LUNES
Pienso en tocar también
El mundo que se renueva cada día,
Y así lo haré siempre que pueda.
John Gower, Confesión del amante
Del gran sheriff de Nottingham
Nunca te olvides.
Baladas de Robin Hood
Disparó su arco sin apuntar,
Mas la flecha no voló en vano,
Pues encontró a uno de los hombres del sheriff,
Y William, el de Trento, fue muerto.
Baladas de Robin Hood
Escrutaba los Cielos en busca de lo que
se había perdido en la Tierra.
William Browne, Britannia’s Pastorals[1]
Cuando el primer rayo de luz amaneció sobre la tierra, y los pájaros se despertaron, y se escuchó al valiente río ondear confiado en dirección al mar, y se levantó la primera brisa, haciendo crujir las hojas de roble junto a nuestra tienda, todos los hombres, tras fortalecer cuerpo y alma con el sueño, y dejar de lado la duda y el miedo, fueron invitados a embarcarse en aventuras inesperadas.
Los intrépidos caballeros
Visten al amanecer
Su brillante armadura
Para enfrentarse al enemigo.
El bravo corcel cabalga
Sobrellevado por el valor, pavoneándose,
Y piafa contra la tierra;
La noche está a punto de acabar[2].
Uno de nosotros llevó el bote a la orilla de enfrente, que era llana y accesible, a un cuarto de milla de distancia, para vaciar el agua y limpiar el barro, mientras que el otro encendía un fuego y preparaba el desayuno. A primera hora de la mañana estábamos de nuevo en marcha, remando a través de la niebla al igual que ayer. El río ya estaba despierto y un millón de olas se arremolinaba para recibir al sol cuando apareciese. Los campesinos, renovados tras su día de asueto, ya trajinaban, y el transbordador había empezado a funcionar para los negocios semanales. En ese transbordador había más agitación que en la presa de un castor, y todo el mundo parecía ansioso por cruzar el río Merrimack por ese punto en concreto: niños con sus dos centavos envueltos en papel, presidiarios fugados y agentes con órdenes de arresto, viajeros de tierras lejanas que van a tierras lejanas, hombres y mujeres para los que el río Merrimack era un obstáculo. He ahí un carruaje en la mañana gris, sumido en la neblina; el viajero impaciente camina por la orilla húmeda, látigo en mano, gritando a través de la niebla al impasible Caronte, que se aleja en su barca, como si pudiese arrojar a ese pasajero por la borda y volver inmediatamente a por él. Ya le compensará. Está a punto de romper su ayuno en algún lugar invisible de la otra orilla. Podría ser John Ledyard[3] o el Judío Errante. ¿Se puede saber de dónde salió en la noche neblinosa? ¿Y adonde irá a través del día soleado? Nos limitamos a observar su trayecto, importante para nosotros, olvidado para él, que transita durante todo el día. Son dos, puede que sean Virgilio y Dante. Pero cuando cruzaron el Estigia, nadie los vio navegando río arriba o abajo, que yo recuerde. Sólo es un transjectus, un viaje transitorio, como la vida misma, sólo los dioses longevos pueden navegar el río. Muchos de estos hombres de lunes son pastores, no cabe duda, y van en busca de sus parroquias con caballos alquilados y sermones en sus valijas, todos bien leídos y masticados, al día siguiente perdidos. Tras seis días de reposo, sus trayectos se cruzan por los caminos de todo el país como la urdimbre y la trama, elaborando una prenda de hilos sueltos. Se detienen a su antojo a los lados del camino para recoger nueces, bayas y manzanas. Buenos hombres de Dios, con el amor de los hombres en los corazones y los medios para pagar su peaje en los bolsillos. Nosotros sorteamos la cadena del transbordador sin dificultad, remando con la corriente: aquel día no pagamos peaje.
La niebla se disipaba y nosotros remábamos sin prisa junto a Tyngsborough, con el cielo claro y una atmósfera apacible, dejando atrás los hogares de los hombres y penetrando aún más en el territorio de la antigua Dunstable. Fue desde Dunstable, en aquel entonces pueblo de frontera, desde donde el famoso capitán Lovewell marchó junto a su compañía en busca de los indios, el 18 de abril de 1725. Era el hijo de «un abanderado del ejército de Oliver Cromwell, que llegó a este país y se instaló en Dunstable, donde murió a la avanzada edad de ciento veinte años». En palabras del viejo cuento infantil, contado desde hace unos cien años:
Él y sus valientes soldados rastrearon los bosques de cabo a rabo,
Padeciendo grandes penurias para sofocar el orgullo de los indios[4].
En el espeso bosque de pinos de Pequawket se encontraron con los «indios rebeldes». Prevalecieron tras una batalla sangrienta, y los supervivientes volvieron a casa para disfrutar de la fama de su victoria. El Estado les concedió un municipio llamado Lovewell’s Town, aunque ahora, por alguna razón, o quizá por ninguna, se llama Pembroke.
No había más que treinta y cuatro de nuestros valientes ingleses,
Por ochenta cabezas entre las filas de los indios rebeldes.
Dieciséis de los nuestros volvieron a casa sanos y salvos,
Los demás fueron heridos y muertos, y a ellos los lloramos.
Nuestro valioso capitán Lovewell estuvo entre los caídos,
Mataron al coronel Robbins, e hirieron al buen joven Frye,
Que era nuestro capellán inglés; dieron muerte a muchos indios,
Y a algunos les arrancaron la cabellera mientras las balas volaban a su alrededor.
Nuestros valientes antepasados exterminaron a todos los nativos americanos, y sus hijos degenerados ya no viven en fuertes ni escuchan los gritos de guerra de los indios desde los caminos. Quizá estaría bien que hoy en día hubiese muchos «capellanes ingleses» que pudieran exhibir trofeos incuestionables de su valor como otrora hiciese el «buen joven Frye». Aún necesitamos ser pioneros tan robustos como Miles Standish[5], o Church[6], o Lovewell. Vamos a seguir otra ruta, cierto, pero está igual de expuesta a las emboscadas. ¿Y qué si los indios han sido exterminados, acaso no hay salvajes igual de feroces merodeando por los claros hoy en día?
Y tras enfrentarse a muchos peligros y dificultades por el camino,
Llegaron a Dunstable sanos y salvos el día 13 (?) de mayo.
Sin embargo, en absoluto «llegaron a Dunstable sanos y salvos el día 13», o el 15, o el 30 «de mayo». Eleazer Davis y Josiah Jones —ambos de Concord, pues nuestro pueblo natal tenía a siete hombres en esta batalla—, el coronel Farwell, de Dunstable, y Jonathan Frye, de Andover, todos ellos heridos, fueron dejados atrás, arrastrándose hacia los asentamientos. «Después de viajar varias millas, Frye se quedó rezagado y se perdió[7]», aunque un poeta más reciente le asignó compañía durante sus últimas horas.
Era un hombre de hermosos rasgos,
Refinado y valiente, educado y amable;
Dejó las aulas sabias de la antigua Harvard
Para ir en busca de una tumba en lejanas tierras salvajes.
¡Ah! Ahora alza su brazo rojo de sangre;
Intenta levantar los párpados, que se cierran;
Y habla una vez más antes de morir,
Palabras de súplica y alabanza.
Pide al Cielo amable que conceda el éxito,
Que guíe y bendiga a los hombres del valiente Lovewell,
Y que cuando se derrame la sangre de sus corazones,
Los eleve a todos ellos hasta la felicidad.
[…]
El coronel Farwell cogió su mano,
Pasó el brazo por encima de su hombro,
Y dijo: «Valiente capellán, desearía que el
Cielo me hubiese hecho morir en tu lugar[8]».
Farwell aguantó once días. «Dice la tradición», tal y como leemos en la History of Concord, «que al llegar a una laguna con el coronel Farwell, Davis se quitó uno de sus mocasines, lo cortó en tiras, ató un anzuelo, pescó varios peces, los frió y se los comieron. La comida restituyó sus fuerzas, pero fue perjudicial para Farwell, que murió poco después». Davis tenía una bala alojada en el cuerpo y la mano derecha destrozada por un disparo, pero parece que, aun con todo, había resultado mejor parado que su compañero. Llegó a Berwick tras catorce días fuera. También Jones tenía una bala alojada en el cuerpo y, al igual que Davis, llegó a Saco a los catorce días, aunque no en las mejores condiciones imaginables: «Había sobrevivido», dice un antiguo diario[9], «alimentándose de las verduras que crecen de forma natural en el bosque. Las bayas que había comido se le salían por las heridas abiertas en su cuerpo». También fue el caso de Davis. Ambos llegaron por fin a casa, salvos aunque no sanos, y vivieron muchos años tullidos, disfrutando de sus pensiones.
Pero ¡ay de los indios tullidos y sus aventuras en los bosques!
Pues nos han contado que, de lo rápido y certero que cayeron,
Aquella noche apenas volvieron a casa sanos veinte de ellos[10].
Del número de balas alojadas en sus cuerpos, de las bayas que comieron, de las Berwick o Saco a las que regresaron, y de las pensiones y municipios que les fueron otorgados, nada dice ningún diario.
En History of Dunstable se afirma que, justo antes de emprender su última marcha, Lovewell fue prevenido contra las emboscadas del enemigo, pero «él respondió “que no le importaban en absoluto”, y doblando el tronco de un pequeño olmo que había junto a él declaró que “eso mismo haría con los indios”. Dicho olmo aún permanece en pie [en Nashua], un árbol venerable y magnífico[11]».
Mientras tanto, tras dejar atrás el tramo en forma de herradura de Tyngsborough, donde el río da una curva repentina hacia el Noroeste —pues, en un cierto sentido, nuestras reflexiones se habían adelantado a nuestro progreso—, nos fuimos adentrando en el campo y en el día, que acabó revelándose casi tan dorado como el precedente, aunque el ligero bullicio y la actividad del lunes penetraba incluso el paisaje. De cuando en cuando teníamos que concentrar toda nuestra energía en rodear algún punto donde el río se rompía en pequeñas olas contra las rocas y los arces introducían sus ramas en el agua, pero solía haber una zona de remanso en el lateral, de la que nos aprovechábamos. En este tramo el río tenía unas cuarenta varas de ancho y quince pies de profundidad. En algunas ocasiones uno de nosotros caminaba junto a la orilla, examinando el campo y visitando las granjas más cercanas, mientras que el otro navegaba los meandros por su cuenta, hasta encontrarse con el compañero en algún punto lejano y escuchar el relato de sus aventuras: cómo un agricultor presumía de la frescura de su pozo, cómo su mujer le ofrecía un vaso de leche al extranjero, o los niños se peleaban por el único punto transparente de la ventana para poder ver al hombre junto al pozo. Y es que aunque el campo parecía tan virgen, y no podíamos observar ninguna casa, encerrados entre los márgenes de aquel día soleado, no teníamos que viajar lejos para encontrar el lugar donde los hombres habitaban, como abejas salvajes, y habían excavado pozos en la arena suelta y la marga del Merrimack. Allí moraba el sujeto de las escrituras hebreas y de El espíritu de las leyes, donde una tenue columna de humo ascendía en espiral por el mediodía. Todo lo que se ha dicho sobre el ser humano, sobre los habitantes del Alto Nilo, y de los Sunderbuns[12], y de Tombuctú, y del Orinoco, podía experimentarse aquí, donde estaban representadas todas las razas y tipos de hombres. Según Belknap, el historiador de Nuevo Hampshire, que escribió hace sesenta años, es posible que ya entonces viviesen aquí «nuevas luces[13]» y hombres de ideas liberales. «La gente que habita a lo largo y ancho del estado», leemos, «profesa la religión cristiana de una forma u otra. Sin embargo, hay una suerte de hombres sabios que pretenden rechazarla, pero aún no han sido capaces de sustituirla por una mejor[14]».
El otro viajero, mientras tanto, podía haber visto un halcón marrón, o una marmota, o una rata almizclera moviéndose bajo los alisos.
De cuando en cuando nos parábamos a descansar a la sombra de un arce o un sauce, y tomábamos melón como tentempié, mientras disfrutábamos contemplando el paso del río y de la vida humana. Y al igual que esa corriente, con sus ramitas y sus hojas flotantes, todas las cosas pasaban revista ante nosotros, mientras que lejos de allí, en los pueblos y mercados asomados a este mismo río, la vieja rutina seguía su tranquilo curso. En efecto, tal y como dice el poeta[15], existe una marea en los asuntos de los hombres, y a medida que las cosas fluyen y circulan, el reflujo siempre equilibra el flujo. Todos los ríos son meros afluentes del océano, el único que no mana, y sus costas permanecen sin cambios, pero en periodos más grandes de lo que el hombre puede medir. Adondequiera que vayamos, sólo descubriremos infinitos cambios en los elementos particulares, y no en los generales. Cuando entro en un museo y contemplo a las momias envueltas en sus vendajes de lino, veo que las vidas de los hombres empezaron a necesitar una reforma desde el momento mismo en que comenzamos a caminar sobre la tierra. Salgo a las calles y conozco a hombres que declaran que la hora de la redención de la raza está cerca. Sin embargo, de la misma manera que los hombres vivían en Tebas, viven ahora en Dunstable. «El tiempo se bebe la esencia de toda acción grande y noble que ha de ser realizada y cuya ejecución se retrasa[16]». Eso dice Visnú Sharma. Y nosotros vemos cómo los conspiradores vuelven una y otra vez al sentido común y al trabajo. Así lo demuestra la historia.
Aunque no pongo en duda que a través de los años crezca un objetivo elevado,
Y que las mentes de los hombres crezcan con las puestas y salidas de los Soles[17].
Hay artículos secretos en nuestros tratados con los dioses, de una importancia superior al resto, que el historiador nunca podrá conocer.
Hay muchos aprendices habilidosos, pero pocos maestros artesanos. En todos los ámbitos —en la educación, en la moral, en el arte de vivir— observamos una misma práctica sabia, encarnada por muchos filósofos antiguos. ¿Quién no ve que las herejías llevan un tiempo prevaleciendo, que ciertas reformas ya se han producido? Toda esta sabiduría mundana podría concebirse como la otrora mal vista herejía de algunos hombres sabios. Ciertas ventajas que no hemos tenido lo suficientemente en cuenta se han hecho un hueco en la tierra. Así pues, también quienes construyeron por primera vez estos establos y despejaron estas tierras tenían valor. Las épocas abruptas y los abismos se ven atenuados por la historia de la misma manera que las irregularidades de la llanura quedan ocultas con la distancia. Sin embargo, a menos que hagamos algo más que limitarnos a aprender el oficio de nuestro tiempo, no seremos más que aprendices, y no maestros del arte de vivir.
Ahora que escupimos estas semillas de melón, ¿cómo podemos evitar sentirnos culpables? Quien se come la fruta debiera al menos plantar la semilla. Sí, a ser posible una semilla mejor que la de la fruta de la que ha disfrutado. ¡Semillas! Hay infinidad de ellas que sólo necesitan mezclarse con la tierra en la que yacen, mediante una voz o una pluma inspirada, para dar frutos de un sabor divino. ¡Ah, despilfarrador! Salda tu deuda con el mundo, no te comas la semilla de las instituciones, como hacen los opulentos, mas plántala, y aliméntate de la pulpa y del tubérculo para subsistir, y así, quizá pueda encontrarse al fin una variedad digna de conservarse.
Hay momentos en que toda la ansiedad y el trabajo duro se calman con el ocio y el reposo infinito de la naturaleza. Todos los trabajadores han de tener su descanso al mediodía, y en este momento de la jornada todos somos, en mayor o menor grado, asiáticos, y abandonamos todo trabajo y reforma. Así pues, mientras nos apoyábamos en los remos bajo el calor del mediodía, con nuestro bote flotando en el lateral del río, sujeto por un mimbre que pasamos a través del gancho de la proa, y cortábamos los melones, que son una fruta oriental, nuestras mentes se dirigían a Arabia, a Persia y al Indostán, tierras de la contemplación y hogar de las naciones meditativas. Al experimentar aquel mediodía podíamos encontrar cierta disculpa incluso para los mascadores de opio, betel y tabaco. El monte Sabér[18], según el viajero y naturalista francés Botta[19], es famoso porque en él crece el qat[20], «cuyas suaves ramitas y hojas tiernas se comen», dice el reseñista, «y producen una agitación agradable y relajante, que recupera del cansancio, evita el sueño y propicia el disfrute de la conversación». Pensamos que también nosotros podríamos llevar una digna vida oriental en este río, y que los arces y los alisos serían nuestros qats.
Resulta harto placentero evadirse de cuando en cuando de la inquieta casta de los reformistas. ¿Y qué si existen ciertas quejas? También existimos vosotros y yo. ¿Creéis que a las gallinas cluecas, que pasan el día sentadas en un hueco entre el heno, sin ocupación activa, les molesta el hastío de estos largos días de verano? A juzgar por el tenue cloqueo que llega desde las granjas distantes, me parece que la señora Naturaleza aún está interesada en saber cuántos huevos ponen sus gallinas. El Espíritu Universal, que así se le llama, está interesado en el amontonamiento del heno, la alimentación del ganado y el drenaje de las turberas. Lejos, en Escitia, en la India, elabora mantequilla y queso. Imaginemos que los recursos de todas las granjas se agotasen, y nosotros los jóvenes tuviésemos que comprar viejas tierras y recuperarlas: los implacables oponentes de la reforma guardan por doquier un extraño parecido con nosotros; o a lo mejor son un puñado de ancianas y ancianos solteros que se sientan alrededor del hogar de la cocina a escuchar el silbido del hervidor. «A menudo los oráculos conceden la victoria a nuestra elección, y no sólo al orden de los periodos mundanos. Como cuando, por ejemplo, dicen que nuestras penas voluntarias germinan en nosotros y crecen al ritmo de la vida que llevamos[21]». La reforma de la que habláis puede acometerse cualquier mañana, antes incluso de desatrancar nuestras puertas. No tenemos que apelar a ninguna convención. Cuando dos vecinos que antes comían trigo empiezan a comer pan de maíz, a los dioses se les dibuja una sonrisa de oreja a oreja, pues les resulta muy agradable. ¿Por qué no lo intentáis? No me permitáis que os lo impida.
Hay reformistas teóricos en todas las épocas y en todos los lugares del mundo, que viven de la anticipación. Wolff, que viajó por los desiertos de Bokhara[22], dice: «Otro grupo de derviches se acercó hasta mí y apuntó: “Llegará el día en que no haya diferencia entre ricos y pobres, entre alto y bajo; el día en que la propiedad, incluso mujeres e hijos, será común”»[23]. Pero yo siempre me pregunto: ¿Y qué? Los derviches de los desiertos de Bokhara y los reformistas de la capilla de Marlboro[24] cantan la misma canción: «Los buenos tiempos se acercan, chicos[25]». Pero alguien del público preguntó, de buena fe: «¿Podéis concretar la fecha?», y yo añadí: «¿Contribuiréis a su llegada?».
La despreocupación y el dolce far niente de la naturaleza y la sociedad se dejan ver en infinidad de momentos del progreso de la raza humana. En todos los estados, desde Maine a Tejas, la gente tiene tiempo para reírse con los chistes de los periódicos, y en Nueva Inglaterra se estremece con los malentendidos que provienen de los círculos australianos, mientras que el pobre reformista no logra reunir una audiencia.
Los hombres no suelen fracasar por falta de conocimiento, sino porque carecen de la prudencia suficiente para dar preferencia a la sabiduría. Lo que tenemos que saber, en cualquier caso, es muy sencillo. Es facilísimo establecer una rutina duradera y armoniosa: inmediatamente todos los elementos de la naturaleza se pondrán de acuerdo. Basta con que sustituyamos una cosa por otra, y los hombres se comportarán como si eso fuese justo lo que querían. Están obligados a comportarse, pase lo que pase, y a trabajar cualquier material. Siempre hay una vida presente y existente, ya sea mejor o peor, a cuya conservación todos colaboramos. Eso sí, remendarnos, amigos míos, habría de ser una tarea lenta. «Y, de acuerdo con el oráculo, no dar con prisas ningún paso trascendente hacia la piedad[26]». El lenguaje de la excitación es, en el mejor de los casos, meramente pintoresco. Hay que estar tranquilo antes de poder pronunciar oráculos. ¿Qué era la excitación de las sacerdotisas délficas en comparación con la sabiduría tranquila de Sócrates, o de cualquier otro sabio? El entusiasmo es una serenidad sobrenatural.
Los hombres descubren que la acción es algo
Distinto a lo que leen en sus discursos escritos;
Para manejar los asuntos del mundo se necesitan
Más artes de las que vosotros, los clérigos, conocéis[27].
Al igual que ocurre en la geología, en las instituciones sociales podemos descubrir las causas de todos los cambios pasados en el orden presente e invariable de la sociedad. Las mayores revoluciones físicas perceptibles son obra del aire ligero, el agua sigilosa y el fuego subterráneo. Aristóteles dijo: «Puesto que el tiempo nunca cesa y el universo es eterno, ni el Tanais ni el Nilo pueden haber fluido desde siempre[28]». Somos independientes del cambio que detectamos. Cuanto más larga sea la palanca, menos perceptible es el movimiento. Cuanto más lenta sea la pulsación, más vital resulta. El héroe sabrá cómo esperar, y también cómo darse prisa. Todo el bien se queda con aquel que sabe esperar sabiamente. Tardaremos menos en reencontrarnos con el amanecer permaneciendo aquí que corriendo en dirección a las colinas del Oeste. Tened claro que el éxito de cada hombre está en proporción a su capacidad media. Las flores de la pradera brotan y florecen allí donde las aguas depositan cada año su limo, y no sólo cuando las alcanza alguna crecida. Un hombre no es su esperanza, ni su desesperación, ni tampoco sus acciones pasadas. Aún no sabemos lo que hemos hecho, y mucho menos lo que estamos haciendo. Esperemos hasta la noche, y veremos brillar otras partes de nuestro trabajo diario, de las que nada sabíamos a mediodía, y descubriremos la verdadera intención de nuestro esfuerzo. De la misma manera que el agricultor que, llegado al final del caballón, mira hacia atrás, y es entonces cuando mejor puede ver las partes de tierra prensada que más brillan.
Para alguien que acostumbra a esforzarse para contemplar el verdadero estado de las cosas, el estado político difícilmente podrá existir, pues le parece irreal, increíble e insignificante. Esforzarse en extraer la verdad de tan magro material es como hacer azúcar con jirones de lino cuando se dispone de caña de azúcar. En términos generales, las noticias políticas, ya sean nacionales o extranjeras, podrían escribirse hoy para los próximos diez años con exactitud suficiente. La mayoría de las revoluciones de la sociedad no tiene el poder de interesarnos, por no hablar ya de alarmarnos. Pero decidme que nuestros ríos se están secando, o que los pinos están muriendo en nuestros bosques, y quizá preste atención. La mayoría de acontecimientos registrados en la historia es más excepcional que importante, como los eclipses del sol y la luna, que nos fascinan, pero cuyos efectos nadie se toma la molestia de calcular.
«Pero ¿estará el Gobierno alguna vez tan bien administrado como para que nosotros, individuos privados, no escuchemos nada de él?», preguntó uno. «El rey respondió: “Necesito un hombre prudente y capaz, que pueda encargarse siempre de los asuntos de Estado de mi reino”. El visir respondió: “El criterio, mi señor, de todo hombre sabio y competente es no inmiscuirse jamás en asuntos de ese tipo”»[29]. ¡Ay, cuánta razón tenía el visir!
Durante mi corta experiencia junto a la humanidad, los obstáculos exteriores, si alguna vez los hubo, no han sido los seres vivos, sino las instituciones de los muertos. Es agradable abrirse paso a través de esta generación como si de hierba cubierta de rocío se tratase. Para los confiados, los hombres son tan inocentes como la mañana.
Y sobre nuestras cabezas revolotean las buenas mañanas,
Como si el día hubiese instruido a la humanidad.
Al no ser el gobernador de este condado,
Saludaba alegre el madrugador peregrino,
Que se alejaba por las colinas,
A las muchas almas matutinas
Que se cruzaba por el camino[30].
Ladrones y salteadores todos ellos, eso sí. Me cuesta más imaginar al cosaco o al indio ojibwa viniendo a perturbar a los ciudadanos honestos de a pie, que a una institución monstruosa abarcando y aplastando a sus miembros libres entre sus pliegues escamosos, pues no hay que olvidar que mientras la ley se ciñe con fuerza en torno al ladrón y al asesino, se deja suelta a sí misma. Cuando no pagué el impuesto que el Estado me pedía por esa protección que yo no quería, el propio Estado me lo robó; cuando ejercité la libertad que aseguraba garantizarme, el propio Estado me encarceló[31]. ¡Pobre criatura! Si no sabe hacer otra cosa no seré yo quien la culpe. Si no puede vivir con otros medios que no sean ésos, yo sí puedo. Resulta que no quiero que se me asocie con Massachusetts, ni con la posesión de esclavos, ni con la invasión de México. Me considero un poco mejor que ella en estos aspectos. Por lo que a Massachusetts se refiere, ese monstruo a la vez Briareo[32], Argos[33] y Dragón de la Cólquide[34], que vigila la Vaquilla de la Constitución y el Vellocino de Oro, no le garantizaremos nuestro respeto, como ocurre al firmar ciertos acuerdos, para preservar sus prebendas pase lo que pase. Y es que no ha sido el Diablo en persona quien se ha cruzado en mi camino, sino que lo han hecho esas redes que, según la tradición, fueron originalmente urdidas para obstruirle. Cierto, son telarañas y obstáculos insignificantes en el camino de un hombre recto, y al final uno acaba hasta por cogerle cariño a su buhardilla sucia y polvorienta. Adoro al ser humano, pero odio las instituciones antinaturales de los muertos. No hay cosa que los hombres ejecuten con mayor fidelidad que las voluntades de los muertos, hasta el último codicilo y la última letra del testamento. Ellos gobiernan este mundo, y los vivos no son más que sus ejecutores. Esos mismos fundamentos son los que, por lo general, también tienen nuestras conferencias y nuestros sermones. Todos son dudleianos[35]; y la piedad aún tiene su origen en esa proeza del pius Æneas[36], que sacó a su padre Anquises a hombros de las ruinas de Troya. O mejor dicho, cargamos sobre nuestros hombros con las reliquias podridas de nuestros ancestros, como hacen ciertas tribus indias. Si, por ejemplo, un hombre reivindica el valor de la libertad individual por encima del bienestar común meramente político, su vecino —es decir, aquel que vive cerca de él— aun podrá tolerarlo, a veces incluso apoyarle, pero nunca el Estado. Su agente, en tanto en cuanto hombre vivo, puede tener virtudes humanas e ideas en el cerebro, pero como herramienta de una institución, ya sea carcelero o jefe de policía, no es ni un ápice mejor que su llave o los hombres a su mando. Ahí radica la tragedia: los hombres ultrajan su naturaleza, e incluso los llamados sabios y buenos se prestan a realizar los actos más degradantes y bárbaros. Y así llegan la guerra y la esclavitud, ¿y qué más no podría salir de esa brecha? Aunque sin duda hay formas para que un hombre se lleve el pan a la boca sin perjudicar a su compañero y a su vecino.
Ahora volved, volved, dijo el guardián,
Pues habéis tomado el camino equivocado,
Al abandonar la carretera del rey
Y cruzar a través del campo de grano[37].
No cabe duda de que se necesitan innumerables reformas, pues la sociedad no está animada, o lo bastante llena de vida, sino que su condición es como la de ciertas serpientes que he visto a principios de primavera, con unas partes de su cuerpo aletargadas y otras flexibles, de suerte que no pueden reptar en ninguna dirección. Todos los hombres están parcialmente enterrados en la tumba de la costumbre, y de algunos sólo la coronilla despunta sobre la tierra. Mejor están los que se hallan físicamente muertos, pues se pudren con mayor vivacidad. Ni siquiera la virtud sigue siéndolo si permanece estancada. La vida de un hombre debería estar siempre fresca como este río. Debería ser el mismo cauce, con un agua nueva en cada tramo a cada instante.
Las virtudes, como los ríos, fluyen,
Pero aún permanece el hombre virtuoso que allí había[38].
La mayoría de hombres no tiene inclinación, ni rápidos, ni cascadas, sino pantanos, y caimanes, y miasma. Leemos que cuando, durante la expedición de Alejandro, Onesícrito[39] fue enviado en avanzadilla para conocer a algunos miembros de la secta india de los gimnosofistas[40], y les habló de los nuevos filósofos occidentales —Pitágoras, Sócrates y Diógenes— y sus doctrinas, uno de ellos, de nombre Dándamis, le respondió que «le parecía que habían sido hombres geniales, pero habían vivido con una observación demasiado pasiva de las leyes[41]». A los filósofos occidentales aún se les puede hacer este reproche. «Se dice que Lieou-hia-hoei y Chao-lien no seguían hasta el fondo sus resoluciones, y que deshonraban su carácter. Su lenguaje estaba en armonía con la razón y la justicia, mientras que sus actos estaban en armonía con los sentimientos de los hombres[42]».
Chateaubriand dijo: «Hay dos cosas que ganan fuerza en el seno del hombre a medida que su edad avanza: el amor por su país y la religión. Por mucho que los hayamos olvidado durante nuestra juventud, tarde o temprano se presentan adornados con todos sus encantos, y despiertan en los recovecos de nuestros corazones un apego que hace justicia a su belleza[43]». Puede que así sea. Pero incluso esta debilidad de las mentes nobles señala la decadencia gradual de la esperanza y la fe juveniles. Es la infidelidad tolerada de la vejez. Los wólof tienen un dicho[44]: «El que nació primero tiene más hábitos viejos», de suerte que el señor Chateaubriand tiene más hábitos viejos que yo. La belleza que tantas veces admiramos es débil y refleja, ajena a la esencia. El motivo es que los viejos son débiles, sienten su mortalidad y creen haber medido la fuerza del hombre. No se vanaglorian, sino que son francos y humildes. Dejémosles, pues, quedarse con las pocas comodidades que pueden conservar. La humildad aún es una virtud muy humana. Los viejos miran atrás, hacia la vida, de manera que no ven el futuro. Las expectativas de los jóvenes son atrevidas y desenfrenadas, y mezclan el futuro con el presente. En el ocaso de la vida los pensamientos descansan en la oscuridad, y difícilmente mirarán hacia adelante, hacia la mañana siguiente. Los pensamientos de los viejos se preparan para la noche y están en duermevela. Quien encumbra la prometedora montaña de la vida no tiene las mismas esperanzas y expectativas que quien aguarda el ocaso de su día terrenal.
No puedo por menos de concluir que la Conciencia, si es así como se llama, no nos fue dada sin una razón, ni como una traba. Por halagadores que puedan parecer el orden y los intereses, no son más que un tranquilo letargo, y nosotros preferiremos permanecer despiertos, por turbulento que sea, y quedarnos en esta tierra y en esta vida en la medida de lo posible, sin firmar nuestra sentencia de muerte. Vamos a ver si podemos quedarnos aquí, donde Él nos ha puesto, bajo sus propias condiciones. ¿Acaso no llega su ley donde lo hace su luz? Los intereses de los países chocan entre ellos, sólo aquello que es completamente justo es conveniente para todos.
Hay varios pasajes de Antígona de Sófocles, bien conocidos por los eruditos, que me vienen a la cabeza al respecto. Antígona ha decidido sepultar el cuerpo muerto de su hermano Polinices, a pesar del edicto del rey Creonte que condena a muerte a todo aquel que rindiese tal servicio, importantísimo para los griegos, a ese enemigo de su país. Pero Ismene, que tiene un espíritu menos resuelto y noble, rechaza participar junto a su hermana en la tarea, y dice:
ISMENE
Por lo tanto, pido a los que están bajo tierra que me entiendan: estoy obligada a obedecer a quienes ostentan el poder, pues no es sensato realizar actos extremos.
ANTÍGONA
No te pediré, ni tú lo harías, aunque lo deseases, que me acompañes con alegría. Haz lo que creas bueno para ti. Pero yo lo enterraré. Morir por ello es algo glorioso para mí. Reposaré junto a mi hermano amado, por haber hecho, como una criminal, aquello que es sagrado. Es necesario satisfacer durante más tiempo a los de allá que a los de
aquí, pues allí reposaremos para siempre. Mas si lo crees bueno para ti, deshonra aquello que es honrado por los dioses.
ISMENE
Lejos de mi intención está el deshonrar a los dioses, mas actuar en contra de los ciudadanos me es imposible por naturaleza.
Cuando Antígona por fin es llevada en presencia del rey Creonte, éste le pregunta:
CREONTE
¿Osaste, pues, transgredir estas leyes?
ANTÍGONA
Sí, porque no fue Zeus quien me las impuso, ni la Justicia que mora con los dioses en el cielo; no fueron ellos quienes establecieron estas leyes entre los hombres. Y tampoco consideré que tus decretos, al ser un mortal, fuesen tan poderosos como para poder trascender las leyes no escritas e inamovibles de los dioses. Pues éstos no viven hoy ni ayer, sino para siempre, y nadie sabe en qué tiempo surgieron. Jamás pensé en sufrir el castigo que sufren quienes violan las leyes divinas por temor a la arrogancia de un hombre. Pues sabía bien que he de morir, era inevitable, aun cuando tú no lo hubieses decretado[45].
Todo esto con relación al enterramiento de un muerto.
El conservadurismo más sabio es el de los hindúes. «La costumbre inmemorial es una ley trascendente», dice Manu[46]. Es decir, era la costumbre de los dioses antes de que los hombres la practicasen. El problema de la costumbre de nuestra Nueva Inglaterra es que es memorial. ¿Qué es la moralidad, si no una costumbre inmemorial? La conciencia es la principal conservadora. «Realiza las acciones establecidas», dice Krishna en el Bhagavad Gita, «la acción es preferible a la inactividad. El viaje de tu cuerpo mortal podría no llegar a buen puerto por culpa de la inactividad […]. Un hombre no ha de renunciar a su deber natural, aunque sus logros fueran mediocres. Cada empresa está rodeada por sus propias carencias, como lo está el fuego por el humo […]. El hombre que conoce el todo no debería apartar de sus trabajos a aquellos que son lentos de entendimiento y tienen menos experiencia que él […]. Por eso, oh, Arjuna, decídete a luchar», le aconseja el dios al soldado irresoluto que teme matar a sus mejores amigos[47]. Es un conservadurismo sublime, tan vasto como el mundo, tan infatigable como el tiempo, que conserva el universo, con una inquietud asiática, en el mismo estado en que se presentó a sus mentes. Estos filósofos estudiaban la inevitabilidad y la inmutabilidad de las leyes, el poder del temperamento y la constitución, las tres gunas o cualidades, y las circunstancias del nacimiento y la afinidad. El final es una consolación inmensa, la absorción eterna en Brahma. Sus hipótesis nunca se aventuran más allá de sus propias mesetas, aunque éstas son tan altas y vastas como aquéllas. No se ocupan de la resistencia, la libertad, la flexibilidad, la variedad o la posibilidad, que también son cualidades del Innombrable. La recompensa inmerecida se obtiene a través de un arduo e interminable camino moral. La promesa incalculable del mañana es, por así decirlo, sopesada. ¿Y quién diría que el conservadurismo de estos filósofos no ha sido eficaz? «No cabe duda», dice un traductor francés, hablando de la antigüedad y la durabilidad de las naciones china e india, y de la sabiduría de sus legisladores, «de que en ellas encontramos vestigios de las leyes eternas que gobiernan el mundo[48]».
El cristianismo, en cambio, es humano, práctico y, en un sentido amplio, radical. Aquellos sabios orientales pasaron infinidad de años y edades divinas contemplando a Brahma, pronunciando en silencio el místico «Om», siendo absorbidos en la esencia del Ser Supremo, sin salir nunca de ellos mismos, sino adentrándose más allá y con más profundidad en su interior, infinitamente sabios pero infinitamente paralizados. Hasta que, al final, en la misma Asia, pero en la parte occidental, apareció un joven, alguien completamente inesperado para ellos —que no era parte de Brahma, sino que bajaba a Brahma a la tierra y a la humanidad, en el que Brahma se había despertado de su largo sueño, a través del que Brahma actuaba, y el día empezó—: un nuevo avatar. El brahmán nunca había pensado en ser un hijo de los hombres y de Dios al mismo tiempo. Cristo es el príncipe de los reformistas y los radicales. Muchas expresiones del Nuevo Testamento llegan de forma natural a los labios de todos los protestantes, y este libro ofrece los textos más significativos y prácticos. En él no hay sueños inofensivos, ni hipótesis sabias, sino que se asienta por completo en un substrato de buen juicio. Nunca reflexiona, sino que se arrepiente. Podríamos decir que no contiene poesía, nada bañado por la luz de la mera belleza; la verdad moral es su objeto. Todos los mortales están condenados por la conciencia de este libro.
El Nuevo Testamento es excepcional por su moralidad pura, mientras que lo mejor de las escrituras hindúes se halla en su intelectualidad pura. En ningún lugar el lector se verá elevado y permanecerá en una región del pensamiento más alta, más pura o más excepcional que en el Bhagavad Gita. Warren Hastings, en su sensata carta recomendando la traducción de este libro al presidente de la Compañía de las Indias Orientales, afirma que el original es «de una sublimidad en su concepción, razonamiento y dicción casi inigualable», y que los escritos de los filósofos indios «sobrevivirán aun cuando haya pasado mucho tiempo desde el cese del dominio británico sobre la India, y cuando las fuentes que otrora le dieran riqueza y poder hayan caído en el olvido[49]». Indiscutiblemente, es una de las escrituras más nobles y sagradas que nos hayan llegado. Los libros destacan más por la grandiosidad de sus temas que por la forma en que son tratados. La filosofía oriental se acerca sin problemas a temas más elevados de aquellos a los que aspira la moderna, y no es de sorprender que a veces discurra largo y tendido sobre ellos. Se limita a asignar su debido rango a la Acción y a la Contemplación, o mejor dicho, hace plena justicia a la segunda. Los filósofos occidentales no han concebido el significado de la Contemplación como la entienden los orientales. Hablando de la disciplina espiritual a la que se sometían los brahmanes, y del maravilloso poder de abstracción que alcanzaban, y del que había conocido ejemplos, Hastings dice:
Para aquellos que nunca han conocido la separación de la mente de los avisos de los sentidos, puede que no sea fácil concebir los medios por los que se alcanza tal poder, habida cuenta de que hasta el hombre más sabio de nuestro hemisferio encontrará difícil dominar su atención sin que ésta viaje hasta algún objeto que llame a sus sentidos o despierte su recuerdo —a veces incluso el zumbido de una mosca tendrá el poder de molestarle—. Sin embargo, nos dicen que ha habido hombres que durante generaciones, desde el pasado, han practicado la contemplación y la abstracción, empezando desde el periodo más temprano de su vida y continuando en muchos casos hasta la edad más madura, añadiendo cada cual una porción de conocimiento a lo acumulado por sus predecesores. En ese caso, podemos concluir que, si la mente, al igual que el cuerpo, se fortalece con el ejercicio, entonces es probable que a través de ese ejercicio cada una de estas mentes haya adquirido la facultad a la que aspiraba, de suerte que sus estudios colectivos han propiciado el descubrimiento de nuevas vías de reflexión y combinaciones de sentimientos totalmente diferentes de las doctrinas conocidas por los eruditos de otras naciones; y que, por especulativas y sutiles que sean, cuentan con la ventaja de derivar de una fuente libre de toda contaminación accidental, con lo que pueden estar en consonancia con la más sencilla de las nuestras.
«Esta disciplina inmutable» fue enseñada por Krishna al primero de los hombres, transmitida de generación en generación, «hasta que al final, con el paso del tiempo, ese poderoso arte se perdió».
«Pues he aquí que la sabiduría constituye el fin de toda acción sagrada».
«Aunque fueses el mayor de los criminales, deberías ser capaz de cruzar el golfo del mal con el esquife de la sabiduría».
«Nada hay que nos haga más puros en esta tierra que la sabiduría».
«La acción realizada con ánimo de recompensa es inferior en mucho a la acción que se realiza en el yoga de la sabiduría».
«Y cuando en recogimiento, cual tortuga que repliega sus miembros, repliega sus sentidos de la atracción que ejercen los placeres, entonces la suya es una sabiduría serena».
«Los hombres ignorantes, más no así los sabios, afirman que la antigua doctrina especulativa y el yoga son vías diferentes. Pero aquel que se entrega con toda su alma a cualquiera de ambas alcanza al final las dos».
«No es absteniéndose de actuar como un hombre logra liberarse de la acción, ni mediante la renuncia consigue la suprema perfección».
«Pon tu ánimo en la acción, más nunca en su recompensa. Actúa sin pensar en la retribución, más no cejes en el cumplimiento de tu labor».
«Libre de las ataduras del apego, lleva tú pues a cabo la obra que se ha de realizar, ya que el hombre cuya obra es pura alcanza en verdad lo supremo».
«El hombre que en su acción encuentra el silencio, y que ve que el silencio es acción, ese hombre en verdad ve la luz, y en todas sus obras encuentra la paz».
«Aquel cuyas empresas se hallan libres del deseo ansioso y el pensamiento caprichoso, cuya actuación se vuelve pura en el fuego de la sabiduría, es llamado sabio por quienes ven. En cualquier obra que lleve a cabo tal hombre, he aquí que se halla en paz: nada espera, de nada depende, más posee siempre la plenitud de la dicha».
«Aquel que actúa no por una recompensa terrenal, sino cumpliendo con la acción que ha de realizarse, ése es un yogui, y no aquel que no enciende el fuego sagrado ni ofrece sagrado sacrificio».
«Ni este mundo ni el mundo venidero son para quien no realiza sacrificio alguno; mas quienes disfrutan de los restos del sacrificio, van a Brahman[50]».
A fin de cuentas, ¿en qué consiste el carácter práctico de la vida? Las cosas que hay que hacer de manera inmediata son harto triviales, y podría posponerlas todas para oír cantar a este grillo. El hecho más glorioso de mi experiencia no es algo que he realizado o que deseo poder hacer, sino un pensamiento, una visión o un sueño efímero que he tenido. Cambiaría toda la riqueza del mundo, y todas las gestas de los héroes, por una sola visión verdadera. Pero ¿cómo puedo yo, fabricante de lápices[51] en la tierra, comunicarme con los dioses sin convertirme en un loco?
«Soy ecuánime con relación a todos los seres», dice Krishna, «ninguno me resulta ni odioso ni querido».
Esta enseñanza no es práctica, en el mismo sentido en que lo es el Nuevo Testamento. Y no siempre expresa buen juicio. El brahmán nunca propone armarse de valor y atacar al mal, sino dejar pacientemente que se muera de hambre. Sus facultades activas están paralizadas por la idea de la casta, de los límites insuperables, del destino y de la tiranía del tiempo. No se puede negar que el razonamiento de Krishna es deficiente. No da razones suficientes de por qué Arjuna debería luchar, y puede que él quede convencido, pero no así el lector, pues su juicio no está basado en «la sabiduría sobre el plano especulativo». «Busca asilo sólo en la sabiduría», pero ¿qué es la sabiduría para una mente occidental? Ese deber del que habla es arbitrario. ¿Cuándo se estableció? La virtud del brahmán consiste en hacer cosas arbitrarias, no justas. ¿Qué es lo que un hombre «tiene que hacer»? ¿Qué es la «acción»? ¿Cuáles son las «acciones establecidas»? ¿Cuál es «la propia religión de un hombre», que es tan superior a la de otro? ¿Cuál es la «vocación particular de un hombre»? ¿Cuáles son los deberes designados por nacimiento? Las consignas de «adherirse a la disciplina», «no huir del campo de batalla» y similares son una defensa de la institución de las castas, de lo que se llama «deber natural» del chatria, o soldado. Sin embargo, quienes no se preocupan de las consecuencias de sus acciones no pueden preocuparse de sus acciones.
Observemos la diferencia entre lo oriental y lo occidental. Lo primero no tiene nada que hacer en este mundo; lo segundo bulle de actividad. Uno mira al sol hasta que sus ojos quedan cegados, el otro lo persigue con diligencia en su trayecto hacia el Oeste. También en Occidente existe algo parecido a la casta, pero es débil en comparación: se trata del conservadurismo. Dice: «No renuncies a tu vocación, no ultrajes ninguna institución, no uses la violencia, no rompas ningún vínculo: el Estado es tu padre». Su virtud u hombría es completamente filial. En todos los países hay una lucha entre lo oriental y lo occidental, unos que se quedarían contemplando el sol para siempre y otros que se apresuran hacia el ocaso. Los primeros les dicen a los segundos: «Cuando hayáis alcanzado el ocaso, no estaréis más cerca del sol». A lo que éstos responden: «Pero así habremos prolongado el día». «Cuando cae la noche para todos los seres, es el momento en que el asceta y maestro de sí mismo se despierta. Cuando los demás seres se despiertan, cae la noche para el sabio silencioso».
Para concluir con estos extractos, puedo decir, en palabras de Sanjaia[52]: «¡Oh, poderoso Príncipe, cuando recuerdo una y otra vez este diálogo sagrado y maravilloso entre Krishna y Arjuna me regocijo más y más! ¡Y cuando recuerdo esa más que milagrosa forma de Hare, mi asombro es enorme, y me maravillo y me regocijo más y más! Allá donde esté Krishna, el Dios de la devoción, allá donde esté Arjuna, el poderoso arquero, estarán sin duda la fortuna, la riqueza, la victoria y la buena política. Lo creo con firmeza».
A los lectores de las Sagradas Escrituras les diría, si es que buscan un buen libro, que leyesen el Bhagavad Gita, un episodio del Mahabharata[53], del que se dice que fue escrito —y conocido por haber sido escrito— por Krishna Dwypayen Veias, hace más de cuatro mil años —no importa si fueron tres, cuatro, o más—, y traducido por Charles Wilkins[54]. Merece que incluso los yanquis lo lean con reverencia, pues forma parte de las sagradas escrituras de un pueblo devoto. El sabio judío se regocijará al encontrar en él una grandeza y una sublimidad moral semejante a la de sus propias Escrituras.
Para un lector americano —que, merced a su posición aventajada, puede ver más allá de esta franja de costa Atlántica, y mirar hacia Asia y el Pacífico; que, por así decirlo, puede ver la línea de costa ascendiendo desde los Alpes hasta el Himalaya—, la literatura reciente europea, en comparación con el Bhagavad Gita, suele parecer parcial y exclusivista. Además, el lector americano, a pesar del alcance limitado de sus propias afinidades y lecturas, percibe que el escritor europeo —quien presume de estar hablando en nombre de todo el mundo— no habla más que en nombre de ese rincón que habita. Uno de los eruditos y críticos ingleses de mayor prestigio delata, en su clasificación de las eminencias literarias del mundo, la estrechez de miras de su cultura europea y la exclusividad de sus lecturas. Ninguno de los hijos de Europa ha hecho justicia a los poetas y filósofos de Persia o de la India, a los que conocen mejor sus diletantes que sus literatos y pensadores de profesión. Podríamos buscar un solo verso memorable de toda la poesía inglesa inspirado por estos temas, y sería en vano. Alemania tampoco es una excepción, aunque su industria filológica está contribuyendo indirectamente a la causa de la filosofía y la poesía. Incluso Goethe buscaba esa universalidad del genio que habría sabido apreciar en la filosofía india, de haber podido aproximarse más a ella. Aunque en última instancia su genio era más práctico, pasaba mucho más tiempo en las regiones del entendimiento y estaba menos hecho a la contemplación que el genio de aquellos sabios. Resulta sorprendente que los de Homero y unos cuantos judíos sean los nombres más orientales que la Europa moderna, cuya literatura entró en auge con la caída de la persa, ha dejado entrar en su lista de Eminencias, mientras que los que acaso son los más eminentes de la humanidad, y padres del pensamiento moderno —pues las contemplaciones de los sabios indios han influido, y aún influyen, en el desarrollo intelectual del ser humano—, cuyos trabajos sobreviven a pesar de todo con una integridad asombrosa, no son reconocidos en su inmensa mayoría, como si nunca hubiesen existido. Si las grandes figuras de la historia hubiesen sido pintores, otro gallo cantaría. En los sueños juveniles de todos nosotros la filosofía se asocia de forma vaga, pero inseparable, con Oriente y con una verdad singular; ni siquiera con el paso de los años se habitúa a que su hábitat sea el mundo occidental. En comparación con los filósofos orientales, podríamos decir que la Europa moderna aún no ha dado a ninguno. Al lado de la vasta y cosmogónica filosofía del Bhagavad Gita, incluso nuestro Shakespeare parece a veces juvenil y meramente práctico. Bastan algunas de esas frases sublimes, como los oráculos caldeos de Zoroastro, que han sobrevivido a miles de revoluciones y traducciones, para hacernos dudar y pensar que la forma y las galas poéticas acaso sean transitorias, y no esenciales para la expresión más eficaz y duradera del pensamiento. Ex oriente lux[55] puede seguir siendo el lema de los académicos, pues al mundo occidental aún no le ha llegado toda la luz que está destinado a recibir desde Oriente.
Sería de gran utilidad reunir en una colección impresa las Sagradas Escrituras de las diferentes naciones —las chinas, las hindúes, las persas, las judías y otras—, como Escrituras de la humanidad. Quizá el Nuevo Testamento aún esté demasiado presente en los labios y en los corazones de los hombres como para llamarse «Escritura» en este sentido. Tal yuxtaposición y comparación podría servir para liberalizar la fe de los hombres. Se trata de un trabajo que sin duda el Tiempo acabará editando, reservado para coronar la obra de la imprenta. Ésta sería la Biblia, o Libro de Libros, que permitiría a los misioneros llegar a los lugares más elevados del planeta.
Mientras estábamos sumidos en estas reflexiones, creyéndonos los únicos navegantes de aquellas aguas, de repente una barcaza, con su vela desplegada, surgió ante nosotros desde detrás de una curva, como una inmensa bestia fluvial, y cambió la escena en un instante. Y luego aparecieron otra y otra más, y de nuevo nos vimos dentro de la corriente del comercio. Así las cosas, lanzamos las cortezas al agua para que los peces las mordisquearan, y acompasamos nuestra respiración con la de los hombres bien vivos. No teníamos ni idea, mientras estábamos en ese jardín lejano en que habíamos plantado la semilla y hecho crecer este fruto, de dónde se acabaría comiendo. Nuestros melones estaban como en casa en el fondo arenoso del Merrimack, y nuestras patatas, bañadas por el sol y el agua en el fondo de nuestro bote, parecían una fruta del campo. Pronto nos libramos por tanto de todo peso superfluo y poseímos el río en soledad, volviendo a remar con constancia a través del mediodía, entre los territorios de Nashua, por un lado, y Hudson, otrora Nottingham, por el otro. De cuando en cuando asustábamos a un martín pescador o a un pato joyuyo que volaba, más que con un vuelo estable y paciente, mediante impulsos vigorosos de su corto timón, haciendo un ruido de mil diablos a lo largo del cauce.
Al poco tiempo vimos aparecer otra gabarra, deslizándose río abajo, y tras saludarla nos agarramos a su lateral y la acompañamos flotando sobre sus pasos, charlando con el barquero y obteniendo un buen trago de agua fría de su jarra. Nos parecieron principiantes, procedentes de algún remoto lugar entre las colinas, que habían usado este medio para llegar a la costa y ver mundo. Probablemente visitarían las Islas Malvinas y los mares de la China antes de volver a ver las aguas del Merrimack, o quizá nunca en la vida emprenderían el camino de vuelta. Ya habían embarcado todo lo que poseían para esta gran aventura y estaban listos para comerciar con la raza humana, reservándose sólo lo que cabe en el cajón de una cómoda para ellos. Pero también se perdieron pronto, y seguimos nuestro camino acompañados sólo por el crujir de los remos. ¿Qué desgracia toca las colinas de Nuevo Hampshire?, nos preguntábamos. ¿Qué le falta aquí a la vida humana, que estos hombres se marchan con tanta prisa hacia las antípodas? Deseamos que sus brillantes expectativas no se vieran bruscamente defraudadas.
Aunque todos los hados se muestren ingratos,
Nunca dejes atrás tu tierra natal.
El barco, sosegado, termina por detenerse;
El corcel ha de descansar bajo la colina;
Mas pronto nuestro destino de nuevo se encamina
Y acaba por atraparnos.
La nave, aunque de mástiles firmes,
Alberga bajo su cobre un gusano;
Rodea el cabo, cruza el Ecuador,
Hasta que su ruta encuentra campos de hielo;
No importa cuán tranquila sea la brisa,
Si son o no profundos los mares,
Si transporta cuerda de Manila,
O si lleva vino de Madeira,
O cueros de España, o tés de China,
Entrará en puertos o en cuarentena;
Lejos de la violenta costa de Nueva Inglaterra,
El gusano nativo perforará su casco,
Y la hundirá en los mares de la India,
Junto a la cuerda, el vino, el cuero y el té de China.
Pasamos junto a un pequeño desierto en la orilla oriental, entre Tyngsborough y Hudson, que resultó interesante e incluso refrescante a nuestros ojos, en medio de ese verdor casi universal. En efecto, encontrábamos en aquella arena algo impactante y bello. Un anciano, que trabajaba en un campo en el lado de Nashua, nos dijo que se acordaba de cuando el cereal y el grano crecían allí, de cuando era un campo cultivado. Pero al final los pescadores, pues ésta era una zona de pesca, arrancaron los arbustos de la orilla porque les convenía a la hora de arrastrar sus redes, y cuando el margen quedó desnudo el viento empezó a levantar la arena de la orilla, hasta que acabó por cubrir unos quince acres con varios pies de profundidad. Cerca del río, donde la arena había sido desplazada, vimos los cimientos de un wigwam indio, un círculo perfecto de piedras quemadas, de cuatro o cinco pies de diámetro, mezcladas con carbón vegetal y con los huesos de pequeños animales que se habían conservado en la arena. El terreno circundante estaba salpicado de otras piedras quemadas, sobre las que habían encendido sus fuegos, amén de fragmentos de puntas de flecha; encontramos incluso una en estado perfecto. Reconocimos el lugar en el que un indio se había sentado para fabricar puntas de flecha de cuarzo, pues sobre la arena estaban diseminadas pequeñas esquirlas cristalinas del tamaño de una moneda de cuatro peniques, que habían saltado durante su trabajo. Aquí, pues, los indios debieron de pescar antes de la llegada del hombre blanco. Había otro tramo de arena similar una media milla más arriba.
El sol aún estaba en su punto álgido, con lo que pusimos rumbo a la orilla para darnos un baño y acostarnos bajo unos plátanos, junto a un saliente de rocas, en un pasto retirado que caía hasta la orilla del río, rodeado de pinos y avellanos, en el pueblo de Hudson. India, y esa antigua filosofía del mediodía, seguían acaparando la mayor parte de nuestros pensamientos.
Siempre resulta sorprendente, y alentador, encontrar el sentido común en libros muy antiguos, como la Jitopadesa de Visnú Sharma, una sabiduría juguetona que tiene ojos por delante y por detrás, y se vigila a sí misma, reafirmando así la salud de estos libros y su independencia de los acontecimientos futuros. Este compromiso de sensatez no puede negársele a un libro que reflexiona sobre sí mismo. La historia y los elementos fabulosos de esta obra serpentean libres de frase en frase, como los muchos oasis de un desierto, tan difíciles de distinguir como el rastro de un camello entre Murzuk y Darfur. Es un comentario sobre el flujo y la crecida de los libros modernos. El lector salta de frase en frase, como por un camino de piedras sobre un río, mientras que la corriente de la historia fluye sin que se le preste atención. Quizá el Bhagavad Gita sea menos sentencioso y poético, pero se prolonga y se desarrolla de una manera aún más sorprendente. Su sensatez y su sublimidad han impresionado incluso a las mentes de soldados y comerciantes. Una de las características de los grandes poemas es que ofrecen su sentido en la proporción adecuada, según se haga una lectura veloz o reflexiva. Para la persona práctica se distinguen como el mejor sentido común, y para el sabio, como sabiduría. De la misma manera que un río sirve para que un viajero se moje los labios o un ejército llene sus toneles de agua.
Uno de los libros antiguos más fascinantes que he leído son las Leyes de Manu[56]. Según Sir William Jones: «Viasa, el hijo de Parashará, decidió que el Veda (con los seis “Angas” o composiciones que lo forman), el conocimiento revelado de la medicina, las Puradas o historias sagradas y el código de Manu, eran cuatro obras de autoridad suprema, que nunca habrían de ser quebrantadas con razonamientos meramente humanos». Los hindúes creen que el cuarto «fue publicado en el principio de los tiempos por Manu, hijo o nieto de Brahma» y «primer ser creado». Se dice que Brahma «transmitió sus leyes a Manu en cien mil versos, que éste explicó al mundo primitivo con las mismas palabras del libro ahora traducido». Otros afirman que han pasado por varias síntesis para conveniencia de los mortales, «mientras que los dioses del cielo más bajo y la banda de músicos celestiales se encargan del estudio del código primario […]. Una serie de glosas o comentarios sobre las Leyes de Manu fue compuesta por los munis, o antiguos filósofos, cuyos tratados, junto al libro que tenemos ante nosotros, constituyen, en un sentido colectivo, el Dharma Sastra, o Código Legal». La glosa de Culluca Bhatta fue una de las más modernas.
Todos los libros sagrados que fueron sucediéndose eran aceptados en la fe de que serían el lugar de reposo definitivo para el alma viajera. Sin embargo, no eran más que un caravasar que ofrecía una tregua al viajero, para ponerlo de nuevo en su largo camino hacia Isfahán o Bagdad. Gracias a Dios, ninguna tiranía hindú prevaleció en la estructuración del mundo, de suerte que somos hombres libres del universo, y no estamos condenados a pertenecer a ninguna casta.
No conozco ningún libro que haya llegado hasta nosotros con mayores pretensiones que éste, y que, sin embargo, sea tan impersonal y sincero que nunca resulte ofensivo ni ridículo. Comparemos las formas en que la literatura moderna se publicita con la propuesta de este libro, y pensemos a qué lectores se dirige, qué crítica espera. Parece haber sido pronunciado desde alguna cumbre oriental, cual sobria premonición matutina en el amanecer de los tiempos, y no podemos leer una frase sin ser elevados hasta la meseta de los Ghats[57]. Tiene el mismo ritmo que los vientos del desierto, la misma corriente que el Ganges, y se eleva sobre las críticas como las montañas del Himalaya. Su tono es de una fibra que no cede, que no se desgasta con el tiempo, e incluso en este día de hoy viste de igual manera los trajes del inglés y el sánscrito. Sus frases inmutables aún mantienen encendidos sus fuegos distantes, como las estrellas, cuyos rayos disipados iluminan este mundo inferior. Todo el libro, a través de nobles gestos e inclinaciones, hace innecesaria la abundancia de palabras. La traducción inglesa se esfuerza por ofrecer sentido, aunque en realidad la sabiduría hindú no se disipa. A medida que las leemos, las frases se abren por sí solas, al principio casi vacías de significado, como los pétalos de una flor, pero a veces nos sobresaltan con esa extraña forma de sabiduría que sólo puede aprenderse de la experiencia más trivial, pero que llega a nosotros refinada, como la porcelana que encontramos en el fondo del océano, como verdades fósiles que han estado expuestas a los elementos durante miles de años, tan impersonal y científicamente ciertas que servirían de ornamento de las salitas de recepción y las vitrinas. Toda la filosofía moral es extremadamente excepcional, y la de Manu le habla a nuestra privacidad más que la mayoría. Es una palabra más íntima y familiar y, al mismo tiempo, más pública y universal, que las que se pronuncian en los salones o desde los púlpitos hoy en día. Así como se piensa que nuestras aves domésticas tienen su origen en el faisán salvaje de la India, también nuestros pensamientos domésticos tienen sus prototipos en los pensamientos de sus filósofos. Nos estamos sumergiendo en los elementos mismos de nuestra vida presente y convencional, en el conventículo primigenio, por así decirlo, donde las cuestiones por decidir eran cómo comer, beber, dormir y vivir con la dignidad y la sinceridad adecuadas. Esta filosofía nos es más contemporánea e íntima que los consejos de nuestros mejores amigos, y aun así es válida para los horizontes más amplios, y leída al aire libre se muestra emparentada con la tenue línea de la montaña, de donde proviene. La mayoría de libros pertenece sólo a la casa y a la calle, y en los campos sus hojas parecen demasiado frágiles. Son simples y obvios, y no hay halo o neblina a su alrededor. La naturaleza se encuentra muy, pero que muy lejos de todos ellos. Pero este libro le habla a lo más recóndito y duradero del ser humano, como si procediese de allí. Pertenece a la luz del mediodía, al pleno verano, y cuando las nieves se derriten y las aguas se evaporan en primavera su verdad sigue hablando con frescura a nuestra experiencia. Ayuda a brillar al sol, cuyos rayos caen sobre su página para ilustrarla. Consume las mañanas y las tardes, y la impresión que nos deja durante la noche es tan fuerte que nos despierta antes del alba, y su influencia permanece a nuestro alrededor como una fragancia ya bien entrado el día. Confiere un nuevo brillo[58] a las praderas y a las profundidades del bosque, y su espíritu, como un éter más sutil, es barrido por los vientos predominantes de un país. Los mismos grillos y saltamontes de un día de verano no son sino glosas —más o menos tardías— del Dharma Sastra de los hindúes, una continuación del código sagrado. Como hemos dicho, hay un orientalismo en el pionero más intrépido, y el lejano Oeste no es sino el lejano Este. Mientras leemos estas frases, este mundo moderno y justo parece sólo una reimpresión de las Leyes de Manu con la glosa de Culluca. Si son examinados por el ojo de Nueva Inglaterra, o por la sabiduría meramente práctica de los tiempos modernos, son los oráculos de una raza que está ya en su ancianidad, pero si son colocados contra el cielo, única ordalía imparcial e incorruptible, se verá que son uno con su profundidad y serenidad, y estoy convencido de que tendrán un lugar y un significado mientras exista un cielo que los ponga a prueba.
Dadme una frase que ningún intelecto pueda comprender. Tiene que haber algún tipo de vida y palpitación en ella, y bajo sus palabras algún tipo de sangre habrá de circular para siempre. Resulta fascinante que este sonido haya llegado hasta nosotros desde tan lejos, cuando la voz del hombre no puede escucharse más que desde muy cerca, y ahora no estamos a corta distancia de ninguno de nuestros contemporáneos. Los leñadores han talado aquí un antiguo bosque de pinos, y han hecho visible para aquellas lejanas colinas un bello lago al suroeste, y ahora, en un instante, estos bosques pueden verlo nítidamente, como si su imagen hubiese viajado hasta aquí desde la eternidad. Quizá estos antiguos tocones simados sobre la loma se acuerden de cuando, hace ya mucho tiempo, este lago resplandecía en el horizonte. Uno se pregunta si la propia tierra desnuda no experimenta emociones al contemplar de nuevo una vista tan hermosa. Esa agua cristalina descansando al sol, revelada, igual de orgullosa y bella que siempre, pues su belleza no necesita ser vista. Y al mismo tiempo parece solitaria, como si se bastase a sí misma, por encima de toda observación. Lo mismo ocurre con estas antiguas frases que, como lagos serenos al sudoeste, por fin nos son reveladas, aunque llevan ya mucho tiempo reflejando nuestro propio cielo en su seno.
La gran planicie de la India yace como en una copa, entre el Himalaya, al Norte, y el océano al Sur, entre los ríos Brahmaputra e Indo, a Este y a Oeste, hogar de la raza primigenia. No discutiremos la historia. Nos complace leer, en la historia natural del país[59], sobre el pino, el alerce, la pícea y el abeto que cubrían la cara sur de la cordillera del Himalaya, sobre las grosellas, frambuesas y fresas que desde una latitud templada miraban a los valles tórridos. Así pues, la activa vida moderna tuvo, en efecto, un punto de apoyo y un escondite en medio de las majestuosas y contemplativas planicies orientales. En otra época, el «lirio del valle, la prímula y el diente de león» se abrían paso hasta la llanura, y florecían por toda la tierra en zonas niveladas. Ya hemos entrado en la época de las latitudes templadas, en la época del pino y el roble, pues la palmera y la higuera de Bengala no satisfacen las necesidades de esta época. Puede que en breve los líquenes en la cima de los peñascos encuentren por fin sus condiciones óptimas.
Por lo que respecta a los dogmas de los brahmanes, no nos interesa tanto conocer qué doctrinas defendían cuanto saber si eran seguidas por alguien. Podemos tolerar todas las filosofías: atomistas, pneumatologistas, ateístas, teístas; Platón, Aristóteles, Leucipo, Demócrito, Pitágoras, Zoroastro y Confucio. Es la actitud de estos hombres, más que cualquier cosa que digan, lo que nos fascina. Entre ellos y sus comentaristas existe, es innegable, una disputa infinita. Pero si se trata de comparar notas, entonces estáis todos equivocados, pues todas ellas nos elevan hasta los cielos serenos, hacia donde ascienden por igual la burbuja más pequeña y la más grande, y pintan para nosotros el cielo y la tierra. Cualquier pensamiento sincero es irresistible. La propia austeridad del brahmán resulta tentadora para el alma devota, que la concibe como un lujo más refinado y noble. Las necesidades satisfechas con tanta facilidad y elegancia parecen un placer más selecto. Su concepción de la creación es de una paz onírica. «Cuando ese poder se despierta, entonces este mundo está en completa expansión; pero cuando se duerme con un espíritu tranquilo, entonces todo el universo se desvanece[60]». El carácter borroso de su teogonía implica una verdad sublime, que no permite al lector apoyarse en una primera causa suprema, sino que hace referencia directa a un ser supremo, creador de ésta, con lo que el Creador está detrás incluso de lo increado.
Tampoco perturbaremos la antigüedad de esta Escritura: «Fue ordeñada a partir del fuego, del aire y del sol». Tanto le valdría a uno ponerse a investigar la cronología de la luz y del calor. Dejemos que el sol brille. Manu entendió esta cuestión como nadie cuando dijo: «Aquellos que mejor conocen las divisiones de los días y las noches son los que comprenden que el día de Brahma, que dura hasta el final de mil eras (de eras infinitas, en cualquier caso, a efectos de los mortales), da lugar a esfuerzos virtuosos, y que su noche dura cuanto lo hace su día». De hecho, las dinastías musulmana y tártara están más allá de cualquier fecha. Tengo la sensación de que yo mismo he vivido bajo ellas. En el cerebro de todos los hombres se encuentra el sánscrito. Los Vedas y sus «Angas» no son tan antiguos como la contemplación serena. ¿Por qué se nos van a imponer como antigüedad? ¿Es joven un bebé? Cuando lo observo, me parece más venerable que el más anciano de los hombres; es más antiguo que Néstor o que las Sibilas, y tiene las arrugas del mismo padre Saturno. ¿Vivimos en alguna época que no sea el presente? ¿Cómo es de amplia esa línea? Ahora estoy sentado en un tocón cuyos anillos hablan de siglos de crecimiento. Si miro en derredor veo que el suelo está compuesto precisamente por restos de tocones como éste, sus ancestros. La tierra está cubierta de moho. Clavo este palo en la superficie hasta llegar a muchos eones de profundidad, y con mi talón hago un surco más profundo que el que los elementos han cavado aquí durante miles de años. Si presto atención, escucho el croar de las ranas, más antiguo que el limo de Egipto, y el tamborileo lejano de una perdiz sobre un tronco, como si fuese el latido del aire estival. Recojo mis flores más hermosas y frescas de ese antiguo moho. Aquello que llamamos «nuevo» no es epidérmico; aún no ha manchado la tierra. No es el suelo fértil que pisamos, sino las hojas que vibran sobre nuestras cabezas. Lo más nuevo es simplemente lo más viejo, una vez que se ha hecho perceptible para nuestros sentidos. Cuando excavamos en el suelo un agujero de mil pies de profundidad, lo llamamos nuevo, y también a las plantas que brotan de él. Y cuando nuestra visión perfora aún más el espacio, y detecta una estrella remota, también la llamamos nueva. El lugar en el que estamos sentados se llama Hudson, otrora era Nottingham, otrora…
Deberíamos leer la historia con el mismo y escaso sentido crítico con el que pensamos en el paisaje, e interesarnos más por los colores evocadores y las diferentes luces y sombras creadas por el espacio intermedio, en lugar de centrarnos en el trabajo preliminar y la composición. Lo que se ve al Oeste es la mañana convertida en tarde. El mismo sol, pero una nueva luz y una nueva atmósfera. Su belleza es como el ocaso: no es un fresco en un mural, plano y limitado, sino que es evocadora e itinerante, libre. En realidad, la historia fluctúa como el rostro del paisaje desde la mañana a la noche; lo importante es su tonalidad y su color. El tiempo no esconde tesoros; no queremos su entonces, sino su ahora. No nos quejemos de que las montañas en el horizonte sean azules e indistintas, pues son lo más parecido a los cielos.
¿Qué relevancia tienen los hechos que pueden caer en el olvido, que han de ser conmemorados? El monumento de la muerte sobrevivirá al recuerdo de los muertos. Las pirámides no cuentan la historia que está confinada en su interior. El hecho vivo se conmemora a sí mismo. ¿Por qué buscar luz en la oscuridad? Estrictamente hablando, las sociedades históricas no rescataron ningún hecho del olvido, sino que son ellas mismas, y no el hecho, las que se han perdido. El investigador es más fácil de recordar que lo investigado. La multitud se quedó admirando la neblina y los contornos borrosos de los árboles que se veían a través de ella, cuando uno de ellos avanzó para explorar el fenómeno, y con una admiración renovada todos los ojos se posaron en su figura borrosa, que se alejaba. Es sorprendente lo bien que recordamos el pasado, habida cuenta de lo poco que en ello coopera la sociedad. En efecto, su historia ha tenido otra Musa que la que le fue asignada. Hay un buen ejemplo de la forma en que empezó toda la historia en la «Crónica árabe de Alwákidi»: «Fui informado por Ahmed Almatin Aljorhami, que a su vez fue informado por Rephâa Ebn Kais Alámiri, que a su vez fue informado por Saiph Ebn Fabalah Alchâtquarmi, que a su vez fue informado por Thabet Ebn Alkamah, que aseguró estar presente en el momento de los hechos[61]». Estos padres de la historia no estaban ansiosos por conservar, sino por conocer el hecho, de suerte que no cayera en el olvido. Ejercemos en vano la perspicacia crítica para descubrir el pasado: pero el pasado no puede ser presentado, no podemos saber lo que no somos. Hay un velo corrido sobre pasado, presente y futuro, y la tarea del historiador es descubrir, no qué era, sino qué es. Allí donde se libró una batalla no encontraréis más que huesos de hombres y animales. Donde se libra una batalla hay corazones palpitando. Nos sentaremos en un montículo a reflexionar, y no intentaremos hacer que estos esqueletos vuelvan a ponerse en pie. ¿Creéis acaso que la Naturaleza recuerda que eran hombres? ¿No considerará, más bien, que son huesos?
La historia antigua tiene cierto aire de antigüedad. Debería ser más moderna. Está escrita como si el espectador tuviese que estar pensando en la parte de atrás del cuadro colgado de la pared, o como si el autor esperase que sus lectores fuesen los muertos y quisiera explicarles con todo detalle su propia experiencia. Los hombres parecen ansiosos por realizar una retirada ordenada a través de los siglos, reconstruyendo minuciosamente las obras dejadas atrás a medida que son derrumbadas por las incursiones del tiempo. Sin embargo, mientras se entretienen en tal cometido, tanto ellos como sus obras caen presa del archienemigo. La historia no es venerable como la antigüedad, ni fresca como la modernidad. Hace como si se dirigiese al origen de las cosas, algo de lo que la historia natural podría encargarse, y con todo el derecho. Pero pensad en la Historia Universal y decidme: ¿cuándo brotaron por primera vez la bardana y el plátano? Se ha escrito tanto sobre ella que los años que describe se conocen, con una honestidad extraordinaria, como edad oscura[62]. Es oscura, como alguien observó, porque nuestro conocimiento sobre ella lo es. El sol rara vez brilla en la historia, a causa del polvo y la confusión. Y cuando nos encontramos con algún hecho alentador que implique la presencia de esta luminaria, lo extraemos y lo modernizamos. Como cuando en la historia de los sajones leemos que Edwin de Northumbria[63] «dispuso que se clavasen estacas en las carreteras donde había visto una fuente de agua pura» y «que se atasen a ellas cazos de latón de los que pudiese beber el agotado viajero, cuya fatiga había experimentado el propio Edwin[64]». Esto bien vale las doce batallas de Arturo.
«Cruzando la sombra del mundo entramos en el nuevo día:
Más valen cincuenta años de Europa que un ciclo de Catay».
¡Más vale un rayo de Nueva Inglaterra que cincuenta años de Europa[65]!
La misma objeción puede hacérsele a la biografía: debería ser autobiografía. No nos esforcemos, tal y como aconsejan los alemanes, en salir al extranjero y martirizar nuestras tripas para poder ser otra persona y relatarlo. ¿Si yo no soy yo, quién lo será?
Sin embargo, es justo que el pasado sea oscuro; aunque la oscuridad no es tanto una cualidad del pasado como de la tradición. No es una distancia de tiempo, sino de relación, lo que hace sus crónicas tan sombrías. Lo que está cerca del corazón de esta generación aún es claro y brillante. Grecia yace extendida, bella y soleada, bañada en rayos de luz, pues encontramos el sol y la luz del día en su literatura y en su arte. Ni Homero —ni Fidias, ni el Partenón— nos permite olvidar que el sol brillaba. Aun así, ninguna era ha sido completamente oscura, aunque tampoco nos rendiremos apresuradamente al historiador, congratulándonos por la menor llamarada de luz. Si pudiésemos perforar la oscuridad de aquellos años remotos, encontraríamos la suficiente luz, sólo que allí no estamos en nuestro día. Algunas criaturas están hechas para ver en la oscuridad. Siempre ha habido la misma cantidad de luz en el mundo. Las estrellas nuevas y las que faltan, los cometas y los eclipses no afectan a la iluminación general, pues sólo nuestros catalejos los aprecian. Los ojos de los restos fósiles más antiguos nos indican que entonces regían las mismas leyes lumínicas que ahora. Las leyes de la luz siempre han sido las mismas, lo que cambia son las formas y los grados de visión. Los dioses no son injustos con ninguna era, sino que su luz brilla ininterrumpidamente en los cielos, mientras que el ojo del observador se convierte en piedra. Desde el principio no hubo más que el sol y el ojo. Los años no han añadido ni un solo rayo al primero, ni han alterado ni una sola fibra del segundo.
Si dejamos que el tiempo entre en nuestros pensamientos, veremos que las mitologías, esos vestigios de antiguos poemas, ruinas de poemas, por así decirlo, la herencia del mundo, aún reflejan parte de su esplendor original, como los fragmentos de nubes tintados por los rayos del sol que ya ha partido. Llegarán hasta el último día de verano, vinculando esa hora con la mañana de la creación. Como canta el poeta:
Los fragmentos del noble esfuerzo
Flotan arrastrados por la marea de los años,
Como el pecio que en el océano violento
Aparece flotando, resto de un naufragio[66].
Éstos son los materiales y los indicios para una historia del auge y progreso de la raza, de cómo, desde la condición de hormigas, llegamos a convertirnos en hombres, y fueron inventándose poco a poco las artes. Hagamos que un millar de conjeturas arroje algo de luz sobre la historia. No estaremos confinados por periodos históricos, ni siquiera geológicos, que nos podrían hacer dudar sobre la evolución humana. Si hoy sabemos elevarnos sobre esta sabiduría, tendremos motivos para esperar que este amanecer de la raza —a la que le fueron otorgados los bienes más básicos: el grano, el vino, la miel, el aceite, el fuego, la palabra, la agricultura y las otras artes, y que fue ascendiendo paso a paso desde la condición de las hormigas hasta la de los hombres— sea sucedido por un día de idéntico esplendor. Tenemos derecho a esperar que, al ritmo que marca el tiempo de los dioses, otros agentes y hombres divinos contribuyan a elevar la raza a cotas que superen con mucho su actual condición.
Pero nos falta demasiado conocimiento sobre esta cuestión.
Así soñaba despierto un viajero, mientras que su compañero dormitaba en el margen. De repente el cuerno de un barquero se escuchó resonar de orilla a orilla, avisando de su llegada a la mujer del granjero, con la que iba a cenar, aunque en aquel lugar sólo las ratas almizcleras y los martines pescadores parecían escuchar. Una vez perturbado así el curso de nuestras reflexiones y nuestros sueños, volvimos a levar anclas.
A medida que nos dirigíamos hacia la tarde, la orilla occidental se volvía más baja, o se alejaba un poco más del cauce en algunos lugares, dejando sólo unos cuantos árboles al filo del agua. La orilla oriental, en cambio, se elevaba aquí y allá de manera abrupta, formando colinas arboladas de cincuenta o sesenta pies. El tilo americano (Tilia americana), también llamado tilo blanco, un árbol nuevo para nosotros, colgaba sobre el agua con sus hojas amplias y redondeadas, entremezcladas con racimos de pequeñas bayas duras, pero a las que ya les quedaba poco para madurar, y ofrecía una agradable sombra a estos dos navegantes. La corteza interior de este árbol es el líber, el material de la estera del pescador, y de las cuerdas y las alpargatas de los campesinos, a las que tanto uso dan los rusos, y también de las redes y de un tejido áspero que se usa en algunos lugares. Según los poetas, ésta fue una vez Filira, una de las Oceánides[67]. Dicen que los antiguos usaban su corteza para fabricar los tejados de sus casas, canastos y un tipo de papel que recibía su mismo nombre. También hacían broqueles con su madera, «merced a su flexibilidad, su ligereza y su resistencia[68]». Otrora se usaba mucho para hacer tallas, y aun hoy se demanda para fabricar cajas de resonancia para pianos y paneles para carruajes, amén de dársele otros usos que requieren dureza y flexibilidad. Sus ramas se usan para hacer cestas y cunas, de su savia se obtiene azúcar, y se dice que la miel elaborada de sus flores no tiene igual. En algunos países sus hojas sirven de alimento para el ganado, con sus frutos se elabora una suerte de chocolate, se prepara una medicina con la infusión de sus flores y, por último, el carbón vegetal sacado de su madera es muy preciado como pólvora.
La visión de este árbol nos recuerda que hemos alcanzado una tierra que nos es ajena. Mientras navegábamos bajo aquel baldaquín de hojas veíamos el cielo a través de sus hendiduras y, por así decirlo, también el significado y la idea de ese árbol estampados en un millar de jeroglíficos celestes. El universo está hecho a medida de nuestra organización hasta tal punto que los ojos deambulan y descansan al mismo tiempo. Por doquier hay algo que conforta y revigoriza la vista. Basta mirar hacia la copa de los árboles para ver con qué elegancia la Naturaleza ha acabado su trabajo, para ver cómo las agujas de los pinos ascienden más y más alto, dotando de un hermoso fleco a la tierra. ¿Y quién se pondría a contar las finísimas telarañas que cuelgan y flotan de sus elevadas copas, y las miríadas de insectos que las esquivan? Las hojas tienen más formas que letras tienen todos los alfabetos del mundo reunidos. Sólo en el roble cuesta encontrar dos iguales, y cada una expresa su propio carácter.
En todos sus productos, la Naturaleza desarrolla únicamente sus gérmenes más sencillos. Se diría que la creación de los pájaros no fue un enorme salto de su invención. Puede que, en un principio, el halcón que ahora sobrevuela el bosque no fuese más que una hoja que volaba entre sus árboles. Desde las hojas crujientes pasó, con el transcurso de los años, al vuelo noble y al canto bello del ave.
El Salmon Brook, un afluente del Merrimack, desemboca desde el Oeste, bajo el ferrocarril, milla y media al sur del pueblo de Nashua. Remando nos adentramos lo bastante en las praderas que lo bordean como para conocer su historia piscícola por boca de un recolector de heno que había en la orilla. Nos dijo que la anguila plateada solía abundar en esta región, señalando a algunas nasas sumergidas en la desembocadura. La memoria y la imaginación de este hombre eran fértiles en relatos de pescadores, islas que flotaban en lagunas sin fondo y lagos que se llenaban misteriosamente de peces. Podríamos habernos quedado escuchándolo hasta caer la noche, pero no podíamos permitirnos perder demasiado tiempo en esta rada, con lo que volvimos a salir a nuestro mar. Aunque nunca caminamos por aquellas praderas, sino que nos limitamos a tocar su margen con las manos, aún guardamos un recuerdo agradable de ellas.
Salmon Brook, cuyo nombre se dice que proviene de una traducción del indio, era uno de los lugares favoritos de los nativos. También aquí se instalaron los primeros colonos blancos de Nashua, y aún se pueden ver algunos huecos en el terreno donde se levantaban sus casas, y los restos de antiguos manzanos. A una milla río arriba estaba la casa del viejo John Lovewell, todo un emblema en el ejército de Oliver Cromwell y padre del «famoso capitán Lovewell[69]». Se asentó aquí antes de 1690 y murió en torno a 1754, a la edad de ciento veinte años. Se cree que participó en la famosa Batalla del pantano Narragansett, que tuvo lugar en 1675, antes de venir aquí. Se dice que los indios le perdonaron la vida en sucesivas guerras merced a su amabilidad hacia ellos. Incluso en 1700 ya era tan viejo y cano que su cabellera no valía nada, habida cuenta de que el gobernador francés no ofrecía recompensa por ella. Me detuve en lo que otrora fuese el sótano de su casa, a orillas del pequeño río, y hablé con un hombre cuyo abuelo había —y cuyo padre puede que hubiese— hablado con Lovewell. Durante sus últimos años también tenía aquí un molino, amén de regentar una pequeña tienda. Varias personas que vivieron hasta hace poco lo recordaban como un viejo fuerte que echaba a los niños de su huerto a garrotazos. Pensemos en los triunfos del hombre mortal, y en qué pobres son los trofeos que puede mostrarnos, a saber: ¡podía hacer zapatos sin ayuda de las gafas a los cien años, y segar buenas franjas a los ciento cinco[70]! Se dice que la de Lovewell fue la primera casa a la que la Sra. Dustan llegó durante su huida de los indios. Es probable que en ella naciera y creciese el héroe del Pequawket[71]. No muy lejos de aquí se pueden ver el sótano y la lápida de Joseph Hassell. Tal y como se recuerda en otro lugar, Hassell, su esposa Anna, su hijo Benjamin y Mary Marks «fueron asesinados por nuestros enemigos indios la noche del 2 de septiembre [1691]»[72]. Según observó Gookin en una ocasión anterior: «La fusta india sobre las espaldas inglesas aún no había ejecutado el mandato de Dios[73]». Cerca de su desembocadura, Salmon Brook aún es un río solitario, que serpentea a través de bosques y praderas, mientras que la otrora deshabitada desembocadura del río Nashua resuena ahora con el estruendo de una ciudad industrial.
Un riachuelo proveniente de la laguna Otternic, en Hudson, desemboca en el Merrimack justo después de que lo haga el Salmon Brook, sólo que en el lado opuesto. Desde la orilla había una buena vista del Uncanoonuc, la montaña más destacada de la región, que se elevaba sobre el lado oeste del puente bajo el que pasamos. Poco después dejamos atrás el pueblo de Nashua, a orillas del río homónimo, donde hay un puente cubierto sobre el Merrimack. El río Nashua, uno de los afluentes más grandes, fluye desde el monte Wachusett[74] y cruza Lancaster, Groton y otros pueblos, formando sus famosas praderas cubiertas de olmos. Sin embargo, cerca de su desembocadura está obstruido por cascadas y fábricas, con lo que no nos vimos tentados a explorarlo.
Lejos de aquí, en Lancaster, atravesé una vez junto a otro compañero el extenso valle del río Nashua, sobre el que tantas veces habíamos mirado sin verlo, desde las colinas de Concord, en dirección Oeste, hacia las montañas azules del horizonte. Innumerables ríos, praderas, bosques y casas tranquilas habían yacido escondidos entre nosotros y aquellas Montañas de las Delicias[75] —desde la colina en la carretera de Tyngsborough hay una buena vista de ellas—. Allí donde nuestros jóvenes ojos veían un bosque ininterrumpido, entre dos pinos en el horizonte, yace el valle del Nashua, y este mismo río serpenteaba entonces por su fondo, y entonces, como ahora, mezclaba aquí, en silencio, sus aguas con el Merrimack. Las nubes que flotaban sobre sus praderas, que habían nacido allí y que veíamos a lo lejos, hacia el Oeste, doradas por los rayos del sol poniente, habían adornado miles de cielos vespertinos para nosotros. Sin embargo, era como si el valle estuviese oculto tras una muralla de hierba, y fue durante nuestro viaje a aquellas colinas cuando se nos fue revelando, poco a poco, por primera vez. Tanto en verano como en invierno nuestros ojos se habían posado en el tenue perfil de las montañas, a las que la distancia y la vaguedad les conferían una cierta grandeza que permite entender todas las alusiones de los poetas y los viajeros. Así pues, de pie sobre las colinas de Concord, les expresamos nuestros pensamientos:
Con la fuerza de la frontera os mantenéis firmes,
Con gran satisfacción giráis en derredor,
Silencio tumultuoso como único sonido
Y distantes guarderías de riachuelos sois,
Oh, colinas de Monadnock y Peterborough;
Firme argumento que nunca tiembla,
Rodeando a los filósofos
Como una inmensa flota,
Navegando a través de la lluvia y la cellisca
Del frío invernal y del calor estival;
Aún inmersas en vuestra elevada empresa,
Hasta que encontréis una costa entre los cielos;
Sin merodear junto a la tierra
Con un cargamento de contrabando,
Pues aquellos que se aventuraron hacia vosotras,
Han encargado al Sol que observe
Su honestidad.
Como navíos de línea, todas
Corréis hacia el Oeste,
Escoltando a las nubes,
Agrupadas en vuestras mortajas,
Siempre frente al vendaval,
Con todas las velas desplegadas,
Y un cargamento incalculable de metal.
Me parece sentir desde mi firme asiento
La inconmensurable profundidad de la bodega,
La longitud del timón y el ancho de manga.
Considero un placer malicioso
El ocio occidental en que vivís;
Vuestras cimas son frías y de un frescor azul,
Pues el Tiempo no os da nada que hacer;
Yacéis a vuestras anchas,
Con una fuerza sin dueño
Y una madera virgen y primigenia,
Muy dura para las rodillas, muy flexible para los mástiles;
Material del que están hechas las nuevas tierras,
Que algún día serán nuestras colonias occidentales,
Idóneas para los candeleros de un mundo
Que navega por los mares del espacio.
Mientras nosotros disfrutamos del rayo persistente
Vosotras seguís encumbrando el día por poniente,
Reposando allá, en la granja de Dios,
Como sólidas pilas de heno macizo;
La línea más audaz que jamás fue escrita
Sobre papel alguno por el intelecto humano.
El bosque resplandece como si
Estuviesen encendidas las fogatas enemigas
A lo largo del horizonte,
O las piras funerarias del día
En aquel lugar estuviesen prendidas.
De plata y oro bordadas
Cuelgan las nubes en su campo damasco,
Y tal es la profundidad de la luz ámbar
Que adorna el Oeste,
Donde aún asoman unos pocos rayos,
Que incluso el Cielo parece extravagante.
La colina Watatic
Descansa en el alféizar del horizonte
Como el juguete de un niño despistado,
Y a izquierda y derecha otros bártulos,
Sobre el borde de la tierra, montañas y árboles,
Se erigen como tallados en el aire,
O como las naves que en su refugio
Esperan la brisa matutina.
Me imagino incluso que por vuestros desfiladeros
Se despliega y serpentea el camino hacia los cielos;
Y aún más allá, a pesar de lo escrito en la historia,
Se hallan las edades de oro y de plata;
Con el vendaval violento
Viajan las noticias de los siglos futuros
Y de nuevas dinastías de pensamiento,
Desde vuestro valle más remoto.
Pero sobre todo me acuerdo de ti,
Wachusett, que como yo
Te alzas solitaria, sin compañía.
Tu lejano ojo azul Es un retal de los cielos,
Visto desde el claro o la garganta,
O desde las ventanas de la forja,
Que transforma todo aquello que atraviesa.
Nada es cierto
Si no está entre tú y yo,
Pionero occidental,
Que no conoces remordimiento ni temor,
Guiado por tu espíritu aventurero
Bajo la bóveda de los cielos;
¿Puedes allí desplegarte
Y respirar el suficiente aire?
Incluso allende el Oeste
Emigras,
Hacia rutas más despejadas,
Sin el hacha del peregrino,
Haciendo camino en las alturas
Con la frente bien temperada
Y abriendo un claro en el cielo.
Sostener el azur y contener la tierra
Son tus pasatiempos desde el nacimiento,
Sin apoyarte en nadie,
¡Ojalá pudiera declararme tu digno hermano!
Al final, siguiendo el ejemplo de Rasselas[76] y de otros habitantes de felices valles, decidimos escalar la pared azul que delimitaba el horizonte por Occidente, aunque no sin poner en duda que al otro lado existiese un país de las hadas para nosotros. Sin embargo, relatar nuestras aventuras sería una tarea larga, y no tenemos tiempo esta tarde para remontar con la imaginación este brumoso valle del Nashua y volver a hacer ese peregrinaje. Desde entonces hemos hecho muchas excursiones similares a las principales montañas de Nueva Inglaterra y Nueva York, e incluso nos hemos adentrado más en la naturaleza y hemos pasado noches en la cima de muchas de ellas. Y ahora, cuando volvemos a mirar hacia el Oeste desde nuestras colinas nativas, Wachusett y Monadnock se han vuelto a retirar entre las montañas azules y fabulosas del horizonte, aunque nuestros ojos se posen sobre sus rocas reales, donde otrora montamos nuestra tienda una noche y hervimos gachas de maíz entre las nubes.
En 1724 aún no había ninguna casa al norte de Nashua, sólo campamentos indios desperdigados y espesos bosques entre esta frontera y Canadá. En septiembre de aquel año, dos hombres que habían decidido emprender dedicándose a la fabricación de la trementina en aquella zona —pues ése fue el objetivo de su primera aventura en la naturaleza salvaje— fueron capturados y llevados hasta Canadá por un grupo de treinta indios. Diez habitantes de Dunstable, que salieron en su busca, encontraron los aros de su barril cortados y la trementina desparramada por el suelo. Un habitante de Tyngsborough, que conoció la historia por boca de sus ancestros, me contó que, cuando los indios estaban a punto de romper su barril de trementina, uno de estos cautivos cogió una rama de pino y, blandiéndola, juró con tal firmeza que mataría al primero que lo tocase que los indios se abstuvieron de hacerlo, y cuando por fin el cautivo volvió de Canadá el barril aún estaba allí, en pie. Quizá hubiese más de un barril. En cualquier caso, los exploradores supieron por las marcas de los árboles, hechas con una mezcla de grasa y carbón, que los hombres no habían sido asesinados, sino hechos prisioneros. Uno de los integrantes del grupo, de nombre Farwell, al percatarse de que la trementina no había acabado de derramarse, concluyó que los indios se habían marchado hacía poco, con lo que decidieron ir en su busca de inmediato. Desoyendo el consejo de Farwell y siguiendo directamente su rastro río arriba, el grupo cayó en una emboscada cerca de Thornton’s Ferry, en lo que hoy es el pueblo de Merrimack. Nueve de sus miembros murieron, y sólo uno, Farwell, logró escapar tras una dura persecución. Los hombres de Dunstable salieron a recoger los cuerpos, y volvieron a llevarlos al pueblo para darles sepultura. Casi parecen repetirse las palabras de la balada de Robin Hood:
Llevaron a estos habitantes del bosque a la hermosa Nottingham,
Les excavaron tumbas en el camposanto de su iglesia
Y los sepultaron a todos en fila[77].
Nottingham no es más que el otro lado del río, y no estaban exactamente en fila. En el camposanto de la iglesia de Dunstable puede leerse, bajo el «Memento Mori» y el nombre de uno de ellos, cómo «dejaron la vida», y que:
Este hombre, junto a otros siete que descansan en esta tumba,
fueron asesinados en un mismo día a manos de los indios[78].
Las lápidas de varios miembros de la compañía se erigen alrededor de la fosa común con sus respectivas inscripciones. Ocho fueron enterrados aquí, pero nueve fueron los muertos, según las autoridades más fidedignas[79].
Dulce río, dulce río,
Tus aguas están manchadas de sangre,
Y muchos capitanes valientes y nobles
Pasan flotando junto a los sauces de tu margen.
Junto a tus aguas cristalinas,
Y la brillante arena de tu orilla,
Jefes indios y guerreros cristianos
Libran una batalla fiera y mortífera.
En la History of Dunstable se cuenta que al regreso de Farwell los indios fueron atacados por un nuevo grupo del que les costó mucho defenderse, y perseguidos hasta el río Nashua, junto a cuya desembocadura entablaron batalla. Cuando los indios se marcharon, los cristianos encontraron una cabeza india tallada en un gran árbol junto a la orilla, que acabó dando nombre a esta parte del pueblo de Nashville: la «cabeza del indio». «Un hombre sensato observó», dice Gookin, hablando de la Guerra del Rey Felipe, «que al principio de la guerra los soldados ingleses menospreciaron a los indios, y que muchos se iban jactando de que bastaba un inglés para cazar a diez indios. Muchos pensaban que aquello no sería más que otro Veni, vidi, vici[80]». Sin embargo, podemos concluir ahora que el hombre sensato habría hecho una observación diferente.
Al parecer, Farwell era el único que había estudiado su profesión y comprendía el negocio de la caza de indios. Vivió para luchar en otra ocasión, pues al año siguiente era coronel de Lovewell en Pequawket, pero aquella vez, como ya hemos contado, sus huesos se quedaron en el bosque. Su nombre aún nos recuerda los días crepusculares y las expediciones forestales tras el rastro de los indios, con esa cabellera inalcanzable: un héroe indispensable para Nueva Inglaterra. Tal y como canta el poeta más reciente de la Batalla de Lovewell, un tanto vacilante pero no por ello menos valiente:
Luego la corriente carmesí fluía
Como las aguas del riachuelo
Que brilla intenso, que cae ruidoso,
Por los acantilados de Agiochook[81].
Al oír hablar de estas batallas nos parecen increíbles, y creo que la posterioridad pondrá en duda si tales acontecimientos sucedieron jamás, si los audaces ancestros que colonizaron estas tierras no estaban luchando más bien contra las sombras del bosque, y no contra una raza de hombres del color del cobre. Eran los vapores, fiebres y temblores de los bosques vírgenes. Ahora, el arado sólo desentierra unas pocas puntas de flecha. En la historia oceánica, etrusca o británica no hay nada tan sombrío e irreal.
Es un cementerio de aspecto salvaje y anticuado, cubierto de arbustos, junto al camino, que mira sobre el Merrimack a un cuarto de milla de distancia y está delimitado en un lateral por un caz de molino seco. En él descansan los restos terrenales de los antiguos habitantes de Dunstable. Lo dejamos atrás hará unas tres o cuatro millas. Allí se pueden leer los nombres de Lovewell, Farwell y de muchas otras familias famosas en la guerra contra los indios. Nos percatamos de dos grandes bloques de granito de más de un pie de grosor, escuadrados con rudeza, tumbados en la tierra sobre los restos del primer pastor y su esposa.
Resulta extraordinario que los muertos yazcan bajo lápidas por doquier:
Strata jacent passim suo quæque sub «lapide corpora»…
… que podríamos decir, si la métrica lo permitiese[82]. Cuando la lápida es ligera, meditar junto a ella no oprime el ánimo del viajero. Sin embargo, éstas nos parecieron un tanto paganas, como todos los grandes monumentos situados sobre los cuerpos de los hombres desde los tiempos de las pirámides. Un monumento debería al menos «apuntar a las estrellas[83]», para indicar hacia dónde se ha marchado el espíritu, y no dónde está postrado, como el cuerpo que ha abandonado. Ha habido naciones que no podían hacer otra cosa más que construir tumbas, y ésos son los únicos vestigios que han dejado. Éstas son las naciones paganas. ¿Pero por qué estas lápidas, tan erguidas y enfáticas, como si fuesen puntos de exclamación? ¿Qué fue eso tan extraordinario que vivió y que había bajo ellas? ¿Por qué debería el monumento ser mucho más duradero que la fama que se le ha encomendado perpetuar? ¿Una piedra para un hueso? «Aquí yace», «Aquí yace», ¿por qué no escriben alguna vez «Aquí se erige»? ¿Acaso sólo se pretende hacer un monumento para el cuerpo? «Habiendo llegado al final de su vida natural», ¿no sería más cierto decir: «Habiendo llegado al final de su vida innatural»? El rasgo menos común de un epitafio es la veracidad. Si se escribe la más mínima letra, debería ser tan severamente cierta como la decisión de los tres jueces del inframundo, y no el testimonio parcial de los amigos. Éstos y sus contemporáneos deberían limitarse a ofrecer nombre y fechas, y dejar a la posteridad la tarea de escribir el epitafio.
Aquí yace un hombre honesto,
El contralmirante Van.
Fe, así tienes
Dos en la misma tumba,
Pues en su favor
Aquí también yace el grabador.
La propia fama no es más que un epitafio: igual de tardío, igual de falso, igual de cierto. Pero sólo ésos son los verdaderos epitafios que retoca la Antigua Mortalidad.
Un hombre bien podría rezar para no contaminar o maldecir cualquier porción de naturaleza al ser enterrado en ella. Por lo general, el alma del mejor amigo del fallecido se convierte en un temeroso duendecillo que encanta su tumba, de manera que es mérito de Little John, el famoso secuaz de Robin Hood, y habla bien de su carácter, que la tumba de Robin fuese «célebre desde hace mucho tiempo por ser una excelente piedra de afilar[84]». Confieso que les tengo poco apego a esas colecciones que tienen en las Catacumbas, en el cementerio de Père-Lachaise, en Mount Auburn[85] e incluso en el cementerio de Dunstable. En cualquier caso, sólo su enorme antigüedad puede hacer que los cementerios me parezcan interesantes. No tengo amigos allí. Puede que no sea competente para escribir la poesía de la tumba. El agricultor que ha explotado sus tierras bien podría dejar su cuerpo para que la Naturaleza lo absorbiese, y restaurar en cierta medida su fertilidad. No deberíamos retardar, sino acelerar su economía.
Pronto perdimos de vista el pueblo de Nashua y volvimos a adentrarnos en los bosques, remando lentamente antes de la puesta de sol, buscando un lugar solitario en el que pasar la noche. Unas pocas nubes vespertinas empezaron a reflejarse en el agua, y la superficie sólo se veía rizada aquí y allá a causa de alguna rata almizclera que cruzaba el río. Por fin acampamos cerca del riachuelo de Penichook Brook, en los confines de la actual Nashville, junto a una garganta profunda, en el límite de un pequeño bosque de pinos donde las hojas muertas eran nuestra alfombra y las ramas leonadas se desplegaban sobre nuestras cabezas. Pero pronto el fuego y el humo domesticaron la escena. Las rocas accedieron a ser nuestras paredes y los pinos nuestro techo. La orilla de un bosque era ya el lugar más adecuado para nosotros.
La naturaleza es cercana y preciada para todos los hombres. Incluso las aldeas más antiguas están en deuda con la frontera del bosque salvaje que las rodea, y no tanto con los jardines de los hombres. Existe algo inefablemente bello y estimulante en la imagen del bosque que bordea y, de cuando en cuando, se adentra en los nuevos asentamientos que, como las montañitas de arena de las madrigueras de los zorros, han brotado en el corazón de lo salvaje. La propia verticalidad de los pinos y los arces reafirma la antigua rectitud y el vigor de la naturaleza. Nuestras vidas necesitan el alivio de este fondo de escena, donde crece el pino y el arrendajo aún grita.
Habíamos encontrado un puerto seguro para nuestro bote. El sol se iba poniendo a medida que descargábamos nuestros bártulos y pronto montamos nuestra tienda en la orilla. Mientras el hervidor bullía en la puerta de la tienda, nosotros hablábamos de amigos lejanos y de las visiones que íbamos a contemplar, y nos preguntábamos en qué dirección estaban los distintos pueblos con relación a nosotros. Nuestro cacao no tardó en hervir, dispusimos la comida sobre el arca y alargamos la cena, como los antiguos viajeros, con nuestra conversación. Mientras tanto desplegamos el mapa en el suelo, y leímos en el Diccionario geográfico sobre los primeros pioneros que llegaron aquí y a quienes se les concedió un municipio. Luego, acabada la cena y escrito nuestro diario de viaje, nos envolvimos en las pieles de búfalo y nos tumbamos con la cabeza apoyada sobre los brazos, que hacían de almohada, para escuchar durante un rato los lejanos aullidos de un perro, o los murmullos del río, o del viento, que no se había ido a descansar:
El viento del oeste llegó cargado
Con el ligero estruendo del Pacífico,
Cual cartero vespertino, veloz a la llamada
Del director general de Correos,
Con noticias de California,
De todo lo ocurrido desde la mañana,
Agitando el mundo a través de zarzas y helechos,
Desde aquí hasta el lago Athabasca.
O tal vez estaba en duermevela, soñando con una estrella tenue que brillaba a través de nuestro techo de algodón. A media noche uno podía despertarse con el canto estridente de un grillo sobre su hombro, o con una araña cazadora que pasaba sobre su ojo, y volvía a dormirse con el murmullo de un riachuelo que se abría paso por el fondo de una garganta boscosa y rocosa de los alrededores. Era agradable estar tendidos con la cabeza a ras de hierba, y escuchar ese taller tintineante y siempre bullicioso. Un millar de diminutos artesanos golpeando sus yunques durante toda la noche.
Bien entrada la noche, cuando estábamos ya casi dormidos, escuchamos a algún novato golpear un tambor sin cesar, preparándose para el agrupamiento —como luego sabríamos—, y pensamos en el verso:
Cuando el tambor toca hasta el final de la noche[86].
Le podríamos haber asegurado que su tambor obtendría respuesta, que las tropas se reunirían. No temas, tamborilero nocturno, que también nosotros estaremos allí. Y siguió tocando el tambor, en medio del silencio y la oscuridad. Ese sonido extraviado, de un astro recóndito, siguió llegando de cuando en cuando hasta nuestros oídos, lejano, dulce, lleno de significado, y lo escuchábamos con neutralidad, como si fuese la primera vez que escuchábamos algo. Sin duda se trataba de un tamborilero mediocre, pero su música nos regaló una hora de placer impagable, y nos sentíamos en el momento justo y en el lugar adecuado. Aquellos sencillos sonidos nos vinculaban a las estrellas. Ay, había en ellos una lógica tan convincente que ni siquiera la combinación de todos los intelectos humanos podría hacerme dudar un ápice de sus conclusiones. Detengo mi habitual flujo de pensamiento, como si de repente el arado se hubiese adentrado en el surco hasta atravesar la corteza terrestre. ¿Cómo puedo continuar, si acabo de atravesar este tragaluz sin fondo en la ciénaga de mi vida? De repente el viejo Tiempo me guiñó el ojo —ah, qué bien me conoces, granuja—, y supe que Él estaba bien. Este viejo universo tiene una salud tan férrea que no me cabe la menor duda de que jamás morirá. Curaos a vosotros mismos, doctores, por Dios, ¡yo estoy vivo!
Entonces el ocioso Tiempo echó a correr sin rumbo
Y me dejó a solas con la Eternidad;
Ahora escucho allende el alcance del sonido,
Veo allende los límites de la vista.
Veo, huelo, saboreo, escucho, siento ese Algo eterno al que todos estamos vinculados, a la vez nuestro creador, nuestra casa, nuestro destino, nuestro propio Yo. La única verdad histórica, el acontecimiento más extraordinario que puede convertirse en el sujeto nítido e inesperado de nuestro pensamiento, la gloria real del universo, el único hecho que un ser humano no puede evitar reconocer, ni olvidar, ni dejar de lado.
Él desvela mis secretos
A todos, dejándome a solas en la multitud.
He visto cómo se asentaron los cimientos del mundo y no tengo la menor duda de que permanecerán en pie un buen rato.
Ésta es mi hora natal,
Ahora estoy en la flor de la vida.
No pondré en duda el amor inmenso
Que me cortejó de joven, que me corteja de viejo,
Y que me ha traído hasta esta noche.
¿Qué son los oídos? ¿Qué es el Tiempo? ¿Por qué esta serie concreta de sonidos llamada acorde musical, un ejército invisible y mágico que nunca barrió el rocío de ninguna pradera, puede descender a través de los siglos desde Homero hasta mí, y por qué éste pudo conocer el mismo encanto aéreo y misterioso que ahora estremece mis oídos? ¡Qué delicada comunicación entre épocas de los pensamientos más bellos y nobles, de las ambiciones de los hombres antiguos, incluso de aquellas que nunca fueron pronunciadas en un discurso; la música! Es la flor del lenguaje, el pensamiento colorido y curvado, fluido y flexible, cuya fuente de cristal está tintada por los rayos del sol y cuyas ondas vibrantes reflejan la hierba y las nubes. Un acorde musical me recuerda a un pasaje de los Vedas, y lo asocio con la idea de lo infinitamente lejano, la belleza y la serenidad, pues para los sentidos aquello que está más lejos de nosotros es lo que le habla a lo más profundo de nosotros mismos. Nos enseña una y otra vez a confiar en el instinto más remoto y delicado, que es el divino, y convierte en un sueño nuestra única experiencia real. Sentimos una alegre melancolía al escucharlo, quizá porque nosotros, que escuchamos, no somos uno con lo que está siendo escuchado.
Por eso se escucha un profundo torrente de tristeza
Fluir a través de los acordes de tu triunfo[87].
La tristeza es la nuestra. El poeta indio Kalidás dice en la Shakuntalá: «Puede que la tristeza que sienten los hombres al ver figuras bellas y escuchar dulces melodías nazca de un débil recuerdo de alegrías pasadas, y de los vestigios de un vínculo con un estado de existencia anterior[88]». Al igual que el pulido expresa la vena en el mármol, y la fibra en la madera, también la música saca a la luz todos los elementos heroicos que se esconden en cualquier lugar. El héroe es el único patrón de la música. El soldado estaría encantado de imitar con tambor y trompeta esa armonía que existe de manera natural entre el espíritu del héroe y el universo. Cuando estamos sanos todo nos suena a pífano y tambor. Escuchamos las notas de la música en el aire, o captamos su eco desvaneciéndose cuando nos despertamos al amanecer. Al desfilar, el latido del héroe bate al unísono con el latido de la Naturaleza, y éste marcha al ritmo del universo: es entonces cuando se encuentra el verdadero valor y la fuerza invencible.
Plutarco dice que «Platón piensa que los dioses no les dieron a los hombres la música, la ciencia de la melodía y la armonía para su mero deleite o para estimular sus oídos. Cree, antes bien, que los elementos discordantes y el bello tejido del alma —así como la parte de ésta que merodea alrededor del cuerpo y muchas veces, a falta de melodía y aire, estalla en numerosas extravagancias y excesos— podrían ser reunidos con dulzura e ingeniosamente ensamblados hasta recuperar su armonía y acuerdo originales[89]».
La música es el sonido promulgado por las leyes universales. Es la única melodía segura, y en ella hay acordes que superan con mucho la fe de cualquier hombre en la nobleza de su destino. Tenemos que aprender aquellas cosas para las que merece la pena tomarse el tiempo de aprenderlas. En el pasado, escuché estos
RUMORES DE UN ARPA EÓLICA
Hay un valle que nadie ha visto,
Donde el hombre nunca ha puesto pie,
Mientras que aquí vive con esfuerzo y se enfrenta a
Una vida inquieta y pecaminosa.
Allí nace toda la virtud,
Luego desciende sobre la tierra,
Y hasta allí vuelven todos los actos
Que arden en su generoso seno.
Allí el amor es cálido, y la juventud es joven,
Y la poesía aún está por cantar,
Pues la Virtud sigue aventurándose en él,
Y respira libremente su aire natal.
Y si prestas oído,
Aún puedes escuchar su sonido vespertino,
Y las pisadas de hombres de gran alma
Que comparten sus reflexiones con el cielo.
Según Jámblico, «Pitágoras no se procuró algo así mediante instrumentos o a través de la voz, sino que, empleando una divinidad inefable, difícil de aprehender, extendió sus oídos y concentró su intelecto en las sinfonías sublimes del mundo. Fue, al parecer, el único en escuchar y comprender la armonía universal y la consonancia de las estrellas y los planetas que se mueven a través de ellas, produciendo una melodía más completa e intensa que cualquiera de las producidas con sonidos mortales[90]».
Una mañana caminaba tempranísimo a unas veinte millas al este de aquí, desde la taberna de Caleb Harriman, en Hampstead, en dirección a Haverhill. Cuando llegué al ferrocarril de Plaistow, escuché a una cierta distancia una débil música flotando en el aire, como si de un arpa eólica se tratase. Inmediatamente sospeché que procedía del cable del telégrafo, que vibraba en el incipiente viento matutino, y al pegar la oreja a uno de los postes pude cerciorarme. Era el arpa del telégrafo, que tocaba su mensaje a través del país, un mensaje que no enviaban los hombres, sino los dioses. Puede que, al igual que la estatua de Memnón, resuene sólo por las mañanas, cuando la bañan los primeros rayos de sol. Fue como la primera lira o caracola escuchada a orillas del mar, una cuerda vibrando en el aire, muy por encima de las costas de la tierra. De igual manera tienen todas las cosas sus usos más elevados y más bajos. Escuché una noticia más bella que la que cualquier periódico podrá imprimir jamás. Hablaba de cosas que merecía la pena escuchar, que a la corriente eléctrica le merecía la pena transportar. No hablaba del precio del algodón y de la harina, sino que se refería al precio del mundo mismo y de las cosas que no lo tienen, de una verdad y una belleza absolutas.
El tambor seguía tocando, e infundió en nuestra sangre un vigor renovado aquella noche. El sonido del clarín y el chasquido metálico de las corazas y los broqueles se escuchaban desde las muchas aldeas del alma, donde numerosos caballeros cogían sus armas, preparándose para la lucha frente al campamento de las estrellas.
En cada vanguardia
Se abren paso los caballeros etéreos, avanzando con sus lanzas
Hasta que las legiones más sólidas se cierran; con las hazañas de las armas
A ambos lados del empíreo arde el firmamento[91].
¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
No has logrado mantener tu secreto,
Esperaré a ese día lejano,
A esas tierras de las que hablas.
¿No le quedan horas libres al tiempo para
Estas acciones que tú practicas?
¿No es la eternidad un arrendamiento
Para acciones mejores que los versos?
Es hermoso oír hablar de héroes muertos,
Saberlos aún vivos,
Pero todavía es mejor seguir sus pasos
Y que ellos vivan en nosotros.
Nuestra vida debería nutrir las fuentes de la fama
Con una corriente perenne,
Como nutren al océano los manantiales murmurantes
Que encuentran en él su tumba.
Cielos, gotead suavemente sobre mi pecho,
Y sed mi coraza azul;
Tierra, recibe mi lanza en reposo,
Mi fiel caballo de guerra.
Vosotras, estrellas, sois en el cielo
Mis puntas de lanza y de flecha;
Veo huir al enemigo en desbandada,
Mis brillantes lanzas siguen en su sitio.
Dadme un ángel por enemigo,
Fijad ahora el lugar y la fecha,
E iré directo a su encuentro
Al otro lado del carillón estrellado.
Y con el estruendo metálico de nuestros broqueles
Sonarán los planetas celestiales,
Mientras brillan las estrellas del Norte
Colgando junto a nuestro duelo.
Y si pierde a su campeón verdadero
Decidle al Cielo que no desespere,
Pues yo seré su campeón nuevo,
Y me encargaré de reparar su fama.
Aquella noche sopló un viento fuerte, del que luego supimos que había sido aún más violento en otros lugares, causando grandes estragos en tal o cual maizal. Sin embargo, nosotros sólo lo escuchábamos suspirar de cuando en cuando, como si no tuviese permiso para sacudir la lona de nuestra tienda. Los pinos murmuraban, el agua ondeaba y la tienda se balanceó ligeramente, pero nos limitamos a pegar aún más las orejas contra el suelo, mientras el estruendo se marchaba a alarmar a otros hombres, y mucho antes del amanecer, como de costumbre, estábamos listos para reanudar nuestro viaje.