Capítulo 4

El padre de Lucy les regaló un televisor en el sexto aniversario de su boda. Lucy estaba encantada con él. David no sabía qué pensar de aquella caja, que le parecía que había iniciado un cambio de consecuencias imprevisibles. Aquella noche, mientras se vestía para ir a cenar a casa de los Osner, David oía con desagrado la cháchara de la caja que sonaba en la sala. Sus dos hijos y la canguro contemplaban la televisión, absortos.

—¿No crees que tu padre pensaría lo mismo de la radio? —le preguntó Lucy, cansada de sus recelos televisivos.

—Es posible.

—Y, puesto que los miembros de tu congregación van a tener televisor, ¿no te parece que también tú debes tenerlo, para conocer sus efectos?

—En eso no te falta razón.

—Ya sé que tiene sus inconvenientes —dijo Lucy. —Pero todo los tiene. Imagina que Dios envía a un mensajero a la Tierra.

—Dios no envía mensajeros a la Tierra.

—¿Cómo lo sabes? De acuerdo, yo no acabo de creer en Dios. Pero el Talmud está lleno de historias de mensajeros que bajan a la Tierra. ¿Y la Pascua? ¿No se supone que el profeta Elias baja de los cielos para sentarse a la mesa del Seder?

—¿A dónde quieres ir a parar? —preguntó David. —Porque esto no es una discusión puramente teológica. ¿O sí?

—Eso pertenece a tu jurisdicción. ¿Me subes la cremallera? No; yo pensaba en Mark Twain. ¿Has leído El capitán Stormfield visita el cielo?

—No.

—Verás, el capitán Stormfield se extravía al cruzar el universo y va a parar a una puerta equivocada, en la que nadie ha oído hablar del planeta Tierra. Bien, sacan un mapa de mil kilómetros de alto y los ángeles se ponen a volar de una parte a otra del mapa, buscando la Tierra y cuando, por fin uno encuentra algo, no hay forma de averiguar si es un planeta o caca de mosca.

—¿Y qué es?

—Es la Tierra, pero no se trata de eso. ¿De qué estábamos hablando?

—De mensajeros.

—Ah, sí. Digo yo que si Mark Twain se atreve, yo puedo atreverme también. Dios dice a su mensajero, a su ángel o lo que sea que se acerque a la Tierra y le haga un informe. «Pero ¿a dónde voy?», le pregunta el ángel. Y Dios le dice que lo mismo da un sitio que otro. Y entonces el mensajero viene a parar precisamente a Leighton Ridge.

—Muy interesante. ¿Y qué más?

—No estoy segura. Pero ahí tienes a Jack Osner nuestro flamante subsecretario del Tesoro. Ese berzotas ahora forma parte del Gobierno de nuestro país.

—Confío que esos términos tan pintorescos los reserves para nuestras conversaciones privadas.

—Y para Millie Carter. Ella usa palabras aún más fuertes. Es nuestra manera de defendernos de la piedad. David, ¿por qué te enfadas conmigo cuando digo estas cosas?

—Incluso en el Ejército, donde cada dos palabras te soltaban el «joder» y el «hijo de puta», los hombres se quedaban escandalizados si yo usaba un lenguaje malsonante. Al rabino y a todo sacerdote le está vedado el énfasis lingüístico. Tal vez sea mejor así.

—No quiero discutir eso —dijo Lucy. —Lo que yo me pregunto es qué pensaría nuestro mensajero al llegar a Leighton Ridge al ver al rabino y al ministro congregacionista asistir a una cena de homenaje a esa sabandija de Jack Osner, que tiene la moralidad de un nazi de los más puros.

—Eso es muy fuerte, Lucy. No sé por qué le tienes tanta animosidad —protestó suavemente David. —No es peor que cualquier otro miembro del Gobierno…

—… y es un pilar de la sinagoga, y un pilar de nuestra comunidad. ¿Piensas realmente lo que dices, David?

—Sí y no. Por Dios, Lucy, tú no puedes juzgar a las personas. No estás dentro de ellas.

—Él dijo al FBI que Mike Benton era comunista. Él dijo a Joe Hurtz que deberíamos tener un rabino de más edad, completamente apolítico. Y él le pegó a Shelly. Para que luego digan que los judíos no pegan a la esposa. Por lo que a mí respecta, un hombre que pega a una mujer es pura mierda.

—¿Y cómo sabes tú todo eso?

—Las mujeres hablamos. Es uno de los medios de que nos valemos para no perder el juicio. Si te trazas un mapa en el que se vea lo absolutamente demencial que es el mundo del sexo contrario, eso te ayuda a conservar la razón. Y, ¿sabes una cosa?, Shelly no es tan pava como yo me figuraba. Lo que ocurre es que lleva una vida horrenda y se defiende como puede. Tú conoces a Adam, su hijo, ¿verdad? Celebraste su Bar Mitzvah a poco de llegar aquí.

—Sí; un muchacho excelente.

—Cuando Jack empezó a zarandear a Shelly, Adam intervino, padre e hijo forcejearon. Luego hubo golpes. Jack lo dejó casi sin sentido.

—Sabía que habían tenido disgustos. El chico no quiso alistarse en el Ejército y Jack estaba indignado.

—¿Te parece que el chico hizo mal?

—No, Lucy; no quiero juzgarle. Cuando me preguntó, yo le dije: «Haz lo que te dicte tu conciencia». Esta guerra de Corea ha sido un escándalo y una manipulación desde el principio. Pero empiezo a pensar que lo mismo ocurre con todas las guerras. Por otra parte, el Ejército ha sido lo más importante de la vida de Jack Osner. Un chico, criado en los barrios bajos de Nueva York, que llega a coronel. El uniforme, la insignia, los galones y demás.

—¿Qué Ejército? Si se pasó la guerra repantingado en un despacho de Washington. Allí hizo él su guerra.

—Vamos, Lucy, cada cual hizo la guerra allí donde fue destinado, y Jack fue destinado a Washington.

—Pamplinas, David, ¿por qué no puedes reconocer que un miembro de tu congregación es un rematado sinvergüenza?

—Porque es de mi congregación. —La abrazó sonriendo. —Eres un encanto y te quiero mucho.

—¿A pesar de que no hago más que refunfuñar?

—Tú eres mi conciencia.

—¡Basta ya!

—Esta noche estás preciosa —dijo él muy serio. —Ahora, a casa de los Osner, a rendir pleitesía al poder y al dinero. El Señor nos da y el Señor nos quita y todo queda compensado. Jack dejará de ser presidente de la sinagoga. Mel Klein va a ser propuesto para el cargo, y es un verdadero ángel.

—¿Y que harán los Osner con la casa?

—Está en venta. Han comprado una de esas casas antiguas de Georgetown. Él se toma muy en serio su carrera política.

—¿Sabes qué piensa hacer con Sissy Hart?

—¿Quién es Sissy Hart?

—No puedo creer que no lo sepas. Verás, Sissy Hart es más o menos de mi estatura, pelo rojo, ojos azules y curvas por todas partes. Está casada con Herbert Hart, presidente del Banco Estatal de Leighton y uno de los pilares de la Iglesia de Marty. Bien, pues, desde hace tres años, Sissy Hart se acuesta con Jack Osner.

—Y supongo que eso lo sabe todo el mundo menos el rabino.

—Todo el mundo, no. Shelly los sorprendió y me lo confidenció, y Sissy le abrió su corazón a Millie Carter. Creí que ya lo sabías.

—No. ¿Lo sabe Marty?

—Lo dudo.

—Fantástico. Sencillamente fantástico. Las dos únicas personas de la ciudad que estamos en Babia somos el ministro congregacionista y yo. Vamos a esa cena. Promete ser interesante.

La cena no fue muy interesante hasta que salió a relucir el tema de los espías. Hasta aquel momento, todos observaban cierta cautela. Shelly Osner estaba seria y callada. Cuando alguien le preguntó si se alegraba de ir a vivir a Washington, respondió que aún estaba tratando de convencer a Jack de que no vendiera la casa, y que la dejara a ella de vigilanta.

—Al fin y al cabo, ésa ha sido mi tarea desde hace años.

Phyllis Hurtz, que iba ensanchando la cintura a medida que dejaba atrás los cincuenta, dijo que ella y Joe pensaban comprar un apartamento en Washington. Hacía un año que Joe había vendido su camisería y adquirido la representación de una fábrica japonesa de aparatos electrónicos. El negocio marchaba viento en popa y Hurtz ya era millonario. Había regalado a la sinagoga una nueva Torah y un gimnasio, pero, afortunadamente para David y para otras personas, el negocio le absorbía de tal modo que no le dejaba tiempo para optar a la presidencia de la sinagoga. Cuando Della Klein preguntó para qué podía Joe necesitar un apartamento en Washington, Shelly dijo con malicia:

—Jack puede darle varias ideas.

—¿Quieres que me dé dolor de cabeza, para que podamos escabullirnos? —susurró Lucy a David.

—Aunque el resto de las tropas huyan en desbandada, el rabino se queda —susurró David a su vez.

Mel Klein propuso contar un chiste judío, para aliviar la tensión. Era un hombre apacible y bondadoso que no podía soportar las situaciones violentas.

—Érase una vez un judío…

—¿Por qué tiene que ser siempre un judío?

—Porque es un chiste judío. Este judío tenía una tienda de antigüedades. Un día entró en la tienda un cliente muy simpático. Quiero decir que al judío en seguida le cayó bien y de detrás del mostrador sacó una lámpara antigua, una de esas lámparas que se ven en los grabados turcos, y dijo al cliente: «Es una lámpara mágica. Usted la frota, y se cumplen todos sus deseos». El cliente no se lo traga, discuten un rato y por fin le dice: «Si esa lámpara es mágica como usted dice, ¿por qué iba a vendérmela?». A lo que el anticuario contesta: «¿Y yo para qué la quiero? Mi hija está casada y mi hijo me llama todas las semanas».

Hubo un coro de risas, y Ed Frome dijo:

—Muy bueno, Mel, muy bueno. Es como uno de los cuentos antiguos, actualizado.

A David no le sorprendió ver a Frome en la cena, a pesar de que sabía que Frome no sentía la menor simpatía por Osner. Sus divergencias eran bien conocidas de toda la congregación. Por otra parte, Frome escribía para The New Yorker y Osner, que iniciaba su carrera política, no podía permitirse dejar de lado a un periodista de una revista tan influyente. Y Frome aceptó la invitación por deferencia hacia David.

El chiste rompió el hielo. Osner no era muy perceptivo, salvo cuando se trataba de sus propias necesidades y, al verse rodeado de los miembros del consejo parecía haber olvidado las viejas rencillas. Estaba plenamente convencido de que un alto funcionario del Gobierno federal tenía que ser visto con buenos ojos por todo el mundo.

—Por fin han ascendido a Bill Interman al Tribunal de Apelaciones —dijo dirigiéndose a David, pero en voz lo bastante alta como para que lo oyeran todos.

—Entonces ya tiene su recompensa —dijo David.

—¿Hablan del juez Interman? —preguntó Frome. —¿El canalla incalificable que condenó a muerte a los dos espías?

Sophie, su esposa, le tocó el brazo y le dijo suavemente:

—Ed, ya está hecho. Aquí nadie es responsable de eso.

—Si el rabino pudo pasar dos horas con el juez Interman, tú podrías dedicar diez minutos a tratar de comprender su situación en lugar de condenarle sin más —dijo Osner.

—El rabino estuvo en Dachau. Yo vi Hiroshima, David, ¿de verdad estuviste dos horas con ese gusano?

—Tal vez no fueran dos horas. Estuvimos hablando.

—¿Vino a pedir consejo? —preguntó Oscar Denton. Pero ¿por qué aquí? Él vive en Connecticut.

—Seguramente, preferiría hablar con un desconocido.

—¿Y tú qué le aconsejaste? —preguntó Frome.

—No pude aconsejarle.

Después, ya en casa, Lucy le preguntó:

—¿Por qué no les contaste toda la historia?

—Porque era confidencial.

—Entonces sospecharán que le aconsejaste que hiciera lo que hizo… Yo sé que no es así, desde luego. Sé lo que piensas del juez Interman, pero ni yo misma estoy segura de lo que hablasteis. Aunque, ¿qué pensará la gente?

—Eso no depende de mí.

—No me parece justo.

—Casi nada es justo. —Él estaba sentado en el borde de la cama, en pijama.

—Entraré a ver a los niños —dijo Lucy. Con su bata blanca acolchada, la cara lavada y su mata de pelo castaño recogida en dos trenzas, parecía una adolescente. David se sintió lleno de amor y de afán de protegerla. ¡Qué afortunado era! Aunque con frecuencia reconocía que ella tenía más sensatez y más picardía que él, le era grato saberla siempre pendiente de él.

Se levantó y la siguió andando de puntillas. A la débil luz de la lamparita, David vio dos caras de ángel: Aaron, de cinco años y Sarah, de tres. Qué gran acierto el de representar a los ángeles bajo la forma de niños dormidos. Eso daba validez a todo el concepto del ángel. Se emocionó y tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucy.

—No sé. Me parece haber descubierto algo pero no sé el qué.

Varios días después, Millie Carter llamó por teléfono para decir a Lucy que una de las feligresas tenía una perra mestiza de setter irlandés que había tenido cachorros. Iban a dar tres. ¿Querrían uno David y Lucy?

—Cuando yo era niño, mi mayor ilusión era tener perro —dijo David—, pero a mi madre no le gustaba la idea de tener al animal en el apartamento.

—Respecto a los perros, yo soy neutral —dijo Lucy. —Ni los odio ni los quiero.

—Podemos probar.

Los niños estuvieron encantados con aquella bolita dorada. El perro tenía probablemente tres cuartas partes de setter irlandés y una cuarta parte misteriosa que le ensanchaba el cráneo y auguraba más inteligencia que la que suele poseer esta raza. David empezó a leer libros sobre perros y a gastar sus pequeñas economías en comida para perros, hasta que se le planteó otra de sus crisis.

—Me gustaría saber qué diablos me pasa —dijo a Lucy. —Me he convertido en una especie de ridículo recortable de cartón de lo que se ha dado en llamar «la vida americana».

—Quieres decir que has estado diez minutos sin torturarte.

—Eso es una mezquindad. Me parece que podrías ser un poco más comprensiva.

—¿Qué es lo que tengo que comprender, David? Dímelo. De pronto, me sales con que por haberles comprado un perro a tus hijos, tu mundo se ha venido abajo. Anoche, sin ir más lejos, estuviste jugando con los niños y el perro y al verte cualquiera habría dicho que estabas tan contento.

—Si era ese mi objetivo, ¿qué hago entonces en este rincón del mundo dándomelas de rabino de una congregación de burgueses de Nueva Inglaterra?

—¿Es así como te ves a ti mismo?

—¿Por qué no tratas de comprenderme? —le suplicó él. —Lo peor de todo, Lucy, es que ya no sé cómo me veo. Durante la guerra, yo formaba parte de algo. Me veía a mí mismo en los ojos de cada uno de los atemorizados muchachos de la compañía. Estábamos barriendo del mundo las inmundicias de Satanás, íbamos a renovar la Tierra. Todos formábamos una piña y, cuando volví a casa, no quería que nos dispersáramos. Por eso acepté la primera sinagoga que me ofreció el rabino Belsen. ¿Comprendes?

—No estoy muy segura. ¿Y qué ocurrió después?

—Que algo falló. Juego con los niños. Juego con el perro. Veo a miembros de mi congregación dar mil dólares con motivo de una ceremonia de Bar Mitzvah. Empiezo a escribir un sermón y algo dentro de mí dice: cuidado, no hagas olas…

—Yo tengo dos hijos —dijo Lucy. —Hago las compras, hago la comida, sirvo a los niños, te sirvo a ti, hago las camas, limpio la casa y, además, doy dos horas de clase en la escuela dominical, y creo que tú y yo tenemos una vida sexual satisfactoria. ¡Dios Todopoderoso! ¿Qué más quieres? A mí me basta, pero a ti, por lo visto, no… Tú y tus místicas y extrañas ideas sobre los Lamed Vov, los hombres justos que llevan todo el peso del mundo sobre sus hombros… Y un cuerno David… Nadie lleva el peso del mundo sobre los hombros, y este globo apestoso y perdido es lo que es y nada más, un lugar en el que una colección de imbéciles disfrutan asesinando a judíos y a todo el que no les cae bien, y nosotros tenemos suerte de vivir aquí, en uno de los lugares más hermosos del país, y me gustaría saber por qué no has de poder… —Rompió a llorar, salió de la habitación y subió al dormitorio. Arriba, Sarah empezó a berrear. Aaron le había quitado el tambor y estaba aporreándolo. David subió a su vez y encontró a Lucy sollozando y tratando de tranquilizar a los niños que, asustados por las lágrimas de su madre, enmudecieron.

—Yo no quería darte ese disgusto —dijo David.

—Ya lo sé.

Él le dio un beso y ella respondió con tibieza. Se levantó y fue al baño a lavarse la cara. David la siguió. Mirándole por el espejo, le dijo:

—Quizás hubieras sido más feliz con Sarah Comstock. Quizás ella te hubiese comprendido. Quizás aún viviría, de haberse casado contigo.

—Dios mío —susurró David. —¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

—Desde el año pasado. Sarah se lo dijo a Millie y Millie me lo contó. Millie pensaba que aquello continuaría y destruiría nuestras vidas y nuestro matrimonio. Luego, esa infeliz se suicidó, y yo no podía pensar sino que aún te tenía a mi lado. Te quiero tanto, David… —Volvía a llorar y David la abrazó con fuerza.

Aquella noche nevó y a la mañana siguiente había una capa blanca de quince centímetros en los montes de Leighton Ridge. David abrió un sendero hasta la carretera, seguido de cerca por sus dos hijos y el perro, que estaban entusiasmados con los dones del invierno. La casa quedaba a cien metros de la sinagoga y gran parte del camino estaba cubierto de ventisqueros de más de treinta centímetros. David vio con agrado que tres jóvenes voluntarios estaban despejándolo. Durante los ocho meses siguientes, tenía que estar en la sinagoga todas las mañanas a las ocho. Normalmente, David, al igual que la mayoría de los rabinos de la Reforma, no celebraba cultos diarios, pero cuando murió la madre del doctor Henry Levine, éste le dijo:

—No descansaré tranquilo si no rezo el Kaddish de difuntos. Mi madre era muy frum. Yo no lo soy, pero la adoraba, David. ¿Qué hacemos? ¿Tendré que ir a Bridgeport todas las mañanas, a pesar de que tengo la oficina en Westport, o formamos un minyan? —el minyan es el grupo de diez hombres necesario para un oficio.

David apreciaba sinceramente a Henry Levine quien, por su parte, se negaba categóricamente a aceptar pago alguno cada vez que Lucy le llamaba con urgencia para que visitara a los niños. Por ello, David accedió inmediatamente a disponer el minyan. De aquello hacía cuatro meses. Desde entonces, cada mañana había tenido que ingeniárselas para pescar a doce judíos de edad y sexo adecuados. La condición de que los diez congregantes exigidos para el minyan por la ley judaica fueran hombres ponía de manifiesto la ridicula arbitrariedad del machismo; pero cada vez que David sugería la conveniencia de que se incluyera en el minyan a las mujeres, los miembros conservadores y ortodoxos de la congregación protestaban con tanta vehemencia que al fin, tuvo que desistir.

Aquella mañana de la nevada, les faltaba el consabido décimo hombre. Ya desesperaban de hallarlo, después de que el doctor Levine recurriera incluso al extremo de llamar a algunos de sus pacientes —pero hasta los enfermos se habían ido a trabajar—, cuando David se acordó de los dos voluntarios que después de las nevadas solían abrir un sendero desde el aparcamiento hasta la puerta de la sinagoga. Los dos tenían quince años, la edad reglamentaria, y habían celebrado el Bar Mitzvah en aquel mismo templo.

Terminados los rezos, David salió y vio a Martin Carter que avanzaba briosamente por el camino adyacente.

—Espera un momento, Martin —gritó. —Voy contigo.

Anduvieron en silencio unos minutos, clavando los tacones en la nieve y despidiendo nubecillas de vapor, hasta que David dijo:

—No sé cómo empezar, pero me parece que será mejor evitar rodeos. Anoche Lucy me dijo que sabías lo que pasó entre Sarah Comstock y yo, y que lo supiste desde el primer momento.

—No había mucho que saber, David.

—No deja de atormentarme la idea de que yo pudiera tener culpa de lo ocurrido.

—Fue su séptimo intento de suicidio en tres años. Era una mujer muy agradable, hermosa e inteligente, y no fue la afición a la bebida de Harvey lo que la impulsó a eso. Él se siente más culpable que tú. No creas que los judíos tenéis el monopolio de la culpabilidad. Yo podría ponerte ejemplos de remordimiento protestante que te dejarían atónito.

—¿Por qué lo hizo entonces?

—Sabe Dios.

Siguieron andando y entraron en un camino que cruzaba un bosquecillo que separaba la nueva sinagoga de la antigua iglesia congregacionista, ahora iglesia unitarista. Volvía a nevar: unos copos pequeños y lentos que auguraban una larga nevada.

—En Maine, donde yo me crié —dijo Martin—, empezaba así y seguía durante horas y horas. Ni un soplo de viento. Una sacrosanta quietud.

—Es extraña la forma en que vosotros asociáis el cristianismo al invierno y la nieve. ¿Has estado en Israel?

—Algún día, David, iremos los cuatro juntos.

—Me gustaría. Pero hace calor allí, mucho sol y calor. Recuerdo una ventisca en Nueva York que hizo parar el tráfico. No se movía nada. ¿Qué estoy haciendo, Martin? Todo esto me parece una hipocresía absurda. Estamos paseando por la nieve como si esto fuera un grotesco escenario. ¡Oh, Cristo Jesús, qué monigotes!

—Cristo Jesús. Es la primera vez que te oigo invocarle.

—No saques conclusiones —dijo David ásperamente.

Martin miró su reloj.

—Dentro de media hora habrán muerto.

—¿Conoces a Mike Benton? —preguntó David, como si no le hubiera oído.

—Sí, hablé con él una vez.

—Es un caso extraordinario: un héroe de guerra, y la cárcel le aterraba. Bueno, lo superó. Estuvo seis meses en prisión, y no resultó tan horrible como él imaginaba, excepto los once primeros días.

—¿Qué ocurrió durante los once primeros días?

—Que los pasó en la penitenciaría de Washington, D. C., según me han dicho, un agujero inmundo, con galerías y más galerías de celdas, rejas electrificadas, incomunicados a la menor infracción, comidas en silencio en el foso del bloque de celdas. Bien, el alcaide tiene cierto sentido del humor y además odia a los rojos, de manera que durante los once días que Mike pasó allí, una especie de período de transición, lo puso en el pasillo de la muerte.

—¡Qué canallada!

—Sí, hay mucho canalla suelto. Pero a lo que iba: Mike declara que nadie que no haya experimentado lo que él vivió durante aquellos once días puede comprender lo que significa la pena capital. Durmió muy poco durante aquellas once noches. Los gritos, llantos y demás manifestaciones orales de terror de los condenados le mantuvieron despierto.

Siguieron andando en silencio. La nevada arreciaba. Martin Carter volvió a mirar el reloj.

—Otros diez minutos —dijo.

—¡Vete al infierno, Martin! —exclamó David. —¿Qué eres, una especie de sádico macabro?

—No, David; pero hay cosas que un goy no alcanza a comprender por más que lo intente. Sí, me da náuseas pensar en lo que está ocurriendo en la cárcel de Sing Sing, a pocos kilómetros de aquí, donde dentro de pocos minutos se va a dar muerte a dos personas. Los llamados espías de la bomba atómica no son ejecutados por ser espías, sino por ser judíos. Yo lo sé. Tú lo sabes. Y cualquier judío de América que no tenga la cabeza metida bajo dos metros de arena, lo sabe. Sam, el hermano de Millie, que es congresista por Springfield, dice que al principio el FBI. se valió de la amenaza de la pena de muerte para inducirles a denunciar a otras personas, y que luego intervino el Presidente y presionó al juez. Eso lo sé yo, lo sabe Millie y lo saben, probablemente, casi todos los miembros del Congreso. Y, sin embargo, la comunidad judía de América se ha quedado más callada que la noche. Ni una palabra.

—Palabras las ha habido —protestó David.

—Susurros, simples susurros. Han transcurrido menos de diez años desde el Holocausto, y este sacrificio ritual a las divinidades de las tinieblas se ejecuta en silencio… eso es lo que no comprendo, el silencio.

David miró el reloj y dijo tristemente:

—Ya han muerto, Martin.

La nevada era ahora tan intensa que ponía una cortina entre los dos hombres, y David dijo a Martin con voz ronca:

—Lo que Mike dijo acerca del pasillo de la muerte, Martin, amigo mío y ministro congregacionista, piénsalo, piénsalo bien, porque nosotros llevamos dos mil años en el pasillo de la muerte.

Martin se quedó mirando a David, una silueta borrosa tras la cortina de nieve Abrió la boca, pero se tragó las palabras. Luego, al cabo de un rato, dijo:

—Vamos a casa, David. Ha caído más de un palmo de nieve.

Caminaban pesadamente sobre la nieve, en silencio. La casa de David quedaba más cerca y, cuando llegaban a la puerta instó a Martin a entrar a tomar una taza de té, pero Martin rehusó la invitación, dijo que tenía muchas cosas en que pensar y quería empezar cuanto antes.

Mientras proveía a David de té caliente y calcetines secos, Lucy observó su gesto de tristeza y le preguntó:

—¿Qué ocurre, David? ¿Es la ejecución?

—Durante toda la guerra creíamos estar al borde de un cambio —dijo él lentamente. —De un modo u otro, todos lo creíamos. Habíamos seguido al demonio hasta su cueva y ya no teníamos más que entrar y destruirlo. Luego, el mundo sería diferente. Pero el mundo nunca será diferente, Lucy, nunca.

—Tal vez no, pero, por lo menos, tú tienes tu trabajo. Esta tarde, clase de Talmud preparatoria para la ceremonia del Bar Mitzvah. Siempre estás diciendo que exige un gran esfuerzo intelectual. ¿Qué te parecería un baño caliente y un buen almuerzo? Hamburguesa con patatas fritas.

—¿Hablas en serio?

—Completamente. Las hamburguesas están en la nevera. Comprenderás que no voy a salir de casa con esa nevada. —Pero en cuanto David se metió en la bañera, Lucy llamó a Millie y le preguntó—: ¿Qué crees que puede haberles pasado a esos dos, para que se quedaran a la intemperie con lo que está cayendo?

—A Martin no he podido sacarle ni una palabra.

—Pues aquí lo mismo.

—Hay que darles tiempo —dijo Millie.

Lucy dio el almuerzo a los niños y después hizo algo insólito: sentarlos delante del televisor, a fin de poder hablar con David tranquilamente. Él tenía muchas cualidades, pero entre ellas no figuraba la de ser un buen gastrónomo y, según le dijo una vez, se había criado prácticamente a base de hamburguesas y patatas fritas. Pero hoy ni su plato predilecto le apetecía.

—¿Verdad que me perdonarás, Lucy? Tiene muy buen aspecto y huele de maravilla pero no tengo apetito.

Ella se levantó, se acercó a él y le dio un beso.

—¿Y eso?

—Un capricho. ¿Café?

Él bebió el café y, maquinalmente, se metió en la boca un pedazo de pan.

—Nadie debería tener que enfrentarse al verdugo —dijo. —Es una vil venganza lo que exigimos. A veces me pregunto si estamos cuerdos, si hay en toda la especie humana alguien que esté en su sano juicio. —Movió la cabeza. —¿Qué hacemos aquí, Lucy?

—Te diré lo que voy a hacer yo. Voy a echar un dólar en ese florero cada vez que me hagas esa pregunta, y pronto podremos irnos de viaje al extranjero.

—Es que dondequiera que mire no veo más que cosas demenciales. Y deseo que sólo afecten a los otros, para poder decir: Los locos son ellos, pero nosotros estamos cuerdos. ¿Conoces a León Kramer?

—Su mujer, la pobre, está siempre embarazada. Cuatro hijos y el quinto en camino.

—Él es un buen hombre, pero muy ortodoxo. A su modo de ver, nosotros apenas estamos un paso a la izquierda de la Iglesia católica.

—¡Hala! —exclamó Lucy.

—Bueno, casi. Según él, el judaísmo reformado ha firmado un pacto con el diablo. Él se considera nuestra conciencia, y por eso sigue siendo miembro de la congregación. Habrás visto que siempre lleva yarmulke. La semana pasada vino a verme para hablar del eruv.

—¿Podrías explicarme qué es un eruv?

—Según los estrictos preceptos de los judíos ortodoxos, en sábado, esto es desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta del sol del sábado, no se puede acarrear nada fuera de casa. El acto de empujar un cochecito de niños se considera acarreo, de modo que cuando es necesario sacar al bebé a tomar el sol y el aire, tienes que crear un eruv, que es una prolongación del interior de la casa. Para ello poner un cordel alrededor de una zona que pueda abarcar el jardín delantero y el patio posterior, lo cual se convierte en tu casa, y ya puedes pasear al niño sin faltar a la Ley.

—Es una broma.

—No es broma. Es un ejemplo de demencia, inofensiva pero contraria a la razón y no más disparatada que miles de reglas y preceptos de otras religiones. Hay barrios enteros de Nueva York que están acordonados, formando un eruv. Bueno, tal vez no seamos tan especiales, pero yo no paso por eso. ¿Tú crees que Dios distinguirá a los llamados espías atómicos de los seis millones de judíos que fueron incinerados en los hornos de Hitler? El mundo sigue. Dios tiene mucho trabajo tratando de separar las almas de los que se quemaron en Hiroshima y Nagasaki de las cenizas de los campos de concentración. ¿O es que no queda un alma cuando la llamarada te ha reducido a la nada?

—¡Basta! —gritó Lucy. —¿Es que no te das cuenta de lo que haces? ¿Lo que haces conmigo, contigo mismo…?

—Perdona —dijo David. —Perdona.

Aquella noche, David se despertó gritando, y sus gritos despertaron a Lucy y a los niños. Sarah entró corriendo en la habitación de Aaron y se acurrucó a su lado bajo las sábanas. Lucy sacudió a David para que acabara de despertar y le abrazó con fuerza. Ella sabía lo que su marido soñaba; lo sabía como si el sueño lo hubiera tenido ella. Un día, en la realidad, David se asomó a una fosa común a la que se habían arrojado los cadáveres de tres mil judíos, cuerpos desnudos de hombres y mujeres depauperados, con la piel pegada a los huesos, brazos y piernas descoyuntados, caras de calavera de rasgos torpemente dibujados, y de aquella enorme fosa se elevaba el hedor horrendo, insoportable, de putrefacción. Eso vio, según le había contado David, el capitán David Hartman, capitán de la 45.a División del Séptimo Ejército; pero, en el sueño que se repetía siempre igual, David era uno de los cadáveres y miraba a los soldados americanos que estaban de pie al borde de la fosa.

Él abrió los ojos, sudando y tiritando.

—Esta vez estaba en los dos sitios. Dentro de la fosa y fuera, mirando. Ha sido horrible.

—Ya pasó —susurró Lucy. —Ya está. No fue más que un sueño.

Lucy entró en la habitación de Aaron. Debajo de la ropa de la cama, se veían dos bultos.

—Vosotros sabéis lo que son las pesadillas —dijo Lucy. —Los dos las habéis tenido. Hoy la tuvo papá.

—Está muerto —gimió Aaron. —Es el ruido que haces cuando te mueres.

—Eso es una solemne tontería. David, ¿haces el favor de venir? —llamó. Y dijo a Aaron—: No puedes ver a través de las mantas.

Los niños asomaron la cabeza. David entró en la habitación y tomó en brazos a Aaron. Entonces Sarah pidió que la levantaran a ella también. Aaron consideró que le daba miedo volver a la cama.

—Pues vamos todos a la cocina a tomar leche caliente.

Los niños se durmieron mientras bebían la leche, y David y Lucy los llevaron a la cama. Lucy, aunque no era una gran fumadora, sintió el deseo de encender un cigarrillo. Con él en la mano, se instaló en una vieja otomana del dormitorio, regalo de su madre. David la miraba desde la cama, apoyado en un codo.

—Las mujeres sufrimos —dijo Lucy. —Pero los hombres sufren más.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo he descubierto yo sola.

—Eres muy lista.

—No creas, a mí me parece que eso lo saben todas las mujeres. Por eso os perdonamos por follaros a todo el cochino mundo.

—Cuida ese vocabulario, niña. No eres sólo la esposa de un rabino, sino madre de dos hijos pequeños.

—Yo uso un lenguaje florido únicamente cuando estamos solos, tú ya lo sabes. Me sale cuando no encuentro otras palabras, porque no hay palabras más apropiadas.

—No sabía que te faltaran las palabras.

—Tú ignoras muchas cosas sobre mí.

—Apaga ese cigarrillo y ven aquí.

A la mañana siguiente, había dejado de nevar. Adam, el hijo de Jack Osner, estaba limpiando la senda del jardín de los Hartman, trabajo por el que se le pagaban tres dólares.

—Bueno, rabino —dijo el muchacho cuando David salió a darle el dinero—, me parece que es la última vez que le quito la nieve de la puerta, pero no crea que le dejo en la estacada. El chico Schwab me relevará. No tiene mi estilo para manejar la pala, pero qué se le va a hacer.

—Estoy seguro de que aprenderá.

—¿Nieva en Washington?

—A veces.

—Me fastidia marcharme. Cómo me revienta. Aquí tengo a mis amigos. ¿Sabe, rabino?, el primer chico con el que me pegué porque me llamó cerdo judío es mi mejor amigo. Y ahora vuelta a empezar.

—No sé —dijo David. —Eso es cosa de crios pequeños. No creo que te ocurra en Washington.

Cuando, media hora después, David llegó a la sinagoga, Nash MacGregor estaba realizando la misma operación: abrir un sendero en la nieve desde el templo «Shalom» hasta el aparcamiento. MacGregor era un negro de cuarenta y tantos años, alto y fuerte. Vivía en Bridgeport con su mujer y sus tres hijos y había trabajado varios años en una fábrica de cajas, propiedad de un miembro de la congregación de David. La fábrica había sido vendida hacía tres años, y el nuevo propietario no empleaba a negros. David necesitaba alguien que se encargara del cuidado de la nueva sinagoga y tomó a MacGregor por recomendación de su antiguo patrono. MacGregor era un hombre bueno y trabajador. Los viernes por la noche se quedaba a dormir en el sótano y las otras noches se iba a su casa. En aquella época, aún no se permitía a los negros vivir en ninguna de las ciudades del Condado de Fairfield, aunque David no se enteró hasta después de haber contratado a MacGregor. Lindando con los terrenos de la sinagoga había una pequeña granja que se vendía por seis mil dólares, y David pensó que MacGregor y su familia podrían instalarse allí, y el hombre se ahorraría el viaje hasta Bridgeport. MacGregor le aseguró que él mismo podría acondicionarla.

—Pero no me la venderán —dijo. —Puede estar seguro, rabino.

David expuso el caso al consejo.

—No hay nada que hacer —le dijo Oscar Denton. —Absolutamente nada, David. Hace más de veinte años que yo llegué a esta ciudad, fui el primer judío, y si me salió bien es porque primeramente compré los terrenos y pensaron que era para una urbanización. No sospechaban que fuera judío ni que pensara instalarme aquí.

—Podríamos comprar nosotros la casa y alquilársela a MacGregor.

La proposición fue rechazada por mayoría. Ya lo había dicho MacGregor. Mel Klein dijo:

—Tienes razón, David. Eres una buena persona. Pero el mundo en que vivimos es el mundo en que vivimos, y vale más no buscar complicaciones.

—Entonces, ¿qué diablos hago yo aquí?, se preguntó David por enésima vez.

Aquella mañana, MacGregor dijo a David:

—Rabino, la máquina estará aquí dentro de una hora. Pero estaba pensando que si le montáramos una pala a mi camioneta yo mismo podría limpiar el aparcamiento y ahorraríamos veinticinco dólares cada vez que nieva.

—¿Cuánto costará la pala?

—Puedo conseguir una bastante buena por setenta y cinco dólares.

—Tráela y que nos manden la factura.

—Le he devuelto el libro. ¿Puedo coger otro?

—Cuando quieras.

—Es curioso —dijo David a Lucy aquella noche. —Tú ya sabes que, el viernes por la noche, Nash MacGregor duerme en el sótano para poder limpiar y preparar la sinagoga para el oficio del sábado, ¿verdad? Bueno, las horas deben de hacérsele muy largas durante los oficios y también después, y me preguntó si podía sacar un libro de la biblioteca para leerlo. No es un lector rápido, sino que tiene que vocalizar cada palabra. Creo recordar que me dijo que en la quinta clase tuvo que dejar los estudios para ponerse a trabajar. Pero el primer libro que eligió fue Réquiem por una monja, de Faulkner, que yo tenía encima de la mesa. No sé lo que sacaría en limpio, pero lo leyó de cabo a rabo y después se llevó El muro, de Hersey. Tarda meses pero no los deja hasta haberlos terminado y luego me pide permiso para sacar otro.

—A veces comprendo por qué quieres ser lo que eres —dijo Lucy. —Pero sólo a veces —añadió rápidamente.

MacGregor estaba agradecido. El que los blancos le trataran con respeto y consideración era algo tan insólito que le resultaba difícil tomarlo con naturalidad. Y era una persona efusiva. Por ello cuando, a las ocho de la mañana del viernes siguiente a la nevada, llamó por teléfono a David, le temblaba la voz y las palabras le salían con dificultad.

—Rabino venga pronto. Ha pasado algo terrible.

David estaba en la cocina, poniendo la mesa para el desayuno, mientras Lucy freía los huevos y vigilaba las tostadas. Los niños ya estaban tomando el cereal. Lucy, que estaba siempre alerta vigilando a David, le preguntó qué sucedía.

—No lo sé. Algo en la sinagoga.

—¿Y el desayuno?

—Quizá después. —David se puso su viejo chaquetón militar y casi corrió hacia la sinagoga, en cuya puerta le esperaba MacGregor. La placa de latón con la inscripción: «Templo Shalom» situada a la izquierda de la entrada, estaba embadurnada de pintura roja y en toda la fachada del edificio se veían cruces gamadas trazadas con aerosol rojo.

—Dentro es peor —dijo MacGregor, anonadado.

En el interior, los aerosoles habían rociado de pintura roja los bancos. La única ventana, en la que estaban representadas las Tablas de la Ley en vidrios de color, situada detrás del santuario, había sido destrozada y un viento helado entraba en el templo. Las cortinas del santuario estaban arrancadas, y la funda del rollo de la Torah estaba rota y manchada de pintura.

—Ya ve —dijo MacGregor, afligido. —Si estoy yo aquí, eso no pasa. Pero yo no estaba. Yo no estoy los jueves. No había visto cosa igual desde hace mucho tiempo.

—No es culpa tuya, Nash —dijo David. —No es culpa tuya. —Rodeó los hombros del negro con el brazo y se quedó contemplando aquella devastación. —Verás lo que vamos a hacer, Nash. Lo primero tapar ese boquete de la ventana. A ver si encuentras algo. Me parece que en la clase hay cartones.

—Son dibujos.

—Ya encontraremos más dibujos. Ahora lo más urgente es tapar el agujero.

Cuando el negro se fue, David volvió a guardar el rollo en el santuario. Era uno de los cientos que los nazis se llevaron de las sinagogas alemanas y polacas y guardaron mientras se decidía el uso que se les daba. El rabino Belsen consiguió aquél a través del Instituto y lo regaló a la sinagoga de David. Estaba contemplando la rasgada y manchada cubierta del rollo cuando Mrs. Shapiro, su secretaria apareció en la puerta y lanzó un grito.

—¡Basta! —exclamó David secamente. —Vaya a mi despacho y llame… —La mujer sollozaba violentamente. —Por favor, Mrs. Shapiro. ¿Tiene lápiz y papel en el bolso? —le gritó.

Ella encontró el lápiz y el papel. Bajo la severa mirada de David, sus sollozos remitieron. El lápiz y el papel eran armas que le permitían enfrentarse con este mundo desquiciado y amenazador.

—Llame a todos los miembros del consejo, empezando por Mr. Klein. Él no sale de casa antes de las ocho y media, así que aún le encontrará. Después, a Mr. Hurtz, Mr. Denton y Mr. Frome. Cuando haya hablado con ellos y se haya asegurado de que estarán aquí antes de una hora, llame al reverendo Carter a la iglesia congregacionista, dígale lo que ha ocurrido y pídale que se reúna con nosotros. Y cuando llegue la gente para la función de la mañana, dígales que esperen.

—¿Les digo a los demás lo que ha ocurrido?

—Brevemente. Sólo que en la sinagoga se ha cometido un acto de vandalismo. No entre en pormenores. Dese prisa.

A las nueve y cuarto, estaban todos allí, incluido Martin Carter y un tal doctor John Ash, yerno de Mel Klein, que enseñaba Psicología en Yale. Los estados de ánimo eran diversos. Hurtz se mostraba furioso, Klein, preocupado y Ed Frome, escandalizado y desengañado. Martin Carter estaba horrorizado y no podía ocultar su pesadumbre, acrecentada por la circunstancia de ser el único cristiano presente. Oscar Denton era el único que estaba tranquilo y aparentemente resignado.

—Tengo setenta y cinco años —les dijo. —Ya nada puede sorprenderme. El género humano no mejora, no cambia ni muestra indicios del toque divino. Puede decirse que hemos alcanzado la mayoría de edad en un mundo tan poco imaginativo como repugnante.

—Decir esas cosas no sirve de nada —dijo Joe Hurtz. —Ojalá estuviera aquí Jack, pero no está. Bueno, yo digo que esto es un delito y que tenemos que llamar a la Policía y procurar que los canallas que han hecho esto paguen su crimen. Estamos en los Estados Unidos, no en Alemania.

—La Policía —dijo Ed Frome. —Vivimos en una ciudad muy pequeña. Tenemos cinco policías, tres en el turno de día y dos en el de noche, y bastante trabajo tienen unos y otros en encontrar el camino de su casa.

—Eso es una exageración.

—¿Tú has visto a nuestra Policía en acción?

—Yo digo que hay que avisar a la Policía. A pesar de todo, es la Policía.

—¿Tú qué opinas, David? —preguntó Mel Klein.

—Yo creo que no debemos llamar a la Policía, por lo menos hasta que podamos hablar de lo sucedido con más calma. Lo que nos trastorna no es lo que se ha hecho aquí, sino los recuerdos que remueve. He mandado a Nash MacGregor a comprar disolvente de pintura. La Torah no ha sufrido daños y la ventana se puede arreglar. Gracias a Dios, no hay heridos.

—De todos modos, esto compete a la Policía —insistió Hurtz.

David miró al psicólogo.

—¿A usted qué le parece, doctor Ash?

—Una vergüenza. Pero parece ser obra de adolescentes. Chicos de la secundaria.

—¿Por qué cree que han sido los chicos? ¿Por qué no personas adultas?

—Porque parece algo precipitado e incompleto. Imagino a un par de chicos, con aerosoles de pintura roja. ¿Forzaron la puerta?

—No —dijo David. —Pero esa puerta no se ha cerrado desde que se construyó la sinagoga.

—Supongo que esos chicos sabían que la puerta estaba abierta. Es más una gamberrada que un acto de antisemitismo.

—¡Y un cuerno! —gritó Martin Carter inesperadamente con vehemencia. —Si no ven en esto la prueba de un antisemitismo sucio y patológico es que tienen la cabeza hundida en la arena.

—Tiene razón Carter —dijo Frome. —¿Qué diablos nos pasa? No tengo más remedio que preguntárselo, rabino. Yo estoy indignado y me gustaría pillar a esos bandidos y darles una buena paliza. ¿Prefieren ustedes echar tierra al asunto y hacer como si nada hubiera ocurrido?

—No; no quiero echar tierra al asunto —dijo David. —Pero tampoco quiero exagerar la nota. Si he pedido al reverendo Carter que viniera no es para agudizar nuestra sensibilidad al antisemitismo sino porque, al igual que el doctor Ash, yo opino que esto es obra de unos chicos, y el reverendo Carter, que conoce a la comunidad mucho mejor que todos nosotros, puede llevarnos hasta ellos.

Antes de dar por terminada la reunión, se acordó informar al jefe de Policía, como eufemísticamente se le llamaba. Todos convinieron en que procedía denunciar los hechos. Se planteó la cuestión de si en el futuro debían cerrarse las puertas. David se opuso resueltamente.

—Sencillamente, no me parece la reacción apropiada —dijo. —Aún a riesgo de que los hechos se repitan, cerrar las puertas de un santuario supone admitir una terrible derrota.

—¿Derrota para quién y ante quién la admitiríamos?

—Ante nosotros mismos.

La discusión fue breve, y la opinión de David prevaleció. Se acordó que, por el momento, no se cerrarían las puertas.

Martin se quedó cuando se fueron los demás.

—Estás muy enfadado conmigo, ¿verdad?

—No mucho. Es sólo que…

—Sólo que, ¿quién diablos es ese goy, para creer que sabe de antisemitismo más que nosotros?

—Más o menos —admitió David.

—¿No se te ha ocurrido que por lo que respecta al antisemitismo entre nosotros hay una diferencia fundamental?

—¿Sí? ¿Qué diferencia?

—Tú nunca fuiste antisemita, David. Yo, sí. Rabiosamente. Mi padre era un antisemita acérrimo. Un maníaco. Él y dos socios de Henry Ford a propósito de los falsos Protocolos de los Ancianos de Sión. Pero mi padre se dejó engañar. En muchos aspectos, era un hombre bondadoso, pero la enfermedad del antisemitismo le envenenaba. Al principio, me afectó a mí también y después me horrorizó y al fin fue una de las varias razones que me impulsaron a ejercer mi ministerio. Es una larga historia. Quizás algún día te la cuente. Pero no quiero que me tomes a mal lo que dije antes. Somos viejos amigos David, y me dolería que algo enturbiara nuestra amistad.

—No hay cuidado —dijo David.

El jefe de Policía acudió en persona. Era un hombre de sesenta y tantos años y pelo gris. Dio una vuelta por la sinagoga, examinó los desperfectos y movió la cabeza con suficiencia.

—Estos chicos —dijo. —Sólo Dios sabe lo que les mueve a obrar así. ¿Qué quiere que haga, rabino?

—Encontrar a los culpables, ¿no le parece?

—No será fácil. Hay mucha gente que tiene prejuicios. Esto no es Alemania; pero hay mucha gente con prejuicios a la que no le gusta su pueblo.

—Pues supongo que tendrá usted que buscar bien entre esa gente. Mi pueblo, como usted dice, también paga impuestos, y vota.

—Pero no por mí. Yo me jubilo el próximo otoño. Por eso puedo hablarle con franqueza. Eso le está vedado al que se presenta a las elecciones.

Cuando el jefe de Policía salía, se cruzó en la puerta con Mrs. Seligman, una mujer muy temperamental, de unos cuarenta años, a la que Mrs. Shapiro trataba en vano de atajar.

—Ya sé que hoy es un día terrible para usted, rabino, con todo lo que ha pasado en la sinagoga, pero me urge hablarle. Es asunto de vida o muerte. A solas —añadió fulminando con la mirada a Mrs. Shapiro.

David asintió.

—Puede marcharse, Mrs. Shapiro.

—Yo sólo trato de cumplir con mi deber —dijo Mrs. Shapiro, refugiándose otra vez en las lágrimas. —Hoy todo el mundo quiere hablar con usted.

—Desde luego. Muchas gracias. —Invitó a sentarse a Mrs. Seligman. —¿Qué sucede, Mrs. Seligman?

—Sucede que mi hija está embarazada y sólo tiene quince años, Dios nos valga.

—Sí, eso es grave. —Recordaba a la hija, una muchacha preciosa, de ojos oscuros y cabello sedoso. —¿Sabe usted quién ha sido?

—Ha sido un chico de la secundaria que está en el equipo de rugby. Un tal Freddy Bliss. No es judío. De todos modos, a su edad tampoco podría casarse.

—No, no podemos destruir su vida de ese modo. ¿Lo sabe Bert? —Confiaba en no equivocarse de nombre.

—Me da miedo decírselo. Tiene muy mal genio.

—Yo podría ir a su casa esta noche y se lo decimos los dos. No podemos tomar ninguna decisión respecto a su hija hasta que él sepa lo que pasa.

Sonó el teléfono.

—David —dijo Lucy—, me han contado lo ocurrido. Supongo que debes de tener bastante jaleo.

—Ya lo creo.

—Ha llamado mamá. Papá ha tenido un ataque al corazón y lo han llevado al hospital.

—Voy ahora mismo —dijo David, y explicó a Mrs. Seligman lo sucedido.

—¿Le parece que hable yo con Bert? —preguntó ella. —Se pondrá furioso, pero puedo decírselo.

—Si no puedo ir esta noche, iré dentro de un par de días. Es preferible que espere.

—Deseo que todo vaya bien en su casa. Hoy no es un buen día, rabino.

No era un buen día. Cuando David llegó a casa, el padre de Lucy ya había muerto.

—Es una cochina injusticia —dijo Lucy. —No tenía más que cincuenta y cinco años. Y era tan buena persona. ¿Por qué tiene que ser tan condenadamente injusta la vida?

Hacía mucho, mucho tiempo, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando estudiaba en el Instituto, David se lamentó ante el rabino Belsen acerca de la injusticia de Dios.

—¿Y qué tiene que ver Dios con la justicia, David? La justicia fue inventada por los hombres no por Dios. —Eso le dijo, o algo por el estilo. Hacía mucho tiempo y quizás a David le fallaba la memoria. Siempre se había predicado que el Dios de Israel era un Dios justo.

Della Klein se quedó con los niños.

—No me digas nada —dijo a Lucy. —Nos arreglaremos perfectamente. Iros tranquilos.

Durante el viaje a Nueva York, Lucy, sentada al lado de David, lloraba en silencio. Él no encontraba palabras. Un rabino ortodoxo le diría: «Tu padre estará entre los bienaventurados». Todas las religiones tenían palabras de consuelo; ninguna decía, sencillamente que la muerte es algo sobrecogedor y repulsivo, una de tantas cosas que el hombre no puede comprender. Sin saber por qué, le vino a la memoria una carretera de Alemania y, junto a la carretera, la cabeza de un joven soldado alemán, sólo la cabeza, con los ojos azules muy abiertos y el pelo como la seda. El cuerpo había desaparecido sólo estaba la cabeza, y los muchachos americanos que marchaban por la carretera volvían la mirada, fingiendo no haberla visto. ¿Por qué ese recuerdo ahora? ¿Por qué lamentar, aun con un vago recuerdo, a un muerto de una nación que desató una guerra que provocó cincuenta millones de muertos? Pero su pensamiento no era unívoco, sino que se desdoblaba en pasado, presente y futuro. ¿Dónde había leído él que cuando el pensamiento se hace uno solo, la persona alcanza un estado de gracia?

Lucy le oprimió la mano sobre el volante.

—David, ¿es el fin? ¿Volveré a verle?

—No lo sé, cariño. —Era mentira. Su pregunta evocaba la terrible y definitiva ruptura de la muerte, y él sintió unos dedos helados en el corazón. Nunca, ni cuando murió su madre, ni durante la guerra, había reaccionado él de este modo ante la muerte. No lo sentía porque era el padre de Lucy; David apreciaba a Herb Spendler. Era un hombre amable y cordial a quien los años pasados en la sala de linotipias del New York Times, componiendo las noticias, habían dado un cinismo comedido e inofensivo. Herb siempre trató de ocultar con nobleza el desprecio que sentía por el rabinato, el ministerio y cualquier otro aspecto de la religión, y su afecto por David era auténtico.

—Cada vez que tú y yo discutíamos, o cuando me sentía abatida, le llamaba. Y ahora ya no está.

—Estoy yo —dijo David.

Ella se apretó contra él y guardó silencio durante el resto del viaje.

En Nueva York fue la madre de Lucy quien le suplicó que le revelara misterios. David nunca había reparado en lo joven y atractiva que era Sally Spendler. Tal vez porque uno siempre utiliza para la suegra una óptica especial. Ahora le abrazó y dijo llorosa:

—Ni siquiera tenemos sepultura. Nunca hemos pertenecido a una sinagoga. ¿Qué puedo hacer, David?

—No se preocupe —dijo David. —Llevaremos a Herb al Ridge y lo enterraremos en nuestro cementerio. —Pero se preguntaba cómo estaría el cementerio, en pleno invierno, con la tierra helada.

Nevaba otra vez, suavemente, el día en que dieron sepultura al padre de Lucy. El pequeño círculo de familiares y amigos asistió al acto en silencio y tiritando. Lucy y su madre lloraban. Era como si la muerte hubiera extendido el brazo y tocado el mundo con sus dedos de hielo.

Pero David pensaba que la vida prevalece sobre la muerte y que ahora la vida germinaba en el útero de la chica Seligman. La niña Seligman se dijo David, sentado frente a Bert Seligman y su esposa. Bert ya había expresado su furor paseando airadamente por la habitación y exclamando que mataría a «esa pequeña desvergonzada» y exigiendo que se presentara ante él inmediatamente, para responder a su «crimen». Su mujer lloraba, y David esperaba a que el hombre se desahogara.

—¿Piensa echarla de casa? —preguntó David.

—¿Echarle de casa? —replicó Bert Seligman. —Rabino, es una perdida, pero también es mi hija y yo no echo de casa a una hija mía.

—Entonces trate de comprender.

—¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Que su hija necesita cariño. Si en lugar de decirle palabras tan duras le abriera los brazos…

—¿Quién se ha creído que es para decirme lo que tengo que hacer?

—Soy su rabino. Y, o me escucha usted o me marcho ahora mismo de esta casa. —David se puso en pie.

—Por favor, quédese —le suplicó Mrs. Seligman.

—Está bien. Pero yo hablo y usted me escucha. ¿De acuerdo?

El matrimonio asintió en silencio.

—Está bien. Pero, quienquiera que sea el padre, una niña de esa edad no debería casarse ni tener un hijo. Ni hablar. Quiero que mañana mismo la lleve a casa del doctor Levine.

—Y que se entere todo el mundo —gimió Mrs. Seligman.

—No tiene por qué enterarse pero hemos de hablar de su hija, para decidir lo que hay que hacer, para que no peligre su vida. ¿No se da cuenta de la importancia que tiene eso?

Eran más de las doce de la noche cuando David volvió a casa. Millie Carter estaba haciendo compañía a Lucy. Hacía ocho días que Herb Spendler había muerto y Lucy aún tenía miedo de quedarse sola. David se disculpó.

—Los Seligman están pasando un gran disgusto. No pude marcharme antes.

—¿Te refieres a lo de esa chica y Freddy Bliss? —preguntó Lucy.

David suspiró.

—Di mi palabra de que nadie se enteraría.

—Todo el mundo lo sabe —dijo Millie. —El chico Bliss es un pequeño sinvergüenza, y la niña de los Seligman tampoco es un ángel. ¿La familia piensa quedarse aquí?

—Creo que sí.

Millie sacudió la cabeza con resignación.

—Tengo que marcharme. Sería estupendo estar una temporada sin congregación, ¿verdad, David? Voy a buscar una islita tranquila y remota, poblada exclusivamente por druidas.

Dos semanas después, Martin Carter llamó por teléfono a David para pedirle que fuera a su iglesia. La nueva capilla congregacionista estaba a unos dos kilómetros de la sinagoga y la casa de David. Era a última hora de la tarde. El frío sol del invierno empezaba a ponerse.

—No sé de qué se trata —dijo David a Lucy—, pero estaré de vuelta antes de la hora de cenar.

El despacho de Martin, en el que estaban encendidas las luces, se hallaba en la parte trasera de la iglesia. La secretaria ya se había marchado. Martin abrió la puerta, y David vio en el interior a un hombre y dos muchachos. El hombre, de unos cuarenta años, era corpulento, de hombros caídos, brazos fuertes y manos grandes. Llevaba un chaquetón de piel de cordero y pantalón vaquero. David se enteró después de que era contratista de obras, vivía en Leighton Ridge y trabajaba en Danbury. Martin lo presentó como Thomas Hendley.

Mr. Hendley es miembro de nuestra congregación —dijo Martin. —Éste —añadió señalando a uno de los muchachos— es su hijo Robert y este otro joven se llama Joe Menaro. Están aquí porque Mr. Hendley los ha traído. Son los autores de los daños causados a la sinagoga.

—Estoy dispuesto a pagar los desperfectos, y ellos me rembolsarán con su trabajo o me cobraré en sus costillas. Francamente, rabino, yo no les tengo una especial simpatía a ustedes, pero en América no hacemos esas cosas. —Hendley efectuó una pausa para tomar aliento. —No somos hampones ni mafiosos.

—¿Cómo se enteró de que habían sido los chicos? —preguntó David.

—Robert se lo dijo a su madre.

—¿Podría usted esperar fuera mientras hablamos con los muchachos? —preguntó David.

Hendley le miró con recelo.

—Sólo unos minutos, Mr. Hendley —dijo Martin. —Podría ser útil.

—Hagan lo que hagan ustedes, ellos se lo habrán buscado. ¿Van a llamar a la Policía?

—No es eso lo que yo pensaba hacer.

—Lo que haga la Policía será legal —dijo Hendley.

—Yo soy ministro —dijo Martin. —Y él, rabino. Nosotros no pegamos a los muchachos.

—De acuerdo. Pero recuerden que no puedo quedarme aquí toda la noche. Y estoy dispuesto a pagar los gastos.

La puerta se cerró tras Hendley. Martin arrimó dos sillas.

—Sentaos —dijo a los muchachos.

—No vamos a llamar a la Policía —dijo David. —Mr. Hendley pagará los gastos y vosotros os arreglaréis con él. Pero nadie se libra por la cara, y el precio de poder salir de ésta sin ser fichados por la Policía es responder a unas cuantas preguntas.

Por primera vez desde que él entrara en el despacho, los dos muchachos le miraron a la cara.

—¿Qué preguntas, usted?

—Llamadle rabí Hartman cuando os dirijáis a él —dijo Martin.

—Pregunta número uno: ¿Por qué lo hicisteis?

Hendley guardó silencio. Menaro se encogió de hombros y movió la cabeza.

—No lo sé.

—¿A cuántos judíos conocéis?

—Varios chicos de la escuela.

—¿Os caen bien o mal?

—Son buena gente —dijo Menaro.

Hendley asintió.

—¿Sabéis lo que representa la esvástica?

No hubo respuesta.

—Las pintasteis en la fachada de la sinagoga y en el rollo. ¿Sabéis lo que es el rollo?

Ellos le miraban en silencio.

—A ese rollo lo llamamos nosotros la Torah, que en hebreo significa Ley. Es una copia manuscrita de los cinco primeros Libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio. Es la Biblia judía, la Biblia protestante y la Biblia católica indistintamente. ¿Lo habríais profanado de haber sabido lo que era?

Los chicos seguían callados.

—Así no vamos a ninguna parte —dijo David en voz baja. —O contestáis a mis preguntas o llamo a la Policía. Vamos a ver, ¿habríais profanado esas escrituras si hubierais sabido que eran la Biblia?

—No —murmuraron.

—Está bien. Volvamos a las esvásticas, las cruces gamadas que pintasteis en la fachada de la sinagoga. ¿Qué es la esvástica?

—Es nazi —dijo Hendley.

—¿Y tú, Menaro? ¿Lo sabías?

—Sí.

—Estoy seguro de que los dos sabéis que los nazis odiaban a los judíos. Asesinaron a seis millones de judíos. En un solo día, enviaron a la cámara de gas a más de ocho mil mujeres y niños judíos. Pero los nazis, la gente cuyo símbolo pintasteis en nuestro templo no sólo mataban judíos. Asesinaron también a más de trescientos mil gitanos. Ejecutaron a miles de italianos, franceses y de todos los países de Europa. Desde que Dios creó el mundo, ningún otro grupo de gente ha causado tanto sufrimiento y tantas muertes como el partido nazi alemán. He querido que supiérais esto para que la próxima vez que utilicéis un símbolo antes tratéis de comprender lo que representa. Ahora podéis marcharos.

Cuando los chicos se fueron, Martin y David permanecieron en silencio cosa de un minuto. Luego, Martin dijo:

—Eso estuvo bien. A mí no se me habría ocurrido plantearlo así.

David se levantó.

—Lucy me espera para cenar.

—¿No tienes tiempo para tomar una copa? Una sola.

—No me apetece cuando me siento como me siento ahora.

—¿Y como te sientes?

—Completamente desmoralizado.