SÁBADO
Ven, ven, mi dulce amada, y probemos
Estas delicias rurales.
Francis Quarles, Invitación de Cristo al alma
Por fin, un sábado, el último día de agosto de 1839, mi hermano y yo, nativos de Concord, levamos anclas en este puerto fluvial. Pues también Concord está bajo el sol, y es un puerto de llegada y salida de cuerpos y almas humanos. Al menos una de sus orillas está exenta de todo deber, salvo aquel con el que cumpliría con gusto todo hombre honesto. Una llovizna tibia había oscurecido la mañana y amenazaba con retrasar nuestro viaje, pero al final las hojas y la hierba se secaron y se presentó una tarde tranquila, tan serena y fresca que se diría que la Naturaleza estaba rumiando por su cuenta algún plan más elevado. Tras ese largo gotear y rezumar por cada poro, empezó a respirar de nuevo, más sana que nunca. Así pues, con un empujón vigoroso alejamos nuestro bote de la orilla, mientras los cálamos aromáticos y las espadañas nos deseaban buen viaje, y empezamos a descender el río en silencio.
Nuestro bote, cuya construcción nos había llevado una semana de trabajo en primavera, tenía la forma de una barca de pescador, con el fondo plano, de quince pies de largo por un máximo de tres y medio de ancho, pintado de verde y con una franja azul, un guiño a los dos elementos en los que pasaría su existencia. Lo habíamos cargado la tarde anterior frente a nuestra puerta, a media milla del río, con patatas y melones recogidos de una parcela que habíamos cultivado, y unos pocos utensilios. Contaba con ruedas para poder rodear por tierra las cataratas, así como con dos pares de remos, varias pértigas para empujarlo por las partes menos profundas, y también dos mástiles, de los que uno serviría para la tienda de campaña, pues una piel de búfalo sería nuestra cama y una tela de algodón nuestro techo. Era de construcción sólida, pero pesado, y dudo que fuese mucho mejor que los modelos habituales. Si se construye como es debido, un bote puede ser una suerte de animal anfibio, una criatura que pertenece a dos elementos: una mitad de su estructura se asemeja a un pez esbelto y ágil, y la otra es como un pájaro elegante y de alas fuertes. El pez marca dónde han de estar el mayor ancho de manga y la mayor profundidad de la bodega; sus aletas señalan la ubicación de los remos; y la cola da una pista sobre la forma y la posición del timón. El pájaro muestra cómo aparejar y recortar las velas, y qué forma darle a la proa para que equilibre el bote y separe el aire y el agua de la mejor manera posible. Mi hermano y yo seguimos, aunque sólo parcialmente, estos preceptos. Pero los ojos, aunque no sean marineros, nunca estarán satisfechos con ningún modelo, por moderno que sea, que no satisfaga todos los requisitos del arte. Sin embargo, como todo en un barco es arte salvo la madera —aunque la madera, por sí sola, puede cumplir mal que bien el mismo propósito de un barco—, nuestro bote, que era efectivamente de madera, hizo valer de buena gana esa vieja ley que afirma que lo pesado flota sobre lo ligero, y aun cuando parecería un ave acuática un tanto mediocre, demostró ser una boya más que suficiente para nuestros intereses.
Si ésa fuese la voluntad de los Cielos, una rama de mimbre
Sería un navío lo bastante seguro para surcar los mares[1].
Algunos de nuestros amigos estaban de pie sobre un promontorio, un poco más lejos, río abajo, para darnos un último adiós. Pero nosotros, que ya habíamos realizado esos ritos en la orilla, con una discreción excusable, como conviene a quien se embarca en empresas extraordinarias, a quien observa pero no habla, nos deslizamos en silencio, dejando atrás las tierras firmes de Concord, al mismo tiempo cabo poblado y solitaria pradera estival, remando con firmeza. Sin embargo, dejamos hablar a nuestros fusiles cuando, después de un rato remando, ya no se nos veía, y luego los bosques retomaron sus ecos. Y puede que muchos niños, de los que visten prendas tejidas en casa, que estuviesen al acecho en las amplias praderas, junto al avetoro y la agachadiza y la polla de agua, completamente ocultos tras los helechos y la espirea rosada y la ulmaria, escuchasen nuestra salva aquella tarde.
No tardamos en pasar flotando junto al primer campo de batalla propiamente dicho de la Revolución, apoyados sobre nuestros remos mientras atravesábamos los pilares aún visibles del North Bridge, ese «Puente del Norte» sobre el que, en abril de 1775[2], pasó la primera y débil marea de una guerra que, como leemos en la estela a nuestra derecha, no cesó hasta «traer la paz a estos Estados Unidos». Como ha cantado un poeta de Concord:
Junto al tosco puente que atraviesa la crecida,
Con su bandera desplegada a la brisa de abril,
Aquí resistieron los granjeros asediados,
Disparando plomo que escuchó el mundo entero.
Desde entonces el enemigo duerme en silencio,
Como duerme el conquistador silencioso;
Y el puente en ruinas, barrido por el Tiempo,
Se desliza por el oscuro riachuelo hacia el mar[3].
Nuestras reflexiones nos llevaron lejos en el tiempo, y mientras dejábamos ya atrás estos paisajes también nosotros tratamos de cantar:
Ah, de nada sirve este estruendo pacífico
Que despierta al pueblo innoble,
Pues almas más valientes no ganaron
El prestigio de un patriota.
Junto a este río hay un campo
En el que nadie pone un pie,
Pero donde crece entre ensueños
La más rica de las cosechas.
Dejadme creer en mi sueño,
Un corazón latiendo fuerte aquel día,
Sobre esta insignificante Provincia
Y sobre la remota Gran Bretaña;
Un héroe de molde antiguo,
Un arma de valor paladín,
De una fuerza y fe inauditas,
Honró este lugar de la Tierra;
Buscaba la recompensa por su corazón descrita,
Sin hacer nunca concesiones,
Y su valor de hombre libre jamás sobornó
La expectativa de la paz.
Los hombres que se alzaron allí,
Aquel día, llevan largo tiempo ausentes;
Ya no es la misma mano la que dirige la batalla
Y erige el monumento.
Vosotros erais entonces las ciudades griegas,
Las Romas de moderna fundación,
Donde los campesinos de Nueva Inglaterra
Probaron ser dignos de la Ciudad Eterna.
En vano busco una tierra extranjera
Donde encontrar nuestra Bunker Hill;
Lexington y Concord no se erigen
Junto a un riachuelo laconio[4].
Sumidos en esos pensamientos nos deslizábamos suavemente a través de los pastos ahora en calma, sobre las olas del Concord, donde ya hace tiempo que se ahogó el fragor de la guerra.
Pero desde que zarpamos
Muchos proyectos han fracasado,
Y numerosos sueños
Se han marchado con el río.
Aquí moraba otrora un pastor anciano,
Que repartía su esencia entre su rebaño
Y lo dominaba con un vigoroso cayado,
Siguiendo los preceptos del Libro Sagrado;
Pero dejó atrás el puente sin muelle,
Alejándose solitario de la orilla.
Entonces llegó un joven pastor,
Con un cayado que no era ajeno a la fama.
Miraba con dulzura a sus corderos,
Esparcidos por el vasto campo,
Y alimentados de los «musgos de la casa parroquial[5]».
Aquí estaba nuestro Hawthorne, en el valle,
Y aquí contó el pastor su historia.
Esa frágil flecha ya se había perdido tras las colinas, y nosotros, flotando, habíamos doblado el cercano meandro, pasando bajo el nuevo puente de North Bridge, entre Punkatasset y Poplar Hill, en dirección a las Grandes Praderas que, como la amplia huella de un mocasín, han allanado el terreno, creando un lugar fértil y jugoso en plena naturaleza.
Desde Punkatasset emprendimos nuestro viaje
Por este tranquilo río hacia la lejana Billerica,
Fundada por un sabio poeta, cuya delicada luz
Suele brillar en el crepúsculo de Concord.
Al igual que esas primeras estrellas, cuyos rayos de plata
Brillan con más fuerza a medida que declina el día,
Ésas que al principio la mayoría de viajeros no puede ver,
Pero los ojos acostumbrados a ordenar el cielo nocturno,
Que conocen las luces celestiales, claramente observan,
Y alegres saludan a dos o tres de ellas;
Como la sabiduría profunda ha de estudiarse en profundidad,
Los hombres leen desde los hondos pozos la poesía estrellada.
Estas estrellas jamás palidecen, aunque ya no podamos verlas,
Sino que brillan por siempre radiantes como el sol;
Y es que, ah, son soles, aunque la tierra, en su viaje,
Deba cerrar los ojos para poder ver su luz.
¿Quién ignoraría el más mínimo sonido celestial
O la luz más tenue que baña el mundo terrenal,
Si supiera que un día descubriremos
Que esa estrella del Cisne es nuestro destino,
Y hace palidecer a nuestro sol con su resplandor sagrado?
Poco a poco el murmullo del pueblo se fue apagando. Parecía que nos hubiésemos embarcado en la corriente plácida de nuestros sueños, y flotáramos desde el pasado hacia el futuro en el mismo silencio en que se descubren las ideas frescas de la mañana o las reflexiones vespertinas. Nos deslizábamos sigilosamente por el río, desencovando de vez en cuando a algún lucio o brema de su escondite de nenúfares. A veces un avetorillo zarpaba con sus alas indolentes desde algún recoveco de la orilla, o un avetoro remontaba el vuelo desde la hierba alta, llevándose sus patas preciosas para posarlas en algún lugar seguro, a medida que nos acercábamos. También las tortugas se lanzaban ágilmente al agua, mientras nuestro bote curvaba la superficie flanqueada por los sauces, rompiendo los reflejos de los árboles a su paso. Las orillas habían dejado atrás el cénit de su belleza, y algunas de las flores más llamativas mostraban en sus tonos desteñidos que la estación se acercaba a la tarde del año. No obstante, ese tono sombrío realzaba su sinceridad, y en el calor aún intenso parecían el borde musgoso de un pozo frío. El sauce de hoja estrecha (Salix purshiana) se extendía a lo largo de la superficie del agua en masas de follaje verde claro, entremezclado con las grandes bolas del aroma de ciénaga. A ambos lados, la pequeña y rosada hierba pejiguera sacaba su cabeza del agua con orgullo, y al florecer durante esta estación y en este lugar, frente a los densos campos de especies blancas que bordean las orillas del río, su pequeña marca roja parecía aún más excepcional y bella. Las flores blanquísimas de la saeta de agua despuntaban en las zonas menos profundas, y unas pocas flores del cardenal aún sobrevivían orgullosas en la orilla, reflejándose en el agua, aunque tanto ellas como las espigas doradas ya casi habían dejado de florecer. La cabeza de tortuga (Chelone glabra) crecía junto a la orilla, mientras que una especie de coreopsis, que giraba desvergonzadamente su cara hacia el sol, plena y exuberante, y una flor larga de color rojo pálido (Eupatorium purpureum o eupatoria púrpura) formaban la retaguardia del ejército floral del río. El azul intenso de la genciana jabonera despuntaba aquí y allá en las praderas colindantes, como flores esparcidas por Proserpina[6], y un poco más lejos, en los campos, o en puntos más altos de la orilla, se veían la gerardia violeta, la Rhexia virginica y la neottia colgante, también conocida como «tirabuzón de doncella»; mientras que al borde de los caminos más distantes junto a los que a veces pasábamos, y en los márgenes donde se había alojado el sol, aún se reflejaba el haz amarillo pálido de las hileras de tanaceto, que ya se alejaban de su plenitud. En resumidas cuentas, parecía que la Naturaleza se hubiese adornado para nuestra partida con una profusión de flecos y rizos, combinados con los tonos intensos de las flores, reflejados en el agua. Sin embargo, nos perdimos el nenúfar blanco, reina de las flores fluviales, pues aquel año su reinado había concluido ya: quizá quienes se demoran tanto emprenden su viaje demasiado tarde para la verdadera clepsidra. Muchas de estas especies habitan las aguas de nuestro Concord. Alguna mañana de verano he navegado río abajo antes del amanecer, entre campos de lirios que aún dormían cerrados, y cuando por fin los copos de luz se levantaban sobre la orilla y caían sobre la superficie del agua, era como si campos enteros de flores blancas se abriesen con un destello a mi paso, como una pancarta que se despliega, así de sensible es esta flor a la influencia de los rayos del sol.
Mientras navegábamos a través de la última pradera conocida, observamos las enormes y vistosas flores del hibisco, que recubrían los sauces enanos y se entremezclaban con las hojas de la vid, y quisimos poder informar a uno de los amigos que nos despidieron sobre la ubicación de esta flor excepcional y, en cierto sentido, inaccesible, antes de que fuese demasiado tarde para recogerla. Entonces, justo cuando estábamos perdiendo de vista el campanario del pueblo, recordamos que el granjero de la pradera colindante iría a la iglesia a la mañana siguiente, y podría llevar la noticia en nuestro nombre, con lo que el lunes, para cuando nosotros estuviésemos navegando por el Merrimack, nuestro amigo se acercaría a recoger esta flor de las orillas del Concord.
Después de una pausa en Ball’s Hill, la santa Ana de los voyageurs del Concord —no para entonar una oración por el éxito de nuestro voyage, sino para recoger las pocas bayas que aún quedaban sobre las colinas, colgando de ramas finísimas—, volvimos a levar anclas y pronto perdimos de vista nuestro pueblo natal. La tierra parecía volverse cada vez más pura a medida que nos alejábamos. Atrás, al suroeste, quedaba ese pueblo tranquilo que habíamos dejado bajo sus olmos y sus plátanos, a media tarde. Y las colinas, a pesar de sus rostros azules y etéreos, parecían lanzar una mirada entristecida a sus antiguos compañeros de juego. Luego viramos hacia el Norte, nos despedimos de aquellos contornos familiares y pusimos rumbo hacia nuevos paisajes y aventuras. Nada nos era familiar salvo los cielos, cuyo techo ningún viajero deja nunca atrás, pero con su permiso, y acostumbrados como estábamos al río y la madera, confiábamos en que nos fuese bien en cualquier circunstancia.
Desde ese punto, el río fluye en una perfecta línea recta durante una milla o más, hasta el puente de Carlisle Bridge y sus veinte embarcaderos de madera. Para cuando volvimos a mirar atrás, la estructura del puente ya sólo estaba formada por líneas, y parecía una telaraña brillando al sol. Aquí y allá se veía despuntar una vara, marcando el lugar donde algún pescador disfrutó de una suerte inusual, y a cambio consagró su madera a las deidades que presiden estas aguas. Ahora el río era el doble de ancho que antes, profundo y sereno, con el fondo cenagoso y rodeado de sauces, tras los que se extendían amplias lagunas cubiertas de nenúfares, espadañas y cálamos aromáticos.
Algo más avanzada la tarde, pasamos junto a un hombre que pescaba en la orilla con una larga caña de abedul, que aún conservaba su corteza plateada, y un perro que estaba sentado a su lado. Pasamos tan cerca que nuestros remos agitaron su corcho, llevándose su suerte durante un buen rato. Cuando ya habíamos remado toda una milla en línea recta, como una saeta, con nuestros rostros vueltos hacia él, y mientras las burbujas de nuestra estela aún se veían sobre la superficie serena, allí seguía el pescador con su perro, como estatuas al otro lado de los cielos, únicos objetos de la amplia pradera que apaciguaban la mirada. Allí se quedaría esperando su suerte, hasta que al caer la noche emprendiese el camino de vuelta a casa, campo a través, cargando sus peces. Así pues, con un cebo u otro, la Naturaleza atrae a sus habitantes hasta todos sus recovecos. Aquel hombre fue el último de nuestros conciudadanos que vimos, y a través de él nos despedimos en silencio de nuestros amigos.
Las características y las actividades de las diferentes edades y razas de los hombres siempre han existido, en escala reducida, en cada vecindario. Los placeres de mi primera juventud se han convertido en la herencia de otros hombres. Ese hombre sigue siendo un pescador, y pertenece a una época en la que yo mismo he vivido. Por suerte no se ha condenado con demasiado estudio, y no ha ido en busca de otro conocimiento distinto del que permite pescar muchos peces antes de que el sol se ponga, con su delgada caña de abedul y su sedal de lino, un descubrimiento más que suficiente para él, y que de hecho permite ser buen pescador tanto en verano como en invierno. Otros hombres son jueces en estos días de agosto, sentados en sus bancos, incluso cuando se levanta la sesión. Se apoltronan ahí, juzgando hieráticamente entre temporada y temporada, entre comida y comida, llevando una vida política y muy cívica, arbitrando en el caso de Spaulding contra Cummings, por ejemplo, desde el mismísimo mediodía hasta que el lucero vespertino se pone al Oeste. Mientras tanto, el pescador permanece metido con el agua por la cintura, bajo el mismo sol de verano, arbitrando otros casos entre la lombriz y el carpín, envuelto por la fragancia de los nenúfares, la menta y la pontederia, viviendo su vida a varias varas de la tierra seca, a una caña de distancia de donde nadan los peces más grandes. Para él la vida humana es muy parecida a un río,
Que sigue su curso sin pausa en dirección al mar[7].
Éste era su puesto de observación. Su señoría hizo un gran descubrimiento en materia de comodato.
Recuerdo un viejo vestido con un abrigo marrón que era el Walton[8] de este río, llegado desde la ciudad inglesa de Newcastle con su hijo, un hombretón afable que se había echado a la mar tiempo atrás. Era un viejo honrado, que caminaba en silencio a través de las praderas, tras dejar atrás el tiempo de comunicación con sus semejantes. Su abrigo, avejentado y raído, que colgaba largo y recto y marrón como la corteza de un pino, brillaba bajo una luz tan tenue que, si estabas lo bastante cerca, te acababa pareciendo una obra de la naturaleza y no del hombre. A veces me lo encontraba de repente entre los nenúfares y los sauces grises, cuando cambiaba de lugar, pescando mediante algún antiguo método —pues a la sazón la juventud y la madurez iban juntas a pescar—, sumido en pensamientos inexpresables, acaso sobre su Tyne[9] y su Northumberland natales. Se aparecía siempre durante las tardes tranquilas, encantando al río, como susurrando entre los juncos. Horas y horas soleadas de la vida de un viejo, pasadas atrapando peces necios, convertido casi en un familiar del sol. ¿Qué necesidad tenía de llevar sombrero o atuendo elegante alguno, si ya había servido el tiempo que le correspondía, y había visto a través de tan finos disfraces? Vi cómo sus Moiras le recompensaban con la perca amarilla, y aun así pensé que su suerte no estaba proporcionada con sus años. Y vi cómo, con paso lento y aplastado por los recuerdos del tiempo, desapareció con su pez en el interior de su casa de techo bajo, a las afueras del pueblo. Creo que nadie más lo vio, y ya nadie se acuerda de él, pues al poco tiempo murió y puso rumbo a las aguas de un nuevo Tyne. La pesca no era para él un deporte, ni una mera forma de subsistencia, sino una suerte de sacramento solemne y de retiro del mundo, como los ancianos que leen sus Biblias.
Ya vivamos a orillas del mar, junto a un lago o un río, o en la pradera, hemos de prestar atención a la naturaleza de los peces, pues éstos no son sólo unos fenómenos confinados en ciertos lugares, sino formas y fases de la vida natural esparcidas universalmente. Los innumerables bancos que cada año pasan junto a las costas de Europa y Norteamérica no son tan interesantes para quien estudia la naturaleza como la propia ley, más fértil, por la que depositan su hueva en lo alto de las montañas y en las llanuras interiores, como el principio mismo de los peces en la naturaleza, merced al cual pueden encontrarse en aguas de tan distintos lugares, en mayor o menor número. El historiador de la naturaleza no es un pescador que se limita a rezar pidiendo días nublados y buena suerte. Antes bien, la pesca se ha definido como «la recreación del hombre contemplativo[10]», que lo introduce con gran provecho en los bosques y el agua, de suerte que el fruto de las observaciones del naturalista no es un nuevo género o una nueva especie, sino nuevas contemplaciones. De la misma manera, la ciencia no es más que el pasatiempo de un hombre con mayor capacidad aún para la contemplación. Las semillas de la vida de los peces están diseminadas por doquier, ya sean arrastradas por los vientos, ya floten sobre las aguas, ya estén encerradas en la profundidad de la tierra: allí donde se excave una laguna, enseguida se verá poblada por esta raza vivaz. Los peces tienen arrendada la naturaleza, y el contrato aún está lejos de expirar. Sobornamos a los chinos para que lleven sus huevos de provincia en provincia en tarros o en juncos huecos, o a las aves acuáticas para que los transporten hacia los lagos de montaña e interiores. Allá donde haya un medio líquido, habrá peces, e incluso en las nubes y en los metales fundidos detectamos su semblante. ¡Pensemos en cómo, durante el invierno, podemos introducir un sedal a través de la nieve y el hielo de una pradera, y sacar un pez dorado o plateado, brillante, resbaladizo, mudo y subterráneo! También resulta interesante pensar cómo los peces forman una única y gran familia, desde el más grande al más pequeño. El diminuto piscardo que yace sobre el hielo y hace de cebo para el lucio se parece a un enorme pez marino arrojado a la orilla. En las aguas de este pueblo nadan unas doce especies distintas, aunque quizás el lego en la materia se esperaría muchas más.
Observar el ciclo imperturbable de la vida y la profusión de peces con los que cohabitamos, y su felicidad, como el fruto regular del verano, refuerza la sensación de enorme seguridad y serenidad propias de la naturaleza. La percasol de agua dulce, también llamada brema o pez sol (Pomotis vulgaris), sin ancestros ni posteridad, por así decirlo, aún representa de manera inmutable a su especie en la naturaleza. Es el más común de todos los peces, y suele verse en los sedales de todos los chiquillos. Un pez inofensivo y sencillo, con nidos que se distinguen a lo largo de la orilla, excavados en la arena, y sobre los que se mantiene en equilibrio, con sus aletas, durante el verano. A veces hay hasta veinte o treinta nidos en un espacio de unas pocas varas, de dos pies de anchura por medio de profundidad, hechos con no poco esfuerzo, quitando las hierbas y apartando la arena, con forma de cuenco. A principios de verano se le suele ver protegiendo sus huevos, espantando a un piscardo y a otros peces aún más grandes, incluso de su misma especie, que pudiesen perturbarlos, persiguiéndolos unos cuantos pies, y dando rápidamente media vuelta para volver a su nido. Pero mientras tanto, otros piscardos, como crías de tiburón, se deslizan en el nido vacío y se comen la hueva, unida a las hierbas y al fondo, en la orilla soleada del río. La hueva está expuesta a tantísimos peligros que sólo una ínfima parte sale adelante. Y es que, además de ser una presa constante de pájaros y peces, la gran mayoría de nidos está construida tan cerca de la orilla, en el agua poco profunda, que se seca a los pocos días, cuando el nivel del río baja. Éstos, y los de la lamprea, son los únicos nidos de peces que he observado, aunque en ocasiones se pueden ver los huevos de algunas especies flotando sobre la superficie. Las bremas ponen tanta atención en su cometido que uno puede acercarse y examinarlas a su gusto. De hecho, una vez estuve flotando sobre ellas una media hora. Las acariciaba suavemente sin que se asustasen, sufriendo sus mordeduras inofensivas en mis dedos, y las veía levantar sus aletas dorsales por la rabia cuando mi mano se aproximaba a sus huevos, e incluso saqué alguna del agua —aunque esto no puede lograrse con un movimiento rápido de la mano, por diestro que sea, pues su elemento les transmite la señal de peligro de forma instantánea, sino que hay que ir cerrando los dedos poco a poco en torno a ellas cuando pasan sobre la palma, y sacarlas lentamente hacia la superficie con la mayor delicadeza—. Aunque estén inmóviles, conservan siempre el movimiento oscilante de sus aletas, que es harto elegante y nos habla de su humilde felicidad. Pues, a diferencia del nuestro, el elemento en que viven es una corriente a la que siempre han de oponer resistencia. De cuando en cuando mordisquean las hierbas del fondo o las que cuelgan sobre sus nidos, o se lanzan como un rayo tras una mosca o una lombriz. La aleta dorsal, además de cumplir la función de una quilla, se complementa con la anal para mantener al pez erguido, pues en las aguas menos profundas, donde no está cubierta de agua, los peces se tumban sobre uno de sus lados. Cuando uno se inclina sobre la brema y su nido, los bordes de las aletas dorsal y caudal tienen un singular reflejo dorado y polvoriento, y sus ojos, que sobresalen de la cabeza, son transparentes e incoloros. Cuando se la observa en su elemento natal, es un pez muy bello y compacto, perfecto en todas sus partes, como una moneda brillante y recién salida de la ceca. Es una perfecta joya fluvial, y en los reflejos verdes, rojos, cobrizos y dorados de sus flancos moteados se concentran los rayos que se filtran, a través de nenúfares y flores flotantes, hasta el fondo arenoso, en armonía con los guijarros marrones y amarillos bañados por el sol. Vive protegida por su escudo acuoso, alejada de los muchos accidentes inevitables para la vida humana.
En nuestro río también se encuentra otra especie de brema, sin el punto rojo sobre el opérculo, y que, según M. Agassiz[11], no está aún descrita y clasificada.
La perca común (Perca flavescens), cuyo nombre científico describe a la perfección los reflejos dorados y resplandecientes de sus escamas cuando se la saca del agua, con sus branquias rojas destacando en vano en el líquido elemento, es uno de nuestros peces más bellos y mejor formados. Nos recuerda al pez del cuadro, que quería ser devuelto a su elemento original hasta haber crecido. De hecho, la mayoría de peces de esta especie, cuando se los pesca, no ha alcanzado ni la mitad de su tamaño. En las lagunas los hay esbeltos y de colores claros, que nadan en bancos de cientos por las aguas soleadas, en compañía del carpín, con una longitud media de no más de seis o siete pulgadas; en las aguas más profundas se pueden encontrar unos pocos especímenes más grandes, que depredan a sus hermanos más débiles. A menudo atraía a estas pequeñas percas hasta la orilla, por las noches, agitando el agua con mis dedos, y a veces se las puede capturar mientras intentan pasar entre nuestras manos. Es un pez correoso e imprudente, que muerde por instinto y con violencia, o bien, e igualmente por instinto, se abstiene de morder y pasa de largo nadando con indiferencia. Suele preferir las aguas claras y los fondos arenosos, aunque aquí no tiene mucha elección. Es un pez de verdad, de esos que al pescador le encanta echar a su cesta o ver colgar de la punta de su rama de sauce en las tardes sombrías a orillas del río. El viejo Josselyn[12], en su Rarezas de Nueva Inglaterra, publicado en 1672, menciona a la perca o perdiz de río.
El rutilo, leucisco, prima de trucha o comoquiera que se le llame (Leuciscus pulchellus), blanco y rojo, es siempre un premio inesperado, que todo pescador se alegra de atrapar, dada su singularidad. Su nombre nos recuerda a muchas e infructuosas caminatas junto a corrientes rápidas, en las que el viento empezó a soplar para decepción del pescador. Suele ser un pez de escamas suaves y plateadas, de aspecto elegante, refinado y clásico, como la cuidada ilustración de un libro inglés. Adora los rápidos y los fondos arenosos, y muerde sin previo aviso, que no sin apetito por el cebo. Los piscardos se usan como cebo para los lucios jóvenes en invierno. Algunos dicen que el rutilo rojo es el mismo pez, sólo que más grande, o con unos colores más profundos merced a las aguas más oscuras que habita, como las nubes rojas que nadan en la atmósfera del crepúsculo. Quien no ha pescado un rutilo rojo aún no es un pescador realizado. Otros pescados son ligeramente anfibios, o eso me parece, pero éste reside única y exclusivamente en el agua. El corcho baila rápido río abajo, entre las hierbas y la arena, cuando de repente, por una casualidad sobrecogedora, emerge este fabuloso habitante del líquido elemento, del que hemos oído hablar pero nunca visto, como si fuese la creación instantánea de un remolino, un auténtico producto de la rápida corriente —sin embargo, este delfín brillante y cobrizo había sido engendrado y había pasado su vida bajo el nivel del suelo, en los campos de los alrededores—. También los peces, al igual que los pájaros y las nubes, obtienen su coraza de la mina. He escuchado que la caballa visita los márgenes cobrizos durante una estación determinada. Es posible que este pez tenga su hábitat en el río Coppermine[13]. He pescado rútilos blancos de gran tamaño donde el río Aboljacknagesic desemboca en el Penobscot, en la base del monte Kataadn[14], pero ni rastro del rojo. Al parecer, esta última variedad no ha sido estudiada lo suficiente.
El leucisco (Leuciscus argenteus) es un piscardo ligeramente plateado, que se suele encontrar en el centro del río, donde la corriente es más rápida, y que suele confundirse con el del párrafo anterior.
El carpín (Leuciscus crysoleucas) es un pez de escamas suaves y blandas, víctima de sus vecinos más fuertes, y que se encuentra por doquier, en aguas más o menos profundas, claras o turbias. Por lo general, es el primero en morder el cebo. Sin embargo, dada su pequeña boca y su predilección por los mordisquitos, no se le atrapa con facilidad. Es una pieza dorada o plateada que viaja por el río rizando la superficie con su cola flexible, jugando o huyendo. He visto que los más pequeños, cuando se asustan por algo que cae al agua, saltan en docenas, junto al leucisco, y se estrellan sobre algún madero flotante. Es la infantería ligera del río, con armadura de lentejuelas doradas o plateadas, que se escurre, que se desliza por la vida a golpes de cola, la mitad en el agua, la mitad en el aire, remontando la corriente con sus aletas revoloteantes, dirigiéndose hacia aguas más cristalinas, pero consciente siempre de nuestra presencia en la orilla. Casi se diría que se disuelve con el calor estival. En una de nuestras lagunas se encuentra un carpín más delgado y de un color más claro.
El lucio (Esox reticulatus), el más ágil, cauteloso y voraz de los peces, que Josselyn llama lobo de agua dulce o de río, es muy común en las aguas bajas y las lagunas herbosas a los lados del río. Es un pez solemne, majestuoso, meditabundo, que al mediodía nos espía desde la sombra de un nenúfar con su mirada tranquila, circunspecta, voraz, manteniéndose inmóvil, como una joya incrustada en el agua, o moviéndose lentamente hasta su posición, lanzándose de cuando en cuando cual saeta hacia el desafortunado pez, rana o insecto que esté a su alcance, y tragándoselo de un bocado. Una vez pesqué un ejemplar que se había comido a uno de sus hermanos la mitad de grande que él: la cola aún despuntaba de la boca mientras que la cabeza ya estaba digerida en su estómago. A veces una culebra rayada, que se dirige hacia praderas más verdes, al otro lado del río, acaba su periplo ondulatorio en el mismo receptáculo. Son tan ávidos e impetuosos que a menudo se les atrapa porque se enredan en el sedal en el mismo momento en que se lanza. Los pescadores también distinguen al lucio de arroyo, un ejemplar más corto y grueso.
El siluro (Pimelodus nebulosas), a veces llamado «pastor» merced al peculiar chirrido que hace cuando se le saca del agua, es un animal soso y torpe, similar a la anguila vespertina en sus costumbres, y amante del lodo. Muerde deliberadamente, como si ése fuese su cometido. Se pesca de noche con un puñado de lombrices o anguilas ensartadas de un hilo, que se enreda entre sus dientes, a veces tres o cuatro, con el primer tirón. Se obstina sobremanera en sobrevivir, y abre y cierra la boca incluso media hora después de que se le haya cortado la cabeza. Pertenece a una raza de soldados despiadados y sedientos de sangre, que habitan los fondos fértiles y nunca apoyan la lanza, listos siempre para entrar en batalla con su vecino más cercano. Los he observado en verano, cuando uno de cada dos ejemplares tiene una cicatriz larga y sangrienta en el dorso despellejado, señal acaso de un feroz encuentro. A veces los más pequeños, que no llegan a la pulgada de largo, se pueden ver ensombreciendo la orilla por miríadas.
Los catostómidos, el común y el bigotudo (Catostomi bostonienses y tuberculati), quizá tengan el mayor tamaño medio entre nuestros peces. Se les puede ver en bancos de cientos, atravesando el río bañado por el sol, embarcados en sus misteriosas migraciones, y a veces succionando el cebo que el pescador se permite lanzarles. El común, que a veces alcanza un tamaño considerable, suele pescarse con la mano en los arroyos o, al igual que el rutilo rojo, se puede sacar atando un anzuelo firmemente a la punta de una vara y colocándola bajo sus fauces. Aunque son poco conocidos para el pescador de domingo, pues no suelen morder sus cebos, el arponero se lleva a casa un buen número de ellos durante la primavera. A los ojos de los habitantes de nuestro pueblo, estos bancos tienen un aspecto extraño e imponente, y encarnan la fertilidad de los mares.
La anguila común (Muraena bostoniensis) es la única especie de anguila conocida en el estado. Es una criatura viscosa y retorcida, buena conocedora del lodo, que no deja de retorcerse ni siquiera en la cacerola y que se pesca, con éxito dispar, con arpón y anzuelo. También me parece verla fosilizada, abandonada después del diluvio, en muchas praderas altas y desecadas.
En las partes menos profundas del río, donde la corriente es rápida y el fondo guijarroso, a veces se pueden ver los curiosos nidos circulares de la lamprea o succiona-piedras americana (Petromyzon americanas), del tamaño de la rueda de una carretilla y uno o dos pies de altura, que a veces asoman hasta medio pie sobre la superficie del agua. Como su propio nombre indica, recogen estas piedras, grandes como un huevo de gallina, con la boca, y las disponen en círculos ayudándose de la cola. Remontan las cataratas aferrándose a las rocas, o a veces enganchándose a la cola de algún pez. Como no se las ve navegar río abajo, los pescadores creen que nunca vuelven, sino que se quedan enganchadas a una roca o al tocón de un árbol durante un periodo indeterminado de tiempo, hasta que se consumen y mueren —un rasgo trágico en el paisaje de los fondos fluviales que merece ser recordado junto a la descripción shakespeariana del fondo del mar—. Hoy en día rara vez se las ve en nuestras aguas, por culpa de los diques, pero pueden capturarse en grandes cantidades en la desembocadura del río, en Lowell. Sus nidos, que destacan sobremanera, son los elementos del río más parecidos a una obra de arte.
Si tuviésemos la tarde libre, podríamos dirigir nuestra proa hacia los arroyos e ir en busca de la trucha clásica y los piscardos. De estos últimos, según M. Agassiz, se han encontrado muchas especies en esta zona que aún no están descritas, y que quizá completarían la lista de nuestros colegas con aletas que nadan en estas aguas del Concord.
El salmón, el sábalo y la pinchagua abundaban otrora en esta región, y eran capturados mediante diques por los indios, que enseñaron este método al hombre blanco. Éste, a su vez, utilizó estas especies como alimento y fertilizante, hasta que el dique, y más tarde el canal de Billerica y las fábricas de Lowell, pusieron fin a sus migraciones hasta aquí. No obstante, se cree que aún se pueden ver, muy de cuando en cuando, unos pocos sábalos aventureros en esta parte del río. Para explicar la depauperación de la pesca, se dice que quienes a la sazón representaban los intereses de los pescadores y de los peces, recordando el momento del año en que solían pescar los sábalos adultos, estipularon que los diques habían de dejarse abiertos sólo durante ese periodo de tiempo, y que entonces los alevines, que descienden un mes más tarde, se encontraban con el paso obstruido y morían en miríadas. Otros dicen que las vías piscícolas no se construyeron como es debido. Quién sabe, quizá, tras varios miles de años, si los peces son pacientes y, mientras tanto, pasan sus veranos en otro lugar, la naturaleza acabe derribando el dique de Billerica y las fábricas de Lowell, y el «río herboso» vuelva a fluir claro, esperando a ser explorado por nuevos bancos migratorios que se aventuren incluso hasta la laguna de Hopkinton y el pantano de Westborough.
A uno le gustaría saber más sobre esa raza de hombres, ahora extinta, cuyas redes de cerco se pudren en los desvanes de sus hijos. Hombres que se dedicaron en cuerpo y alma a la profesión de pescador, y que incluso alimentaron a sus conciudadanos de forma loable, sin escabullirse por las praderas durante las tardes lluviosas. Aún nos llegan visiones de pescas milagrosas e innumerables montañas de peces a orillas del río, visiones salidas de los relatos de nuestros mayores, que siendo niño me enviaban a lomos de un caballo a los pueblos vecinos, con la orden de llenar una alforja de sábalos y la otra de pinchaguas. Puede que aún exista un recuerdo de aquellos días en la memoria de esta generación, en el nombre familiar de una famosa milicia de este pueblo, cuyos desentrenados ancestros resistieron loablemente en el puente de North Bridge, en Concord. Su capitán, amante de la pesca, había avisado a la compañía para que se presentase tal día en tal lugar; ellos, como los soldados obedientes que eran, aparecieron sin demora y en formación a la hora acordada de aquel día de mayo. Sin embargo, y por desgracia, estaban desentrenados, excepción hecha de la actitud bromista y licenciosa propia de todo soldado, y su capitán, olvidando su propia cita, y atento sólo al aspecto propicio de los cielos —como tantas otras veces—, se fue a pescar aquella tarde. Desde entonces su compañía fue conocida por jóvenes y viejos, hombres y mujeres, como «la del sábalo», y los jóvenes de los alrededores creyeron durante largo tiempo que aquél era en efecto el nombre para designar a toda la milicia irregular de la cristiandad. Pero ¡ay!, no queda ni rastro de la vida de estos pescadores para el recuerdo, salvo una breve página de una historia cruda, aunque incuestionable, recogida en el «Registro n.º 4» de un viejo comerciante del pueblo, fallecido hace ya tiempo, que muestra con mucha claridad en qué consistía por aquel entonces la actividad comercial de un pescador. Afirma ser una suerte de «Cuenta Corriente del Pescador», probablemente para la temporada pesquera del año 1805. Durante esos meses, el hombre compró a diario ron y azúcar, azúcar y ron, del Nordeste y del Caribe, «un sedal para bacalao», «una taza marrón» y «una red para el cerco»; ron y azúcar, azúcar y ron, «una buena barra de azúcar» y «bien morena», del Caribe y del Nordeste. Eran entradas breves y uniformes al final de la página, todas realizadas en libras, chelines y peniques, desde el 25 de marzo hasta el 5 de junio, satisfechas sin demora tras recibir «todo el dinero en efectivo» en la última fecha —aunque quizá no estuviesen todas satisfechas—. Éstas eran las necesidades básicas para vivir en aquel tiempo. Con el salmón, el sábalo y las pinchaguas, frescos y encurtidos, el pescador no tenía que recurrir a las tiendas de comestibles. Se aprecia cierta preeminencia de los elementos líquidos, pero ésa es la naturaleza del pescador. Tengo un recuerdo vago de este mismo pescador durante mi primera juventud, acercándose todo lo posible al río con paso incierto y ondulatorio, después de haber visto tantas cosas irse con la corriente, guadañando la pradera, su botella, cual serpiente, escondida en la hierba, y él mismo sin haber sido cortado aún por la Gran Segadora.
Aunque las leyes de la Naturaleza sean más inmutables que las de cualquier déspota, en la vida cotidiana de un hombre es raro que las Moiras se muestren tan rígidas, y nadie negará que por lo general tienden a ser amables. Permiten que se relaje en verano y no le recuerdan con severidad las cosas que tiene prohibido hacer. Se muestran agradables y liberales incluso con los hombres de costumbres depravadas, y ciertamente no les niegan clemencia, pues no mueren sin absolución. Conservan así ese poco de vida, manteniéndose a este lado del Estigio[15], aún sanos, aún resueltos, tal vez «no han estado mejor en su vida». Y pasada una docena de años, surgen desde detrás de unos setos, pidiendo trabajo y unos sueldos que corresponden a los hombres en buenas condiciones físicas. ¿Quién no se ha encontrado con este
Mendigo en el camino,
De sobra sano para atracar,
Al que no le importaban el viento y la lluvia
De las tierras que atraviesa[16]?
Este valiente que hace de cada casa que ve su posesión,
De cada bolsa su peculio, y a su aire sigue por su camino,
Cobrando impuestos a todo el mundo, cual César[17],
como si la regularidad fuese el secreto de la salud, mientras que el pobre hombre aspirante e inconsistente, que intenta vivir una vida sana, alimentándose del aire, enfrentado consigo mismo, no puede resistir y languidece y muere tras una vida de enfermedad, postrado en una cama de pelusa.
Los necios suelen hablar como si no existiese la gente enferma, pero yo creo que la diferencia entre los hombres en materia de salud no es lo bastante grande como para poner demasiado énfasis en ella. A unos se los considera enfermos y a otros no, pero a menudo sucede que el hombre más enfermo cuida del más sano.
Aún se pescan sábalos en la cuenca del río Concord, en Lowell, donde se dice que llegan un mes antes que el sábalo del Merrimack, merced a la temperatura más alta del agua. Constante hasta el patetismo, con un instinto que no puede desalentarse, con el que no se puede razonar, vuelve a visitar sus antiguos lugares predilectos, como si sus severas Moiras se hubiesen relajado. Sin embargo, sigue topándose con la fábrica y su dique. ¡Pobre sábalo! ¿Dónde está tu resarcimiento? Cuando la Naturaleza te dio tu instinto, ¿te dio también corazón para soportar tu destino? Aún yerras por los mares, con tu armadura escamosa, preguntando humildemente en las desembocaduras de los ríos si el hombre, por casualidad, ha dejado el paso libre para que puedas entrar. Y entretanto merodeas incierto en bancos numerosísimos, limitándote a luchar contra la marea, expuesto al peligro de los depredadores marinos, esperando nuevas instrucciones, hasta que las arenas, hasta que las mismas aguas, te digan si hay o no vía libre. Y así, junto a enteras naciones migratorias, fiándote de tu instinto, que es tu fe, vas a la deriva en esta primavera invertida, y probablemente no sabes dónde no moran los hombres, dónde no hay fábricas en estos días. Sin aguijón y sin descarga eléctrica, desarmado, avanzas como un puro sábalo, armado sólo con la inocencia y una causa justa, por delante sólo tu boca blanda, muda, y unas escamas fáciles de arrancar. Estoy de tu parte de todo corazón, ¿y quién sabe qué podría hacerle una palanca de hierro a ese dique de Billerica? No desesperas aunque miríadas de tus hermanos hayan acabado como alimento de esos monstruos marinos mientras tú permaneces entre dos aguas, mantienes tu coraje y tu indiferencia, nadando con elegancia, como un sábalo reservado a destinos más elevados. Dispuesto a ser diezmado en beneficio de los hombres tras la temporada de desove, lejos de la fil-antropía superficial y egoísta del ser humano —quién sabe qué admirable virtud de los peces podría encontrarse por debajo de la marea baja, soportando un destino cruel, ¡sin ser admirada por la única criatura que puede apreciarla!—. ¿Quién escucha a los peces cuando lloran? Algunos sabrán recordar que fuimos sus contemporáneos. Si no me equivoco, en breve podrás remontar los ríos, todos los ríos del mundo. Sí, incluso tu sencillo sueño acuoso se verá más que cumplido. De no ocurrir esto, sino que fueses ignorado de principio a fin, jamás me uniré a su cielo. Sí, lo digo yo, que creo saber más que tú. Así pues, resiste, sé fuerte, y lucha contra todas las mareas que pudieses encontrarte.
A fin de cuentas, podría parecer que los intereses, no sólo de los peces, sino también de los hombres de Wayland, Sudbury o Concord, exigen el derribo de ese dique. Innumerables acres de pradera están esperando a ser convertidos en tierra seca, de modo que la salvaje hierba nativa deje paso al follaje inglés. Los agricultores, con sus guadañas afiladas, esperan el descenso de las aguas, por gravitación, por evaporación, como sea, y a veces su mirada no desciende ni un momento, sus ruedas no recorren ni un pie sobre la inestable pradera durante la temporada de la cosecha de heno: innumerables fuentes de riqueza inaccesibles. Se calcula que sólo las pérdidas sufridas por el pueblo de Wayland son iguales a los gastos de mantenimiento de cien yuntas de bueyes durante todo el año. He sabido que un año, hace no mucho tiempo, los agricultores estaban listos para echarse al campo con sus yuntas, como de costumbre, pero el nivel del agua no daba muestras de ir a bajar, los cielos no ejercían su atracción, y aunque no hubiera habido una crecida u otra causa evidente, seguía estancada a una altura sin precedentes. Todos los hidrómetros estaban confundidos. Algunos agricultores temían incluso por su heno. Sin embargo, unos veloces emisarios revelaron que el secreto, que no tenía nada de natural, era la nueva pala hidráulica, de un buen pie de anchura, que los propietarios del dique habían sumado a sus ya demasiados privilegios. Las cien yuntas de bueyes, mientras tanto, permanecían pacientes, mirando deseosas hacia la pradera, hacia esa hierba nativa, oscilante e inaccesible, cortada sólo por la gran guadaña del Tiempo —que deja una marca tan profunda—, sin ni siquiera una briznilla de hierba volando sobre sus cuernos.
Hemos remado un buen trecho desde Ball’s Hill hasta el puente de Carlisle Bridge, sentados hacia el sur, mientras una ligera brisa se eleva desde el norte, pero el agua sigue fluyendo y la hierba creciendo, pues ahora, superado el puente entre Carlisle y Bedford, vemos a hombres cosechando heno a lo lejos, en la pradera, con sus cabezas ondeando como la hierba que cortan. En la distancia, el viento parecía doblarlas a todas por igual. Al caer la noche, sopló tal frescura a través de la pradera que cada brizna de hierba cortada parecía rebosar vida. Unas nubes violáceas empezaban a reflejarse en la superficie y los cencerros de las vacas tintineaban con más fuerza en los márgenes del río, mientras nosotros, cual astutas ratas de agua, nos acercábamos a la orilla en busca de un lugar donde montar nuestra tienda.
Al final, cuando ya habíamos hecho unas siete millas, a la altura de Billerica, atracamos nuestro bote en el lado oeste de una pequeña elevación, que en primavera forma una isla en el río. Allí encontramos arándanos que aún colgaban de los arbustos, y que parecían haber madurado con mayor lentitud especialmente para nosotros. Pan, azúcar y chocolate caliente constituyeron nuestro ágape, y al igual que nos habíamos empapado en aquel decorado fluvial durante todo el día, ahora tomamos una jarra de agua con nuestra cena para apaciguar a los dioses del río, y abrimos bien los ojos para atender a las visiones que íbamos a presenciar. El sol se estaba poniendo por un lado, mientras que, por el otro, la prominencia en la que descansábamos contribuía con su sombra a la noche. Parecía clarear imperceptiblemente a medida que oscurecía, y una granja distante y solitaria, que hasta entonces acechaba desde las sombras del mediodía, se reveló a nuestra mirada. No había ninguna otra casa a la vista, ningún otro campo cultivado. A izquierda y derecha se extendían hasta el horizonte bosques de pinos dispersos, con sus penachos recortándose contra el cielo. Al otro lado del río había colinas abruptas, cubiertas de chaparros, enredadas con vides y hiedra, con rocas grises despuntando aquí y allá entre aquella maraña. Aunque estaban a un cuarto de milla de distancia, casi podíamos oír crujir sus laderas cuando las mirábamos, tal era la frondosidad de la naturaleza. Un lugar ideal para faunos y sátiros, donde los murciélagos colgaban todo el día en las rocas, hasta que por las noches se lanzaban a revolotear sobre el agua, donde las luciérnagas, bajo la hierba y las hojas, administraban su luz contra la noche. Tras montar nuestra tienda en la ladera, a pocas varas de la orilla, nos sentamos a mirar, a través de la puerta triangular. Nuestro mástil solitario en el crepúsculo, junto a la orilla, apenas se distinguía contra los alisos, prácticamente inmóvil a pesar del balanceo del río. Era la primera incursión comercial en aquellas tierras. Allí estaba nuestro puerto, nuestra Ostia[18]. Esa línea geométrica y recta que se recortaba contra el agua y el cielo representaba las últimas sofisticaciones de la vida civilizada, y toda la sublimidad de la historia estaba ahí simbolizada.
Durante la mayor parte de la noche no hubo rastro alguno de vida humana, no se escuchó ninguna respiración más que la del viento. Allí sentados y aún despiertos por lo novedoso de nuestra situación, escuchábamos de cuando en cuando a algún zorro pisando sobre las hojas muertas, frotándose contra la hierba húmeda de rocío junto a nuestra tienda. También una rata almizclera hurgando entre las patatas y los melones de nuestro bote, aunque cuando llegamos corriendo a la orilla ya sólo pudimos detectar una pequeña ondulación en el agua, arrugando el disco luminoso de una estrella. A ratos escuchábamos la serenata de un gorrión soñador o el llanto ahogado de una lechuza, pero después de cada sonido que sentíamos tan cerca y rompía la tranquilidad de la noche, después de cada crujido de unas ramas o el susurro entre las hojas, llegaba una pausa repentina, y un silencio más profundo y consciente, como si el intruso comprendiese que ningún tipo de vida tenía derecho a manifestarse a esa hora. Aquella noche tuvo que haber un incendio en Lowell, pues vimos resplandecer el horizonte y escuchamos las campanas de alarma en la distancia, como una débil música tintineante llegada hasta aquellos bosques. Sin embargo, el sonido más constante y memorable de esa noche de verano, que ninguna de las noches que siguieron dejamos de escuchar, aunque nunca tan insistente y propicio como aquella primera, fue el ladrido de los perros domésticos: desde el ladrido más alto y bronco hasta la palpitación más tenue del aire bajo el tejado de los cielos; desde el Mastín paciente pero ansioso, hasta el tímido y vigilante Terrier, primero alto y rápido, luego más débil y lento, capaz sólo de imitarse con un susurro: guau guau, guau, guau… gua… gua… gu… g. Incluso en un lugar retirado y deshabitado como aquél, ése era un sonido más que suficiente para los oídos de la noche, y más conmovedor que cualquier música. Una vez escuché la voz de un sabueso justo antes del amanecer, cuando las estrellas aún brillaban, sobre los bosques y el río, lejos, en el horizonte, y sonaba tan dulce y melodiosa como un instrumento. El sonido del perro que persigue a un zorro o a cualquier otro animal en el horizonte puede sugerir en un primer momento las notas de la trompeta de caza, que se alterna con los pulmones del can para darles alivio, y sin embargo, esta corneta natural resonaba en los bosques del mundo antiguo mucho antes de que se inventase la trompeta. Los mismos perros que desde las granjas aúllan huraños a la luna durante estas noches infunden más heroísmo en nuestros pechos que todas las exhortaciones civiles o los sermones de guerra de cualquier época. «Preferiría ser un perro y ladrar a la luna[19]», antes que ser muchos de los romanos que conozco. La noche también está en deuda con el clarín del gallo, que con una esperanza vigilante, desde la misma puesta de sol, precede de manera prematura al amanecer. Todos estos sonidos, el canto de los gallos, el ladrido de los perros y el zumbido de los insectos a mediodía, son prueba de la buena salud y el brío de la naturaleza[20]. Tal es su belleza inagotable y la precisión de su lenguaje, la obra de arte más perfecta del mundo, retocada por un cincel milenario.
Al final llegaron las horas penúltimas y somnolientas, y denegamos a todos los sonidos la entrada en nuestros oídos.
Quien camina de noche y durante el día duerme,
No encontrará más espíritu que el del duende.