MIÉRCOLES
El hombre es el enemigo y el destino del hombre.
Charles Cotton, «The World»
Aquella mañana temprano, mientras enrollábamos las pieles de búfalo y cargábamos el bote bajo el rocío, con las brasas aún humeantes, los canteros que trabajaban en las esclusas, y a quienes habíamos visto cruzar el río en su bote la noche anterior, mientras examinábamos la roca, se toparon con nosotros yendo al trabajo, pues habíamos instalado nuestra tienda justo en el camino hacia su bote. Ésta fue la única vez que alguien nos vio en nuestros sucesivos campamentos. Así pues, lejos de los caminos transitados y el polvo y el estruendo del viaje, observábamos el paisaje de forma tranquila y libre, a nuestro antojo. Hay senderos que hieren ligeramente a la Naturaleza, y hacen que el viajero la observe fijamente. En cambio, el río atraviesa sigilosamente el paisaje, sin intrusión, creándolo y adornándolo en silencio, y es igual de libre que el céfiro para ir y venir.
Mientras nos alejábamos remando de esta costa rocosa, antes del amanecer, el pequeño avetorillo, el genio de la orilla[1], se entretenía en el margen, acaso explorando el barro en busca de comida, sin apartar un ojo de nosotros, por más que siguiese trabajando; o bien corría sobre las piedras húmedas, como un náufrago con su chubasquero, buscando pecios de caracoles y berberechos. Helo ahí marchándose ahora, con un vuelo renqueante, sin saber dónde se posará, hasta que una vara de arena clara entre los alisos tiente a sus patas. Y ahora, nuestra llegada inminente le obliga a buscar un nuevo retiro. Es un pájaro de la antigua escuela talesiana, y sin duda cree en la prioridad del agua sobre el resto de elementos; una reliquia de una era crepuscular y antediluviana que aún habita estos radiantes ríos americanos junto a nosotros, los yanquis. Hay algo venerable en esta raza de pájaros melancólica y contemplativa, que quizá caminaba ya sobre la tierra cuando aún estaba en un estado limoso e imperfecto. Puede que también sus huellas se puedan ver todavía en las piedras. Aún se entretiene en nuestros veranos resplandecientes, soportando valiente su destino, sin la simpatía del hombre, como si esperase una segunda venida de la que él no está seguro. Uno se pregunta si, mediante su reflexión paciente junto a rocas y cabos arenosos, no habrá despojado ya a la Naturaleza de todos sus secretos. ¡Qué rica experiencia debe de haber adquirido, apoyado sobre una pata y observando durante tanto tiempo, desde sus ojos sin brillo, el sol y la lluvia, la luna y las estrellas! ¡Cuántas cosas podría contarnos sobre aguas estancadas y juncos y nieblas nocturnas frías y húmedas! Merecería la pena tomarse el tiempo para observar de cerca esos ojos apagados, amarillentos, verdosos, que han estado abiertos y han visto durante esas horas, en esas soledades. Creo que mi propia alma tiene que ser de un verde vivo e imperceptible. He visto a estos pájaros en grupos de media docena, en las aguas más bajas, junto a la orilla, con los picos clavados en el barro del fondo, en busca de comida, con la cabeza completamente escondida, con el cuello y el cuerpo formando un arco sobre el agua.
Cohas Brook, el desagüe del lago Massabesic —que está a cinco o seis millas de distancia, ocupa una extensión de mil quinientos acres y es la masa de agua fresca más grande de todo el condado de Rockingham—, desemboca en el margen este del Merrimack, cerca de aquí. Mientras remábamos entre Manchester y Bedford, muy temprano, pasamos junto a un transbordador y franqueamos otras cataratas, las Goff’s Falls, que los indios llamaban Cohasset, donde hay una aldea y un hermoso islote verde en medio del río. Desde Bedford y Merrimack se embarcaron los ladrillos con los que está hecha Lowell. Hará unos veinte años, o así nos contaron, un tal Moore, de Bedford, que tenía arcilla en su granja, firmó un contrato para proveer con ocho millones de ladrillos en dos años a los fundadores de la ciudad. Cumplió lo pactado en un año, y desde entonces los ladrillos han sido la principal exportación desde estos pueblos. Los granjeros encontraron así un mercado para su madera: una vez descargado un cargamento en los hornos, podían transportar de vuelta otra carga de ladrillos hasta la orilla, y así concluían una jornada de trabajo rentable. De este modo, todas las partes salían beneficiadas. Merecía la pena ver el lugar donde Lowell había sido «desenterrada[2]». De la misma manera, Manchester está construida con ladrillos fabricados en un punto del río aún más al Norte, en Hooksett.
En este margen del Merrimack, cerca de Gofff’s Falls, en lo que es ahora el pueblo de Bedford, famoso «por su lúpulo y por sus bellas manufacturas domésticas[3]», pueden verse las tumbas de los nativos. La tierra aún conserva aquí esta cicatriz, y el tiempo se encarga de desmigajar poco a poco los huesos de una raza. En cambio, todas las primaveras, sin excepción, desde que aquéllos pescasen y cazasen aquí por primera vez, el cuitlacoche rojizo ha pregonado la mañana desde la rama de un abedul o un aliso, y la raza inmortal de pájaros rojos sigue haciendo crujir con sus pasitos la hierba marchita. Sin embargo, estos huesos no crujen. Estos elementos en estado de descomposición se preparan lentamente para otra metamorfosis, para servir a nuevos maestros, y lo que fue la voluntad de los indios será pronto el vigor del hombre blanco.
Supimos que Bedford ya no era tan famosa como antes por su lúpulo, pues el precio está fluctuando y ahora los postes en los que se planta escasean. Así y con todo, si el viajero se aleja unas pocas millas del río, los hornos para el secado del lúpulo aún despertarán su curiosidad.
Aquella mañana nuestro viaje transcurrió con pocos incidentes, aunque el río era ahora más rocoso y las cataratas más frecuentes que antes. Después de remar incesantemente durante muchas horas, atravesar las esclusas de algún lugar retirado por nuestra cuenta era un cambio agradable —por lo general no había un esclusero en los alrededores—: uno se quedaba sentado en el bote, mientras que el otro, a veces con gran esfuerzo, abría y cerraba las compuertas, esperando pacientemente hasta que las esclusas se llenasen. Ni una vez usamos las ruedas de las que habíamos dotado al bote. Aprovechando la fuerza de los remolinos, a veces flotábamos hasta las esclusas, casi llegando a las mismas cataratas; y, por la misma razón, cualquier madero flotante era arrastrado en círculos y absorbido por los rápidos antes de marcharse al fin río abajo. Estas antiguas estructuras grises, con sus brazos tranquilos extendidos sobre el río y bañados por el sol, parecían elementos naturales en medio del paisaje, y el martín pescador y el zarapito se posaban sobre ellas como si de un palo o una roca se tratase.
Seguimos remontando el río, remando plácidamente durante varias horas, hasta que el sol hubo alcanzado su cénit, con nuestros pensamientos marcando monótonamente el ritmo a nuestros remos. Lo único que variaba en el exterior eran el río y las orillas, que se alejaban o se acercaban, una vista que se abría y se cerraba continuamente ante nosotros, sentados de espaldas a la corriente. En el interior fluían los pensamientos que las Musas nos prestaban a regañadientes. Siempre pasábamos junto a orillas bajas seductoras, o márgenes cubiertos por plantas colgantes, en los que, sin embargo, nunca desembarcamos.
Que así de cerca veíamos
El paisaje de nuestra vida.
Podía verse cuánto tiempo llevaban los hombres regentando la tierra. El río más pequeño es un mar mediterráneo, un pequeño arroyo oceánico encerrado entre tierras, donde los hombres pueden navegar sin apartarse de los límites de sus granjas y a la luz de sus moradas. De no ser por los geógrafos, difícilmente habría sabido jamás qué enorme porción de nuestro planeta es agua: así de profunda es la ensenada donde he pasado la mayor parte de mi vida. Sin embargo, a veces me he aventurado hasta llegar a la desembocadura de mi Snug Harbor. Desde un antiguo fuerte en ruinas de Staten Island, he disfrutado observando durante todo un día alguna nave cuyo nombre había leído por la mañana a través del cristal del telégrafo, cuando se acercó por primera vez a tierra, con su casco elevándose y brillando bajo el sol. Desde el momento en que el piloto y los botes con periodistas más intrépidos habían ido a su encuentro, tras doblar el cabo, enfilar el estrecho canal y llegar a la amplia bahía exterior, hasta que embarcaba en ella el funcionario de la salud pública, y hacía su parada de cuarentena, o proseguía su incontestable camino hasta los muelles de Nueva York. También era interesante ver a los periodistas menos atrevidos, que abordaban la nave cuando ya había pasado el estrecho[4], desafiando las leyes de la peste, amarrando sus pequeños botes al mastodóntico lateral, escalando y desapareciendo en el casco. Y luego podía imaginarme la trascendente noticia que el capitán les daba, y que ningún americano había escuchado hasta entonces: que Asia, África, Europa, todas se habían hundido. Así que al final el periodista paga el precio, y lo vemos descender por el lateral del barco con su fardo de periódicos europeos, aunque no por el mismo punto por el que subió, pues estos recién llegados no se quedan quietos ante los cotilleos, y alejarse con golpes de remo decididos, listo para vender su mercancía al mejor postor, con lo que dentro de poco leeremos algún titular sorprendente: «Últimas noticias: en el barco proveniente de…». Un domingo observé, desde una colina interior, la larga procesión de naves que se echaban a la mar, zarpando desde los muelles de la ciudad, atravesando el estrecho, doblando el cabo y entrando en la corriente marina. Las observaba hasta donde me alcanzaba la vista, con su marcha constante y sus velas de seda, esperando tener viajes afortunados. Sin embargo, no cabe duda, siempre había alguna destinada a acabar en el cofre de Davy Jones, a no regresar nunca a estas costas. Y también, en la tarde de algún día agradable, me divertía contando las velas que podía divisar: el sol poniente iba sacando más y más a la luz, cada vez más lejos en el horizonte, con lo que la última suma siempre era la mayor. Hasta que, cuando ya los rayos despuntaban desde el mar, el primer número se había doblado o triplicado, aunque ya no podía clasificarlos según los diferentes tipos de naves, barcas, veleros, goletas y balandras, sino que la mayoría no eran más que genéricas y vagas embarcaciones. Y luego la luz templada del crepúsculo revelaba, acaso, la casa flotante de algún marinero cuyos pensamientos ya se habían apartado de esta costa americana y estaban dirigidos a la Europa de nuestros sueños. También estaba sobre esa misma colina cuando una tormenta, que bajaba desde Catskills y Highlands, pasó sobre la isla, inundando la tierra. Y luego, cuando de repente volvió a dejarnos bajo la luz del sol, la vi adelantar uno a uno, con su enorme sombra y su oscura muralla de lluvia, a los barcos de la bahía. De repente sus velas brillantes colgaban oscuras, como los laterales de un granero, y parecían encoger ante la tormenta. Mientras que aún más lejos, en el océano, brillaban a través del oscuro velo las resplandecientes velas de aquellos barcos a los que la tormenta aún no había alcanzado. Y a medianoche, cuando ya todo en derredor era oscuridad, vi un campo de luz trémula y plateada en el mar lejano, el reflejo de la luz de la luna que manaba desde el océano, como si llegase desde el otro lado de los límites de nuestra noche, donde la luna atravesaba un cielo sin nubes, y a veces un puntito oscuro en medio, algún barco afortunado que proseguía su feliz viaje durante las horas nocturnas.
Pero para nosotros, marineros fluviales, el sol nunca surgía desde detrás de las olas del océano, sino de alguna arboleda verde, y se ponía tras la silueta de alguna montaña oscura. También nosotros éramos moradores de la orilla, como el avetoro matutino. También nosotros buscábamos pecios de caracoles y berberechos. Sin embargo, nos alegraba conocer la mejor y más bella de las orillas.
Mi vida es como un paseo por la playa,
En el mismo límite del borde del océano,
A veces mis pasos lentos penetran en sus olas,
Y otras soy yo quien les dejo inundarme.
Mi única ocupación, meticulosa tarea,
Colocar mi botín fuera del alcance de la marea:
Cada concha excepcional, cada guijarro moldeado,
Que pone en mis manos el océano amable.
Son pocos mis compañeros en la orilla,
Que desprecian esta arena y navegan por el mar,
Aunque a veces pienso que, para mí,
Es más fácil conocer su océano desde aquí.
El mar abierto no tiene algas carmesí,
Sus grandes olas no dejan perlas a la vista,
Desde la costa le tomo el pulso con mi mano,
Mientras converso con una gran tripulación naufragada.
Las pequeñas casas esparcidas a lo largo del río a intervalos de una milla o más solían estar fuera de nuestra vista, pero a veces, cuando remábamos junto a la orilla, escuchábamos el verso irritado de una gallina, u otro tenue sonido doméstico, que delataba su presencia. Las casas de los escluseros estaban particularmente bien simadas, en lugares retirados y altos, siempre junto a cascadas o rápidos, con las vistas del río más bellas y amplias —pues es justo antes de las cataratas donde el río suele ser más ancho, más parecido a un lago—, y desde allí esperan la llegada de los botes. Estas moradas humildes, sencillas y sinceras, donde el fuego del hogar seguía siendo la parte esencial, agradaban más a nuestros ojos de lo que lo habrían hecho de ser palacios o castillos. Como ya hemos dicho, de cuando en cuando, durante las horas de más calor de estos días, escalábamos los márgenes y nos acercábamos a alguna de estas casas para beber un vaso de agua y conocer a sus habitantes. Allí, en lo alto del margen frondoso, rodeadas por lo general de un pequeño huerto con maíz y judías, calabacines y melones, a veces una bonita parcela con lúpulo y una parra sobre las ventanas, parecían colmenas instaladas para recoger miel durante el verano. No he leído sobre ninguna vida arcadia que supere la opulencia y la serenidad de estos hogares de Nueva Inglaterra. A juzgar al menos por su dorado aspecto exterior, están sin duda en una Edad de Oro. A medida que te acercas a la puerta soleada, despertando al eco con tus pasos, sigues sin escuchar ruidos que salgan desde estas barracas de reposo, y temes que hasta el golpe más suave a la puerta les parezca grosero a estos soñadores orientales. Quizá nos abra una mujer yanqui e hindú, cuya hospitalidad queda, pero sincera, que mana de las profundidades insondables de una naturaleza tranquila, ha viajado hasta el extremo opuesto, y sólo teme imponernos su amabilidad. Pasas por el suelo recién fregado hasta llegar al brillante «vestidor» de puntillas, como si temieses perturbar las devociones del hogar —pues las dinastías orientales parecen haberse desvanecido desde que se pusiera aquí la mesa por última vez—, y luego llegas al frecuentado pozo, en cuyo fondo ves tu cara sin afeitar, que ya habías olvidado, en yuxtaposición con la mantequilla recién hecha y la trucha que nada en el agua. «¿No querrá usted un poco de melaza y jengibre?», sugiere la tenue voz del mediodía. A veces encontramos allí sentado al hermano marinero, representante de la casa, que sólo sabe lo lejos que queda el puerto más cercano, no conoce más distancias, el resto no son más que mares y cabos lejanos. Jugando con un perro, o meciendo a un gatito en unos brazos estirados por las jarcias y los remos, que lucharon contra Bóreas[5] y los vientos alisios, mira al extranjero, un tanto complacido, un tanto sorprendido, con ojo de marino, como si fuese un delfín a distancia de red. Los hombres acabarían creyéndolo, sua si bona nôrint[6]: no hay valle del Tempe más sereno, no hay vidas más poéticas y arcadlas de las que pueden vivirse en estas casas de Nueva Inglaterra. Pensamos que, durante el día, sus habitantes se ocuparían de cuidar de las flores y del ganado, y que, durante la noche, como los pastores de la Antigüedad, se reunirían en las orillas del río para ponerle nombre a las estrellas.
Ese mediodía pasamos junto a una isla grande y muy arbolada, situada entre las cascadas de Short’s Falls y Griffith’s Falls. Era la más bella con la que nos habíamos cruzado, y tenía un bonito bosquecillo de olmos en la punta. De haber sido más tarde habríamos acampado allí gustosos. Poco más adelante pasamos junto a una o dos islas más. Los barqueros nos dijeron que no hacía mucho la corriente había provocado importantes cambios allí. Una isla siempre constituye un placer para mi imaginación, incluso la más pequeña, como el pequeño continente y la parte integrante del planeta que es. Tengo el capricho de construirme una cabaña en una. Incluso una isla desnuda y herbosa, que puedo ver en su totalidad de un vistazo, tiene para mí un encanto indefinido y misterioso. Suele haber islas así en el punto de encuentro de dos ríos, cuyas corrientes arrastran y depositan sus arenas en el remolino que se forma en su confluencia, como si fuese el útero de un continente. ¡Con qué delicada e inverosímil contribución se forma cada isla! ¡Qué gran hazaña realiza la Naturaleza al poner los cimientos y construir el futuro continente, a base de arenas doradas y plateadas y vestigios de los bosques, con un ajetreo formicante! Píndaro ofrece el siguiente relato del origen de Tera, donde, mucho tiempo después, Bato[7] fundaría la Cirene libia. Tritón, encarnado en Eurípilo, obsequia con una porción de tierra a Eufemo, uno de los argonautas, cuando están a punto de volver a casa.
Sabía de nuestra prisa,
Y cogiendo expedito un puñado de tierra
Con su mano derecha, se lo entregó
Cual regalo al azar al extranjero.
El héroe no lo ignoró, saltó a la orilla,
Y estrechándole la mano
Recibió la tierra mística.
Pero la escucha ahora caer desde la cubierta,
Mezclándose con la sal
Por la noche, acompañando a las aguas del mar.
Más de una vez urgí a los descuidados
Sirvientes para que la cuidasen, mas se olvidaron.
Y ahora, en esta isla, la semilla inmortal de la vasta Libia
Se derrama antes de su hora.
Otro mito hermoso, también contado por Píndaro, narra cómo Helio, el Sol, miró un día hacia el mar —acaso cuando sus rayos se reflejaron por primera vez sobre un banco de arena brillante y en expansión—, y vio la bonita y fructífera isla de Rodas
Brotar desde el fondo del mar,
Capaz de alimentar a muchos hombres, ideal para los rebaños;
Y, tras el consentimiento de Zeus,
La isla surgió de entre las Aguas;
Y ahora pertenece al Padre creador de rayos penetrantes,
Señor de los caballos con aliento de fuego[8].
¡Las islas móviles! ¡¿Quién no querría que su casa estuviese asediada por ese enemigo?! El habitante de una isla puede decir qué corrientes formaron el suelo que cultiva, y su tierra aún está siendo creada o destruida. Quizá ahí, ante su puerta, siga desembocando el río que hace años trajo hasta aquí el material para su granja, y que sigue trayéndolo o erosionándolo —¡ese elegante, tierno ladrón!—.
Poco después vimos el Piscataquog, o «río del agua brillante», desembocar a nuestra izquierda, y escuchamos las cataratas de Amoskeag Falls, más arriba. Según el Diccionario geográfico, cada año seguían bajándose grandes cantidades de madera por el Piscataquog hasta el Merrimack, y el río también cuenta con muchos lugares idóneos para molinos. Justo después de la desembocadura, pasamos junto a las cataratas artificiales donde los canales de la Manchester Manufacturing Company se vacían en el Merrimack. Son lo bastante impactantes como para tener un nombre y, si estuviesen en el paisaje de las cataratas Bash Bish, la gente vendría de todos los rincones para visitarlas. El agua cae desde treinta o cuarenta pies a lo largo de seis o siete terrazas de piedra empinadas y estrechas, probablemente para atenuar su potencia, y se convierte en una masa espumosa. Esta agua de canal no parecía inadecuada para el uso que se le daba, pero espumaba y se enfurecía con la misma pureza, y formaba un estrépito tan salvaje e impresionante, como un torrente de montaña. A pesar de brotar desde debajo de una fábrica, pudimos ver allí un arco iris.
Éstas son ahora las cataratas de Amoskeag Falls, que se han desplazado una milla río abajo. Sin embargo, no nos entretuvimos en examinarlas con detalle, pues nos apresuramos en dejar atrás el pueblo, que allí se congregaba, para silenciar en nuestros oídos el martillo que ponía los cimientos de otra Lowell en las orillas. En el momento de nuestro viaje, Manchester era un pueblo de unos dos mil habitantes, en el que nos detuvimos un momento para obtener algo de agua fresca, y donde un habitante nos dijo que él acostumbraba a ir a Goffstown, al otro lado del río, para coger agua. Pero ahora, según me han dicho, y como en efecto he podido comprobar, cuenta con catorce mil habitantes. Desde una colina que hay en la carretera entre Goffstown y Hooksett, a cuatro millas de distancia, vi pasar una tormenta, y luego al sol abrirse paso y brillar sobre la ciudad erigida donde, nueve años antes, había desembarcado en los campos. Allí ondeaba la bandera de su museo, donde se podía ver «el único esqueleto perfecto de una ballena de Groenlandia en todos los Estados Unidos[9]», y en su directorio también leí sobre un «Ateneo y Galería de Bellas Artes de Manchester».
Según el Diccionario geográfico, la caída de las Amoskeag Falls, las más importantes del Merrimack, es de cincuenta y cuatro pies en media milla. Las franqueamos sin ayuda y en medio de un gran bullicio, superando los sucesivos saltos de agua de esta escalera lluvial, bajo las divertidas miradas de una multitud de aldeanos, que veían cómo saltábamos al canal para evitar que nuestro bote acabase malparado, y tragando una buena cantidad de agua durante la faena. Se dice que Amoskeag, o Namaskeak, significa «gran lugar para la pesca». Aquí cerca era donde vivía el sachem Wannalancet, y la tradición dice que su tribu, cuando estaba en guerra con los mohawks, ocultaba sus provisiones en las cavidades de las rocas de la parte superior de estas cataratas. Los indios que afirmaban «que Dios las había tallado al efecto», comprendieron su origen y su uso mejor que la Royal Society, que en sus Transactions, escritas en el siglo pasado, hablaban de estas mismas cavidades diciendo que «parecían, simple y llanamente, artificiales[10]». Estas «marmitas de gigante» pueden verse también en la Stone Flume de este mismo río, en el río Ottawa, en las cataratas de Bellows Falls del río Connecticut, en las rocas de caliza de las cataratas de Shelburne Falls del río Deerfield, en Massachusetts, y más o menos en lo alto de cualquier catarata. Puede que uno de los accidentes naturales más notables de este tipo en Nueva Inglaterra sea la famosa cuenca del Pemigewasset, una de las cabeceras del Merrimack, de entre veinte y treinta pies de ancho y una profundidad proporcional, un borde suave y redondeado, y un agua fresca, diáfana y verdosa. En Amoskeag el río se divide en muchos torrentes separados y riachuelos que discurren por entre las rocas, y el drenaje de los canales reduce tanto su volumen que el agua no cubre todo su cauce. En este punto hay una isla rocosa con numerosas marmitas de gigante que se inundan con las crecidas del río. Al igual que en Shelburne Falls, donde las vi por primera vez, tienen entre uno y cuatro o cinco pies de diámetro y otros tantos de profundidad, y son perfectamente redondas y regulares, con bordes curvados y suaves, como cálices. Su origen resulta evidente hasta para el más desatento de los observadores: una piedra arrastrada por el río se encuentra con un obstáculo y empieza a girar sobre sí misma en el punto donde se queda estancada, hundiéndose poco a poco, más y más, con el paso de los siglos, en la roca. Con las nuevas crecidas llega la ayuda de nuevas rocas, que quedan atrapadas y condenadas a girar allí durante un periodo indefinido, cumpliendo una suerte de penitencia, como la de Sísifo, por sus pecados rocosos, hasta que se desgastan o logran escapar atravesando el fondo de su prisión, o hasta que quedan liberadas por alguna revolución de la naturaleza. Allí yacen piedras de varios tamaños, desde guijarros hasta rocas de uno o dos pies de diámetro. Algunas de ellas sólo descansan de su trabajo desde la pasada primavera, y otras, aún más arriba, llevan años tranquilas y secas —llegamos a ver piedras a dieciséis pies del nivel actual del agua—, mientras que otras siguen girando y no encuentran descanso en ninguna estación. En un caso, en Shelburne Falls, han conseguido atravesar toda la roca, con lo que una parte del río se cuela por ahí, adelantándose a la cascada. En Amoskeag, algunas de estas marmitas, de una arenisca marrón durísima, tenían alojada una piedra alargada y cilindrica, del mismo material, que encajaba holgadamente. En una de ellas, de quince pies de profundidad y siete u ocho de diámetro, que casi había atravesado toda la piedra hasta llegar al agua, había una enorme roca del mismo material, suave, aunque de forma irregular. Por doquier se veían los restos o los vestigios de una cavidad en la roca. Las conchas rocosas de los remolinos. Como si a fuerza de ejemplos y por conmiseración, después de tantas lecciones, las rocas, el material más duro, se esforzasen por girar o fluir con la forma del más líquido. Las mejores herramientas para trabajar la piedra no son de cobre o acero, sino las dulces caricias del aire y el agua, que trabajan a su antojo, con todo el tiempo del mundo.
Algunas de estas cuencas llevaban formándose desde tiempos inmemoriales, pero había otras que incluso debieron de formarse en un periodo geológico anterior. Cuando, en 1822, se amplió la profundidad del Canal Pawtucket, los trabajadores encontraron rocas con marmitas, que probablemente estuvieron otrora en el lecho de un río. También nos cuentan que, en el pueblo de Canaan, en este estado, hay algunas que aún conservan las piedras en su interior, ubicadas en las tierras altas entre los ríos Merrimack y Connecticut, a casi mil pies de altura sobre ellos, lo que demuestra que las montañas y los ríos han cambiado de posición. Allí yacen piedras que quizá dejaron de girar antes incluso de que los pensamientos empezasen a dar vueltas en el cerebro de los hombres. Los periodos de la historia hindú y china, aunque se remontan a los tiempos en que la raza de los mortales se confunde con la de los dioses, no son nada en comparación con los periodos que estas piedras han vivido. Lo que empezó siendo una roca en los albores de los tiempos acabará siendo un guijarro tras ese combate desigual. Así, con este gasto de tiempo y de fuerzas naturales, se producen nuestros adoquines. Estos trabajadores mudos tienen muchas cosas que enseñarnos. En realidad son «sermones en la piedra y libros en las aguas que fluyen[11]». En estos mismos huecos, decía, los indios escondían sus provisiones. Sin embargo, ahora ya no hay pan y sólo quedan sus antiguas vecinas, las rocas del fondo. ¿Quién sabe a cuántas razas han servido hasta la fecha? Mediante una ley así de simple, acaso fortuita, este universo nuestro se adaptó a sus habitantes.
Éstas, y otras por el estilo, han de ser nuestras antigüedades, a falta de vestigios humanos. Los monumentos de los héroes y los templos de los dioses que otrora quizá se erigieron en los márgenes de este río han vuelto ahora a su condición primigenia de polvo y tierra. El murmullo de naciones desconocidas se ha apagado a lo largo de estas orillas, y Lowell y Manchester vuelven a estar, una vez más, sobre la pista del indio.
El hecho de que en otro tiempo fuese habitada por los romanos, y que alguna vez observaran el mar desde alguna de sus colinas, confiere a la propia naturaleza una gran dignidad. No tiene por qué avergonzarse de los vestigios de sus vástagos. ¡Con cuánta alegría nos informa el anticuario de que las vasijas romanas penetraron por tal estuario, o remontaron tal río de alguna isla remota! Sus monumentos militares aún permanecen sobre las colinas y bajo la tierra herbosa de los valles. La archirrepetida historia romana sigue escrita en caracteres legibles en todos los rincones del Viejo Mundo, y acaso en este mismo momento se esté desenterrando una nueva moneda, cuya inscripción repita y confirme su fama. Una moneda «Judaea Capta», con una mujer de luto bajo una palmera, que con un argumento y demostración silenciosa confirma las páginas de la historia:
La Roma viva era del mundo el único ornamento;
Y muerta es ahora su único monumento.
[…]
Aplastada por su propio peso yace ahora,
Y con sus túmulos testifica su grandeza[12].
Si alguien piensa que el valor y el patriotismo helenos son una invención de los poetas no tiene más que ir a Atenas, donde aún se ven, en las paredes del templo de Minerva, las marcas circulares dejadas por los escudos arrebatados al enemigo durante las Guerras Médicas, que se colgaron allí. No tenemos que irnos muy lejos para buscar pruebas vivas e irrefutables. El propio polvo adopta formas y confirma algunas historias que hemos leído. Tal y como dice Fuller, comentando el fervor de Camden: «Una urna rota, o una vieja verja que aún sobrevive y de las que ya no quedan en la ciudad, es toda una prueba[13]». Cuando Solón[14] se empeñó en demostrar que Salamina había pertenecido a los atenienses en el pasado, y no a los megareos, dispuso que se abriesen las tumbas y mostró que los habitantes de Salamina giraban las caras de sus muertos hacia el mismo lado que los atenienses, y al contrario de los megareos. Allí estaban para ser interrogados.
Algunas mentes son tan poco lógicas o argumentativas como la naturaleza. No pueden ofrecer razones o «intuiciones», sino que exhiben los hechos de manera solemne e indiscutible. Si surge una pregunta histórica, se dispone que se abran las tumbas. Su lógica silenciosa y práctica convence al mismo tiempo a la razón y al entendimiento. La única pregunta pertinente y la única respuesta satisfactoria son siempre de este tipo.
Nuestro propio campo posee reliquias tan antiguas y duraderas, y tan útiles, como cualquier otro. Rocas cubiertas por líquenes, y un suelo que, cuando es virgen, es humus virgen: el polvo mismo de la naturaleza. ¿Y qué, si no podemos leer en ellas sobre Roma o Grecia, Etruria o Cartago, Egipto o Babilonia? ¿Acaso están por eso desnudos nuestros acantilados? El liquen sobre las rocas es un escudo tosco y sencillo que la Naturaleza imperfecta dejó suspendido allí en sus comienzos. Aún cuelga de ellas su trofeo rugoso. Y aquí también la mirada del poeta puede aún detectar los clavos de latón que sujetaron las inscripciones del Tiempo y, si tiene el don, descifrarlas con esta clave. Las murallas que rodean nuestros campos, así como la Roma moderna y hasta el mismísimo Partenón, están todas construidas con ruinas. Aquí puede escucharse el estruendo de los ríos, de los vientos antiguos que perdieron su nombre hace ya mucho tiempo y susurran a través de nuestros bosques. Pueden escucharse los primeros y tenues sonidos de la primavera, más antiguos aún que el verano de la gloria ateniense: el ceceo del paro, el grito del arrendajo, el trino del azulejo, y el zumbido de las
Abejas que vuelan
Sobre las flores risueñas del sauce[15].
He aquí el amanecer gris para la Antigüedad, y nuestro futuro debería, cuando menos, retrotraerse a los futuros que hemos ido dejando atrás. Aquí están el arce rojo y las hojas de abedul, antiguas runas que aún no han sido descifradas, las candelillas, las piñas, las vides, las hojas de roble y las bellotas, no las formas grabadas en piedra, sino los objetos mismos, mucho más antiguos y venerables. Este mismo verano nos contaron la historia de un hombre canoso, maestro en todas las artes, que otrora llenó cada campo y cada arboleda con estatuas y arquitecturas sagradas, con motivos que Grecia ha recuperado últimamente, y cuyas ruinas se mezclan ahora con el polvo, pues no queda ni un solo bloque en pie. El sol secular y la lluvia infatigable los han desgastado, borrando hasta la última piedra de aquella cantera, y acaso los poetas finjan que los dioses enviaron el material desde el cielo.
¿Y qué, si el viajero nos habla de las ruinas de Egipto? ¿Acaso estamos tan enfermos o somos tan necios u ociosos como para sacrificar nuestra América y nuestro presente por la historia indolente y llena de lagunas que nos contó algún hombre? Carnac y Luxor son sólo nombres, o, si sus esqueletos aún siguen en pie, no son más que arena en el desierto, y al final bastará una ola del Mediterráneo para limpiar la suciedad incrustada en su grandeza. ¡Carnac! ¡Carnac! ¡Aquí está mi Carnac! Yo contemplo las columnas de un templo más grande y más puro.
Aquí está mi Carnac, cuya cúpula infinita
Alberga el arte perecedero y la casa del mortal.
Observa estas flores, vivamos en el presente,
Sin soñar tres mil años atrás.
Erijámonos, que sean esas columnas las que yazcan,
No nos encorvemos en busca de un trozo de metal.
¿Dónde está el espíritu de aquella época, si no en
El día de hoy, acaso en este mismo verso?
Tres mil años atrás no son el pasado,
Siguen viviendo en esta mañana de verano,
Y la Madre de Memnón nos saluda ahora con alegría,
Vistiendo en su rostro el resplandor juvenil.
Si las columnas de Carnac siguen en el valle erguidas,
Es que se han quedado a disfrutar de nuestras vidas.
En esta región vivió el famoso sachem Pasaconaway[16], al que Gookin vio «en Pawtucket, cuando tenía alrededor de ciento veinte años[17]». Estaba considerado un hombre sabio y un powwow[18], y logró contener a su gente para que no fuese a la guerra contra los ingleses. Creían «que podía hacer hervir el agua, que las rocas se movieran, que los árboles bailaran y que un hombre se tornara llamas; que en invierno podía hacer brotar una hoja verde de las cenizas de otra marchita, crear una serpiente viva de la piel de una muerta, y muchos milagros similares[19]». Según Gookin, en 1660, durante un gran banquete con baile, Pasaconaway pronunció su discurso de adiós a su gente, en el que dijo que, como era muy probable que no volviese a verlos reunidos a todos, les dejaría unas palabras como consejo: que se cuidasen muy mucho de discutir con sus vecinos ingleses, pues aunque al principio los indios pudiesen infligirles muchos daños, aquello acabaría revelándose como el camino hacia su propia destrucción. Él mismo, dijo, había odiado como nadie a los primeros ingleses, y había usado todas sus artes para destruirlos, o al menos para evitar su asentamiento, pero no pudo lograrlo por ningún medio. Gookin pensó que «posiblemente estaba poseído por un espíritu del mismo tipo del que poseyó a Balaán, que en Números 23, 23, dijo: “No valen presagios contra Jacob, ni conjuros contra Israel”». Su hijo Wannalancet siguió escrupulosamente su consejo, y cuando estalló la Guerra del Rey Felipe se retiró del lugar donde se libraba la batalla y se dirigió junto a sus seguidores a Penacook, en lo que ahora es la Concord de Nuevo Hampshire. A su regreso visitó al pastor de Chelmsford y, tal y como narra la historia de ese pueblo, «quiso saber si Chelmsford había sufrido mucho durante la guerra. Y cuando se le informó de que no, y de que había que agradecérselo a Dios, Wannalancet respondió: “Y luego a mí”»[20].
Manchester era el lugar de residencia de John Stark[21], héroe de dos guerras y superviviente de una tercera, y en el momento de su muerte último de los generales americanos de la Revolución. Nació en la contigua Londonderry, futura Nutfield, en 1728. Ya en 1752 fue hecho prisionero por los indios mientras cazaba en los bosques cercanos al río Baker. Realizó un notable servicio como capitán de los rangers en la guerra contra los franceses, dirigió un regimiento de la milicia de Nuevo Hampshire en la Batalla de Bunker Hill, y luchó y ganó la Batalla de Bennington en 1777. Ya no estuvo de servicio durante la última guerra, y murió aquí, en 1822, a la edad de noventa y cuatro años. Su monumento se erige en lo alto del margen del Merrimack, una milla y media más al norte de las cataratas, y domina una vista de varias millas río arriba y abajo. Hacía evidente cuánto más impresionante es la tumba de un héroe que las casas de los vivos sin gloria. ¿Quién está más muerto, un héroe junto a cuyo monumento nos encontramos o sus descendientes, de los que nunca hemos oído hablar?
Las tumbas de Pasaconaway y Wannalancet no están señaladas por ningún monumento a orillas de su río natal.
Cada pueblo por el que pasábamos, si decidimos creer al Diccionario geográfico, había sido el lugar de residencia de algún gran hombre. Sin embargo, aunque tocamos a muchas puertas, e incluso hicimos pesquisas particulares, no pudimos encontrar a ninguno que viviese todavía. En la entrada dedicada a Litchfield leemos: «El Hon. Wyseman Clagett acabó su vida en este pueblo». Según otra: «Era un erudito clásico, buen abogado, persona ingeniosa y poeta[22]». Vimos su vieja casa gris justo antes del Great Nesenkeag Brook […]. En la entrada dedicada a Merrimack: «El Hon. Mathew Thornton, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia Americana, residió muchos años en esta localidad[23]». Su casa también se veía desde el río […]. «El Dr. Jonathan Gove, hombre distinguido por su gentileza, su talento y su capacidad profesional, residió en este pueblo [Goffstown]. Fue uno de los primeros médicos del país, y durante muchos años un miembro activo de la asamblea legislativa» […]. «El Hon. Robert Means, que murió el 24 de enero de 1823 a la edad de ochenta años, vivió un largo periodo de tiempo en Amherst. Era de origen irlandés, y en 1764 llegó a este país donde, merced a su trabajo y su buen hacer en los negocios, adquirió una gran propiedad y un gran respeto». «William Stinson [uno de los primeros colonos de Dunbarton], nacido en Irlanda, llegó a Londonderry con su padre. Era un hombre muy respetado y muy útil». James Rogers era de Irlanda, y fue padre del comandante Robert Rogers. Recibió un disparo en el bosque al ser confundido con un oso. «El reverendo Matthew Clark, segundo pastor de Londonderry, era nativo de Irlanda. Anteriormente había sido oficial en el ejército y había destacado en la defensa del pueblo de Londonderry, cuando estuvo bajo el asedio del ejército del rey Jaime II[24] durante los años 1688 y 1689. Poco después renunció a la vida militar en favor de la profesión clerical. Tenía una mente fuerte, marcada por un notable grado de excentricidad. Murió el 25 de enero de 1735 y fue llevado hasta su tumba, por petición propia, por sus antiguos compañeros de armas, entre los que había un buen número de los primeros colonos de este pueblo; el rey Guillermo había eximido a varios de ellos de pagar impuestos en todos los dominios británicos por su valor durante aquel asedio memorable». El coronel George Reid y el capitán David M’Clary, también ciudadanos de Londonderry, fueron oficiales «valientes y distinguidos». «El comandante Andrew M’Clary, nativo de este pueblo [Epsom], cayó en la Batalla de Breed’s Hill». Muchos de estos héroes, como los ilustres romanos, estaban arando cuando llegaron noticias de la masacre de Lexington[25], y en ese mismo momento dejaron los arados en medio del surco y se dirigieron al lugar de la acción. A varias millas del lugar en el que estábamos se erigió otrora un poste con un cartel que decía: «Tres millas para Squire MacGaw’s[26]».
Sin embargo, hablando en términos generales, la tierra está ahora muy yerma de hombres, y dudamos de que haya tantos cientos como aquellos sobre los que leemos. Quizá sea porque estamos demasiado cerca.
La montaña Uncanoonuc, en Goffstwon, podía verse desde Amoskeag, cinco o seis millas al oeste. Vista desde nuestro pueblo natal es el punto más al noreste, pero desde allí su azul es demasiado etéreo como para ser la misma que le gusta escalar a la gente como nosotros. Dicen que su nombre significa «los dos senos», pues cuenta con dos cimas separadas por una pequeña distancia. La más alta, que está a unos mil cuatrocientos pies sobre el nivel del mar, ofrece probablemente una vista más amplia del valle del Merrimack y de las tierras colindantes que cualquier otra colina, aunque la vista se ve mermada por la densidad de los bosques. Sólo se ven unas pocas partes del río, pero se puede seguir su curso merced a los tramos arenosos de sus márgenes.
Cuenta la historia que un poco al sur de Uncanoonuc, hará unos sesenta años, una anciana que salió a recoger poleo tropezó con el asa de un pequeño hervidor de metal entre la hierba muerta y los arbustos. Algunos dicen que también se encontraron pedernales, carbón vegetal y otros rastros de un campamento. Este hervidor, de casi un galón de capacidad, aún se conserva, y se usa para tintar tejidos. Se cree que perteneció a algún cazador francés o indio, que fue asesinado en una de sus salidas de exploración o caza y que nunca volvió a por su hervidor.
Sin embargo, a nosotros nos interesaba más oír hablar del poleo: es reconfortante que nos recuerden que la naturaleza salvaje genera productos listos para el uso del hombre. Los hombres saben que algo es bueno. Unos dicen que es la acedera, otros que es la dulcamara, o la corteza del olmo resbaladizo, la bardana, la nébeda, el calamento, el helenio o el poleo. Un hombre puede considerarse afortunado cuando la que es su comida es también su medicina. No existe ninguna hierba de la que éste o aquél no diga que es buena. Me alegra mucho oír esto, me recuerda al primer capítulo del Génesis. Pero ¿cómo pueden saber que es buena? Es todo un misterio para mí, que me deja siempre agradablemente decepcionado: lo increíble es que hayan llegado a ese conocimiento. Como todas las cosas son buenas, los hombres acaban por no saber distinguir entre el veneno y el antídoto. No cabe duda de que siempre hay dos prescripciones diametralmente opuestas: curar un catarro a base de ayuno o redoblando las comidas. Eso sí, hay que seguir los consejos de una escuela como si la otra no existiese. Por lo que a la religión y al arte de curar se refiere, todas las naciones están aún en un estado de salvajismo: en los países más civilizados, el sacerdote sigue siendo un powwow, y el médico un Gran Curandero. Pensemos en la reverencia que se muestra por doquier a la opinión de un médico. No hay nada que delate la credulidad de la raza humana con mayor claridad. La curandería[27] es algo universal, y universalmente exitoso. En este caso, el dicho de que no hay impostura demasiado grande para la credulidad de los hombres se vuelve literalmente cierto. Los sacerdotes y los médicos jamás deberían mirarse a la cara, pues no tienen nada en común, y tampoco hay algo que pueda mediar entre ellos. Cuando uno va, el otro viene: no podrían caminar juntos sin echarse a reír, o sin que se instaurase un silencio significativo entre ellos, pues la profesión de uno es una sátira de la del otro, y el éxito de éste implicaría el fracaso de aquél. Resulta sorprendente que el médico tenga que morir, y que el sacerdote viva. ¿A santo de qué el sacerdote nunca va a la consulta del médico? La razón es que los hombres creen que, a efectos prácticos, la materia es independiente del espíritu. ¿Pero qué es la curandería? Por lo general, es un intento de curar las enfermedades de un hombre tratando únicamente su cuerpo. Se necesitaría un médico que supiese atender al mismo tiempo el cuerpo y el alma, esto es, al hombre, que ahora no hace sino nadar entre dos aguas.
Tras pasar por las esclusas, avanzamos media milla por el canal usando las pértigas, hasta llegar a la parte navegable del río. Después de Amoskeag, el cauce se ensancha como si fuese un lago y durante una o dos millas avanza sin una sola curva. En este tramo había muchas barcazas dirigidas a Hooksett, unas ocho millas más arriba, y como ascendían vacías y con un viento favorable, un barquero nos ofreció remolcarnos si estábamos dispuestos a esperar un poco. Pero cuando nos acercamos descubrimos que pretendían que subiésemos a bordo, pues de lo contrario habríamos entorpecido demasiado sus movimientos. Sin embargo, como nuestro bote era demasiado pesado para izarlo, proseguimos nuestro trayecto río arriba, como habíamos hecho hasta entonces, mientras los barqueros comían. Al final acabamos echando el ancla en la orilla opuesta, bajo algunos alisos, para almorzar. Aunque la distancia era considerable, todos los sonidos flotaban sobre las aguas y nos llegaban desde la orilla opuesta y desde el muelle del canal, y podíamos ver a todos los que pasaban. Una a una fueron llegando varias barcazas, a intervalos de un cuarto de milla, todas empujadas hacia Hooksett por una ligera brisa, y una a una fueron desapareciendo tras un meandro, algo más arriba. Con sus amplias velas extendidas remontaban lentamente el río gracias a un viento indolente e irregular, como pájaros antediluvianos de una sola ala, como si los impulsase una misteriosa contracorriente. Era un movimiento solemne, lento y majestuoso. «Adentrarse» es la palabra que mejor expresa ese progreso gradual y constante de los barcos, que proceden así por mera rectitud, siguiendo su naturaleza, sin arrastrarse. Sus velas serenísimas eran como virutas lanzadas a la corriente de aire, para determinar hacia dónde soplaba. Por fin el barco con el que habíamos hablado llegó a nuestra altura, navegando por el medio del río, y cuando estuvo a corta distancia el timonel nos gritó para decirnos, con tono irónico, que si nos acercábamos ahora nos remolcarían. Sin embargo, hicimos caso omiso de su burla y nos quedamos tranquilamente a la sombra hasta acabar nuestra comida. Cuando el último barco desapareció tras el meandro con su vela hinchada, pues la brisa se había convertido ahora en céfiro, izamos nuestra vela y, tirando de remos, nos lanzamos rápidamente al río en persecución. Cuando estuvimos a su lado, mientras aquéllos invocaban en vano a Eolo para que acudiese en su ayuda, les devolvimos el cumplido proponiéndoles que, si nos echaban una soga, podíamos «remolcarlos nosotros a ellos». Propuesta para la que estos marineros del Merrimack no tenían una respuesta preparada. Y así fuimos adelantando poco a poco a todos los barcos, hasta que volvimos a tener todo el río para nosotros.
Esa tarde recorrimos el tramo entre Manchester y Goffstwon.
Mientras flotamos aquí, lejos de aquel afluente a cuyos márgenes viven nuestros Amigos y parientes, nuestros pensamientos, como estrellas, surgen desde su horizonte tranquilo, pues allí circula una sangre más pura de aquella cuyas leyes descubrió Lavoisier —una sangre que no es sólo de parentesco, sino de amabilidad, cuyo latido aún palpita, desde cualquier distancia y para siempre—.
La amabilidad sincera es una afinidad pura y divina,
Que no se encuentra en la consanguinidad humana.
Es un espíritu, no un vínculo de sangre,
Superior a la familia y al rango.
Tras años de familiaridad vana, recordamos algún gesto lejano o algún comportamiento inconsciente que nos habla con más énfasis que las más sabias o dulces de las palabras. A veces nos percatamos de una amabilidad que ya quedó atrás, y nos damos cuenta de que hubo momentos en que los pensamientos de nuestros Amigos sobre nosotros eran tan puros y elevados que pasaban desapercibidos, como los vientos celestiales, sobre nuestras cabezas. Momentos en los que no nos trataban como éramos, sino como aspirábamos a ser. Allí, justo en aquel punto del río, comprendimos la nobleza de ese comportamiento silencioso, que no se olvida, que no se recuerda, y temblamos al pensar en el frío que lo envolvía ya todo, aunque en esa hora sincera pero tardía nos esforzamos por saldar estas deudas.
Según mi experiencia, las personas, cuando se convierten en el sujeto de la conversación, aunque sea con un Amigo, suelen ser el más prosaico y trivial de los hechos. El universo parece entrar en quiebra en el mismo momento en que empezamos a hablar sobre el carácter de los individuos. Todas nuestras conversaciones acaban cayendo en la difamación, y nuestros límites se hacen cada vez más pequeños a medida que avanzamos. ¿Por qué nos vemos incitados a tratar tan mal a nuestros antiguos Amigos cuando conocemos a otros nuevos? El ama de casa dice: «Nunca en mi vida había tenido una vajilla nueva, pero empecé a romper la vieja». Yo digo: «Hablemos mejor de las setas y de los árboles del bosque». Sin embargo, a veces podemos permitirnos recordarlos en privado.
Hace poco, ¡ay!, conocí a un joven amable,
Cuyos rasgos estaban modelados por la Virtud:
Aunque parecía destinado a ser el juguete de la Belleza,
Fue puesto al mando de la virtuosa fuerza.
Cada flanco que se abría era claro como el sol,
Imposible ver debilidad en su interior,
Pues sólo sirven las murallas y las puertas
Para disimular el pecado y las flaquezas.
No fue como el César invicto,
Que asaltó con esfuerzo y lucha la Casa de la Fama;
En otro sentido fue este joven glorioso,
Pues él mismo era un reino allá donde iba.
Ninguna fuerza impuso su victoria,
Ya que todo era fruto de su acuerdo;
Nadie más podía ver hacia dónde se dirigía,
Sino que todos formaban parte de su noble señor.
Se movía como la sutil neblina de verano,
Que serena desvela paisajes frescos ante nuestros ojos,
Y desata revoluciones sin murmullo,
Sin el crujido de una hoja bajo los cielos.
Tan de improviso fui absorbido por él,
Que casi me olvidé de rendirle homenaje;
Pero ahora, por duro que sea, he de reconocer
Que quizá lo habría amado mejor de haberlo amado menos.
A medida que nos acercábamos el uno al otro,
Un rígido respeto nos iba distanciando,
Y ambos parecíamos inaccesibles,
Tan desconocidos como la primera vez que nos vimos.
Cuando empatizábamos, los dos éramos uno,
De suerte que no pudimos cerrar el menor trato;
¿De qué nos vale ahora ser sabios,
Si la ausencia trama esta dualidad?
La eternidad no da nuevas oportunidades,
Y he de recorrer mi camino singular en soledad,
Recordando con tristeza que una vez nos conocimos,
Sabedor de que esa dicha se marchó y no volverá.
Desde ahora cantarán los astros mi tristeza,
Pues no tiene la elegía otro argumento;
Cada acorde de música tocará en mis oídos
El tañido por aquel que ya se ha ido.
Apresuraos en celebrar mi tragedia,
Tocad los acordes adecuados, bosques y campos;
Que esta tristeza vale más para mí
Que todos los placeres del pasado.
¿Es demasiado tarde para reparar el daño?
La distancia arrebató a mi débil mano
La cáscara vacía y la inútil veza,
Pero me ha dejado el trigo y la nuez.
Si no amo más que a esa virtud que es él,
Aunque sólo sea su fragancia en el aire de la mañana,
Seguiremos siendo los amigos más sinceros,
No conocerán los mortales amistad más excepcional.
La Amistad es evanescente para todos los hombres, y la recordamos como los relámpagos de los veranos del pasado. Es pura y cambiante como una nube estival —siempre hay un poco de vapor en el aire, no importa cuánto dure la sequía; e incluso está el abril lluvioso del refrán, que saca a mayo florido y hermoso—. Sin duda, de cuando en cuando, pues su rastro nunca desaparece, flota a través de nuestro cielo. Surge, como la vegetación en tantos lugares, porque hay una ley que así lo dispone, pero nunca con una forma permanente, a pesar de ser igual de antigua y familiar que el sol y la luna, a pesar de que su regreso sea igual de certero. El corazón es inexperto para siempre. Estas visiones que nunca faltaban, que nunca defraudaban, se iban agrupando en silencio, como por arte de magia, como las nubes blancas y lanosas de los días más serenos y claros. El Amigo es una hermosa isla de palmeras que esquiva al navegante de los mares del Pacífico. Muchos son los peligros a los que se enfrentará, tormentas equinocciales y arrecifes de coral, antes de poder navegar con los constantes vientos alisios. Pero ¿quién no navegaría a través del motín y la tormenta y de todas las olas del Atlántico, para llegar a las fabulosas y retiradas costas de un hombre continente? La imaginación sigue aferrándose a la vaga tradición de
LA ATLÁNTIDA
Los ríos ocultos del amor, que fluyen
Más brillantes y profundos que el Flegetonte,
Nos aíslan para siempre, como el mar,
En un misterio atlántico.
Nadie alcanzó jamás nuestras costas legendarias,
Ningún marinero descubrió nunca nuestras playas;
Ahora apenas se ve nuestro espejismo,
Ni las olas verdes que flotan cercanas,
Pero los mapas más antiguos contienen
El perfil trazado de nuestro continente;
En tiempos antiguos, los días de verano
Mostraban a las islas occidentales,
A Tenerife y a las Azores,
Nuestras costas blancas y borrosas.
Pero no os hundáis aún, islas desoladas,
Pronto vuestra costa sonreirá con el comercio,
Y enviaréis mercancías preciosas
Hasta África o Malabar.
Sed hermosas y fértiles para la eternidad,
Por vuestras costas vírgenes
Príncipes y monarcas lucharán,
Para ver quién envía primero a vuestras tierras,
Y quién empeña las joyas de la corona,
Para reclamar como propio vuestro suelo lejano.
Colón navegó hacia el oeste de estas islas siguiendo la brújula del marinero, pero ni él ni sus sucesores las descubrieron. No estamos más cerca de ellas de lo que lo estuvo Platón. El explorador más tenaz y esperanzado descubridor de este Nuevo Mundo siempre frecuenta la periferia de su tiempo, y camina a través de la multitud más densa sin interrupción, como si fuese en línea recta.
Mar y tierra son vecinos,
Y acompañan en su faena
A quien en la orilla del océano, límite de la tierra,
Busca a su Amigo con afán y sinceridad.
Muchos viven en el interior,
Pero sólo él se sienta en la playa.
Ya reflexione sobre hombres o sobre libros,
Tendrá en las aguas clavada su mirada,
Leyendo siempre noticias sobre el mar,
Prestando atención a los destellos más leves;
Siente en la mejilla la brisa marina,
Con cada palabra del campesino,
Y en el ojo de cada compañero
Divisa un barco navegando;
En el rugido lúgubre del océano
Oye hablar de puertos lejanos,
De naufragios en costas alejadas
Y de las aventuras de los años pasados.
¿Quién no camina por un valle como atravesando el desierto, entre las columnas de Palmira? No hay sobre la tierra ninguna institución que haya establecido la Amistad, ninguna religión la enseña, ninguna escritura contiene sus máximas. No tiene ningún templo, ni siquiera una solitaria columna. Se rumorea que la tierra está aún poblada, pero el náufrago no ha visto huella alguna en la playa y el cazador sólo ha encontrado fragmentos de loza y de piedras labradas.
Sin embargo, nuestros destinos son necesariamente sociales. Nuestros trayectos no divergen, antes bien, la telaraña del destino va llenándose a medida que se teje, y nosotros quedamos más y más atrapados en el centro. Los hombres buscan esta alianza de manera natural, aunque lánguida, y sus acciones la vaticinan imperceptiblemente. Tendemos a poner énfasis en las semejanzas y no en las diferencias, y admitimos que en los cuerpos extranjeros hay muchos grados de calor por debajo de la temperatura de la sangre, pero ni uno de frío por encima.
Mencio dice: «Si alguien pierde una gallina o un perro, sabe perfectamente adonde ir a buscarlos; si uno pierde los sentimientos de su corazón, no sabe cómo volver a encontrarlos… El deber de la filosofía práctica consiste únicamente en buscar esos sentimientos del corazón que hemos perdido. Eso es todo[28]».
Una o dos personas vienen a mi casa de cuando en cuando, pues allí les propongo la vaga posibilidad de conversar. Están tan febriles como silenciosas, y esperan que mi plectro pellizque las cuerdas de su lira. ¡Si sólo pudieran pronunciar o escuchar una frase sobre ese tema con el que sueñan! Hablan con voz queda, y no pretenden imponerse. Han escuchado noticias que nadie, ni siquiera ellos mismos, pueden comunicar. La que poseen es una riqueza que puede gastarse de innumerables formas. ¿Qué vinieron a buscar?
Ninguna palabra está más en boca de los hombres que Amistad, y, en efecto, ninguna idea resulta más familiar a sus aspiraciones. Todos los hombres sueñan con ella, y su drama, que es siempre una tragedia, se representa a diario. Es el secreto del universo. Puedes recorrer toda la ciudad, puedes deambular por todo el país, y nadie hablará nunca de ella. Nuestra mente, en cambio, siempre la tiene presente, y las posibilidades que nos ofrece marcan nuestro comportamiento hacia todos los hombres y mujeres, y muchos de los ancianos, que conocemos. Y sin embargo, sólo puedo recordar dos o tres ensayos sobre el tema en toda la literatura. No es de sorprender que la mitología, y Las mil y una noches, y Shakespeare, y las novelas de Walter Scott nos entretengan —nosotros mismos somos poetas y cuentistas y dramaturgos y novelistas—. Interpretamos continuamente un papel en un drama más interesante que cualquiera que haya sido escrito. Estamos soñando que nuestros Amigos son nuestros Amigos, y que nosotros somos Amigos de nuestros Amigos. Nuestros Amigos reales no son sino familiares lejanos de aquellos a los que estamos vinculados. Nunca intercambiamos más de tres o cuatro palabras con un Amigo a lo largo de toda nuestra vida, al menos al nivel al que nuestros pensamientos y sentimientos llegan a elevarse. Uno sale a la calle dispuesto a decir: «¡Querido Amigo!», pero el saludo es: «¿Qué pasa, golfo?». Pero no importa: el corazón débil jamás hizo un Amigo verdadero. Ah, Amigo mío, ojalá llegue el momento, aunque sólo dure un instante, en el que cuando tú seas mi Amigo yo sea el tuyo.
¿De qué sirve el temperamento más amistoso si no hay horas consagradas a la Amistad, si la posponemos siempre a deberes y relaciones sin importancia? La Amistad es lo primero, la Amistad es lo último. Pero resulta igual de difícil olvidar a nuestros Amigos que hacerles responder a nuestro ideal. No es hasta que se despiden de nosotros cuando empezamos a hacerles compañía. ¡Con qué frecuencia nos vemos dándoles la espalda a nuestros Amigos reales para poder ir al encuentro de sus familiares ideales! Desearía poder ser digno Amigo de cualquier hombre.
Lo que solemos honrar con el nombre de Amistad no es un instinto muy profundo ni poderoso. A fin de cuentas, los hombres no aman locamente a sus Amigos. No suelo ver a los granjeros convertirse en profetas y sabios hasta rayar la locura merced a su Amistad con los otros. No suelen verse transfigurados y transformados por el amor en presencia de los otros. No los veo purificados, refinados y elevados por el amor hacia un hombre. Si uno baja un poco el precio de la madera, o le da a su vecino su voto en una reunión municipal, o le regala un barril de manzanas, o le presta su carro con frecuencia, esto se considera un ejemplo excepcional de Amistad. Tampoco las mujeres de los granjeros llevan vidas consagradas a la Amistad. No veo a la pareja de Amigos granjeros, independientemente de su sexo, preparada para plantarle cara al mundo. Sólo hay dos o tres parejas así en la historia. Decir que un hombre es tu Amigo significa, por lo general, que no es tu enemigo, nada más. La mayoría observa sólo las ventajas fortuitas e insignificantes de la Amistad, como que el Amigo puede ayudar en tiempos de necesidad con sus bienes, su influencia o su consejo. Sin embargo, quienes ven tales ventajas en esta relación demuestran estar ciegos ante la ventaja real, resultan ser completamente inexpertos en la relación misma. Estos servicios son particulares y baladíes, en comparación con el servicio perpetuo y exhaustivo que constituye. Ni siquiera la mejor voluntad, armonía y amabilidad práctica son suficientes para la Amistad, pues los Amigos no viven en mera armonía, como algunos dicen, sino en melodía. No queremos que nuestros Amigos alimenten o vistan nuestros cuerpos —los vecinos son lo bastante atentos para eso—, sino que hagan lo propio con nuestros espíritus. Para esto, pocos son lo bastante ricos, por buena disposición que tengan. La mayoría de nosotros confunde, de forma idiota, a unos hombres con otros. Los necios sólo distinguen razas o naciones, clases a lo sumo, pero el hombre sabio distingue individuos. Un Amigo ve el carácter particular de un hombre en cada gesto y en cada acción que realiza, y así lo prolonga y lo mejora.
Pensemos en la importancia de la Amistad para la educación de los hombres.
Quien tiene amor y también juicio
Ve más allá que cualquier otro[29].
Hará honesto a un hombre, le convertirá en un héroe, le convertirá en un santo. Es el estado del justo que trata con el justo, del magnánimo con el magnánimo, del sincero con el sincero, del hombre con el hombre.
Y otro poeta nos dice, y con razón, que
El amor no se encuentra entre las virtudes,
Porque es todas ellas convertidas en una[30].
Todos los abusos que son objeto de reforma por parte del filántropo, del estadista y del ama de casa son enmendados de manera inconsciente en la conversación entre Amigos. Un Amigo es alguien que incesantemente nos hace el cumplido de esperar de nosotros todas las virtudes, y que es capaz de verlas en nosotros. Hacen falta dos personas para expresar la verdad —una que hable, otra que escuche—. ¿Cómo puede alguien tratar con magnanimidad a la madera y a la piedra? Si sólo tratamos con aquello que es falso y deshonesto, acabaremos olvidándonos de cómo se expresa la verdad. Sólo los amantes conocen el valor y la magnanimidad de la verdad, mientras que los comerciantes aprecian la honestidad barata, y los vecinos y los conocidos la urbanidad barata. En nuestras conversaciones cotidianas con los hombres, nuestras facultades más nobles permanecen inactivas, sometidas a la herrumbre. Ninguno nos hará el cumplido de esperar de nosotros la nobleza. Aunque tenemos oro para dar, sólo nos piden cobre. Le pedimos a nuestro vecino que permita ser tratado con veracidad, sinceridad y nobleza, pero aquél responde que no con su sordera. Ni siquiera escucha nuestra petición. Prácticamente nos dice: «Me contentaré con que no me trates “mejor de lo que me merezco”, con la misma falsedad, infamia, deshonestidad y egoísmo». La mayoría de nosotros se contenta con tratar y ser tratado así, y no pensamos que pueda existir una relación más real y noble entre la mayoría de los hombres. Un hombre puede tener lo que se conoce como buenos vecinos y conocidos, e incluso compañeros, esposa, padres, hermanos, hermanas e hijos, que sólo tratan con él y entre ellos en estos términos. El Estado no demanda justicia a sus miembros, y cree poder apañárselas con una ínfima cantidad de ésta —poca más de la que estila el canalla—. Lo mismo ocurre con el vecindario y la familia. Eso que comúnmente llamamos Amistad es poco más que el respeto entre bandidos.
Sin embargo, a veces se nos dice que amemos al prójimo, es decir, que mantengamos una relación verdadera con él, para poder darle lo mejor de nosotros y poder recibir lo mejor de él. Entre aquellas personas que comparten una verdad sana, hay amor. Y en proporción a nuestra honradez y confianza en el prójimo nuestras vidas son divinas y milagrosas, y responden a nuestro ideal. Existen momentos de afecto en nuestra relación con los hombres y las mujeres mortales que ninguna profecía nos ha enseñado a esperar, que trascienden nuestra vida terrenal y nos anticipan el Paraíso. ¿Qué es este Amor que, como cualquiera de los dioses, puede surgir un buen día en pleno Goffstown, que revela un mundo nuevo y bello y fresco y eterno, en lugar del antiguo, cuando, para la mirada común, el universo está cubierto por una pátina de polvo, un mundo, por tanto, que no puede alcanzarse y que de hecho no existe? ¿Qué otras palabras, podríamos preguntar, son memorables y dignas de ser repetidas, si no aquellas que el amor ha inspirado? Es maravilloso que hayan sido pronunciadas alguna vez. En efecto, son pocas y excepcionales, pero, como un acorde musical, la memoria las repite y las modula sin cesar. Todas las demás palabras se desmoronan con el estuco que recubre el corazón. Ahora no deberíamos atrevernos a pronunciarlas en voz alta. No estamos preparados para escucharlas todo el tiempo.
Los libros para jóvenes hablan largo y tendido sobre la selección de los Amigos. Esto se debe a que, en realidad, no tienen nada que decir sobre los Amigos. Se refieren sólo a los compañeros y a los confidentes. «Recuerda que la dicotomía entre enemigo y Amigo procede de Dios[31]». La Amistad surge entre dos personas que sienten una afinidad recíproca, y es un resultado perfectamente natural e inevitable. De nada servirán las grandes declaraciones y propósitos. En un principio, ni siquiera el habla tiene necesariamente que ver con ella, pues llega después del silencio, como los brotes de los injertos, que no echan hojas hasta mucho después de que el injerto haya agarrado. Es un drama en el que las partes no tienen ningún papel que interpretar. En este sentido, todos somos musulmanes y fatalistas. Los amantes impacientes e inseguros creen que tienen que decir o hacer algo bonito cada vez que se ven, que nunca tienen que mostrarse fríos. En cambio, quienes son Amigos no hacen lo que creen que tienen que hacer, sino lo que tienen que hacer. Para ellos, incluso su Amistad es, en cierto sentido, un fenómeno sublime.
El Amigo verdadero y esperanzado le hablará a su Amigo en unos términos como los que siguen:
«Nunca te pedí permiso para amarte, pues tengo el derecho. No te amo como algo privado y personal, que eres tú, sino como algo universal y digno del amor, que yo he encontrado. ¡Ah, si supieras cómo pienso en ti! Tu bondad es pura e infinita. Puedo confiar en ti para siempre. Jamás pensé que la humanidad fuese tan rica. Dame una oportunidad para vivir».
«Eres la realidad en el seno de la ficción; eres una verdad más extraña y admirable que la ficción. Acepta ser tan sólo lo que eres. Soy el único que jamás se interpondrá en tu camino».
«He aquí lo que me gustaría: tener la misma intimidad contigo que la que tienen nuestras almas; respetarte como respeto a mi ideal. Que jamás nos profanemos con palabras o actos, ni siquiera con un pensamiento. Que entre nosotros, de ser necesario, no haya ninguna relación».
«Te he descubierto; ¿cómo puedes estar oculto para mí?».
El Amigo sólo pide a cambio que su Amigo acepte y encarne religiosamente, y no deshonre, la glorificación que ha hecho de él. Cada uno cumple las expectativas del otro. Se muestran comprensivos con sus sueños.
Aunque el poeta diga que «El privilegio de la Amistad es atribuir la excelencia[32]», nunca debemos alabar a nuestro Amigo, ni estimarlo por algo encomiable, ni dejarle pensar que puede agradarnos con cierto comportamiento, o tratándonos de una determinada manera. Esa amabilidad que tiene tan buena reputación en el resto de casos es lo último en lo que debe consistir esta relación, y no hay mayor agravio que pueda hacérsele a un amigo que ofrecerle una bondad deliberada, una simpatía innecesaria para la naturaleza del Amigo.
Entre ambos sexos, como es natural, existe una atracción más fuerte, merced a las diferencias permanentes en su constitución, y por lo general, y con mayor certeza, se complementan entre ellos. Qué natural y sencillo es que ambos atraigan la atención del otro hacia sus propios intereses. Los hombres y mujeres de igual cultura, juntos, tienen sin duda un cierto valor el uno para el otro, más que el que tienen los hombres para los hombres. En esta sociedad ya existen una imparcialidad y una liberalidad natural, y creo que cualquier hombre sentiría más confianza al dar a leer sus libros favoritos a un círculo de mujeres inteligentes que a uno de hombres. La visita de un hombre a otro hombre suele ser una interrupción, mientras que los sexos se esperan de manera natural. Así y con todo, la Amistad no es respetuosa con los sexos, y puede que sea más rara entre sexos opuestos que dentro del mismo.
La Amistad es, en cualquier caso, una relación de igualdad perfecta, y no puede prescindir de cualquier señal externa relativa a obligaciones e intereses. El noble nunca puede tener un Amigo entre sus criados, ni el rey entre sus súbditos. No se trata de que ambas partes sean iguales en todos los sentidos, pero sí deben serlo en todo lo que atañe o afecta a su Amistad. El amor de uno está perfectamente equilibrado y representado por el del otro. Las personas son sólo los recipientes que contienen el néctar, y la paradoja hidrostática es el símbolo de la ley del amor. Encuentra su equilibrio y todos sus afluentes se elevan hasta su manantial, y hasta el cauce más estrecho equilibra el océano.
Y de amar son capaces tanto el pastor
Como el poderoso y noble señor[33].
En este sentido, un sexo no es más tierno que el otro. El amor de un héroe es tan delicado como el de una doncella.
Confucio dice: «Nunca entables Amistad con un hombre que no es mejor que tú[34]». He ahí el mérito de la Amistad, lo que la hace perdurar: se produce a un nivel más elevado del que a priori las partes reales podrían alcanzar. Los rayos de luz llegan hasta nosotros con una curvatura que hace que todos los hombres con los que nos encontramos parezcan más altos de lo que en realidad son. Ésas son las bases de la urbanidad. Mi Amigo es aquél al que puedo asociar con mi pensamiento más selecto. En mi ausencia, siempre lo imagino realizando tareas más nobles de aquellas que le ocupan cuando lo encuentro, e imagino que las horas que me dedica le son arrebatadas a una sociedad superior. El insulto más ultrajante que he recibido de un Amigo se produjo cuando aquél se comportó en mi presencia, sin avergonzarse, con esa permisividad hacia los propios errores que sólo la confianza barata permite, y aun así siguió hablándome en términos amistosos. Cuídate de que tu Amigo acabe aprendiendo a tolerar alguna de tus flaquezas, y surja así un obstáculo al progreso de vuestro amor. Y hay veces en las que ya hemos tenido bastante, incluso de nuestros Amigos, en las que inevitablemente empezamos a profanarnos los unos a los otros, y hemos de retirarnos religiosamente a la soledad y al silencio, la mejor manera de prepararnos para una noble intimidad. El silencio es la noche celestial en la conversación de los Amigos, donde se encuentra su sinceridad y donde se arraiga con más fuerza.
La Amistad nunca se establece como una relación comprensible. ¿Me pides que sea menos Amigo tuyo para poder entenderla? Sin embargo, ¿qué derecho tengo yo a pensar que otro albergará un sentimiento tan excepcional hacia mí? Es un milagro que requiere pruebas constantes. Es un ejercicio que pide la imaginación más pura y la fe más insólita. Se pronuncia mediante un comportamiento silencioso pero elocuente: «Estaré tan vinculado a ti como puedas imaginar, más incluso de lo que puedas creer. Gastaré la verdad, y toda mi fortuna, en ti». Y el Amigo responde en silencio a través de su naturaleza y su vida, y trata a su Amigo con la misma y divina cortesía. Nos conoce, literalmente, a las duras y a las maduras. Nunca nos pide una señal de amor, pero sabe distinguirla por los rasgos naturales que posee. No tenemos que andarnos con ceremonias cuando nos visita: no esperes que te invite, mas observa que me alegro de verte cuando vienes. Pedirte que vinieras sería pagar tu visita demasiado caro. Allá donde vive mi Amigo están todas las riquezas y todos los encantos de la existencia, y ningún pequeño obstáculo me mantendrá alejado de él. Deja que nunca te diga lo que no tengo que decir. Dejemos que nuestra relación nos supere por completo, y elevémonos hasta ella.
El lenguaje de la Amistad no está compuesto de palabras, sino de significados. Es una inteligencia por encima del lenguaje. Uno se imagina conversaciones interminables con su Amigo, en las que la lengua está suelta y los pensamientos se expresan sin vacilación ni límites. Sin embargo, la experiencia suele distar mucho de esto. Los conocidos van y vienen, y tienen una frase lista para cada ocasión. Pero ¿cuán lánguidas serán las palabras pronunciadas por aquel cuyo aliento mismo es pensamiento y significado? Supongamos que vamos a despedirnos de un Amigo que se marcha de viaje, ¿qué otra señal exterior conocemos a parte de estrecharle la mano? ¿Tenemos preparado algún discurso rimbombante para la ocasión? ¿Algún frasquito de ungüento que poner en su bolsillo? ¿Algún mensaje particular que queramos que transmita? ¿Alguna declaración que hubiésemos olvidado hacer? (¡Como si pudiésemos olvidarnos de algo!). No. Ya es mucho estrechar su mano y decir «Adiós», algo que podríamos omitir con tranquilidad, aunque hasta ahí ha llegado la costumbre. Si va a marcharse, resulta incluso doloroso que se quede demasiado tiempo. Si tiene que irse, dejémosle irse rápidamente. ¿Tenemos algunas palabras finales? ¡Ay! Sólo la palabra entre todas las palabras, que hemos buscado durante tanto tiempo y no hemos encontrado; no, aún no tenemos una primera palabra. Son pocas las personas a las que osaría dirigirme, con todo el respeto del mundo, por su nombre propio. Un nombre pronunciado es el reconocimiento del individuo al que pertenece. Quien puede pronunciar mi nombre correctamente, ése puede llamarme, y tiene derecho a mi amor y mis servicios. Aun así, la reticencia es la libertad y el abandono de los amantes. La reticencia hacia lo que hay de hostil o indiferente en sus naturalezas es lo que deja lugar a lo similar y armonioso.
La violencia del amor es igual de temible que la del odio. Cuando es duradera resulta serena y regular. Incluso sus famosos sufrimientos empiezan sólo con el declive del amor, pues pocos son en realidad amantes, aunque a todos les gustaría. Una prueba de la idoneidad de un hombre para la Amistad es que sea capaz de vivir sin aquello que es barato y apasionado. Una verdadera Amistad es tan sabia como tierna. Las partes se abandonan implícitamente a la guía de su amor, y no conocen más ley ni bondad que ésta. No es extravagante ni descabellada, pero lo que dice quedará establecido para siempre y se convertirá en un estereotipo. Es una verdad más verdadera, es una noticia mejor y más hermosa, que ninguna época deshonrará ni desmentirá jamás. Es una planta que crece mejor en las latitudes templadas, donde el verano y el invierno se van alternando. El Amigo es un necessarius, y se encuentra con su Amigo en un lugar sencillo, no entre alfombras y cojines, sino sobre la tierra y las rocas en las que se sentarán, obedeciendo a las leyes naturales y primitivas. Se encontrarán sin armar alboroto, y se despedirán sin suspirar de pena. Su relación implica que poseen las mismas cualidades que valora el guerrero, pues se necesita el mismo valor para abrir los corazones de los hombres que las puertas de los castillos. No es una mera simpatía para pasar el rato, ni un consuelo mutuo, sino una simpatía heroica, basada en las aspiraciones y el esfuerzo.
Cuando el hombre viva en paz
Y el miedo no tenga lugar,
Los guerreros fatigados
Se fundirán en abrazos[35].
La Amistad que Wawatam profesa por Henry, el vendedor de pieles, descrita en las Aventuras de este último, está desnuda y deshojada, mas tiene flores y frutos, y la recordamos con satisfacción y seguridad. El guerrero imperturbable y austero, después del ayuno, la soledad y la mortificación del cuerpo, llega a la cabaña del hombre blanco y afirma que le ha visto en sueños, y desde ese momento lo adopta. Entierra el hacha, pues aprecia a su amigo, y juntos cazan y comen y preparan azúcar de arce. «Los metales se unen por la fundición, los pájaros y las bestias por motivos de conveniencia, los necios por el miedo y la estupidez, y los hombres justos se unen con una mirada[36]». Antes de que Wawatam pruebe la «leche del hombre blanco» junto a su tribu, o se tome un cuenco de caldo humano preparado con los camaradas del vendedor de pieles, encuentra un lugar seguro para su Amigo, al que ha rescatado de correr una suerte similar. Al fin, tras un largo invierno pasado entre conversaciones tranquilas y alegres, viviendo en la espesura junto a la familia del jefe tribal, cazando y pescando, en primavera vuelven a Michilimackinac para vender sus pieles, y Wawatam se ve obligado a despedirse de su Amigo en la Île aux Outardes, desde donde éste, para evitar a sus enemigos, continuó hasta Sault de Sainte Marie, creyendo que sólo estarían separados poco tiempo. «Entonces nos despedimos», dice Henry, «con una emoción del todo recíproca. No me marché de aquel lugar sin estar infinitamente agradecido por los muchos actos de bondad que había vivido allí, ni sin mostrar el más sincero respeto por las virtudes de sus miembros que había presenciado. Toda la familia me acompañó a la playa, y apenas la canoa comenzó a alejarse, Wawatam empezó a suplicarle a Kichi Manito que cuidase de mí, su hermano, hasta que volviésemos a vernos. Llevábamos ya mucho tiempo demasiado lejos como para poder escuchar su voz, cuando Wawatam dejó de rogar por nosotros[37]». No volvemos a oír hablar de él.
La Amistad no es tan cálida como se la imagina. En ella no hay demasiada sangre humana, y está constituida, antes bien, por una cierta indiferencia hacia los hombres y sus construcciones, hacia los deberes y las virtudes cristianas. Sin embargo, purifica el aire como la electricidad. En la relación de dos personas particularmente puras y fieles a sus instintos más elevados puede tener lugar la tragedia más cruda. Podríamos definirla como una relación esencialmente pagana, libre e irresponsable por naturaleza, que practica todas las virtudes de manera gratuita. No se trata sólo de la más elevada simpatía, sino de una sociedad pura y noble, una relación fragmentaria y divina, originada en tiempos antiguos y conservada a intervalos que, al acordarse de sí misma, no duda en ignorar los derechos y deberes más humildes de la humanidad. Requiere unas cualidades inmaculadas y divinas en su apogeo, y sólo existe a través de la condescendencia y la premonición del futuro más remoto. No amamos nada que sea meramente bueno, y no bello —si es que puede existir algo así—. La naturaleza siempre pone algún tipo de flor antes de cada fruto, y no sólo un cáliz a su alrededor. Cuando el Amigo sale de este paganismo y superstición, y destruye sus ídolos, convertido por los preceptos de un testamento más nuevo; cuando se olvida de su mitología, y trata a su Amigo como a un cristiano, o de la mejor forma que pueda permitirse, entonces la Amistad deja de ser Amistad para convertirse en caridad. El mismo principio con que se establecieron las casas de beneficencia está empezando a trasladar la caridad a los hogares, estableciendo también allí dichas casas y fomentando unas relaciones más pobres.
En cuanto al número de personas que esta sociedad admite, ha de empezar en cualquier caso con una, la más noble y grande que conozcamos. En cuanto a saber si el mundo llegará más lejos, como afirma Chaucer,
Puede que haya más de una pareja de estrellas en el firmamento
esto es algo que está por demostrar,
Y sin duda será afortunado
Quien encuentre una entre un millar[38].
No deberíamos rendirnos efusivamente a nadie si somos conscientes de que otra persona es más merecedora de nuestro amor. No obstante, la Amistad no tiene nada que ver con los números: el Amigo no cuenta a sus Amigos con los dedos, pues no son numerables. Cuantos más sean los incluidos en este vínculo, si es que de verdad están incluidos, más excepcional y divina será la calidad del amor que los reúne. Estoy dispuesto a creer que puede existir una relación igual de privada e íntima entre tres personas que entre dos. En verdad, no podemos tener demasiados amigos. En cierto sentido, nos apropiamos de las virtudes que apreciamos, y así al final acabamos siendo más idóneos para todas las relaciones de la vida. La Amistad vulgar tiende a ser estrecha y exclusiva, mientras que la noble no es exclusiva en absoluto: su profusión de amor diseminado es la humanidad que dulcifica a la sociedad y simpatiza con las naciones extranjeras, pues, aunque sus cimientos son privados, se trata en realidad de un asunto público y de una ventaja para todos, y el Amigo, más que el padre de familia, merece el reconocimiento del Estado.
El único peligro de la Amistad es que acabará. Es una planta delicada, aunque sea autóctona. Hasta la más mínima bajeza, aun cuando no nos percatemos de ella, la corrompe. Conviene que el Amigo sepa que esos defectos que observa en su Amigo atraen a sus propios defectos. El precio a pagar por nuestras sospechas consiste en descubrir lo que sospechábamos, no hay regla más invariable. Con nuestra estrechez y nuestros prejuicios decimos: «Esto es lo que quiero de ti, Amigo mío, y en tal cantidad, nada más». Quizá no haya nada lo bastante caritativo, lo bastante desinteresado, sabio, noble y heroico para una Amistad real y duradera.
A veces escucho a mis Amigos quejarse exquisitamente de que no aprecio su exquisitez. Nunca les diré si lo hago o no. Es como si esperasen una palabra de agradecimiento por cada gesto o palabra exquisita que hacen o dicen. ¿Cómo saben que no fue apreciado como es debido? Puede que nuestro silencio sea más exquisito que su acción. Hay cosas sobre las que un hombre nunca habla, que son mucho más sublimes si se callan. Al escuchar las palabras más elevadas nos limitamos a prestar un oído silencioso. No sólo no hablamos sobre nuestras relaciones más sublimes, sino que las enterramos bajo una buena cantidad de silencio para no revelarlas jamás. Puede que ni siquiera nos conozcamos aún. En las conversaciones humanas la tragedia no empieza cuando se produce un malentendido sobre las palabras, sino cuando no se entiende el silencio. En ese caso jamás podrá haber una explicación. ¿De qué vale que alguien te ame, si no te comprende? Ese amor es una maldición. ¿Qué tipo de compañeros son aquellos que siempre andan presumiendo de que su silencio es más expresivo que el tuyo? ¡Qué estúpido e inconsiderado e injusto es comportarse como si fuésemos la única parte agraviada! ¿Acaso no tiene nuestro Amigo los mismos motivos para quejarse? Sin duda mis Amigos me hablan a veces en vano, pero ellos no son conscientes de las cosas que escucho y que ellos dicen. Sé que a menudo les decepciono al no darles palabras cuando ellos las esperaban, o al no darles las que ellos esperaban. Siempre que veo a mi Amigo le hablo; sin embargo, el que está a la expectativa, el hombre que es todo oídos, no es él. También se quejarán de que seas duro. A vosotros, que entendéis las cosas al revés, os advierto: la próxima vez que llore os lo haré saber. Piden palabras y acciones, cuando una relación verdadera es en sí misma palabra y acción. Si no saben estas cosas, ¿cómo pueden estar informados? A veces nos abstenemos de confesar nuestros sentimientos, no por orgullo, sino por miedo a no poder seguir amando a aquel que nos exigió esa prueba de nuestro afecto.
Conozco a una mujer que posee una mente infatigable e inteligente, interesada por su cultura y decidida a extraer de ella los máximos beneficios, y me encuentro con ella con gran placer. Es una persona natural, que me provoca, y no poco, y supongo que también ella se siente, a su vez, estimulada por mí. Sin embargo, nuestra relación no alcanza ese grado de confianza y de sentimiento al que las mujeres, al que todos, mejor dicho, aspiramos. Me alegra poder ayudarla, y ella también me ayuda a mí. Me encanta conocerla con un privilegio similar al del extranjero, y a menudo dudo en visitarla, como hacen de continuo sus otras Amigas. Pero mi naturaleza se detiene aquí, no sé muy bien por qué. Puede que ella no me exija lo suficiente: una exigencia religiosa. Algunas personas, por cuyos prejuicios y preferencias peculiares no siento ninguna simpatía, me inspiran confianza, y yo espero que también ellos confíen en mí como en un pagano religioso —un dios griego—. Yo también tengo principios, tan bien asentados como los suyos. Si esta persona pudiese comprender que, sin pretenderlo, me siento vinculado a ella, tanto cuanto nuestros destinos y nuestros Buenos Genios lo permiten, y que valoro nuestra relación, estaría más tranquilo y muy agradecido. Siento que a sus ojos parezco descuidado, indiferente, sin principios, que no espero más ni me contento con menos. Si ella pudiese saber que tengo unas exigencias infinitas conmigo mismo, y también con los demás, podría ver que esta relación nuestra, sincera aunque incompleta, es infinitamente mejor que otra con menos reservas pero con unos cimientos falsos, sin el principio del crecimiento en su interior. Como compañero necesito a alguien que me exija lo mismo que mi propio daimon. Alguien así siempre sabrá ser tolerante. Aceptar algo inferior es un suicidio y corrompe las buenas relaciones. Valoro y confío en aquellos que aman y alaban mis aspiraciones más que mis actos. Si no te detienes a mirarme, sino que miras en la misma dirección que yo, y más allá, mi educación no podrá prescindir de tu compañía.
Mi amor ha de ser tan libre
Como el ala del águila,
Que sobrevuela la tierra, el mar
Y todas las cosas.
No he de bajar mi mirada
Y ponerla en tu salón,
No he de dejar mi cielo
Y mi luna nocturna.
No seas la red del cazador
Que detiene mi vuelo,
Astutamente dispuesta
Para llamar la atención.
Sé el viento favorable
Que me sostiene,
Y que sigue hinchando mi vela
Cuando ya te has marchado.
No puedo abandonar mi cielo
A tu antojo,
El amor verdadero vuela tan alto
Como el firmamento.
El águila no toleraría
Ver a su pareja así vencida,
El que aprendió a mirar
Justo por debajo del sol.
Hay pocas cosas más difíciles que ayudar a un Amigo en asuntos que no exigen la ayuda de la Amistad, sino sólo un servicio barato y trivial, si a la Amistad le falta la base de una relación eminentemente práctica. Tengo una relación muy amistosa, tanto a nivel social como espiritual, con una persona que no aprecia mi capacidad práctica, y que cuando solicita mi ayuda en estos asuntos ignora completamente con quién está tratando. Esta persona no usa mi capacidad, que en este sentido supera con mucho a la suya, sino sólo mis manos. En cambio, conozco a otra persona que es extraordinaria por su capacidad de discernimiento al respecto, que sabe cómo usar los talentos ajenos de los que él carece, sabe cuándo no tiene que vigilar o supervisar, y cuándo interrumpirlo. Servirle es un placer excepcional, que todos los trabajadores conocen. El otro tipo de trato me hiere sobremanera. Es como si, después de la más amistosa y ennoblecedora de las conversaciones, tu Amigo te usase como un martillo, y clavase un clavo con tu cabeza, siempre de buena fe, cuando en realidad eres un digno carpintero, así como su buen Amigo, y tomarías gustoso un martillo para ayudarle. Esta falta de apreciación es un defecto que no pueden suplir todas las virtudes del corazón:
¿Cómo podemos confiar en los Buenos?
Sólo los Sabios son justos.
Utilizamos a los Buenos,
A los Sabios no los escogemos.
No hay nadie por encima de ellos,
Que conocen y aman a los Buenos,
Aunque no sean reconocidos
Por el común de los mortales.
No nos cautivan con sus ojos,
Mas nos traspasan con su consejo;
No sienten ninguna afinidad
Por el bienestar o el malestar privados,
Sino que gozan y suspiran con el universo,
Cuyo conocimiento engendra su simpatía.
Confucio dice: «Establecer vínculos de Amistad con alguien es entablar Amistad con su virtud. No debería haber ninguna otra razón para la Amistad[39]». Sin embargo, los hombres también quieren que entablemos Amistad con su vicio. Tengo un Amigo que desea que vea bien aquello que sé que está mal. Pero si la Amistad quiere privarme de mis ojos, si quiere oscurecer mi día, yo no quiero nada de ella. Sus efectos deberían ser expansivos y liberalizadores en un grado inconcebible. La verdadera Amistad puede ofrecer el verdadero conocimiento, y no está basada en la oscuridad y la ignorancia. La falta de discernimiento no puede ser uno de sus componentes: si puedo ver las virtudes de mi Amigo con mayor claridad que las de otro, también sus defectos serán más evidentes. No tenemos tanto derecho a odiar a nadie como a nuestro Amigo. Los defectos no son menos importantes por estar siempre compensados por las correspondientes virtudes, y para un defecto no hay excusa que valga, aunque en muchos sentidos pueda parecer más grande de lo que en realidad es. Jamás he conocido a nadie que sepa soportar las críticas, que no pueda ser adulado, que no sobornaría a su juez o que se alegre de que siempre amemos a la verdad más que a él mismo.
Si dos viajeros recorren su camino juntos y en armonía, el uno ha de tener una percepción tan sincera y justa de las cosas como el otro, o de lo contrario el suyo no será precisamente un camino de rosas. Así y con todo, incluso un viaje con un hombre ciego puede ser agradable y de provecho si éste resulta afable, y si cuando hablas del paisaje se acuerda de que él está ciego pero tú puedes ver, y si no te olvidas de que su sentido del oído probablemente esté más afinado por la falta de la vista. De lo contrario no os haréis compañía durante mucho tiempo. Un hombre ciego y otro que tenía la vista en perfecto estado caminaban juntos cuando llegaron al borde de un precipicio. «¡Cuidado, amigo mío!», dijo el segundo, «que hay aquí un precipicio escarpado, no sigas por este camino». «Ya lo sé, ya lo sé», dijo el otro, y dio un paso atrás[40].
Es imposible decir todo lo que pensamos, incluso a nuestro Amigo más auténtico. Es más probable que nos despidamos de él para siempre antes de que nos quejemos, pues nuestra queja está demasiado bien fundamentada como para pronunciarla. No hay dos personas entre las que exista un entendimiento mayor, pero la denuncia de uno de un serio defecto del otro producirá un malentendido en proporción a su gravedad. Las inevitables diferencias constitutivas, un obstáculo para la Amistad perfecta, son siempre un tema tabú entre los Amigos. Ellos aconsejan a través de todo su comportamiento. Y sólo el amor puede reconciliarlos. Llegan fatídicamente tarde cuando empiezan a explicarse y a tratarse entre ellos como enemigos. ¿Quién aceptará una disculpa de un Amigo? No tienen que disculparse más que el rocío y la escarcha, que se marchan cada vez que sale el sol, y cuyos beneficios todos los hombres, en el fondo de sus corazones, reconocen. ¿Qué explicación expiará la necesidad misma de una explicación?
El amor verdadero no discute por motivos baladíes, por esos errores que dos conocidos pueden resolver con una explicación. Sólo discuten, por nimia que pueda parecer la causa, por razones apropiadas y fatales y eternas, que nunca podrán dejarse de lado. Su discusión, de haberla, se repetirá eternamente, a pesar de los rayos de afecto que una y otra vez bañarán en oro sus lágrimas —de la misma manera que el arco iris, por más que sea una señal hermosa e infalible, no promete buen tiempo para siempre, sino sólo durante un rato—. A lo largo de mi vida he conocido muy bien a dos o tres personas, pero jamás he escuchado un consejo que me fuese útil en asuntos que no fuesen triviales y pasajeros. Puede que uno sepa algo que el otro desconoce, pero ni siquiera la máxima cordialidad puede transmitir el requisito indispensable para hacer útil el consejo. Hemos de aceptarnos o rechazarnos por lo que somos. Me resultaría más fácil domar a una hiena que a mi Amigo. Está hecho de un material que ninguna herramienta de minería podrá trabajar. Un salvaje desnudo podrá derribar un roble con un tizón, y esculpir un hacha desde la roca por medio de la fricción, pero yo no puedo quitar ni la más ínfima esquirla del carácter de mi Amigo, ya sea para embellecerlo o para deformarlo.
El amante acaba por comprender que no existe ninguna persona completamente transparente y digna de fiar, sino que todo el mundo tiene un demonio en su interior que, a la larga, es capaz de cometer cualquier crimen. Sin embargo, como dijo cierto filósofo oriental: «Aunque la Amistad entre hombres buenos se vea interrumpida, sus principios permanecen inalterados. El tallo de la flor de loto puede romperse, pero las fibras permanecen conectadas[41]». La ignorancia y la ineptitud con amor son mejores que la sabiduría y la habilidad sin él. Puede haber cortesía, puede haber sensatez, y talante, y talento, y conversaciones brillantes, e incluso puede haber buena voluntad. Y sin embargo, las facultades más humanas y divinas suspiran por que se haga uso de ellas. Nuestra vida sin amor es como el coque y las cenizas. Los hombres pueden ser puros como el alabastro y el mármol de Paros, elegantes como una villa toscana, sublimes como el Niágara, pero si en sus banquetes no se mezcla el vino con la leche, más nos valdría ser hospedados por godos y vándalos.
Mi Amigo no pertenece a otra raza o familia de hombres, sino que es carne de mi carne, hueso de mi hueso. Él es mi verdadero hermano. Veo a su naturaleza avanzar a tientas, como la mía. No vivimos alejados el uno del otro. ¿Acaso no nos han vinculado los Hados de muchas maneras? En el Visnú-Purana leemos: «A los virtuosos les basta dar siete pasos juntos para entablar amistad, pero tú y yo hemos vivido juntos[42]». ¡¿No significa nada que durante tanto tiempo hayamos compartido la misma hogaza de pan, bebido de la misma fuente, respirado el mismo aire en verano y en invierno, sentido el mismo calor y el mismo frío?! ¡¿No significa nada que las mismas frutas nos hayan refrescado a ambos, que las fibras de nuestros pensamientos nunca hayan sido distintas?!
La naturaleza tiene cada día su amanecer,
Pero los míos están muy alejados;
Aunque satisfecho, grito, porque en verdad
Creo que los míos son más brillantes.
Cuando mi sol finalmente se eleva,
Aunque sea ya mediodía,
Sus verdes praderas se sumen en una oscuridad
Que mi luz no puede traspasar.
A veces disfruto de su día,
Conversando con mi compañero,
Pero si intercambiamos un rayo de sol,
El calor de inmediato se mitiga.
A través de nuestra conversación escalo y observo,
Como desde una colina oriental,
Una mañana más brillante
De la que la naturaleza conforma.
Como si fuesen dos días en uno,
Dos domingos soleados reunidos,
Nuestros rayos recrean un sol,
Y el más hermoso día estival.
Tan cierto como que el ocaso de mi último noviembre me transportará al mundo etéreo y me hará recordar la rubicunda mañana de la juventud; tan cierto como que el último acorde musical que llegue a mis oídos decadentes me hará olvidar la edad; en suma, tan cierto como que las influencias de la naturaleza sobreviven durante el transcurso de nuestra vida natural, es que mi Amigo será para siempre mi Amigo, que reflejará para mí un rayo divino, y que el tiempo fomentará y adornará y consagrará nuestra Amistad como hace con las ruinas de los templos. Así como amo a la naturaleza, como amo a los pájaros que trinan, a los rastrojos centellantes, a los ríos, a la mañana y a la noche, al verano y al invierno, así te amo a ti, Amigo mío.
Pero todo lo que pueda decirse sobre la Amistad es como la botánica para las flores. ¿Cómo puede el entendimiento tener en cuenta su amabilidad?
Incluso la muerte de los Amigos nos inspirará tanto como sus vidas. Dejarán consuelo para los dolientes, como dejan los ricos dinero para costear los gastos de sus funerales, y su recuerdo estará cubierto de unos pensamientos sublimes y agradables, como los monumentos de otros hombres están recubiertos de musgo. Pues nuestros Amigos no tienen sitio en el cementerio.
Hasta aquí lo que respecta a nuestros Amigos cisalpinos y cisatlánticos.
Y otra palabra de súplica y consejo para la gran y respetable nación de los Conocidos, allende las montañas: «¡Saludos!».
A mis vecinos más tranquilos, y a los más irreflexivos, les digo: procuremos aprovecharnos los unos de los otros, seamos cuando menos útiles, si no admirables, para los demás. Sé que las montañas que nos separan son altas, y que están cubiertas por unas nieves perpetuas, mas no desesperemos. Aprovechemos los días serenos de invierno para escalarlas. Si es necesario, limemos las rocas con vinagre, pues allí se extienden las verdes llanuras de Italia, listas para recibiros, y tampoco yo me demoraré en penetrar en vuestra Provenza. Armémonos de valor y golpeémosla en la cabeza, en el corazón o en cualquier órgano vital. Dependiendo del tipo, la madera puede estar bien seca y ser lo bastante sólida para soportar un uso tosco, y si se quiebra, hay mucha más en el lugar de donde la sacamos. Yo no soy una pieza de loza que pueda lanzarse contra mi vecino sin que corra peligro de romperse con el golpe, produciendo un chirrido que habría de durar hasta el fin de mis días. Soy, antes bien, uno de esos antiguos tajadores de madera, que a ratos preside la mesa, a ratos hace de taburete para ordeñar o de asiento para los niños, y al final acaba yéndose a su tumba adornado con cicatrices honorables, y no muere hasta que queda consumido. Lo único que puede chocarle a un hombre valiente es el tedio. Pensemos en todos los desplantes que ha experimentado a lo largo de su vida: puede que se haya caído en un abrevadero para caballos, que haya comido almejas de agua dulce o que haya llevado una camisa sin lavar durante una semana. De hecho, no podemos recibir un golpe a menos que tengamos una afinidad eléctrica con lo que nos golpea. Así pues, usadme a mí, que soy útil a mi manera, que soy uno de los muchos, desde la seta venenosa y el beleño negro hasta la dalia y la violeta, que suplican ser usados; usadme, si es que pudieseis encontrarme alguna utilidad, ya sea para preparar una bebida medicinal o el baño, como la bergamota y la lavanda, o para dar fragancia, como la verbena y el geranio, o para alegrar la vista, como el cactus, o para estimular la reflexión, como el pensamiento. Dadme al menos estos usos humildes, si no otros más elevados.
Ah, queridos Extranjeros y Enemigos, cómo olvidarme de vosotros. Puedo permitirme daros la bienvenida, dejad que firme: «Por siempre vuestro, este sincero y muy obligado servidor». No tenemos nada que temer de nuestros enemigos, pues Dios tiene un ejército preparado al efecto. En cambio, no contamos con ningún aliado para luchar contra nuestros Amigos, esos vándalos despiadados.
Y una vez más, para todo el mundo,
Amigos, romanos, compatriotas y amantes[43].
Dejemos que este odio puro aún sostenga
Nuestro amor, para que podamos ser
La conciencia de nuestro prójimo.
Y dejemos que nuestra simpatía
Salga justo de ahí.
Nos trataremos como dioses,
Y toda la fe que tenemos
En la virtud y en la verdad la pondremos
En ambos, y dejaremos la sospecha
Para los dioses inferiores.
Dos estrellas solitarias,
De lejanos sistemas ignotos,
Giran entre nosotros,
Pero con nuestra luz consciente nos
Dirigimos resueltos al mismo polo.
¿Qué necesidad confunde a la estrella?
El amor bien puede esperar,
Para él nunca es demasiado tarde,
Pues presencia de un deber el final,
Y del otro marca el comienzo.
No tendrá más uso
Que el color de las flores,
Sólo el invitado independiente
Pasea bajo sus enramadas,
Y hereda sus bienes.
Ningún discurso, por dulce que sea, lo posee,
Pero él distribuye un silencio más dulce
Entre sus compañeros,
Que de noche consuela,
Que de día felicita.
¿Qué le dice la lengua a la lengua?
¿Qué escucha el oído del oído?
Por los designios del destino,
Año tras año,
Se comunica.
El abismo del sentimiento se abre desnudo:
Ningún puente trivial de palabras,
Ni pasarela de gran arcada,
Puede franquear el foso que rodea
Al hombre sincero.
Ni cerraduras ni barrotes
Mantendrán fuera al enemigo,
Ajeno a la mina secreta
Allí donde la duda lo ha conducido.
Ningún centinela en la puerta
Dejará pasar al amigo,
Pero, como el sol elevado,
Él tomará el castillo,
Y brillará en sus murallas.
No conozco nada en el mundo
Que pueda escapar del amor,
Pues desciende bajo cualquier profundidad,
Y se eleva sobre cualquier altura.
Espera como espera el cielo,
A que las nubes se disipen,
Mas brilla siempre sereno
Con una luz eterna,
Tanto si se han marchado,
Como si siguen flotando.
Implacable es el Amor,
Podemos comprar al enemigo, o disuadirlo
De sus intenciones hostiles,
Pero él continúa sin descanso
Sobre la bondad inclinado.
Tras remar cinco o seis millas desde Amoskeag antes de la puesta de sol, y llegar a un agradable tramo del río, uno de nosotros desembarcó para buscar una granja donde poder reponer nuestras existencias, mientras que el otro se quedó navegando tranquilamente, explorando la orilla opuesta para encontrar un puerto apto para la noche. Mientras tanto, las barcazas empezaron a aparecer tras una curva a nuestras espaldas, avanzando junto a la orilla con la ayuda de las pértigas, toda vez que la brisa había cesado casi por completo. Esta vez no hubo oferta de ayuda, pero uno de los barqueros gritó para decir, a modo de venganza crudísima por haber sido los perdedores en la carrera, que había visto un pato joyuyo, que nosotros habíamos asustado, posado en lo alto de un pino blanco, media milla río abajo. Repitió la afirmación varias veces, y parecía visiblemente molesto por la evidente sospecha con la que era recibida esta información. Sin embargo, allí seguía posado el pato joyuyo, sin que nosotros lo molestásemos.
Después de un rato el otro viajero volvió de su expedición por el interior. Traía con él a uno de los nativos, un chiquillo rubio que tenía en la cabeza algunas historias, o una pequeña edición, de Robinson Crusoe, que había quedado fascinado al oír nuestras aventuras y le había pedido permiso a su padre para conocernos. Examinó, al principio desde lo alto del margen, nuestro bote y nuestros accesorios, con los ojos resplandecientes, y deseaba poder ser ya uno de nuestros hombres. Era un chiquillo vivaz e interesante, y nos habría encantado poder subirlo a bordo, pero Nathan era aún el hijo de su padre, y todavía no tenía edad para decidir.
Comimos una hogaza de pan casero, y almizcle y sandía como postre, pues aquel granjero, un hombre inteligente y muy amable, cultivaba una gran parcela de sandías para los mercados de Hooksett y Concord. Al día siguiente, haciendo gala de la hospitalidad que le caracterizaba, nos hospedó y nos enseñó sus campos de lúpulo, su horno y la parcela de sandías, y nos avisó para que pasásemos por encima de la cuerda tensa que rodeaba a esta última a un pie del suelo, mientras señalaba a un pequeño emparrado en una esquina, donde estaba unida al gatillo de un arma en línea con la cuerda, y donde, según nos informó, gustaba de sentarse durante algunas noches agradables para defender sus posesiones de los ladrones. Franqueamos con cuidado la cuerda y compartimos con nuestro huésped el muy humano interés por el éxito de su experimento. Aquella noche en concreto los rumores en el aire hacían presagiar la llegada de ladrones, y la pólvora no estaba húmeda. El hombre era un metodista que había establecido su casa entre el río y la montaña Uncanoonuc, y pertenecía a aquel lugar, y allí se sentía en casa, alentado por viejas ideas políticas y por su propia tenacidad. Se ocupaba de sus sandías y seguía plantándolas cada año. Le sugerimos que añadiese a su cosecha nuevas variedades de semilla de melón y frutas con sabor exótico. Tuvimos que llegar a este lugar entre las colinas para conocer la benevolencia imparcial e insobornable de la Naturaleza. Las fresas y las sandías crecen igual de bien en el huerto de un hombre que en el de otro, y el sol se pone con la misma dulzura tras su colina, mientras que nosotros habíamos imaginado que sentía inclinación por unas pocas almas sinceras y leales que conocíamos.
Encontramos un puerto adecuado para nuestro bote en la orilla este, en la desembocadura de un arroyo que se vertía en el Merrimack, donde no molestaría a ningún bote que pasase durante la noche —pues suelen navegar junto a la orilla cuando remontan el río, ya sea para evitar la corriente o para tocar el fondo con sus pértigas— y donde podríamos acceder a ella sin pisar la orilla embarrada. Pusimos a enfriar una de nuestras sandías más grandes en el agua tranquila de la desembocadura de este arroyo, entre los alisos, pero cuando nuestra tienda estuvo montada y lista, y volvimos a cogerla, el río se la había llevado y no se veía rastro de ella. Así pues, subimos a nuestro bote en el crepúsculo y fuimos en busca de aquella propiedad, y al final, tras mucho esforzar la vista, descubrimos su disco verde a bastante distancia río abajo, flotando suavemente en dirección al mar junto a muchas ramitas y hojas que habían llegado desde las montañas aquella tarde, manteniendo un equilibro tan perfecto que no había oscilado en absoluto, con lo que el agua no había entrado en la porción que habíamos retirado para acelerar el enfriamiento.
Mientras estábamos sentados en la orilla, dando por fin buena cuenta de nuestra cena, la luz clara del cielo hacia el Oeste bañaba los árboles al Este y se reflejaba en el agua. Disfrutamos de una noche tan tranquila que no habría nada que relatar. Casi siempre pensamos que existen pocos grados en la escala de lo sublime, y que el grado más alto está sólo un poquito por encima del que ahora experimentamos. Pero nos engañamos: cuando llegan las visiones más sublimes, las primeras palidecen y se disipan. Nos sentimos agradecidos cada vez que una prueba interior nos recuerda la vigencia de las leyes universales, y es que sólo débilmente recordamos nuestra fe. De hecho, la fe no es una certeza memorizada, sino el uso y disfrute del conocimiento: aquello que sentimos cuando no tenemos que creer, sino que entramos en contacto real con la Verdad y estamos vinculados a ella de la manera más directa e íntima. De cuando en cuando las olas de una vida más serena pasan sobre nosotros, como los rayos de sol sobre los campos cubiertos de nubes. En los momentos más felices, cuando fluye más savia por el tallo marchito de nuestra vida, Siria e India se expanden desde nuestro presente como lo hacen en la historia. Todos los acontecimientos que configuran los anales de las naciones no son sino las sombras de nuestras experiencias privadas. Repentina y silenciosamente las épocas que llamamos «historia» se despiertan y brillan tenues en nosotros, y ahí hay espacio suficiente para que Alejandro y Aníbal marchen y conquisten. La historia que leemos, en resumen, sólo es un recuerdo más débil de unos acontecimientos que han ocurrido en nuestra propia experiencia. La tradición es un recuerdo débil y con lagunas.
Este mundo no es más que un lienzo para nuestra imaginación. Veo a hombres esforzándose, con infinito sufrimiento, por obtener de sus cuerpos lo que yo, con al menos el mismo sufrimiento, querría obtener de mi imaginación: toda su capacidad. Pues sin duda existe una vida de la mente por encima de las necesidades del cuerpo, e independiente de él. A menudo el cuerpo está alerta, pero la imaginación está aletargada; el cuerpo es grasiento, pero la imaginación es magra. Pero ¿de qué valen las demás riquezas si eso falta? «La imaginación es el aire de la mente[44]», donde ésta vive y respira. Todas las cosas son como yo. ¿Dónde está la Oficina de Cambio? El pasado es tan heroico como nosotros lo veamos: es el lienzo sobre el que está pintada nuestra idea de heroísmo, y así, en un cierto sentido, conforma también el desvaído mapa de nuestro campo de batalla futuro. Nuestras circunstancias responden a nuestras expectativas y a las exigencias de nuestra naturaleza. Me he dado cuenta de que si un hombre cree que necesita mil dólares, y no puede convencérsele de lo contrario, por lo general acabará teniéndolos: si sigue vivo y sigue pensándolo, llegarán los mil dólares, aunque sólo sea para comprar cordoneras. El mismo tiempo le llevará conseguir mil mills[45] a alguien que encuentre igualmente difícil convencerse de que los necesita.
Los hombres son iguales de nacimiento en que,
Por su esencia y su condición, todos son idénticos.
Estoy asombrado por la singular pertinacia y la resistencia de nuestras vidas. El milagro es que, lo que es, es, cuando para el resto de las cosas resulta tan difícil, si no imposible, ser. El milagro es que caminamos por nuestros senderos particulares, antes de caer muertos y cumplir nuestro destino, simple y llanamente porque tenemos que caminar por algún sendero; que todos los hombres pueden ganarse la vida, pero pocos pueden hacer algo más. Sólo puedo hacer tanto antes de que la salud y las fuerzas se vayan, y aun así es suficiente. Ahora el pájaro está posado fuera del alcance del fusil. Nunca soy rico, y nunca soy míseramente pobre. Se contraen deudas, pero las deudas están en el curso de los acontecimientos canceladas, pues siguen, por así decirlo, la misma ley por la que se contrajeron. Una vez escuché que cierto joven y cierta señorita se habían comprometido, y luego escuché que se rompió el compromiso, pero no supe los motivos en ninguno de los casos. Ahora creemos estar condicionados por la casualidad y las circunstancias; luego nos movemos lentamente, como en un sueño; y después corremos, como si estuviese escrito en nuestro destino, y todos los elementos son un obstáculo o una ayuda. No puedo cambiar de ropa más que cuando lo hago, y aun así me cambio de ropa, y ensucio la nueva. Me parece maravilloso que esto ocurra, aunque otros acontecimientos admirables que podría mencionar no ocurren. Nuestras vidas particulares parecen tener la misma fortuna, la misma fuerza y resistencia, que los atracaderos de roca sólida arrojados a la marea de las circunstancias. Cuando los demás caminos fracasan, avanzamos por nuestro sendero particular con una confianza singular e infalible. ¡Cuántos riesgos corremos! La hambruna y los incendios y la peste y las miles de formas en que puede cumplirse un destino cruel. Y, aun así, todos los hombres viven —hasta que mueren—. ¿Cómo lo logran? ¿No existe un peligro inmediato? Nos maravillamos innecesariamente cuando oímos hablar de un sonámbulo que camina sobre un tablón con total seguridad, pues nosotros mismos hemos caminado sobre un tablón durante toda nuestra vida, hasta llegar a esta cuerda sobre la que nos encontramos. Mi vida no esperará a nadie, y sigue madurando sin demora, mientras yo vago por las calles y regateo con este hombre y con aquél para poder vivir. Es tan indiferente y sencilla como el perro de un vagabundo, y se relaciona con los de su especie. Abrirá su propio cauce, como un río de montaña, y ni siquiera la cordillera más larga impedirá que acabe llegando al mar. Hasta ahora, por extraño que parezca, todas las personas y objetos inanimados, todos los elementos y estaciones que he encontrado, se adaptaban a mis recursos. No importa cuánta prisa e imprudencia ponga en mi camino, se me permite ser temerario. Franqueo los abismos en un abrir y cerrar de ojos, como si una caravana invisible transportase para mí los pontones necesarios. Y mientras desde las alturas oteo el tentador pero ignoto océano Pacífico del Porvenir, las piezas del barco —cuya quilla labrará sus olas y me llevará hasta las Indias— son transportadas por las montañas a lomos de mulas y llamas. El día no amanecería de no ser por
LA MAÑANA INTERIOR
Empaquetadas en mi cabeza están todas las prendas
Que viste la naturaleza por fuera,
Y con el cambio horario de su moda
Ella repara las demás cosas.
En vano busco un cambio en el exterior,
Y no puedo encontrar diferencias,
Hasta que un nuevo rayo de paz inesperada
Ilumina mi mente más íntima.
¿Qué dora los árboles y las nubes,
Y pinta un cielo tan espléndido,
Si no aquella luz veloz y duradera
Con su rayo inalterable?
Cuando el sol recorre el bosque
En una mañana de invierno,
Allá donde su rayo silencioso penetra
La oscuridad de la noche se aleja.
¿Cómo podía saber el pino paciente
Que la brisa matutina llegaría,
O las humildes flores predecir
El zumbido del insecto al mediodía,
Hasta que la nueva luz lejana, con matinal
Alegría, comienza a fluir entre los árboles
Y le habla rápidamente al bosque
Durante millas y millas?
He escuchado en lo más íntimo de mi alma
Estas alegres noticias matutinas,
Y en el horizonte de mi mente
He visto estos colores orientales,
Como se escuchan en el crepúsculo del alba,
A los primeros pájaros que despiertan,
Recorriendo el bosque silencioso
Y rompiendo las pequeñas ramas.
O como se ven en los cielos orientales,
Antes de que el sol aparezca,
Los presagios del calor veraniego
Que nos envía desde lejos.
Semanas y meses enteros de mi vida estival se deslizan tenues como la neblina y el humo, hasta que al final, una mañana tibia, por casualidad, veo una nube de niebla descender por el río hasta el pantano, y floto junto a ella sobre los campos. Recuerdo las horas tranquilísimas de verano en que el saltamontes canta sobre los gordolobos. En esos momentos siento el coraje, pues su mero recuerdo es armadura suficiente para poder reírse de cualquier golpe de fortuna. A lo largo de nuestra vida escuchamos los acordes del arpa, ora más fuertes, ora más débiles, y la muerte no es más que «la pausa durante la que la explosión se recompone[46]».
Nos quedamos despiertos un buen rato, escuchando los murmullos del arroyo, en el punto en que se encontraba con el río, donde estaba montada nuestra tienda. Había una suerte de interés humano en su historia, que no cesa ni con las crecidas ni con las sequías de verano, y el ritmo más profundo del río quedaba completamente ahogado por su estruendo. Sin embargo, el arroyo, cuyas
Arenas y guijarros plateados entonan Eternas
Cancioncillas con la primavera[47],
queda silenciado por las primeras heladas del invierno. En cambio, los ríos más potentes, en cuyo fondo nunca brilla el sol, obstruidos por las rocas hundidas y las ruinas de los bosques, de cuya superficie no se eleva ningún murmullo, son ajenos a los grilletes de hielo que encadenan a los miles de arroyos tributarios.
Esa noche soñé con algo que había tenido lugar mucho tiempo atrás. Se trataba de un desacuerdo con un Amigo, que no había dejado de atormentarme, por cuanto no tuviese motivos para culparme a mí mismo. Sin embargo, en mi sueño por fin se hacía una justicia ideal por sus sospechas, y yo recibía esa compensación que nunca había obtenido durante mis horas despiertas. Es imposible expresar cuán aliviado y alegre estaba, incluso una vez despierto, pues en los sueños nunca nos engañamos, ni somos engañados, y aquél parecía tener la autoridad de un juicio final.
Nos bendecimos y nos maldecimos a nosotros mismos. Algunos sueños, así como ciertas reflexiones despiertas, son sagrados. Donne canta de una persona
Cuyos sueños eran más devotos que la mayoría de las oraciones[48].
Los sueños son la piedra de toque de nuestro carácter. Cuando recordamos algún fallo en nuestra conducta durante un sueño nos sentimos poco menos afligidos que si hubiese sido real, y la intensidad de nuestro dolor, que es nuestra expiación, mide el grado de separación entre dicho fallo y uno real. Pues en nuestros sueños no hacemos sino interpretar un papel que tenemos que haber aprendido y ensayado en nuestras horas despiertas, y sin duda también podríamos encontrar en ellas algún tipo de confirmación. Si esta mezquindad no tiene su origen en nosotros, ¿por qué nos sentimos afligidos? En los sueños nos vemos desnudos e interpretando nuestros caracteres reales, incluso con mayor claridad que con la que vemos a los otros despiertos. Sin embargo, una virtud inquebrantable e imponente obligaría incluso a esos sueños más fantásticos y borrosos a respetar su autoridad siempre vigilante. Tal y como acostumbramos a decir despreocupadamente, nunca deberíamos haber soñado con algo así. Vivimos nuestra vida más real cuando en sueños estamos despiertos.
Y, para mecerlo en su suave sueño,
Un arroyo fluyó desde la montaña
Y lloviznó sin cesar sobre su techo,
Mezclado con el murmullo del viento, como la canción
De un enjambre de abejas, y quedó sumido en el sueño.
Ningún otro ruido, ni los latosos gritos de la gente
Que aún molestan a la ciudad amurallada,
Podía escucharse allí, donde la Calma reinaba
Envuelta en un silencio eterno, lejos de sus enemigos[49].