nueva York? Alquilaríamos un apartamento…

—Yo soy rabino, Lucy.

—Ya lo sé. Y no te pido que seas otra cosa, David, sino sólo que tomes un empleo temporal hasta que salga algo bueno en el rabinato.

Él le dio un beso. Realmente, le tenía cariño. Era dulce e inteligente y, bajo aquella dulzura, había todo un carácter. Pero también era muy joven y una neoyorkina pura. No le resultaba fácil explicarle lo que habían representado para él las experiencias vividas en Europa. Aún no se sentía capaz de hablar de lo que había visto en los campos de concentración.

—Creo que tengo que aceptar lo de Leighton Ridge, si estás de acuerdo —dijo él.

—Yo estoy de acuerdo con todo lo que tú decidas, David. Pero ¿por qué?

—No lo sé. Pero me lo han ofrecido, y no puedo decir que no al rabino Belsen. Pero algo tiene de bueno, y es que, por lo menos, seré mi propio jefe, no el ayudante de nadie.

—Menos mal.

—Tú sabes conducir, ¿verdad? Creo recordar que dijiste algo de eso.

—David, he llevado una furgoneta de las Fuerzas Auxiliares durante seis meses.

—Bien, muy bien. Tienes que enseñarme. Las estaciones de ferrocarril más próximas son Westport y Fairfield, y están a varios kilómetros.

Al día siguiente, David volvió al Instituto y llamó a la puerta del despacho del rabino Belsen. El rabino, cuya barba blanca recordaba a David la idea que él se había hecho de Dios cuando niño, abrió la puerta, miró a David con gesto de contrariedad y le invitó a entrar con un ademán.

—¿Ocurre algo? —preguntó David.

—Espero que nada malo. Usted viene a decirme que acepta el puesto de Leighton. Pero estoy preocupado. Esta mañana entré en una tienda de comestibles. No lo hacía desde antes de la guerra. Mi mujer se encarga de la compra. No sé cómo van a vivir ustedes con veinticinco dólares a la semana. Las cosas ya no están como en los años treinta. Tal vez deberíamos establecer un salario mínimo. Un rabino es un ser humano. Lo propondré al consejo.

—Ya nos arreglaremos —dijo David. —Yo tengo mi paga de licenciamiento y unos ahorros. Lucy también tiene algo y luego están los regalos de boda. Reunimos entre los dos casi cinco mil dólares. Con eso tendremos para un par de años. Además, con todos los hombres que están licenciándose, casándose y buscando un lugar para educar a sus hijos, la comunidad judía de allí tiene que crecer. Quién sabe si dentro de unos años no tendré una congregación de un centenar de familias.

—Cosas más difíciles se han visto —dijo el rabino Belsen. —Así que se va usted a Leighton Ridge. Por lo menos, aire puro no le faltará. David, yo no acostumbro dar consejos, pero permítame decirle dos palabras. Trate usted de amar a su congregación aunque a veces le resulte difícil; y éstas pueden ser las más. No espere bondad, ni siquiera integridad. Es usted quien debe inculcarles estas virtudes. Y no espere gratitud. Es algo precioso que con el tiempo tiene que llegar, pero no la espere. Y cuando venga a Nueva York hágame una visita y cuénteme lo que ocurre por allí. Me interesa.

—Por supuesto.

—Bien. Aquí tengo unas notas que había preparado para usted. Primero: el presidente de la congregación. Allí sólo hay catorce familias, pero como no consiga congraciarse con el presidente de su congregación, esas catorce familias le darán más trabajo que cien. El presidente se llama Jacob Osner, Jack se hace llamar. Almorzamos juntos cuando vino a hablarme de organizar la sinagoga. Es hombre inteligente y enérgico, pero frío y, posiblemente, pragmático. Sus abuelos eran judíos alemanes. Tiene cuarenta y tantos años. Una ventaja, David: también estuvo en el servicio. Era coronel del Tribunal Militar. Tiene un hijo de doce años y una niña de nueve, me parece. Quizás en parte le impulsa a promover la creación de una sinagoga el deseo de celebrar la ceremonia de Bar Mitzvah[1] de su hijo en Leighton Ridge. Usted es joven, él es un hombre maduro y quizá no todo lo tolerante que debiera. O quizá sí. No sé. Pero, David, procure tenerle siempre de su parte y, nunca, de adversario.

—Desde luego, lo procuraré.

—Bien. El comité de la sinagoga lo componen tres miembros: primero, Osner, abogado, por cierto que tiene el bufete en Nueva York; luego está Joe Hurtz, de la misma edad, dueño de una tienda de artículos de caballero en Danbury y padre de tres hijos. Me dijo Osner que el Bar Mitzvah del mayor, que ahora tiene quince años, tuvo que celebrarlo en una shul[2] ortodoxa de Bridgeport. Eso no le gustó nada. Ocurre allí algo muy curioso, tal vez por causa de la guerra y el Holocausto, y tal vez el fenómeno se repita en otros lugares, pero parecen querer alardear de su judaísmo con enojo. O, si no con enojo, por lo menos con energía. ¿Por dónde íbamos?

—Me hablaba del comité.

—Sí. —El anciano consultó sus notas—. Sí, el comité. El tercer miembro es Mel Klein. Tiene un taller de confección en Nueva York, «Modas Klein». Según Osner, está en muy buena posición. Supongo que por eso le han incluido. Viene a Nueva York todos los días. Y ahora ya sabe usted acerca de la congregación de Leighton Ridge tanto como yo. Además de los oficios de Shabbas y las fiestas, necesitarán un minyan para el Kaddish de los difuntos cuando llegue el caso. Con sólo catorce familias, lo más seguro es que no pueda usted zafarse.

—He pensado en eso, y no me parece posible que todas las familias judías de la región estén en ese grupo. Tiene que haber más.

—Está en lo cierto. Según Osner, hay otras familias. Algunos son matrimonios mixtos y otros no tienen interés por la religión. Usted sabrá lo que tiene que hacer. Quizá Lucy pudiera enseñar la Biblia. ¿De qué clase de familia procede?

—Judíos agnósticos.

—Pero se casó con un rabino.

—Para enseñar la Biblia, antes tendría que estudiarla.

—¿Por qué no? Con tal de que se mantenga un capítulo por delante de sus alumnos. La clase de hebreo tendrá que darla usted… hasta que la sinagoga pueda pagar a un maestro. ¿Aún le interesa ese destino?

David asintió.

—Conozco a una docena de hombres de su edad que se asustarían ante semejante perspectiva. Si quiere el cargo, es suyo.

—Si me aceptan.

—Le aceptarán. No hay otros aspirantes, David.

Pero cuando, aquella noche, después de la cena, David dio los pormenores a Lucy, en casa de sus padres, ella le miró angustiada y susurró:

—¿Te das cuenta de lo que nos espera?

—No del todo. Pero tampoco me la daba cuando ingresé en el Ejército.

—Esto no es el Ejército, David. La guerra ha terminado. ¿Y por qué tengo que enseñar la Biblia?

—Porque, si no, tendré que enseñarla yo.

Sally, la madre de Lucy, estaba en la cocina, fregando los cacharros y Herb, el padre, secaba. La puerta que daba al comedor no era a prueba de sonido, ni mucho menos.

—¿Has oído eso? —susurró Herb.

—No quiero oír nada, y tú no te metas.

—Pero lo has oído.

—No te metas.

—También es hija tuya. Y no es como si tuviéramos siete hijos. Tenemos una hija. Una, punto.

—Tenemos una hija, sí. Hace dos semanas que se casó y tú ya estás deseando que se divorcie.

—No digas tonterías. Yo no quiero que se divorcie.

—Gracias a Dios. A ver dónde encontrarías a un chico como David.

—Y por eso mi hija tiene que irse a vivir como una campesina a un lugarejo remoto, llamado Leighton Ridge —susurró Herb roncamente.

—No es un lugarejo remoto. Es un sitio muy bonito, a menos de cien kilómetros de Nueva York.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo busqué en el atlas —cuchicheó Sally con vehemencia.

—De manera que la niña trae al novio a casa y el padre le pregunta cómo se gana la vida, él responde que es rabino y la madre dice entonces: ¿qué clase de trabajo es ése, para un muchacho judío que se precie?

—Eso que dices es repugnante.

—Es un chiste judío.

—Es una estupidez, como casi todos los chistes judíos, y tú, Herb Spendler, haz el favor de no inmiscuirte. Déjalos en paz.

En el comedor, Lucy preguntaba, quejumbrosa:

—David, ¿tú te habrías casado conmigo, si llegas a saber que no había leído la Biblia? Lo que es más, hasta que rabí Belsen nos casó, no había puesto los pies en una sinagoga.

—No era una sinagoga, sino el despacho de rabí Belsen. Y yo sabía que Herb y Sally son ateos.

—¿Y no te importó?

—No. ¿Por qué tenía que importarme?

—Ni siquiera distingo una sinagoga del despacho de un rabino.

—Ya aprenderás. Ahora, lo más urgente es el coche.

—¿De verdad quieres que enseñe la Biblia?

—Es divertida: batallas, orgías, adulterios, onanismo, amores…

—¿Qué quiere decir onanismo?

—Primero léelo y luego hablaremos.

—Al oírte cualquiera diría que la Biblia es un tratado de pornografía.

—Y otras cosas. Lo cierto es que los cronistas judíos que la escribieron no usaban tapujos y llamaban a las cosas por su nombre. Luego, con la traducción, naturalmente, se suavizaron los términos, y en lugar de decir que se la llevó a la cama dice que la conoció, pero en seguida te aclararás.

Los padres de Lucy volvieron al comedor en aquel momento con el café y el pastel, y Herb no pudo menos que decir:

—Catorce familias, Dave. ¿Y si se retiran cinco? Zas. Tienes que cerrar.

—Es verdad. Me hace falta un mayor respaldo.

—Pero primero, lo primero —dijo a Lucy, y al día siguiente salieron a buscar un coche. Al fin fueron a parar al almacén del «Honrado Joe Fierello» de la Calle Cincuenta y Dos. El Honrado Joe tenía una cara de querubín que inspiraba confianza y un «Chevrolet 1940» dos puertas que podía adquirirse por doscientos dólares. «Cien dólares la puerta», les dijo, con lo que demostró poseer sentido del humor además de instintos de pirata.

—Mil novecientos cuarenta fue el último año en que se fabricó un buen coche —explicó. —Comparada con la basura que hacen hoy, esta monada es toda una obra de arte, y un regalo. Ya no se hacen cosas así.

Los recién casados salieron de allí en la pequeña obra de arte. Lucy conducía y David la observaba atentamente.

—No parece difícil —dijo.

—No, una vez dominas las marchas y consigues relajar los músculos. ¿A dónde vamos?

—A echar un vistazo a nuestro destino, mientras resistan las ruedas.

—¿A Leighton Ridge?

—Eso es. ¿Sabes por dónde se va?

—David, no tengo ni la más remota idea. Creí que no te esperaban hasta dentro de tres días.

—No estará de más ver dónde vamos a meternos.

—Ello puede costarte una esposa nueva —dijo Lucy. —Pero, si estás dispuesto a arriesgarte, pararemos en una gasolinera y compraremos un mapa de Connecticut.

Cruzaron el Bronx hasta la avenida Hutchinson River, por la que siguieron hasta que se convirtió en avenida Merritt, donde torcieron hacia el Norte por el peaje de Black Rock. Bordearon un hermoso embalse durante varios kilómetros y la carretera empezó a subir por las colinas de Connecticut. El paisaje era espléndido y ahora, en primavera, estaba en su apogeo. Cruzaron entre granjas, grandes prados y casas blancas de estilo colonial. Por fin, un pequeño indicador señalaba el término de Leighton Ridge. Unos kilómetros más allá, estaba la plaza del pueblo, rodeada por una antigua iglesia congregacionista blanca y tres casas de madera, igualmente blancas, cada una con su chimenea central que pregonaba su antigüedad.

—Qué soledad —susurró Lucy. —Es como si estuviéramos a miles de kilómetros de todas partes.

David pensaba de otro modo. Nunca había visto un lugar tan hermoso y apacible. El pueblo parecía perdido en el tiempo, aferrándose a una época pasada, pero con suavidad, sin irritación. David sentía remordimiento: aquél parecía un refugio tan abrigado y seguro; pero luego se dijo que sus años de guerra eran ya tributo suficiente para poder entrar en un puerto tranquilo, por lo menos, una temporada, por lo menos el tiempo necesario para cobrar aliento. No obstante…

—Tampoco estoy obligado a aceptar —dijo a Lucy con aparente indiferencia. —Acabaré por encontrar algo en la ciudad, y rabí Belsen lo comprenderá.

—Oh, no; no quise decir eso. No trato de volverme atrás.

—¿Estás segura?

—Claro que sí, David. Ya sabes: donde tú vayas, iré yo. Me gusta la ciudad, pero es que siempre he vivido allí. Tienes que darme tiempo. Esto es totalmente nuevo.

—Todo el tiempo del mundo.

Cruzaron el pueblo a marcha lenta por caminos sinuosos, la mayor parte sin asfaltar. Pararon unos momentos delante de un huerto de manzanos en flor. Los árboles eran nubes de perfumados pétalos blancos que caían al suelo en mansa lluvia al menor soplo de viento.

—¿Sabes dónde vive alguno de los miembros de la congregación? —preguntó Lucy.

Él movió negativamente la cabeza. No le gustaba la idea de presentarse de improviso. Antes de la guerra, al igual que Lucy, era chico de ciudad.

Vivían en casa de los padres de ella y dormían en el cuarto de soltera de Lucy. Al día siguiente de su excursión a Leighton Ridge, llamó por teléfono Jack Osner, el presidente de la congregación.

—¿El rabino Hartman? —preguntó. Su voz, áspera y agresiva, le situó de inmediato en la posición de adversario.

David tuvo que vencer el impulso de decir: «¡A la orden!». Al fin y al cabo, era el coronel Jack Osner. Se contuvo y respondió:

—Sí, aquí el rabino Hartman.

—Mucho gusto, rabino. Tengo entendido que ha llegado a un acuerdo con el Instituto y que está usted dispuesto a meter la cabeza en las fauces del león.

—Bueno, yo no lo expresaría precisamente en esos términos.

—No, desde luego. Somos el león más diminuto de todo el Estado de Connecticut. Pero estamos deseando conocerle. ¿Cuándo piensa venir?

—Aún tengo varios asuntos que arreglar.

—Será antes de junio, espero.

—Oh, por supuesto. Digamos, tres días.

—Bien, muy bien. Tenemos casa para usted; nada extraordinario, pero por lo menos un techo para guarecerse. Es un viejo edificio colonial de mil setecientos setenta y uno. Se lo hemos acondicionado, aunque para ello hemos descuidado la sinagoga. Pero la congregación es tan pequeña que los servicios pueden celebrarse en las casas particulares. ¿Algún inconveniente?

—En absoluto.

—¿Tiene usted muebles? Me han dicho que se casó hace poco.

—Sí; tengo los muebles de mi madre. Ella murió recientemente.

—Lo siento. Tendrá usted el más sentido pésame de todos nosotros. Mire, rabino, cuente usted que en la casa hay una cocina, bastante pequeña, comedor, no muy grande, sala de estar y dos dormitorios, de modo que ya puede hacerse una idea de lo que tiene que traer. Lamento decirle que todas las habitaciones son pequeñas. Lo mejor será que usted y su esposa vengan a nuestra casa pronto, sobre el mediodía. Shelly, mi mujer, les enseñará el pueblo para que vayan orientándose. Cenarán con nosotros. Después de cenar, celebraremos una reunión del comité y dormirán en nuestra casa. Encargue el transporte de los muebles para el día siguiente. ¿Qué le parece?

—Me parece bien —dijo David.

—Entonces, hasta el miércoles. Le mandaré un plano con las instrucciones.

Lucy, de pie al lado de David, oía el vozarrón de Osner sin tener que esforzarse, y cuando terminó la conversación, dijo:

—¿Cómo se atreve a hablarte así?

David se encogió de hombros.

—Al fin y al cabo, él era coronel y yo, un simple capitán.

—¡Ah! —bufó Lucy. —¡Nada menos que un coronel! Tribunal Militar. Probablemente, tendría un escritorio cómodo y calentito en Washington y pasaría toda la guerra cobrando su buen sueldo, bien repantigado sobre sus rollizos cuartos traseros.

David miró a su mujer con nuevo interés.

—Aún no sabemos si son rollizos; pero, Lucy, el rabino Belsen me exhortó a ejercer la diplomacia con nuestra congregación. Debemos procurar amarlos a todos y, si no nos es posible, soportarlos con paciencia y resignación.

—Creí que eso de amar a tus enemigos era cosa del cristianismo.

—No son enemigos nuestros. No hay enemigos en la congregación. Además, ellos, me refiero a los cristianos, eso del amor al enemigo lo tomaron de nosotros. ¿Probarás con Osner?

—¿Que yo le ame? Vamos, David.

—Que trates de estimarle y comprender su conducta. Además, puede ser un tipo simpático.

—Pamplinas.

—Desde luego, tengo que reconocer que eres una esposa de rabino muy original.

—Perdona, David. Tengo la impresión de que te casaste con una arrabalera deslenguada. Tú, un chico tan guapo y educado. Y, además, rabino. ¿Aún me quieres?

—Puedes estar tranquila.

El martes siguiente, con David al volante, después de haber tomado dos lecciones de conducción en dos días, y Lucy marcando el rumbo en el mapa enviado por Osner, llegaban a casa de los Osner en Leighton Ridge. Era una granja antigua, pero remozada y bastante grande, situada en un serpeteante camino de tierra. Evidentemente, Shelly Osner no les esperaba tan temprano. En su afán por no llegar tarde, salieron de Nueva York con excesiva antelación. A Mrs. Osner no le hizo ninguna gracia que la sorprendieran con una falda y un jersey viejos, pero trató de mostrarse amable y hospitalaria mientras les explicaba que no les esperaba hasta después de las doce. ¿Querrían disculparla? Era una mujer alta, bien parecida, de complexión robusta, pelo claro y ojos azules, y era evidente que estaba desconcertada ante aquel joven rabino y su linda esposa.

—De todos modos —dijo, mientras los conducía al salón—, es culpa mía, porque ya son las doce menos cuarto y ya tendría que estar duchada y vestida. Perdone, pero usted no tiene aspecto de rabino, y se lo digo como un cumplido.

—Bueno, eso depende de lo que uno espere —dijo David, cohibido.

—¿Cómo? Oh, sí. Bueno, está usted en su casa. Con su permiso, iré a cambiarme. Martin llegará de un momento a otro. ¿Querrá usted abrir la puerta cuando llame?

—Esa mujer debe de estar mal de la cabeza —susurró Lucy cuando Shelly subió la escalera. —¡No tiene aspecto de rabino! Debe de tomar píldoras estimulantes todas las mañanas. Y yo, píldoras que me hacen invisible. Ni me ha visto.

—Me ha parecido que procuraba ser agradable. Está un poco nerviosa.

—Es que la has impresionado.

—Y tú le corresponderás con toda la dulzura y la simpatía que yo sé que posees:

—Naturalmente. ¿Y quién es Martin? Esa mujer no da muchas explicaciones. El marido no es, ¿verdad?

—No; el marido se llama Jack. Ten paciencia. Pronto lo sabremos.

La paciencia y el sosiego no eran propios de Lucy. Empezó a pasear por la sala, una habitación grande y confortable, creada derribando un tabique de la vieja granja en el espacio que antes ocuparan dos habitaciones.

—Quien haya hecho esto tenía buen gusto —reconoció Lucy. —Tiene aire de museo. Puede que, a pesar de todo, esa mujer tenga cerebro.

Sonó el timbre de la puerta y, puesto que no aparecía nadie, Lucy fue a abrir. En el umbral había un hombre alto, huesudo, de unos cuarenta o cuarenta y dos años, pelo pajizo, cara delgada, ojos azul pálido y mentón alargado. Llevaba un jersey de cuello alto bajo una vieja americana y miraba a Lucy interrogativamente, pero con halagadora admiración.

—Soy Martin Carter —dijo. —Usted debe de ser Lucy Hartman y ese caballero de ahí detrás, el rabino.

—Bingo —concedió Lucy. —Usted sabe quiénes somos, pero nosotros estamos en desventaja.

David, desde detrás de Lucy, estrechó la mano del recién llegado, que dijo rápidamente:

—Perdonen. Creí que se lo habrían dicho. Soy Carter, el ministro, congregacionista de Leighton Ridge.

Se dirigieron todos al salón y Shelly gritó desde arriba:

—Martin, preséntate tú mismo y explícaselo. Yo bajo en un periquete.

—¿Qué tiene que explicarnos? —preguntó David.

—Eso depende de lo que les hayan dicho. Me refiero a la sinagoga.

—Sólo que se cae a pedazos —dijo Lucy.

—Oh, sí, eso temo; pero, por lo menos, no hay goteras, lo cual es un alivio. El edificio tiene ciento setenta años, lustro más o menos. —Y, al ver la expresión de David, añadió—: No; no les han dicho nada. Nosotros les vendimos la vieja iglesia congregacionista. Al comité, quiero decir. Es una buena adquisición. Lleva anejas dos hectáreas de terreno y linda con la rectoría.

—¿Compraron su iglesia para utilizarla como sinagoga?

—Confío en que ello no quebrante ninguna ley ni ningún precepto o cosa por el estilo. Estoy seguro de que se asesoraron bien, y eso fue para nuestra congregación una lección muy importante. Era de esperar que, después de la guerra y todo lo que acarreó, mis feligreses comprendieran lo que era en realidad el antisemitismo. Pero no fue así. Tuve que hacerles un sermón a base de llamas del infierno y azufre —que no estaba en absoluto dentro de mi estilo— para vencer la oposición de dos de los diáconos.

—No —dijo David—; es perfectamente lícito. Las iglesias se convierten en sinagogas y las sinagogas, en iglesias. Hace mucho tiempo que ocurre así. Pero, en este caso, no estaba enterado. Claro que no he hecho más que llegar. Y supongo que la rectoría es donde vamos a vivir, ¿no?

—Y está mucho mejor que la iglesia, gracias a Dios. Estoy seguro de que usted conoce bien a los congregacionistas, rabino…

—Él sí —terció Lucy. —Pero yo no.

—Bueno, tenemos que hablar de eso con calma un día, y tal vez celebrar algún servicio conjunto. Nosotros, Mrs. Hartman, somos la rama protestante más próxima a la religión de ustedes. No es que no exista una gran diferencia, pero somos los descendientes directos de los puritanos y hemos marchado tras unas banderas bastante buenas. Nuestra secta fue creada en una prisión, en el año mil quinientos sesenta y seis, pero es una larga historia y la dejaremos para otro momento. Entretanto, bienvenidos a Leighton Ridge, y si yo puedo hacer algo por ayudarles, no tienen más que decírmelo.

En aquel momento, apareció Shelly Osner, con falda a cuadros de colores vivos y un conjunto de blusa y chaqueta de angora blanca.

—Martin, ¿os habéis preocupado de la cuestión nombres? El rabino Hartman es David Hartman y su esposa es Lucy.

—Hecho. Eso lo aclaramos en cuanto entré.

—Y ahora, por lo que más quieras, no los asustes. Después de lo que nos ha costado encontrar rabino. ¿Vamos en mi coche o en el tuyo?

—El tuyo es mayor —dijo Carter.

David observaba a Lucy. Le causaba sorpresa descubrir que no sabía absolutamente nada acerca de la muchacha con la que se había casado; pero aún le sorprendía más lo mucho que estaba averiguando y la rapidez con que reunía la información. Se percataba de la antipatía que le inspiraban las personas que hacían caso omiso de su presencia y se preguntaba si iba a tener que soportar el antagonismo irreductible entre Lucy y Shelly Osner. Martin Carter era totalmente distinto y, durante sus años de vida militar David había tratado a los suficientes ministros protestantes como para saber que aquellos modales cordiales y campechanos casi formaban parte de su adiestramiento para el ministerio, que reflejaban más un estereotipo que una idiosincrasia auténtica. De todos modos, esta definición no podía aplicarse al carácter de Martin Carter. A David le causó muy buena impresión, aunque bien es verdad que era muy difícil causar mala impresión a David. En los casos de duda, se exhortaba severamente a sí mismo a esperar hasta tener elementos de juicio antes de formar una opinión.

Mientras iban en el coche, David y Lucy detrás y Carter delante, al lado de Shelly Osner que conducía, Carter dijo:

—Perdonen si me las doy de aburrido cicerone, pero puesto que no les habían dicho que su sinagoga fue antes nuestra iglesia, tampoco se habrán molestado en darles más información sobre Leighton Ridge.

—Realmente, mi venida fue acordada bastante rápidamente a través de rabí Belsen, que es el encargado de los destinos en el Instituto. Era mi profesor de Religión Comparada, y cuando alguien le hacía una pregunta, él solía decir: «Averígualo. Dios te ha dado ojos y cerebro. Utilízalos». La misma actitud debió de asumir en este caso.

—¿Y usted averiguó algo?

—No mucho, no. Que estas tierras fueron concedidas al capitán Leighton pocos años antes de la Revolución Americana. Y poco más.

—Es que no hay mucho más, salvo que se nos considera la ciudad más típica de Nueva Inglaterra de todo el Condado de Fairfield, pero en el aspecto de tarjeta postal: bellos edificios coloniales, asombrosos muros de piedra y un paisaje cautivador, salvo en invierno, que es algo monstruoso.

—Oh, no son tan malos los inviernos —dijo Shelly. —Ideales para quedarse bien arropados entre mantas, haciendo lo que suele hacerse entre las mantas.

Carter rió.

—Pécora estúpida —susurró Lucy al oído de David.

—La población es de unas cuatro mil personas —prosiguió Carter— y bastante heterogénea. Algunas familias han estado afincadas aquí desde la época de la fundación. Cabe decir que en otros tiempos aquí en el Ridge había muchas industrias pequeñas que aprovechaban nuestros abundantes recursos hidráulicos, pero desaparecieron con la llegada de la electricidad. Ya no hay fábricas, pero muchas de estas familias tienen negocios en Danbury. Otros trabajan en Nueva York. También hay gente joven, escritores, pintores, ceramistas, personas que no tienen necesidad de desplazarse, un conjunto muy variado. Y, también, una buena porción de intolerancia. Somos famosos por nuestras quemas de libros, que tienen lugar casi todos los años, cada vez que algún pío ciudadano encuentra en el libro de texto de su hijo algo que no le suena bien. Entonces promueve un buen alboroto y exige que el libro sea retirado. Y el vecindario en pleno se reúne en la nueva iglesia, el mayor local de la ciudad, que se llena hasta los topes, y allá nos lanzamos, armados de mazos y tenazas.

—Eso parece muy saludable —comentó David.

—Lo es. Estamos muy bien avenidos, lo cual nos permite mantener a raya a los francotiradores mentales.

—¿Por qué vendieron la vieja iglesia? —preguntó David.

—No era ni lo bastante grande ni lo bastante elegante para la feligresía actual. Verá, David, no le importará que le llame así, ¿verdad? Y usted a mí llámeme Martin, como le decía, David, la gente tiene ideas muy rígidas acerca del pasado. Una de ellas es que todas las iglesias congregacionistas de Nueva Inglaterra se construían sin campanario. Bueno, la mayor parte no lo tenían porque para una congregación de austeros puritanos el campanario era como una añagaza papista para pervertir el congregacionismo. Algunas de aquellas congregaciones primitivas no querían en su iglesia ni un crucifijo, ni siquiera llamaban iglesias a sus templos. Eran lugares de reunión. Bien, un grupo con estas convicciones construyó nuestra vieja iglesia en mil setecientos setenta y tres. Llegaron aquí procedentes de Rhode Island, donde los ciudadanos habían permitido la construcción de una pequeña iglesia católica y una sinagoga, y en nuestra iglesia prescindieron de campanario y edificaron una pequeña construcción en forma de caja. Pero mi actual congregación quería un campanario, un auténtico campanario de iglesia, dicen ellos. De todos modos, la antigua capilla era pequeña. Caben doscientas personas, pero comprimidas como sardinas.

Pero cuando pararon delante del edificio, David quedó impresionado por la sobria belleza de la vieja iglesia o casa de reunión. Existía entre muro y ventana una especie de mágica armonía, y, por extraño que pueda parecer, no se echaba de menos el campanario.

—Tiene una estructura muy sólida —dijo Carter—, armada por vigas de roble de quince por quince. —Abrió la puerta y, cuando hubieron entrado, señaló las vigas del techo. —Ahí tienen las vigas. No están podridas. Desde luego, necesita pintura y cristales en esas ventanas que ahora están tapiadas, y tal vez quiera usted hacer algunas reformas en el interior, pero no falta nada esencial.

—Es un hermoso edificio —reconoció David. Temía que hubiera vitrales de colores, pero no era así, y añadió—: Realmente frum, muy frum.

—¿Perdón?

Frum… quiere decir ortodoxo, conforme a la ley. Los viejos de la antigua patria eran frum. A mí, un rabino de la Reforma, me hubieran considerado un esbirro del diablo.

—Yo diría que los que edificaron esta iglesia no eran muy diferentes —dijo Carter. —Muy frum, como usted dice. Estrictos. En la iglesia nueva, tenemos una gran cruz de estaño detrás del altar y un hermoso campanario. Ya puede imaginar lo que dirían mis antepasados puritanos.

Frum —dijo Shelly. —Es una palabra muy interesante.

—Como si no la hubiera oído nunca —susurró Lucy mientras avanzaba por el pasillo hacia el altar. —¿Podemos utilizar esto, David? ¿Esta vieja iglesia? ¿Será correcto?

—La bimah está bien. Y el altar. ¿Correcto? Claro, ¿por qué no?

—¿Bimah?

—El estrado de ahí delante. Esa especie de plataforma.

—Estoy recibiendo una interesante educación.

—Y yo estoy helada —dijo Shelly.

—Es sólo un momento —le aseguró Carter. —Tengo que enseñarles la rectoría. Es pequeña, pero acogedora —dijo mirando a Lucy. —Millie, me refiero a mi esposa, Millicent, Millie y yo viviríamos allí, pero ella es hija de esta ciudad, y cuando murieron sus padres heredó la casa. Es grande, y la necesitamos, con cuatro hijos. —Los llevó por un prado hasta la rectoría, una casita colonial, de madera blanca: sala, comedor y cocina en la planta baja, una escalera estrecha y, arriba, tres dormitorios. Estaba parcamente amueblada con antiguas piezas de arce y de pino y en el suelo había alfombras de paño.

El matrimonio se quedó solo en el piso de arriba cosa de un minuto, y David preguntó a Lucy qué le parecía.

—No lo sé. Me siento extraña aquí, David.

—Yo también. Pero me he sentido un extraño en el mundo desde el primer día en que dos chicos cristianos me saltaron encima y me dieron una paliza. Acabas por acostumbrarte y, en cierto modo, tiene sus ventajas.

—Ya me lo explicarás un día.

—Con más calma.

—Y, mientras, rezaremos en un templo cristiano, viviremos en una casa cristiana y haremos el amor en una cama cristiana…, a no ser que traigas la de tu madre. Ésta tiene bultos.

—Traeremos la cama de mamá. Y yo no creo que las paredes participen de la fe ni de los prejuicios. De todos modos, tú eres atea; no debería importarte.

—Soy atea judía.

—Tienes razón. Procuraré que no se me olvide.

Aquella noche, mientras se aseaban para la cena en el cuarto de baño de la habitación de invitados de los Osner, Lucy dijo a David:

—Quizá no debería haberle tomado tanta antipatía a esa pava de Shelly Osner. Al fin y al cabo, estuvo paseándonos toda la tarde y ha preparado cena, ¿para cuántos?

—Para ocho, según creo.

—Para ocho. Y será excelente, sin duda —dijo Lucy, compungida. —Yo soy una cocinera atroz, David. Tú aún no lo sabes, porque no he empezado a guisar para ti.

—Los huevos revueltos de esta mañana estaban deliciosos.

—Eso no es guisar. Y los Osner nos han invitado a pasar aquí la noche. Eso es todo un detalle. Me parece que estoy llena de manías estúpidas.

—No; tú eres una persona sensible y estás preocupada. A mí me ocurre lo mismo, imagino. Ninguno de los dos se había visto en una situación como ésta. Pero si te parece que no vas a poder soportarlo, dímelo. No es irreversible.

—David, yo estuve seis meses en un puesto de las Fuerzas Auxiliares Femeninas de Georgia. Después de aquello, puedo soportar cualquier cosa. Además, me gusta la casita. Desde que, a los quince años, leí las novelas de las hermanas Brontë, he deseado vivir en un rectoría. Pero te diré una cosa: esa casita tan mona no tiene aislamiento y cuenta con un sistema de calefacción por aire caliente bastante vetusto, y como aquí todo el mundo se hace lenguas de lo fabulosamente fríos que son los inviernos, nos vamos a divertir tratando de entrar en calor. ¿Tú sabes qué quiere decir hacerse un fardo? Es una antigua expresión de Nueva Inglaterra que leí no sé dónde…

—Me parece que deberíamos bajar al comedor —dijo David con firmeza.

Mientras tomaban el aperitivo, David y Lucy fueron presentados a los tres hombres que formarían el comité encargado del mantenimiento de la sinagoga. También conocieron a las esposas, pero esto era simple formulismo social y no el objeto de la reunión. El anfitrión y marido de Shelly Osner era un hombre corpulento, de nombre Jack Osner, frente ancha, cejas hirsutas, ojitos azules y cuarenta y tantos años. David ya sabía que Osner había estado en el tribunal militar durante toda la guerra y, a su licenciamiento, ostentaba el grado de coronel. Era socio de una prestigiosa firma de abogados. Los Osner poseían un pequeño apartamento en Nueva York. Los dos niños Osner, Adam, de doce años y Susan, de nueve, entraron un momento para ser presentados al nuevo rabino y desaparecieron. Osner no era amigo de circunloquios.

—Ese chico ha de ser confirmado dentro de seis meses y a usted le toca prepararlo, rabino.

Luego llegaron los otros dos miembros del comité con sus esposas. Joe Hurtz, aproximadamente de la misma edad que Osner, tenía una camisería en Danbury. Phyllis, su esposa, varios años más joven que él, parecía muy tímida. Sonreía, movía la cabeza y no decía nada. Mel Klein, el mayor de los tres, era un próspero confeccionista de ropa femenina en Nueva York que ponderaba insistentemente la pureza del aire y la eficacia del sistema educativo de la localidad, como para justificar su presencia allí. Al igual que Joe Hurtz, tenía tres hijos. Della, su esposa, era una mujer vivaracha, de ojos chispeantes, mucho más joven que su marido, llenita, guapa y afable, con la que Lucy simpatizó inmediatamente.

La cena consistía en pavo asado, con guarnición, y fue servida por una señora del pueblo, muy seria y enjuta, que, según explicó Shelly, iba a ayudarla cuando tenían invitados. Las viandas eran excelentes, al igual que el vino. Toda la conversación estaba dirigida al rabino, ya fuera directamente o por alusión, como cuando Phyllis Hurtz se decidió por fin a hablar para informar a Lucy y David de que en Danbury había una carnicería kosher.

—Seguramente, a un rabino de la Reforma eso no le importará —dijo Shelly Osner.

—De todos modos, lo preferimos —dijo Lucy con altivez, lo que hizo que David la mirara asombrado.

—Me han dicho que estuvo usted en el Séptimo Ejército —dijo Osner a David—: ¿Qué división?

—La Cuarenta y Cinco.

—Pues se llevaron una buena lluvia de plomo. ¿Estuvo siempre con ellos?

—Siempre que el miedo me dejaba levantar la cabeza. Acabó por gustarme el olor del barro.

—Joe y yo, a pesar de ser dos carcamales, también estuvimos metidos en faena, pero nosotros teníamos destinos en la retaguardia. Y es que también fuimos a la Primera Guerra Mundial. Qué hambre de carne humana.

”En la primera, yo era artificiero. Teníamos que desactivar las bombas o los obuses que no estallaban. A los diecinueve años, yo era lo bastante loco como para ofrecerme voluntario, animado por la oferta de paga doble y la convicción de que era inmortal.

—Realmente, un loco —murmuró su esposa.

—Esta vez a mí me pusieron de instructor. Pasé toda la guerra en Fuerte Dix. Jack fue más inteligente. Él estaba en Washington, detrás de un escritorio.

—Alguien tenía que hacerlo. En realidad —dijo el aludido dirigiéndose a David—, nuestra congregación estuvo bien representada en el frente: cinco hombres en la Infantería y uno en la Aviación.

—No creo que al rabino le interese saber quién estuvo en la Infantería y quién no —dijo Della Klein. —Ya sé que esto no es una reunión; sería inaudito que las mujeres fueran invitadas a asistir a una de ellas. De todos modos, hoy es miércoles, y se hablaba de celebrar un oficio del sábado este viernes por la noche. ¿Dónde será y qué necesitamos? ¿Tenemos libros de oraciones? ¿Dónde dormirán el rabino Hartman y su esposa? No pueden dormir en esa destartalada rectoría. Los colchones están apelmazados y huele a moho. ¿Me permiten que les ofrezca una habitación en mi casa?

—Esta noche dormirán aquí —dijo Shelly con firmeza.

—Como mande el ama —susurró Della a Lucy.

—¿A usted qué le parece, rabino? —preguntó Osner—: ¿Podría celebrar un shabbas este viernes? Es pasado mañana.

—No veo por qué no —dijo David.

—Podríamos reunimos aquí mismo —dijo Shelly.

—La sala de nuestra casa es mucho mayor —dijo Della Klein con énfasis. —Vendrá todo el mundo y la mayoría traerán a los niños. Además, si se corre la voz a Redding y Ridgefield…

—No creo que vengan más de diez familias, como mucho.

—Y también treinta más. Podrían ser sesenta o setenta personas. Y no podemos dejar fuera a nadie, ¿verdad, rabino?

—No, desde luego.

—Entonces será en mi casa —zanjó Della Klein, mirando fijamente a Mrs. Osner y anotándose el tanto.

—Tiene razón —dijo Osner. —¿Y los libros?

—Yo podría ir mañana a Nueva York y traer unos cuantos —propuso David.

—¿Sí? Fantástico. Supongo que necesitaremos otras cosas, pero no hay prisa. Yo voy a Nueva York todos los días. En realidad, yo podría traer los libros. En mi oficina hay por lo menos cinco personas que no hacen nada más que tomar café.

—Esta vez preferiría ir yo mismo —dijo David. —Tengo varias cosas que hacer. Mi tía Ana se muda al apartamento que fue de mi madre, pero tengo que sacar de allí algunos enseres.

—Pero ¿estará aquí el viernes, a tiempo para el oficio?

—Desde luego.

Aquella noche, en la cama del cuarto de invitados de los Osner, David preguntó a Lucy qué pensaba ahora.

—Empiezo a hacerme a la idea. Della Klein me agrada. Pero… dime, David, ¿trae aparejada el cargo cierta dosis de caridad encubierta?

—¿A qué te refieres?

—El marido de Della se dedica a la confección, y ella me dijo que comprende lo difícil que ha de ser para nosotros vivir de la paga que te dan, por lo que no debo tener escrúpulos en ir con ella al taller a elegir varios vestidos por cuenta de la casa.

—Supongo que eso va con el cargo —suspiró David.

—No me gusta. De todos modos, esa mujer me cae bien, a pesar del modo en que te mira.

—Bueno, ¿y cómo me mira?

—Con hambre. También Phyllis Hurtz me gusta. Pero es tan corta. A ésa le pega su marido.

—¿Te lo ha dicho ella?

—Oh, no. Pero no hay más que verle. Desactivador de bombas. ¡Puá!

—Alguien tenía que desactivarlas.

—No es trabajo para un judío fino. Bueno, que se vayan todos a la porra. Anda, apaga la luz y ven aquí.

—Procura saborearlo, nena.

—Luces fuera.

—Ahora se inicia. Felicidad en Leighton Ridge. —Él apagó la luz y los dos se echaron a reír.

—Enciende, David —dijo Lucy.

—¿Por qué?

—No me gusta reír a oscuras. Es como fumar. No tiene ninguna gracia fumar a oscuras.

David extendió el brazo, encendió la lámpara de la mesita de noche, controló la risa y dijo a Lucy:

—¿Se puede saber de qué nos reímos? —Después de lo cual, siguió riendo.

—De esta situación absolutamente increíble —consiguió articular ella. —Aquí me tienes a mí, Lucy Spendler, una chiquilla criada en las calles de Nueva York, curtida y avispada, producto de la escuela primaria Cuarenta y Seis, el Instituto Wadleigh y la Academia Hunter, la única de toda la Calle 157 Oeste que saltando a la comba llegó hasta quinientos sesenta de un tirón.

—¿Quinientos sesenta? No me lo creo.

—Te lo juro por la señal de la cruz y si no es verdad que me muera ahora mismo.

—Lucy, que eres la esposa de un rabino. Nada de cruces, por favor.

—Pues no me llames embustera. Bueno, a lo que iba. Aquí me tienes, en este reducto del protestantismo de Connecticut, entre una colección de judíos presumidos que se las dan de aristócratas rurales y judíos piadosos al mismo tiempo, con un marido que gana veinticinco dólares semanales y, gracias a Dios, posee sentido del humor. Verás, hace años, cuando papá entró a trabajar en el Times, un día todos los correctores estaban ocupados y el director pedía a gritos que alguien se hiciera cargo de una corrección de última hora, por lo que el encargado del taller le envió a papá. El director, que se llamaba Schiller o algo por el estilo, quería cambiar un párrafo del editorial. Según papá, la letra era infame. «Mr. Schiller —dijo mi padre—, ¿me permite que le cuente una historia? No me llevará más que un minuto». Schiller le dijo adelante, y papá le contó su cuento de impresores favorito. Parece ser que cuando Greeley era director del Tribune, sólo había un cajista que entendiera su letra. Eso era antes de la linotipia, cuando todo se componía a mano. Un día, los chicos del taller agarraron un pollo, le untaron las patas de tinta y lo hicieron andar sobre una hoja de papel y se la dieron al viejo cajista, que no estaba al tanto de la broma, para que compusiera aquel editorial de Mr. Greeley. Bueno, con esfuerzo y tesón, el hombre fue copiando línea tras línea de las huellas del pollo, hasta que se atascó, y no tuvo más remedio que ir a ver a Greeley. «Siento mucho molestarle, Mr. Greeley, pero aquí hay una palabra que no consigo descifrar». Greeley miró la pisada del pollo y gritó: «Anticonstitucional, viejo idiota». Debo de habérselo oído contar a mi padre más de treinta veces, y la gente se partía de risa; pero, según mi padre, Schiller se quedó impasible y le dijo: «¿A qué viene eso, Mr. Spendler? ¿Es una alusión a mi caligrafía?». «Oh, no, señor —dijo mi padre. —Pensé que le haría gracia». «¿Por qué tiene que hacerme gracia? Todo el mundo sabe que Greeley era un fanático de la Constitución».

David dejó de reír y miró a su esposa con aire pensativo:

—¿Quieres explicarme por qué me cuentas esa historia a medianoche, en este rincón de Connecticut?

—Porque eres un encanto.

—Supongo que eso es una especie de cumplido, pero no una razón.

—Ya lo averiguarás. Eres muy listo.

—Gracias.

—¿Quieres deshacerte de mí? ¿Existen las anulaciones judías?

—Esta noche no. Tendrás que comprar tu libertad. Pero dime, Lucy, ¿nunca te ha inquietado el no tener religión?

Ella meditó largamente.

—Me parece que no. Ha habido momentos en los que me he sentido un poco marginada, pero los chicos del vecindario, los irlandeses y los italianos, me zumbaban lo mismo que a los hijos de los judíos ortodoxos. Claro que yo no iba por ahí diciendo que mis papás eran ateos.

—¿Nunca te preocupó Dios, la muerte, el universo?

—Me parece que de esas cosas se preocupan sobre todo los hombres. Las mujeres tienen el sentido común necesario para limitarse a vivir al día.

—Me desconciertas —dijo David.

—Y así tiene que ser. Mi mamá me decía: resérvate tus secretos y procura que no le falten calcetines ni ropa interior de repuesto.

Tú eres una de las personas más nobles, íntegras y sinceras que conozco…

—Preferiría que dijeras una de las más hermosas.

—Eso también. Por supuesto.

—Entonces, ¿podemos apagar la luz y hacer el amor?

Él alargó el brazo y apagó la luz.

—¿Mañana vendrás a la ciudad conmigo?

—No; me dedicaré a limpiar la rectoría, a ver si se puede vivir ahí.

—La gente ha vivido ahí.

—Eso dicen. Basta de charla, David.

David salió de Leighton Ridge a primera hora de la mañana. Era todavía un conductor lo bastante novel como para gozar circulando por las estrechas y sinuosas carreteras de Connecticut. Cuando llegó al peaje de Black Rock, a la entrada de la avenida Merritt, se sentía seguro y relajado. En Nueva York comprobó que los libros de oraciones habían aumentado de precio desde antes de la guerra. Con lo que le había dado la congregación podía comprar treinta libros, cantidad que estimó suficiente, pese al optimismo que reinara la víspera durante la cena.

Era un esplendoroso día de primavera, fresco y soleado. Los árboles de Central Park estaban en flor. La gente paseaba por las concurridas calles este día de primavera típicamente neoyorkino como ansiosa de sentir el sol y el aire fresco antes de que desaparecieran. Su tía Ana, hermana de su madre, viuda, se había mudado de su modesto hotel al apartamento de West End Avenue. Con su pequeña renta, más la pensión de la Seguridad Social, apenas le alcanzaba para el alquiler, pero había pedido a David que se lo cediera. Era pequeño y siempre le gustó. Desde su única ventana se veía el río Hudson.

—Naturalmente que puedes quedarte con él —dijo David. —Y, si te hace falta dinero, dímelo. —Aunque no imaginaba cómo hubiera podido ayudarla en este aspecto.

—Tú necesitarás los muebles —dijo ella tristemente.

—En absoluto. Si acaso, la cama y la cómoda de mi habitación.

Y algunos platos y cacharros.

—Oh, de eso tengo mucho —dijo ella con alivio. —Me lo guarda Martha en el sótano de su casa. —Martha era la otra hermana. —Los muebles los vendí, tonta de mí, con lo bonitos que eran. Pero cuéntame, David, tengo entendido que ya te han asignado una congregación y una sinagoga. ¿No es fantástico? Recién licenciado, además. Tu madre, que en paz descanse, se hubiera alegrado tanto. —Ana era una mujercita menuda, de cara redonda y mofletuda. A mencionar a la madre de David, se le llenaron los ojos de lágrimas. —Entrar en una sinagoga y ver a su hijo en la bimah, porque debe de ser una sinagoga grande. Me han dicho que los judíos alemanes construyeron allí hermosas sinagogas hace cien años.

—En Hartford y New Haven, tía Ana. No en Leighton Ridge. La congregación ha comprado una iglesia congregacionista.

—¿Una iglesia, David?

—Es un pequeño edificio de madera. Pero no han comprado la religión, tía Ana. Sólo el edificio.

—Es pecado, David. Está mal.

—Tía Ana, créeme, no es pecado. Tú conoces a rabí Belsen, es un hombre sabio e importante del Instituto. Ahora le llamo por teléfono para que hables con él. No quiero que pienses que hago algo malo.

David observaba a su tía durante su conversación con el rabino Belsen. De pronto, la mujer se echó a llorar otra vez.

—Es un hombre muy amable —dijo a David. —Me ha hablado tan bien de tu madre.

David pasó el resto del día embalando platos y cacerolas. Un tal Moe Saberson, miembro de la congregación, que tenía una ferretería en Bridgeport, prestó a David la camioneta y dos fornidos hijos, de diecisiete y catorce años, para que le hicieran el traslado de la cama, la cómoda y los utensilios de Nueva York a la rectoría. Si bien David iba a cobrar lo mismo que un peón recolector de algodón en el más atrasado de los Estados del Sur, en compensación estaba rodeado de personas ansiosas de resolver hasta sus menores problemas. Desde luego, los únicos problemas que habían surgido hasta el momento eran de índole económica o táctica, pero por lo menos algunos habían podido solventarse. Y el día era tan espléndido, en el aspecto climatológico, y él estaba tan enamorado de su flamante esposa y tan entusiasmado con el desafío que suponía su nuevo destino en Leighton Ridge, que nada podía empañar su alegría.

Y, en el fondo de todas las cosas de la vida cotidiana, subyacía la inmensa satisfacción de pensar que aquella guerra monstruosa y horrenda que se había prolongado durante unos años interminables, había acabado.

Aquella noche, David se quedó con su tía y durmió en su habitación de soltero y, a la mañana siguiente, cargó los libros en el coche y salió para Leighton Ridge. En el mismo límite de Leighton, un policía de un coche-patrulla le mandó parar.

—Se ha caído uno de los tornillos de la placa de matrícula —le dijo el agente.

—Oh, lo siento. ¿Perderé la placa?

—Creo que aguantará. Más allá hay una estación de servicio. Allí se lo arreglarán.

Cuando se lo contó a Lucy, ella movió la cabeza, anonadada.

—Es culpa mía, David. No debí dejarte ir solo. No puedes conducir sin un acompañante hasta que tengas el permiso, y aún no lo tienes. Pero ese policía debía de reconocer una cara honrada. Y tú la tienes. Anda, ven a ver. —Había limpiado la casa de arriba abajo. —Della Klein ha estado aquí. Si no es por ella, me quedo varada todo el día. Me acompañó a hacer la compra. Hay seis kilómetros hasta una tienda de comestibles decente. ¿No es increíble? Esa chica es fabulosa. No me importa que te mire con ojos tiernos. De todos modos, está felizmente casada.

Lucy había asado un pollo para la cena, que acompañó de patatas asadas, judías tiernas, ensalada y pepinos. En el comedor había una mesa «Pembroke» más vieja que el tiempo y cuatro sillas bailonas.

—Son sillas muy antiguas —explicó ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha estado aquí Millie Carter. Es la esposa del pastor. Voy a tener que hacer todo un reajuste mental viviendo en este estrafalario lugar, David. Para mí, la nariz del pastor siempre había sido el culo de la gallina. Bueno, lo cierto es que las sillas son antigüedades importantes, y la tal Millie Carter es una chica estupenda. Te quedarás prendado: rubia, alta, delgada, el pelo corto y más lista que el hambre. Simpática. Nos ha traído pan y pastel hechos en casa. Me ha dicho que nosotras dos fuimos vendidas como esclavas a la teología antes de tener uso de razón, pero que lo resistiremos. Tienen dos hijos y él gana sólo el doble que tú. Por cierto, están enterados de que esta noche hay oficio y van a venir con unos amigos. Le he dicho que no hay inconveniente. ¿Verdad que no lo hay?

—No, desde luego —dijo David. —Pero el caso es que no habrá sermón propiamente dicho. Sólo he preparado unas notas.

—Estarás magnífico.

—¿Cómo lo sabes? Nunca me oíste predicar.

—Te quiero y eso me basta.

Llamaron a la puerta. Era Mel Klein, gordo, calvo, enjugándos el sudor de la cara con un gran pañuelo.

—Siéntese. Iba a cortar el pastel de Millie Carter. Es de zanahoria. Nunca he oído hablar de esta clase de pasteles, pero tienen muy buena cara.

—Tomaré un trozo. Magnífico. No he podido ni cenar. Un buen shabbas, rabino. El primero. Estoy muy contento, pero tenemos un grave problema.

—¿Café?

—Sí, gracias.

—¿Qué problema? —preguntó David.

—Se lo explicaré rápidamente, porque nos queda menos de un hora para resolverlo. Yo ofrecí mi casa porque la sala es grande, seis metros de ancho por diez de largo. Eso es mucho para el Ridge, porque las casas de aquí son todas muy antiguas con las habitaciones pequeñas. Bien. Tenemos diez sillas de comedor, ocho sillas de bridge, varias sillas de cocina, más el sofá y las butacas. Yo contaba con que Joe y Jack traerían varias sillas más. Somos catore familias. Aunque vinieran todos y trajeran a los niños, seríamos sesenta personas, tirando largo. Pero ahora verá lo que ha pasado Cuando terminó la guerra, y los hombres se licenciaron, muchos se vinieron a vivir a Connecticut. Ahora bien, la mayoría de los judíos jóvenes son partidarios de la reforma, y la sinagoga más próxima está en New Haven. Y aquí está el problema, rabino. Freddy Cohen que tiene esas herramientas motorizadas para el jardín, va a trabajar a Ridgefield y a Wilton. Ha hecho correr la buena nueva y dice que de allí vendrán por lo menos veinte personas… eso, si no se lo dicen a otros. Cuatro familias en Redding y tres en Brookfield. ¿Ibamos a decirles que no?

—Ni pensarlo —dijo David.

—Por otra parte, Herbie Nathan, el que tiene el almacén de excedentes del Ejército en Westport, se lo ha dicho a todo el mundo. Tiene un viejo número de la revista Yank con una crónica sobre usted, rabino, y lo clavó en la pared de la tienda. Dice que nos traerá de veinte a treinta personas de Westport y Norwalk. Eso sí, si esa gente imagina que les va a salir gratis, están equivocados. Van a tener que inscribirse y cotizar. Pero hay más. Jack Osner tiene en su bufete un socio que vive en Greenwich. Greenwich, Connecticut. Yo no sospechaba siquiera que en Greenwich hubiera ni un judío, pero lo hay, y va a venir, y nos trae a cinco personas. Jack le ha dado las señas con todo detalle. Conque dígame, ¿dónde metemos a ciento cincuenta o doscientas personas?

—Es maravilloso —dijo David. —Maravilloso.

—Sí, maravilloso; pero ¿y mi sala de estar? Yo me considero un buen judío, pero no puedo meter a ciento cincuenta personas en mi sala de estar.

—Usaremos la iglesia.

Mel Klein movió la cabeza lentamente, mientras se pasaba el pañuelo por los pliegues del cuello.

—David, usted es una persona muy agradable y yo le tengo simpatía, pero no es práctico. Claro que eso es privilegio de un rabino. No podemos usar la iglesia. No es nuestra.

Lucy se levantó de la mesa y salió. David preguntó, desconcertado:

—¿Por qué? La hemos comprado.

—La hemos comprado, sí. Eso significa que firmamos un contrato e hicimos un depósito del diez por ciento del importe. Y otro tanto hicimos para la adquisición de esta casa. ¿Cómo íbamos a saber lo que tardaríamos en encontrar rabino? Sí, le encontramos a usted y entonces fijamos una fecha para cerrar la operación. El lunes, dentro de tres días. Sí, usted y Lucy ya duermen aquí, pero eso no tiene importancia. Ahora bien, si metemos a doscientos judíos en una iglesia que no es nuestra, Arnold Sloan y Charles Winter van a poner el grito en el cielo.

—¿Quiénes son Arnold Sloan y Charles Winter?

—Dos de los más farbissener antisemitas que haya usted conocido. Además, son diáconos de la iglesia de Carter.

—¿Diáconos de la iglesia? ¿Por qué?

—Porque Carter es un hombre muy diplomático y hace las cosas al estilo de Inglaterra, equilibrando las fuerzas. Cuando nosotros propusimos la compra de la iglesia y la rectoría, Sloan y Winter se opusieron furiosamente, aduciendo que iban a abrir la puerta al anticristo, sea lo que fuere, y que si nos daban un dedo nosotros nos tomábamos un brazo, y que antes de que pudieran darse cuenta todo el Ridge estaría infestado de chusma judía. Éstas fueron sus palabras. Y cuando Marty Carter estalló, Winter, que tiene la finca más grande de todo el Ridge, le dijo que cuando él fue a Washington oyó a Truman utilizar la misma expresión a referirse a los piojosos que infestaban Nueva York, y que si el Presidente de los Estados Unidos puede hablar así, él no iba a ser menos. Por eso no podemos utilizar la iglesia hasta que se cierre el trato, porque a Winter nada le gustaría tanto como llamar a la Policía y desalojar la iglesia en medio del oficio.

—¿Y podría hacerlo?

—¿Por qué no? El edificio es suyo.

Lucy volvió a entrar y dijo que había llamado por teléfono a Martin Carter.

—¿Cuándo han conseguido el teléfono? —preguntó Klein, perplejo, asintiendo con gesto de aprobación.

—Hoy. Martin llegará dentro de unos minutos.

Cuando llegó Carter, David le expuso la situación.

—Eso me parece fantástico —dijo Carter. —Una profesión de fe. ¡Doscientas personas! David, nosotros sólo alcanzamos esa cifra en Navidad y en Pascua.

—No creo que vuelva a ocurrir. Pero ¿puede Winter interrumpir el oficio y echarnos de la iglesia?

—¡No puede! —dijo Carter, furioso. —Hay otros diáconos. Él no tiene más que un voto. Y otro voto, Sloan. Nosotros les hemos arrollado veinte veces. Pero aunque ahora consiguieran ganar la votación, yo expondría el caso a la congregación. Somos una iglesia congregacionista, no un instrumento de fanáticos y cretinos.

—¿Y si nos arma un escándalo? —preguntó Klein.

—Yo estaré allí. Mira Mel, yo me juré a mí mismo que Leighton Ridge no sería otro Greenwich.

—¿Cómo has conseguido el teléfono tan pronto? —pregunta David a Lucy. —Hay gente que ha tenido que esperar varias semanas.

—Las ventajas del cargo, lo llama Millie. Si les dices que es para el rabino, todos se desviven por atenderte.

Klein estaba preocupado por las luces.

—¿No hay electricidad en la iglesia, Marty?

—La hay. Vete a tu casa y empieza a mandarnos a la gente. David y yo nos encargaremos de la iglesia.

Lucy encontró un cubo, varios trapos, jabón y dos escobas. Martin estaba acabando de barrer el pasillo y David y Lucy limpiaban el polvo de los bancos cuando empezaron a llegar los congregantes. Los tres abandonaron la limpieza y entraron en el minúsculo reservado del pastor; no se podía llamar despacho a una habitación de cuatro metros cuadrados.

—¿Querrá que encendamos las luces, verdad? —preguntó Carter. —El sol se pondrá antes de un cuarto de hora.

—Oh, sí, sí, por supuesto. Lucy, olvidé los libros de oraciones. Están en el maletero del coche.

Lucy salió corriendo en busca de los libros. Carter encendió las luces. Jack Osner entró entonces en el reservado del pastor e insistió en los temores de Klein sobre la reacción de los congregacionistas.

—Sois mis invitados —le dijo Carter. —No habrá protestas.

David desdobló la túnica y Osner le ayudó a ponérsela. Luego, se tocó con un casquete de terciopelo y se echó sobre los hombros el tallis o manto de oración. Se sentía extraño, disociado de sí mismo mientras veía cómo la pequeña habitación se llenaba de tiente: Lucy, que entró a decirle que ya se estaban repartiendo los libros, Joe Hurtz, a dar la cifra de asistentes: doscientas once personas, y seguían llegando; se habían ocupado todos los bancos de la pequeña iglesia; Della Klein, a pedir más libros. No había más. Shelly Osner se abrió paso entre el apretado grupo de gente, miró a David de arriba abajo y declaró que estaba guapísimo. David, nervioso, movía la cabeza sonriendo.

—Opino que deberíamos dejarle solo —dijo Mel Klein con sorprendente delicadeza. —Necesita unos minutos de recogimiento.

Cuando le dejaron solo, David inspiró profundamente una y otra vez y susurró: «Soy sacerdote de los muertos». Aquella mañana, antes de regresar a Connecticut, escribió un sermón de tres páginas, que ahora sacó del bolsillo, repasó con la mirada y luego lo estrujó y lo arrojó a un rincón. Entonces salió a la bimah, la pequeña plataforma situada al frente de la vieja iglesia y dijo, casi secamente:

—Empezaremos por el saludo del Sábado. No hay libros para todos, de modo que procuren compartirlos.

Se quedó mirando aquel mar de rostros y se preguntó qué era lo que le molestaba. Casi todos los hombres eran jóvenes, como los que él tratara durante aquellos años en Fuerte Dix, en Inglaterra y en Francia, que habían acudido a la iglesia desde todo el condado de Fairfield porque les habían dicho que en Leighton Ridge había un rabino, que era el capitán David Hartman de la División de Infantería 45 y porque alguien había clavado una página de un número atrasado de Yank en la pared de un almacén de excedentes del Ejército. «¡Oh, mierda! —se lamentó para sus adentros. —¿Por qué esa maldita historia?». Y recordó fugazmente el día en que el coronel Patman le comunicó que iba a proponerle para la medalla al valor, y él se enfadó e insultó al coronel, lo que podía haberle supuesto un arresto en lugar de la medalla, y aquí estaba ahora, en Connecticut, celebrando el oficio del Sábado en una antigua capilla congregacionista, abarrotada de jóvenes exsoldados con sus esposas, y la situación le parecía tan grotesca que le daban ganas de echarse a reír, y de haber tropezado con la mirada de Lucy no habría podido contenerse; pero no hubiera sido una risa de regocijo, sino de nerviosa perplejidad: ¿Qué hago yo en este mundo desquiciado?

Después de aquel momento de turbulencia interna, se sintió más tranquilo. El oficio de aquella noche era auténticamente primitivo: ni coro, ni santuario, ni el rollo de la Torah, que debía contener, escritos a mano, los cinco libros sagrados del Génesis, el Éxodo, el Levítico, Números y Deuteronomio. Sólo él y su comunidad, la tarima del pastor y un vasito de plata para el vino. Y cuando, al fin, llegó el momento de hablar, de predicar, David dijo:

—Queridos amigos. Yo me proponía dar el pretexto de la premura de tiempo y del ajetreo de estos últimos días por no haber escrito un sermón, pero no estaría bien iniciar mi rabinato con un engaño. Porque escribí un sermón de trámite, que luego rompí porque no decía nada que tuviera significado real ni importancia. No sé si aprenderé a decir cosas que tengan significado e importancia, pero a los veintinueve años no hay que desesperar, ¿verdad?

Le miraban sonriendo. Su actitud era amable, dulce y deferente y él parecía no darse cuenta de su propia dulzura y amabilidad.

—De manera que, en lugar de predicar un sermón, me gustaría hablaros un poco de mí mismo y de cómo he llegado aquí. Eso me parece importante. No quiero tener secretos. —Miró en derredor a las paredes de la vieja capilla. —Hace casi dos siglos que en esta casa se han reunido comunidades de creyentes para dar gracias al Todopoderoso, y, por lo que he podido averiguar, aquellos antiguos puritanos no eran muy diferentes de nosotros. Conque, si os parece bien, les agradeceremos que nos hayan cedido esta casa de Dios orando unos instantes en silencio.

Cerró los ojos unos segundos, y cuando los abrió, la congregación se había sosegado y ni los niños hacían el menor ruido.

—Fui al Instituto de Estudios Judíos —prosiguió David—, no porque tuviera vocación, como dicen los cristianos, sino porque mi madre, que en paz descanse, lo deseaba fervientemente. Allí se daba una buena educación, y mi madre era viuda y estaba muy enferma. Yo tuve que afrontar esta circunstancia y decidí que, después del seminario, estudiaría Medicina o Magisterio, que por aquel entonces eran las profesiones que más me atraían.

»Estalló la guerra. Yo me alisté, con lo que di un gran disgusto a mi madre, pero veo entre vosotros a muchos que llevan la insignia del “pato quebrado”, como decimos nosotros, por lo que me imagino que comprenderéis lo que me impulsó a obrar así. Ya hoy mismo, cuando los hechos están todavía tan recientes, empieza a ser difícil recordar lo que fue aquella nube de horror que Adolf Hitler y su nazismo arrojaron sobre el mundo.

»No voy a aburriros con un relato de lo que fue mi vida en el Ejército de los Estados Unidos. Baste decir que era capellán de la División 45 del Séptimo Ejército y que una senda de horrores, sufrimientos y actos de valentía nos llevó a un lugar de los alrededores de Munich llamado Dachau. De aquello ha hecho ahora un año. Fue el veintinueve de abril de mil novecientos cuarenta y cinco. Pero parece que hace una eternidad y que ocurrió en otro mundo.

»Yo iba con una de las primeras compañías de fusileros que llegaron al lugar. No podría describir todo lo que vi allí por más que lo intentara. Hay imágenes sueltas de pesadilla, como cuando me paré al borde de una hondonada llena de cadáveres desnudos, tratando de que no me asfixiara el olor a carne putrefacta. Son recuerdos que aún me hacen despertarme por las noches gimiendo y asustando a mi buena esposa.

»Pero hay un episodio que conservo en la memoria tan fresco y nítido como si hubiera ocurrido ayer. Yo me acercaba a uno de los barracones con otros dos soldados cuando empezaron a salir los prisioneros liberados. No salían corriendo y saltando de júbilo por la libertad recobrada. Caminaban despacio, como tanteando el suelo que pisaban, como si pensaran que aquello podía ser otra broma siniestra. Eran esqueletos ambulantes con andrajosos uniformes a rayas. Imágenes del sufrimiento, barbudas y descarnadas, que arrastraban los pies y guiñaban los ojos.

»Yo me detuve, y los dos chicos de la compañía que venían conmigo se detuvieron. Uno era un judío del Bronx, que ya había sido citado tres veces, porque era uno de esos chicos arrojados y atolondrados que no se detienen ante nada, un fusilero, pero se echó a llorar y entre lágrimas murmuraba: mierda, mierda, mierda…, y yo repito ahora sus palabras en esta casa de Dios, porque, si hay Dios, Él entenderá la oración, porque era una oración. Nos quedamos clavados en el suelo, mirando, esperando. Ellos se acercaron y hasta nosotros llegó el olor agrio de sus cuerpos y sus ropas sin lavar, y nosotros, jóvenes americanos, sanos y limpios, nos echamos atrás.

»Entonces uno de ellos, un hombre pequeño, todo piel y huesos, que trataba de llorar con sus ojos sanguinolentos, señaló con un dedo tembloroso la Estrella de David que yo llevaba en la camisa. Trató de decir algo, pero no pudo. Otro dijo entonces: “Zeit yir a rebbe? Zeit yir a Yid?”. ¿Eres rabino, o eres sólo un judío? Mi yiddish es muy defectuoso, pero mi alemán es algo mejor y les dije que era rabino y capellán del Ejército. Entonces ellos me rodearon, aquellas pobres criaturas cadavéricas, tocándome y llamándome abba, padre, en hebreo. Goodman, el judío del Bronx, seguía llorando, y el otro chico que iba conmigo, que no era judío, también lloraba, y entonces uno de los hombres, uno de los hombres del campo de concentración, me dijo en yiddish: “Por favor, rabino, ¿no querrías rezar con nosotros el Kaddish por los muertos?”. Para información del reverendo Carter y sus amigos que esta noche nos acompañan, el Kaddish es una antigua oración de difuntos. No es fácil para mí hablar de estas cosas, y sólo diré que saqué el tallis, me lo puse sobre los hombros y les recité el Kaddish. Y entonces fue cuando abandoné todos mis proyectos y me hice rabino. Ahora quiero rogaros que recéis conmigo el Kaddish: por los muertos de Dachau, Auschwitz, Treblinka y demás lugares de muerte creados por los nazis.