Capítulo 7

Cuando recogieron al último pasajero, el padre Joseph Kelly, un sacerdote vicentino muy grueso que subió en Norwalk, David empezó a reír entre dientes. La vieja furgoneta de Martin Carter crujió y chirrió con el nuevo peso y David se disculpó con el padre Kelly.

—Perdone, no me río de usted. Es que me acordé de Tres hombres en una barca, de Jeróme K. Jeróme, y no pude contenerme.

—¿Por qué?

—No lo sé. Ya ni me acuerdo. Habrá sido por el paraguas de Bert.

—Va a llover —dijo el rabino Bert Sager. —¿Sabéis lo que sois vosotros? Sois personajes de un cuento de Sholem Aleichem, locos divinos, o tal vez no tan divinos, de Chelm, donde la gente cuando llueve sale a la calle a recoger el agua con un colador. Yo llevo el paraguas porque me parece que va a llover, y ahora este rabino del llamado judaísmo reformado que viaja a mi lado me dice que le recuerdo a Jeróme K. Jeróme. Pero, bien mirado, no está mal, David, no está mal. Esta noche, mi mujer me dice: Bert, ¿harás el favor de decirme a dónde vas? Es la esposa sencilla, inteligente y sufrida de un rabino que tiene una congregación en Connecticut, pero no tan sofisticada como la de David, sino una congregación lisa y llanamente conservadora. ¿Y yo qué puedo decirle? Sylvia, van a venir a buscarme dos flacos ministros protestantes, un flaco rabino y un robusto cura católico… robusto, Joe, ¿nos describe a los dos? Nunca digas gordo. La robustez es una virtud que esos resecos puritanos no pueden comprender.

—Muy amable, Bert. Pero yo, más que robusto, me considero un hombre de peso.

—Tampoco está mal. De peso. Van a venir a buscarme, le digo, para ir a la catedral de San Patricio, a Nueva York. Pero no entraremos, Dios nos libre, sino que nos quedaremos en la acera, donde hemos prometido velar cuatro horas. Por eso llevamos todas estas velas. Nos sentaremos con las piernas cruzadas y las velas encendidas. Claro está que yo no he podido cruzar las piernas desde que tenía doce años, pero, en fin, ya veremos. Lo cierto es que tenemos que hacer una sentada de cuatro horas. Si yo le digo esto a Sylvia, ¿qué creéis que ha de contestarme?

—Seguramente, una verdad como un puño —dijo David.

—No sé —dijo Philip Simpson, un pastor metodista de Westport. —Es verdad que si yo solo me sentara en la Quinta Avenida con una vela encendida, la Policía me llevaría a Bellevue. Y supongo que harían bien.

—Harían muy mal —dijo David.

—Quizá, quizá. Pero habrá cien mil personas sentadas en la Quinta Avenida con velas encendidas, y la Policía va a cortar el tráfico, y el alcalde, en cierto modo, nos ha dado su beneplácito, y tal vez el acto tenga algún significado, y haga que cambien las cosas.

—Me temo que las cosas poco pueden cambiar —dijo el padre Kelly. —El presidente Johnson es un hombre duro; por desgracia, también es un hombre estúpido, petrificado en sus pasiones y su locura. Sólo los prudentes pueden ser buenos. Eso lo saqué de uno de sus sermones, rabí Hartman. Confieso con todo candor que copio sus sermones sin el menor escrúpulo. Pero volviendo a ese hombre, Johnson. A él le es indiferente que cien mil personas pasen una noche en vela sentadas en la Quinta Avenida, quemándose las manos con la cera caliente. A propósito, ¿a quién se le ha ocurrido traer una palmatoria? —Se volvió para mirar a los demás pasajeros. —Ah, sí, a los dos rabinos. Ustedes, los protestantes, han olvidado la magia de las velas.

—Quiá —dijo Martin. —Se dejan caer unas gotas de cera, se hinca la vela y ya está. No es necesario tenerla en la mano.

—Touché.

*—No es por ahí —dijo Kelly. —Ésta es la expedición ecuménica más interesante de la Historia. Esta camioneta es de mil novecientos cincuenta y dos, ¿no, Martin?

—Cincuenta y uno.

—Entonces la mano de Dios se hace evidente, ya que el que este coche nos lleve a Nueva York a nosotros cinco es, sin duda, un milagro. A diferencia de rabí Seger, yo no tengo esposa a quien ocultar mi candidez o mi majadería, pero tengo al padre Flannigan, mi rector, y a él no podía mentirle. La mirada que me lanzó fue del más completo asombro. «¿Me está diciendo, Joseph, que va a Nueva York con un pastor congregacionista, un pastor metodista y dos rabinos y que todos se sentarán delante de San Patricio con una vela en la mano?», me preguntó. «Eso es exactamente lo que pensamos hacer», respondí. «¿Y por qué hacen ustedes una cosa tan rara?».

Y yo le digo: «¿Por qué? Pues para acabar con la guerra del Vietnam. ¿Por qué si no?».

—¿Y él no le prohibió venir?

—Oh, no. Ni mucho menos. Pero no sé qué pensaría. Es un hombre muy amable.

—Tiene que serlo —dijo el rabino Sager.

—Naturalmente, se puede pasar por alto el quid de la cuestión —dijo David. —Nuestra cultura ve en el clérigo a una figura un tanto ridícula. Se le tolera como una reliquia absurda del pasado, en una época en la que nadie cree muy firmemente en Dios, si es que cree. Sí —añadió inclinando la cabeza hacia Kelly—, ustedes los sacerdotes católicos están mejor considerados porque trabajan con más ahínco por su mitología, aunque imagino que tampoco es todo miel sobre hojuelas. Pero, de pronto, algo ha cambiado. Por primera vez en la historia moderna, nos encontramos involucrados en la dirección de un gran movimiento pacifista, y eso es un hecho indiscutible. Miles de pastores, curas católicos y rabinos se han unido para detener esa obscena guerra del Vietnam. Y nosotros no damos la bendición de Dios a nuestro bando, sino que denunciamos su injusticia.

—Sin duda, sin duda —convino Kelly. —Y si en eso no ven ustedes la mano de Dios…

—¿Dónde estaba la mano de Dios cuando, en la Primera Guerra Mundial, con la sangre derramada en los campos de Francia y de Flandes hubiera podido botarse toda una flota, y nuestros colegas de uno y otro bando bendecían la matanza? —preguntó Simpson.

—No nos metamos en una de esas polémicas acerca de la voluntad de Dios —dijo Martin. —Lo que yo hago obedece a mi propia voluntad. Mi hijo Joseph está en Toronto, trabajando de carpintero, y muy contento de haber conseguido el trabajo. Cuando se negó a ir al Vietnam, Millie y yo estuvimos de acuerdo con él en que, como cristiano, no podía sino negarse a tomar parte en esa guerra. De la noche a la mañana, ser cristiano se había convertido en algo muy difícil. En cuanto a los judíos…, bueno, ellos siempre lo han tenido difícil. El hijo del rabí Hartman está en la cárcel por objetor de conciencia.

Los otros guardaron silencio. David se preguntó si estarían rezando.

No había cien mil personas sentadas con velas encendidas delante de la catedral de San Patricio, pero sí la mitad, y entre ellas estaba David preguntándose, como hacía siempre en ocasiones semejantes, de qué podía servir su acción. Lucy solía hacerle esta pregunta.

—Eso no importa. Uno hace lo que tiene que hacer —respondía él.

¿Por qué? ¿Por qué? La cabeza de Lucy estaba llena de por qués, aplicados al concepto del mundo que tenía David. Ella pensaba que las cosas son como son y que nada ha de cambiar. Cada cual tiene lo que se merece, pero no por la fe, ni por la oración, ni por la mediación divina, sino por la acción, mucho más eficaz, de la pura estupidez y la codicia.

—¿Lo ve usted? —dijo el padre Kelly al rabino Sager. —No ha llovido. Dios vela por las cosas pequeñas lo mismo que por las grandes.

—Si bien se mira —dijo el rabino Sager—, nunca llueve en Yom Kippur y sí, en cambio, el día de san Patricio.

—No puedo creerlo —dijo Martin—, no puedo creer que dos hombres adultos digan esas cosas.

«Desde luego —pensaba David—, fue la inteligencia de Lucy, su mentalidad clara e incisiva lo que provocó la ruptura. Si ella hubiera sido una ingenua o una mujer piadosa y resignada, su matrimonio habría podido vegetar toda la vida; pero puesto que no le veía el menor sentido a lo que él hacía, ni finalidad, ni viabilidad, el matrimonio se deshizo. Fue la razón principal; la falta de comodidades era sólo un pretexto que se puso a sí misma».

Hacía más de cinco largos años que ella le dejó por segunda vez y se divorció de él. Le parecía increíble que pudiera haber pasado tanto tiempo, un tiempo vacío. ¿Y qué le esperaba ahora? Sólo el vacío.

—Eso es lo malo —decía el rabino Sager. —Ya nadie quiere creer en la intervención divina en la meteorología. Ya no. Ni siquiera yo.

Fue un proceso muy simple y, como suele decirse, civilizado. Lucy se llevó a los niños a California, los dejó con su madre y se fue a Reno a tramitar el divorcio.

Esta vez, el mundo de David se desmoronó. Había oído decir que los que se emborrachan a conciencia no recuerdan lo que hacen, pero su recuerdo de lo ocurrido entonces era claro como el cristal y frío como el hielo. Él no era abstemio. Solía beber una copa, o dos, o tres, cuando la ocasión lo requería, y durante la guerra, de vez en cuando, se había aturdido con cerveza, al modo melancólico y solitario de los soldados en todas las guerras. Pero ahora, cuando recibió la carta en la que Lucy le decía que el divorcio se había fallado, que su pequeña cuenta bancaria era para él, que podría ver a los niños cuando quisiera y prolongar los períodos de visita a su gusto, que ella nunca se opondría a él en nada, que no le indispondría con sus hijos, que aún le quería y, probablemente, siempre le querría, David sintió que no podía seguir soportando la existencia. Sacó una botella de whisky escocés aún sin abrir que Martin Carter le había regalado la última Navidad, se sentó con la botella y un vaso y procedió a tratar de aturdirse con la bebida.

A las dos de la madrugada, con dos terceras partes de la botella en el estómago, estaba completamente borracho. En aquel estado salió tambaleándose a la nieve, con la botella en la mano y recorrió los dos kilómetros y pico que había de su casa a la de los Carter, parando de vez en cuando para echar otro trago de whisky. Teniendo en cuenta lo que llevaba en el estómago, aquel recorrido fue toda una hazaña de resistencia física. Había casi un palmo de nieve y seguían cayendo unos copos gruesos y lentos.

Debajo de la ventana del dormitorio de Martin y Mille, se paró y gritó:

—¡Eh, Carter, santo mercader de Dios!

No hubo respuesta. La casa y la iglesia de madera blanca se levantaban aisladas en medio de los campos nevados, recortados al claro de luna por la sombra azulada de los muros levantados muchos años atrás por los adustos granjeros de Connecticut para señalar dónde debían pacer sus corderos y dónde crecer el trigo. Y ahora un rabino borracho gritaba al viento helado:

—Martin Carter, a ti y a mí… a ti y a mí se nos ha acusado de evitar el lenguaje vivo. Eso dijo Lucy. ¡Lucy, mi mujer! Dijo que yo evitaba el lenguaje vivo y se fue llevándose a mis hijos. Si yo hubiera podido decirle que me cabreaban sus jodidas sentencias, ella no me habría dejado solo en esa mierda de casa. Pero yo soy incapaz de hablar con energía y sentido, y ella lo sabe.

En aquel momento se abrió la puerta, y Martin, en bata y arrastrando los chanclos, salió a la nieve y agarró del brazo a David.

—Entra en casa, hombre —dijo Martin.

—No.

—Estás helado y chorreando, y no llevas más que esa camisa. Si no entras, te pondrás enfermo.

—Bueno. Me moriré. Ya es hora.

—No te morirás, sino que te pondrás muy enfermo, y tus amigos, que tienen otras cosas que hacer, se verán obligados a cuidarte.

—No tienen por qué hacerlo. ¿Quién se lo ha pedido?

Martin le quitó la botella de la mano.

—¿Todo esto te has bebido?

—Puedes apostar el pescuezo.

—¿Estaba llena?

—Puedes apostar el pescuezo.

—Tú no querrás que yo caiga enfermo, ¿verdad, David?

—Oh, no, ni hablar. Tú eres amigo mío, Martin. Claro que también podrías ser un hijoputa de la SS que se hiciera pasar por un pastor amante de los judíos.

—¡Basta, David! ¡Estás borracho y no sabes lo que dices, puñeta! Ahora mismo entras en casa conmigo.

En la botella quedaba un trago de whisky, y cuando David la levantaba Martin se la arrancó de la mano y la arrojó a la nieve.

—¡Basta ya!

—Me has gritado —gimió David.

—¡Pues claro que te he gritado!

—Quiero hablar con Millie. Ella no me odia.

Martin condujo a David a la casa y entraron en la cocina, donde Millie había puesto a funcionar una cafetera grande. Hacía frío en la cocina. Millie llevaba una bata encima del camisón.

—¿Cómo está? —preguntó a Martin.

—Como una cuba. Se ha bebido casi un litro de whisky.

—Puede morirse.

—Tiene la resistencia de un caballo. Está chorreando. Mientras tú empiezas a darle café, yo traeré una camisa seca y un jersey.

David ahogó un quejido.

—¡Llévalo al cuarto de baño! —gritó Millie.

Martin le sostenía mientras él vomitaba en la taza del retrete. Los dos estaban delgados, pero David era más alto y pesado, y Martin apenas podía sujetarle para que no se desplomara sobre la taza. Después le limpió con una toalla húmeda y lo llevó otra vez a la cocina.

—¿Lo has hecho bien cargado? —preguntó a su mujer.

—Tú dirás.

—Pues hay que echárselo dentro.

—Me parece que en estos casos también hay que pasearlos. Al fin y al cabo, el alcohol es un veneno.

—Exactamente.

Estuvieron paseándole y dándole café, y cuando entraba en la cocina la primera luz del amanecer, rabí Hartman estaba mareado, cansado, con los ojos irritados y medianamente sereno, lo suficiente como para sentirse avergonzado, afligido y culpable.

—Uno hace estas cosas a las personas más queridas —murmuró. —Y ahora, para acabar de arreglarlo, tengo que pediros que me lleváis a casa en coche.

—Hay más de un palmo de nieve ahí fuera —dijo Millie. —Además, tienes que echar algo sólido al estómago. Te prepararé huevos y tostadas. Hace años que los chicos se fueron de casa y será grato tener a alguien infantil a quien cuidar.

—¡Millie! —gritó Martin.

—Tiene razón —dijo David. —Soy una calamidad.

—Tonterías. Has tenido que soportar un divorcio, que es una de las peores experiencias por las que pueda pasar una persona sensible. Y para ti, con la carga que llevas, tiene que ser aún peor. Pero no es el fin del mundo, ni es el fin de tu vida.

Millie puso el plato de huevos con tostadas delante de David.

—Anda, come, David. Y perdona lo que te dije antes.

—Tenías razón.

—No, no la tenía. Ahora come, haz el favor. Has tenido una noche horrible.

Sí, fue una noche horrible. Habían transcurrido más de cinco años y aún le amargaba su recuerdo. Nunca la olvidaría, y ni sus relaciones con Martin volverían a ser las de antes.

—No hace falta que pongas la vela en ese pequeño candelabro —susurró Martin. —Puedes dejarla en el suelo. Me parece que el padre Kelly exagera.

—¿Crees que en realidad podemos cambiar algo? —preguntó David. —Lucy siempre decía que no. Éste era nuestro eterno tema de discusión. Cuando ella y Millie publicaron aquel recetario de cocina, en una librería de Westport vi todo un escaparate lleno de ejemplares. Lucy dijo que, por lo menos, ella y Millie habían conseguido cambiar la forma de guisar de la gente… en cierta medida. ¿Y qué cambiamos nosotros?

—Es difícil la pregunta. En el Vietnam, los monjes budistas se rocían de gasolina, se sientan en el suelo con las piernas cruzadas y se prenden fuego. Imagino que la idea es que ese dolor tan atroz, ese horror tan grande y esa valentía tan extrema han de hacer que se escuche el ruego por la paz.

—Pero el ruego no se escucha y todo sigue igual.

—¿Podemos estar seguros, David? Aquí sentado con esta velita me siento un poco ridículo, pero luego me acuerdo de la canción que dice que es mejor encender aunque no sea más que una vela que permanecer a oscuras maldiciendo las tinieblas. De todos modos, es nuestra única opción, ¿no crees?

—Sí; nuestra única opción.

A raíz del divorcio de David, hubo muchas habladurías en la congregación y no faltaron los que llegaron a decir que debería renunciar; pero no hubo consecuencias. Había en la congregación una minoría que se habría alegrado de librarse de rabí Hartman, pero no hicieron nada para ello. El libro de sermones, editado primeramente en traducción alemana con el título de El extraño, se había vendido bastante bien en Alemania. Después fue traducido al holandés y, posteriormente, a las lenguas escandinavas. Su publicación en Inglaterra tuvo lugar un año aproximadamente después de que apareciera en Alemania, y al cabo de otro año, un editor americano se interesó también por el libro. Por aquella época, David se enteró de la muerte de Herman Strauss, y puso a la edición americana el título de Dos cucharillas de plata y un prólogo en el que narraba su encuentro. Aunque el libro no estaba destinado a ser de los que hacen furor, se esperaba que tuviera una buena acogida, y entre los derechos de autor de las ediciones europeas y el anticipo del editor americano, David se encontró con unos ingresos considerables y, por primera vez en su vida, se vio libre de estrecheces.

Fue una suerte, porque Lucy había decidido que ningún lugar como Leighton Ridge para que sus hijos pasaran las vacaciones de verano.

Tuvo la sensación de que era la primera vez que los veía. Durante los siete meses que había estado sin verlos, habían experimentado un cambio que hacía que ahora le parecieran dos extraños. El chico se había convertido en un joven tímido, pero la transformación de Sarah parecía un auténtico milagro. La inflorescencia de la pubertad había hecho del patito feo una muchacha preciosa. David había alquilado una cabaña a orillas del lago Cobbosseeconte, en Maine.

Fue un mes maravilloso. Al principio, los chicos estaban un poco tercos y reservados, pero, poco a poco, los tres volvieron a compenetrarse. Poseían una canoa y un viejo esquife, y tenían también un rincón del lago, de aguas someras y deliciosamente cálidas. Había islas diseminadas alrededor del lago, y las exploraban para hacer sus picnics en las mejores. Encendían hogueras por la noche y asaban maíz y salchichas.

Pero ¿por qué nunca se le ocurrió tomarse unas vacaciones como éstas con Lucy?

Y las preguntas eran siempre las mismas, las mismas preguntas que se hacían a todas las parejas de la congregación que se divorciaban, se las repetían a él sus hijos.

—¿Por qué habéis dejado de quereros tú y mamá?

—No hemos dejado de querernos.

—Entonces, ¿por qué no vivimos todos juntos?

—¿Por qué no podemos vivir todos en Leighton Ridge?

—¿Qué va a ser de nosotros?

Sarah tenía miedo a los aviones.

—Se caerá y nos mataremos todos.

No les gustaba California. Al terminar el verano, le miraban con ojos llorosos, suplicando que no les obligara a marcharse.

Una ráfaga de viento que sopló por la profunda garganta de la Quinta Avenida hizo chisporrotear las velas. La de David se apagó. El padre Kelly se inclinó para volver a encenderla.

—¿Por qué hacemos lo que hacemos, rabino? —le preguntó Kelly. —¿Por qué nos sentamos en la Quinta Avenida, para suplicar a los que gobiernan el mundo que tengan un poco de compasión por sus semejantes?

—Supongo que lo hacemos para poder dormir tranquilos.

—¿Duermen tranquilos los Johnsons y los Kissingers?

—Seguramente —dijo David.

—Entonces, ¿en qué quedamos? —preguntó jovialmente el padre Kelly. —¿Qué queda de su razonamiento?

—Lo mismo que de cualquier razonamiento, sin duda.

—Yo diría que estamos aquí porque ansiamos desesperadamente creer en Dios —dijo rabí Sager—, y nuestra ingenua actitud es que si prescindimos de la compasión, de la indignación y de la oración, ¿quién va a poder dar testimonio de que alguna vez hubo o pudo haber un Dios? Seguramente, eso era lo que movía a su san Francisco. Nosotros queremos ante todo que Dios se fije en nosotros. Estando en Jerusalén, vi como estallaba una bomba entre un grupo de mujeres y niños. Nunca lo olvidaré, pero nosotros estamos arrojando en Vietnam una bomba muy grande cada minuto de cada hora de cada día.

Philip Simpson, el pastor metodista, dijo:

—El caso es que en mi congregación hay personas buenas y honradas, que aman a sus hijos, que leen libros, personas educadas y decentes, que no se paran a pensar en estas cosas y apoyan al Gobierno incondicionalmente.

—¿Y qué hacíamos nosotros veinte, cuarenta, cincuenta años atrás? —preguntó Martin. —Cuando Mark Twain arremetía contra la hipocresía y la iniquidad de la guerra de Cuba, ¿hubo en todo el país un solo sacerdote que le apoyara desde el púlpito? Y cuando, en mil novecientos dieciocho, los objetores de conciencia fueron a la cárcel, los púlpitos estaban tan callados como la noche. ¿Y dónde estaban las voces de los púlpitos cuando seis millones de judíos fueron sacrificados en los mataderos de Hitler? Si estamos sirviendo a Dios, lo hacemos mal, muy mal.

—Todas las cosas han tener su comienzo —dijo el padre Kelly suavemente. —Tal vez éste sea el comienzo.

Nadie respondió a esto y permanecieron en silencio durante otra media hora.

Un policía de uniforme pasó entre ellos, mirándolos con curiosidad, y a lo lejos, una voz de mujer, clara como una campana, entonó una vieja canción irlandesa: I laid my boy away today, with a bullet in his chest («Hoy enterré a mi chico, con una bala en el pecho»).

Circulaban equipos de televisión, cámara al hombro, y se oyó a una mujer que, con voz profunda, decía ante un micrófono:

—Hacemos lo que debemos. Sería mejor que se hiciera en Washington, pero, como allí no se hace nada, tenemos que intentarlo nosotros.

David dobló el cuello para verla. Era alta y delgada, con el pelo rubio y corto. Sin saber por qué, le recordó a Sarah Comstock. El recuerdo le estremeció y le hizo sentir un deseo casi irresistible de estar con una mujer, de enamorarse, de mirarla con pasión, de tenerla en los brazos.

Sólo le había ocurrido aquello otra vez, el tercer verano que llevó a sus hijos al lago de Maine. Ella trabajaba de camarera en un hotel situado en una ensenada del lago. Era muy joven, estaba en primero en «Smith College». Resultaba encantadora: no muy alta, robusta, con los ojos pardos, el pelo negro y la piel tostada por el sol. No era una belleza, pero respiraba salud y sinceridad. Se parecía a la Lucy que David conociera en Nueva York, y se llamaba Patience Street. Se encontraron mientras navegaban: la canoa de ella quedó al lado de la que ocupaban David y sus hijos. Puesto que sólo trabajaba en el turno de noche, disponía de tiempo libre para salir a nadar, a pescar y almorzar con ellos. Se quedó prendada de Aaron y Sarah y, probablemente, también de David. Una noche, mientras los chicos dormían, la muchacha del pelo negro y ojos brillantes, se acostó con David y, después de hacer el amor, le susurró al oído:

—David, cásate conmigo y te querré toda la vida.

—Creo que yo también podría quererte toda la vida —respondió él en voz baja—; pero tengo cuarenta y seis años y tú, veintiuno. Yo soy un judío viejo, cansado y torturado, y tú, la esencia de la alegría, la vitalidad y la juventud. Tú estás llena de ilusiones y a mí no me queda ninguna.

—Además, estás loco de remate —dijo ella. —Eres fuerte, vigoroso y haces el amor mejor que esos chicos estúpidos que te parchean torpemente, quiero a tus hijos y creo que eres el hombre más maravilloso que he conocido, y nos llevamos bien en la cama. ¡A que sí!

Pero, a la fría luz del día, se entibió el afán de matrimonio de Patience Street, y cuando David se despidió de ella al abandonar el lago sabía que no volverían a verse.

Se lo contó a Della Klein, sencillamente, porque tenía que decírselo a alguien, pero Della le brindó un flaco consuelo.

—Siempre escapando, ¿eh, David? —dijo. —Huyes de la vida y, cuando encuentras un poco de dicha, te sientes culpable.

Unos días después de la protesta nocturna a la luz de las velas, que por cierto se terminó con un fuerte aguacero, David fue a cenar a casa de Della.

—Ésas son las cosas que me gustaría hacer y no puedo —dijo Della. —Seguramente, tengo miedo. Siempre me pregunto si va a servir de algo. Sin duda, para tranquilizar mi conciencia.

—Eso es lo que nos preguntamos todos. ¿Va a servir de algo?

—¿Y os quedasteis allí aguantando la lluvia?

—Un rato. Pero llega un momento en el que la perseverancia deja de ser admirable y se convierte en ridicula…

—Exacto.

—Y es una sensación con la que estoy muy familiarizado.

—Tú nunca estás ridículo, David.

—Muy amable.

Cenaban solos en casa de Della. Ésta conservó la gran casa después de la muerte de Mel, más que nada por inercia, como decía ella, pero también porque amaba profundamente el viejo caserón, en el que se sentía segura. Era todavía una mujer hermosa que conservaba su buena figura y su sentido del humor. Su hijo había convertido la pequeña industria de confección de su padre en una empresa de ámbito nacional, pero Della no sentía ni el menor deseo de intervenir en el negocio. Cuidaba su jardín, leía y trabajaba en la sinagoga.

—Eres muy amable —dijo David. —Pero yo me siento ridículo con mucha frecuencia. He hablado de ello con Martin y él comparte este sentimiento…, el de una persona que se sitúa en una posición absolutamente insostenible. Imagina, tener la desfachatez de creer que puedes hablar en el nombre de Dios.

—Yo nunca lo he enfocado desde ese punto de vista —admitió Della. Habían terminado de cenar. —Ha refrescado, y he encendido la chimenea de la sala. ¿Nos sentamos ante el fuego, David? Voy a hacer cuanto pueda para seducirte sin que te sientas ridículo.

—No tendrás que esforzarte mucho. ¿Sabes que un día, en un momento de mal humor, Lucy me acusó de estar enamorado de ti?

—¿Y no había ni ápice de verdad en la acusación?

—Algo había. Eres una mujer muy seductora. No es pecado estar enamorado de ti.

Se habían sentado en el sofá, delante de la chimenea, y Della le preguntó, mientras servía el café:

—David, por el amor de Dios, ¿por qué tienes siempre que andar a vueltas con la idea del pecado? Sólo existe un pecado: hacer daño al prójimo. Lo demás son monsergas. Yo no soy una niña, pero sigo siendo una mujer, y desde que murió Mel no he sentido la mano de un hombre. —Bruscamente, se echó a llorar. David la abrazó. —Oh, esto es una estupidez. —Él le acarició la cara y la besó, y en ella estalló la pasión. De pronto, se apartó ligeramente y dijo—: Dios mío, David, estamos arrullándonos en un sofá como dos crios.

—Ya lo sé.

—Arriba hay una cama de verdad.

—Me siento espantosamente ridículo.

—Oh, calla, David.

Entonces subieron a la habitación.

Tanto David como Della sentían la violenta acometida del deseo. Ninguno de los dos había conocido antes aquella embriaguez. Para David, el cuerpo de ella era como un tarro de miel en el que él se sumergía. Era una mujer de suaves curvas, hombros, pechos y caderas redondeados, que se le entregaba, le acogía y le acariciaba como nunca le habían acariciado y le besaba como nunca le habían besado. Y él le devolvía sus besos y sus caricias recorriendo todo su cuerpo, como si nunca hubiera tenido entre los brazos el cuerpo desnudo de una mujer.

Después, tendidos en la cama el uno al lado del otro, David dijo:

—Nunca me ocurrió eso con Lucy.

—¿Qué es lo que nunca ocurrió, David? Tuvisteis dos hijos.

—No era eso.

—¿Qué era, entonces?

—No lo sé.

—¿Estás contento?

—Más de lo que puedas imaginar. —Él contemplaba su hermoso cuerpo de anchas caderas y senos suntuosos.

—No más de lo que yo pueda imaginar, rabí. Tengo una amiga católica que me dice lo emocionante que es acostarse con el cura…

—No. Bromeas.

—David, eres la criatura más inocente que he conocido. Cuenta, ¿soy yo la primera mujer de la congregación con la que te has acostado?

—Naturalmente.

—¡Madre de Dios! Perdona, es una regresión. Y es que sólo soy medio judía. Mi madre era judía y mi padre, marinero, un vagabundo de Liverpool que se marchó de casa cuando yo tenía dos años. Conocí a Mel a los dieciséis años. Él se enamoró de mí y cuidó de nosotras hasta que murió mi madre. Yo me convertí al judaísmo con todas las de la ley. Me instruí en la doctrina, aunque no tenía necesidad de hacerlo, porque mamá era judía; pero pasé seis años en un orfanato católico en el que ella tuvo que dejarme. No voy a aburrirte con detalles, pero ésa es la razón por la que a veces me siento a caballo entre las dos religiones. ¿Por qué te decía esto?

—Me he perdido.

—Sí. Ninguna otra de la congregación. Increíble.

—¿Es cierto eso de que eres medio judía? —preguntó David.

—Sí, ¿por qué no? Mel no quería que se supiera, y yo me lo callé. Adoraba a Mel. ¿Y crees tú que Martin Carter nunca tuvo sus devaneos? Pues los tuvo, ya lo creo.

—Eso no puedo admitirlo. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó la dama en cuestión.

Él se levantó y empezó a vestirse.

—¿Es que te vas a tu casa?

—Podría comprometerte.

—¿A mí? Oh, David, eres maravilloso. Es más de medianoche y empieza a llover. Anda, vuelve a la cama.

En realidad, en aquel momento, él no deseaba más que volver a aquella cama muelle y caliente y abrazar el amplio busto de aquella mujer extraordinaria. Pero dijo que Mrs. Holtzman, que dormía en el que había sido el cuarto de Sarah, le echaría de menos por la mañana.

—Oh, no. Quieres tomarme el pelo.

—No.

Ella se ahogaba de risa y David, en calzoncillos y con los pantalones en la mano, la encontraba irresistible. Nunca había conocido a una persona como ella, y no sabía a ciencia cierta si aquellas convulsiones de regocijo las había provocado la estampa del rabino de Leighton Ridge en ropa interior y con las piernas al aire o su compungida mención de Mrs. Holtzman. Sin pararse a averiguarlo, tiró los pantalones al suelo y se lanzó sobre la cama, aprisionándola en un abrazo de oso que la dejó sin respiración.

—David, David —suplicó ella.

—Perdona. Oh, lo siento.

Ella le apartó y le tomó un brazo contemplando con admiración sus músculos largos y lisos.

—Estás en muy buena forma para ser un hombre que lleva sobre sus hombros todo el peso del mundo. ¿Cuántos años tienes, David? ¿Cincuenta?

—Casi. Cuarenta y nueve.

—La mejor edad para mi hombre. Yo podría ser tu madre.

—Difícilmente. Vas a cumplir cincuenta y dos en enero.

—¿Y cómo estás tan enterado?

—Soy tu rabino, mi adorada Della.

—Ah, claro. Es verdad. Tienes casi cincuenta años, llevas varios años divorciado y te asusta pensar que Mrs. Holtzman descubra que has pasado la noche fuera de casa.

—Bueno, dicho así…

—¿Y cómo quieres que lo diga, David? ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que eres una persona extraordinaria?

—Nunca —respondió él con firmeza.

—Bueno, ya hablaremos de eso en otro momento. ¿No sabes que entre aquí y Westport hay por lo menos una docena de mujeres que suspiran por ver a sus hijas unidas a ti con el lazo sagrado del matrimonio?

—No, no lo creo. Lo que yo creo es que a ti te gusta inventar estas cosas. —Extendió el brazo para tocar su seno redondo y aquel pelo lacio que ella llevaba todavía cortado estilo paje como cuando él la conoció, hacía veinte años.

—Veinte años, ¿verdad?

—O un poco más —dijo ella sonriendo. —Recuerdo el día en que tú y Lucy llegasteis a Leighton Ridge y todos cenamos en casa de Jack Osner. Me pareciste muy guapo. Yo siempre tuve celos de su mujer, con su «dos metros» de estatura y aquellos pómulos tan fotogénicos. A su lado siempre me sentí como un fardo. Por cierto, van a hacerle Secretario de Estado. Lo dicen las cartas.

—Nadie podría considerarte un fardo. Eres exquisita.

—¿La estampa de la madre Tierra?

—Aún sigues riéndote de mí —protestó David. —Hace un par de horas hablábamos de lo ridículo que puede ser un rabino. ¿Aún te parezco ridículo?

—Eres una persona dulce y encantadora, y empiezo a estar locamente enamorada de ti. Pero no me parezco en nada a Shelly Osner.

—¿Por qué habías de parecerte a ella?

—Ni a Sarah Comstock, pobrecilla.

—¡Dios mío! ¿Cómo lo sabes? Fue hace años y años.

—Rabino, en un lugar como éste no puede haber secretos.

—No, supongo que no.

—Tienes una congregación que te quiere mucho.

—Algunos.

—La mayoría —dijo Della suavemente.

Permanecieron un rato en silencio, y David le tomó una mano, la contempló y le dio un beso en la palma.

—Eres muy gentil. Haces que me sienta como una muchacha.

—Y tú haces que yo me sienta vivo.

—Eso lo es casi todo, sentirse vivo. L’chaim, decimos nosotros.

—Casi todo. Eso… y el amor.

—He ido un par de veces a escuchar a Martin. Predica muy bien, aunque no tanto como tú, David. Pero es bueno, con esa reserva suya, un poco goyishe. Él dice que Dios es amor. ¿También tú lo crees así?

—Yo no sé lo que es Dios. Espero saberlo algún día. Pero todavía no lo sé.

—Quiero que vuelvas a amarme. ¿Te parece indecente en dos personas de nuestra edad?

David soltó una carcajada.

—No recuerdo haberte oído reír hasta ahora —dijo Della. —Pero basta de risas. No se hace el amor como es debido riendo.

—Probaremos —dijo él sin dejar de reír.

Después, Della dijo de pronto:

—Necesito un cigarrillo. Me apetece. Hace meses que no fumo, pero después del amor es imprescindible. —Mientras hablaba, revolvía en el cajón de la mesita de noche. —Aquí están. Quedan cuatro. —Tenía en la mano un paquete aplastado. —¿Quieres uno, David?

—No he fumado nunca.

Ella encendió el cigarrillo, inhalando profundamente.

—Ah… muy bueno. Ahora, David, no te escabullas tratando de simular que aquí no ha pasado nada.

—No es probable.

—¡Oh, qué palabras tan románticas! No es probable.

—Son románticas para mí, Della. Yo quería a Mel y te quería a ti. Eso duró muchos años. Lo de esta noche ha sido mejor de lo que yo podría expresar con palabras. No creas que voy a escabullirme. Por otro lado…

—Vamos a dejar ese otro lado por el momento.

—Está bien. A propósito, Lucy viene a verme la semana próxima.

—¡Qué!

—No ocurre nada. Vuelve a casarse. Quiere llevarse varias cosas que hay en casa, cosas de sus padres. También quedan algunos trámites…

—¿Por qué no te ha pedido que vayas tú a California?

—Lo hizo, pero yo no quise ir. Me pareció que ella deseaba tener un prefexto para venir. Tiene aquí buenos amigos.

Della alargó el brazo y apagó la luz de la mesita de noche. A través de las cortinas, se filtraba un poco de claridad.

—Ya es de día, David. —Ella saltó de la cama y descorrió las cortinas. —Hace una mañana espléndida.

David se acercó a la ventana. Había dejado de llover y el sol asomaba por encima de unas nubes translúcidas y alargadas. La lluvia había arrancado a arces y robles sus hojas de otoño, alfombrando el césped de rojo y oro.

—¿Qué sientes? —le preguntó Della.

—Remordimiento y satisfacción.

—Vamos a dar el desayuno a tu remordimiento. Luego, podemos ir a caminar un poco. Me gustaría, David.

—Como quieras.

—Nos verá la gente, pero que se vayan a hacer puñetas y que sus hijas se busquen un marido de su edad.

—Si toleran a un rabino divorciado, también tolerarán a un rabino que pasa la noche con mujeres casadas.

—Toleran a un rabino con muy poco seso, querrás decir. Yo no soy «mujeres casadas». Soy libre y singular. Soy viuda desde hace seis años.

Después del desayuno, salieron a un camino de tierra que discurría por detrás de la casa de Della. Lo bordeaban dos hileras de arces de un rojo encendido. Lo siguieron hasta un altozano desde el que se dominaba una gran extensión de prados. Hacia el Norte se divisaba el contorno desdibujado de las estribaciones de los montes Berkshire. El aire estaba límpido e impregnado de los olores de octubre, y las hojas doradas de un grupo de álamos blancos relucían como piedras preciosas.

—Es el lugar más hermoso de la tierra —dijo Della.

—Casi.

—¿Por qué casi?

—Durante la guerra, me llevaron a Casablanca en avión. Cuando dábamos la vuelta para aterrizar, miré abajo y vi una gran piscina. No sé qué era exactamente, ni quién la construyó, ni por qué. A mi lado iba un viejo y curtido coronel del Ejército. «Ésa debe de ser la piscina más grande del mundo», le dije. Él me miró un momento y dijo: «No, hijo. Si acaso, la segunda. Porque, de todas las cosas, siempre hay, en alguna parte, otra mayor o mejor».

—Bonita historia, David. Digamos, pues, que éste es el segundo lugar más bonito de la tierra. Ahora contéstame a una cosa, David. ¿Por qué no has de poder decirme que Lucy viene a ver a vuestro hijo?

—El divorcio es una cosa muy complicada —dijo David, después de una pausa. —Y cuando se tiene a un hijo en la cárcel se complica todavía más.

La complejidad de la situación sorprendió incluso al propio David cuando Lucy le llamó a la semana siguiente.

—¿Cuándo llegas? —preguntó él.

—Ya he llegado. Estoy en casa de los Carter.

—¿Que estás dónde?

—En casa de los Carter. Millie fue a buscarme al aeropuerto. Me quedaré sólo tres días, un tiempo prudencial según la norma de Ben Franklin.

—Pero podías estar aquí. La habitación de Aaron está libre, y Mrs. Holtzman duerme en la casa.

—David, cariño, yo no necesito carabina. Sencillamente, me ha parecido mejor que no durmiéramos en la misma casa.

—Quizá tengas razón.

—¿Cuándo vamos a ver a Aaron?

—Pasado mañana. Yo te llevaré a Danbury, desde luego. Dime, ¿cómo está Sarah?

—Sana y hermosa. Hace dos semanas que va a la Universidad. Martin quiere que cenes aquí esta noche. Vendrás, ¿verdad, David?

David accedió civilizadamente. Los divorcios eran ahora muy civilizados. Él era civilizado. Martin y Millie eran civilizados. Lucy y Della eran civilizadas. Sin embargo, él se sentía vacío, terriblemente vacío. ¿Qué sacaba en limpio de todo ello? La casita que la congregación construyera para su rabino era el lugar más frío y solitario del mundo. ¿Y su esposa? Porque él aún la llamaba su esposa. Ella se había marchado y él comprendía que nunca podría volver.

Le parecía que hacía apenas un momento que él había entrado en aquella cantina de las Fuerzas Auxiliares Femeninas en Broadway y ella le decía, saludándole con aquella sonrisa suya: «Bien venido, soldado, bueno, oficial. Hay un club de oficiales en la Calle 44, donde estará más a gusto».

»—Yo no quiero café ni bollos. La estaba mirando desde la calle. Quiero su nombre, dirección y número de teléfono, y también quiero que salgamos juntos.

»—¿Está loco, capitán?

»—Tal vez.

»—¿Y qué es eso? —Señalaba la Estrella de David que llevaba en el blusón.

»—Soy rabino.

»—No habla en serio. ¿Y toda esa ensalada? —Eran las tres hileras de condecoraciones.

¿Se acordaba ella? Trató de recordar lo que contestó él. Aquel día no era él; habitualmente, era un muchacho inseguro y tímido, y mientras la miraba desde la calle estuvo ensayando lo que le diría. ¿Se equivocaba al recordar aquellos primeros tiempos como una época muy feliz? Veinte años no eran mucho tiempo y, sin embargo, el mundo y las actitudes de entonces se habían ido para siempre.

David trataba de dominar la expectación. Al fin y al cabo, ahora había encontrado a otra mujer, una mujer que le quería, y en aquella única noche pasada con Della había conocido una satisfacción sexual completamente nueva. No culpaba a nadie más que a sí mismo por no haberla experimentado con Lucy, pero, responsable o no, tenía otras posibilidades de ser feliz que no dependía de Lucy.

De todos modos, pese a todos sus razonamientos, le impresionó el aspecto juvenil de Lucy. No la había visto desde que ella se marchó a California por segunda vez. Entonces era un mujer amargada y torturada, y él no esperaba encontrarla ahora tan rejuvenecida. Ella le abrazó y le besó sin exteriorizar la menor violencia ni reserva y le dijo efusivamente:

—Me alegro mucho de verte, David. Estás estupendamente.

—Tú sí que estás estupendamente —dijo él. —A mí se me está cayendo el pelo, y el que me queda está casi gris. Por ti no pasa el tiempo.

—No creas que he hecho un pacto con el diablo. Trabajo mucho, pero me gusta lo que hago, aunque no creo que tú lo apruebes —dijo hablando muy de prisa. —Soy agente teatral, representante de artistas. Bob Greene, el hombre con quien voy a casarme, es dueño de la agencia. Está divorciado.

Lo dijo casi sin respirar. Martin miraba atentamente a David y a Lucy, y asintió ligeramente cuando David respondió:

—Claro que lo apruebo. ¿Por qué no? Me parece espléndido que te hayas encontrado a ti misma.

—Bueno, eso suena un poco ampuloso. No puedo decir que me haya encontrado a mí misma…, en el sentido en que Martin y tú usáis esa expresión. Ni he satisfecho una vocación ni he dado un sentido esotérico a mi vida. Lo único que puedo decir es que gano mucho dinero, más del que nunca pude soñar, doy trabajo a muchas personas y procuro que les paguen bien quienes tienen posibilidad de hacerlo, y estoy contenta por haber encontrado a un hombre con el que me siento a gusto.

—Estás contenta y eso es lo principal —dijo David.

Mientras cenaban, Lucy les dijo que pensaba vivir en Beverly Hills. Ya tenía un apartamento allí, pero cuando se casaran buscarían casa. Beverly Hills era un lugar de ensueño. Ellos se sintieron un poco disminuidos.

—Aquí nada ha cambiado —dijo David.

—Yo no diría tanto —terció Martin. —David está haciéndose famoso.

—¡Martin!

—Bueno. No tan famoso como algunos, pero más que otros. Su libro es un auténtico fenómeno, no deja de venderse, y a David le invitan a hablar aquí y allá. Aunque te cueste creerlo, el New York Times publicó un artículo hablando del rabino de Leighton Ridge. Fue prácticamente la primera vez que salimos a la luz pública desde que se libró la Batalla de Leighton Ridge, en mil setecientos setenta y ocho…

—En realidad —dijo David, interrumpiéndole—, de Leighton Ridge están saliendo más cosas que los discursos de un rabino rancio. El New Yorker envió a Eddie Frome a Vietnam, y él escribió unas crónicas brillantes, y Mike Benton ha estrenado una obra en Broadway que es un gran éxito. Todo el mundo dice que es el candidato número uno para el premio Pulitzer.

—Ya sé lo de la obra de Mike. Bob es agente suyo en la Costa Oeste —dijo Lucy. —Pero que se olvide del Pulitzer. No darán ni papel carbón usado a un exrojo.

—Pues tal vez se lo concedan a Freddie Sims —dijo Millie. —Está en nuestra congregación y su obra lleva catorce semanas en Broadway.

—Estamos poniéndonos muy tontos —dijo Martin. —En lugar de animar a Lucy a que nos cuente cosas de ese mundo fascinante del que ahora forma parte, tratamos de competir como crios. A mí, personalmente, me gustaría saber en qué consiste su trabajo. No tengo más que una vaga idea de lo que hace un agente teatral.

David, con gran alivio, escuchó las explicaciones de Lucy acerca de cómo buscaba trabajo para los artistas, de los miles de artistas que pasaban hambre, de las grandes sumas que se pagaban a las estrellas y de las comisiones que cobraban los agentes. Mientras hablaba de la nueva vida que había elegido, Lucy estaba chispeante de animación, y David, tal vez por primera vez en su vida, era capaz de observarla con objetividad. En aquel momento, sin que él lo notara siquiera, se rompían los últimos lazos que los unían. Era realmente una mujer inteligente, atractiva y simpática, pero él no sentía ya el menor deseo de volver a ser su marido.

Después, mientras Millie acompañó a Lucy al piso de arriba para preparar su habitación, o para dar a Martin la oportunidad de quedarse a solas con David, los dos hombres se sentaron en el pequeño estudio de Martin con el coñac. Martin encendió la pipa y observó a David con curiosidad.

—Nunca dejas de sorprenderme —dijo Martin.

—¿Qué esperabas?

—Estaba preocupado. David, es una mujer extraordinaria.

—En todas partes encuentro a mujeres extraordinarias, por suerte o por desgracia para mí.

—Consérvala como amiga. Nosotros tenemos el inconveniente de relacionarnos con muy pocas personas. Por lo que ella ha dicho, parece que tu hija piensa quedarse en California.

—Está sólo a unas horas de avión.

—Ella y Millie se aprecian mucho. A mi mujer le cuesta hacer amigos, David.

—Todo el mundo sufre por falta de amigos. A veces me pregunto qué ocurría cuando se tardaban dos días en ir de Leighton Ridge a Danbury.

—Lo mismo que ahora. Aunque quién sabe. ¿Cómo está Aaron? ¿Cómo se adapta a la cárcel?

—¿Puede alguien adaptarse a la cárcel? —preguntó David. —Aaron es un muchacho interesante, lo que equivale a decir que es un muchacho extraño. No hay cólera en él. Dice que la cárcel le parece una experiencia valiosa. Yo creo que para mí sería una experiencia terrible y funesta. Pero a veces me parece que, de todas las personas a las que tratamos en nuestra vida, nuestros hijos son las que menos llegamos a conocer.

—Y los padres son las que peor conocen ellos.

—Eso también.

Entraron Lucy y Millie, y Lucy miró la habitación con agrado.

—Lo que no sobra en la Costa es el buen gusto. Allí no podríais encontrar una habitación como ésta: ni alfombras anudadas a mano, ni suelos de madera, ni muebles del siglo XVIII.

—Vamos —dijo Martin—, yo he visto habitaciones como ésta en más de cien películas. Tampoco tenéis temperaturas de muchos grados bajo cero, ni nieve, ni cañerías heladas.

—Y yo, con mi preocupación por Aaron, ni he preguntado por Ellie y Joe. ¿Se casó Ellie con aquel médico?

—No, aquello se acabó. Y Joe está bastante contento —dijo Martin. —Trabaja de carpintero en Toronto, conoció a una muchacha que le gusta…

—Pero ¿no podrá volver? Quiero decir, cuando haya pasado esta pesadilla.

—Esto nunca pasará —dijo Millie con resignación.

—Nosotros lo educamos como a un cristiano —dijo Martin. —Le enseñamos a comprender y a vivir según las enseñanzas de Cristo, a no usar de la violencia con sus semejantes. Mis antepasados llegaron aquí hace más de trescientos años, huyendo de un Gobierno cruel y obcecado que les parecía intolerable. Él hizo la misma elección, y yo tengo que respetarla.

—Pero ésta es nuestra tierra —protestó Millie. —La familia de mi padre ha vivido en Connecticut durante muchas generaciones.

—Y, sin embargo, seguimos siendo unos extraños… lo mismo que David y Lucy. Es nuestra desgracia, o nuestra suerte.

—Yo podría prescindir de esa suerte —dijo Millie.

—Algún día volverá —dijo Martin. —Todo cambia y esto también ha de cambiar. Lo terrible es que miles de los muchachos que están enviando al Vietnam no volverán…, si no es en sacos precintados.

Dos días después, mientras iban en el coche camino de la prisión de Danbury, Lucy preguntó a David:

—¿Estás de acuerdo con Martin? ¿A ti te parece bien que su hijo se fuera al Canadá? Aaron no tendría por qué estar en la cárcel. Hubiera podido marcharse al Canadá.

Hacía diez minutos que viajaban en silencio. David, sin pensar en nada, se deleitaba con el paisaje otoñal de Connecticut. Por más veces que hubiera presenciado el milagro, aquel súbito cambio del verde a una orgía de dorados, rojos, ocres y bronces, no podía mirarlo con la indiferencia nacida de la costumbre. Siempre le parecía nuevo, inesperado, increíble. Por ello, en lugar de contestar a Lucy, dijo:

—¿No echas de menos esto? Yo creo que no podría estar años sin verlo.

—¿El qué?

—Este colorido.

—¿Has oído una sola palabra de lo que te decía? Decía que Aaron no tenía por qué haber ido a la cárcel. Hubiera podido marcharse a Vancouver, en la costa del Pacífico. Allí hay cientos de prófugos americanos.

—Yo no le dije lo que tenía que hacer, Lucy. Él obró según su propio criterio.

—¿Alguna vez le has dicho algo? —preguntó ella con irritación.

—Dentro de un rato vamos a verle. Mientras, ¿por qué no te relajas y disfrutas del paisaje? Estoy seguro de que hace años que no has visto los colores del otoño.

—Eres fantástico, David. Absolutamente fantástico. Vamos camino de la cárcel de Danbury, a ver a mi hijo que está encerrado allí como un delincuente común, y tú no piensas más que en los dichosos colores del otoño. Yo no puedo arrancarme de la cabeza la idea de que nunca le soltarán. Pueden tenerlo encerrado para siempre.

—No pueden. Estás dejándote dominar por el miedo. Éste aún es un país de derecho, por lo menos dentro de nuestras fronteras, y dentro de ocho meses saldrá de la cárcel y empezará un programa de trabajo.

—Sí, trabajos forzados, seguramente.

—Seguramente, le pondrán en el hospital de Danbury, donde tendrá que hacer lo que le manden. Lo importante es, creo yo, que cuando entremos a verle no le atosiguemos con nuestros propios problemas. Ya tiene bastante con los suyos.

—No es eso lo que yo pensaba hacer.

—Ya lo sé.

—Pero si se hubiera marchado al Canadá…

—Lucy, Aaron no quería ir al Canadá ni colgarse una etiqueta de pacifista. Sencillamente, opina que la guerra del Vietnam es injusta y contraria a todos los principios en los que él cree. Forzosamente tenían que enviarlo a la cárcel. Yo personalmente hubiera hecho y dicho cualquier cosa con tal de librarle de aquella carnicería. Eso ya lo sabes.

—Sí.

—Se alegrará mucho de verte.

—Lo sé. —Se arrimó a él y apoyó la cabeza en su hombro. —Estoy cansada, David, muy cansada. Me ha ido bien el no verte. Durante estos cinco años, había podido olvidar muchas cosas, cómo eres, lo que era nuestra vida aquí. Pero, desde que te he visto, todo se ha complicado. No puedo ser tu mujer, no puedo…, aunque te quiero como una condenada. No me es posible vivir aquí. Esto me ahoga, a pesar de esos colores que a ti te encantan. Me siento enterrada en vida. Todo es tan estrecho. Bob y yo tenemos una casita en Malibú. Cuando regresamos a Los Angeles, a cinco minutos de la casa, entramos en Malibú Canyon, rodeado de unas montañas enormes… No, no es eso. No es el paisaje. ¡Qué estupidez! Es la forma en que tú y Martin miráis el mundo, como si fuera vuestra responsabilidad personal. Y no es responsabilidad vuestra. Ni vuestra ni de nadie. ¿Quieres saber lo que es el mundo? Yo te lo explicaré. El mundo es un montón de mierda. El mundo es un conglomerado de idiotas que se dejan gobernar por un maníaco como Lyndon B. Johnson y que periódicamente salen a matarse unos a otros. ¿Sabes cómo llaman a la gente del cine? Los shit-kickers, chuta-mierda. Y ésos son los que pueblan el mundo, los chuta-mierda y los tarugos. Nadie puede remediarlo. Ni tú ni Martin podréis cambiar nada, y andáis dando traspiés por la vida con vuestra fe puesta en un Dios que no existe y lo que estáis perdiendo es la misma vida… —Se le ahogó la voz y rompió a llorar. —Yo te quiero —dijo. —Siempre te he querido, y no se puede hacer nada. —Ella gimió. —Llegaremos tarde.

—La visita termina a las tres y no son más que las nueve y media. Vamos, mujer. Te has dejado vencer por la emoción y es natural. Hacía años que no nos veíamos. Llevas varios años fuera de Leighton Ridge.

—David, ¿por qué no te pones furioso conmigo? ¿Por qué no me dices que soy una pécora?

—Porque no lo eres… y porque te quiero.

—Oh, David —sollozó. —Tú me quieres, ¿verdad? Y yo te quiero, y no sirve de nada, ¿verdad?

—Sirve de lo que tú quieras. No volveremos a vivir juntos, pero tenemos dos hijos, y eso nos une. Podemos querernos. Es mejor que odiarnos y que sernos indiferentes.

Ella sacó del bolso varios pañuelos de papel y se secó los ojos.

—¿Cómo tengo los ojos, David?

—Preciosos.

—Eres un encanto.

—No siempre. También puedo ponerme odioso.

—¿Tú?

—Algunas veces. ¿Cómo te sientes ahora?

—Mucho mejor. Tenía que desahogarme. Yo podría ir a la cárcel… créeme, si fuera necesario, podría… pero ver a tu hijo pasar por eso es mil veces peor. Y él no ha hecho nada. Sólo negarse a matar.

El guardián de la entrada de la prisión de Danbury inspeccionó el bolso de Lucy. Ella llevaba un cartucho de caramelos de menta.

—En su lugar, yo no intentaría dárselos —dijo el hombre.

—Ni se me había ocurrido.

Les sellaron el dorso de la mano con tinta simpática.

—Eso es para evitar que nos cambiemos de ropa con tipos desesperados como Aaron —dijo Lucy. —Me parece que sacan todas sus ideas de las películas. —Esperaban en el gran locutorio, ya muy concurrido de visitantes y prisioneros. Un guardián acompañó a Aaron: diecinueve años, larguirucho y tan parecido a su padre que Lucy dio un respingo. Hacía meses que no le veía, y esperaba encontrarse con un personaje vencido, cabizbajo y vestido con uniforme de presidiario; pero lo que tenía delante era un muchacho bronceado, con pantalón tejano y camisa de algodón azul. Él le dio un fuerte abrazo y, luego, inesperadamente, otro a David.

—Me alegro de veros a los dos —dijo. —Me alegro mucho. Mamá, estás muy guapa.

—Es muy guapa —dijo David.

—Sí, es cierto. —Los miraba inquisitivamente, y David comprendió que su hijo estaba desconcertado.

—Aaron, escucha —dijo David en voz baja—, tu madre y yo nos queremos. Siempre nos querremos. El que cada uno de nosotros tenga que vivir su vida, en el lugar que prefiera, no significa que no nos queramos. ¿Lo comprendes?

—No muy bien. —Les miró largamente. —Pero lo intentaré.

—Bien. Ahora háblanos de ti.

—¿Comes lo suficiente? —preguntó Lucy.

—Dan mucha comida, y es bastante buena. Nos tratan bien. La prisión está en la orilla del lago, y eso es una ventaja, Y podemos pasar mucho tiempo al aire libre. Hay varios chicos que están aquí por lo mismo que yo, de manera que tengo amigos y personas con quien hablar. Aquí envían también a los políticos descarriados, y hasta congresistas como J. Pamell Thomas, que fue presidente del Comité de Actividades Antinorteamericanas, han cumplido condenas aquí. De manera que esto está considerado como una prisión de primera clase para peces gordos. Aunque tampoco es un club de campo, desde luego, pero no está mal. No es como las que salen en las películas.

—Bueno, gracias a Dios —dijo Lucy. —Temí que fuera algo horrendo.

—Está bien. ¿Vuelves a California?

—Mañana.

—Me quedan ocho meses. Papá está aquí y a él le veo a menudo. ¿Volveré a verte a ti antes de que me suelten?

—Te lo prometo. Por lo menos, dos veces. Y, cuando salgas, vendrás a California.

—¿Y Sarah? ¿Cómo está?

—Muy bien. No la traje porque creí que esto sería mucho peor. La próxima vez vendrá conmigo.

—Cuando salga, tendré que hacer dos años de servicio. Creo que me enviarán al hospital de Danbury, pero supongo que podré conseguir el traslado a California. Ya lo sé, papá —dijo a David—, pero tú y yo nos hemos visto a menudo y mamá y Sarah están a cinco mil kilómetros. ¿Aún piensas casarte con Bob Greene? —preguntó mirando a Lucy.

—Sí.

—Bueno, al veros aquí juntos y tan amigos… Habéis dicho que os queréis.

—No podemos vivir juntos —dijo Lucy. —Algún día comprenderás por qué.

—No lo entiendo —porfió él. —No entiendo nada. Yo sé que, si quisiera a una mujer, desearía vivir con ella.

—Supongamos que ella tuviera los dos pies firmemente plantados en las nubes —dijo David. —¿Cómo la harías bajar?

Los tres se echaron a reír. A David le hacía bien ver reír a Aaron. Luego hablaron de los estudios. Aaron sacó a relucir el tema.

—He terminado el primer curso en Yale. ¿Creéis que podré estudiar mientras cumplo con el servicio? ¿Y dónde? No estoy seguro de querer volver a Yale. Si estudiara Medicina, el trabajar en el hospital aún podría servirme de algo.

—¿Qué quieres ser?

-—Me parece que ingeniero. No me seduce meterme con filosofías de ninguna especie. Quiero aprender a construir algo. Hay cantidad de médicos y abogados judíos, pero en Yale estuvo una mujer de Israel…, cazadores de cabeza los llaman, que quería reclutar ingenieros. Lo que más necesitan ahora en Israel son ingenieros industriales especializados en electrotecnia. Y no encontró ni un solo ingeniero electrotécnico judío en todos los Estados Unidos. Tal vez yo me iría a Israel si fuera capaz de construir allí algo que no pudiera hacer nadie más.

A las tres se terminaba la visita. Lucy se abrazó a Aaron. Él, tan alto como David y mucho más que su madre, la consolaba:

—Mamá, estaré muy bien, no me pasará nada. Bien mirado, esta cárcel es el lugar más seguro del mundo.

—Se acabó la hora de visita —anunciaba un guardián. —Las tres. Se acabó la hora de visita.

—Olvidaba deciros que estoy aprendiendo otra lengua —dijo Aaron. —Español.

—¿Por qué?

—Es la lengua de California. ¿Quién sabe dónde viviré?

Fuera, llorando otra vez, Lucy dijo:

—¿Cómo puede tomarlo tan a la ligera?

—Lucy, se reía porque nosotros estábamos con él y eso le hacía sentirse contento. Lucy, él es joven y fuerte y está lleno de proyectos para el futuro. Tiene vitalidad.

—Ya lo sé. —Estaban en el aparcamiento, al lado del coche de David. Unas nubes grandes y oscuras habían cubierto el alegre sol de aquella mañana. —Oh, David, creo que piensa ir a California, y entonces tú no tendrás a nadie a tu lado. Quiero decir, ¿por qué si no iba a aprender español?

—El francés es la segunda lengua que aprendió en la escuela y a Francia no irá. ¿Quién sabe a dónde querrá ir? Quizá vaya a Israel.

—Oh, no. David, tengo frío.

Él le rodeó los hombros con un brazo, mientras buscaba las llaves del coche.

—Vámonos de aquí. Odio esto. Es feo. —Pero, ya en el coche, Lucy añadió—: De todos modos, volveré. No he querido decir que no vaya a volver. David, eso de estudiar para ingeniero y marcharse a Israel. ¿Qué le hace ser tan judío?

—Es judío.

—No me refería a eso. Veo en él algo que ni en ti he visto nunca, y que no tiene nada que ver con lo que dice o hace. ¿Te acuerdas con qué cariño ponía las manos en la Torah durante la ceremonia de Bar Mitzvah? ¿Tiene novia? —preguntó súbitamente.

—Desde luego, una preciosidad de muchacha. Vive en New Haven. Pero, Lucy, por el amor de Dios, sólo tiene diecinueve años. No creo que tengan relaciones formales. Es sólo una amiga.

—¿Judía?

—No se me ha ocurrido preguntar.

—¡No se te ha ocurrido preguntar!

—Lucy, ¿qué puede importar eso?

—¿Tú eres rabino y me preguntas qué puede importar eso?

—Y tú eres una atea declarada.

—No trates de desconcertarme, David. Ser atea no tiene nada que ver con mi condición de judía. ¿Cómo se llama esa chica?

—Me parece… sí; Susan Andrews.

—Susan Andrews. ¿Y no sabes si es judía?

—Eso no importa. No sé de qué tienes miedo, pero voy a decirte algo sobre tu hijo. ¿Te acuerdas cuando, me parece que fue a los doce años, tuvo aquella urticaria tan fuerte, provocada por la hiedra venenosa? Vino a casa con la cara y los brazos hinchados y nos dio unas explicaciones un poco tontas sobre lo que había ocurrido.

—No creo que lo olvide nunca. Fue terrible.

—Lo que pasó realmente es que tres chicos, tres buenos mozos uno o dos años mayores que Aaron, empezaron a meterse con él, a llamarle judío asqueroso y asesino de Cristo… sí, aquí, en Leighton Ridge, donde tal cosa parece inconcebible. Y cuando él trató de defenderse, lo agarraron y lo tiraron sobre la hiedra venenosa. Un año después, cuando entró en la pubertad y se desarrolló, agarró a aquellos muchachos uno a uno y les dio una paliza.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó él?

—No, él nunca me ha hablado de aquello. Ocurrió poco antes de que os fuerais a California. No, me lo dijo Martin. El padre de uno de los chicos fue a hablar con él, hecho una fiera, desde luego, por la tunda que se había llevado su hijo. Sabía que Martin y yo éramos amigos. Yo me quedé anonadado, hundido. Toda la vida predicando la no violencia, y mi propio hijo… Pero hablé con aquel chico, y Martin y yo interrogamos a los tres y, poco a poco, averiguamos toda la verdad. No es que yo apruebe lo que hizo. Hay momentos en los que me asusta pensar en ello. Pero tú me preguntabas por qué parece tan judío. Pues lo es, y de un modo que a ti y a mí nos resulta difícil comprender.

—¿Y tú no le hablaste de ello?

—No, no puedo hablarle de eso, ni puedo juzgarle.

—Es tan extraño —dijo Lucy. —Es inexplicable. Educamos a dos hijos y nos encontramos con dos desconocidos, y convivimos durante años y no podemos saber quiénes son en realidad.

—¿Te ocurre eso con Sarah?

Lucy titubeó, asintió y dijo:

—Sí, eso me ocurre con Sarah. Hay como un muro entre las dos. Y yo trato de comprenderla. Lo intento.

—¿Lo pasó bien este verano?

—Sabía que tú deseabas tenerla aquí contigo, David, pero créeme, yo no traté de influir en ella en ningún sentido.

—Lo sé.

—Ella deseaba hacer lo de Oklahoma. Me dijo: «Mamá, yo voy a ser arqueóloga, ésta es una oportunidad para empezar y no puedo dejarla pasar», y la verdad es que estaba tan ilusionada como una niña con una muñeca nueva por ir a esas excavaciones del poblado indio de Oklahoma. Y, David, ¿sabes lo que se llevó por todo equipaje? Cuatro pares de pantalones vaqueros, cortados por encima de la rodilla, y cuando quise hacerle los dobladillos me contestó que de ninguna manera, bueno, cuatro pares de vaqueros, ocho camisetas y dos pares de sandalias. Y nada más. Ni calcetines, ni una barra de labios, y es tan bonita… Ah, sí, y tampones. Y volvió requemada por el sol y con ese maravilloso pelo suyo color caoba, todo descolorido, y cuando quise enviarla a mi peluquero me miró como si me hubiera vuelto loca.

—¿Y cómo ha tomado el que Aaron esté en la cárcel?

—¿Es que no te ha escrito?

—No me habla de eso en sus cartas.

—Él es su héroe. Y, además, le hace ganar puntos delante de sus amigos, como dice ella. Un hermano que tiene el coraje de ir a la cárcel. Ése es el héroe del momento. Ella y sus compañeras de cuarto colgaron un cartel a la puerta del dormitorio con ese eslogan que hoy repite la juventud: Hey, hey, ¿a cuántos chicos te has cargado hoy?

—Pues a mí no me ha dicho nada. ¿Por qué? ¿Es que no confía en mí?

—David, tú eres su padre, pero, además, eres el rabino. Tus hijos te adoran, pero estás lejos. Tú siempre estás lejos. Siempre estuviste lejos de mí.

—No, oh, no.

—Perdona.

Casi llegaban ya a Leighton Ridge cuando David dijo:

—Yo te llevaré al aeropuerto mañana.

—Me gusta la idea.

—Pensé que quizás aceptaras cenar conmigo. Mrs. Holtzman ha preparado cena suficiente.

—David, ojalá me lo hubieras dicho antes. No puedo. Martin y Mille esperan que cene con ellos. —Reflexionó un momento. —Supongo que podría dar una excusa. O llevarte conmigo. Ellos estarían encantados.

—No, déjalo. Hasta mañana.

Al llegar a casa de los Carter, David no bajó del coche. Ella se despidió dándole un beso en la mejilla. Cuando él dejó el coche, se sentía completamente abatido. Mrs. Holtzman preguntó desde la cocina:

—¿Pongo dos cubiertos, rabino?

—Uno. Sólo uno.

—Lo siento. Creí que Mrs. Hartman cenaría con usted.

—No.

—Encima de la mesa de su despacho le he dejado nota de las llamadas telefónicas.

David subió a su despacho, sintiéndose más solo y abandonado que nunca. Uno de los recados era de Della Klein. Él cogió el teléfono y marcó su número.

—David, qué voz más triste. ¿Tanto te ha afectado la visita a la prisión?

—No, me ha afectado la vida.

»Eso es lo peor. Lo último, pero no se puede claudicar.

—¿Cuál es la alternativa, al fin y al cabo? ¿Cómo está Aaron?

—Muy bien. Estupendamente.

—Entonces el problema está entre tú y Lucy. ¿Cenas con ella?

—No. Está en casa de los Carter.

—Bien. Entonces tú y yo podríamos ir a algún sitio de postín. Encontraremos algo elegante aunque tengamos que recorrer treinta kilómetros, y ya verás cómo te animas.

—Gracias. Eres una persona encantadora. Pero me quedaré en casa.

—No vuelvas a llamarme persona encantadora.

Cuando por fin David se sentó a cenar solo, Mrs. Holtzman dijo poniendo una fuente humeante encima de la mesa:

—Le he preparado un estofado de pecho, tal como usted me dijo que lo hacía su madre.

—Huele estupendamente.

—Rabino, perdone, ya sé que no tengo ningún derecho a hablarle así, pero me parte el corazón verle cenar solo noche tras noche.

—Delicioso —dijo David al primer bocado. —Y tampoco es noche tras noche, Mrs. Holtzman, pero es usted muy amable al preocuparse tanto por mí. De todos modos, no vivo olvidado. No ceno en casa más de tres noches a la semana. Si aceptara la mitad de las invitaciones que me hacen las familias de la congregación, no tendría ocasión de estar solo. Y necesito estar solo de vez en cuando.

—Ya lo sé, rabino. Puede estar seguro.

David durmió mal aquella noche. Siempre dormía mal cuando tenía que madrugar. En uno de aquellos breves intervalos de sueño, volvió a soñar con Dachau. Soñaba a menudo con el campo de concentración: unas veces, horribles pesadillas; otras, sueños más plácidos. Lo de aquella noche fue una pesadilla. Él volvía a hallarse en la gran fosa común en la que los cadáveres judíos estaban amontonados como leña. En su sueño, como tantas otras veces, él era uno de aquellos cadáveres, y aunque tenía los ojos abiertos y podía ver el borde de la fosa, su cuerpo estaba paralizado por la rigidez de la muerte. Allí tendido y helado vio a soldados americanos que se agrupaban al borde de la fosa. Él les llamaba. Les gritaba. Pero no le salía la voz, y entonces vio que los soldados llevaban palas en la mano y empezaban a tapar la fosa. Ninguna de las veces que David había soñado con la fosa ocurría aquello. David concentraba todos sus esfuerzos en hacer oír sus gritos, y de pronto sus propios gritos le despertaron y se encontró temblando y cubierto de un sudor frío.

A pesar de todo, a la mañana siguiente se sentía bastante fresco y descansado. Se miró al espejo con curiosidad mientras se afeitaba. En vísperas de cumplir los cincuenta y todavía un poco menos que medio calvo. Sus ojos azul pálido estaban rodeados de pequeñas arruguitas y empezaba a marcársele el rictus de la boca. Aún podía ponerse su antiguo uniforme, pues si había aumentado de peso no sería más de un kilo.

Mrs. Holtzman le había oído gritar.

—Tuvo una pesadilla, rabino —dijo.

—Sí.

—¿Otra vez el campo de concentración?

—Sí, otra vez.

—¿Recuerda que le dije, rabino, que yo estaba en Dachau cuando usted y los otros muchachos americanos nos liberaron? —Se le llenaron los ojos de lágrimas, como siempre que hablaba de Dachau.

—Pues claro que sí.

Ella le miró afectuosamente. Había creado una novela en su imaginación en la que él unas veces era su hijo y otras, su amante.

—Yo también tenía pesadillas de Dachau; pero ¿sabe lo que pasó? Desde que usted me dijo que iba con aquellos guapos muchachos que nos liberaron, no he vuelto a tenerlas. Sus palabras fueron como una bendición para mí. Y una bendición puede hacer milagros, ¿no?

—A veces.

Ella no sabía cómo continuar la conversación, y David intuyó que la mujer creía haber dicho demasiado. En vez de seguir hablando, le sirvió el desayuno, y David contempló, abrumado, la enorme cantidad de comida que le ponía delante. Se había retrasado y tenía que marcharse inmediatamente, dijo, a modo de disculpa por dejar intactos todos aquellos alimentos.

Martin y Millie salieron con Lucy. Martin llevaba las maletas. Era una fría mañana de octubre; estaba tan límpido el aire que parecía que fuera a resquebrajarse. La escarcha crujía bajo sus pies.

—Dentro de un mes iremos a Toronto —dijo Martin. —Hace ya demasiado tiempo que no vemos a Joe. Aprovecharemos el viaje para acercamos hasta California. No hemos estado nunca, y Millie es una entusiasta aficionada al cine…

—¡Qué tontería! ¡Entusiasta! Pero, Lucy, si fuéramos, ¿podrías conseguirnos pases para visitar unos estudios?

—Creo que sí.

Las dos mujeres se abrazaron largamente. Martin tiritaba de frío y David recordó a Lucy la hora que era. Ella estaba otra vez llorando cuando se sentó en el coche de David.

—Pero ¿por qué?

—¿Crees que no tengo sentimientos? Aquí dejé una parte de mi vida. —Quizá lo mejor. No sé. —Al cabo de unos minutos, dijo—: Es inútil. No se puede hacer marcha atrás. No se puede, ¿verdad, David?

—No lo sé.

—David, si te pregunto una cosa, ¿me contestarás con toda franqueza, sin escrúpulos de ninguna clase?

—Lo intentaré.

—Bien. ¿Qué me contestarías si yo te dijera: David no deseo volver a California. Quiero quedarme aquí. Quiero volver a casarme contigo. Quiero ser tu mujer y vivir aquí contigo?

David guardó silencio, con la mirada fija en la carretera, mientras ella contemplaba su perfil. Luego, lentamente, respondió:

—Diría que me siento halagado. Y emocionado. Porque creo que siempre te querré más que a ninguna otra mujer. También estoy agradecido, porque reconozco que me sentí despreciado y abandonado. Pero, por otra parte, al cabo de dos semanas, tú empezarías a odiarme. Y te odiarías a ti misma, porque nada despierta el odio de uno mismo tanto como un acto de autodestrucción. Te aburrirías. Como tú misma dijiste, aborrecerías la pequeñez de todo esto, el frío, el invierno interminable, helado, repelente, el tener que viajar más de treinta kilómetros para ver una película y casi cien, para ir a un buen restaurante o al teatro. No tendrías a los chicos, para cuidarlos o distraerte con su compañía, y puesto que no podemos echar a la maestra que contratamos para sustituirte, no podrías ni dar clases en la escuela dominical.

—Santo Dios —susurró Lucy.

—Quizás exagero.

—Oh, no —dijo Lucy. —Nada de eso. Tienes razón. La perspectiva no puede ser más triste. Pero tienes razón.

—Por si te sirve de consuelo, te diré que desde que llegaste me he sentido lleno de deseo carnal y no hago más que pensar en nuestras noches de antes…

—David, bromeas.

—Es la verdad.

—Eres un encanto.

—Y he estado haciendo complicados planes para seducirte.

—¿Por qué no lo has intentado?

—Lucy, soy un rabino.

—Sí. A veces se me olvida. Mira, creo que todo eso es una sarta de mentiras.

—Ya sabes que yo no miento.

—Muy bien. En el aeropuerto hay un hotel…

—Lucy, eso no remediaría nada, y tú lo sabes.

—No, no remediaría nada. Nunca sabré si me has dicho la verdad, pero me ha gustado y te lo agradezco.