VIERNES

El Barquero mantenía su rumbo

Fijo, con resolución constante:

Jamás retrocedía, ni buscaba extenuar

A sus brazos cansados por el arduo esfuerzo,

Barriendo con sus remos la acuosa pradera.

Edmund Spenser, The Faerie Queme

El manto del verano se vuelve

Oscuro, y ahora parece un vestido tintado.

John Donne, «An Anatomy of the World»

Mientras permanecíamos tumbados, despiertos mucho antes del amanecer, escuchando las ondas del río y el susurro de las hojas, preguntándonos si el viento soplaría río arriba o abajo, si sería propicio o adverso para nuestro viaje, ya sospechábamos que el tiempo había cambiado, pues había en aquellos sonidos una frescura otoñal. El viento de los bosques sonaba como una cascada incesante que corría rugiendo entre las rocas, e incluso nos sentimos estimulados por la actividad inusual de los elementos. Quien escuche el ondear de los ríos en estos días desesperados no perderá por completo la esperanza. Aquella noche se había producido el cambio de estación: nos fuimos a la cama en verano y nos despertamos en otoño, pues el verano se convierte en otoño en un instante inimaginable del tiempo, como una hoja que gira.

Encontramos nuestro bote al amanecer, justo como lo habíamos dejado, como si estuviese esperándonos allí, en la orilla, en el otoño, en el frío y empapado de rocío, y vimos nuestras huellas aún frescas en la arena húmeda de alrededor —todas las hadas se habían marchado o estaban escondidas—. Aún no eran las cinco de la mañana cuando lo empujamos hacia el interior de la niebla y, tras saltar dentro, nos bastó un golpe de remo para perder de vista la orilla y comenzar a deslizamos sobre el rápido río, con los ojos alerta en busca de rocas. Sólo podíamos ver el agua amarilla y borbotante, y un denso banco de niebla formando un pequeño jardín a nuestro alrededor. Pronto pasamos junto a la desembocadura del Souhegan, y por el pueblo de Merrimack, y a medida que la neblina se fue disipando, y no fue necesario estar continuamente atentos a las rocas, vimos pasar las nubes viajeras, vimos el primer tono rojizo sobre las colinas, el río que fluía, las casitas en los márgenes, y luego la propia orilla, tan serena y fresca y brillante por el rocío; y más tarde, ya entrado el día, vimos pasar los colores de la vid, vimos al jilguero sobre el sauce, al carpintero de pechera volando en bandadas, y cuando estuvimos lo bastante cerca de la orilla, pudimos constatar por las caras de los hombres que, como nos imaginamos, el Otoño había comenzado. Las casas parecían más acogedoras y reconfortantes, y sus moradores sólo se dejaban ver un instante, antes de marcharse tranquilamente y cerrar la puerta, retirándose hacia el interior, al hogar del verano.

Y ahora el frío rocío otoñal se ve

Cubriendo todo el verde;

Y los campos esquilados marcan

El rápido declive del año[1].

Escuchamos el suspiro del primer viento otoñal, y hasta el agua había adquirido un tono más gris. El zumaque, la viña y el arce ya estaban cambiados, y el algodoncillo se había vuelto de un amarillo más oscuro e intenso. En todos los bosques las hojas se apresuraban a madurar, listas para su caída, pues las venas llenas y el brillo vivo son propios de la hoja madura, y no de la hoja marchita de los poetas. También sabíamos que los arces, que estaban entre los primeros en ser despojados de sus hojas, pronto se erigirían como columnas de humo bordeando el límite de la pradera. Ya se escuchaba el mugido salvaje del ganado en los pastos y por los caminos, marchando sin cesar de aquí para allá, como temiendo el marchitamiento de la hierba y la llegada del invierno. También nuestros pensamientos empezaron a susurrar.

Cuando camino por las calles de nuestro pueblo de Concord el día de la feria anual de ganado, que suele coincidir con la época en que las hojas de los olmos y los plátanos empiezan a esparcirse por el suelo con la respiración del viento de octubre, los espíritus que alegran su savia parecen tan revolucionados como cualquier joven granjero en su día libre, y encaminan mis pensamientos hacia el bosque lejano y susurrante, donde los árboles se están preparando para su campaña de invierno. Este festival otoñal, donde los hombres se reúnen en grandes multitudes por las calles con la misma regularidad y siguiendo una ley igual de natural que la que hace a las hojas amontonarse y crujir a los lados del camino, está vinculado en mi cabeza, de manera natural, con el declive del año. El mugido del ganado por las calles suena como una sinfonía ronca o un bajo que acompaña el crujido de las hojas. El viento sopla por doquier, espigando cada brizna de paja suelta que ha quedado en los campos, y también cada granjero parece moverse con él —vistiendo su mejor chaquetón, un chaleco color sal y pimienta y pantalones sueltos, llamativo atuendo de dril o estambre o pana, y, a pesar de todo, llevando también su sombrero de pelaje—, en dirección a las ferias rurales y a las exhibiciones de ganado, hacia esa Roma entre los pueblos donde se reúnen los tesoros de cada año. Campo a través salta las cercas con la ayuda de sus manos callosas y despreocupadas, que nunca han aprendido a estar quietas, entre el mugido de los becerros y el balido de las ovejas: Amos, Abner, Elnathan, Elbridge…

Desde las escarpadas montañas cubiertas de pinos hasta el valle[2].

Adoro a estos hijos de la tierra con sus grandes y afables corazones que se dirigen como un rebaño tumultuoso de feria en feria, como si temiesen que no hubiese tiempo entre sol y sol para verlas todas, pues el sol no es más paciente ahora que durante la siega del heno.

Sabios predilectos de la Naturaleza, viven en el mundo

Sin quedarse perplejos por su vehemencia[3].

Corriendo de aquí para allá, ansiosos por ver los vulgares espectáculos de ese día, ora siguiendo con gran tumulto al negro inspirado cuya laringe desata las melodías de todo el Congo y el golfo de Guinea por nuestras calles, ora viendo la procesión de un centenar de yuntas de bueyes, todos augustos y graves como Osiris, o los rebaños de ganado bien cuidados o de vacas lecheras tan inmaculadas como Isis o Io. Quienes no sienten por la Naturaleza amor

En absoluto

Volverán de este gran festival convertidos en sus amantes[4].

Puede que lleven sus bestias más bellas y sus frutos más ricos a la feria, pero todos quedan eclipsados por el espectáculo de los hombres. Éstos son días estimulantes de otoño, en que los hombres se desplazan en multitudes entre el crujido de las hojas, como fringílidos en migración. Ésta es la verdadera cosecha del año, donde el aire no es sino la respiración de los hombres y el sonido de las hojas se funde con el pisoteo de la multitud. Hoy en día leemos sobre los festivales, los juegos y las procesiones de los antiguos griegos y los etruscos con algo de incredulidad o, cuando menos, con poca simpatía. Pero qué natural e irreprimible resulta para cada pueblo realizar algún saludo cordial y palpable a la Naturaleza. Los coribantes, las bacantes, los trágicos toscos y primitivos con su procesión y su canto de cabra[5], y toda la parafernalia de las Panateneas[6], que parecen tan anticuados y peculiares, tienen su homólogo en la actualidad. El campesino siempre será un mejor griego de lo que el erudito puede apreciar, y la tradición antigua aún sobrevive, mientras que los anticuarios y los estudiosos encanecen conmemorándola. Los granjeros se arremolinan en las ferias del día obedeciendo a la misma ley antigua, que no fue promulgada por Solón o Licurgo, y con la misma naturalidad que los enjambres de abejas siguen a su reina.

Merece la pena tomarse el tiempo de observar a los campesinos, cómo fluyen hacia la ciudad; a la sobria gente del campo, ahora todos ansiosos, con los cuellos de las camisas y los abrigos bien levantados —cuellos tan anchos que parecen haberse puesto la camisa al revés, la parte de arriba abajo, pues la moda siempre tiende al exceso—, y con una insólita ligereza en su paso, charlando circunspectos entre ellos. También el caminante más relajado aparecerá sin duda tras escuchar el primer ruido de la reunión, y al día siguiente volverá a su agujero, como la cicada periódica, que cada diecisiete años sale del subsuelo para poner sus huevos. Lleva un abrigo siempre desgastado, y aunque es más elegante que el traje de los domingos del granjero, nunca va vestido. Viene a ver el espectáculo, a enterarse de lo que pasa —a saber «qué se cuece», si es que se cuece algo—, a ver a unos cuantos hombres borrachos, las carreras de caballos y las peleas de gallos, impaciente por hacer temblar las patas de las mesas y, sobre todo, a contemplar al «cerdo rayado». Este caminante es, de hecho, la criatura que más disfruta de la ocasión: vacía sus bolsillos y su alma en este río y allí nada durante todo el día. Ama sinceramente toda esta efusión social y no hay en él ninguna reserva de sobriedad.

Me encanta observar a estos rebaños de hombres alimentándose efusivamente de tales placeres burdos y suculentos, como se alimenta el ganado de las hojas y los tallos de las plantas. Aunque entre ellos hay muchos especímenes humanos encorvados y lisiados, reducidos a espinas y corteza y deformados por las circunstancias adversas, como la tercera castaña de la cápsula —de suerte que nos sorprende ver ciertas cabezas llevando un sombrero en condiciones—, no hay que temer que la raza fracase o titubee con ellos, pues, como los manzanos silvestres que crecen entre estos setos, aún producen frutos dulces e intensos. Así se refuerza la naturaleza generación tras generación, a medida que sus bonitas y sabrosas variedades se van extinguiendo, cumpliendo su periodo de vida. Así es esta raza humana. Pensemos en qué barato ha de ser el material del que están hechos tantos y tantos hombres.

El viento propicio soplaba con constancia, así que mantuvimos nuestra vela desplegada y no nos retrasamos ni un instante en toda la mañana, sino que desde primera hora hasta el mediodía navegamos sin descanso río abajo. Con las manos sobre el timón, que estaba bien hundido en el río, o recurriendo a los remos, a los que rara vez renunciábamos, sentíamos cada latido en las venas de nuestro corcel, y cada batido de las alas que nos empujaban. La corriente de nuestros pensamientos giraba de forma tan repentina como los meandros del río, que continuamente nos ofrecía nuevas vistas hacia el Este o el Sur, aunque somos conscientes de que los ríos fluyen con mayor rapidez y a menor profundidad en estos tramos. Las leales orillas nunca se apartaron de nosotros, aunque siempre siguiendo su propio curso. Así pues, ¿por qué razón tendríamos nosotros que apartarnos de ellas?

Un hombre no puede persuadir ni atemorizar a su propio Genio. Pero para conciliarlo, se necesita una conducta más noble de la que el mundo solicita o sabe apreciar. Estos pensamientos alados son como pájaros, y no serán manoseados; ni siquiera las gallinas se dejan tocar como los cuadrúpedos. Nunca ha habido nada más desconocido y sorprendente para un hombre que sus propios pensamientos.

Al genio más excepcional es a quien más le cuesta sucumbir y amoldarse a los caminos del mundo. El genio es la peor madera si lo que el poeta busca es navegar con la brisa de la popularidad. Las aves del paraíso están obligadas a volar constantemente contra el viento, para que sus vistosos ornamentos, haciendo presión contra sus cuerpos, no les impidan el movimiento.

El mejor navegante es aquel que puede pilotar con la menor ayuda del viento, y que puede obtener fuerza motriz de los mayores obstáculos. Casi todos empiezan a virar y cambiar de rumbo apenas el viento deja de soplar por la popa, y como entre los trópicos no sopla desde todos los puntos de la rosa, hay algunos puertos que jamás podrán alcanzar.

El poeta no es un atracadero desprotegido e imaginario, que requiere instituciones y edictos particulares para su defensa, sino el hijo más duro de la tierra y del Cielo, y por su mayor fuerza y resistencia sus compañeros extenuados reconocerán a Dios en él. A fin de cuentas, son los devotos de la belleza quienes han hecho el verdadero trabajo pionero en el mundo.

El poeta será popular a pesar de sus defectos, y también a pesar de sus virtudes. Golpeará la cabeza del clavo y no sabremos el tamaño de su martillo. Nos da la libertad de su hogar y su corazón, que es mejor que ofrecerle a alguien la libertad de una ciudad.

Los grandes hombres, desconocidos para su generación, tienen su fama entre los grandes nombres que les han precedido, y toda su gloria terrenal procede de los elevados juicios de éstos, más allá de las estrellas.

Orfeo no escucha los acordes que salen de su lira, sino sólo aquellos que le son inspirados, pues el acorde original precede al sonido, de la misma manera que el eco lo sucede. El resto pertenece sólo a rocas y árboles y bestias.

Cuando estoy en una biblioteca donde se encuentra documentado todo el saber del mundo, pero ninguno de los documentos, un mero tesoro acumulado que no es realmente acumulativo, donde los trabajos inmortales están lomo con lomo con antologías que no sobrevivieron al mes de su publicación, y las telarañas y el moho ya se han expandido desde las tapas de éstas a las de aquéllos, y recuerdo qué es la poesía, me doy cuenta de que Shakespeare y Milton no previeron caer en tan baja compañía. ¡Ah, que el trabajo de un verdadero poeta tenga que verse tan pronto arrastrado hacia tal agujero polvoriento!

El poeta sólo escribirá para sus semejantes. Se limitará a recordar que vio la verdad y la belleza desde su posición, y espera el momento en que una visión tan hermosa se cierna con esa misma libertad sobre ese mismo panorama.

A menudo nos vemos inclinados a compartir nuestras reflexiones con nuestros vecinos, o con los viajeros solitarios que nos cruzamos por el camino, pero la poesía es una conversación que desde nuestro hogar y soledad le habla a toda la Inteligencia. Nunca susurra a un oído privado. Sabiendo esto, quizá podamos comprender esos sonetos que dicen dirigirse a individuos particulares, o «A la ceja de una amante[7]». Que nadie se sienta halagado por ellos.

No hay duda de que existe una diferencia importante entre los hombres de genio, o los poetas, y los hombres que carecen de él, pues estos últimos no son capaces de aferrar y enfrentarse al pensamiento que les visita —aunque esto sólo se debe a que son demasiado vagos para poderlo expresar, o para que deje siquiera una impresión consciente—. Aquello que acelera o retrasa la sangre de sus venas y llena sus tardes con un placer cuya procedencia desconoce expresa una garantía evidente de la organización más elevada del poeta.

Hablamos del genio como si fuese una mera habilidad, y el poeta sólo pudiese expresar lo que los otros hombres conciben. Sin embargo, con relación a su tarea, el poeta es menos talentoso que cualquiera; el escritor de prosa tiene de hecho mayor habilidad. O fijémonos en el talento que posee el herrero, cuyo material es flexible en sus manos. Cuando el poeta se siente más inspirado le estimula un aura que jamás teñirá los atardeceres de los hombres comunes. Sin embargo, luego su talento se desvanece, y deja de ser un poeta. Los dioses no le conceden una habilidad superior a las demás, nunca ponen sus dones en las manos del poeta, sino que lo envuelven y lo sustentan con su aliento.

Decir que Dios le ha dado a un hombre muchos y grandes talentos suele significar que ha puesto Sus cielos al alcance de su mano.

Cuando el frenesí poético nos posee, corremos y rasgamos pluma en mano, concentrados sólo en los gusanos, llamando a nuestros compañeros en derredor, como el gallo, y disfrutando de la polvareda que levantamos. Sin embargo, no detectamos dónde está la joya, que quizá, entretanto, hemos alejado o vuelto a cubrir.

Tampoco el cuerpo del poeta se alimenta como el de los otros hombres, sino que en ocasiones prueba el néctar y la ambrosía genuinos de los dioses y vive una vida divina. Por medio de sanos y estimulantes arrebatos de inspiración, su vida se conserva hasta una apacible senectud.

Algunos poemas sólo son para las vacaciones. Son refinados y dulces, pero su dulzura es la del azúcar, no la que el esfuerzo confiere al pan amargo. El poeta ha de vivir con el mismo aliento con el que declama su verso.

La gran prosa, igual de elevada, merece que le demos un reconocimiento mayor que al gran verso, pues implica una altitud permanente, una vida más impregnada de la grandeza del pensamiento. A menudo el poeta sólo hace una irrupción, como el soldado parto, y vuelve a marcharse, disparando mientras se retira. En cambio, el escritor de prosa conquista como un romano y funda colonias.

El poema verdadero no es el que el público lee. Existe siempre un poema no impreso sobre papel, que coincide con la producción de éste, estereotipado en la vida del poeta: aquello en lo que se ha convertido a través de su trabajo. La pregunta no es cómo puede expresarse la idea en piedra, o sobre un lienzo, o en papel, sino hasta qué punto ha obtenido forma y expresión en la vida del artista. Su verdadero trabajo no estará expuesto en la galería de ningún príncipe.

Mi vida ha sido el poema que habría escrito,

Pero no podía a la vez pronunciarlo y vivirlo.

LA DEMORA DEL POETA

Veo en vano alzarse a la mañana,

En vano observo el Oeste enrojecer,

Mirando indolente hacia otros cielos,

Esperando a la vida por otros senderos.

Rodeado de esta infinita riqueza exterior,

Por dentro sigo siendo pobre,

Los pájaros despiden cantando a su verano,

Pero mi primavera aún no ha comenzado.

¿Debería pues aguardar al viento otoñal,

Obligado a buscar un día más sereno,

Sin dejar atrás lugar donde anidar,

Ni bosque donde aún resuene mi canto?

Este día crudo y ventoso, y el chirrido de los robles y los pinos de la orilla, nos hizo recordar climas más norteños que el griego, y mares más fríos que el Egeo.

Los versos auténticos de Ossian, o esos poemas antiguos que llevan su nombre, aunque cuenten con menos fama y alcance, están hechos, en muchos aspectos, de la misma pasta que la Ilíada. Ossian reivindica la dignidad del bardo tanto como Homero, y en su época no conocemos más sacerdote que él. De nada servirá llamarlo pagano porque personifica al sol y le habla. ¿Y qué, si sus héroes «alababan a los espíritus de sus padres[8]», a sus formas tenues, livianas e insustanciales? Nosotros no alabamos sino a los espíritus de nuestros padres en formas más sustanciales. No podemos por menos de respetar la fe vigorosa de los paganos, que de algún modo logran creer firmemente, y nos sentimos inclinados a decirle a los críticos que se sienten ofendidos por sus ritos supersticiosos: no interrumpáis las oraciones de estos hombres. ¡Como si nosotros supiéramos más sobre la vida humana y sobre un Dios que los paganos y los antiguos! ¿Acaso la teología inglesa abarca los descubrimientos más recientes?

Ossian nos recuerda las épocas a un tiempo más toscas y más refinadas, a Homero, a Píndaro, a Isaías y a los indios americanos. En su poesía, como en la de Homero, sólo vemos los rasgos más sencillos y duraderos de la humanidad, esas partes esenciales de un hombre, como las que Stonehenge muestra de un templo; sólo vemos los círculos de piedras levantadas. Los fenómenos vitales adquieren un tamaño casi irreal y gigantesco cuando se los observa a través de su niebla. Como toda la poesía más antigua y elevada, se distingue por los pocos elementos en las vidas de sus héroes. Los vemos sobre el campo de batalla, reducidos a huesos y cartílagos, entre las estrellas y la tierra, una llanura infinita para sus acciones. Llevan una vida tan sencilla, árida y eterna, que no necesita separarse de la carne, y se transmite por completo de generación en generación. Hay poquísimos objetos que distraigan su mirada, y su vida está tan libre de responsabilidades como el curso de las estrellas que observan.

Los reyes iracundos, sobre túmulos desmoronados,

Observan desde detrás de sus escudos

El rumbo de las estrellas errantes,

Que brillantes viajan hacia el Oeste[9].

A estos héroes no les cuesta mucho vivir, no necesitan demasiados accesorios. Son de ese tipo de hombres que sólo pueden verse desde lejos, a través de la niebla, y no tienen ropas ni dialectos, sino que para comunicarse usan una lengua propia, y en cuanto a las ropas siempre habrá pieles de animales y cortezas de árboles. Viven de año en año merced al vigor de su constitución. Sobreviven a las tormentas y a las lanzas de sus enemigos, realizan unas cuantas gestas heroicas, y luego

Los túmulos responderán preguntas sobre ellos,

Durante eras y eras.

Ciegos y enfermizos, pasan el resto de sus días escuchando los cantos de los bardos, palpando las armas que tumbaron a sus enemigos. Y cuando al fin mueren, con una convulsión de la naturaleza, el bardo nos permite echar un vistazo breve y borroso al futuro, tan claro como lo fueron sus vidas. Cuando Mac-Roine fue asesinado,

Su alma fue al encuentro de sus padres belicosos,

Para perseguir jabalíes de niebla

En islas inhóspitas y tempestuosas.

El túmulo del héroe se erige, y el bardo canta un acorde breve y significativo, que será suficiente epitafio y biografía.

Los débiles guerreros encontrarán allí su arco,

Y en vano intentarán tensarlo.

En comparación con esta vida sencilla y fibrosa, nuestra historia civilizada parece la crónica de la debilidad, de la moda y de las artes de la opulencia. No obstante, el hombre civilizado no echa de menos el refinamiento en la poesía de la época más tosca, que le recuerda que la civilización no hace más que vestir a los hombres: fabrica zapatos, pero no fortalece las plantas de sus pies; confecciona tejidos de una textura más fina, pero no toca la piel. Dentro del hombre civilizado el salvaje sigue ocupando la posición de honor. Somos esos sajones de ojos azules y pelo rubio, esos normandos fibrosos y morenos.

La profesión del bardo tenía mayor prestigio en aquellos días merced a la importancia de la fama. Su tarea era registrar las gestas de los héroes. Cuando Ossian escucha las composiciones de los bardos menores, exclama:

Fui recogiendo esos estridentes relatos

Y los reproduje en mis cantos.

Su filosofía vital está expresada en el comienzo del tercer Canto de Ca-Lodin:

¿De dónde han brotado las cosas que existen?

¿Y hacia dónde van los años que pasan?

¿Dónde esconde el Tiempo sus dos cabezas,

Con una densa tristeza impenetrable,

Y su superficie marcada sólo por las gestas heroicas?

Veo a las generaciones antiguas,

El pasado parece borroso,

Como objetos que la tenue luz de la luna

Refleja desde un lago lejano.

Veo, en efecto, los rayos de la guerra,

Pero allí moran los tristes olvidados,

Todos aquellos que no enviaron sus gestas

Hasta tiempos lejanos y gloriosos.

Los guerreros innobles mueren y caen en el olvido:

Llegan extranjeros a construir una torre

Y arrojan sus cenizas sobre ella;

Hay espadas oxidadas y cubiertas de polvo;

Una, doblada hacia adelante, dice:

«Estas armas pertenecieron a héroes pasados;

Jamás escucharemos cantadas sus alabanzas».

La grandeza de los símiles es otro rasgo que caracteriza a la gran poesía. Ossian parece hablar un lenguaje gigantesco y universal. Las imágenes y los cuadros ocupan mucho espacio en el paisaje, como si sólo pudieran verse desde los laterales de las montañas, o desde las llanuras con amplios horizontes, o a través de los brazos de mar. El engranaje es tan inmenso que no puede sino ser natural. Oivana le dice al espíritu de su padre, «el canoso Torkil de Torne», aparecido en los cielos:

Te marchas flotando como los barcos que se alejan.

Así pues, cuando las huestes de Fingal y Starne se acercan a la batalla,

Con un murmullo elevado, como los ríos lejanos,

El ejército de Torne retrocede.

Y cuando se ven obligados a retirarse,

Arrastrando sus lanzas tras ellos,

Cudulin se adentra en el bosque oscuro,

Como el fuego que se aviva antes de morir.

Tampoco Fingal quería un público cuando hablaba:

Un millar de orantes inclinados

Para escuchar el canto de Fingal.

Las amenazas también habrían disuadido a cualquier hombre, pues la venganza y el terror eran reales. Trenmore amenaza al joven guerrero que encuentra en una playa extranjera:

Tu madre encontrará tu cadáver en la orilla,

Mientras ve alejarse sobre las olas

Las velas de quien mató a su hijo.

Si los héroes de Ossian lloran es por exceso de fuerza, y no por debilidad. Es el sacrificio o libación de las naturalezas fértiles, como la piedra que transpira bajo el calor del verano. Apenas si nos percatamos de que se han derramado lágrimas, parece que el llanto sólo fuese cosa de héroes y bebés. Su alegría y su pena están hechas del mismo material, como la lluvia y la nieve, el arco iris y la niebla. Cuando Filian cayó derrotado en la batalla, y sintió vergüenza en presencia de Fingal,

Se retiró de inmediato

Y se inclinó afligido sobre un río

Con las mejillas bañadas de lágrimas.

De cuando en cuando apartaba sus grises

Cabellos con la lanza invertida.

Crodar, ciego y anciano, recibe a Ossian, hijo de Fingal, que llega en su ayuda durante la guerra:

«Mis ojos han fracasado», dice, «Crodar está ciego.

¿Tienes la misma fuerza que tus padres?

Alarga tu brazo, Ossian, hacia este viejo cano».

Extendí mi brazo hacia el rey.

El héroe anciano cogió mi mano

Y lanzó un profundo suspiro.

Las lágrimas corrían sin cesar por su mejilla.

«Eres fuerte, hijo del poderoso,

Mas no tan temible como el príncipe de Morven

[…]

Organicemos mi banquete en el salón,

Dejemos cantar a cada juglar de dulce voz;

Grande es aquel que está entre mis murallas,

Hijos del oleaje de Croma».

Incluso el propio Ossian, héroe y bardo, rinde tributo a la fuerza superior de su padre Fingal.

Cuán hermosa, hombre poderoso, era tu mente,

¿Por qué triunfó Ossian sin su fuerza?

Mientras navegábamos raudos con el viento a favor, y el río borbotaba bajo nuestra popa, los pensamientos otoñales fluían por nuestra cabeza con la misma constancia, y nos fijábamos menos en lo que ocurría en la orilla que en las evocaciones e impresiones atemporales que la estación despertaba en nosotros, anticipando en cierta medida el progreso del año.

Ahora escucho, cuando antes sólo tenía oídos,

Ahora veo, cuando antes sólo tenía ojos,

Ahora vivo cada instante, cuando antes sólo vivía años,

Y distingo la verdad, yo, que antes sólo era sensible al saber.

Sentados mirando río arriba, estudiábamos el paisaje gradualmente, como quien desenrolla un mapa: roca, árbol, casa, colina y pradera adquirían posiciones nuevas a medida que el viento y el agua cambiaban la escena, y en las metamorfosis de los objetos más sencillos había suficiente variedad para entretenernos. Visto desde aquí, el paisaje nos parecía nuevo.

Hasta el manto de agua más familiar, visto desde la cima de una colina desconocida, ofrece un placer nuevo e inesperado. Tras viajar unas cuantas millas ni siquiera reconocemos el perfil de las colinas que dominan nuestro pueblo natal, y puede que ningún hombre conozca lo bastante bien la vista desde la colina más cercana a su casa, ni logre recordarla con nitidez cuando regresa al valle. Por lo general, tras alejarnos un poco ya no sabemos en qué dirección están las colinas que albergan en su seno nuestras casas y granjas. Como si al principio nuestro nacimiento hubiese separado las cosas, y hubiésemos sido incrustados en la naturaleza como una cuña: hasta que la herida sana y la cicatriz desaparece no empezamos a descubrir dónde estamos y que la naturaleza es una e ininterrumpida. Un momento importante en la vida de un hombre que siempre ha vivido en la ladera este de una montaña, y la ha visto al oeste, se produce cuando rodea la montaña y la ve desde el otro lado. Así y con todo, el universo es una esfera cuyo centro está donde está la inteligencia. El sol no es tan céntrico como un hombre. Desde la cima de una colina aislada, en medio del campo abierto, nos parece estar sobre el umbo de un escudo inmenso: el paisaje cercano parece menos elevado que el más remoto, y va ascendiendo hacia el horizonte, que es el borde del escudo: villas, campanarios, bosques, montañas, unos sobre otros, hasta que todos son engullidos por los cielos. Las montañas más lejanas del horizonte parecen elevarse directamente desde la orilla de esa laguna en medio del bosque en la que casualmente nos encontramos. En cambio, desde la cumbre de la montaña, no sólo ésta, sino un millar de lagunas más cercanas y más grandes pasan desapercibidas.

Vistas a través de este aire puro las labores del agricultor, su arado y su siega, tenían a nuestros ojos una belleza que él nunca había visto. ¡Qué afortunados éramos, que no poseíamos ni un acre de tierra junto a estas orillas, que no habíamos renunciado a nuestra posesión absoluta del paisaje! Aquel que sabe cómo apropiarse del valor verdadero de este mundo habría de ser el hombre más pobre de la tierra. ¡Pobre hombre rico! Lo único que tiene es lo que ha comprado. En cambio, lo que yo veo es mío. Soy uno de los grandes propietarios de las tierras del Merrimack.

Los hombres cavan y bucean pero no pueden gastar mi riqueza,

Pues aún no me he apropiado de ninguna mercancía parcial,

Ni he enviado a las indias ningún barco armado

Que me despoje de mis posesiones orientales.

Aquel que, tanto en verano como en invierno, puede hallar placer en sus propios pensamientos es el hombre rico, y disfruta de los frutos de la riqueza. ¡¿Que compre una granja?! ¿Qué tengo yo para pagar una granja que vaya a aceptar el granjero?

Cuando vuelvo a visitar algún lugar de mi infancia me alegra constatar que la naturaleza se conserva tan bien. Y es que el paisaje es algo real, y sólido, y sincero, y yo aún no lo he pisado. Hay un agradable tramo a orillas del Concord, llamado Conantum, que recuerdo bien: la antigua granja abandonada, el pasto desolado con su sombrío peñasco, el bosque abierto, el río a pocos pasos, la pradera verde en el centro y el huerto de manzanos silvestres cubierto de musgo; lugares en los que uno podría tener miles de reflexiones y no llegar a ninguna conclusión. Es una escena que no sólo puedo recordar, como una visión, sino que puedo volver a visitarla en persona, y encontrarla igual, inexplicable y humilde con su agradable monotonía. Cuando mis pensamientos son sensibles a los cambios, me encanta observar y sentarme en rocas que he conocido, y husmear en su musgo, y ver esa inmutabilidad tangible. No se me encanece el pelo al sentarme sobre rocas siempre grises, al igual que no reverdezco bajo los árboles de hojas perennes. Existe algo en el paso mismo del tiempo con lo que el propio tiempo se recupera.

Como hemos dicho, resultó ser un día frío y ventoso, y cuando llegamos al riachuelo de Penichook Brook nos vimos obligados a quedarnos envueltos en nuestros mantos, mientras el viento y la corriente nos transportaban. Avanzábamos rápidamente sobre la superficie ondulante, pasando ora junto a lejanas tierras cultivadas y cercas que separaban innumerables granjas, sin pensar en las diferentes vidas que separaban, ora junto a largas filas de alisos o arboledas de pinos y robles, ora junto a alguna casa desde la que las mujeres y los niños nos observaban, hasta que desaparecíamos de su vista, superando los confines de su más larga caminata sabatina. Nos deslizamos junto a la desembocadura del Nashua, y poco después junto a la del Salmon Brook, sin más pausa que la del viento.

Salmon Brook,

Penichook,

Aguas dulces de mi cerebro,

¿Cuándo podré ver,

O echar el anzuelo,

En vuestras olas otra vez?

¿Volveré a encontrar

Las anguilas plateadas,

Las nasas de madera,

Los cebos que aún me fascinan,

Y las libélulas

Que flotan sobre el río?

Las sombras se perseguían sin tregua sobre los troncos y las praderas, y su alternancia estaba en armonía con nuestro estado anímico. Podíamos distinguir las nubes que proyectaban cada una de ellas, aunque nunca estaban demasiado altas. Cuando una sombra cruza el paisaje del alma, ¿dónde está la sustancia? Probablemente, si fuésemos lo bastante sabios, veríamos con qué virtud estamos en deuda en cada momento de alegría del que disfrutamos. Sin duda nos lo habremos ganado alguna vez, pues los regalos del Cielo nunca son del todo gratuitos. La abrasión y el deterioro constante de nuestras vidas constituyen la tierra de nuestro crecimiento futuro. Cuando la madera que ahora maduramos se convierta en moho virgen, determinará el carácter de nuestro segundo crecimiento, ya sea de roble o de pino. Todos los hombres arrojan una sombra, no sólo la de su cuerpo, sino la de su espíritu imperfecto. Se trata de su pena. Que miren hacia donde quieran: siempre estará en contra del sol, será corta al mediodía, larga a la tarde. ¿Nunca la habéis visto? Pero, con respecto al sol, es más ancha en su base, aunque no mayor que la propia opacidad del hombre. La luz divina baña casi todo nuestro entorno, y ya sea por la refracción, ya por una cierta luminosidad propia o, como algunos creen, por la transparencia —si logramos permanecer inmaculados—, somos capaces de alumbrar nuestro lado sombrío. En cualquier caso, nuestra pena más oscura tiene ese color bronceado de la luna eclipsada. No existe mal que no pueda disiparse, como la oscuridad, si dejamos entrar una luz más potente. Las sombras, con respecto a la fuente de luz, son pirámides cuyas bases nunca son más grandes que las sustancias que las arrojan; la luz, en cambio, es un cúmulo esférico de pirámides, cuyas cúspides son el mismísimo sol, de suerte que el universo brilla con una luz ininterrumpida. Pero si la luz que usamos es la de una cerilla diminuta e irrisoria, la mayoría de objetos arrojará una sombra más grande que ellos mismos.

Los lugares en que nos habíamos detenido o donde habíamos pasado la noche durante nuestro trayecto río arriba ya habían adquirido un ligero interés histórico para nosotros, pues con nuestro rápido avance estábamos desandando los varios días de viaje remontando el río. Cuando alguno de nosotros desembarcaba para estirar las piernas pronto estaba mucho más atrás que el compañero, y se veía obligado a aprovechar las curvas del río, a vadear arroyos y barrancos a toda prisa, para recuperar el espacio perdido. Los márgenes y las praderas distantes ya tenían un tono más sobrio y profundo, pues el aire de septiembre los había despojado de su orgullo estival.

¿Y qué es una vida? El próspero atuendo

De la orgullosa pradera de verano, que hoy

Viste su felpa verde, y mañana será heno[10].

El aire era, efectivamente, ese «refinado elemento[11]» que describe el poeta. Visto contra los pastos y las praderas rojizas, tenía una textura más fina y nítida que antes, como si se hubiese limpiado las impurezas del verano.

Tras cruzar la frontera de Nuevo Hampshire llegamos al tramo en forma de herradura, a la altura de Tyngsborough, donde el margen es más elevado y regular. Desembarcamos aprisa y lo escalamos para poder ver más de cerca las flores otoñales: las margaritas, la vara de oro, la milenrama y la trichostema color violeta (Trichostema dichotoma), humildes flores a orillas del camino, y, resistiendo aún, la campanilla y la Rhexia virginica. Esta última, cuyas flores de un rosa intenso crecen en el límite de las praderas, tenía un aspecto demasiado alegre en comparación con el resto del paisaje, como un lazo rosa en el tocado de una mujer puritana. Las margaritas y la vara de oro componían la librea que la naturaleza vestía en aquel momento; la segunda bastaba para expresar toda la madurez de la estación, y derramaba su suave brillo sobre los campos, como si el sol de verano, ahora en declive, le hubiese legado sus colores. El solsticio floral llega poco después del pleno verano, cuando las partículas de luz dorada, el polvo solar, caen cual semillas sobre la tierra, como quien dice, y dan lugar a estas flores. En la falda de cada colina y en cada valle brotaban innumerables margaritas, coreopsis, tanacetos, varas de oro, y toda la raza de las flores amarillas, cual brahmanes devotos, girando sin interrupción con su luminaria de la mañana a la noche.

Veo a la vara de oro con su intenso brillo,

Como los rayos del sol amanecido,

Una pluma dorada de luz amarilla

Que roba el rayo espléndido del dios del día.

Los rayos violetas de la margarita dibujan

En la orilla innumerables estrellas,

Y la milenrama está teñida de colores pálidos

Como la luz de la luna que flota sobre el mar.

Veo preparado al bosque esmeralda

Para quitarse de nuevo su atuendo,

Y ya los olmos distantes manchan el cielo

Con las hojas amarillas en sus ramas.

El orgulloso nenúfar ya no nada

Describiendo círculos blancos,

La lengua de buey ya no crece

Imitando el tono del cielo.

Otoño, tu corona y la mía comparten

Los mismos colores, pues yo

Disfruto del más rico de los cielos,

Mientras desaparece mi compañía onírica.

Nuestro cielo es púrpura, pero el viento

Glacial llora sobre los árboles y la hierba verde,

Y aunque hoy hace un buen día, detrás acecha

El instante que trae de la mano al invierno.

Así de claros parecemos, somos así de fríos,

Así de rápido marchitamos,

Pero en nuestras noches brillan estrellas

Que seguirán exigiendo su día soleado.

Así cantaba una vez un poeta de Concord[12].

Hay un interés particular en estas flores tardías, que esperan junto a nosotros la llegada del invierno. El aspecto del hamamelis tiene algo de brujo[13], pues florece a finales de octubre y en noviembre, con unos tallos y pétalos tan irregulares y angulosos que parecen los cabellos de las Furias, o pequeñas serpentinas. También su florecimiento, en este periodo insólito, en el que otros arbustos ya han perdido sus hojas y sus flores, parece cosa de brujería. Lo que es seguro es que no florece en el jardín de ningún hombre; tiene todo un país de las maravillas a su disposición en las laderas de las colinas.

Hay quien cree que hoy en día el viento no lleva hasta el viajero la fragancia natural y original de la tierra, descrita por los primeros navegantes, y que la pérdida de muchas plantas autóctonas y hierbas aromáticas y medicinales —por culpa del ganado que pasta y los cerdos que arrancan las raíces—, que otrora perfumaban la atmósfera y la hacían saludable, es la fuente de tantas enfermedades que predominan ahora. La tierra, dicen, lleva mucho tiempo sometida a unos métodos de cultivo extremadamente artificiales y lujosos para satisfacer el apetito de los hombres; se ha convertido en una pocilga y un estercolero, donde los hombres aceleran el declive ordinario de la naturaleza para su provecho.

Según la crónica de un antiguo habitante de Tyngsborough, ya fallecido, junto a cuya granja estábamos pasando, una de las mayores crecidas de este río se produjo en octubre de 1785, y su altura quedó marcada por un clavo en el tronco de un manzano que había detrás de su casa. Uno de sus descendientes me lo enseñó, y calculé que estaría al menos a diecisiete o dieciocho pies por encima del nivel actual del río. Según Barber, en el año 1818, en Bradford, el río creció veintiún pies por encima de la altura máxima habitual del agua. Antes de la construcción del ferrocarril entre Lowell y Nashua, el ingeniero jefe hizo unas pesquisas entre los habitantes de los márgenes para saber hasta qué altura máxima tenían constancia de que hubiese crecido el río. Cuando llegó a esta granja fue conducido hasta el manzano, y como a la sazón ya no se veía el clavo, la señora de la casa situó su mano sobre el tronco para decir a qué altura recordaba el clavo durante su infancia. Entretanto, el viejo ingeniero introdujo su mano en el árbol, que estaba hueco, y sintió la punta del clavo, justo a la altura de la mano de la mujer. Ahora el punto está claramente marcado por una muesca en la corteza. Sin embargo, como nadie más recordaba que el río hubiese crecido tanto, el ingeniero desestimó aquella declaración. He podido saber que más tarde hubo una crecida que llegó a nueve pulgadas de las vías, a la altura de Biscuit Brook. Una crecida como la de 1785 habría cubierto el ferrocarril con dos pies de agua.

Las revoluciones de la naturaleza cuentan historias tan bellas y hacen revelaciones tan interesantes en las orillas de este río como en las del Eufrates o el Nilo. Ese manzano, situado a varias varas del río, es conocido como el «manzano de Elisha», en honor a un afable indio que antiguamente estuvo al servicio de Jonathan Tyng y que, junto a otro hombre, fue asesinado aquí por los de su misma raza durante una de las guerras indias —conocimos los detalles de la historia en el sitio en cuestión—. Lo enterraron cerca del lugar, aunque nadie conocía exactamente el punto. Sin embargo, durante la inundación de 1785, fue tal el peso del agua sobre la tumba que la tierra se asentó donde otrora fuese perturbada, y cuando la crecida remitió, un lugar hundido, con la forma y el tamaño exacto de la tumba, reveló su ubicación. Pero ahora había vuelto a perderse, y ninguna inundación futura podrá detectarla —no obstante, sin lugar a dudas, la Naturaleza sabrá cómo señalarla a su debido tiempo, de ser necesario, con métodos aún más minuciosos e inesperados—. Así pues, no sólo está la crisis en que el espíritu deja de inspirar y expandir el cuerpo, marcado por un montículo fresco en el cementerio, sino que también está la crisis en que el cuerpo deja de ocupar lugar como tal en la naturaleza, marcado por una ligera depresión de la tierra.

Nos sentamos un rato a descansar en el borde del margen occidental, rodeados por las hojas brillantes de la variedad roja del laurel de montaña, justo encima de la punta de la Isla Wicasuck, desde donde podíamos observar algunas gabarras cargando arcilla en la otra orilla del río, y desde donde también se veían las tierras del granjero, del que ya he hablado con anterioridad, que una noche nos acogió con gran hospitalidad en su casa. En su agradable granja, además de abundantes ciruelos de playa (Prunus littoralis), que crecían salvajes, cultivaba ciruelos de Canadá (Prunus nigra), hermosas manzanas Porter, algunos melocotones y amplias parcelas de calabazas y sandías que vendía en el mercado de Lowell. El manzano de Elisha también daba una fruta autóctona muy apreciada por la familia. El granjero cultivaba también melocotoneros de la variedad india[14], que, como nos mostró satisfecho, se parecía más al roble en el color de la corteza y la disposición de las ramas, y era más resistente al peso de los frutos o la nieve que otras variedades —crecía con mayor lentitud, y sus ramas eran duras y resistentes—. Allí también estaba su vivero de manzanos autóctonos, plantados muy juntos, en la orilla, que no le llevaban mucho trabajo y que vendía a los granjeros vecinos cuando tenían cinco o seis años. Basta ver un solo melocotón colgando de su tallo para tener una sensación de fertilidad paradisíaca y opulencia. Esto nos recordó incluso a una antigua granja romana, descrita por Varrón[15]: «César Vopisco, durante su defensa de la ley agraria ante los Censores, afirmó que las tierras de Rosea eran el jardín [sumen, el bocado de cardenal] de Italia, y que si se clavaba en ellas una vara ya no se vería al día siguiente, merced al crecimiento de la vegetación[16]». Puede que esta tierra no fuese excepcionalmente fértil, pero con el tiempo pensamos que esta misma anécdota podría contarse de la granja de Tyngsborough.

Cuando pasamos junto a la Isla Wicasuck vimos, en su riachuelo, un barco de paseo con un joven y una señorita, algo que nos alegró mucho, pues demostraba que en aquella zona había gente a la que nuestra excursión no le sería completamente ajena. Antes de eso, un barquero al que hicimos algunas preguntas sobre la isla, y que nos dijo que era una propiedad en litigio, sospechó que poseíamos parte de ella. Aunque le aseguramos que era la primera vez que oíamos hablar del tema, y le explicamos como buenamente pudimos por qué nos habíamos acercado a verla, no creyó una palabra de lo que dijimos, y nos ofreció, muy serio, cien dólares por nuestro título. Las otras pequeñas embarcaciones con las que nos encontramos estaban recogiendo madera a la deriva. De esta manera, algunas de las gentes más pobres que viven junto al río se hacen con todo el carburante que necesitan. Mientras uno de nosotros desembarcaba no muy lejos de la isla para buscar provisiones entre las granjas cuyos tejados veíamos —pues nuestras existencias se habían agotado—, el otro, sentado en el bote anclado en la orilla, se quedaba a solas con sus pensamientos.

Cuando no hay nada nuevo sobre la tierra, el viajero siempre puede recurrir a los cielos, que no dejan de pasar una nueva página ante nuestra vista. El viento establece la tipografía sobre este fondo azul, donde el curioso siempre podrá leer una nueva verdad. En ellos hay cosas escritas con una tinta finísima y sutil, más transparente que el zumo de lima, que no deja trazas para el ojo diurno, y sólo la química de la noche revela. El firmamento diurno de todo hombre se corresponde en su mente con el resplandor de la visión en su hora más estrellada.

No se tarda mucho en recorrer los continentes y hemisferios de este mundo, pero una región infinita y siempre inexplorada escapa por todos lados de nuestra mente, y se dirige más allá del ocaso. No podemos trazar ninguna carretera ni camino transitado hacia ella, y la hierba brota de inmediato en el sendero, pues hasta allí viajamos principalmente con nuestras alas.

A veces vemos los objetos como a través de una fina neblina, en sus relaciones eternas, erigiéndose como las ruinas de Palenque[17] y las pirámides, y nos preguntamos quién las construyó, y con qué propósito. Si vemos la realidad de las cosas, ¿qué nos importa ya lo superficial y lo evidente? ¿Qué son la tierra y todos sus intereses al lado de esa profunda conjetura que los atraviesa y los dispersa? Mientras estoy aquí sentado, escuchando las olas romper en esta orilla, estoy absuelto de todos mis compromisos con el pasado, y el consejo de naciones bien podría reconsiderar sus votos, pues los anula el sonido de un guijarro. En ocasiones, aún recuerdo en sueños aquella agua ondulante.

A menudo, cuando me giro en mi almohada,

Escucho el ritmo de las olas contra la orilla,

Nítido, como si fuese pleno día,

Y estuviese navegando junto a Nashua.

Con nuestra vela desplegada navegamos raudos, dejando atrás Tyngsborough y Chelmsford; cada uno sostenía con media mano un pastel de manzana que habíamos comprado para celebrar nuestro regreso, y con la otra media un fragmento del periódico en el que estaba envuelto, devorando aquél con un deleite dividido y leyendo las noticias que se habían producido desde que zarpamos. Ahora el río se abría para dejar paso a un tramo largo, ancho y recto, que navegamos alegremente, impulsados por una brisa vigorizante y propicia, con una expresión despreocupada en nuestros rostros y una velocidad que sorprendió sobremanera a varios barqueros con los que nos cruzamos. El viento soplaba desde el horizonte como una inundación sobre el valle y la llanura, todos los árboles se doblaban con sus ráfagas, y las montañas, como chiquillos, le ponían la mejilla. La vela que se hinchaba, el río que fluía, el árbol que se agitaba, el viento que cambiaba: todos eran movimientos majestuosos y constantes. La tramontana no tenía reparos en colaborar con los aparejos de nuestro bote, y nos empujaba bondadosamente. A veces navegábamos con la misma suavidad y constancia que las nubes del cielo, observando el ir y venir de las orillas y los movimientos de nuestra vela: el juego de su latido se parecía mucho a nuestras propias existencias, tan frágiles y a la vez tan llenas de vida, tan silenciosas cuando trabajan más duro, tan ruidosas e impacientes cuando son menos eficaces, ora doblándose con un generoso impulso de la brisa, luego agitándose y allanándose con una especie de suspense humano. Nuestra vela era la escala que medía los cambios de temperatura en atmósferas lejanas, y nos resultaba fascinante que la brisa con la que jugaba llevase, como un chiquillo, tanto tiempo en la calle. Y así navegábamos, incapaces de volar, pero casi, trazando un largo surco en los campos del Merrimack, en dirección a Concord, con las alas desplegadas, pero sin levantar nunca los pies del acuoso terreno. Labrábamos con elegancia, camino a casa, con la ayuda de nuestra yunta vigorosa y diligente: viento y río, que tiraban juntos; el primero era un cabestro salvaje, emparejado con su colega más sosegado. Era lo más parecido a volar, como cuando el pato pasa a ras de agua y la atraviesa con un batido de sus alas, y ha de sacudirse las gotas antes de poder volver a elevarse. ¡Qué pronto nos habríamos quedado encallados de elevarnos unos pocos pies sobre la orilla!

Llegados a la gran curva que había justo antes de Middlesex, desde donde el río fluye treinta y cinco millas hacia el este antes de llegar al mar, por fin perdimos la colaboración del viento propicio, a pesar de todos nuestros esfuerzos por hacer una bordada larga e inteligente que nos acercase a las esclusas del canal. Cuando llegamos a ellas, al mediodía, las franqueamos con la ayuda de nuestro viejo amigo, el amante de las matemáticas avanzadas, que parecía contento de vernos volver sanos y salvos tras cruzar tantas esclusas. Sin embargo, no nos detuvimos a conversar sobre alguno de sus problemas, aunque en otro momento podríamos haber pasado tranquilamente y con mucho gusto todo un otoño entregados a ellos, sin preguntarle nunca de qué religión era. Es muy poco frecuente, y algo excepcional, encontrarse al aire libre con un hombre que albergue un pensamiento valioso en su mente que no tenga nada que ver con el trabajo de sus manos. Detrás de los negocios y el trajín de todos los hombres debería haber un cierto grado de serenidad y un tiempo para la labor imperturbable, de la misma manera que en el arrecife que rodea una isla coralina siempre hay una zona de aguas tranquilas, donde se van acumulando los depósitos que acaban elevándose sobre la superficie.

El ojo que puede apreciar la belleza desnuda y absoluta de una verdad científica es mucho más excepcional que el que se siente atraído por la verdad moral. Son pocos los que detectan la moralidad de aquélla o la ciencia de ésta. Aristóteles definió el arte como «λόγος τοϋ έργου άυευ ΰλης», la razón de la obra sin la madera[18]. Sin embargo, la mayoría de los hombres prefiere tener algo de leña, y no sólo la razón; exige que la verdad esté revestida de la carne y la sangre y los colores cálidos de la vida; prefiere la afirmación parcial porque se amolda y los cuantifica mejor a ellos y a sus mercancías. No obstante, la ciencia sigue existiendo por doquier como certificadora de pesos y medidas.

Hemos escuchado muchas cosas sobre la poesía de las matemáticas, pero muy poco se ha cantado. Los antiguos tenían un concepto más preciso de su valor poético que nosotros. La afirmación más nítida y hermosa de cualquier verdad tiene que adoptar, en última instancia, la forma matemática. Podríamos simplificar así las reglas de la filosofía moral, como las de la aritmética, para que una misma fórmula pudiese expresarlas a ambas. Todas las leyes morales se trasladan sin problemas a la filosofía natural, pues a menudo sólo tenemos que restaurar el significado primitivo de las palabras que las expresan, o prestar atención a su sentido literal, en lugar de al metafórico. Participan ya de la filosofía sobrenatural. Todo el conjunto de lo que ahora llamamos verdad moral o ética ya existía en la Edad de Oro como una ciencia abstracta. O, si lo preferimos, podemos decir que las leyes de la Naturaleza son la moralidad más pura. El Árbol del Conocimiento es un Árbol del Conocimiento del bien y del mal. Quien ama sus estudios y no espera aprender algo a través de la actitud, tanto como de la atención, no es un verdadero hombre de ciencia. Quedarse en el descubrimiento de meras coincidencias o de leyes parciales e irrelevantes es un enfoque pueril. El estudio de la geometría es un ejercicio mental baladí y ocioso si no se aplica a sistemas más grandes que el solar. Las matemáticas deberían estudiarse no sólo junto a la física, sino junto a la ética, eso son las matemáticas aplicadas. El hecho que más nos interesa es la vida del naturalista. La ciencia más pura sigue siendo biográfica. Nada dignificará ni elevará a la ciencia mientras esté tan sumamente separada de la vida moral de su estudioso, mientras éste profese una religión distinta a la que enseña, y alabe un santuario extranjero. Antiguamente la fe de un filósofo era idéntica a su sistema, o, en otras palabras, a su visión del universo.

Mis amigos se equivocan cuando me comunican ciertos hechos con tanta minuciosidad. Su presencia, incluso sus exageraciones o sus afirmaciones vagas, son para mí hechos igual de válidos. Ni siquiera siento ningún respeto por los hechos, a menos que vaya a usarlos, y en la mayor parte de los casos soy independiente de lo que escucho, y puedo permitirme ser impreciso o, en otras palabras, poner otros hechos más urgentes en su lugar.

El poeta usa los resultados de la ciencia y la filosofía, y generaliza sus deducciones más amplias.

El proceso de descubrimiento es muy sencillo: una aplicación sistemática y constante de leyes conocidas a la naturaleza hace que las leyes desconocidas se revelen por sí solas. Casi cualquier forma de observación acabará por resultar exitosa, pues lo más necesario es el método: basta con determinar y establecer algo a cuyo alrededor pueda concentrarse la observación. ¡Cuántas nuevas conexiones puede revelarnos una mera regla de madera, y a cuántas cosas aún no ha sido aplicada! ¡Qué fantásticos descubrimientos se han hecho, y quizá se sigan haciendo, con una plomada, una palanca, una brújula topográfica, un termómetro o un barómetro! Allá donde haya un observatorio y un telescopio, cualquiera puede esperar ver enseguida nuevos mundos. Me atrevería a decir que los científicos más destacados de nuestro país, y quizá de nuestra época, o bien están sirviendo a las artes, en lugar de a la ciencia pura, o bien realizando trabajos minuciosos pero subalternos en departamentos específicos. No realizan aproximaciones constantes y sistemáticas al hecho central. Cuando se hace un descubrimiento, la atención de todos los observadores se concentra enseguida en él, lo que conlleva muchos descubrimientos análogos, como si su trabajo no estuviese ya establecido, sino que hubieran estado todo el tiempo descansando sobre sus remos. Hace falta una observación constante y precisa, acompañada de una cantidad suficiente de teoría que la oriente y la discipline.

Pero, por encima de todo, hace falta genio. A medida que nuestros libros de ciencia se vuelven más precisos, corren el riesgo de perder la frescura y el vigor y la capacidad de apreciar las verdaderas leyes de la Naturaleza, que es un claro mérito de las a menudo falsas teorías de los antiguos. Me siento atraído por el ligero orgullo y la satisfacción, el estilo enfático e incluso exagerado, con los que algunos de los naturalistas más antiguos hablan de las operaciones de la Naturaleza, aunque están más capacitados para apreciar los hechos que para discriminarlos. Sus afirmaciones no pierden todo su valor cuando se refutan: quizá no sean hechos, pero son sugerencias para que la propia Naturaleza actúe. «Los griegos», dice Gesner, «tenían un dicho común (λαγός καθεύδον, o liebre dormida) para las falsificaciones y los farsantes, pues la liebre ve mientras duerme, en lo que es una obra excepcional y admirable de la Naturaleza, donde el resto del cuerpo descansa, los ojos permanecen siempre vigilantes[19]».

La observación está tan despierta, y los hechos se suman con tanta velocidad al conjunto de experiencias humanas, que parece que el teórico siempre irá con retraso, condenado a llegar a conclusiones imperfectas. Sin embargo, la capacidad de percibir una ley es muy poco frecuente en cualquier época del mundo, y apenas si depende del número de hechos observados. Los sentidos del primitivo le transmitirán los suficientes hechos para convertirlo en filósofo. Los antiguos aún pueden hablarnos con autoridad, incluso sobre geología o química, aunque se crea que estos estudios han nacido en los tiempos modernos. Se habla mucho sobre el progreso de la ciencia en estos siglos. Yo me atrevería a decir que los resultados útiles de la ciencia se han acumulado, pero que, hablando en términos estrictos, no ha habido una acumulación de conocimiento para la posteridad, habida cuenta de que el conocimiento sólo se adquiere mediante la experiencia correspondiente. ¿Cómo podemos saber lo que simplemente nos dicen? Un hombre sólo puede interpretar la experiencia de otro a través de la suya propia. Leemos que Newton descubrió la ley de la gravedad, ¿pero cuántos de los que han oído hablar de su famoso descubrimiento han reconocido la misma verdad que él? Puede que ninguno. La revelación que entonces se le hizo no ha sido sustituida por una revelación hecha a un sucesor.

Vemos caer el planeta,

Y nada más.

En una crítica del Viaje de descubrimiento antartico de Sir James Clark Ross, hay un pasaje que muestra hasta qué punto un grupo de hombres puede quedar fácilmente impresionado por un objeto sublime, y que también es un buen ejemplo del paso de la sublimidad al ridículo. Después de describir el descubrimiento del continente antártico, visto en un principio a cien millas de distancia sobre campos de hielo —formidables cadenas montañosas de entre siete y catorce mil pies de altura, cubiertas de nieve y hielo eterno, envueltas en una grandeza solitaria e inaccesible, mientras el tiempo es perfecto y hermoso, y el sol brilla sobre el paisaje helado; un continente donde sólo se puede acceder a sus islas, en las que no se ve «ni el menor rastro de vegetación», y donde sólo en algunos puntos las rocas despuntan a través de su cubierta de hielo, para convencer al espectador de que la tierra formaba el núcleo y de que aquello no era un iceberg—, el pragmático crítico británico continúa su relato, haciendo lo que mejor sabe hacer: «En la tarde del 22 de enero, la expedición llegó a la latitud de 74° 20’, y a las diecinueve horas, tras pisar tierra [¡Tierra! ¿Dónde se supone que la encontraron?], creyó haber llegado a una mayor latitud sur que la alcanzada por el difunto capitán James Weddel[20], intrépido marinero, y por lo tanto mayor que la de cualquiera de sus predecesores, con lo que se obsequió con una ración extra de grog a sus miembros, como recompensa por su perseverancia[21]».

Cuidémonos muy mucho, marineros de los siglos recientes, de darnos aires por nuestros Newtons y nuestros Cuviers[22]. Sólo nos merecemos una ración extra de grog.

Nos esforzamos en vano para persuadir al viento de que soplara a través del largo pasillo del canal, que en este tramo cruza directamente los bosques, y nos vimos obligados a recurrir al antiguo recurso de la cuerda. Cuando llegamos al Concord, no tuvimos más remedio que volver a remar con fuerza, pues ni el viento ni la corriente estaban a nuestro favor, aunque para aquella hora la crudeza del día se había desvanecido y sentíamos de nuevo el calor de las tardes de verano. Este cambio en el tiempo resultó propicio para nuestro estado de ánimo contemplativo, y nos hizo más proclives a tener sueños aún más profundos mientras estábamos a los remos. Nuestra imaginación flotaba descendiendo el río del tiempo, tal y como habíamos descendido por el Merrimack, hasta llegar a los poetas de un periodo más sosegado que los que nos habían ocupado durante la mañana. Chelmsford y Billerica parecían antiguas ciudades inglesas en comparación con Merrimack y Nashua, y muchas generaciones de poetas civilizados podrían haber vivido y cantado allí.

¡Qué gran contraste había entre la poesía austera e inhóspita de Ossian y la de Chaucer, o la de Shakespeare y Milton, por no hablar de la de Dryden y Pope y Gray! Nuestro verano de poesía inglesa, como el de la griega y latina antes, parece bien encaminado hacia su otoño, cargado con la fruta y el follaje de la estación, con brillantes tonos otoñales. Sin embargo, pronto el invierno dispersará su miríada de hojas amontonadas y sombreadas, y dejará sólo unas pocas ramas desoladas y fibrosas para sostener la nieve y la escarcha, chirriando con las ráfagas de los tiempos. No podemos evitar tener la sensación de que la Musa ha descendido un poco en su vuelo cuando llegamos a la literatura de las épocas civilizadas. Ahora oímos hablar de diferentes épocas y estilos de poesía: es bucólica, lírica, narrativa y didáctica. En cambio, la poesía de los monumentos rúnicos es de un solo estilo y para todas las épocas. El bardo ha perdido, en gran medida, la dignidad y la sacralidad de su oficio. En tiempos antiguos le llamaban profeta, pero hoy en día se cree que todos los hombres ven lo mismo. Ya no cuenta con la rabia del bardo, y sólo concibe el hecho, cuando otrora estaba listo para realizarlo. Las huestes de guerreros preparados para la guerra no podían ignorar ni prescindir del anciano bardo. Sus cantos se escuchaban en las pausas de la batalla. No existía el peligro de que sus contemporáneos le hiciesen caso omiso. En cambio, ahora, la del héroe y la del bardo son profesiones ajenas. Cuando llegamos al agradable verso inglés, todas las tormentas han dejado paso a un cielo despejado y nunca más volverá a haber truenos ni relámpagos. El poeta se ha encerrado puertas adentro, y ha cambiado el bosque y los riscos por la chimenea, la cabaña del gaélico y Stonehenge, con sus círculos de piedras, por la casa del hombre inglés. Ningún héroe aguarda junto a la puerta, preparado para echarse a cantar o acometer una gesta heroica; en su lugar hay un sencillo inglés que cultiva el arte de la poesía. Vemos la agradable chimenea y escuchamos el crepitar de los troncos en cada verso.

A pesar de la amplia humanidad de Chaucer, y de los muchos placeres sociales y domésticos que encontramos en sus versos, hemos de estrechar en cierta medida nuestra visión para observarlo, pues ocupó menos espacio en el paisaje y no se extendió sobre colinas y valles como hizo Ossian. Así y con todo, visto desde este lado de la posteridad, como el padre de la poesía inglesa, precedido por un largo silencio o confusión en la historia, despojado de cualquier acorde de melodía pura, nos resulta fácil venerarlo. Pasando por alto a los primeros poetas continentales, pues nos estamos ciñendo al agradable archipiélago de la poesía inglesa, Chaucer es el primer nombre, después de esa época neblinosa en que vivió Ossian, que podría retener verdaderamente nuestra atención. De hecho, aunque representa a una cultura y a una sociedad tan distintas, podría considerárselo en muchos sentidos el Homero de los poetas ingleses. Quizá sea el más juvenil de todos; volvemos a él como se vuelve al pozo más puro, a la fuente más apartada del camino de la vida accidentada. En comparación con otros poetas posteriores, Chaucer es tan natural y alegre que casi podríamos considerarlo una personificación de la primavera. Su Musa ofrece al lector atento una visión de su tiempo, y cuando lo lee detenidamente parece pertenecer a la Edad de Oro. Sigue siendo la poesía de la juventud y de la vida, más que del pensamiento, y aunque su estilo moral es obvio y constante, aún no se ha disipado el sol y la luz de sus versos, aunque los acordes más elevados de la Musa son, en su mayor parte, una suerte de queja sublime y no un canto tan libre como el de la naturaleza. La alegría con la que el sol brilla de la mañana a la tarde nunca se ha cantado. La Musa se consuela a sí misma, y no se siente cautivada, sino reconfortada. Hay una catástrofe implícita y un elemento trágico en todos sus versos; tiene menos de la alondra y el rocío matutino que de los ruiseñores y las sombras vespertinas. Sin embargo, en Homero y Chaucer hay más elementos de la inocencia y serenidad de la juventud que en los poetas más modernos y morales. La Ilíada no es una lectura de domingo, sino matinal, y los hombres se aferran a esta antigua canción, pues aún tienen momentos de vida laica y libre, que les abre el apetito. Para los inocentes no existen ni los querubines ni los ángeles. En momentos excepcionales nos elevamos sobre la necesidad de la virtud hasta una eterna luz de mediodía, bajo la cual podemos limitarnos a vivir bien y respirar el aire ambrosíaco. La Ilíada no representa ningún credo ni opinión, y la leemos con una extraña sensación de libertad e irresponsabilidad, como si caminásemos por nuestra tierra natal y fuésemos autóctonos de ese suelo.

Chaucer tenía todas las costumbres del literato y el erudito: nunca había época lo bastante agitada como para que no pudiese encontrar un poco de sosiego sedentario. Estaba rodeado por el estruendo de las armas: las Batallas de Hallidon Hill y Neville’s Cross[23], y las de Crécy y Poitiers[24], aún más memorables, se libraron durante su juventud; sin embargo, éstas no importaron demasiado a nuestro poeta, pero sí, y mucho, Wyckliffe[25] y su reforma. Siempre se consideró un privilegiado por poder sentarse y conversar con los libros, y contribuyó a establecer la clase literaria. Su estatus como uno de los padres de la lengua inglesa bastaría para dar relevancia a sus trabajos, incluso a aquellos con poco mérito poético. Fue tan humilde como Wordsworth al preferir su sencilla pero vigorosa lengua sajona, en una época en la que era descuidada por la corte y aún no había alcanzado la dignidad de la literatura, y rindió a su país un servicio similar al que hizo Dante a Italia. Si el griego basta para los griegos, y el árabe para los árabes, y el hebreo para los judíos, y el latín para los latinos, el inglés debería bastarle a él, pues cualquiera de estas lenguas servirá para mostrar «rutas tan diversas como verdaderas que marquen a los distintos pueblos el camino correcto hacia Roma[26]». En el Testamento del amor, escribe: «Dejemos que los clérigos redacten en latín, pues ellos poseen la ciencia y conocen su materia, y también que los franceses redacten en francés sus doctas palabras, pues son afines a sus bocas, y plasmemos nosotros nuestras fantasías con las palabras que aprendimos de la lengua de nuestras damas».

Quien haya llegado hasta Chaucer de manera natural, a través de los exiguos pastos de la poesía sajona y prechauceriana, sabrá apreciarlo mejor. Aun así, después de este régimen nos parecerá tan humano y tan sabio que aún podríamos juzgarlo erróneamente. En la poesía sajona que nos queda, en los albores de la poesía inglesa y en la poesía escocesa contemporánea, hay menos elementos que recuerden al lector la tosquedad y el vigor juvenil que la debilidad de la senectud. Se trata en su mayoría de una mera tradición de la imitación, y sólo de cuando en cuando vemos tenues matices de auténtica poesía. En estos poemas encontramos a menudo la falsedad y la exageración de la fábula, pero sin los elementos imaginarios que la compensen, y en vano buscamos la antigüedad restaurada, humanizada, con una jovialidad nueva merced a su afinidad natural con el presente. En cambio, Chaucer sigue siendo fresco y moderno, y el polvo nunca se levanta en los caminos que recorre. Ilumina todo el trayecto y nos recuerda que las flores florecían, que los pájaros cantaban y que los corazones latían en Inglaterra. Ante la mirada sincera del lector, el óxido y el musgo del tiempo desaparecen poco a poco, revelando el verdor de la vida original. Chaucer era un hombre sencillo y familiar, y respiraba como respiran los hombres modernos.

No hay sabiduría que pueda ocupar el lugar de la naturaleza humana, y es esto lo que descubrimos en Chaucer. Por fin podemos llegar hasta su puerta y sentirnos con derecho a frecuentarlo. Era un digno ciudadano de Inglaterra, mientras que Petrarca y Boccaccio vivían en Italia, Guillermo Tell en Suiza y Tamerlán[27] en Asia, Bruce[28] en Escocia, y Wyckliffe, y Gower, y Eduardo III, y Juan de Gante, y el Príncipe Negro[29] eran sus compatriotas y contemporáneos: todos nombres vigorosos y estimulantes. La fama de Roger Bacon[30] llegaba desde el siglo precedente, y el nombre de Dante aún poseía la influencia de una presencia viva. En su conjunto, Chaucer nos impresiona al ser más grande que su reputación. No tiene nada que envidiar a Homero y Shakespeare, y podría tener la cabeza bien alta en su presencia. Entre los primeros poetas ingleses es señor y anfitrión, y como tal tiene autoridad. La afectuosa mención que los poetas ingleses que le sucedieron hacen de él, paragonándolo con Homero y Virgilio, ha de entenderse teniendo en cuenta su carácter y su influencia. El rey Jacobo y Dunbar de Escocia hablan de él con más amor y reverencia de lo que lo hace cualquier autor moderno sobre sus predecesores del siglo pasado. Esta relación casi pueril no tiene parangón en la actualidad. Casi siempre lo leemos sin sentido crítico, pues no defiende su propia causa, sino que habla para sus lectores, y posee esa grandeza de la seguridad y la confianza que confiere la popularidad. Chaucer confia en el lector, y habla en privado con él, sin callarse nada. A cambio, el lector deposita una gran confianza en él: sabe que no le miente y lee su historia con indulgencia, como si fuese el circunloquio de un niño, aunque luego descubre que ha hablado con más franqueza y economía de palabras que un sabio. Nunca se muestra desalmado,

Pues todo lo pensaba primero con el corazón,

Antes de que cualquier palabra saliera de su boca.

Y eran tan novedosos todos sus temas en aquellos días que, en lugar de inventar, sólo tenía que limitarse a contar.

Admiramos a Chaucer por su robusta inteligencia inglesa. La altura desde la que nos habla con gran facilidad en su prólogo de los Cuentos de Canterbury, como un miembro más de la compañía allí reunida, confinada a la excelencia. Sin embargo, aunque su obra está llena de sentido común y humanidad, carece de toda trascendencia. Puede que, por lo que a las descripciones pintorescas de personajes se refiere, no tenga igual en la poesía inglesa; sin embargo, es esencialmente cómica, pues el genio más elevado nunca está presente. El humor, por cuanto abarque y por genial que sea, ofrece una visión más estrecha que el entusiasmo. A su propio estilo refinado Chaucer añadió todo el saber cotidiano y la sabiduría de su época, y en todas sus obras su extraordinario conocimiento del mundo, su elegante percepción del carácter humano, su excepcional sentido común y su sabiduría proverbial son evidentes. Su genio no vuela como el de Milton, sino que es afable y sencillo, y muestra una gran ternura y delicadeza, pero está exento de heroísmo: sólo es un ejemplo más grande de humanidad, con todas sus flaquezas. Chaucer no es heroico, como Raleigh, ni pío, como Herbert, ni filosófico, como Shakespeare, sino que es el hijo de la Musa inglesa, ese hijo que es el padre del hombre. A menudo el encanto de su poesía sólo reside en una naturalidad rebosante, en una sinceridad perfecta, y se comporta como un niño más que como un hombre.

La ternura y la delicadeza de su carácter son evidentes en todos sus versos. Las palabras más sencillas y humildes llegan como si nada a sus labios. Nadie puede leer el «Cuento de la priora», comprender el estado de ánimo en que fue escrito, donde el niño canta «O alma redemptoris mater», o el relato de la deriva por el mar de Constance con su hijo, en el «Cuento del jurista», sin sentir la inocencia y la sofisticación innatas del autor. Tampoco podemos negar la pureza esencial de su carácter, ignorando que hay que saber comprender las costumbres de la época. El suyo era un pathos sencillo y de una delicadeza femenina, a la que Wordsworth sólo se acerca ocasionalmente, sin llegar nunca a igualar. Nos sentimos tentados a decir que su genio era femenino, no masculino. Sin embargo, es una feminidad que rarísima vez se encuentra en las mujeres, aunque sean tan capaces de apreciarla. Quizá incluso no se encuentre en absoluto en las mujeres, sino que sea tan sólo el lado femenino del hombre.

Este amor por la Naturaleza, tan puro y genuino y pueril, difícilmente se encuentra en ningún poeta.

Vemos el carácter harto confiado y afectuoso de Chaucer en su manera familiar, aunque inocente y reverente, de hablar de su Dios. Piensa en él sin ninguna reverencia falsa, sin mayor ostentación que el céfiro que sopla en su oído. Si la Naturaleza es nuestra madre, entonces Dios es nuestro padre. En Shakespeare y Milton encontramos menos amor y menos verdad sencilla y práctica. ¡Con qué poca frecuencia vemos expresada en nuestra lengua inglesa cualquier muestra de afecto hacia Dios! Sin duda, no hay sentimiento menos frecuente que el amor a Dios. Herbert es casi el único en expresarlo: «¡Ah, mi querido Dios!»[31]. Nuestro poeta usa palabras similares con propiedad, y cada vez que ve a una persona u otro objeto bello, se enorgullece de la «maestría» de su Dios. Incluso le recomienda que haga de Dido su prometida:

Si ese Dios que creó el cielo y la tierra

Hubiese sentido amor por la belleza y la bondad,

Y por la feminidad, la verdad y el decoro[32].

Pero para justificar nuestro elogio hemos de remitirnos a sus propios trabajos: al prólogo de los Cuentos de Canterbury, al relato de Gentilesse, de la Flor y la Hoja, a las historias de Griselda, Virginia, Ariadne y la duquesa Blanche, entre otras. Hay muchos poetas con más gusto y mejores maneras, capaces de apartar su insipidez; pero no nos entretendremos demasiado en este genio de carácter negativo y volveremos a Chaucer con pasión. Ciertas naturalezas, a pesar de ser harto toscas y estar poco desarrolladas, tienen un mayor nivel de perfección que otras más refinadas y mejor equilibradas. Incluso el payaso tiene gusto, y sus dictados, a los que hace caso omiso, son más elevados y puros que aquellos a los que obedece en ocasiones el artista. Si bien tenemos que deambular por muchos pasajes livianos y prosaicos en Chaucer, al menos sentimos la satisfacción de saber que no es una insipidez artificial, sino que está perfectamente reflejada en muchos pasajes de la vida. Confesamos que, por lo general, somos proclives a concentrar los momentos dulces y a acumular los placeres. En cambio, siempre hay que suponer que el poeta habla como un viajero, que nos conduce a través de un paisaje variado, de una eminencia a otra. Puede que, después de todo, nos resulte más agradable encontrar un pensamiento elevado en su escenario natural: sin duda el destino lo ha rodeado de ese marco por algún motivo. La naturaleza esparce por doquier sus nueces y sus flores, y nunca las acumula en montones. Éste era el suelo en el que creció, y ésta es la hora a la que floreció. Si el sol, el viento y la lluvia vinieron aquí para cuidar y hacer crecer la flor, ¿no tendríamos nosotros que venir para arrancarla?

Un poema verdadero no se distingue tanto por una expresión afortunada, o por cualquier pensamiento que evoque, cuanto por la atmósfera que lo rodea. La mayoría sólo tiene los contornos de la belleza y nos choca como nos chocan la imagen y el comportamiento de un extraño. En cambio, los versos verdaderos nos llegan de manera indistinta, como el aliento de la misma simpatía, y nos envuelven con su espíritu y su fragancia. Mucha de nuestra poesía tiene las mejores maneras, pero ningún carácter. Refleja sólo una precisión y elasticidad insólitas del discurso, como si su autor hubiese tomado un electuario, y no un trago embriagador. Tiene el contorno nítido de la escultura y es una crónica de los tiempos pasados. Bajo la influencia de la pasión todos los hombres hablan con esa claridad, pero la ira no es siempre divina.

Hay dos clases de hombres a los que se les llama poetas. Uno cultiva la vida, el otro el arte; uno busca comida para alimentarse, el otro para saborearla; uno sacia su hambre, el otro agrada al paladar. Hay dos tipos de escritura, ambas grandiosas y poco frecuentes: la una es la del genio, el hombre inspirado; la otra la del intelecto y el gusto, en los intersticios de la inspiración. La primera está por encima de todo análisis, siempre es correcta, y dicta las leyes de la propia crítica. Vibra y late, llena de vida, eternamente. Es sagrada y ha de leerse con reverencia, como se estudian los trabajos de la naturaleza. Hay pocos ejemplos de un estilo sostenido de este tipo. Todos los hombres hablan, es cierto, pero al hablante no le preocupa que quede constancia de lo dicho. Este estilo elimina toda relación personal con su autor; no ponemos sus palabras en nuestros labios, sino su sentido en nuestros corazones. Es el río de la inspiración, que borbotea, ora aquí, ora allá, ora en este hombre, ora en aquél. No importa a través de qué cristales de hielo se vea, que sea una fuente o la corriente marina que fluye bajo tierra. Lo encontramos en Shakespeare, en Alfeo, en Burns, en Aretusa[33], siempre idéntico. La otra escritura es serena y sabia, muestra reverencia al genio y está ávida de inspiración. Es siempre consciente, en el mayor y en el menor grado, y consiste en el dominio más perfecto de las facultades. Vive en un sosiego como el del desierto, y en ella los objetos son tan nítidos como los oasis y las palmeras en el horizonte de arena. El tren del pensamiento se mueve a un ritmo suave y controlado, como una caravana. Aquí la pluma no es más que un instrumento en las manos del poeta —no rebosa vida, como haría un brazo más largo—, y deja una tenue capa de barniz o brillo sobre todo su trabajo, del que las obras de Goethe ofrecen un ejemplo extraordinario.

Hasta ahora no ha existido una crítica justa y serena. No analizamos nada en toda su sencillez, nada que se limite a estar en el regazo de la belleza eterna. Antes bien, nuestros pensamientos, al igual que nuestros cuerpos, han de ataviarse con las modas más recientes. Nuestro gusto es demasiado delicado y particular: le dice «no» al trabajo del poeta, pero nunca «sí» a su esperanza. Le invita a adornar sus deformidades, y no a deshacerse de ellas por expansión, como el árbol con su corteza. Somos gentes que viven bajo una luz radiante, en casas de nácar y porcelana, y sólo bebemos vinos suaves, gente cuyos dientes se irritan con la más mínima amargura natural. Si nos hubiesen consultado, la espina dorsal de la tierra no sería de granito, sino de espato de Bristol. Un autor moderno habría muerto durante su infancia en una época más tosca. Pero el poeta es algo más que un escaldo, «que suaviza y bruñe el lenguaje[34]»; es un Cincinato[35] de la literatura, y no ocupa sólo el extremo occidental del mundo. Como el sol, seleccionará con indiferencia sus rimas, y con toda libertad entretejerá con sus versos el mundo y sus rastrojos.

En estos libros antiguos el estuco se desmoronó hace ya mucho tiempo. Lo que leemos es aquello que fue esculpido en granito. Sus proporciones son toscas y gigantescas, en lugar de contar con acabados suaves y delicados. Los trabajadores de la piedra pulen sólo los ornamentos de sus chimeneas, pero erigen sus pirámides con rudeza. Existe una sobriedad en ese aspecto tosco, como el del granito sin tallar, que le habla a lo más profundo de nosotros. En cambio, la superficie bruñida sólo cautiva al globo ocular. El verdadero acabado es el trabajo del tiempo, y el uso que se le dé a un objeto. Los elementos aún están bruñendo las pirámides; el arte puede barnizar y bañar de oro, pero nada más. La obra del genio está tallada con tosquedad desde el principio, porque se anticipa al paso del tiempo, y tiene una suerte de pulido incrustado, que sigue presente cuando los fragmentos se desmoronan, una cualidad propia de su sustancia. Su belleza es al mismo tiempo su fuerza, que brilla en todo su esplendor.

El gran poema ha de contar con el sello de la grandeza, así como con su esencia. El lector pasa sin problemas sobre la poesía contemporánea más superficial, y se impregna con toda la vida y la promesa del presente, como el peregrino que va al templo y escucha los cantos más débiles de los devotos. En cambio, el gran poema tendrá que hablarle a la posteridad, atravesando sus desiertos y franqueando las ruinas de sus murallas más lejanas, merced a la grandeza y la belleza de sus proporciones.

Pero aquí, en la corriente del Concord, donde habíamos permanecido físicamente durante todo este tiempo, la Naturaleza, que es superior a todos los estilos y épocas, está componiendo ahora, con semblante pensativo, su poema «Otoño», que no tendrá parangón con ningún trabajo del hombre.

En verano vivimos de puertas para afuera, y sólo tenemos impulsos y sentimientos dirigidos a la acción. Por lo general, hemos de esperar a la quietud y las noches más largas de otoño e invierno para que se asiente algún pensamiento. Entonces comprendemos que detrás del crujir de las hojas, y de los montones de grano, y de los racimos desnudos de uva, se encuentra el campo de una vida completamente nueva, que ningún hombre ha vivido. Comprendemos que incluso esta tierra fue hecha para habitantes más misteriosos y nobles que los hombres y las mujeres. En los colores de los atardeceres de otoño vemos los portales de otras casas distintas a las que ocupamos, y que no distan mucho geográficamente:

Hay un lugar más allá de aquella colina en llamas,

Desde donde derraman las estrellas su tenue brillo,

Un lugar más allá de todos los lugares, del que jamás

Zarpó ningún pensamiento malvado o impuro[36].

A veces un mortal siente la Naturaleza en su interior. No es su Padre, sino su Madre la que se agita dentro de él, haciéndolo inmortal a través de su propia inmortalidad. De cuando en cuando reivindica nuestro parentesco, y algunos glóbulos de sus venas se deslizan en las nuestras.

Yo soy el sol otoñal,

Y mi carrera la corren vendavales de otoño;

¿Cuándo dará sus flores el avellano

O madurará la uva bajo mi emparrado?

¿Cuándo convertirán las lunas de la cosecha y

Del cazador mi medianoche en mediodía?

Soy todo amarillo y marchito,

Y mi núcleo es tierno.

Las nueces caen en mis bosques,

El invierno acecha en mi espíritu,

Y el crujido de la hoja seca

Es la música perenne de mi tristeza.

A un rimador inepto la Musa le habló en prosa, con estas palabras:

La luna ya no refleja el día, sino que crece hasta su dominio absoluto, y el campesino y el cazador reconocen en ella a su amante. Las margaritas y las varas de oro reinan a ambos lados del camino, y las flores eternas de la vida no se marchitan. Los campos son segados y despojados de su orgullo, pero un verdor interior aún los corona. El cardo extiende su manto sobre la laguna, la viña se viste de hojas amarillas, y nada perturba la vida grave del hombre. Pero detrás de las mieses, y bajo la hierba, se esconde un fruto maduro que los segadores no han recogido, la verdadera cosecha del año, que produce para siempre, regado y madurando anualmente. El hombre nunca corta el tallo que sostiene a este sabroso fruto.

Los hombres aún no viven, en ningún lugar del planeta, ni en Oriente ni en Occidente, una vida natural, a cuyo alrededor crezca la vid, a la bondadosa sombra del olmo. El hombre la profanaría con su mano, de suerte que la belleza del mundo permanece velada para él. No sólo necesita ser espiritualizado, sino naturalizado, sobre el suelo de la tierra. ¡¿Quién puede concebir qué hermoso techo podrían extender los cielos sobre él, qué estaciones se pondrían a su servicio y qué trabajo dignificaría su vida?! Sólo los convalecientes levantan el velo de la naturaleza. La inmortalidad de su vida haría inmortal su morada. Los vientos serían su aliento, las estaciones sus estados de ánimo, y podría impartir serenidad hasta a la propia Naturaleza. Sin embargo, el hombre que conocemos es efímero como el paisaje que le rodea, y no aspira a una existencia duradera. Cuando descendemos hasta la aldea lejana, visible desde la cima de la montaña, los nobles habitantes con que la habíamos poblado en nuestras mentes se han marchado, dejando sólo una plaga de alimañas por sus calles desoladas. Es la imaginación de los poetas la que pone esos valerosos discursos en boca de sus héroes. Podrán fingir que las últimas palabras de Catón fueron:

Conozco la tierra, el aire y los mares, y todas

Las alegrías y los horrores de su paz y de sus guerras;

Y ahora veré el estado de los Dioses y las estrellas[37],

Pero éstas no son las reflexiones ni el destino de los comunes mortales. ¿Qué es ese cielo que esperan, si no supera sus expectativas? ¿Están preparados para uno mejor del que pueden imaginar ahora? ¿Dónde está el cielo de quien muere sobre un escenario, en un teatro? Nuestro cielo está aquí o no está en ningún sitio.

Aunque vemos cuerpos celestes moverse

Sobre la tierra, labramos y amamos este suelo[38].

No podemos imaginar nada más bello que algo que hayamos experimentado. «El recuerdo de la juventud es un suspiro[39]». Durante la edad adulta nos entretenemos relatando los sueños de nuestra infancia, pero ya hemos olvidado la mitad de ellos para cuando aprendemos a hablar. Deberíamos ser seres nacidos de la tierra así como del cielo, γηγενείς[40], como se decía de los titanes de la Antigüedad, o en un sentido mejor que el suyo. Ha habido héroes para los que este mundo parecía preparado expresamente, como si la creación por fin hubiese tenido éxito, cuya vida cotidiana era la materia de la que están hechos nuestros sueños, y cuya mera presencia realzaba la belleza y la amplitud de la propia Naturaleza. Por dondequiera que caminasen,

Largior hic campos æther et lumine vestit

Purpureo: Solemque suum, sua sidera nôrunt[41].

«Un aire más vigoroso sopla sobre los campos, cubriéndolo de una luz púrpura; y ellos conocen a su propio sol y a sus propias estrellas». Nos encanta oír hablar a algunos hombres, aunque no escuchamos lo que dicen. El aire mismo que respiran es rico y perfumado, y el sonido de sus voces llega hasta el oído como el crujir de las hojas o el crepitar del fuego. Están a una gran profundidad. Los cielos son sus cómplices, como si nunca hubiesen estado bajo su techo, y miran a las estrellas con una luz de respuesta. Sus ojos son como luciérnagas, y sus movimientos elegantes y fluidos, como si ya hubiesen encontrado un lugar para ellos, como los ríos que fluyen a través de los valles. Las distinciones que hace la moral, entre correcto e incorrecto, entre sentido y sinsentido, resultan baladíes y han perdido su significado, además de su naturaleza pura y primitiva. Cuando observo las nubes que se extienden en masas espléndidas por el cielo, oscuras y amenazantes, o brillando con una luz suave, o doradas por los rayos del sol de poniente, como las almenas de una ciudad celestial, su grandeza parece desperdiciada por la mezquindad de mi tarea. Esta tapicería es demasiado lujosa para una acción tan miserable. Apenas si soy digno de vivir fuera de estas murallas.

A menos que no pueda elevarse

Sobre sí mismo, ¡qué pobre criatura es el hombre[42]!

Nos encantaría poder crear con nuestra música, aunque sólo fuera durante un instante, un tipo de relación más elevada de la que podemos alcanzar con nuestro esfuerzo cotidiano. Los acordes vuelven a nosotros mejorados por el eco, como cuando un amigo lee nuestros versos. ¿Por qué han pintado así los frutos, por qué les han conferido esa fragancia, si no para satisfacer un simple apetito animal?

Le pregunté al erudito, su consejo era generoso,

Pero me mostró un camino demasiado intrincado[43].

Quizá esto implique que vivimos en los confines de un reino distinto y más puro, desde donde esas fragancias y sonidos manan hasta nosotros. Los límites de nuestra parcela están marcados con flores, cuyas semillas llegaron volando desde los campos adyacentes, más Elíseos: ésas son las macetas de los dioses. Los mejores frutos y las fragancias más dulces, que llegan hasta nosotros arrastrados por el viento, delatan la cercanía del otro reino. Allí también vive Eco[44], y allí están los estribos del arco iris.

Una raza más noble y mejor alimentada

Festeja y disfruta sobre nuestras cabezas,

Y nosotros, hombrecillos, sólo podemos

Recoger las migajas de su mesa.

Suya es la fragancia de los frutos,

Y nuestra la pulpa y las raíces.

¡Qué bello es el instante en que vemos

Asombrados la tierra olímpica!

No tenemos que rezar por un mejor paraíso que el que puedan ofrecernos los sentidos puros: una vida puramente sensorial. Nuestros sentidos actuales no son más que los rudimentos de lo que están llamados a convertirse. En comparación con éstos, ahora estamos sordos y ciegos y mudos, sin olfato ni gusto ni tacto. Todas las generaciones descubren que se ha disipado su vigor divino, y que todos los sentidos y facultades se han desperdiciado y corrompido. Los oídos no fueron hechos para darles esos usos triviales que los hombres suelen creer, sino para escuchar los sonidos celestiales. Ni los ojos creados para esos usos rastreros que los desgastan, sino para contemplar una belleza ahora invisible. ¿No podemos ver a Dios? ¿Vamos a quedarnos embelesados con esta vida, como si fuera una mera alegoría? ¿Acaso no es la Naturaleza, bien entendida, eso mismo de lo que solemos creer que es sólo el símbolo? Cuando el hombre corriente mira al cielo, que todavía no ha profanado demasiado, cree que es menos vulgar que la tierra, y habla con reverencia de «los Cielos». Sin embargo, el vidente hablará en ese mismo tono de «las Tierras», y de su Padre que está en ellas. «El que hizo lo de dentro, ¿no hizo también lo de fuera[45]. Así pues, ¿qué significa educar, si no desarrollar esos gérmenes divinos que llamamos «sentidos»? Para que así los individuos y los estados traten con magnanimidad a la generación sucesiva, y no le dejen caer en la tentación —no le dejen bizquear los ojos, ni prestar oído a las blasfemias—. Pero ¿dónde está el profesor instruido? ¿Dónde están las escuelas normales?

Un sabio hindú dijo: «Al igual que la bailarina, tras haberse mostrado al espectador, deja de bailar, también la Naturaleza deja de manifestarse, una vez se ha mostrado al alma […]. En mi opinión, no hay nada más discreto que la Naturaleza: una vez que es consciente de que ha sido vista, no vuelve a exponerse a la mirada del alma[46]».

Es más sencillo descubrir un nuevo mundo, como hizo Colón, que introducirse en un recoveco de éste, que parecemos conocer tan bien: perdemos de vista la tierra, la brújula cambia y la humanidad se amotina; aun así, la historia sigue acumulándose como la inmundicia ante el portal de la naturaleza. Pero basta un instante de cordura, con los sentidos bien alerta, para enseñarnos que hay una naturaleza detrás de lo ordinario, sobre la que hasta ahora sólo tenemos un ligero derecho preferencial y una reserva occidental. Vivimos a las afueras de esta región. La madera tallada, las ramas flotantes y los colores del cielo al atardecer son todo lo que sabemos de ella. No dejemos que los encantos del clima se impongan sobre nosotros. No dejemos, amigos, que, quienesquiera que lo intenten, nos engañen y nos persuadan para comportarnos bien y ganar así la sal de nuestras gachas eternas. Esperemos un poco, y no compremos ninguna parcela en este claro, confiando en que pronto aparezcan suelos más ricos. Éste que pisamos ahora no es más que un terreno débil; yo sentí mis raíces en uno más fértil en el pasado. Un día vi un ramo de violetas en un jarrón de cristal, ligeramente atadas con una brizna de paja, que me recordaron a mí.

Soy un manojo de esfuerzos vanos,

Unidos por casualidad,

Balanceándose aquí y allá, con unos lazos

Tan sueltos que parecen hechos,

En mi opinión,

Para un clima más benigno.

Un ramo de violetas desarraigadas,

Mezcladas con acederas,

Atadas por una brizna de paja

Que otrora se enredase en sus brotes;

Ésa es la ley

A la que estoy sometido.

Un ramillete que el Tiempo recogió de

Esos bellos Campos Elíseos,

A toda prisa, junto a hierbas y tallos rotos,

Es la ruidosa muchedumbre

Que desperdicia

El día que se le ofrece.

Aquí florezco durante un instante sin ser visto,

Bebiéndome mi savia,

Sin raíces en la tierra

Que mantengan verdes mis ramas,

Erguido

En un sencillo jarrón.

Algunos capullos tiernos se quedaron en mi tallo

En una imitación de la vida,

Pero ¡ah!, mis hijos no sabrán,

Hasta que el tiempo los marchite,

La desgracia

A la que se ven sometidos.

Pero ahora lo veo claro, no fui arrancado en vano,

Para ser colocado en el jarrón

De la vida hasta que muriese,

Sino que una amable mano me llevó

Vivo

A un lugar extranjero.

El campo expoliado pronto redimirá sus horas,

Y con la llegada de un nuevo año,

Bien lo sabe Dios, y un aire más libre,

Dará más frutas y verá brotar

Flores más hermosas,

Mientras yo aquí languidezco.

Este mundo tiene muchos anillos, como Saturno, y ahora vivimos en el más excéntrico. Ningún hombre puede afirmar deliberadamente que vive en el mismo planeta, o comparte época, con la flor que han arrancado sus manos. Aunque parezca que sus pies lo pisan, están separados por espacios y eras inconcebibles, y no hay peligro de que le haga daño. ¿Qué saben los botánicos? Nuestras vidas deberían estar entre el liquen y la corteza. Puede que el ojo vea para la mano, pero no para la mente. Aún estamos naciendo, y hasta ahora no tenemos sino una visión borrosa del mar y la tierra, del sol, la luna y las estrellas, y no veremos con claridad hasta que hayan pasado al menos nueve días. La búsqueda del sitio arqueológico de la antigua Troya por parte de viajeros y geógrafos no puede por menos de calificarse como patética. Ni siquiera está cerca de donde ellos creen. Cuando algo decae y desaparece, ¡qué anónimo ha de parecer el lugar que ocupó!

Las anécdotas de la astronomía moderna me causan el mismo efecto que esas ligeras revelaciones de lo Real que le son concedidas al hombre de cuando en cuando, o mejor dicho, de eternidad en eternidad. Cuando recuerdo la historia de ese tenue brillo en nuestro firmamento que nosotros llamamos Venus, considerada por los hombres antiguos, y la mayoría de hombres modernos, una chispa de luz vinculada a un astro hueco girando en torno a nuestra tierra, pero que ahora, se ha descubierto, ha resultado ser otro mundo en sí mismo; cuando recuerdo cómo Copérnico, tras razonar sobre el asunto durante largo y paciente tiempo, predijo con total confianza, antes de que el telescopio se inventara, que si alguna vez los hombres podían verlo con mayor claridad de lo que lo hacían entonces, descubrirían que tenía fases como nuestra luna, y que un siglo después de su muerte se inventó el telescopio, y que Galileo verificó su predicción; cuando recuerdo todo esto, no pierdo la esperanza de que quizá, incluso aquí y ahora, podamos conocer alguna información precisa sobre ese otro mundo que el instinto de la humanidad lleva tanto tiempo prediciendo. De hecho, todo lo que llamamos ciencia, y también todo lo que llamamos poesía, es una partícula de dicha información, y es todo lo precisa que puede llegar a ser, aunque sólo llegue hasta los confines de la verdad. Si podemos razonar con tal precisión, y si se producen unas confirmaciones tan pasmosas de nuestros razonamientos sobre los llamados objetos naturales y sobre unos acontecimientos tan infinitamente apartados del alcance de nuestra visión natural que la mente duda de sus cálculos, incluso cuando son confirmados por la observación, ¿por qué no podrían nuestras especulaciones penetrar con la misma profundidad en el estrellado universo inmaterial, del que el primero no es más que su homólogo exterior y visible? No cabe duda de que disponemos de unos sentidos igual de capacitados para penetrar en los espacios de lo real, lo sustancial, lo eterno, como lo están los sentidos exteriores para penetrar en el universo material. Veias, Manu, Zoroastro, Sócrates, Cristo, Shakespeare, Swedenborg: he aquí algunos de nuestros astrónomos.

En nuestras órbitas se producen perturbaciones por la influencia de astros periféricos, y ningún astrónomo ha determinado aún los elementos de ese mundo sin descubrir que los produce. En el transcurso habitual de mis pensamientos percibo una secuencia natural e ininterrumpida; cada uno implica la presencia del siguiente, y, de producirse una interrupción, está ocasionada por un nuevo objeto que se presenta ante mis sentidos. Sin embargo, la transición escarpada, y brusca, e inexplicable por estos medios, es la que se produce entre lo que llamamos una visión de las cosas desde el sentido común —estrecha y parcial en comparación—, y una visión infinitamente expandida y liberadora; entre ver las cosas como los hombres las describen y verlas como los hombres no pueden describirlas. Esto implica la presencia de un sentido que no es común, sino muy poco frecuente, en la experiencia del hombre más sabio; un sentido que es más sensible o consciente que el sentido común.

¡Por qué recintos deambula el astrónomo! Sus cielos son superficiales, y la imaginación, como el viajero sediento, anhela atravesar su desierto. La mente errante rompe con impaciencia los grilletes de las órbitas astronómicas, cual telarañas en un rincón de su universo, y se lanza allá donde la distancia no llega y las leyes que la ciencia ha descubierto pierden fuerza y vigencia. La mente conoce una distancia y un espacio del que todas las sumas combinadas ni siquiera constituyen una unidad de medida: el intervalo entre lo que parece y lo que es. Sé que hay muchas estrellas, sé que están lo bastante lejos, que son lo bastante brillantes y fieles a sus órbitas, ¿pero de qué valen todas ellas? Son más y más tierra baldía al Oeste —un territorio estrellado—, que acaso podamos convertir en estados esclavistas, de llegar a colonizarla. La única estrella que me interesa es la que dista del suelo la altura de un hombre, y aun así se trata de un interés pasajero. Luego me despediré de todos los cuerpos que he conocido.

Todo hombre sabio se erigirá sobre un terreno que pueda sostenerlo bien, y el que tenga un peor sentido del equilibrio no se atreverá a pisar esas laderas por las que otro quizás camine con seguridad, sino que preferirá dejar sin recoger los arándanos que allí crecen. Puede que alguna primavera una crecida mayor de lo normal los haga flotar al alcance de su mano, aunque quizá para entonces ya estén aguados y picados por la escarcha. He visto estos arándanos resecos en los desvanes de muchos hombres pobres, y en muchos arcones de la Iglesia y cofres del Estado; basta un poco de agua y calor para que vuelvan a alcanzar su tamaño y su belleza originales, y añadiéndoles la cantidad de azúcar adecuada, la humanidad podrá preparar con ellos la salsa de nuestro plato nacional[47].

Lo que llamamos «sentido común» es excelente en su ámbito, y de un valor tan incalculable como la virtud de la conformidad en el ejército y la marina —pues allí hace falta la subordinación—. Sin embargo, un sentido fuera de lo común, que sólo es común entre los sabios, es más excelente y mucho menos frecuente. Algunos aspiran a la excelencia desde la subordinación: que Dios los ayude. Lo que dice Fuller sobre los profesores universitarios puede aplicarse umversalmente: «Una pequeña dosis de insipidez en un profesor universitario lo hace más apto para abordar asuntos seculares[48]».

Aquel que carece de fe, y se siente afligido

Porque la necesita, posee una creencia verdadera;

Y aquel que se siente afligido porque su aflicción es tan pequeña,

Posee una verdadera aflicción, y la mejor de todas las fes[49].

O quizá podamos encontrar un estímulo en los versos de este otro poeta:

Hasta ellos llegó Fido, el mariscal de campo:

Era débil cuando su madre le dio a luz,

Un chiquillo enfermizo y enclenque al principio,

Que siempre recibía entre lágrimas al sol matutino;

Pero los años le confirieron tamaño y poderío,

Y convertido en robusto campeón y poderoso caballero

Siempre brillaba en el campo de batalla su armadura.

Arroja las montañas al mar con su poderosa mano;

Detiene e invierte el curso impetuoso del sol;

La Naturaleza rompe las leyes de la Naturaleza a su orden;

Ninguna fuerza del Infierno o del Cielo resiste a su poder;

Si un acontecimiento queda lejano él lo convierte

En presente con una premonición maravillosa;

Demostrando que los sentidos son ciegos, al mostrarse ciego para el sentido[50].

«Ayer, al amanecer», dice Hafiz[51], «Dios me liberó de todas las aflicciones terrenales; y en medio de las tinieblas de la noche me obsequió con el agua de la inmortalidad[52]».

En la historia de la vida de Saadi, contada por Dowlat Shah, leemos esta frase: «El águila del alma inmaterial del jeque Saadi sacudió de su plumaje el polvo de su cuerpo[53]».

Así de meditabundos remábamos en dirección a casa, donde buscaríamos algún trabajo otoñal del que ocuparnos y con el que contribuir al paso de las estaciones. Puede que la Naturaleza se mostrase condescendiente y nos usara sin nuestro conocimiento, como cuando contribuimos a esparcir sus semillas durante nuestros paseos, llevando de campo a campo cadillos y cizaña en la ropa.

Normalmente todo se encuentra

Sobre el suelo de esta tierra,

Los espíritus y los elementos

Tienen sus descendientes.

Noche y día, año tras año,

Aquí y allá, arriba y abajo,

Éstas son nuestras propias cualidades,

Éstos son nuestros remordimientos.

Y vosotros, dioses de la orilla,

Que permanecéis para siempre,

Veo vuestro promontorio lejano,

Que se extiende en todas direcciones;

Escucho los dulces sonidos vespertinos

De vuestra región que nunca marchita;

Dejad de engañarme con el tiempo,

Y llevadme a vuestra tierra.

A medida que fue avanzando la tarde, mientras remontábamos remando sin prisa el río sereno, atrapados entre márgenes aromáticos en flor, donde habíamos instalado por primera vez nuestra tienda, y nos acercábamos cada vez más a los campos donde habíamos pasado nuestras vidas, nos pareció detectar los colores de nuestro cielo natal en el horizonte, al sudoeste. Justo en ese momento el sol se estaba poniendo tras una colina boscosa: era un ocaso tan bello que sólo acabaría por alguna razón que los hombres ignoraban, y había de ser marcado con colores más radiantes de lo normal en el pergamino de los tiempos. Aunque las sombras de las colinas estaban empezando a cernirse sobre las aguas, todo el valle ondulaba con una luz suave, más pura y memorable que la de la luna. Pues así es como se despide el día incluso en los valles más solitarios, donde no ha puesto pie el hombre. Vimos dos garzas (Ardea herodias), con sus patas largas y esbeltas recortadas contra el cielo, viajando sobre nuestras cabezas. Su vuelo elevado y silencioso, como si hubiesen emprendido el camino al caer la noche, no iba a posarse, claro, en un pantano cualquiera de la superficie de la tierra, sino al otro lado de nuestra atmósfera. Eran un símbolo que podía ser objeto de estudio, ya estuviese impreso en el cielo o esculpido entre los jeroglíficos de Egipto. Dirigidas hacia alguna pradera más al norte, prosiguieron con su vuelo majestuoso e inmóvil, como las cigüeñas de un cuadro, hasta acabar desapareciendo detrás de las nubes. Densas bandadas de mirlos volaban ahora sobre el cauce del río, como si estuviesen realizando un corto peregrinaje hacia alguno de sus santuarios, o celebrando el magnífico ocaso.

Y así, como hace el peregrino, al que la noche

Oscura se apresura a encerrar en su camino,

Piensa en tu hogar, alma mía, y piensa bien

En el tiempo que le queda al día de tu vida:

Tu sol se pone al Oeste, ya quedó atrás tu mañana,

Y no te fue concedido nacer una segunda vez[54].

El sol poniente creía que todos los hombres estaban descansando, sumidos en un estado contemplativo. Sin embargo, el hijo del granjero silbaba con más ahínco mientras desde los pastos conducía a las vacas de vuelta a casa, y el carretero se abstenía de hacer restallar su látigo, y guiaba a su yunta con voz queda. Los últimos vestigios de la luz del día desaparecieron por fin, y mientras remábamos en silencio de espaldas a la casa, a través de la oscuridad, en la que sólo se veían unas pocas estrellas, no teníamos mucho que decir. Permanecíamos absortos en nuestros pensamientos, o escuchando el sonido monótono de los remos, una suerte de música rudimentaria, ideal para el oído de la Noche y la acústica de sus paredes tenuemente iluminadas.

Pulsæ referunt ad sidera valles[55],

«Y en los valles se oía el eco del sonido de las estrellas».

Mientras mirábamos hacia arriba, en silencio, hacia aquellas luces lejanas, recordamos que quien explicó por primera vez que las estrellas eran mundos fue un hombre de una imaginación excepcional, que hizo un gran regalo a la humanidad. En la crónica de Bernáldez está registrado que durante el primer viaje de Colón los nativos «señalaron a los cielos, haciendo señas de que creían que allí estaban todo el poder y la santidad[56]». Tenemos motivos para estar agradecidos por los fenómenos celestiales, pues responden principalmente al ideal de los hombres. Las estrellas son lejanas y discretas, pero brillantes y duraderas como nuestras experiencias más hermosas y memorables. «Deja que la profundidad inmortal de tu alma te guíe, pero mantén siempre los ojos clavados en el cielo[57]».

Así como la compañía más sincera se aproxima cada vez más a la soledad, también el discurso más excelso acaba por sumirse en el Silencio. Todos los hombres pueden escuchar el Silencio, en todas las épocas, en todos los lugares. Él es cuando escuchamos hacia el interior, mientras el sonido es cuando escuchamos hacia el exterior. La creación no ha suplantado al Silencio, sino que constituye su estructura visible. Todos los sonidos son sus siervos y sus proveedores, y no sólo proclaman que su señor es, sino que es un señor excepcional, al que hay que buscar con gran tesón. Están tan vinculados al Silencio que no son más que burbujas en su superficie, que estallan de inmediato, como prueba de la potente y prolífica corriente submarina. Son una tímida declaración del Silencio, aptos únicamente para nuestros nervios auditivos cuando chocan entre ellos y lo sustituyen. En la medida en que hacen esto, y realzan e intensifican el Silencio, son la armonía y la más pura melodía.

El Silencio es el refugio universal, la secuela de todos los discursos insulsos y las acciones necias, un bálsamo para todas nuestras desazones, al que damos la bienvenida por igual tras la saciedad y la decepción. Es ese fondo donde la brocha del pintor no puede llegar, ya sea un maestro o un mediocre, y que, por incómoda que sea la figura en primer plano, sigue siendo nuestro santuario inviolable, que ninguna mezquindad puede mancillar, donde nadie puede molestarnos.

El orador abandona su individualidad, y es más elocuente cuanto más calle. Escucha mientras habla, y es un oyente entre su audiencia. ¿Quién no ha oído Su estruendo infinito? El Silencio es el megáfono de la Verdad, el único oráculo, los verdaderos Delfos y Dodona[58], que reyes y cortesanos harían bien en escuchar, y del que no obtendrán jamás una respuesta ambigua. Pues a través de Él se han hecho todas las revelaciones, y en la medida en que los hombres han consultado su oráculo interior han obtenido un conocimiento claro, y se dice de su época que ha sido ilustrada. En cambio, cuando han deambulado hasta un Delfos extranjero y pedido consejo a su sacerdotisa enloquecida, sus años han sido oscuros y plúmbeos. Muchas fueron las épocas ruidosas y parlanchinas que llevan largo tiempo sin emitir ningún sonido. En cambio, la era griega, silenciosa y melódica, suena y resonará por siempre en los oídos de los hombres.

Un buen libro es el plectro con el que se pellizcan nuestras liras, que de lo contrario permanecen en silencio. Es habitual que atribuyamos a la obra escrita el interés que pertenece a nuestra propia secuela no escrita —aunque, en comparación, la primera está sin vida—. Esta secuela es la parte más indispensable de todos los libros. El objetivo del autor debería ser decir de una vez por todas, y enfáticamente: «Dijo», έφη, ε. Esto es lo máximo a lo que puede aspirar el escritor. Si hace de su obra un rompeolas contra el que pueda romper el oleaje del Silencio, habrá hecho algo bueno.

Sería inútil que me esforzase en interrumpir el Silencio, pues éste no puede plasmarse en inglés. Durante seis mil años los hombres lo han traducido con la fidelidad que les era propia, y aun así no es mejor que un libro sellado. Un hombre puede hablar y hablar con total confianza durante un tiempo, pensando que domina su argumentación y que algún día agotará su tema. Sin embargo, también él acabará por callar, y los hombres sólo recordarán lo bien que había empezado, pues cuando al fin sea engullido por Él, la desproporción entre lo dicho y lo callado serán tan vasta que el hombre no parecerá más que la burbuja de esa superficie donde desapareció. En cualquier caso, nosotros seguiremos adelante, como esas golondrinas de los acantilados chinos, construyendo nuestros nidos con la espuma de las palabras, que quizá algún día sean el pan de la vida para quienes viven a orillas del mar.

Ese día hicimos unas cincuenta millas entre vela y remo, y ahora, bien entrada la noche, nuestro bote rozaba las espadañas de su puerto de origen, y su quilla reconocía el barro de Concord, donde una leve marca de su contorno seguía impresa en los cálamos aromáticos aplastados, que apenas se habían levantado desde nuestra salida. Desembarcamos alegres, de un salto, en la orilla, sacamos el bote del río y lo amarramos a su manzano silvestre, cuyo tronco aún conservaba la marca de la rozadura que la cadena había dejado durante las crecidas de la primavera.