DOMINGO
El río fluye sereno,
Entre orillas brillantes, a través del valle solitario,
Donde ulula la lechuza, aunque la algarabía de los hombres
Nunca haya turbado su descanso mudo,
Pero si caminas junto a él, no podrás sino regresar.
William Ellery Channing[1], «Boat song»
Los indios nos hablan de un Río hermoso y lejano,
que fluye al sur, y que ellos llaman Merrimack.
Pierre du Gua Sieur de Monts[2], Relatos de los jesuitas
Por la mañana el río y el campo colindante estaban cubiertos por una densa niebla, y a través de ella el humo de nuestro fuego ascendía, enroscándose, como una neblina aún más ligera. Sin embargo, apenas habíamos remado unas varas cuando el sol se levantó y la niebla se disipó con rapidez, dejando sólo un tenue vapor girando sobre la superficie del agua. Era una tranquila mañana de domingo, con una luz auroral más rosácea y blanca que amarilla, como si datase de antes de la caída del hombre y conservase aún una integridad pagana:
Uno de los primeros santos sin convertir,
Sin la mancilla del mediodía o de la noche,
Pagano sin reproche,
Que irrumpió en el día civil,
Nació y no dejó ni un segundo
De recorrer los arrabales del mundo.
Sin embargo, las impresiones que nos deja la mañana se desvanecen con su rocío, y ni siquiera el «mortal más perseverante[3]» puede preservar el recuerdo de su frescura llegado el mediodía. Mientras pasábamos junto a las diferentes islas, o a lo que serían islas en primavera, remando de espaldas al río, íbamos poniéndoles nombre. A la isla donde habíamos acampado la llamamos Isla del Zorro, y a otra isla bella y densamente arbolada, rodeada de aguas profundas y recorrida por las vides, que parecía una aglomeración de verdor y de flores arrojada sobre las olas, le pusimos el nombre de Isla de la Uva. Desde Ball’s Hill hasta el templo[4] de Billerica, el río seguía siendo el doble de ancho que en Concord: una corriente profunda, oscura y muerta, que flotaba entre colinas suaves, y a veces entre peñascos, con ambas orillas repletas de árboles. Era un largo lago forestal rodeado de sauces. Durante un buen trecho no vimos ninguna casa ni campo cultivado, ni tampoco señal alguna de la proximidad del hombre. Navegábamos aguas poco profundas, pasando junto a una densa empalizada de espadañas, que delimitaba el agua con tal precisión que parecía obra del hombre, y que nos recordaba a los fuertes de juncos de las Indias Orientales, sobre los que habíamos leído. Sobre la orilla, ligeramente elevada, colgaban elegantes plantas y varias especies de helechos, cuyos suaves tallos estaban tan juntos y tan desnudos como en un jarrón, mientras que sus cabezas se extendían varios pies hacia cada lado. Las ramas muertas del sauce estaban rodeadas y adornadas por la mikania trepadora (Mikania scandens), que llenaba cada fisura de la frondosa orilla, en un contraste agradable con la corteza gris de su soporte y las bolas de la Cephalanthus occidentalis. El sauce de agua (Salix purshiana), cuando es de gran tamaño y está entero, es el más elegante y etéreo de nuestros árboles. Sus masas de follaje verde claro, apiladas las unas sobre las otras hasta alcanzar los veinte o treinta pies de altura, parecían flotar sobre la superficie fluvial, y los delgados tallos grises y la orilla apenas si se podían distinguir entre ellos. Ningún árbol casa mejor con el agua ni está en tanta armonía con los ríos tranquilos. Es más hermoso incluso que el sauce llorón, o cualquier otro tipo de árbol pendular, cuyas ramas se hunden en el agua en lugar de ser sacadas a flote por ésta. Sus ramas curvadas caen sobre la superficie, como atraídas por ella. No parece propio de Nueva Inglaterra, sino de Oriente, y nos recuerda a los jardines ornamentados de Persia, de Hârûn al-Rachîd[5], y a los lagos artificiales de Oriente.
A medida que descendíamos a través de las masas frescas de follaje, abarrotadas de uva y clemátides en flor, la superficie estaba tan serena, y el aire y el agua eran tan transparentes, que el vuelo a ras de río de un martín pescador o un petirrojo se reflejaba con la misma nitidez en el agua, por debajo, y en el aire, por encima. Los pájaros parecían revolotear por arboledas sumergidas, posándose sobre ramitas flexibles, y sus notas nítidas manar directamente del río. No estábamos seguros de si el agua hacía flotar a la tierra o si era la tierra la que albergaba al agua en su seno. Fue, en resumen, un momento parecido a aquél en que uno de nuestros poetas de Concord navegó por este mismo río, cantando sus serenas glorias.
Hay una voz interior, que desde el río
Transmite su espíritu al oído atento,
Y en una dicha tranquila fluye,
Como la sabiduría, acogida por su propio respeto.
Su seno alberga estos hermosos pensamientos,
Recibe a los árboles verdes y elegantes,
Y las rocas grises sonríen en sus brazos tranquilos[6].
El poema continúa, aunque es demasiado serio para nuestras páginas. Por cada roble y cada abedul que crecía en la cima de la colina, así como por cada uno de esos olmos y sauces, sabíamos que existía un árbol ideal, hermoso y etéreo, naciendo desde las raíces hacia abajo, y que a veces la Naturaleza, con la marea alta, lleva su espejo hasta los pies del árbol y lo hace visible. La quietud era intensa y casi deliberada, como si fuese un domingo natural, y nos imaginábamos que aquella mañana era la noche de un día celeste. El aire era tan elástico y cristalino que producía sobre el panorama el mismo efecto que produce el cristal sobre un cuadro, confiriéndole una lejanía y una perfección absolutas. El paisaje vestía una luz tenue y tranquila, y bajo ella los bosques y las cercas lo delimitaban y lo dividían con una nueva regularidad. Los campos abruptos e irregulares se extendían hasta el horizonte con una suavidad herbosa, y las nubes, nítidas y pintorescas, parecían unas cortinas ideales para aquel país de las hadas. El mundo parecía adornado para alguna fiesta o acontecimiento de gran pompa, con cintas de seda al aire, y el curso de nuestras vidas se enroscaba frente a nosotros como el sendero verde de un laberinto campestre, en la época en que los árboles frutales están en flor.
¿Por qué toda nuestra vida y su paisaje no pueden ser tan nítidos y distintos? Las vidas de todos y cada uno de nosotros requieren un telón de fondo adecuado. Deberían, cuando menos, ser tan impresionantes de observar como la vida del ermitaño, como los objetos en el desierto, una vara rota o un montículo desmoronado, recortados contra un horizonte infinito. El espíritu elevado siempre se asegura esta ventaja, y por ende es distinguido al tiempo que se relaciona con los objetos cercanos o triviales, ya sean cosas o personas. Una vez, una muchacha navegó en mi bote sobre este mismo río, sin más supervisión que la de los guardianes invisibles, y cuando se sentó en la proa, ella era lo único que había entre el timonero y el cielo. Entonces pude decir, con el poeta:
La brisa de verano cae dulce
Sobre su silueta, que conmigo navega;
Su camino es así del todo libre,
Su naturaleza aún más excepcional,
Y su fiel corazón de una pureza virginal[7].
Por las noches, las propias estrellas siguen pareciendo las emisarias de esta doncella, las cronistas de su progreso.
En el fondo del cielo oriental
Se posa tu mirada oblicua;
Y aunque su hermosa luz
Nunca se eleve hasta mi vista,
Cada estrella que asciende
Por los sinuosos miembros
De aquella colina lejana
Expresa tu dulce voluntad.
Conocía, créeme, tus pensamientos,
Y que los céfiros traían con ellos
Tus deseos más amables,
Como te llevaban a ti los míos;
Que alguna nube atenta
Se posó, entre la multitud,
Sobre mi cabeza,
Mientras se escuchaban dulces palabras.
Los zorzales, créeme, cantaban,
Al ritmo de las campanas florales;
Las hierbas exhalaban su aroma,
Y las fieras comprendían el mensaje,
Los árboles saludaban encorvados,
Y los lagos bañaban sus orillas,
Cuando tu mente libre
Volaba hacia mi retiro.
Era una noche de verano
Y el aire soplaba suave,
Hasta que una nube baja
Cubrió tus cielos orientales.
El fulgor silencioso del rayo
Perturbó mi sueño tranquilo,
Recordándome de tu mirada el destello
Bajo tu pestaña oscura.
Yo seguiré luchando siempre,
Como si conmigo estuvieses;
Cualquiera que sea mi camino,
Lo recorreré en tu nombre,
Amplio y de pendiente suave,
Como si junto a mí estuvieses,
Sin raíces donde pudiera tropezar
Tu paso dulce y ligero.
Caminaré a un ritmo sosegado,
Escogiendo el sendero más suave,
Sumergiendo con cuidado los remos,
Alejándome de la orilla sinuosa,
Y dirigiendo con dulzura mi bote
Hacia donde flotan los nenúfares,
Y las flores del cardenal
Se erigen en sus cenadores silvestres.
Hacía falta una cierta rudeza para perturbar con nuestro bote la superficie espejada del agua, en la que cada ramita y cada brizna de hierba se reflejaban con suma fidelidad, una fidelidad excesiva, inimitable para el arte, pues sólo la Naturaleza puede exagerarse a sí misma. Las aguas tranquilas y superficiales son insondables: allí donde se reflejan los árboles y los cielos, la profundidad es mayor que en el Atlántico, y no hay peligro de que la imaginación se quede encallada. Nos percatamos de que se necesitaba una segunda intención del ojo, una visión más libre y abstraída, para ver los árboles y el cielo reflejados, y no el mero fondo del río. De la misma manera, existen visiones múltiples en cada objeto, e incluso el más opaco refleja los cielos desde su superficie. La mirada de algunos hombres se dirige naturalmente hacia un objeto, y la de otros, hacia uno distinto.
El hombre que observa el cristal
Puede posar sobre él sus ojos,
O, si lo desea, mirar más allá,
Y así espiar a los cielos[8].
Nos cruzamos con dos hombres en un esquife, que flotaba como una boya entre los reflejos de los árboles, como una pluma al viento o una hoja que planea dulcemente desde su rama hasta el agua, sin girarse. Parecían estar en su elemento, haciendo uso con gran delicadeza de las leyes naturales. La manera en que flotaban era un bello y exitoso experimento de filosofía natural, y sirvió para ennoblecer ante nuestros ojos el arte de la navegación: como los pájaros vuelan y los peces nadan, bogaban aquellos hombres. Nos recordaban cuánto más puras y nobles podrían ser todas las acciones humanas, que toda nuestra vida podría ser tan bella como las más exquisitas obras de arte o como la naturaleza.
El sol se alojaba en los antiguos peñascos grisáceos y asomaba desde cada nenúfar. Las espadañas y los cálamos aromáticos parecían regocijarse en aquel aire y aquella luz deliciosos. Las praderas bebían a placer. Las ranas, sentadas, meditaban sobre el domingo, repasaban su semana, con un ojo puesto en el sol dorado y el otro en un junco, observando el maravilloso universo del que formaban parte. Los peces nadaban más serios y sobrios, como van las doncellas a la iglesia. Los bancos de piscardos dorados y plateados ascendían a la superficie para contemplar los cielos, y luego ponían rumbo hacia naves más oscuras, deslizándose como movidos por una única mente, adelantándose los unos a los otros en continuación, pero manteniendo la forma de su batallón inalterada, como si aún estuviesen abrazados por la membrana transparente que contiene la hueva. Esta joven banda de hermanos y hermanas probaba sus aletas nuevas: ora girando, ora lanzándose hacia delante cual saetas, y cuando los dirigíamos hacia la orilla y les cortábamos el paso, se desviaban hábilmente y pasaban bajo nuestro bote. Ningún viajero cruzaba sobre los viejos puentes de madera, y ni el río ni los peces evitaban fluir entre los pilares.
Tras esos bosques había un pueblo no muy lejano, Billerica, fundado no hace mucho tiempo, pues los niños aún recuerdan los nombres de los primeros colonizadores de este «lugar salvaje y desolado[9]». Sin embargo, a todos los efectos es tan antiguo como Ferney o Mantova[10], un pueblo vetusto y gris donde los hombres envejecen y duermen a la sombra de monumentos cubiertos de musgo, cuya utilidad ya quedó atrás. He aquí la antigua Billerica (¿Villa-rica?)[11], ya en su tercera edad, nombrada en honor a la inglesa Billericay, y cuyo nombre indio era Shawshine. Nunca he oído que fuese joven alguna vez. Mirad, ¿acaso no se ha deteriorado aquí la naturaleza, no se han vaciado las granjas y se han vuelto grises los templos derruidos por los años? Si queréis saber sobre su infancia, preguntad a esas antiguas piedras del prado. El tañido de su campana llega a veces hasta los bosques de Concord, yo lo he escuchado —ah, lo escucho ahora—. No es de sorprender que este sonido sobresaltase a los indios que echaban una cabezada, y asustara a sus presas, cuando las primeras campanas colgaron de los árboles y sonaron a través del bosque, más allá de las colonias del hombre blanco. Pero hoy prefiero el eco entre estos peñascos y estos bosques. No es una imitación débil, sino su original, como si algún Orfeo rural tocase de nuevo el acorde para mostrar cómo debería sonar.
Dong, suena el cobre desde el Este,
Como llamando a un banquete funerario,
Aunque prefiero escuchar este sonido
Cuando desde el Oeste llega revoloteando.
El campanario toca a muerto,
Pero el cascabel silvestre de las hadas
Es la voz de esas amables gentes,
O bien las palabras del horizonte.
Su metal no es el cobre,
Sino el aire, el agua, el cristal,
Y colgando bajo una nube,
Es el soplo del viento el que la hace tocar.
En el campanario suenan las doce,
Pero no parece ser tan tarde,
Sino una hora más temprana,
Pues el sol aún no ha alcanzado su torre.
Del otro lado, el camino llega hasta Carlisle, pequeña ciudad rodeada de bosques, menos civilizada aunque no por ello más natural. Se integra con la tierra a la perfección. Es objeto de mofa por ser una ciudad pequeña, lo sé. Sin embargo, se trata de un lugar donde cualquier día podría nacer un gran hombre, pues tanto los vientos propicios como los nefastos soplan sobre ella sin distinción. Su centro cuenta con un templo y varios cobertizos para caballos, una taberna y una forja, amén de una buena cantidad de madera aún por cortar y atar. Y
Bedford, nobilísima Bedford,
Jamás te olvidaré[12].
La historia se ha acordado de ti. Especialmente de esa petición tímida y humilde de tus antiguos fundadores, como súplicas de las gentes del Señor «a los caballeros, a los muy selectos ciudadanos» de Concord, rogándoles poder constituirse en una parroquia independiente. Nos cuesta creer que tan quejumbroso salmo resonara hace poco más de un siglo a lo largo de estas aguas babilónicas. «En las estaciones de calor extremo y frío insoportable», decían, «estábamos listos para rezar el domingo, a pesar de la fatiga que eso acarreaba». «Caballeros, si nuestro deseo de retirarnos se entiende como una deslealtad hacia el actual pastor reverendo, o hacia la Sociedad Cristiana junto a la que tan dulces consejos hemos compartido, y a la que hemos acompañado al interior de la casa de Dios, entonces ignórese esta petición nuestra. Sin embargo, deseamos fervientemente, con el consentimiento de Dios, que se nos alivie de nuestra carga del domingo, del viaje y el cansancio que conlleva. Deseamos que la palabra de Dios pueda estar junto a nosotros, junto a nuestras casas y en nuestros corazones, y que nosotros y nuestros pequeños podamos servir al Señor. Confiamos en que Dios, que instigó al espíritu de Ciro[13] para emprender la construcción del templo, nos haya instigado y os instigue para realizar y satisfacer nuestro ruego y petición, para que así vuestros humildes peticionarios puedan rezar por siempre, que tal es su deber[14]». Y así la construcción del templo avanzó hasta llegar a un final feliz. En Carlisle los trabajos llevaron fastidiosos años de retraso, y no por falta de madera de Shittim[15] u oro de Ofir[16], sino de una ubicación conveniente para todos los fieles, que estaban entre «Buttrick’s Plain» y «Poplar Hill[17]». Fue una cuestión harto tediosa.
En Billerica sin duda han vivido hombres rectos, cribados severamente año tras año, toda una sucesión de secretarios de la alcaldía cuyos nombres se pueden buscar en los antiguos registros. Una primavera llegó el hombre blanco, construyó una casa y allanó el terreno para dejar paso al sol, lo secó para construir una granja, apiló las antiguas piedras grises a modo de cerca, taló los pinos que rodeaban su morada, plantó semillas de árboles frutales traídas de su país y persuadió al civilizado manzano para florecer junto al pino silvestre y al enebro, y difundir su perfume por la tierra salvaje. Sus viejos troncos siguen ahí. Escogió al elegante olmo y lo sacó de los bosques y las orillas del río para perfeccionar y decorar su aldea. Construyó un puente rudimentario sobre el agua, y orientó su yunta hacia las praderas del río. Cortó las hierbas silvestres y dejó al descubierto los hogares del castor, de la nutria, de la rata almizclera, y con su guadaña afilada espantó al ciervo y al oso. Levantó un molino, y los campos de grano inglés brotaron en el suelo virgen. Y con su grano esparció las semillas del diente de león y del trébol silvestre por las praderas, mezclando sus flores inglesas con las nativas. La erizada bardana, la fragante nébeda y la humilde milenrama crecieron a lo largo de los caminos del bosque, también ellas buscando la «libertad para adorar a Dios[18]» a su manera. Y así se funda un pueblo. El gordolobo del hombre blanco pronto reinó en los maizales indios, y las fragantes hierbas inglesas revistieron la nueva tierra. Así pues, ¿dónde podría asentarse ahora el piel roja? La abeja melífera atravesó zumbando los bosques de Massachusetts, sorbiendo las flores silvestres alrededor del wigwam[19], acaso sin que nadie se percatase. Como una advertencia profética, picó la mano del pequeño piel roja, predecesora de esa tribu industriosa que estaba a punto de llegar para arrancar de raíz la flor silvestre de su raza.
Llega el hombre blanco, pálido como el amanecer, con su cargamento de ideas, con su inteligencia adormilada, como el fuego reavivado, sabiendo bien lo que sabe, no intuyendo, sino calculando. Llega en comunidades fuertes, rindiendo pleitesía a la autoridad, con una raza experimentada, con un maravilloso sentido común. Es obtuso, pero capaz, lento, pero perseverante, severo, pero justo, de humor parco, pero franco. Es un hombre trabajador, que desprecia el juego y el ocio, y construye casas resistentes, casas con armazón. Compra los mocasines y las cestas del indio, luego compra sus terrenos de caza, y al final se olvida de dónde está enterrado el piel roja y acaba labrando sobre sus huesos. Y aquí, en los registros del pueblo, en estas crónicas viejas, raídas, consumidas y manchadas por el tiempo, quizá se vea el sello del sachem indio[20], una flecha o un castor, y las pocas y fatales palabras con las que cedía sus terrenos de caza. Llega con una lista de antiguos nombres sajones, normandos y célticos, y los esparce a lo largo y ancho de este río —Framingham, Sudbury, Bedford, Carlisle, Billerica, Chelmsford—; y ésta es Nueva Inglaterra, tierra de los nuevos anglos, y éstos son los nuevos sajones del Oeste, a los que el piel roja no llama angleses o ingleses, sino yengeese, con lo que al final acaban siendo conocidos como yanquis.
Cuando estuvimos justo enfrente de Billerica, los campos a ambos lados del río tenían un aire inglés, suave y cultivado, y el campanario del pueblo se dejaba ver por encima de las arboledas que bordeaban el río. A veces algún huerto llegaba hasta la orilla, aunque, en esencia, la travesía de aquella mañana fue la parte más salvaje de nuestro viaje. Parecía que los hombres llevasen allí una vida serena y muy civilizada. Los habitantes eran simples granjeros y vivían regidos por un gobierno político organizado. El edificio de la escuela tenía un aspecto humilde, como suplicando una larga tregua a la guerra y a la vida salvaje. Todo el mundo descubre por experiencia propia, así como en la historia, que la era en que los hombres cultivan la manzana y conocen las delicias de la jardinería es esencialmente diferente a la de la vida forestal del cazador, y que ninguna de las dos puede desplazar a la otra sin incurrir en pérdidas. Todos hemos soñado despiertos, y también hemos tenido proféticas visiones nocturnas. Sin embargo, por lo que a la agricultura se refiere, estoy convencido de que mi genio proviene de una era más antigua que la agrícola. Yo, como mínimo, clavaría mi pala en la tierra con la misma libertad descuidada pero precisa con la que el pájaro carpintero clava su pico en un árbol. Y es que hay en mi naturaleza un anhelo singular hacia todo lo salvaje. No tengo más cualidad redentora que un amor sincero hacia algunas cosas, al que siempre vuelvo cuando se me reprueba. ¿Qué tengo yo que ver con los arados? Yo trazo un surco distinto al que vosotros veis: no es el que pisa aquel buey de allí, está aún más lejos; ni aquel por el que camina este buey de aquí, está aún más cerca. Aunque el cereal fracase, mi cosecha no lo hace, ¿y qué son para mí la sequía y la lluvia? El tosco pionero sajón suspira, de cuando en cuando, por esa sofisticación y esa belleza artificial inglesa, y gusta de escuchar el sonido de esos nombres dulces y clásicos de las colinas Pentland y Malvern, de los acantilados de Dover y Trosachs, de Richmond, Derwent y Winandermere, que ahora son para él como la Acrópolis y el Partenón, como Baia[21], como Atenas y sus diques, como Arcadia y el valle del Tempe[22].
Grecia, ¿quién soy yo para tener que recordarte a ti,
A tu Maratón y a tus Termopilas?
Si mi destino es cruel, si mi vida es vulgar,
¿En cuál de estos recuerdos dorados me podré apoyar?
Somos capaces de quedar complacidos con libros como Sylva, Acetarium o Kalendarium Hortense de Evelyn[23], pero esto implica una osadía perdida en el lector. La jardinería es cívica y social, pero carece del vigor y la libertad del bosque y el forajido. Puede que haya un exceso de cultura, hasta el punto de que la civilización se vuelva patética, hasta llegar a un hombre extremadamente cultivado, ¡cuyos huesos todos puedan doblarse, cuyas nobles virtudes no sean más que buenas maneras! Los pinos jóvenes que cada año nacen en los maizales constituyen para mí un evento renovador. Hablamos de civilizar al indio, pero ésa no es la palabra que le conviene. A través de la independencia cautelosa y la discreción necesarias para la vida en los bosques, conserva su relación con sus dioses originales, y de cuando en cuando se le permite establecer una relación excepcional y peculiar con la Naturaleza. Parece beneficiarse de una protección de los astros desconocida en nuestros salones. El destello constante de su genio, tenue sólo por la distancia, es como la luz débil pero gratificante de las estrellas, comparada con la llama encandiladora, pero ineficaz y efímera, de las velas. Los habitantes de las Islas de la Sociedad[24] tenían sus dioses diurnos, pero no se consideraba que tuviesen «la misma antigüedad que los atua fauau po, o dioses nocturnos[25]». Cierto, están los placeres inocentes de la vida rural, y a veces es agradable hacer que la tierra rinda su cosecha y recoger las frutas en su temporada, pero el espíritu heroico no dejará de soñar con retiros más remotos y senderos más escabrosos. Tendrá sus huertos y sus parterres más allá de esta tierra, y recolectará nueces y bayas como medio de subsistencia, o arrancará las frutas de los árboles con la misma despreocupación con que se arrancan las bayas. No estaríamos siempre aplacando y dominando a la naturaleza, domando al caballo y al buey, sino que a veces montaríamos al caballo salvaje y perseguiríamos al búfalo. La relación del indio con la Naturaleza reconoce, cuando menos, la independencia absoluta de cada una de las partes. Si el indio es, en cierto sentido, un extraño en el seno de la Naturaleza, el jardinero mantiene una relación demasiado íntima con ella. Existe algo vulgar o indecente en la cercanía de este último con su amante, y algo noble y puro en la distancia del primero. En la civilización, así como en latitudes más meridionales, el hombre acaba por degenerar, y se rinde ante la incursión de tribus más norteñas:
Una nación rodeada
De colinas de hielo[26].
Existen otros aspectos de la naturaleza, más salvajes y primitivos, cantados por nuestros poetas, aunque se trata sólo de poesía del hombre blanco. Ni Homero ni Ossian[27] podrán jamás resucitar en Londres o Boston y, sin embargo, observemos cómo estas ciudades se ven renovadas por la mera tradición, o por la fragancia y el sabor de estos frutos silvestres transmitidos de forma imperfecta. Si pudiésemos escuchar tan sólo por un instante el canto de la Musa india, comprenderíamos por qué el piel roja no cambiará nunca su estado salvaje por la civilización. Las naciones no son caprichosas. El acero y las mantas son tentaciones fuertes, pero el indio hace bien en seguir siendo indio.
Después de permanecer en mi habitación durante muchos días, leyendo a los poetas, salí temprano, una mañana de niebla, y escuché el lamento de una lechuza en un bosque cercano: parecía provenir de una naturaleza desconocida, inexplorada por la ciencia o la literatura. Ninguna raza alada ha dado forma a mis ideas juveniles sobre las profundidades del bosque. Había visto a la tángara rojinegra sacada de su descanso por las liras de mis camaradas, y me había imaginado que su plumaje adquiriría colores aún más extraños y cegadores, como los tonos del crepúsculo, a medida que me introdujese en la oscuridad y la soledad del bosque, pero no he visto estos colores tan potentes y salvajes en la cuerda de ningún vate.
Estas ciencias y artes modernas e ingeniosas no me conmueven tanto como esas artes más venerables de la caza y la pesca, o incluso de la agricultura en su forma más sencilla y primitiva. Oficios tan antiguos y honorables como el del sol, la luna y los vientos, que llegaron de la mano de las facultades del hombre, inventados cuando éstas fueron inventadas. No conocemos a su Johannes Gutenberg o a su Richard Arkwright[28], aunque los poetas cantarían y enseñarían gustosos sus nombres. Según Gower:
Jadael, según cuenta el libro,
Descubrió el arte de la caza,
Que ahora conocen muchos pueblos;
Fue el primero en hacer la red,
Con un trozo de tela, cuerda y palo,
Y en pescar con ella[29].
Lydgate también dice:
Cuenta la historia que Jasón fue el primero en navegar
Hasta la Cólquide, para traer el vellocino de oro;
Que la diosa Ceres descubrió el cultivo de la tierra;
También Aristeo halló por vez primera el uso
De la leche, del requesón y de la dulce miel;
Periodos de grandes descubrimientos,
Cuando de pedernales golpeados nada el fuego[30].
Leemos que Aristeo «obtuvo de Júpiter y Neptuno que el calor pestífero de la canícula, fuente de enorme mortandad, fuese mitigado con el viento[31]». Éste es uno de esos beneficios sin fecha que se le concedieron al hombre, sin registro en nuestro calendario vulgar, aunque seguimos encontrando algunas similitudes en nuestros sueños, donde tenemos una percepción de las cosas más amplia y justa, no restringida por la costumbre, que luego se ve en cierta medida rechazada y despojada del recuerdo, para convertirse en lo que llamamos historia.
El mito nos cuenta que, cuando la isla de Egina se vio despoblada por culpa de la enfermedad, Éaco pidió a Júpiter que convirtiese a las hormigas en hombres. Es decir, tal y como algunos entienden: hizo de los hombres habitantes que viven de manera mísera, como las hormigas. Puede que ésta sea la historia más completa que nos queda sobre aquellos días primeros.
El mito que se compone de manera natural y verdadera, para satisfacer a la imaginación antes de abordar el entendimiento, hermoso aunque extraño como una flor silvestre, es un apotegma para el hombre sabio, y admite las más generosas interpretaciones. Cuando leemos que Baco hizo enloquecer a los marineros tirrenos para que saltasen al mar tras confundirlo con una pradera llena de flores y convertirse en delfines, no nos atañe la veracidad histórica del hecho; nos interesa, antes bien, su veracidad poética, aún más grande. Nos parece escuchar la música de un pensamiento, y no nos importa que éste no agrade al entendimiento. Por su belleza, hemos de considerar los mitos de Narciso, de Endimión o de Memnón[32], hijo de la Aurora, como los representantes de todas esas juventudes prometedoras que han tenido una muerte prematura, y cuya memoria se perpetúa melodiosamente hasta el final de los días, así como las bellas historias de Faetón[33] o de las Sirenas, cuya isla brillaba blanquísima en la distancia con los huesos de innumerables hombres sin sepultura, o las imaginativas fábulas sobre Pan, Prometeo y la Esfinge, y todas las de esa larga lista de nombres que ya se han vuelto parte del lenguaje universal de los hombres civilizados, y que de propios pasan a convertirse en comunes: las Sibilas, las Euménides, las Parcas, las Gracias, las Musas, Némesis…
Resulta interesante observar la singular unanimidad con que las naciones y las generaciones más distantes y diferentes consienten en dar plenitud y rotundidad a un mito antiguo, del que aprecian indistintamente la belleza o la veracidad. Por medio de un ligero esfuerzo onírico, aunque sólo pueda ser a través de la expresión de un cuerpo físico, la más insignificante posteridad añade lentamente algunos atributos a la mitología. Como cuando los astrónomos llaman al último planeta descubierto Neptuno[34], o al asteroide Astraea, para que la virgen que fue llevada desde la tierra hasta el cielo al final de la Edad de Oro pueda tener su ubicación celestial más claramente asignada —pues hasta el más leve reconocimiento de un valor poético es significativo—. Mediante esta lenta agregación, la mitología ha ido creciendo desde el principio: los cuentos infantiles de esta generación son los mismos que los de las razas primigenias. Emigran de Este a Oeste, y luego de Oeste a Este, ora ampliados y convertidos en el «relato divino[35]» de los vates, ora menguados en una rima popular. Se trata de una aproximación a ese lenguaje universal que los hombres han buscado en vano. Esta orgullosa reiteración de las expresiones más antiguas de la verdad por parte de la posteridad más moderna, a la que le basta con retocar ligera y religiosamente el viejo material, es la prueba más impresionante de una humanidad común.
Todas las naciones, judíos, cristianos y mahometanos, adoran las mismas gestas y las mismas historias, y basta con traducirlas para satisfacerlos a todos. Cada hombre es un niño y todos pertenecen a una única familia. El mismo cuento los manda a todos a la cama y los despierta por las mañanas. Joseph Wolff, el misionero, distribuyó entre los árabes copias de Robinson Crusoe traducidas a su lengua, que causaron gran furor. «Los mahometanos», nos dice, «leían las aventuras y la sabiduría de Robinson Crusoe en los mercados de Saná, Al Hudayda y Lahij, ¡y las admiraban y las creían!». Al leer el libro, los árabes exclamaban: «¡Ah, ese Robinson Crusoe tuvo que ser un gran profeta!»[36].
Hasta un cierto punto, la mitología es sólo la historia y la biografía más antigua. Lejos de ser falsa o fabulosa en el sentido común, no contiene más que una verdad duradera y esencial, omitiendo el tú y el yo, el aquí y el allá, el ahora y el luego, escrita por el tiempo o por una sabiduría excepcional. Antes del descubrimiento de la imprenta, un siglo equivalía a mil años. El poeta es aquel que hoy puede escribir algo de mitología pura sin la ayuda de la posteridad. Con qué pocas palabras, por ejemplo, habrían contado los griegos la historia de Abelardo y Eloísa, escribiendo sólo una sentencia para nuestro diccionario clásico —y acaso robando sus nombres para ponerlos a brillar en algún rincón del firmamento—. En cambio nosotros, los modernos, sólo reunimos los materiales crudos de la biografía y la historia, «recuerdos para construir una historia», que a su vez no es más que el material para construir una mitología. ¡Cuántos volúmenes habría ocupado la Vida y obra de Prometeo de haberse publicado, como quizá se hizo, en los días de la imprenta barata! Quién sabe qué tamaño habría acabado por tener el mito de Colón, quizá hasta ser confundido con el de Jasón y los argonautas. Y puede que hasta Franklin tenga una línea para él en el diccionario clásico del futuro, que registre la obra del semidiós asignándole una nueva genealogía: «Hijo de… y… Ayudó a los americanos a conseguir su independencia, enseñó economía a la raza humana y descendió los rayos de las nubes».
Lo que más llama la atención de estos mitos no es el significado oculto, que creemos haber descubierto, ni el sentido ético que corre en paralelo a la poesía y la historia, sino la facilidad excepcional con la que pueden expresar una amplia serie de verdades. Como si fuesen los esqueletos de unas verdades aún más antiguas y universales, aunque parezcan la carne y sangre de verdades más cercanas a nosotros. Es como esforzarse para hacer del sol, o del viento, o del mar, símbolos que representen única y exclusivamente las ideas particulares de nuestros días. ¿Pero qué significa esto? En la mitología, una inteligencia sobrehumana usa los pensamientos y los sueños del inconsciente de los hombres como sus jeroglíficos, para dirigirse así a hombres que aún no han nacido. En la historia de la mente humana, estas fábulas brillantes y rojizas preceden a los pensamientos del mediodía del hombre, al igual que Aurora precede a los rayos del sol. El intelecto matutino del poeta, que se adelanta al resplandor de la filosofía, siempre mora en esta atmósfera auroral.
Como ya hemos dicho, el Concord es un río muerto, pero sus paisajes son de lo más sugerente para el viajero contemplativo, y aquel día el agua estaba aún más llena de reflejos de lo que están estas páginas. Justo antes de llegar a las cataratas de Billerica, el río se contrae, volviéndose más rápido y menos profundo, con un fondo guijarroso amarillo, apenas navegable para una barcaza, dejando atrás la parte más ancha y estancada, como un lago entre las colinas. A través de las praderas de Concord, Bedford y Billerica no habíamos escuchado el murmullo de su corriente, salvo en los lugares donde vertía sus aguas algún afluente,
Algún pequeño y tumultuoso arroyo,
Haciendo rodar sus historiados guijarros,
Tintineando con la misma melodía
Desde septiembre hasta junio,
Al que jamás debilita la sequía.
Fluye en silencio el río matriz,
Y aunque en su fondo yazcan rocas,
Ahoga el estrépito con sus olas,
Como si fuera un pecado juvenil,
Igual de tranquilo, e igual de lento.
Pero ahora por fin escuchamos a este río sobrio y primitivo fluyendo hacia su cascada, como cualquier riachuelo. En este punto dejamos su cauce, justo encima de las cataratas de Billerica, y entramos en el canal, que corre, o mejor dicho, es conducido durante seis millas a través de los bosques hacia el Merrimack, en Middlesex. Como si no nos importase perder el tiempo en este tramo de nuestro viaje, mientras uno recorría el camino de sirga tirando del bote con una cuerda, el otro lo mantenía alejado de la orilla con una pértiga, con lo que cubrimos toda la distancia en poco más de una hora. Este canal, que es el más viejo del país, y tiene incluso un aspecto más antiguo junto a las modernas vías férreas, está alimentado por el Concord, con lo que aún flotábamos en sus aguas familiares. El río deja una gran cantidad de agua en beneficio del comercio. Había en su paisaje cierta falta de armonía, pues no se originó en la misma fecha que los bosques y las praderas a través de los que fluye, y echamos de menos la influencia conciliadora del tiempo sobre la tierra y el agua. Sin embargo, con el paso de los años la Naturaleza se recuperará y se indemnizará a sí misma, y poco a poco irá plantando flores y arbustos lozanos a lo largo de sus orillas. El martín pescador ya estaba posado en un pino sobre el río, y la brema y el lucio nadaban bajo el agua. Así salen todos los trabajos de las manos del arquitecto, para caer directamente en las de la Naturaleza y ser perfeccionados.
Era una ruta retirada y agradable, sin casas ni viajeros, excepción hecha de algunos jóvenes que holgazaneaban sobre un puente en Chelmsford, inclinados descaradamente sobre el pasamanos para fisgonear en nuestros asuntos. Sin embargo, clavamos nuestros ojos en el más desvergonzado, y lo miramos fijamente hasta hacerlo sentir visiblemente incómodo: no había una eficacia peculiar en nuestra mirada, sino una sensación de vergüenza que había permanecido en él y que lo desarmó.
La frase «me lanzó una mirada de dagas[37]» es harto cierta y expresiva, pues el primer molde y prototipo para todas las dagas tuvo que ser una mirada. Primero fue la mirada de Júpiter, luego su intenso rayo, hasta que el material se fue endureciendo poco a poco, y se inventaron tridentes, lanzas, jabalinas y, por último, para comodidad del hombre de a pie, dagas, krises, y así sucesivamente. Es sorprendente la forma en que salimos a la calle y no somos heridos por estas armas delicadas y oblicuas, la agilidad con que un hombre puede sacar su florete, o llevarlo desenfundado sin que nadie se percate. Así y con todo, rara es la ocasión en que a uno lo miran seriamente.
Cuando pasamos bajo el último puente que cruzaba el canal, justo antes de llegar al Merrimack, la gente que salía de la iglesia se detuvo a observarnos desde arriba y, siguiendo al parecer alguna costumbre, se dieron el gusto de hacer ciertas comparaciones paganas. Sin embargo, nosotros éramos los más fieles observadores de aquel día soleado. Ya dice Hesíodo que:
El séptimo es un día sagrado,
Pues Leto dio a luz a Apolo, el de los rayos dorados[38].
Y a nuestro entender aquél era el séptimo día de la semana, que no el primero. Entre los papeles de un viejo juez de paz y diácono del pueblo de Concord encuentro este singular memorando, que merece la pena conservar como una reliquia de las costumbres antiguas. Después de retocar la ortografía y la gramática, dice así: «Los hombres que viajaron en tiros aquel domingo 18 de diciembre de 1803 eran Jeremiah Richardson y Jonas Parker, ambos de Shirley. Contaban con tiros equipados de jarcias, como las que se usan para transportar cañones, y viajaban hacia el Oeste. Cuando el Honorable Sr. Ephraim Wood preguntó a Richardson, éste dijo que Jonas Parker era su compañero de viaje, y también dijo que un tal Sr. Longley era su empleador, y había prometido justificarlo». Nosotros éramos los hombres que navegábamos hacia el Norte, aquel 1 de septiembre de 1839, con un tiro sereno, con unas jarcias que no eran las más apropiadas para transportar cañones, sin que ningún juez o diácono nos preguntase, pero listos para justificarnos de ser necesario. A finales del siglo XVII, según el historiador de Dunstable, «se disponía que en los pueblos se erigiese “una jaula” cerca del templo, en la que se encerraba a todos aquellos que ofendían la santidad del domingo[39]». Se diría que la sociedad se ha relajado un poco y ya no es tan estricta, pero intuyo que no hay menos religión de la que había antes: si la atadura resulta estar más suelta por una parte, es sólo porque está más apretada por otra.
Difícilmente se puede convencer a un hombre de un error que dura en el tiempo una vida, y hay que contentarse con la idea de que el progreso científico es lento: si él no queda convencido, puede que sus nietos sí. Los geólogos nos dicen que hicieron falta cien años para demostrar que los fósiles son orgánicos, y otros ciento cincuenta más para demostrar que no se remiten a la inundación en tiempos de Noé. Aunque no estoy seguro, creo que en las situaciones críticas me pondría en manos de las divinidades liberales griegas antes que en las del Dios de mi país. Aunque Jehová haya adquirido nuevos atributos con nosotros, es más absoluto e inaccesible, que no más divino, que Júpiter. No es tan caballeroso, clemente, ni universal, ni ejerce una influencia tan íntima y afable sobre la naturaleza como muchos de los dioses griegos. Debería temer el poder infinito y la justicia inflexible del mortal todopoderoso recién deificado, tan absolutamente viril, sin su hermana Juno, ni Apolo, ni Venus, ni Minerva que puedan interceder por mí, θυμώ φιλέουσά τε, κηδομένη τε[40]. Los griegos son dioses jóvenes y errantes y caídos, con los vicios de los hombres, pero en muchos aspectos importantes pertenecen esencialmente a la raza divina. En mi Panteón, Pan reina aún en su gloria prístina, con la cara rojiza, la barba desgreñada y el cuerpo peludo, su flauta y su cayado, su ninfa Eco y su hija Yambe; pues el gran dios Pan no está muerto, como se rumoreaba. Ningún dios muere jamás. Puede que, de entre todos los dioses de Nueva Inglaterra y de la antigua Grecia, el santuario de Pan sea mi predilecto.
Me parece que el dios al que se suele adorar en los países civilizados no es divino en absoluto, a pesar de tener un nombre divino, sino que es una combinación de la autoridad y la respetabilidad abrumadoras de la raza humana. Los hombres se veneran los unos a los otros, y no a Dios. Si creyese que puedo hablar con discernimiento e imparcialidad sobre todas las naciones de la cristiandad, debería elogiarlas, pero esto me supone demasiado trabajo. Parecen ser las más civiles y humanas, aunque podría equivocarme. Todos los pueblos tienen dioses que se amoldan a sus circunstancias: los habitantes de las Islas de la Sociedad tenían un dios llamado Toahitu que «adoptaba la forma de un perro y salvaba a quienes estaban en peligro de caerse desde las rocas y los árboles[41]». Creo que podemos apañárnoslas sin él, dado que no tenemos que escalar demasiado. En ese pueblo y con un trozo de madera, un hombre podía tallarse en un periquete un dios que lo haría morirse de miedo.
Me imagino que alguna hilandera infatigable de la vieja escuela, que tuvo la fortuna suprema de haber nacido en «días que ponían a prueba las almas de los hombres[42]», al oír esto, podría decir, con Néstor —otro de la vieja escuela—: «Pero vosotros sois más jóvenes que yo, que en otro tiempo conversé con hombres más grandes que vosotros. No he visto todavía, ni veré, hombres como Pirítoo, como Driante, y ποιμευα λαων[43]», como probablemente sea Washington, único «pastor de personas». Y ahora que Apolo ha girado, o ha parecido girar, seis veces hacia el Oeste, ahora que por séptima vez muestra su rostro por el Este, los hombres, con sus ojos casi vidriosos, acristalados, que sólo han fluctuado entre la lana y el estambre de la oveja, exploran sin cesar un buen sermonario. Durante seis días deberás trabajar e hilar, pero en verdad te digo que el séptimo habrás de leer. Bienaventurados nosotros, que podemos disfrutar de este tibio sol de septiembre que ilumina a todas las criaturas, ya descansen o se esfuercen, no sin una sensación de gratitud; criaturas cuya vida es igual de intachable —por reprochable que pudiera ser— en los días de la luna y del sol[44].
Existen diferentes fes, algunas de ellas casi inverosímiles, ¿pero por qué tendría que alarmarnos cualquiera de ellas? En aquello que cree el hombre, cree Dios. A lo largo de mi vida he escuchado y he visto a muchos blasfemos, pero aún no he escuchado ni presenciado una blasfemia o una irreverencia directa y consciente —aunque de indirectas y habituales ya he tenido bastantes—. ¿Dónde está el hombre culpable de insultar de manera directa y personal a Aquel que lo creó?
A esta época debemos un añadido memorable a la mitología antigua: la fábula cristiana, tejida durante estos siglos con dolores y lágrimas y sangre y sumada a la mitología de la raza humana. El nuevo Prometeo. ¡Con qué anuencia, paciencia y persistencia milagrosas se ha grabado esta mitología en la memoria de la raza! Se diría que en el progreso de nuestra mitología estaba el derrocar a Jehová y coronar a Cristo en su lugar.
Si la que vivimos no es una vida trágica, entonces no sé cómo llamarla. Pensemos en una historia como la de Jesucristo: la historia de Jerusalén, por así decirlo, como parte de la Historia Universal; la muerte desnuda, embalsamada, desenterrada de Jerusalén, entre sus colinas desoladas. Quiero creer que en el poema de Tasso ciertos elementos quedan dulcemente enterrados[45]. Pensemos en la tenacidad irritable con la que siguen predicando el cristianismo. ¿Qué son el tiempo y el espacio para el cristianismo? Mil ochocientos años y un nuevo mundo, para que la humilde vida de un campesino judío pueda tener la fuerza de hacer a un obispo de Nueva York tan intolerante; cuarenta y cuatro lámparas, regalo de los reyes, ardiendo ahora en un lugar llamado Santo Sepulcro; la campana de una iglesia sonando; algunas lágrimas sinceras derramadas por un peregrino en el Monte Calvario durante la Semana Santa.
«Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha[46]».
«Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión[47]».
Quiero creer que algunos están tan cerca y aprecian tanto a Buda, o a Cristo, o a Swedenborg[48], que no están encerrados en sus iglesias. No hace falta ser cristiano para apreciar la belleza y la importancia de la vida de Cristo. Sé que algunos pensarán mal de mí cuando escuchen a su Cristo nombrado junto a mi Buda, y aun así estoy seguro de que quiero que ellos amen a su Cristo más que a mi Buda, pues el amor es lo más importante, y yo también lo amo. «Dios es la letra Ku, y también la Khu[49]». ¿Por qué los cristianos tienen que seguir siendo intolerantes y supersticiosos? Los ingenuos marineros no querían arrojar por la borda a Jonás, que se lo había pedido.
¿Qué ha sido de este amor en los últimos años?
¡Ay! Se marchó en peregrinación eterna
Desde aquí, y jamás regresará, lo dudo mucho,
Hasta que la revolución no aleje estos tiempos[50].
Un hombre dice:
El mundo es una enfermedad popular, que reina
En el corazón rebelde y en la mente agitada
De los pobres y perturbados mortales[51].
Otro que:
El mundo entero es un teatro,
Y todos los hombres y mujeres simples comediantes[52].
El mundo es un lugar extraño para albergar un teatro. El viejo Drayton pensó que un hombre que viviese aquí, y fuese un poeta, por ejemplo, debería albergar en su interior «elementos valientes y translunarios», y una «bella locura[53]» debería dominar su mente. Sin lugar a dudas, de ser así, podría estar a la altura de las circunstancias. El Sr. Johnson expresa un asombro superfluo con relación a la afirmación de Sir Thomas Browne de que «su vida ha sido un milagro de treinta años, que se vería reflejado mejor en un poema que en la historia, y que sonaría como un mito[54]». Lo asombroso es, antes bien, que todos los hombres no hagan tal afirmación. De ser cierto, el elogio que se le hizo a Francis Beaumont sería excepcional: «Los espectadores formaban parte de vuestras tragedias[55]».
Pensemos en qué infame y penoso es el mundo, que durante la mitad del tiempo tenemos que encender una lámpara para poder ver y vivir en él. Es la mitad de nuestra vida. ¿Quién abordaría la empresa si se tratase de toda la vida? Y, que alguien me lo explique, ¿qué más cosas nos ofrece el día? Una lámpara que arde con una luz más clara, un aceite más puro, acaso espermaceti, para que podamos continuar con menos trabas con nuestra inutilidad. Sobornados con un poco de luz del sol y unos cuantos colores, bendecimos a nuestro Creador, y contenemos su ira con nuestros himnos.
Os hago una oferta,
Dioses, escuchad al bromista,
Pues este plan no perjudica,
Y si os parece bien, yo encontraré la virtud.
Aunque soy vuestra criatura,
Y un hijo de vuestra naturaleza,
Aún conservo dignidad erguida,
Y sangre tibia,
Algo de autonomía,
Y mi propia descendencia.
No puedo esforzarme ciegamente,
Por tanto, portáos con amabilidad,
Y juro, cruz en mano,
Que de ningún Dios seré esclavo.
Si procedéis con claridad,
Mis esfuerzos serán vuestros,
Si decidís revelar para
Este amante grandes planes,
Y concederle una esfera
Algo más grande que la Tierra.
«En verdad os digo, ángeles míos, que sentía vergüenza a causa de mi sirviente, quien no tenía más Providencia que yo, de suerte que decidí perdonarlo[56]».
La mayoría de gente con la que hablo, hombres y mujeres que incluso poseen cierta originalidad y genio, tiene su esquema del universo bien preconcebido y seco —demasiado seco para escuchar, os lo aseguro; lo bastante seco como para arder; de un seco podrido e incluso polvoriento, a mi entender—, y lo colocan entre tú y ellos hasta en la más breve de las conversaciones. Es una estructura antigua e inestable, en la que todas las tablas han cedido. No caminan nunca sin su colchón. Algunas cosas y relaciones que a mí me parecen harto baladíes e insustanciales están para ellos establecidas para la eternidad —como el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y similares, que son para ellos como las colinas eternas—. Sin embargo, en ninguna de mis caminatas encontré el menor vestigio de autoridad para estas cosas. No han dejado un rastro tan claro como la delicada flor de un periodo geológico remoto en el carbón de mi chimenea. El hombre más sabio no predica doctrinas, no tiene un esquema, no ve vigas ni telarañas en los cielos: están limpios. Si alguna vez veo con mayor claridad en un momento que en otro, es porque el medio a través del que veo es más claro. ¡Y pensar que tenemos que mirar desde la tierra hacia el cielo y seguir viendo ese elemento fijo, ese antiguo esquema judío! ¡¿Qué derecho tenéis de levantar este obstáculo ante mi comprensión de vosotros, ante vuestra comprensión de mí?! No lo inventasteis, sino que os fue impuesto; examinad vuestra autoridad. Me temo que incluso Cristo tenía su esquema, su conformidad a la tradición, que vicia ligeramente sus enseñanzas. No se había tragado todas las fórmulas, pero predicaba desde la doctrina. A mi juicio, Abraham, Isaac y Jacob ya no son más que las esencias más sutiles imaginables, que no empañarían el cielo matutino. Vuestro esquema ha de ser la estructura del universo; todos los demás esquemas pronto serán ruinas. El Dios perfecto, en sus revelaciones sobre él mismo, nunca ha llegado hasta el extremo al que lo hacéis vosotros, sus profetas, con vuestras proposiciones. ¿Habéis aprendido el alfabeto celestial y sabéis contar hasta tres? ¿Conocéis el número de miembros de la familia de Dios? ¿Podéis expresar con palabras los misterios? ¿Creéis poder describir lo indescriptible? Decidme, ¿qué raza de geógrafos sois, que podéis hablar de la topografía celestial? ¿De quién sois amigos para hablar de la personalidad de Dios? ¿De verdad crees tú, Miles Howard, que Él te ha convertido en su confidente? Habladme de la altura de las montañas de la luna, o del diámetro del espacio, y puede que os crea; pero referíos a la historia secreta del Todopoderoso y no podré por menos que tildaros de locos. Sin embargo, contamos con una suerte de historia familiar de nuestro Dios —como la que tienen los tahitianos de los suyos—, y la enorme imaginación de un poeta excelso se nos impone como una verdad eterna y adamantina, ¡como la palabra del mismo Dios! Pitágoras dice, y con razón: «Una afirmación verdadera sobre Dios es una afirmación de Dios[57]», pero haríamos bien en dudar de que exista algún ejemplo de ella en la literatura.
El Nuevo Testamento es un libro de un valor incalculable, aunque confieso haber tenido ciertos prejuicios contra él en mis primeros días en la iglesia y la catequesis, de suerte que parecía, antes incluso de que lo leyese, el libro más amarillento del catálogo. No obstante, pronto pude escapar de las redes de dichos prejuicios, aunque fue difícil desterrar los comentarios de mi cabeza y disfrutar del verdadero sabor del libro. (Creo que El progreso del peregrino[58] es el mejor sermón que se ha sacado de este texto, y casi todos los demás sermones que he oído, o de los que he oído hablar, no han sido más que pobres imitaciones de éste). Sería una pena sentir prejuicios hacia la vida de Cristo sólo porque el libro ha sido editado por cristianos. De hecho, amo este libro de una manera excepcional, aunque es para mí una suerte de castillo en el aire, con el que se me permite soñar. Habiéndome acercado a él hace tan poco, y teniéndolo tan fresco, me fascina como ningún otro, de modo que no puedo encontrar a nadie con el que hablar sobre él. Nunca leo novelas, pues tienen muy poco de la vida y el pensamiento real. Los textos que más me gusta leer son las Sagradas Escrituras de las distintas naciones, aunque resulta que estoy más familiarizado con las de los hindúes, los chinos y los persas que con las de los hebreos, a las que me he acercado en último lugar: dadme una de estas Biblias y me quedaré callado durante un buen rato. Cuando recupero el uso de la lengua, acostumbro a preocupar a mis vecinos con mis nuevas opiniones, pero por lo general éstos no pueden ver nada inteligente en ellas. Ésa ha sido mi experiencia con el Nuevo Testamento. Aún no he llegado a la crucifixión, aunque lo he releído en innumerables ocasiones. Me encantaría poder leérselo en voz alta a mis amigos, y me consta que algunos están muy predispuestos. Es un libro extraordinario, y estoy convencido de que nunca lo han escuchado. Les viene como anillo al dedo para muchas situaciones que viven, y juntos lo disfrutaríamos sobremanera. Sin embargo, pierdo instintivamente la esperanza de que me escuchen. No tardan en mostrar, por medio de señales inequívocas, que les resulta indeciblemente aburrido. Con esto no quiero decir que soy mejor que mis vecinos, pues sé bien que sólo soy igual de bueno o de malo, aunque me gustan más los libros que a ellos.
Resulta sorprendente que, a pesar del favor universal que aparentemente recibe el Nuevo Testamento, y a pesar incluso del fanatismo con el que se defiende, no se muestre ninguna hospitalidad, ningún aprecio, a la clase de verdad sobre la que trata. No conozco ningún libro que tenga tan pocos lectores; no hay ninguno tan genuinamente desconocido, herético e impopular. Para los cristianos, no menos que para los griegos y los judíos, es un escollo estúpido. En efecto, contiene varios pasajes que ningún hombre debería leer en voz alta más de una vez: «Buscad primero el reino de Dios y Su justicia», «Dejaos de amontonar riquezas en la tierra», «Vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza», «A ver, ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿Y qué podrá dar para recobrarla?» (¡Pensad sobre esto, yanquis!), «Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza le diríais a la montaña aquella que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible[59]». (¡Pensemos en repetir estas frases a un público de Nueva Inglaterra!). Tres, cuatro, quince veces, ¡hasta llenar tres cañones de sermones! ¿Quién puede leerlas en voz alta sin hipocresía? ¿Quién, sin hipocresía, puede escucharlas y quedarse dentro del templo? Nunca han sido leídas, nunca han sido escuchadas. Dejad que una sola de estas frases sea leída correctamente, desde cualquier púlpito de la tierra, y en ese templo no quedaría una piedra sobre otra.
Sin embargo, el Nuevo Testamento trata demasiado en exclusiva sobre el hombre y sus supuestos asuntos espirituales, y resulta con demasiada frecuencia moral y personal como para satisfacerme, ya que yo no estoy interesado únicamente en la naturaleza religiosa o moral del hombre, ni siquiera en el hombre como tal. De hecho, no tengo proyectos claros para el futuro. Hablando en términos absolutos, «todo lo que querríais que hiciesen los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» no es para nada una regla de oro, sino de la mejor plata de la que disponemos. Un hombre honesto tendría muy pocas ocasiones de aplicarla. Lo dorado sería no tener ninguna regla en absoluto para tal caso —pero nunca se ha escrito un libro que pueda ser aceptado sin concesiones—. Cristo era un actor sublime en el escenario del mundo, y sabía en lo que estaba pensando cuando dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». En esos momentos me acerco a él. Y sin embargo, sólo pudo enseñar a vivir a la raza humana de manera imperfecta. Todos sus pensamientos estaban dirigidos hacia otro mundo. Existe otro tipo de éxito diferente al suyo. En este mundo tenemos que encontrar un medio de subsistencia, y tenemos que esforzarnos para conservarlo. Existen distintos y difíciles problemas aún por resolver, y tenemos que cambiar para vivir una vida, entre espíritu y materia, lo más humana posible.
Un hombre sano, con un trabajo estable, como el de cortar madera a cincuenta centavos el fardo, y un refugio en los bosques, no será un buen sujeto a ojos del cristianismo. Puede que escoja el Nuevo Testamento como lectura para alguno de sus días, pero no para todos ni para la mayoría. Prefiere irse de pesca en su tiempo libre. Los apóstoles, aunque también ellos eran pescadores, pertenecían a la solemne raza de pescadores marinos, y nunca pescaban lucios en los ríos del interior.
Los hombres tienen el singular deseo de ser buenos sin un motivo concreto, pues piensan que quizá el mero hecho de serlo acabe beneficiándoles. El tipo de moralidad inculcada por los sacerdotes es una política harto sutil, mucho más que la de los políticos, y con ella, como policías, controlan y dominan el mundo a la perfección. No merece la pena dejar que nuestros defectos nos molesten en todo momento. La conciencia no puede ni debe monopolizar toda nuestra vida más de lo que lo hacen el corazón o la cabeza, ya que puede enfermar como cualquier otra parte del cuerpo. Conozco a gente cuya conciencia, merced sin duda a una indulgencia pasada, ha crecido hasta llegar a ser tan irritable como los niños consentidos, y al final acaba por no darle tregua. No sabían cómo silenciar sus cabezas, y sus vidas, huelga decirlo, no daban ningún fruto.
La conciencia es el instinto criado en casa,
Las Sensaciones e Ideas propagan el pecado
De esta educación contra natura.
Yo digo, sacadlo fuera,
Devolvedlo a la naturaleza.
Quiero una vida simple,
Que no se complique con cada espinilla,
Un alma que ninguna conciencia enferma domine,
Tan sana que no deje el universo peor de lo que estaba.
Quiero un alma sincera y seria,
Cuyas poderosas alegrías y penas
No se ahoguen en una botella,
Para despertar mañana a su lado;
Que viva una tragedia,
En lugar de setenta;
Una conciencia que valga la pena conservar,
No llorando, sino riendo;
Una conciencia sabia y firme siempre,
Así como providente;
Que con los hechos no cambie,
Ni con los halagos comercie;
Una conciencia que se ocupe de las
Cosas grandes, con la que uno pueda dudar.
No quiero un espíritu de madera entero,
Predestinado a ser bueno,
Sino uno real hasta la médula,
Fiel a sí mismo,
Y falso con nadie;
Nacido para sus asuntos,
Sus alegrías y sus problemas;
Por el que el trabajo que Dios empezó
Quede completo, y no desecho.
Retomado donde él lo dejó,
Ya sea para alabar o para burlar;
Si no es bueno, que sea malo,
A falta de buen dios, buen diablo.
¡Santo cielo! Panda de hipócritas, dejadlo ya,
Vivid vuestra vida, haced vuestro trabajo, luego marchaos.
No tengo ninguna paciencia
Con esos cobardes meticulosos.
Dadme a los sencillos trabajadores
Que aman su labor,
Cuya virtud es una canción
Con la que aclamar al buen Dios.
Un domingo, un pastor que estaba llevando a un pobre animal a las caballerizas de algún templo entre las colinas de Nuevo Hampshire me criticó porque, en lugar de ir a la iglesia, estaba dirigiendo mis pasos hacia la cima de una montaña, cuando en realidad yo iba a llegar más lejos que él para escuchar una palabra verdadera pronunciada aquel o cualquier otro día. El hombre afirmó que estaba «violando el cuarto mandamiento del Señor» y procedió a enumerar, con tono sepulcral, los desastres que le habían sucedido cuando había hecho algún trabajo ordinario en domingo. En verdad creía que había un dios vigilando para obstaculizar a aquellos hombres que realizasen algún trabajo terrenal durante aquel día, y no veía que la culpable había sido la mala conciencia de los que trabajan. El país está lleno de este tipo de supersticiones, de manera que cuando uno llega a un pueblo, la iglesia es, no sólo literalmente, sino también por asociación, el edificio más feo, pues es aquél en que la naturaleza humana se rebaja más y es más deshonrosa. Sin duda, este tipo de templos no debería tardar en dejar de deformar el paisaje. Hay pocas cosas más descorazonadoras y desagradables que estar caminando por las calles de un pueblo desconocido un día de domingo y escuchar al predicador gritando cual contramaestre en medio del vendaval, profanando así, injustamente, la serena atmósfera del día. Te lo imaginas quitándose el abrigo, como cuando los hombres se disponen a hacer un trabajo bochornoso y sucio.
Si le pidiese al pastor de Middlesex que me dejase hablar sobre su púlpito un domingo, se opondría, alegando que no predico como él, o que no estoy ordenado. ¿Se puede saber qué diantres significan estas cosas?
De hecho, creo que hoy en día no hay mayor infiel que el que predica y respeta el domingo y reconstruye las iglesias. El cazador de focas del Pacífico Sur predica una doctrina más verdadera. La iglesia es una suerte de hospital para las almas de los hombres, con tantos charlatanes como en los hospitales para cuerpos. Quienes son llevados a ella viven como pensionistas en su Sailor’s Snug Harbor[60], donde se puede ver una fila de tullidos religiosos sentados al calor del sol. Que la aprensión de que quizá un día tengan que ocupar una habitación allí no descorazone el feliz trabajo de los hombres con almas sanas. Y aunque recuerden a los enfermos y su situación crítica, que no los vean como su meta. Uno se entristece sobremanera con este culto de pagoda, es como el sonido del gong en un templo hindú subterráneo. En los lugares oscuros y en las mazmorras, las palabras del predicador quizá echen raíces y crezcan, pero no a la luz del día, en ningún lugar del mundo que yo conozca. El sonido lejano de la campana del domingo, que ahora agita estas aguas, no trae evocaciones agradables, sino melancólicas y lúgubres. Uno se apoya involuntariamente en su remo, para amoldarse a su estado de ánimo, inusualmente meditativo. Es como el sonido de muchos catecismos y libros religiosos que tañen un repiqueteo hipócrita alrededor del planeta, que parece emanar de algún templo egipcio y resonar a lo largo del Nilo, justo frente al palacio del faraón y de Moisés entre los juncos, sobresaltando a una multitud de cigüeñas y cocodrilos que disfruta del sol.
Por doquier los llamados «hombres buenos» tocan a retirada, y la palabra se aleja dejándole el terreno libre a la inocencia. Mejor será lanzarse hacia lo que quiera que haya allí. El cristianismo sólo espera. Ha colgado su cítara en los sauces, y no puede entonar cánticos en tierra extranjera. Ha tenido una pesadilla, y aún no da la bienvenida a la mañana con alegría. La madre le cuenta sus falacias a su hijo, pero, gracias al cielo, el hijo no crece a la sombra de sus padres. La fe de nuestra madre no ha aumentado con su experiencia, ésta ha sido demasiado para ella, la lección de la vida le resultó demasiado difícil de aprender.
Resulta sorprendente que casi todos los oradores y escritores se sientan obligados, tarde o temprano, a descubrir o a dar fe de la personalidad de Dios. Cierto conde de Bridgewater, pensando que más vale tarde que nunca, así lo ha dispuesto en su testamento. Un triste error. Al leer un trabajo sobre agricultura, tenemos que saltarnos las reflexiones morales del autor y las palabras «Providencia» y «Él» desperdigadas por toda la página, para poder llegar al nivel fructífero de lo que nos tiene que decir. Lo que él llama su religión es, en su mayor parte, una ofensa en nuestras narices. Debería cuidarse muy mucho de exponerse así, y mantener cubiertas sus repugnantes llagas hasta que estén bien curadas. Hay más religión en la ciencia de los hombres que ciencia hay en su religión. Apresurémonos por tanto en leer el último informe sobre el comité porcino.
La verdadera fe de un hombre nunca está contenida en su credo, ni tampoco su credo constituye un artículo de su fe. Esta última nunca se adopta. Y aunque es la que le permite sonreír, y vivir con la valentía con la que lo hace, el hombre sigue aferrándose ansiosamente a su credo, cual brizna de paja, pensando que le hace un buen servicio porque su áncora de salvación no toca fondo.
En la religión de la mayoría de los hombres, la ligadura, que debería ser el cordón umbilical entre ellos y la divinidad, se parece más bien a ese hilo que los cómplices de Cilón[61] llevaban agarrado cuando salían del templo de Minerva, mientras que el otro extremo estaba atado a la estatua de la diosa. Sin embargo, es frecuente que, como en su caso, el hilo se rompa al estirarse, y aquéllos se queden sin asilo.
Un hombre pío y bueno apoyó su cabeza en el seno de la contemplación, y se vio sumergido en el océano del ensueño. Justo cuando se despertó de su visión, y uno de sus amigos, en tono jocoso, preguntó: «¿Qué precioso regalo nos has traído de ese jardín en el que has estado recreándote?». El hombre respondió: «Me imaginé diciéndome que, al llegar al emparrado de rosas, llenaría mi regazo de flores y se las traería a mis amigos como regalo; sin embargo, cuando llegué hasta allí, la fragancia de las rosas me embriagó hasta el punto de dejarme helado». ¡Oh, pájaro de la mañana! Que la polilla te enseñe el calor del afecto, pues esta criatura entregó el alma a las llamas sin lanzar ni un quejido. Estos banales pretendientes no conocen a aquel que buscan, pues de quien lo conocía nada más se supo. ¡Oh, tú!, que destacas por encima de los vuelos de la conjetura, la opinión y la comprensión, hemos oído y leído todo lo que sobre ti se ha dicho. La congregación se disuelve, la vida llega a su fin, ¡y nosotros aún pronunciamos el primer elogio en tu nombre[62]!
Al mediodía descendimos hasta el Merrimack a través de las esclusas que hay en Middlesex, justo por encima de las cataratas de Pawtucket, merced a un hombre sereno y generoso, que llegó tranquilamente tras abandonar su lectura, a pesar de que entre sus obligaciones no estaba, o al menos eso supusimos, la de abrir las esclusas los domingos. Nos cruzamos una mirada justa y equitativa, como la que se cruzan dos hombres honestos.
Los movimientos de los ojos expresan la cortesía perpetua e inconsciente de las partes. Se dice que los granujas no te miran a la cara; tampoco los hombres honestos te miran como si tuviesen una reputación que asentar. He conocido a gente que no sabía cuándo apartar la mirada al encontrarse con la tuya. Un espíritu realmente seguro y magnánimo es lo bastante sabio como para no competir por la supremacía en estos encuentros. Sólo las serpientes conquistan con la constancia de su mirada. Mi amigo me mira a la cara y me ve, eso es todo.
En un momento establecimos la mejor de las relaciones con ese hombre, y aunque nos cruzamos pocas palabras, no pudo ocultar un visible interés en nosotros y nuestra excursión. Descubrimos que era un amante de las matemáticas avanzadas, y que estaba sumido en un gran problema solar, antes de dejarlo atrás y susurrarnos nuestras conjeturas. Este hombre nos brindó a la libertad del Merrimack. Ahora nos sentíamos como si hubiésemos sido lanzados a la corriente marina de nuestro viaje, y nos agradó descubrir que nuestro bote también flotaba en las aguas del Merrimack. Volvimos a atarearnos para poner en práctica esas viejas artes del remo, el timón y el zagual. Nos pareció un fenómeno extraño que los dos ríos mezclasen sus aguas con tanta facilidad, habida cuenta de que nunca habían estado vinculados en nuestras mentes.
Mientras nos deslizábamos a través del amplio seno del Merrimack, en un punto, entre Chelmsford y Dracut, con un cuarto de milla de anchura, el traqueteo de nuestros remos al mediodía resonaba sobre las aguas y alcanzaba a esos pueblos, mientras que sus tenues sonidos llegaban hasta nosotros. En nuestra imaginación, sus puertos descansaban con la misma serenidad y encanto que los de Lido, Siracusa o Rodas, mientras que, como un navío errante y extraño, pasábamos junto a lo que parecían las casas de hombres nobles que se habían quedado en tierra, destacadas como si estuviesen en lo alto de una colina o de una ola llegada hasta el corazón de aquellos aldeanos. A un tercio de milla de nosotros, escuchamos claramente a algunos niños repitiendo su catecismo en una casita junto a la orilla, mientras que, en las aguas bajas que había entre nosotros y ellos, un rebaño de vacas se daba latigazos en el costado, librando una guerra contra las moscas.
Hace doscientos años tenía lugar aquí una catequesis bien distinta, pues hasta aquí llegaban el sachem Wannalancet y su gente, y a veces Tahatawan, el sachem de Concord, que después tuvo una iglesia en casa, para atrapar peces en las cataratas. Y hasta aquí también llegó John Eliot, con la Biblia y el Catecismo, y la Llamada a los no convertidos de Baxter[63], y otros tratados breves, escritos en la lengua de Massachusetts, que entretanto les enseñaban el cristianismo. «Este lugar», dice Gookin, refiriéndose a Wamesit, «es una importante y antigua sede india, donde vienen a pescar; y este buen hombre aprovecha la oportunidad para echar las redes del evangelio e intentar pescar sus almas». Y continúa: «5 de mayo de 1674. Siguiendo nuestra costumbre, el Sr. Eliot y yo viajamos hasta Wamesit, o Pawtucket. Llegados allí por la tarde, el Sr. Eliot predicó a tantos cuantos pudo reunir la parábola de la boda del hijo del rey, en Mateo 22, 1-14. Nos reunimos en la tienda de un tal Wannalancet, a unas dos millas del pueblo, cerca de las cataratas Pawtucket, a orillas del río Merrimack. Este hombre, Wannalancet, es el hijo mayor del viejo Pasaconaway, el sachem principal de Pawtucket, una persona sobria y grave, entrada en años, entre los cincuenta y los sesenta. Siempre se ha mostrado amable y amistoso hacia los ingleses». Hasta entonces, sin embargo, no lo habían convencido para que abrazase la religión cristiana. «Pero en esta fecha», dice Gookin, «el 6 de mayo de 1674 […] tras una larga deliberación y una pausa seria, se levantó y pronunció un discurso tal que así: “[…] He de reconocer que, durante todos los días de mi vida, me he acostumbrado a navegar en una vieja canoa y ahora me exhortáis a que cambie y la abandone y me embarque en una nueva, hacia la cual hasta ahora me he mostrado reticente. Sin embargo, ahora sigo vuestro consejo y subo a una nueva canoa, y me comprometo a rezarle a Dios de aquí en adelante”». Un tal «Sr. Richard Daniel, caballero que vivía en Billerica», y que en aquel momento, junto a otras «personas de calidad», estaba presente, «quiso que el hermano Eliot le dijese al sachem de su parte que, quizá, mientras él viajaba en su vieja canoa, había navegado por un río tranquilo, pero que su final era la muerte y la destrucción del alma y el cuerpo. Sin embargo, ahora se subía a una nueva canoa, y acaso se encontraría con tormentas y vicisitudes, pero que aun así debía tener el ánimo de perseverar, pues el final de su viaje sería el descanso eterno […]. Desde entonces escucho a este sachem perseverar, y es un oyente constante y diligente de la palabra de Dios, y respeta el domingo, aunque ese día viaje al encuentro de Wamesit, que está a más de dos millas. Y aunque alguna de su gente le ha abandonado desde que se ha sometido al evangelio, él prosigue y persiste[64]».
Ya entonces, como señalan los registros, «en una reunión del Tribunal General celebrada en Boston (Nueva Inglaterra), el séptimo día del primer mes, 1643-1644 […] Wassamequin, Nashoonon, Kutchamaquin, Massaconomet y el sachem indio se sometieron voluntariamente a los ingleses»; y, entre otras cosas, «prometieron estar dispuestos a ser instruidos, de cuando en cuando, en el conocimiento de Dios[65]». Y cuando se les pidió «que no hiciesen trabajos innecesarios en domingo, especialmente dentro de las puertas de las ciudades cristianas», respondieron que «no les resultaría difícil, pues no tienen mucho que hacer ningún día, y que bien pueden descansar el domingo» […]. «Así pues», dice Winthrop en su diario, «nosotros hicimos que entendiesen los artículos y los diez mandamientos de Dios, y ellos los aceptaron todos por voluntad propia, los recibieron solemnemente, y luego obsequiaron al Tribunal con veintiséis brazas de wampum[66]; y el Tribunal le dio a cada uno un abrigo de dos yardas de tela, y la cena. Y además les dio, a ellos y a todos sus hombres, una copa de vino fortificado antes de su salida. Luego se despidieron y se marcharon[67]».
¡Vaya unos periplos a pie y a caballo, a través de la naturaleza salvaje, para predicar el Evangelio a esos visones y ratas almizcleras! Que al principio, sin duda, escuchaban con sus orejas rojas merced a su amabilidad y cortesía natural, y luego por curiosidad o incluso por interés, hasta que acabaron convirtiéndose en «indios devotos[68]» y, como el Tribunal General le escribió a Cromwell, el «trabajo está alcanzando tal perfección que algunos indios ya pueden rezar y predicar con comodidad[69]».
En efecto, hemos estado navegando por un antiguo terreno de batalla y de caza, antigua morada de una raza de cazadores y guerreros. Sus diques de piedra, sus puntas de flecha y sus hachas de mano, o los morteros con que machacaban el cereal indio antes de que el hombre blanco lo hubiese probado, descansan ocultos bajo el lodo del fondo del río. La tradición aún señala los lugares donde se produjeron las pescas más numerosas, merced a las habilidades que conocían. El historiador tendrá que ensamblar una historia rápida: Miantonimo[70], Winthrop, Webster[71]. Pronto pasa de Montaup a Bunker Hill, de las pieles de oso, el maíz seco, los arcos y las flechas, a los tejados, los campos de trigo, las armas y las espadas. Pawtucket y Wamesit, donde los indios se dirigían en la temporada de pesca, son ahora Lowell, ciudad de los husos, y la Manchester americana, que envía su tela de algodón a lo largo y ancho del planeta. Incluso nosotros, jóvenes viajeros, habíamos pasado parte de nuestra vida en el pueblo de Chelmsford, cuando la ciudad actual, cuyas campanas escuchábamos, no era más que su oscuro distrito norte, y el gigante tejedor aún no había nacido. Así de viejos somos nosotros; así de joven es él.
Así pues, estábamos entrando en el estado de Nuevo Hampshire, viajando en el seno del río formado por el tributo de sus innumerables valles. El río era la única llave que podía abrir su laberinto, presentar sus colinas y valles, sus lagos y riachuelos, en su orden y posición naturales. El Merrimack, o «río Esturión», está formado por la confluencia del Pemigewasset, que nace cerca del desfiladero de las Montañas Blancas, y el Winnipiseogee, que drena el lago homónimo, y cuyo nombre significa «la sonrisa del gran espíritu». Tras el encuentro de ambos, recorre setenta y ocho millas en dirección Sur, hasta Massachusetts, y luego treinta y cinco millas hacia el Este, para llegar al mar. He trazado su recorrido, desde su nacimiento en las rocas de las Montañas Blancas, por encima de las nubes, hasta el punto en que se pierde entre las nubes saladas del océano, en la playa de la Isla Plum. Al principio se desliza a hurtadillas junto a las faldas de montañas majestuosas y retiradas, a través de bosques húmedos y primitivos cuya vitalidad recibe, donde el oso aún bebe de sus aguas y las cabañas de los colonos están muy alejadas entre sí, y son pocos los que cruzan su cauce. Disfruta en soledad de sus cascadas, aún desconocidas para la fama; pasa junto a las largas cadenas montañosas de Sandwich y Squam, dormidas cual túmulos de Titanes, y las cimas del Mossehillock, del Haystack y del Kearsarge se reflejan en sus aguas —allí el arce y la frambuesa, esos amantes de las colinas, florecen entre el rocío templado—. Fluye largo y lleno de significado, pero imposible de traducir, como su nombre Pemigewasset, junto a numerosos montes Pelión y Osa[72], donde moran Musas sin nombre, vigilado por Oréades, Dríades, Náyades, y recibe el tributo de muchos Hipocrenes[73], cuyas aguas nadie ha probado. Hay tierra, aire, fuego y agua; pues bien, he aquí el agua que desciende,
Agua que los dioses destilan
Y vierten desde cada colina
Para sus hombres de Nueva Inglaterra;
Dame un sorbo de este néctar salvaje
Y no volveré a probar
La fuente del Helicón.
Cae durante todo su recorrido, sin ser disuadido por ninguna cascada. La ley de su nacimiento decreta que nunca se estanque, pues ha descendido desde las nubes, ha caído por precipicios erosionados por la corriente, a través de presas desgoznadas, construidas por castores, sin romperse, antes bien, uniéndose y remendándose a sí mismo, hasta que ha encontrado un lugar donde respirar entre estas tierras bajas. Ya no hay peligro de que el sol lo robe y lo devuelva a los cielos antes de llegar al mar, pues está autorizado a recuperar cada tarde, y con intereses, su propio rocío.
Flotábamos ya sobre las aguas de los lagos Squam y Newfound y Winnipiseogee, y sobre la nieve disuelta de las Montañas Blancas, y sobre los ríos Smith y Baker y Mad, y Nashua y Souhegan y Piscataquoag, y Suncook y Soucook y Contoocook, mezclados en proporciones incalculables, aguas aún fluidas, amarillentas, inquietas todas, con una tendencia hacia el mar antigua e imposible de erradicar.
Y así fluye pasando por Lowell y Haverhill, donde sufre por primera vez una influencia marina, pues unos cuantos mástiles delatan la cercanía del océano. Entre los pueblos de Amesbury y Newbury es un río amplio y comercial, de entre un tercio y media milla de anchura, y ya no está flanqueado por márgenes amarillos y desmigajados, sino respaldado por altas y verdes colinas y pastos, con muchas playas blancas donde los pescadores recogen sus redes. He pasado por este tramo del río en un barco de vapor, y ver desde la cubierta a los pescadores arrastrando sus redes de cerco en la orilla lejana era una imagen realmente agradable, como un cuadro que representa una costa extranjera. De cuando en cuando puedes encontrarte con una goleta cargada con maderos, frente a Haverhill, plantándole cara, o bien descansando anclada o encallada, a la espera del viento o la marea. Hasta que, por fin, pasas bajo el famoso puente de Chain Bridge, y desembarcas en Newburyport. Así pues, la que al principio era «pobre de aguas, desnuda de renombre», tras haber recibido a tantos y tan puros afluentes, tal y como se decía del río Forth[74],
Crece y crece a medida que desciende,
Hasta abundar en poder y fama,
Y sigue luchando por dar al mar su nombre[75].
Y si no su nombre, en este caso, al menos sí el impulso de su corriente. Desde los campanarios de Newburyport se puede ver a este río extenderse en el lejano campo, con numerosas velas blancas despuntando sobre él, como si de un mar interior se tratase, y contemplar, como escribió alguien nacido junto a su manantial: «Cómo en su desembocadura el oscuro océano se funde con el azul del cielo. En la Isla Plum, las dunas de arena ondean en el horizonte como una serpiente de mar, y a lo lejos se recortan las siluetas de muchos barcos altos, apoyados, serenos, contra el cielo[76]».
Aunque su nacimiento está a la misma altura que el del río Connecticut, al Merrimack le basta un trayecto el doble de corto para llegar al mar, de suerte que no tiene la libertad y el tiempo de formar praderas amplias y fértiles, como el primero, sino que se apresura a través de rápidos, y cayendo por numerosas cascadas, sin demorarse. Por lo general sus márgenes son inclinados y altos, y tiene un estrecho intervalo que llega hasta las colinas y que actualmente no suele estar inundado —o, de estarlo, sólo parcialmente— y que los agricultores valoran mucho. Entre las localidades de Chelmsford y Concord[77], su anchura varía entre las veinte y las setenta y cinco varas. Probablemente en muchos lugares sea más ancho de lo que solía ser, debido a la tala de los árboles y al consiguiente desgaste de sus orillas. La influencia del dique de Pawtucket se hace notar incluso en las cataratas de Cromwell, y mucha gente piensa que las orillas se están consumiendo y el río está volviendo a llenarse a causa de esto. Como todos nuestros ríos, puede haber crecidas, y tenemos constancia de que el Pemigewasset ha llegado a crecer veinticinco pies en unas pocas horas. Los buques de carga pueden navegarlo durante unas veinte millas; las barcazas, gracias a las esclusas, pueden llegar hasta Concord, a unas setenta y cinco millas de su desembocadura; y los botes más pequeños suben hasta Plymouth, a ciento trece millas. Un pequeño barco de vapor conectaba otrora Lowell y Nashua, antes de que se construyese el ferrocarril, y ahora hay uno que viaja entre Newburyport y Haverhill.
En cierta medida, no es apto para el comercio, a causa del banco de arena que hay en su desembocadura, que nos muestra cómo este río estuvo consagrado desde el principio al servicio de la manufactura. Surge en la región metalúrgica de Franconia, y fluye a través de bosques aún vírgenes, junto a incansables salientes de granito, y tiene por represas a los lagos Squam, Winnipiseogee, Newfound y Massabesic. Cae por una serie de diques naturales, a los que les ha estado ofreciendo sus privilegios en vano durante años, hasta que al fin la raza yanqui llegó para mejorarlos. Contemplemos, desde su desembocadura, cómo este río destellante asciende hasta su nacimiento —una cascada de plata que cae desde las Montañas Blancas hasta el mar—, y observemos un pueblo en cada uno de los altiplanos sucesivos, una atareada colonia de personas bulliciosas en torno a cada cascada. Por no hablar de Newburyport y Haverhill, de Lawrence y Lowell, y Nashua y Manchester y Concord, resplandeciendo una tras otra. Cuando por fin logra escapar de la última fábrica, conforma un pasaje nivelado y tranquilo hasta el mar, un mero gasto de agua, como quien dice, que carga con poco más que su fama, cuyo curso agradable nos lo revelan la niebla matutina que flota sobre él y las velas de las pocas y pequeñas embarcaciones que gestionan el comercio de Haverhill y Newburyport. Sin embargo, sus verdaderas embarcaciones son los vagones del tren, y su verdadera y principal vía fluvial, que fluye sobre un canal de hierro situado más al Sur, puede trazarse merced a la larga línea de vapor entre las colinas, que ningún viento matutino disipará jamás, hasta su desembocadura, en el mar de Boston. Es aquí donde escuchamos el murmullo más alto: en lugar del grito de un águila pescadora que asusta a los peces, el silbido de la máquina de vapor que arrastra al país en su marcha.
También este río acabó por ser descubierto por el hombre blanco, este río que «se adentraba en la tierra», aunque no se sabía hasta dónde —acaso un brazo de mar hacia el Mar del Sur—. Su valle fue explorado por primera vez en 1652, llegando hasta el Winnipiseogee. Los primeros colonizadores de Massachusetts suponían que el Connecticut, en una parte de su curso, fluía hacia el Noroeste, «tan cerca del gran lago que los indios llevan sus canoas hasta él a pie». También suponían que de este lago y de las «espantosas ciénagas[78]» que había junto a él salían todos los castores con los que se comerciaba entre Virginia y Canadá, y se pensaba que el Potomac surgía de él o de un lugar muy cercano. Más adelante el Connecticut pasaba tan cerca del curso del Merrimack que esperaban poder desviar, sin demasiado esfuerzo, la corriente del comercio hacia este segundo río, y que sus beneficios pasaran de los bolsillos de sus vecinos holandeses a los suyos.
A diferencia del Concord, el Merrimack no es un río muerto, sino vivo, aunque alberga menos vida en sus aguas y sus márgenes. Tiene una corriente rápida y, en esta parte de su curso, su fondo es de barro, casi sin hierbas, y hay pocos peces en comparación con el otro. Mirábamos hacia el fondo de sus aguas amarillas con gran curiosidad, toda vez que estábamos acostumbrados a la negrura del Concord, digna del Nilo. Aquí se pescan sábalos y pinchaguas en su temporada, pero el salmón, del que se cree que otrora era más numeroso que el sábalo, es hoy en día mucho menos abundante. También se pesca, de cuando en cuando, algún róbalo. Sin embargo, las esclusas y los diques han demostrado ser bastante destructivos para el sector pesquero. El sábalo hace su aparición a principios de mayo, al mismo tiempo que las flores del peral, una de las flores tempranas más llamativas, y a la que por ese motivo se llama «flor del sábalo». En esta época también aparece un insecto, la «mosca sábalo», o «mosca efímera», que cubre las casas y las cercas. Se nos dice que «aparecen en mayor número cuando los manzanos florecen por completo. El viejo sábalo vuelve en agosto; el joven, tres o cuatro pulgadas más largo, en septiembre. A ambos les privan las moscas[79]». En el pasado se practicaba una forma de pesca bastante pintoresca y suntuosa en las cataratas de Bellows Falls, donde una gran roca divide el río Connecticut. «En los laterales inclinados de la isla rocosa», dice Belknap, «cuelgan varios sillones, atados a escaleras y asegurados con un contrapeso, donde los pescadores se sientan para pescar salmones y sábalos con un salabre[80]». Los restos de los diques indios, compuestos por grandes piedras, aún se pueden ver en el Winnipiseogee, una de las cabeceras de este río.
El recuerdo de estos bancos de peces migratorios —salmones, sábalos, pinchaguas y alosas, entre otros—, ascendiendo por los innumerables ríos de nuestra costa en primavera, llegando incluso a los lagos interiores, con sus escamas brillando al sol, o de los alevines que, en número aún más grande, se ponen en marcha, río abajo, hacia el mar, no puede sino influir favorablemente en nuestra filosofía. «¿Y acaso no es un buen pasatiempo», escribió el capitán John Smith, que ya en 1614 había pisado estas costas, «aquel que te permite ganar dos, seis, doce peniques con tan sólo arrastrar y girar un sedal? […] ¿Y qué pasatiempo provoca un mayor placer, y es menos peligroso o pesado, que la pesca con anzuelo, pasando de isla en isla a través del aire dulce, sobre las corrientes silenciosas de un mar sereno?»[81].
Sobre la orilla arenosa, frente a la aldea de Chelmsford, en la Gran Curva, donde desembarcamos para descansar y recoger unas cuantas ciruelas silvestres, descubrimos la Campanula rotundifolia, una flor nueva para nosotros, la campanilla de los poetas, que es común en los dos hemisferios y crece junto al agua. Aquí almorzamos, bajo la sombra de las ramas de un manzano que crecía en la arena, sin que ni siquiera un suave céfiro perturbase el reposo de este glorioso día de domingo, y reflexionamos tranquilamente sobre el largo pasado y los trabajos exitosos de Leto.
Es tan silencioso el aire sésil,
Que de cada lamento y llamada,
Las colinas, los valles, y el bosque lejano
Repiten siempre su canto.
Bajo las hojas de los árboles frondosos
Y entre las flores, descansan los rebaños,
Sobre los mares, los barcos estables
Izan sus velas para que el sol las seque[82].
Ya estuviésemos descansando a la sombra o remando tranquilamente, de cuando en cuando recurríamos al Diccionario geográfico, que era nuestro «Navegador», y de sus hechos naturales desnudos extraíamos el placer de la poesía[83]. El río Beaver entra en escena un poco más abajo, y drena las praderas de Pelham, Windham y Londonderry. A tenor de lo que se lee en esta obra de autoridad, los colonos de este último pueblo, de origen escocés-irlandés, fueron los primeros en introducir la patata en Nueva Inglaterra, así como la manufactura de la tela de lino.
Todo lo que está impreso y atado en un libro contiene al menos un eco de la mejor literatura. De hecho, los mejores libros tienen una utilidad, a modo de palos o piedras, que está más allá o por encima de su diseño, que no se anticipa en el prefacio, ni se concluye en el apéndice. Incluso la poesía de Virgilio me ofrece un servicio muy diferente a mí, hoy, del que ofrecía a sus contemporáneos. Suele tener un mero valor adquirido y fortuito, lo que demuestra que el hombre sigue siendo el mismo en este mundo. Es un placer encontrarse con versos tranquilos como,
Jam læto turgent in palmite gemmae[84]
Ahora los capullos crecen en el alegre tallo.
Strata jacent passim sua quæque sub arbore poma
Las manzanas yacen esparcidas por doquier, cada una bajo su árbol.
En una lengua antigua y muerta, cualquier reconocimiento de una naturaleza viva llama nuestra atención. Éstas son frases que fueron escritas mientras la hierba crecía y el agua fluía. Que un libro soporte la prueba de la mera exposición al brillo del sol y la luz del día no es algo habitual.
¿Qué no daríamos por poder leer ahora un gran poema que estuviese en armonía con el paisaje? Creo que si los hombres leyesen correctamente, jamás leerían algo que no fuesen poemas. No hay historia ni filosofía que puedan ocupar su lugar.
El poeta demostrará al instante que hasta la definición más sabia de la poesía es falsa, rechazando sus preceptos. Así las cosas, lo único que podemos publicar es el anuncio que hacemos de ella.
No cabe duda de que la sabiduría escrita más elevada está rimada o posee algún tipo de metro musical: es, tanto en forma como en sustancia, poesía. Y una obra que encerrase la sabiduría condensada de la raza humana no podría tener ni una sola línea sin ritmo.
Y aun así la poesía, a pesar de ser el resultado último y más refinado, es un fruto natural. Con la misma naturalidad con que el roble alberga una bellota, y la vid un racimo de uvas, el hombre alberga un poema, ya sea hablado o escrito. Se trata del éxito principal y más memorable, pues la historia no es más que un relato en prosa de acontecimientos poéticos. ¿Qué más han hecho los hindúes, los persas, los babilonios o los egipcios que pueda contarse? Es la relación más sencilla de fenómenos, y describe las sensaciones más comunes con una veracidad mayor de lo que lo hace la ciencia —ésta, desde la distancia, imita el estilo y los métodos de aquélla—. El poeta canta cómo la sangre fluye por sus venas. Cumple con sus funciones, y no necesita mayor estímulo para cantar que el que las plantas necesitan para dar hojas y flores. Lucharía en vano si intentase modular la música remota y pasajera que a veces escucha, pues su canción es una función vital, como la respiración, y un resultado integral, como el peso. No es una crecida de vida, sino un descenso, pues supura bajo los pies del poeta. Nos basta con que Homero nos diga que el sol se pone: es tan sereno como la naturaleza, y difícilmente podemos detectar el entusiasmo del vate. Es como si la naturaleza hablase. Nos presenta las imágenes más sencillas de la vida humana, para que incluso un niño pueda entenderlas, y el hombre no tiene que pensar dos veces para apreciar su simplicidad. Cada lector descubre por sí mismo que, en relación con los rasgos más simples de la naturaleza, los mejores poetas no han hecho mucho más que copiar sus metáforas. Sus pasajes más memorables son de un brillo tan natural como el resplandor de la luz del sol entre la niebla. La naturaleza no sólo ofrece al poeta palabras, sino frases y versos acuñados por ella.
Y, tal como de entre las nubes la estrella fúnebre sale,
Luciente, y a veces por una nube sombría torna a taparse,
Héctor así asomaba unas veces en los de delante,
Y otras en los de detrás, dando órdenes, centelleante
Todo de bronce, como el relampar del mismo Zeus padre[85].
El poeta expresa hasta la mínima información, incluso la hora del día, con tal magnificencia y amplio uso del imaginario natural, como si fuese un mensaje de los dioses.
En tanto que fue de mañana y el santo día creciendo,
Volando iban tiros de ambos en tanto, y gente cayendo.
Mas, a la hora que ya el leñador se adereza el almuerzo
En valles del monte, una vez que los brazos tiene maltrechos
De corta de árboles altos, y hartura le entra en el pecho,
Y de sabroso yantar le vence el alma el deseo,
Entonces los dánaos por su valor escuadras rompieron,
Por filas llamando a sus gentes. Y fue Agamenón el primero…
Cuando el ejército troyano pasó la noche en armas, vigilando por miedo a que el enemigo reembarcase bajo el manto de la oscuridad, dice:
Mas ellos, al par de los puentes de guerra, en altanerías
Pasaban la noche a través, y hogueras muchas prendían;
Que, tal como estrellas en torno a la clara luna distintas
Lucen por todo el cielo, cuando es de noche tranquila,
Y nítidas todas se ven las cumbres y serranías
Y valles, y el cielo se rasga en bóveda sin finida,
Y bien cada astro se sabe, y le da al pastor alegría,
Tantas, por entre las ondas del Janto y las naves, prendidas
Por los troyanos hogueras ante Ílio se aparecían:
Mil por el llano ardían hogueras, y en torno yacían
De cada una cincuenta, al ampo y a la ardentía;
Y los caballos, royendo cebada y avena escogida,
En pie ante los carros, al alba esperaban belgalipinta.
La «diosa bracicándida Hera», enviada por el Padre de los dioses y los hombres a por Iris y Apolo,
Al alto Olimpo dejando marchó las cumbres Ideas;
Y, tal como el pensamiento de un hombre, que ancha la tierra
Se lanza toda a correr y en magín curioso la piensa,
Y mucho cavilar de andar, «que si estoy aquí, que allí sea»,
Así de veloz lanzada voló la gran diosa Hera
Que al áspero Olimpo llegó, y halló reunidos en fiesta…
Sus paisajes son siempre reales y no inventados. El poeta salta con la imaginación desde Asia hasta Grecia, a través del aire,
έπεΐ ή μάλα πολλά μεταξύ
Οΰρεά τε σκιόεντα θάλασσά τε ήχήεσσα
… que a bien que hay mucho entre ambos
Países de montes sombríos y ronco piélago al paso.
Si sus mensajeros se dirigen a la tienda de Aquiles, no nos preguntamos cómo llegaron allí, sino que los acompañamos paso a paso por la costa del mar estridente. El relato de Néstor sobre la marcha de los pilios contra los epeos es extremadamente realista:
Y Néstor entre ambos
Leniparlante se alzó, de los pilios vocero preclaro,
Que voz de su lengua más dulce que mieles iba manando.
Esta vez, sin embargo, se dirige únicamente a Patroclo: «Y hay un río, aquel Minueyo, cerca de Arena, que desemboca en donde esperamos al alba serena los pulios montados y tropa de a pie que afluía revuelta; de donde todos en masa, ceñidos armas de guerra, al santo caudal del Alfeo con luz llegamos entera…». Nos imaginamos escuchar el suave murmullo del Minueyo descargando sus aguas en el océano durante toda la noche, y oímos el sonido hueco de las olas que rompen contra la orilla, hasta que al final nos alegramos con el desenlace de una ardua marcha junto a las fuentes borboteantes del Alfeo.
Hay pocos libros que estén hechos para ser recordados en nuestras horas más elevadas, pero la Ilíada brilla con mayor fuerza en los días más serenos, y aún guarda toda la luz del sol que bañaba antaño Asia Menor. Ninguna de nuestras alegrías o éxtasis modernos pueden rebajar su altura ni apagar su brillo. Ahí yace, en el Oriente de la literatura, como si fuese la primera y la última producción de la mente. Las ruinas de Egipto nos oprimen y nos sofocan con su polvo, con su pestilencia conservada en casia y resina y envuelta en lino: la muerte de aquello que nunca vivió. Sin embargo, los rayos de la poesía griega se abren paso hasta llegar a nosotros, y se mezclan con el sol de los días presentes. La estatua de Memnón fue derribada, pero el asta de la Ilíada sigue encontrándose con el sol cuando se eleva.
Homero se ha ido; ¿y dónde está Júpiter?
¿Y dónde las siete ciudades rivales?
Su canción sobrevive al tiempo, a la torre y al dios.
Todo lo que entonces fue, salva a los Cielos[86].
Así pues, no hay duda de que Homero tuvo a su Homero, y Orfeo a su Orfeo, en la Antigüedad borrosa que los precedió. El sistema mitológico de los antiguos, que aún sigue siendo la mitología de los modernos, el poema de la humanidad, tan fantásticamente entretejido con su astronomía, e igualando en grandeza y armonía a la arquitectura de los cielos, parece hablar de un tiempo en que un genio más poderoso habitaba la Tierra. Pero, después de todo, el hombre, y no Homero o Shakespeare, es el gran poeta. Y nuestra propia lengua, y las artes comunes de la vida, son su obra. La poesía es tan universalmente real y tan independiente de la experiencia que no necesita una biografía particular para ilustrarla, sino que tarde o temprano la vinculamos con algún Orfeo o Lino, y después de años con el genio de la humanidad y de los mismos dioses.
Merece la pena tomarse tiempo para escoger nuestras lecturas, pues los libros constituyen la sociedad que frecuentamos. Leer sólo a aquellos que tienen una autenticidad serena, nunca estadística, ni ficción, ni noticias, ni informes, ni periódicos, sino sólo grandes poemas, y cuando se agoten, leerlos otra vez, acaso escribir más. En lugar de hacer otros sacrificios, podríamos ofrecer cada día nuestros pensamientos perfectos (τελεία) a los dioses, en himnos o salmos. Pues deberíamos estar al timón al menos una vez al día. Todas las horas no deberían ser temporales. Tendría que haber al menos una hora, si no más, en que el día no avanzase. Los eruditos acostumbran a vender sus derechos inalienables por un amasijo de conocimiento. ¿Pero es necesario conocer lo que el especulador imprime, o lo que estudia el irreflexivo, o lo que lee el ocioso, la literatura de los rusos y los chinos, o incluso la filosofía francesa y gran parte de la crítica alemana? Leed primero los mejores libros, o puede que no tengáis la oportunidad de leerlos nunca. «Hay devotos a través de las ofrendas y devotos a través de la mortificación; están los devotos con una devoción entusiasta, y también aquellos para los que la sabiduría de sus lecturas es su devoción, hombres de pasiones apagadas y maneras severas […]. Este mundo no está hecho para quienes no sienten devoción. Y dime, oh, tú, Arjuna, ¿dónde hay otro?»[87]. Ciertamente, no necesitamos estar siempre tranquilos y entretenidos como niños. Aquel que recurre a una novela fácil porque se siente lánguido haría mejor en echar una siesta. El aspecto frontal de los grandes pensamientos sólo puede ser disfrutado por quienes permanecen a un lado cuando éstos llegan. Libros que no nos ofrecen un pequeño disfrute, sino donde cada reflexión es de una audacia inaudita; libros que un hombre ocioso no leería, que no entretendrían al tímido; libros que incluso nos harían peligrosos para las instituciones existentes: a ésos los llamo yo buenos libros.
No todo aquello que está impreso y cosido es un libro, no necesariamente pertenece a las Letras, sino que más a menudo puede catalogarse junto a los otros lujos y apéndices de la vida civilizada. Se nos intenta endosar los elementos más vulgares bajo miles de disfraces. Tal y como me dijo una vez un vendedor ambulante, «la mejor forma de comerciar es cerrar el trato con éxito», se trate de lo que se trate.
Ay de vosotros, rastreros mundanos, cuya sabiduría comercia
Donde la luz nunca ha puesto su rayo dorado[88].
A través de un buen dominio de la escritura y de un arte consumado de la pluma, los libros se compilan astutamente, y tienen su tirada y su éxito incluso entre los instruidos, como si fuesen el resultado del pensamiento de un nuevo hombre y su nacimiento fuese esperado con dolores naturales. Sin embargo, sus cubiertas no tardan en despegarse, pues ninguna encuadernación servirá para encubrirlos, y se revela que no son Libros o Biblias en absoluto. Hay muchos inventos nuevos y patentados con forma de libro, que afirman existir para la elevación de la raza, que por un momento embaucan a numerosos eruditos y genios que se descubren leyendo obras que tratan sobre un rastrillo tirado por caballos, o la hiladora Jenny, o la nuez moscada, o un cigarro de hojas de roble, o una imprenta a vapor, o una estufa de cocina, cuando lo que estaban buscando eran verdades serenas y bíblicas.
Mercaderes, alzaos,
Y ofuscad la conciencia con vuestra mercancía[89].
El papel es barato, y ahora los autores ya no tienen que borrar un libro antes de escribir otro. En lugar de cultivar la tierra para que dé trigo y patatas, cultivan la literatura, y ocupan un lugar en la República de las Letras. O puede que gusten de escribir por la fama pura y dura, como otros cultivan cosechas de grano para destilarlo y convertirlo en brandy. La mayoría de libros se escribe con prisas y tozudez, como partes de un sistema, para suplir una necesidad real o imaginaria. Los libros de historia natural buscan por lo general ser calendarios apresurados, o inventarios de las pertenencias de Dios, hechos por algún empleado. No enseñan en absoluto la visión divina de la naturaleza, sino la popular, o mejor dicho, el método popular de estudiar la naturaleza, y se limitan a conducir al pupilo perseverante, a toda prisa, a ese dilema en que siempre viven los profesores.
Hasta Atenas va entogado, y de aquella escuela
Vuelve, atontado, un necio más instruido[90].
En verdad enseñan los elementos de la ignorancia, que no del conocimiento, ya que, para hablar deliberadamente y con la vista puesta en las verdades más elevadas, no es fácil distinguir el conocimiento elemental. Existe un abismo entre el conocimiento y la ignorancia, y los puentes de la ciencia nunca podrán salvarlo. Un libro debería contener descubrimientos puros, destellos de terra firma, aunque lo escriban marineros naufragados, y no el arte de la navegación explicado por aquellos que nunca han perdido de vista la tierra. Los libros no deben dar trigo y patatas, sino constituir la cosecha libre y natural de las vidas de sus autores.
Lo que he aprendido es mío; he tenido mis ideas,
Y nobles verdades me han enseñado las Musas[91].
Los libros instruidos no nos instruyen demasiado; lo hacen, antes bien, los libros verdaderos, los sinceros, los humanos, los nacidos de biografías francas y honestas. La vida de un buen hombre difícilmente nos mejorará más que la vida de un saqueador, pues las leyes inevitables se muestran con la misma sencillez en la infracción y en el cumplimiento, y nuestras vidas están sostenidas por una cantidad prácticamente igual de algún tipo de virtud. Mientras viva, el árbol en descomposición pedirá la misma cantidad de sol, viento y lluvia que el árbol verde, pues segrega savia y realiza las funciones de la salud. Si así lo decidimos, podemos limitarnos a estudiar la albura, pero el tocón nudoso tiene un capullo tan tierno como el del arbusto.
Dejadnos al menos tener libros sanos, un sólido rastrillo tirado por caballos y una estufa de cocina que no esté agrietada. No dejemos que el poeta derrame lágrimas sólo por el bien público. Debería ser igual de vigoroso que el arce de azúcar, que tiene suficiente savia para mantener su propio verdor, además de la que va a parar a los abrevaderos, y no como la vid, que cuando se la corta en primavera no da frutos, sino que se desangra hasta la muerte intentando curar sus heridas. El poeta es aquel que tiene suficiente grasa, al igual que los osos y las marmotas, como para lamer sus garras durante todo el invierno. Hiberna en este mundo, y se alimenta de su propio tuétano. Cuando caminamos sobre los pastos nevados, nos encanta pensar en esos soñadores felices que yacen bajo tierra, en los lirones y en todas esas razas de criaturas dormidas que tienen tal exceso de vida envuelto en gruesos pliegues de pelaje, inmunes al frío. ¡Ay!, el poeta también es, en cierto sentido, una suerte de lirón desaparecido en barrios invernales de pensamientos profundos y serenos, insensible a las circunstancias que lo rodean; sus palabras son el relato de su memoria más antigua y elevada, una sabiduría sacada de la experiencia más remota. Mientras tanto, otros hombres llevan una existencia hambrienta, como los halcones, que se mantienen en el aire confiando en cazar, de cuando en cuando, algún gorrión.
Los ensayos y poemas que ya existen, frutos de esta tierra, no han sido escritos en vano. Y, sin embargo, podríamos guardarlos todos tranquilamente en nuestro cofre[92]. Si los dioses transmitiesen su propia inspiración en vano, éstos podrían pasarse por alto entre la multitud. Pero no cabe duda de que los acentos de verdad acabarán siendo escuchados tanto en la tierra como en el cielo. Ya parecen antiguos, y en cierta medida han perdido las huellas de su nacimiento moderno. Aquí están quienes
Desean aquello que es la luz de toda nuestra vida,
La comprensión perpetua, real y límpida[93].
Recuerdo unas cuantas frases que brotan como la hierba en su pasto autóctono, donde sus raíces nunca fueron perturbadas, como si no hubiesen sido esparcidas sobre un dique arenoso; frases que responden a la oración del poeta:
Déjanos poner un justo
Precio al conocimiento, para que el mundo pueda confiar
En las palabras del poeta, y no siga afirmando que
Cada arte es aduladora de sí misma[94].
¿Acaso no participábamos, en nuestro puerto natal, en los pacíficos juegos del Lyceum[95], que marcarían el inicio de una nueva era para Nueva Inglaterra, como ya hicieron los Juegos en Grecia? Pues, si Heródoto llevó su historia a Olimpia para ser leída, después del pancracio y la carrera, ¿no hemos escuchado nosotros esas historias recitadas aquí, leídas por nuestros compatriotas, que de cuando en cuando nos hacen olvidar Grecia? También la filosofía tiene aquí su jardín y su pórtico, y en estos días presentes no están completamente desiertos.
Últimamente el vencedor, al que todos los Píndaros alaban, ha ganado una nueva palma, compitiendo contra
Vates olímpicos que cantaban
Ideas divinas en la tierra,
Que nos encuentran siempre jóvenes,
Y siempre así nos conservan[96].
¡¿Qué tierra o mar, montaña o río, manantial o bosquecillo de las Musas, está a salvo de su mirada apasionada y siempre vigilante, que se desvía del camino marcado por Febo[97], visita lugares insólitos, hace brillar a los gélidos hiperbóreos, retorcerse a la vieja serpiente polar, retroceder y esconderse a los Nilos?!
Ese Faetón de nuestros días,
Que podría crear otra vía láctea,
Y quemar el mundo con su rayo;
Para nosotros profeta indiscutido,
Que rozaría con su carro en llamas
Nuestra trémula esfera mortal,
Deshonrando nuestro poco valor,
Y chamuscando la tierra viva
Para demostrar su casta divina.
Los radios de plata, las ruedas doradas
Brillan con un fuego inaudito,
Acercándose siempre más y más;
Los pivotes y el eje están derretidos,
Salen volando los radios plateados,
¡Ah, el carro de su Padre quedará destrozado!
¿Quién le dejó estos corceles que no sabe dominar?
Ahora el sol dejará de brillar por un año,
Y luego todos pareceremos etíopes.
Por sus
Labios de astucia cayó
El apasionante oráculo délfico[98].
Y aun así, a veces,
No debería importarnos que a nuestros oídos llegase
Algo menos de astucia, y algo más de oráculo.
Es Apolo brillando ante ti. Oh, Contemporáneo excepcional, déjanos tener calores remotos. Danos la belleza sutil y celestial, por breve que sea, que todo lo atraviesa y no mora en el verso, como el agua pura, que no hace sino reflejar los matices de la uva en su racimo. Deja soplar los épicos vientos alisios, y detén este vals de inspiraciones. Permítenos con más frecuencia sentir en nuestras mejillas el lebeche, por suave que sea, soplando desde el cielo de los indios. ¿Qué nos importa perder un millar de meteoritos caídos del cielo, si las profundidades celestiales, si el polvo estelar y las indisolubles nebulosas permanecen? ¿Qué nos importa perder un millar de sabias respuestas del oráculo, si a cambio podemos tener unos cuantos acres naturales de tierra jónica?
Aunque sabemos de sobra
Que no está en mano de los reyes [o de los presidentes] consagrar
Al verso a un espíritu que no ha nacido a tal efecto,
Y que éstos no nacen durante el reinado de todos los príncipes[99].
Y a pesar de todos los elogios cantados durante el «reinado de Isabel», tenemos pruebas de que los poetas también pueden nacer y cantar en nuestros días, durante la presidencia de James K. Polk[100],
Y de que los inmensos poderes de la rima inglesa
No quedaron confinados en el pacífico reinado de aquélla.
¡La profecía del poeta Daniel ya se ha cumplido con creces!
¿Y quién sabe hacia dónde acabaremos soplando
El tesoro de nuestra lengua? ¿A qué costas extranjeras
Debería viajar este obsequio de nuestra mejor gloria,
Para enriquecer a naciones ignaras con nuestra ofrenda?
Qué mundos de este Occidente aún sin forma
Quedarían refinados con estos acentos que son nuestros.
Ya se ha hablado mucho sobre el encanto de la escritura fluida, y más de una vez escuchamos la queja de que algunas obras geniales que albergan ideas exquisitas son sin embargo irregulares y carecen de fluidez. No obstante, incluso las cimas de las montañas en el horizonte son, a ojos de la ciencia, partes de una cadena. Deberíamos pensar que el flujo de pensamiento se parece más a un maremoto que a un río que fluye desde la montaña, y que es el resultado de una influencia celestial, y no de un determinado grado de inclinación en su cauce. El río fluye porque va montaña abajo, y lo hace a mayor velocidad cuanto mayor sea el declive. El lector que espera flotar con la corriente durante todo el viaje podría acabar quejándose del oleaje nauseabundo y de la agitación de las aguas cuando su frágil nave llegue al gran río del océano, que fluye hacia el sol y la luna de la misma manera que los ríos más pequeños fluyen hacia él. Si supiéramos apreciar la corriente que hay en estos libros, esperaríamos que se elevase desde la página como un efluvio y lavase nuestros cerebros críticos, fluyendo hasta niveles más elevados y alejados de nosotros. Hay muchos libros que ondean como una crecida, y fluyen con la misma naturalidad que el caz de molino que pasa bajo la calzada, y cuando sus autores están en la cresta de la ola de su discurso, Pitágoras y Platón y Jámblico se detienen junto a ellos. Sus frases largas, correosas y viscosas tienen una consistencia que las hace fluir juntas de manera natural. Se leen como si hubiesen sido escritas para militares, para hombres de negocios, pues tal es la urgencia que transmiten. En comparación con estos libros, los pensadores y los filósofos graves parecen no haberse librado aún de sus restricciones: son más lentos que un ejército romano en marcha, cuya retaguardia acampa esta noche donde ayer lo hiciera la vanguardia. El sabio Jámblico se arremolina y resplandece como un cenagal acuoso.
¿Cuántos miles de hombres nunca oyeron hablar de
De Sidney, o de Spenser[101], o de sus libros?
Y aun así son tipos valientes, que presumen de fama,
Y parecen someter a todo el mundo con su mirada.
Una vez preparado el escritor agarra la pluma y grita: «¡Adelante! ¡Álamo y Fannin!», y luego llega la marea de la guerra. Las propias murallas y cercas parecen viajar. Sin embargo, ni siquiera el trote más rápido es un flujo. Y hasta allí, lector —al menos tú y yo—, no llegaremos.
Es cierto: una frase perfectamente sana es harto excepcional. La mayor parte de las veces perdemos el matiz y la fragancia del pensamiento, como si pudiese satisfacernos el rocío de la mañana o de la tarde sin sus colores, o el cielo sin su azul. Quizá las frases más atractivas no sean las más sabias, sino las más certeras y completas, pronunciadas de manera firme y concluyente, como si el hablante tuviese derecho a saber lo que dice, y si no son del todo plenas de sabiduría, al menos han sido bien aprendidas. Sir Walter Raleigh[102] bien podría ser estudiado únicamente por la excelencia de su estilo, pues destaca entre otros muchos maestros. Hay un énfasis natural en él, como el de una pisada humana, y un espacio para respirar entre sus frases, que ni siquiera lo mejor de la escritura moderna puede ofrecer. Sus capítulos son como los parques ingleses, o mejor dicho, como un bosque occidental, donde los árboles más grandes evitan que crezca la maleza, de suerte que sus claros pueden atravesarse cómodamente a lomos de un caballo. Todos los escritores distinguidos de aquel periodo poseen más naturalidad y vigor que los modernos —y es que nos está permitido difamar a nuestro propio tiempo—, y cuando leemos una cita de uno de ellos en el texto de un autor moderno, nos parece haber llegado de repente a un campo más verde, a una profundidad más oscura, a un terreno más sólido. Es como si una rama joven cruzase la página y su visión nos refrescase, como cuando vemos la hierba húmeda en pleno invierno o recién entrada la primavera. Encontramos siempre la garantía de la vida y la experiencia en aquello que leemos. Lo poco que se dice basta para implicar lo mucho que se ha hecho. Esas frases son verdes como los árboles de hoja perenne, pues están arraigadas en los hechos y en la experiencia. En cambio, nuestras frases falsas y floridas sólo tienen los colores de las flores sin savia ni raíces. Todos los hombres se sienten atraídos por la belleza de la oralidad, e incluso escriben con un estilo que trata de imitarla. Prefieren que no se les entienda a que sus palabras se queden cortas en exuberancia. Hussein Effendi alababa el estilo epistolar del pachá Ibrahim al dirigirse al viajero francés Botta[103], habida cuenta de «la dificultad a la hora de entenderlo». Según él, «sólo había una persona en Yeda capaz de entender y explicar la correspondencia del pachá». La vida entera de un hombre se grava con relación a la mínima cosa bien hecha. Es su resultado neto. Cada frase es el efecto de un largo periodo de prueba. ¿Dónde habríamos de buscar el inglés estándar, si no en las palabras de un hombre estándar? La palabra mejor dicha estuvo muy cerca de no ser pronunciada en absoluto, pues es prima hermana de una acción que el hablante podría haber realizado. De hecho, es muy probable que dicha palabra ocupase el lugar de la acción por una necesidad urgente, incluso por culpa de algún infortunio, de suerte que el escritor más real tal vez sea en realidad algún caballero cautivo. Y puede que los Hados, tras haber dotado tan suntuosamente a Raleigh con la sustancia de la vida y la experiencia, decidiesen hacerlo prisionero, obligándole a convertir sus hechos en palabras, a poner en su expresión el énfasis y la sinceridad de su acción.
Los hombres muestran un respeto por la erudición y el conocimiento que está muy por encima de su utilidad común. Nos divierte leer cómo Ben Jonson[104] se comprometió para que las sosas mascaradas con las que se entretendría a la familia real y a la nobleza estuviesen «asentadas en la Antigüedad y en un conocimiento sólido». ¿Puede haber mayor reproche que un conocimiento ocioso? ¡Aprended al menos a cortar madera! El erudito rara vez recuerda la necesidad de conversar y trabajar con muchos hombres y cosas. El trabajo manual constante, que también acapara la atención, es sin duda el mejor método para acabar con la floritura y el sentimentalismo del estilo, tanto oral como escrito. Si hubiese trabajado duro de la mañana a la noche, y aunque se quejase de que durante ese tiempo no ha podido estar observando el tren de sus pensamientos, las pocas y apresuradas líneas que por la noche dejen constancia de la experiencia de su día serán más musicales y auténticas que las que hubieran podido adornar su fantasía más libre y ociosa. Está claro que el escritor dirige sus palabras a un mundo de trabajadores, con lo que ésa ha de ser su propia disciplina. Quien tiene madera que cortar y amarrar antes de que caiga la noche durante los breves días de invierno no holgazaneará con su trabajo. Antes bien, cada hachazo será certero, y sonará con sobriedad a través del bosque. Y también los hachazos de la pluma del erudito, que por la noche registra la historia del día, sonarán con sobriedad, aunque alegremente, al oído del lector, mucho después de que los ecos de su hacha se hayan apagado. El erudito puede cerciorarse de que escribe la verdad más dura merced a los callos de sus manos, que dan firmeza a la frase. De hecho, la mente nunca hace un esfuerzo enorme y exitoso sin la correspondiente energía del cuerpo. A menudo nos sorprenden la fuerza y la precisión estilística que los hombres trabajadores, no versados en la escritura, alcanzan sin problemas cuando se les pide que hagan el esfuerzo. Como si la sencillez, el vigor, la sinceridad, ornamentos del estilo, se aprendiesen mejor en la granja y en el taller que en las escuelas. Las frases escritas por esas manos ásperas son correosas y duras, como las sandalias bien curtidas, los tendones del ciervo o las raíces del pino. Por lo que respecta a la elegancia en la expresión, ningún gran pensamiento vestirá un traje raído, y aunque salga de los labios de los wólof, las nueve Musas y las tres Gracias habrán conspirado para vestirlo con una frase digna. Su educación siempre ha sido liberal, y la sensatez que implica puede abastecer a toda una universidad. El mundo, que los griegos llamaban «Belleza», ha llegado hasta su estado actual despojándose poco a poco de todo ornamento que no estuviese hecho para sobrevivir. La sibila, «que habla por una boca inspirada, sin sonrisa, sin ornamentos, sin perfumes, perfora los siglos con el poder de un dios[105]». El erudito podría emular con frecuencia el decoro y el énfasis de la llamada del agricultor a su yunta, y confesar que si dicha llamada se plasmase por escrito superaría sus trabajosas frases. ¿De quién son las frases realmente trabajosas? Abandonamos gustosos las frases débiles y endebles del político y el literato para pasar a la descripción del trabajo, al sencillo registro de las tareas mensuales en el almanaque del agricultor, que restaura nuestro tono y nuestro ánimo. Una frase debería leerse como si su autor, de haber manejado un arado en lugar de una pluma, pudiese trazar con ella un surco profundo y recto hasta el final. El erudito necesita un trabajo duro y serio para dar ímpetu a su pensamiento. Aprenderá a agarrar la pluma con firmeza, a blandiría con elegancia y eficacia, como si de un hacha o una espada se tratase. Cuando pensamos en las frases débiles y sosas de ciertos literatos, que sólo por casualidad se asemejan en altura y peso a los estándares de su raza, nos quedamos sorprendidos por el inmenso desperdicio de músculos y tendones. ¡Cómo! ¡¿Con estas proporciones, con estos huesos, ése es su trabajo?! ¿Unas manos que podrían haber derribado a un buey han elaborado esta materia frágil, que ni siquiera habría supuesto esfuerzo para los finos dedos de una dama? ¿Puede esto ser el trabajo de un hombre hecho y derecho, con tuétano en los huesos y un tendón como el de Aquiles en el talón? A quienes levantaron los megalitos de Stonehenge les bastó con desplegar una vez su fuerza y estirar los músculos para crear algo así.
Sin embargo, y después de todo, el trabajador realmente eficaz no abarrotará su día de trabajo, sino que paseará por su tarea envuelto en un amplio halo de comodidad y ocio, y no hará sino aquello que más le agrada. Sólo está ansioso por las semillas fructíferas del tiempo. Aunque la gallina se siente durante todo el día, sólo podrá poner un huevo y, además, no habrá recogido el material para otro. Dejemos que el hombre se tome el tiempo suficiente para realizar hasta la acción más trivial, aunque sólo sea cortarse las uñas. Los capullos crecen imperceptiblemente, sin prisa ni confusión, como si los cortos días de primavera fuesen una eternidad.
Puedes pasarte una vida afilando tu deseo,
Quien se mantiene firme no necesita apresurarse.
Ciertas horas no parecen hechas para emprender ninguna acción, sino para que en su interior tome aire la determinación. En lugar de abordar directamente la tarea que nos emociona, cerramos la puerta a nuestras espaldas y deambulamos con la mente preparada, como si la mitad del trabajo ya estuviese hecha. En esos momentos nuestra resolución está arraigándose en la tierra, como hacen las semillas, que primero lanzan un brote hacia abajo, que se alimenta de su propio albumen, y luego arrojan otro hacia arriba, hacia la luz.
Ciertos libros poseen un tipo de verdad y naturalidad sencilla que es muy difícil de encontrar, aunque sea en realidad algo común. Puede que no haya nada elevado en sus opiniones, nada elegante en su expresión, pero ofrecen ese discurso carente de afectación que escuchamos en el campo y en los valles. La sencillez es un mérito casi tan grande en un libro como en una casa, si el lector decide hospedarse en él. Comparte espacio con la belleza, y es un arte nobilísima. Algunos libros tienen sólo ese mérito. El erudito no está en condiciones de hacer que su experiencia más familiar llegue elegantemente en ayuda de su expresión. Muy pocos hombres pueden hablar sobre la Naturaleza, por ejemplo, con cierta veracidad. Sobrepasan su humildad de una forma u otra, y no le hacen ningún favor. No hablan en realidad por ella. La mayoría de estos hombres llora mejor de lo que habla, y podremos sacar algo más natural de ellos pellizcándoles que dirigiéndoles la palabra. La aridez con la que el leñador habla de sus bosques, manejándolos con la misma indiferencia que su hacha, es mejor que el entusiasmo comedido del amante de la naturaleza. Es mejor que la prímula a orillas del río sea una prímula amarilla, y nada más, en lugar de ser algo inferior. Aubrey dice de Thomas Fuller que la suya era «una cabeza siempre activa, hasta el punto de que, mientras caminaba meditando antes de cenar, podía comerse una hogaza entera sin percatarse. La naturaleza le había dotado con una gran memoria, a la que añadió el arte de la mnemotecnia. Podía repetir hacia adelante y hacia atrás todos los carteles entre Ludgate y Charing Cross». Del Sr. John Hales dice que «adoraba Canarias» y fue enterrado «bajo un altar de mármol negro […] con un epitafio demasiado largo». De Edmund Halley, que «a los dieciséis años podía distinguir las estrellas, y luego dijo que se consideraba un buen tipo»; de William Holder, quien escribió un libro sobre la manera de curar de un tal Popham, sordomudo, que «no seguía a ningún autor y que sólo consultó con la naturaleza[106]». En la mayoría de los casos, los autores se limitan a consultar a todos los que han escrito antes que ellos sobre un tema, y su libro no es más que la suma de los consejos de muchos. En cambio, un buen libro nunca antes habrá sido anticipado, sino que el propio tema será, en cierto sentido, nuevo, y su autor, consultando a la naturaleza, no consultará sólo a aquellos que le han precedido, sino también a aquellos que pudieran seguirle. Siempre hay espacio y razones suficientes para un libro verdadero sobre cualquier tema, al igual que hay espacio para más luz en el día más brillante, pues cada rayo que se sume no interferirá con el primero.
Así íbamos procediendo río arriba, amoldando poco a poco nuestros pensamientos a las novedades, observando desde su plácido seno una nueva naturaleza y los nuevos trabajos de los hombres, y, como si nuestra confianza fuese en aumento, encontrando la naturaleza aún habitable, agradable, propicia. No seguíamos un camino marcado, sino el serpenteante curso del río, que era, como de costumbre, la ruta más corta para nosotros. Por suerte no teníamos negocios en aquella zona. El Concord rara vez había sido un rivus, sino apenas un fluvius, o algo entre fluvius y lacus. El Merrimack, en este punto, no era ni rivus, ni fluvius, ni lacus, sino más bien un amnis[107], una crecida gradual, majestuosa y ondulante que se aproxima al mar. Podíamos incluso sentir empatía por su fuerte marea, que se dirigía a buscar fortuna en el océano, anticipándose al momento en que, «recibida en la sencillez de sus aguas libres», debería «hacer de las costas sus orillas»:
Campoque recepta
Liberioris aquæ, pro ripis litora pulsant[108].
Por fin rodeamos un islote bajo y cubierto de arbustos, que llamamos Isla del Conejo, y sometido alternativamente al sol y a las olas, tan desolado como si se encontrase a varias leguas mar helado adentro, y nos encontramos en una parte del río más estrecha, cerca de los cobertizos y los patios para recoger la piedra conocida como «granito de Chelmsford», que se extrae en Westford y en los pueblos vecinos. Dejamos a nuestra derecha la Isla Wicasuck, con sus setenta acres de tierra, si no más, ubicada entre Chelmsford y Tyngsborough, y residencia predilecta de los indios. Según la Historia de Dunstable: «Sobre el 1663, el hijo mayor de Pasaconaway [jefe de los penacook] fue enviado a la cárcel por un miembro de su tribu, a causa de una deuda de cuarenta y cinco libras contraída con John Tinker, que se había comprometido verbalmente a pagar. Para liberarlo de su encarcelamiento, su hermano Wannalancet y otros indios, propietarios de la Isla Wicasuck, la vendieron y pagaron la deuda[109]». Sin embargo, el Tribunal General se la devolvió a los indios en 1665. Tras la marcha de los indios en 1683, la isla pasó a manos de Jonathan Tyng como pago por sus servicios a la colonia, pues había hospedado a una guarnición en su casa. La casa de Tyng no quedaba lejos de las cataratas de Wicasuck Falls. Gookin, que en su «Epístola dedicada a Robert Boyle» se disculpa por presentarle su «cuestión vestida con unas ropas salvajes», dice que al estallar la Guerra del Rey Felipe[110] en 1675, siete «indios provenientes de Narragansett, Long Island y Pequod, que habían estado unas siete semanas trabajando con el Sr. Jonathan Tyng, de Dunstable, en el Merrimack, al saber de la guerra, echaron cuentas con su jefe y, tras recibir la paga, se marcharon sin que aquél lo supiera. Como estaban asustados, caminaban en secreto a través de los bosques, decididos a llegar hasta su país», pero fueron capturados por los indios cristianos y los ingleses de Marlboro y enviados a Cambridge[111]. Sin embargo, poco después fueron puestos en libertad. Así eran los jornaleros a la sazón. Tyng fue el primer colono permanente de Dunstable, que luego abarcó lo que es ahora Tyngsborough y muchos otros pueblos. En el invierno de 1675, durante la Guerra del Rey Felipe, todos los demás colonos abandonaron el pueblo, pero «él», dice el historiador de Dunstable, «fortificó su casa y, aunque “se veía obligado a recibir la comida de Boston”, se asentó rodeado de salvajes enemigos, solo, en medio de la naturaleza, para defender su casa. Al considerar que la suya era una posición importante para la defensa de las fronteras, en febrero de 1676 solicitó ayuda a la Colonia», demostrando humildemente, según se colige de su petición, que, como vivía «en la casa más alta sobre el río Merrimack, descubierta ante el enemigo, pero tan bien ubicada que hace, como quien dice, de casa de vigilancia para los pueblos vecinos», podría ofrecer un importante servicio a su país, de poder contar únicamente con un poco de ayuda, «pues no había quedado», aseguraba, «ningún habitante en el pueblo, a excepción de mí». Así las cosas, solicita que «sus Señorías tengan a bien enviarle a tres o cuatro hombres para hacer de guarnición en la ya mencionada casa». Y lo hicieron[112]. Aunque yo pienso que dicha guarnición se habría visto debilitada con la llegada de un solo hombre más.
Haz del Mastín tu perro guardián, para que ladre al ladrón,
Haz del valor el comandante en jefe de tu vida,
Haz de las trampillas tu baluarte, haz sonar las campanas,
Haz que la bala y la flecha muestren quién está dentro[113].
Así pues, se ganó el título de primer colono permanente. En 1694 se aprobó una ley que decretaba «que todo colono que deserte de un pueblo por miedo a los indios renunciará a todos sus derechos allí[114]». Pero ahora, tal y como observo con frecuencia, un hombre puede desertar en cualquier momento de los fértiles territorios fronterizos de la verdad y la justicia, que son las mejores tierras del Estado, por miedo o por enemigos mucho más insignificantes, sin renunciar a ninguno de sus derechos civiles. Es más, se entregan municipios a los huidos, y a veces no puedo por menos de considerar al Tribunal General como un campamento de desertores.
Mientras remábamos junto a la orilla de la Isla Wicasuck, que entonces estaba cubierta de árboles, para evitar la corriente, dos hombres, que parecían recién escapados de Lowell, donde habían caído en la emboscada dominical de camino a Nashua, y que ahora se encontraban en esa parte extraña y natural del planeta, sin cultivar ni colonizar —un lugar áspero y bruto, lleno de murallas y barreras—, al ver nuestro bote moverse con tanta suavidad río arriba, nos llamaron desde el alto margen para saber si podíamos llevarlos como pasajeros, como si la nuestra fuese la calle que no habían encontrado; así podrían sentarse y charlar y matar el tiempo, hasta llegar por fin a Nashua. Este camino tranquilo era su predilecto. Sin embargo, nuestro bote estaba abarrotado con accesorios necesarios, y se hundía ya bastante en el agua, además de necesitar que remásemos, pues no avanzaría contra la corriente sin esfuerzo. Así las cosas, nos vimos obligados a denegarles el pasaje. A medida que nos alejábamos a golpes de remo constantes, mientras los Hados esparcían aceite por nuestro camino y el sol se escondía tras los alisos de la orilla distante, aún podíamos verlos a lo lejos, sobre el agua, corriendo por la orilla y escalando rocas y árboles caídos como si de insectos se tratase —pues ellos, al igual que nosotros, no eran conscientes de estar en una isla—. El río fluía indiferente en la dirección opuesta. Luego, una vez alcanzada la desembocadura del riachuelo insular, que sin duda habían cruzado por las esclusas, más al sur, se toparon con una barrera más efectiva contra su progreso. Parecían estar aprendiendo muchas cosas en poco tiempo. Corrían de un lado a otro, como hormigas sobre un hierro de marcar incandescente, e intentaban una vez más cruzar el río por aquí o por allí, para constatar que, en efecto, aún no se podía caminar sobre las aguas, como si se les hubiese ocurrido alguna nueva idea y pensasen que colocando las piernas de una determinada forma podrían conseguirlo. Al final el sobrio sentido común pareció recuperar su influencia, y aquéllos concluyeron que lo que llevaban tanto tiempo escuchando debía ser cierto, y resolvieron vadear las aguas más bajas. Ya a casi una milla de distancia pudimos verlos quitarse la ropa y prepararse para el experimento. No obstante, parecía probable que se les presentase un nuevo dilema, habida cuenta de la inconsciencia con que estaban dejando la ropa en la orilla equivocada del río, como en la historia del campesino con el trigo, el zorro y el ganso, que tenían que ser transportados uno a uno. Nunca supimos si llegaron a salvo al otro lado o tuvieron que volver por las esclusas. No pudimos evitar quedarnos sorprendidos por la aparente, aunque inocente, indiferencia de la Naturaleza ante las necesidades de aquellos hombres, mientras que en otros lugares servía amablemente a otros. Como la verdadera benefactora que es, el secreto de su servicio es la inmutabilidad. Y así es cómo el más ocupado de los mercaderes se ve obligado a adoptar las vestes del peregrino, aunque sea Lowell lo que ven sus ojos, y equiparse de bastón, morral y concha de vieira.
También nosotros, que nos encontrábamos en medio del río, estuvimos cerca de experimentar el destino del peregrino, al vernos tentados de perseguir lo que parecía un esturión o un pez más grande —pues recordábamos que éste era el «río esturión»—, cuyo lomo oscuro y monstruoso ora asomaba, ora se escondía en las aguas. Nos íbamos quedando cada vez más atrás, pero el pez mantenía su aleta bien a la vista, sin sumergirse, y parecía preferir nadar contracorriente, de modo que, pasase lo que pasase, no se nos podría escapar yendo hacia el mar. Al final, cuando estuvimos todo lo cerca que convenía, y teniendo cuidado para no recibir un coletazo, el pistolero de proa disparó su carga mientras que el hombre de popa mantenía la posición. Sin embargo, en uno de esos instantes cargados de significado, el monstruo con piel de fletán, sin abandonar en ningún momento su sube y baja y sin preludio o aviso alguno, tuvo a bien alzarse como un enorme mástil, colocado ahí como una boya para advertir a los marineros de la presencia de rocas sumergidas. Así pues, y echándonos las culpas recíprocamente, nos retiramos al punto hacia aguas más seguras.
El tramoyista creyó conveniente cerrar aquí el drama de este día, sin preocuparse de esas armonías que tanto valoramos los mortales. Nunca sabremos si aquello hubiese acabado en tragedia, en comedia, en tragicomedia o al estilo pastoral. Ese domingo concluyó con la puesta del sol, dejándonos tranquilos sobre las olas. Los navegantes disfrutan de un crepúsculo más largo y brillante que quienes están en tierra, pues aquí el agua, amén de la atmósfera, absorbe y refleja la luz, y una parte del día parece quedarse hundida bajo las olas. La luz fue abandonando poco a poco las aguas oscuras, y también el aire más profundo, y el crepúsculo se cernió sobre los peces y también sobre nosotros, aunque de manera más sombría y melancólica sobre ellos, pues su día es un crepúsculo perpetuo, aunque lo bastante claro para sus ojos débiles y acuosos. Ya han tocado a vísperas en varias capillas lúgubres río abajo, donde las sombras de las hierbas se extienden sobre el suelo arenoso. La lota vespertina ya había empezado a revolotear con su aleta de cuero, y los cotilleos de los peces se fueron retirando desde la calle fluvial a los riachuelos, las calas y otros recovecos privados, excepción hecha de unos cuantos ejemplares de aleta fuerte que, anclados en el río, luchaban contra la marea incluso en sueños. Entretanto nosotros, cual negra nube nocturna, flotábamos sobre la bóveda de su cielo, haciendo aún más oscuras las sombras sobre sus campos inundados.
Al llegar a un lugar retirado, donde el río se extendía hasta alcanzar las sesenta varas de anchura, montamos nuestra tienda en la orilla occidental, en Tyngsborough, justo al lado de unos terrenos con ciruelos marítimos que ya estaban casi maduros, donde la pendiente era almohada suficiente. Y con el mismo trajín que los marineros que tocan tierra, trasladamos todos los objetos necesarios del bote a la tienda y colgamos una lámpara dentro: nuestra casa estaba lista. Con una piel de búfalo extendida sobre la hierba y una manta para taparnos, nuestra cama pronto estuvo hecha. Un fuego crepitaba alegremente ante nuestra entrada, tan cerca que podíamos cuidarlo sin poner un pie fuera. Después de cenar, apagamos la llama, cerramos la lona y, como si estuviésemos rodeados del confort doméstico, nos quedamos despiertos para leer el Diccionario geográfico, y así conocer nuestra latitud y longitud, escribir nuestro diario de viaje, o escuchar el viento y el ondear del río hasta ser vencidos por el sueño. Allí estábamos, bajo un roble a orillas del río, junto al maizal de algún agricultor, buscando el descanso y olvidando dónde estábamos —que nos veamos obligados a olvidar nuestros anhelos cada doce horas es una gran bendición—. Visones, ratas almizcleras, ratones de campo, marmotas, ardillas, mofetas, conejos, zorros y comadrejas, todos vivían en los alrededores, pero permanecieron escondidos mientras estábamos aquí. El río, con sus remolinos y sus olas, fluyó toda la noche hacia los mercados y el litoral, sin que se reflejara en él ninguna pequeña empresa. En lugar de la inmensidad escita de la noche de Billerica, y sus melodías salvajes, nos mantuvo despiertos el bullicioso ajetreo, que nos llegaba a través del agua, de varios trabajadores irlandeses en la vía férrea, que aún no se habían cansado ni descansado en aquel séptimo día, y que no acabarían de trajinar de un lado a otro de las vías, con una velocidad cada vez mayor y unos gritos siempre intensos, hasta altas horas de la noche.
Esa noche, uno de los marineros recibió en sueños la visita de los Destinos Malignos, y de todas esas fuerzas que son hostiles a la vida humana, que constriñen y oprimen las mentes de los hombres, y hacen que su camino parezca difícil y estrecho, y lo acosan con peligros, de suerte que hasta las empresas más inocentes y valiosas parecen una insolencia que tienta a la suerte, que no tiene a los dioses de su lado. En cambio el otro, felizmente, pasó una noche serena e incluso celestial o inmortal, y su reposo fue sin sueños —o, en todo caso, sólo quedó la atmósfera de los sueños agradables—; un reposo natural y feliz hasta la mañana siguiente. Su espíritu alegre reconfortó y tranquilizó al de su hermano, pues siempre que se enfrentan, el Buen Genio sin duda prevalece.