JUEVES

Él pisaba el suelo virgen del bosque, donde

El sol que todo lo ve lleva años sin brillar,

Donde se alimenta el arce, pasea el oso huraño,

Y el carpintero trabaja la madera del árbol más alto.

[…]

Pasaba gustoso la noche donde la oscuridad lo encontraba;

Y allí la mañana rojiza lo tocaba con su luz.

[…]

Adondequiera que vaya, el hombre sabio está en casa,

Su hogar es la tierra, la bóveda azul su salón;

Adonde su espíritu puro le lleve, ahí está su camino,

Iluminado y marcado por la luz misma de Dios.

Ralph Waldo Emerson, «Woodnotes»

Cuando esa mañana nos despertamos, escuchamos el sonido tenue, deliberado y ominoso de las gotas contra nuestro techo de algodón. La lluvia había tamborileado durante toda la noche y ahora el campo entero estaba húmedo, y las gotas caían en el río, y sobre los alisos, y en las praderas, pero en lugar de un arco en el cielo llegó el trino del gorrión cejiblanco que escuchamos durante toda la mañana. La fe alegre de este pajarillo servía para expiar el silencio del resto del bosque. Cuando pusimos el pie fuera de la tienda, un rebaño de ovejas, liderado por sus carneros, descendía por una cañada a nuestras espaldas, con una prisa descuidada y retozando a sus anchas, como si no las estuviese observando ningún hombre. Bajaban desde los pastos más altos, donde habían pasado la noche, para probar la hierba de la orilla del río. Sin embargo, cuando sus líderes divisaron nuestra tienda blanca a través de la neblina, se detuvieron de golpe, asombrados, apoyados en sus patas delanteras, dejando el torrente a sus espaldas, y todo el rebaño se quedó petrificado, esforzándose por resolver el misterio con sus cerebros ovinos. Al final, tras llegar a la conclusión de que no auguraba ningún peligro para ellas, se extendieron discretamente por todo el campo. Luego supimos que habíamos montado nuestra tienda en el mismo punto que pocos veranos antes había estado ocupado por un grupo de penobscots. A través de la neblina podíamos ver erigirse ante nosotros una elevación oscura y cónica, el Pinnacle de Hooksett, un punto de referencia para los barqueros, y también la montaña Uncanoonuc, muy lejos, al oeste del río.

Aquél fue el límite de nuestro viaje, pues tras unas cuantas horas más bajo la lluvia llegamos a las últimas esclusas, y nuestro bote era demasiado pesado como para arrastrarlo rodeando los largos y numerosos rápidos que allí se producían. Sin embargo, continuamos a pie, siguiendo el margen del río, palpando nuestro camino con un palo a través del día lluvioso y nublado, escalando por los troncos resbaladizos en medio del sendero con el mismo placer y optimismo que si hubiésemos estado bajo el sol más radiante, oliendo la fragancia de los pinos y del barro húmedo bajo nuestros pies, alegres gracias a los sonidos de cascadas invisibles, sin poder ver las setas venenosas, ni las ranas errantes, ni las guirnaldas de musgo colgando de las píceas, ni los tordos moviéndose en silencio bajo las hojas. Nuestro camino seguía bien compacto en medio de aquel tiempo tan húmedo, como la fe, y nosotros lo seguíamos con confianza ciega. No obstante, logramos mantener nuestras reflexiones secas, y fue tan sólo la ropa lo que se mojó. En líneas generales fue un día nublado y lluvioso, con claros ocasionales en medio de la niebla, en los que el trino del gorrión molinero parecía anunciar horas de sol.

«Nada que le ocurra de manera natural a un hombre puede herirle, y los terremotos y las tormentas no son una excepción», dijo un hombre de genio, que en aquella época vivía unas pocas millas más arriba de nuestro camino[1]. Cuando un aguacero nos obliga a cobijarnos bajo un árbol, podemos aprovechar esa oportunidad para realizar una inspección más minuciosa de algunas de las obras de la Naturaleza. Una vez me quedé medio día debajo de un árbol, durante una lluvia torrencial de verano, y aun así ocupé mi tiempo de manera agradable y provechosa hurgando con mirada microscópica en las fisuras de las cortezas, en las hojas o en las setas a mis pies. «Las riquezas son las sirvientas del tacaño; y los cielos llueven generosamente sobre las montañas[2]». Tiene que ser un lujo poder pasar todo un día de verano contemplando, barbilla en mano, un pantano retirado, oliendo la madreselva salvaje y el arándano en flor, mecido por la juglaría de los jejenes y los mosquitos, ¡qué maravilla! Un día pasado en compañía de aquellos sabios griegos, como los descritos en el Banquete de Jenofonte, no podría compararse con la mordacidad de las vides de arándanos en descomposición y la fresca sal ática del musgo. Doce horas de conversación agradable y familiar con la rana leopardo. El sol se eleva sobre los alisos y los cornejos, escala alegremente hasta su meridiano de dos palmos de anchura, y acaba marchándose a descansar tras una abrupta colina de poniente. ¡Qué placer escuchar el cántico del mosquito en un millar de capillas verdes, y al avetoro que empieza a tronar desde alguna fortaleza oculta como un cañón crepuscular! Sin duda uno podría sacar el mismo provecho empapándose en las aguas de un pantano durante todo un día que pasando a pie enjuto sobre la arena. ¿Acaso el frío y la humedad no son experiencias tan enriquecedoras como el calor y la sequedad?

Ahora, las gotas recorren nuestras barbas incipientes mientras estamos tumbados, empapados, en una cama de avena silvestre marchita, en la ladera de una colina frondosa. Ver las nubes agrupándose con el último soplido y suspiro mortal del viento, y luego escuchar el goteo regular desde innumerables ramitas y hojas por doquier, aumenta la sensación de comodidad interior y sociabilidad. Los pájaros se acercan más y se muestran más familiares bajo el espeso follaje, y parecen estar componiendo nuevos acordes contra el sol desde sus ramas. ¿Qué nos importarían los entretenimientos de los salones y las bibliotecas, de poder acceder a ellos, en comparación con esto? Deberíamos seguir cantando, como antaño:

Me desharía gustoso de mis libros, no puedo leer,

Entre cada página mis pensamientos se desvían hacia

La pradera, donde encuentran mejor alimento,

Y no les importa el tema que los ocupa.

Plutarco fue bueno, como también lo era Homero,

La vida de nuestro Shakespeare merecería volver a ser vivida,

Pero lo que Plutarco leía no era bueno ni cierto,

Como tampoco los libros de Shakespeare, a menos que fueran hombres.

Aquí, mientras estoy tumbado bajo la rama de este nogal,

¿Qué me importan los griegos o la ciudad de Troya,

Si se están librando batallas más justas,

Entre las hormigas, en la cima de esta colina?

Ruega a Homero que espere hasta que sepa el resultado,

Si los dioses favorecerán a las rojas o a las negras,

O si algún Áyax se torcerá la falange

Intentando lanzar una piedra contra el ejército.

Dile a Shakespeare que espere hasta mi hora de ocio,

Que ahora estoy ocupado con esta gota de rocío,

¿Y no ves que las nubes preparan un aguacero?

Iré a su encuentro cuando el cielo esté despejado.

Esta cama de hierba y avena silvestre fue preparada

El pasado año con más lujo del que los monarcas acostumbran,

Un montón de trébol es la almohada para mi cabeza,

Y mis zapatos están bien recubiertos por las violetas.

Y ahora las nubes cordiales se han cerrado,

El viento se levanta suave para decir que todo va bien,

Las gotas dispersas caen rápidas y tenues,

Unas en el agua, otras en la campana de la flor.

Estoy empapado en mi cama de avena;

Mira ese globo descendiendo por el tallo,

Que ahora flota como un planeta solitario,

Y acaba hundido en el dobladillo de mi traje.

Gotean y gotean los árboles en todo el campo,

Y una riqueza extraña se destila en cada rama,

El viento entona todos los sonidos por sí solo,

Haciendo caer cristales sobre las hojas.

El sol avergonzado nunca volverá a dejarse ver,

Pues con sus rayos jamás pudo fundirme,

Mis cabellos empapados se convertirían en un elfo,

Que camina alegre con su abrigo perlado.

El Pinnacle es una pequeña colina arbolada y muy escarpada que se eleva unos doscientos pies, junto a la orilla de las cataratas de Hooksett. Si la montaña Uncanoonuc es quizá el mejor punto desde el que observar el valle del Merrimack, esta colina ofrece la mejor vista del propio río. Me senté en su cima, una roca abrupta de unas pocas varas de largo, un día en que hacía mejor tiempo, cuando el sol se ponía y llenaba el valle con una inundación de luz. Desde allí se pueden ver varias millas del Merrimack, río arriba y abajo, amplio y recto, lleno de luz y de vida, con sus cataratas centellantes y espumosas; el islote que divide el cauce, la aldea de Hooksett, en la orilla que hay justo bajo nuestros pies, tan cerca que se puede conversar con sus habitantes o tirar una piedra a sus jardines; la laguna en medio del bosque, en su ladera occidental, y las montañas al norte y al noreste. Todos estos elementos crean una escena de una belleza y plenitud excepcional, que el viajero debería esforzarse por contemplar.

En una ocasión fuimos hospedados con gran hospitalidad en la Concord de Nuevo Hampshire, que nosotros insistimos en llamar Nueva Concord, siguiendo nuestra costumbre, para distinguirla de nuestro pueblo natal, del que, según nos contaron, tomó su nombre, desde donde salieron parte de los primeros colonos, aquél habría sido el lugar adecuado para concluir nuestro viaje. Uniendo Concord y Concord por estos ríos serpenteantes, pero esta vez atracamos nuestro bote varias millas al sur de su puerto.

La riqueza de las tierras de Penacook, ahora la Concord de Nuevo Hampshire, había sido observada por los exploradores, y, según el historiador de Haverhill, en el

año 1726 se hicieron unos progresos considerables en el asentamiento, y se abrió una carretera a través del bosque que unía Haverhill y Penacook. En el otoño de 1727, la primera familia, la del capitán Ebenezer Eastman, se mudó al lugar. Su tiro fue conducido por Jacob Shute, francés de nacimiento, y se dice que fue la primera persona en conducir un tiro a través del bosque. Poco después, según cuenta la tradición, un tal Ayer, un joven de dieciocho años, condujo un tiro compuesto por diez yuntas de bueyes hasta Penacook, cruzó el río a nado y labró parte de las tierras. Se cree que fue la primera persona que labró la tierra en aquella zona. Tras completar su trabajo, emprendió su vuelta al amanecer. Una yunta de bueyes se le ahogó mientras cruzaba de nuevo el río, y llegó a Haverhill alrededor de la medianoche. La manivela del primer aserradero fue fabricada en Haverhill y llevada hasta Penacook a lomos de un caballo[3].

Pero nosotros descubrimos que la frontera ya no era aquel camino. Esta generación ha llegado al mundo fatalmente tarde para ciertas empresas. Adondequiera que vayamos sobre la superficie de las cosas, el hombre ya habrá estado allí antes que nosotros. Ya no podemos tener el placer de erigir la última casa —ésta se construyó hace ya mucho tiempo en la periferia de Astoria City—, y nuestras fronteras se han trasladado literalmente hacia el Mar del Sur, según las antiguas patentes. Sin embargo, aunque las vidas de los hombres estén más extendidas que nunca longitudinalmente, siguen siendo tan poco profundas como siempre. Es indudable, tal y como dijo el orador occidental, que: «Los hombres suelen vivir cubriendo la misma superficie; algunos viven de manera larga y estrecha, otros de manera ancha y corta[4]». No obstante, siempre es una vida superficial. Un gusano es igual de buen viajero que un saltamontes o un grillo, y un colono mucho más inteligente. Por más que trajinen, éstos nunca se alejarán de un salto de la sequía ni se acercarán al verano. No podemos evitar el mal corriendo delante de él, sino elevándonos o sumergiéndonos, de la misma manera que el gusano se escapa de la sequía y la helada perforando unas cuantas pulgadas. Las fronteras no están al este o al oeste, al norte o al sur, sino que allá donde un hombre se enfrente a un hecho, aunque ese hecho sea su vecino, hay un bosque virgen como el que hay entre él y Canadá, entre él y el sol poniente o, más lejos aún, entre él y ese hecho. Dejémosle construir allí una casa de madera, enfrentándose a los hechos, y que recomience en ese lugar una antigua guerra contra los franceses que dure siete o setenta años, o contra indios y rangers, o contra cualquier otra cosa que pueda interponerse entre él y la realidad. Y que salve la cabellera, si puede.

Ya no navegamos o flotamos sobre el río, sino que caminamos sobre la tierra firme como peregrinos. Saadi dice que puede viajar, entre otros: «El trabajador de a pie, que puede ganarse el pan con el trabajo de sus manos y no tiene que poner en juego su reputación por cada bocado, como han dicho los filósofos». Puede viajar quien pueda subsistir a base de los frutos silvestres y de los animales que se cazan en la mayoría de terrenos cultivados. Un hombre puede viajar lo bastante rápido y ganarse la vida por el camino. Algunas veces he trabajado durante un viaje, he hecho algún trabajo de hojalatería o reparado relojes con la alforja al hombro. Una vez alguien me pidió que trabajase en su fábrica, estableciendo condiciones y sueldo, al ver que lograba cerrar la ventanilla de un tren en el que viajábamos, cuando los otros pasajeros habían fracasado. «¿No has oído hablar de ese sufí que estaba clavando unos clavos en la suela de su sandalia? Un oficial de caballería le tiró de la manga y le dijo: “Ven y pon las herraduras a mi caballo”»[5]. Más de un agricultor me ha pedido que le ayudase a recoger el heno cuando pasaba por sus campos. Una vez un hombre me pidió que le reparase el paraguas, tomándome por un paragüero, porque, estando de viaje, llevaba un paraguas en la mano mientras lucía el sol. Otro quiso comprarme una copa de hojalata al ver que llevaba una atada al cinturón y una sartén a la espalda. La forma más barata de viajar, y la forma de viajar más lejos en la menor distancia, es ir a pie, llevando un cazo, una cuchara, un sedal, un poco de comida india, algo de sal y de azúcar. Cuando llegas a un riachuelo o a una laguna, puedes pescar y cocinar los peces; o puedes hervir unas gachas de maíz; o comprar una hogaza de pan en la casa de un granjero por cuatro peniques, humedecerla en el próximo arroyo que cruce la carretera y mojarla en tu azúcar —con eso te bastará para un día entero—; o, quien esté acostumbrado a una vida más copiosa, puede comprar un cuarto de leche por dos centavos, desmigajar en ella el pan o las gachas y comérselo con su propia cuchara y su propio plato. Alguna de estas cosas, se entiende, ¡no todas de una vez! He viajado así varios cientos de millas sin parar a comer en ninguna casa, durmiendo en el suelo cuando era conveniente, y lo encontraba más barato y, en muchos sentidos, más provechoso, que quedarme en una casa. Así las cosas, algunos se preguntan si no sería mejor viajar siempre. Sin embargo, yo nunca concebí el viaje como una forma de ganarme la vida. Una mujer sencilla de Tyngsborough, en cuya casa paré una vez a tomar un vaso de agua, me preguntó, cuando le dije, reconociendo el cubo, que me había detenido allí nueve años antes con el mismo propósito, si no era un viajero, suponiendo que llevaba viajando desde entonces y que ahora estaba de vuelta; suponiendo que la de viajero era una de las profesiones, más o menos rentables, que su marido no había escogido. Sin embargo, viajar en continuidad está muy lejos de resultar rentable. Empieza por desgastar las suelas de los zapatos, provocando llagas en los pies, y acaba por desgastar al hombre por completo, después de que su corazón se haya lacerado a base de comerciar. He podido observar que la vida que llevan quienes han viajado mucho es harto patética. El viaje verdadero y sincero no es ningún pasatiempo, sino que es tan serio como la tumba, o como cualquier otra parte del discurrir humano, y hace falta un prolongando periodo de prueba antes de emprenderlo. No hablo de aquellos que viajan sentados, los viajeros sedentarios cuyas piernas cuelgan durante todo el trayecto, meros símbolos inactivos de la acción —como la gallina clueca que se sienta sobre sus huevos, pero está sentada de pie—. Hablo, antes bien, de aquellos para los que viajar significa vida para las piernas y, en última instancia, también muerte. El viajero tiene que renacer en el camino, y ganarse el pasaporte de los elementos, que son los principales poderes que existen para él. Tendrá que experimentar por fin cómo se cumple esa antigua amenaza de su madre, que decía que lo iba a despellejar vivo: sus llagas se harán poco a poco más profundas, hasta que se curen hacia adentro, y entretanto no dará tregua a las plantas de sus pies; por la noche, el cansancio tiene que ser su almohada, para que así se curta para los días lluviosos. Así era como lo veíamos nosotros.

A veces nos alojábamos en una posada en medio del bosque, donde los pescadores de pueblos lejanos habían llegado antes que nosotros, y donde, para nuestro asombro, los colonos se pasaban al caer la noche para charlar un rato y escuchar las noticias, aunque sólo había un camino y no se veían más casas —como si hubiesen surgido de la tierra—. A veces leíamos allí periódicos viejos, cuando nunca antes habíamos leído los nuevos, y en el susurro de sus hojas escuchábamos el enérgico oleaje de las costas del Atlántico en lugar del susurro del viento entre los pinos. Para entonces, la caminata nos había abierto tanto el apetito que nos comíamos hasta el plato menos sabroso y nutritivo.

Un libro difícil y árido, escrito en una lengua muerta, que nos ha resultado imposible leer en casa pero por el que aún sentimos un aprecio prolongado, es la mejor lectura para llevarse a un viaje. En una posada rural, en la ruda compañía de unos cuantos mozos de cuadra y otros viajeros, he podido abordar por fin a los escritores de la edad de plata y bronce. Uno de los últimos servicios regulares que realicé para la causa de la literatura fue leer los trabajos de

AULO PERSIO FLACO[6]

Si nos hemos imaginado cuán divina es la tarea que se despliega ante el poeta, y nos acercamos también a este autor con la esperanza de encontrar por fin el campo bien trabajado, nos costará sobremanera discrepar con las palabras del prólogo:

Ipse semipaganus

Ad sacra Vatum carmen affero nostrum.

Yo, medio pagano,

Traigo mis versos al santuario de los poetas[7].

Aquí no hay nada de la dignidad interior de Virgilio, ni de la elegancia y la vivacidad de Horacio, ni será necesario que ninguna sibila nos recuerde que desde aquellos poetas griegos, más antiguos, hay un triste descenso hasta llegar a Persio. Apenas si podemos distinguir un sonido armonioso en medio de esta riña discordante de las locuras de los hombres.

Podemos comprobar que la música tiene su lugar en el pensamiento, pero hasta ahora no lo ha tenido en el lenguaje. Cuando la Musa llega, esperamos de ella que remodele el lenguaje y le entregue su propio ritmo. Hasta ahora los versos gimen y sufren bajo su peso, en lugar de avanzar alegremente, cantando por el camino. Incluso la mejor oda puede parodiarse. De hecho, ella misma es una parodia, y tiene un sonido pobre y trivial, como la pisada de un hombre sobre los listones de una escalera. Homero y Shakespeare y Milton y Marvell y Wordsworth[8] no son sino el susurro de las hojas y el crujido de las ramitas del bosque, pero aún no se ha escuchado el canto de ningún pájaro. La Musa nunca ha levantado su voz hasta cantar. Y, sobre todo, la sátira nunca será cantada. Un Juvenal[9] o un Persio no casan sus versos con la música, sino que son, en el mejor de los casos, criticones comedidos. Se limitan a apartarse de los errores que condenan, de suerte que están más preocupados por el monstruo del que han escapado que por las hermosas posibilidades que tienen ante ellos. Dejémosles vivir durante una nueva generación y se alejarán de nuevo de su sombra hasta encontrar otros asuntos sobre los que reflexionar.

Mientras haya sátira, el poeta es, como quien dice, particeps criminis. Habría hecho mejor en reparar un poco menos en sí mismo, y ocuparse sólo de aquello que está más allá de toda sospecha. Si alumbramos el más mínimo vestigio de verdad, y aunque necesitemos el peso de todo nuestro cuerpo para dejar la huella más tenue, una eternidad no bastará para ensalzarla. En cambio, aunque ningún mal es tan grande, nos lamentamos por tener que concederle un instante de odio. La verdad nunca recrimina la falsedad, su propia franqueza es la corrección más severa. Horacio no habría escrito tan buenas sátiras de no haber estado inspirado por ella, así como por la pasión, y de no haber sentido tanto apego por su estilo. En sus odas, el amor siempre supera al odio, de suerte que hasta la más severa de las sátiras se canta a sí misma, y el poeta queda satisfecho, aunque la locura no haya sido corregida.

Existe una especie de orden necesario en el desarrollo de los Genios: en primer lugar, la Queja; en segundo lugar, el Lamento; en tercer lugar, el Amor. La Queja, que es la condición de Persio, no se encuentra en los dominios de la poesía. De haber podido disfrutar de un bien superior, no tardaría en cambiar su indignación por el remordimiento. Jamás podemos sentir demasiada simpatía por el quejica, pues tras escrutar la naturaleza, llegamos a la conclusión de que ha de ser al mismo tiempo demandante y demandado, y que bien podría haber llegado a un acuerdo sin audiencia. Quien sufre un perjuicio es, en cierta medida, cómplice del criminal.

Quizá sería más cierto decir que el acorde más elevado de la Musa es, esencialmente, quejumbroso. Las del santo son aún lágrimas de felicidad. ¿Quién ha oído alguna vez cantar al Inocente?

No obstante, el poema más divino, o la vida de un gran hombre, es la más severa de las sátiras. Es tan impersonal como la Naturaleza misma, y como el susurro de sus vientos en los bosques, que siempre transmiten una pequeña reprimenda al que escucha. Cuanto mayor sea el genio, más afilada será la hoja de la sátira.

Por lo tanto, sólo nos ocupamos de los rasgos más excepcionales y fragmentarios, los que menos pertenecen a Persio, o mejor dicho, de las declaraciones más elevadas de su Musa. Pues lo que mejor dice Persio en un determinado momento es lo mejor que puede decir en cualquier momento. Los Espectadores y los Caminantes tampoco han dejado pasar la oportunidad de recoger de este jardín algunas frases dignas de ser citadas, pues así de agradable es encontrar a la más familiar de las verdades en un vestido nuevo —aunque, de haberla pronunciado nuestro vecino, la ignoraríamos tildándola de trillada—. De estas seis sátiras quizá se puedan seleccionar unos veinte versos, que son tan dignos como muchas reflexiones, y que regresarán a la mente del erudito casi con la misma facilidad que una imagen natural —aunque, cuando los traducimos a una lengua familiar, pierden ese énfasis insular que los hacía tan propicios para la cita—. La traducción no debería trivializar unos versos como los que siguen, comparando al hombre de religión verdadera con aquellos que, con celosa privacidad, entablarían gustosos un comercio secreto con los dioses, Persio dice:

Haud cuivis promptum est, murmurque humilesque susurros

Tollere de templis; et aperto vivere voto.

No todo el mundo puede sacar los murmullos y los quedos

Susurros de los templos, y vivir a juramento abierto.

Para el hombre virtuoso, el universo sólo es el sanctum sanctorum, y los penetralia[10] del templo son el amplio mediodía de su existencia. ¿Por qué debería dirigirse a una cripta subterránea, como si fuese el único lugar sagrado de todo el mundo que aún no había profanado? El alma obediente no hará sino descubrir y familiarizarse más con las cosas, y escapar más y más hacia la luz y el aire libre, como si desde ese momento estuviese harta de secretos, y ni siquiera el universo parecerá lo bastante amplio para ella. Al final, acaba olvidando incluso ese silencio que es coherente con la modestia verdadera, pero es precisamente esa falta de todo secretismo en sus revelaciones lo que las hace tan privadas para el oyente. Así pues, es deber de todo el mundo velar para que no se infrinja esa modestia.

Para el hombre que alberga un secreto en su interior, existe otro aún más grande sin explorar. Nuestros actos más indiferentes pueden ser objeto de secreto, pero todo aquello que hagamos con la mayor honradez e integridad, por virtud de su pureza, ha de ser transparente como la luz.

En la tercera sátira, Persio pregunta:

Est aliquid quò tendis, et in quod dirigis arcum?

An passim sequeris corvos, testâve, lutove,

Securus quo pes ferat, atque ex tempore vivis?

¿Existe algo por lo que te inclinas contra lo que apuntas tu arco,

O te comportas azarosamente, tratando de cazar cuervos a pedradas,

Sin preocuparte de hacia dónde te llevan tus pies, y viviendo ex tempore?

El mal sentido es siempre un sentido secundario. El lenguaje no parece hacerle justicia, sino que su significado se estrecha y se reduce ostensiblemente al describir cualquier mezquindad. La construcción más verdadera no se erige sobre él. Lo que podría convertirse fácilmente en una norma de sabiduría se le echa aquí en cara al haragán, y constituye la fachada de su ofensa. Es universal: tras la inquisición y el sermón más afilado —estruendo combinado de la reprimenda y el elogio—, el hombre inocente escuchará un débil sonido panegírico en sus oídos. Nuestros vicios siempre se encuentran en la misma dirección que nuestras virtudes, y en su mejor versión no son sino imitaciones plausibles de las segundas. La falsedad nunca logra alcanzar la dignidad de la falsedad completa, sino que sólo es un tipo de verdad inferior. Si fuese plenamente falsa, correría el peligro de volverse verdadera.

Securus quo pes ferat, atque ex tempore vivit,

es, pues, el lema del hombre sabio. Tal y como el sutil discernimiento del lenguaje nos ha enseñado, el sabio, con toda su negligencia, sigue estando seguro. En cambio, el haragán, a pesar de su preocupación, se siente inseguro.

No hay vida más extemporánea que la de un hombre sabio, pues vive en una eternidad que abarca todo el tiempo. La mente ingeniosa se remonta hasta Zoroastro, y más atrás, a cada instante, y vuelve al presente con su revelación. Toda la economía y toda la industria del pensamiento no le ofrecen al hombre provisión alguna para la vida: su crédito con el mundo interior no será mejor, ni más grande su capital. Hoy tiene que volver a probar fortuna, como ayer. La solución de todos los asuntos está en el presente. El tiempo no se mide más que a sí mismo. La palabra que está escrita se puede posponer, a diferencia de la que está en los labios. ¡Si esto es lo que dice este momento, dejemos que lo diga! El mundo entero está ansioso por colaborar con quien se lanza a vivir sin su credo en el bolsillo.

En la quinta sátira, la mejor, encuentro:

Stat contrà ratio, et secretam garrit in aurem,

Ne liceat facere id, quod quis vitiabit agendo.

La razón se opone, y le susurra al espíritu

Que no es lícito hacer aquello que se convertiría en nuestra vergüenza.

Sólo aquellos que no ven cómo algo podría hacerse mejor están ansiosos por ponerse manos a la obra. Hasta el artesano más experto encontrará estímulo en esta reflexión, de modo que su torpeza no sea capaz de dañar aquello a lo que su habilidad podría no llegar a hacer justicia. No hago aquí una apología para dejar de hacer muchas cosas escudándonos en nuestra Incapacidad —¿acaso hay algo que no salga desfigurado e imperfecto de nuestras manos?—, sino sólo una advertencia para que se hagan menos chapuzas.

Las sátiras de Persio no pueden estar más lejos de la inspiración, pues son, huelga decirlo, un tema impuesto, no escogido. Quizá yo le haya dado valor a su obra al ver en él una sinceridad mayor de la evidente. Una cosa es segura: lo único a lo que podemos llamar Persio, que es para siempre independiente y coherente, actuaba con sinceridad, y esto justifica una visión seria del conjunto. El artista y su trabajo no han de separarse. El hombre más obstinadamente necio no puede apartarse de su necedad, pero juntos, la acción y el ejecutor, constituyen un hecho esencial. Sólo hay un escenario para el campesino y el actor. El bufón no puede sobornarnos para que nos riamos siempre de sus muecas: éstas deberían esculpirse a sí mismas en granito egipcio, para erigirse, como pirámides, sobre los cimientos del carácter del bufón.

Los soles se levantaban y se ponían, y nos seguían encontrando en el frío y húmedo sendero forestal que serpentea remontando el Pemigewasset, que ahora se parecía más al rastro de una nutria o una marta, o de un castor que arrastra su cepo, que al camino por el que las ruedas del viaje levantan polvareda, allí donde la única finalidad de los pueblos es mantener unida a la tierra. La paloma salvaje se sentaba segura sobre nuestras cabezas, en las ramas altas y muertas de los pinos marítimos, reducida al tamaño de un petirrojo. Los jardincillos de las posadas besaban las faldas de las montañas y, al pasar, levantábamos la mirada hasta las copas de los arces, cuyos tallos ondeaban en las nubes.

Ya muy al norte —pues seremos fieles a nuestra experiencia—, en Thornton, si no recuerdo mal, nos encontramos con un joven soldado en los bosques que se dirigía a una reunión militar con el uniforme completo. Caminaba por el medio del camino, a través del bosque profundo, con el mosquete al hombro y aire marcial, pensando en la guerra y en toda la gloria que acapararía. La de pasar junto a nosotros sin perder credibilidad y con porte militar era una dura prueba para el joven, más difícil que muchas batallas. ¡Pobre hombre! En realidad tiritaba como un junco, embutido en esos finos pantalones militares, y para cuando nos cruzamos con él toda su dureza, que es la marca del soldado, se le había borrado de la cara. Pasó de largo como si estuviese conduciendo el rebaño de su padre con un casco a prueba de estoques. Era demasiado para él llevar una armadura extra, pues ya se las veía y se las deseaba para mover sus armas naturales[11]. Y en cuanto a las piernas, eran como artillería pesada en un cenagal: ¡más valdría cortar las cuerdas y renunciar a ellas! Sus espinilleras se rozaban y luchaban entre ellas a falta de otros enemigos. Así y con todo, consiguió pasar y salir airoso con toda su munición, y vivió para luchar un día más. Además, no creo que este episodio levante ninguna sospecha sobre su honor y su valor real en el campo de batalla.

Tras seguir caminando a través de desfiladeros formados por los ríos, por las faldas y las cimas de colinas y montañas ancianas, por campos llenos de tocones, rocas, bosques y pastos, por fin cruzamos, sobre árboles postrados, el río Ammonoosuc, y respiramos el aire libre de la Tierra Sin Dueño. Así fue como remontamos el río del que nuestro Concord natal es tributario, hasta que el Merrimack se convirtió en el Pemigewasset, que brincaba a nuestro lado. Y pasamos su manantial, el salvaje Ammonoosuc, cuyo cauce esmirriado se cruzaba de una zancada, y nos guiaba hacia su nacimiento lejano entre las montañas. Hasta que al final, ya sin su guía, pudimos alcanzar la cima del Agiocochook.

Dulces días, tan fríos, tan serenos, tan claros,

Nupcias del cielo y la tierra,

El dulce rocío llorará esta noche vuestra caída,

Pues habéis de morir[12].

Cuando volvimos a Hooksett el hombre de las sandías, en cuyo granero habíamos colgado la tienda y las pieles de búfalo y otras cosas para que se secaran, ya estaba recolectando sus lúpulos, ayudado por muchas mujeres y niños. Quisimos comprar una sandía, la más grande de su campo, para llevárnosla como lastre. Era de Nathan, que podía venderla si así lo deseaba. Se la habían entregado cuando aún estaba verde, y no había día en que no se la comiera con los ojos. Después de la pertinente consulta con «Padre», cerramos el trato: teníamos que comprarla por nuestra cuenta y riesgo, ya estuviese verde o madura, y pagar «lo que deseen los señores». Resultó estar madura, y es que ya habíamos adquirido una buena experiencia en la selección de esta fruta.

Tras encontrar nuestro bote sano y salvo en su muelle, bajo la montaña Uncanoonuc, emprendimos el viaje de regreso al mediodía, con el viento y la corriente a nuestro favor, sentados tranquilamente y conversando, u observando en silencio el último punto de cada tramo recto del río, hasta que una curva lo ocultaba por completo. Como ya estaba bien entrada la estación, un viento constante soplaba desde el Norte, y a veces podíamos desplegar nuestra vela y quedarnos descansando, apoyados en los remos, sin por ello perder tiempo. Los leñadores que desde la cima del alto margen, a treinta o cuarenta pies del agua, arrojaban madera que luego sería transportada río abajo hicieron una pausa para ver alejarse nuestro bote. De hecho, para entonces los barqueros ya nos conocían bien, y nos saludaban como si fuésemos la patrulla de aduanas del río. Mientras navegábamos rápidamente río abajo, atrapados entre dos montículos de tierra, los sonidos de aquella madera rodaban hasta la orilla, incrementando el silencio y la inmensidad del mediodía, y nos imaginamos que sólo se escuchaban los ecos primitivos. La visión de una gabarra lejana, que empezaba a asomar desde el otro lado de un cabo, también aumentó, por contraste, la soledad.

A través del estruendo y el caos del mediodía, incluso en la ciudad más oriental, se observa la naturaleza fresca y salvaje y primitiva, donde moran los etíopes y los indios y los escitas. ¿Qué es allí el eco, qué la luz y la sombra, el día y la noche, el océano y las estrellas, el terremoto y el eclipse? Los trabajos de los hombres quedan por doquier engullidos por la inmensidad de la Naturaleza. El mar Egeo no es más que un lago Hurón para el indio. También podemos encontrar toda la sofisticación de la vida civilizada en los bosques, vistiendo quizás un atuendo silvano. Las escenas más salvajes tienen un aire de domesticidad y sencillez incluso para el ciudadano, que, cuando escucha la carcajada del carpintero de pechera en el claro, recuerda que la civilización ha causado allí pocos cambios. La ciencia es bienvenida en los rincones más recónditos del bosque, pues la naturaleza también obedece allí las mismas y antiguas leyes civiles: el viento cambia de dirección y el sol se abre paso entre las nubes hasta para la pequeña mariquita que camina sobre el tocón de un pino. En la naturaleza más salvaje no sólo encontramos el material de la vida más cultivada, y una suerte de anticipación de su desenlace, sino que ya hay una sofisticación mayor de la que haya logrado jamás el hombre. Hay papiro junto a la orilla del río, y juncos que iluminan, y sólo el ganso vuela en el cielo, años antes de que nacieran los eruditos o se inventasen las letras. Desde el principio han estado toscamente al servicio del hombre, pero quizá éste aún no los haya usado para expresarse. La Naturaleza está preparada para acoger en su seno las obras de arte humanas más bellas, pues ella misma es un arte tan perfecto que el artista nunca aparece en su trabajo.

El Arte no está domesticado y la Naturaleza no es salvaje en el sentido ordinario de la palabra. Una obra de arte humana y perfecta también sería salvaje o natural en el buen sentido. El hombre sólo domestica a la Naturaleza para poder acabar haciéndola aún más libre de lo que la encontró, aunque quizá nunca lo haya logrado hasta ahora.

Con esta brisa propicia, y la ayuda de nuestros remos, pronto llegamos a las cataratas de Amoskeag, y a la desembocadura del Piscataquoag, y reconocimos, mientras navegábamos rápidamente junto a ellas, muchas orillas e islotes hermosos en los que habíamos posado los ojos durante el trayecto de ida. Nuestro bote era como aquel que describe Chaucer en su Sueño, con el que el caballero se marchó de la isla,

Para viajar a su boda,

Y volvió con una anfitriona,

Con la que se podría uno casar para bien y para mal…

La barca era como la mente de un hombre:

Le traía lo que deseaba,

Y la mismísima reina, como lo oyen,

Solía en esa barca jugar.

No necesitaba mástil ni timón,

Nunca supe de una igual,

Ni capitán que la dirigiese,

Pues navegaba por la mente y el placer,

Sin dificultad, de Este a Oeste,

Todo era uno, ya hubiera calma o tempestad[13].

Así navegamos aquella tarde, pensando en el dicho de Pitágoras, aunque no teníamos particular derecho a recordarlo: «Resulta hermoso cuando la prosperidad coincide con el intelecto, como cuando se navega con un viento próspero, y las acciones se realizan observando la virtud, como observa el piloto la posición de las estrellas[14]». El mundo entero descansa en todo su esplendor para aquel que mantiene un equilibrio en su vida, y se mueve tranquilamente por su camino sin violencia secreta, como quien navega río abajo y sólo tiene que dirigir su barca, manteniéndola en medio del camino y rodeando las cataratas. Las aguas ondeaban en nuestra estela, como los tirabuzones de un chiquillo, mientras manteníamos un rumbo constante, y bajo la proa observábamos

El suave balanceo,

De las olas delicadas que se abrían

A medida que atravesábamos el amable elemento

Como sombras que se deslizan por sueños serenos[15].

Las formas de la belleza caen de manera natural en el camino de quienes llevan a cabo su propia obra, como caen las virutas rizadas del cepillo del carpintero y se apiña el serrín en torno al barreno. La ondulación es el más dulce e ideal de los movimientos, provocado por un fluido que cae sobre otro. Las olas son un vuelo más elegante. Desde la cima de una colina podemos ver en ellas la repetición infinita de las alas de las aves. Las dos líneas onduladas que describen el vuelo de los pájaros parecen copiadas de las olas.

Los árboles constituían un cercado admirable para el paisaje, bordeando el horizonte por doquier. Los árboles aislados y las arboledas que habían quedado en pie en aquel tramo parecían dispuestos de manera natural, aunque el agricultor sólo hubiese consultado a su propia conveniencia, pues también él forma parte del esquema de la Naturaleza. El Arte jamás podrá igualar el lujo y la exuberancia de la Naturaleza. En el primero todo está a la vista, pues no puede permitirse ocultar la riqueza; sin embargo, es tacaño en comparación con la Naturaleza, pues, aun cuando ésta sea escasa y pobre en el exterior, nos satisface con la garantía de la generosidad de sus raíces. En los pantanos, donde sólo despunta aquí y allá un árbol de hoja perenne entre las alfombras ondulantes de musgo y arándanos, la desnudez no sugiere pobreza. La pícea solitaria, de la que rara vez me había percatado en los jardines, me atrae en lugares como éstos, y ahora comprendo por primera vez por qué los hombres intentan hacerla crecer junto a sus casas. Sin embargo, y por perfectos que puedan ser los especímenes de ciertos jardines, allí su belleza es en gran medida ineficaz, pues no tenemos esa garantía de riqueza similar bajo ellos y a su alrededor, que resalta su belleza. Como hemos dicho, la Naturaleza es un arte mayor y más perfecto, el arte divino, aunque existan similitudes entre sus acciones y las del arte humano, incluso en los detalles y las nimiedades. Cuando el pino colgante cae sobre el agua, el sol y las olas, y el viento que lo frota contra la orilla, confieren a sus ramas unas formas fantásticas, blancas y suaves, que parecen obra de un torno. El arte del hombre ha imitado sabiamente esas formas que toda la materia tiende a adoptar, a imagen de las hojas y la fruta. Una hamaca colgando en una arboleda asume la forma exacta de una canoa, más ancha o más estrecha, de bordes más altos o más bajos, como si hubiera más o menos personas en ella, y se balancea en el aire con el movimiento del cuerpo como la canoa en el agua. Nuestro arte deja sus virutas y su polvo alrededor; su arte se exhibe incluso en las virutas y en el polvo que nosotros hacemos. Se ha perfeccionado a sí misma tras una eternidad practicando: el mundo está bien conservado, la inmundicia no se acumula, el aire de la mañana es claro, incluso hoy, y el polvo no se posa sobre la hierba. Contemplemos ahora cómo la noche se cierne sobre los campos, cómo las sombras de los árboles se arrastran más y más en la pradera, y en breve las estrellas vendrán a bañarse en estas aguas retiradas. Los proyectos de la Naturaleza son seguros y nunca fracasan. Si me despertase de un profundo sueño podría saber en qué lado del meridiano está el sol por el aspecto de la naturaleza y por el canto de los grillos. Y sin embargo, ningún pintor puede plasmar esta diferencia. El paisaje contiene un millar de esferas que indican la división natural del tiempo, las sombras de un millar de agujas que marcan la hora.

No sólo de la esfera del reloj

Este fantasma silencioso, día tras día,

Con un ritmo invisible, incesante, lento,

Roba años, meses y momentos;

También de la roca escarchada y del anciano árbol,

De las orgullosas murallas de Palmira desmoronadas,

De Tenerife, que desde lo alto el mar domina,

Y de cada pequeña brizna de hierba[16].

Este toma y daca, ahora a este lado del sol, ahora a este otro, es casi el único juego al que los árboles saben jugar, el drama del día. En los profundos desfiladeros, a los pies de la cara este de las colinas, la Noche hace acto de presencia antes de tiempo, incluso a mediodía, y a medida que el Día se retira ella se introduce en sus trincheras, deslizándose de árbol en árbol, de cerca en cerca, hasta que al final toma la ciudadela diurna, y despliega sus fuerzas por el valle. Es probable que la mañana sea más luminosa que la tarde no sólo por la mayor transparencia de su atmósfera, sino porque tendemos a mirar, de manera natural, hacia el Oeste, como adelantándonos en el día, de suerte que por la mañana vemos el lado soleado de las cosas y por la tarde la sombra de cada árbol.

Ya está bien entrada la tarde, y un viento fresco y pausado está soplando sobre las aguas, creando largas filas de ondas brillantes. El río ha cumplido con su trabajo, y ahora parece que, en lugar de fluir, se ha tumbado en toda su extensión y se dedica a reflejar la luz. La neblina sobre los bosques es como el jadeo inaudible, o mejor dicho, como la suave transpiración de la naturaleza en reposo, que brota desde una miríada de poros hacia la atmósfera atenuada.

Un 31 de marzo, hace ciento cuarenta y dos años, probablemente a esta hora de la tarde, remaban a toda prisa río abajo por este tramo, entre los bosques de pinos que a la sazón bordeaban estos márgenes, dos mujeres blancas y un chiquillo, que habían abandonado una isla en la desembocadura del Contoocook antes del amanecer. Llevaban poca ropa para aquella época del año, de estilo inglés, y movían sus remos con torpeza, pero con energía nerviosa y determinación, y en el fondo de su canoa yacían las cabelleras aún sangrantes de diez aborígenes. Eran Hannah Dustan y su niñera, Mary Neff, ambas de Haverhill, y un niño inglés de nombre Samuel Lennardson, escapando de su cautiverio entre los indios. El 15 de ese mismo mes, Hannah Dustan había sido obligada a levantarse de la cama donde se recuperaba de su parto y, medio vestida, con un pie descalzo, en compañía de su niñera, comenzó una marcha incierta, en medio de un tiempo aún inclemente, a través del bosque y la nieve. Había visto a sus siete hijos mayores huir con su padre, pero no conocía su suerte. Había visto los sesos de su bebé desparramados contra un manzano, y su casa y las de sus vecinos habían sido reducidas a cenizas. Cuando llegó a la tienda de su captor, situada en una isla del Merrimack, unas veinte millas al norte de donde estamos ahora, le dijeron que ella y su niñera pronto serían trasladadas a un lejano asentamiento indio, donde tendrían que correr baquetas desnudas[17]. La familia de este indio estaba formada por dos hombres, tres mujeres y siete niños, además de un niño inglés, que encontraron allí prisionero. Cuando tomó la decisión de intentar escapar, Hannah Dustan le dijo al niño que preguntara a uno de los hombres cómo podría acabar con un enemigo de la manera más rápida, y hacerse con su cabellera. «Golpéalos aquí», le dijo aquél, llevándose el dedo a la sien, y también le enseñó cómo cortar una cabellera. En la mañana del 31 se levantó antes del amanecer, despertó a su niñera y al chiquillo y, usando los tomahawks de los indios, los mataron a todos mientras dormían, salvo a su niño favorito y a una squaw herida que escapó con él hacia los bosques. El niño inglés golpeó al indio que le había dado la información en la sien, tal y como éste lo había instruido. Luego recogieron todas las provisiones que pudieron encontrar, cogieron el tomahawk y el arma del jefe y, tras barrenar todas las canoas menos una, emprendieron su huida hacia Haverhill, a unas sesenta millas por el río. Sin embargo, tras recorrer poca distancia, y temiendo que nadie creyese su historia si acababan viviendo para contarla, decidieron volver al wigwam silencioso, arrancaron las cabelleras de los muertos y las pusieron en una bolsa como prueba. Luego regresaron a la orilla, ya en el crepúsculo, y recomenzaron su viaje.

A primera hora de aquella mañana se cometió ese acto, y ahora, quizás, esas mujeres cansadas y ese niño, con la ropa manchada de sangre y la mente atravesada ora por la determinación, ora por el miedo, están preparando una comida apresurada a base de maíz seco y carne de alce, mientras su canoa se desliza bajo las raíces de estos pinos cuyos tocones aún se erigen en el margen. Están pensando en los muertos que han dejado atrás, en aquella isla solitaria río arriba, y en los guerreros vivos e implacables que van en su busca. Cada hoja marchita que ha dejado el invierno parece conocer su historia, y su crujido parece repetirla y delatarlos. Un indio acecha detrás de cada pino y cada roca, y sus nervios no pueden soportar el repiqueteo del pájaro carpintero. O se olvidan de los peligros que acechan y los actos cometidos al imaginar los destinos de sus seres queridos, preguntándose si, de lograr escapar de los indios, podrán encontrarlos aún con vida. No se detienen a cocinar en los márgenes, y sólo desembarcan para franquear las cataratas. La canoa de abedul robada se olvida de su dueño y les hace un buen servicio, y la corriente rápida los transporta suavemente, con lo que sólo usan los remos para dirigir el rumbo y mantenerse en calor con el ejercicio. El hielo flota por el río, la primavera está comenzando, la crecida saca de sus madrigueras a la rata almizclera y al castor, el ciervo los mira desde el margen, unos pocos pájaros del bosque, de canto tenue, cruzan volando el río hacia la orilla norte, el águila pescadora navega y grita sobre sus cabezas, y los gansos vuelan por el cielo con sorprendente estruendo. Sin embargo, no observan estas cosas, o quizás las olvidan rápidamente. No sonríen ni charlan en todo el día. A veces pasan junto a una tumba india, rodeada por estacas, en el margen, o junto a la estructura de un wigwam, con unos cuantos trozos de carbón que se han quedado allí, o junto a los tallos marchitos que siguen crujiendo en el solitario maizal. El abedul privado de su corteza, o el tocón chamuscado del árbol que se quemó para ser convertido en canoa, son los únicos rastros del hombre —un hombre salvaje y fabuloso para nosotros—. A ambos lados, el bosque primitivo se extiende sin interrupción hasta Canadá, o hasta los «Mares del Sur», Para el hombre blanco, una espesura lúgubre y terrible, pero para el indio un hogar adaptado a su propia naturaleza, alegre como la sonrisa del Gran Espíritu.

Mientras nosotros deambulamos tranquilamente por esta tarde de otoño, en busca de un lugar lo bastante retirado donde poder descansar en paz esta noche, ellos, en esa fría tarde de marzo de hace ciento cuarenta y dos años, con el viento y la corriente a su favor, ya se han deslizado fuera de nuestra vista. No para acampar, como haremos nosotros, durante la noche, sino que mientras dos duermen uno dirige la canoa, y puede que la rápida corriente los lleve hasta los asentamientos, incluso hasta la casa de John Lovewell o el Salmon Brook, antes del amanecer.

Según el historiador, escaparon de milagro a las muchas patrullas de indios, y llegaron a sus casas sanos y salvos con sus trofeos, por los que el Tribunal General les pagó cincuenta libras. La familia de Hannah Dustan pudo volver a reunirse al completo, excepción hecha del bebé cuyos sesos fueron desparramados contra el manzano, y han sido muchos los que más tarde han vivido para decir que comieron la fruta de aquel árbol[18].

Parece haber pasado muchísimo tiempo, pero el episodio sucedió mientras Milton escribía su Paraíso perdido. Sin embargo, su antigüedad no es menor por eso, pues no regulamos nuestro tiempo histórico siguiendo el patrón inglés, como no seguían los ingleses el romano, ni los romanos el griego. «Hemos de mirar mucho tiempo atrás», dice Raleigh, «para encontrar a los romanos dando leyes a las naciones, y a sus cónsules triunfales llevando a Roma a reyes y príncipes encadenados; para ver a los hombres ir a Grecia en busca de la sabiduría, o a Ofir en busca de oro. Y ahora, de su antigua condición, sólo queda un pobre recuerdo en papel[19]». Y sin embargo, en cierto sentido, no hay que mirar tan atrás para encontrar a los penacooks y a los pawtuckets usando arcos y flechas y hachas de piedra a orillas del Merrimack. Desde esa tarde de septiembre, y entre esas orillas cultivadas, aquellos tiempos parecían más remotos que la Edad Media. Al mirar un antiguo cuadro de Concord, pintado hace sólo setenta y cinco años, con esa vista hermosa y abierta y la luz sobre los árboles y los ríos, como si fuese mediodía, descubro que nunca había pensado que el sol brillase en aquella época, o que otrora los hombres vivieran a plena luz del día. Aún más difícil nos resulta imaginar al sol brillando sobre las colinas y los valles durante la Guerra del Rey Felipe, sobre el camino de Church o, más tarde, de Lovewell o Pagus[20], aun en pleno verano. Antes bien, pensamos que debieron vivir y luchar sumidos en un crepúsculo sombrío o en la noche.

La edad del mundo es lo bastante grande para nuestra imaginación, incluso según el relato de Moisés, y no tiene que tomar años prestados de su edad geológica. Desde Adán y Eva pasamos de un salto al diluvio, y luego atravesamos las monarquías antiguas, Babilonia y Tebas, Brahma y Abrahán, hasta llegar a Grecia y los argonautas, desde donde podemos volver a empezar, haciendo paradas en Orfeo y la Guerra de Troya, las pirámides y los juegos olímpicos, Homero y Atenas; y luego, tras tomar aire, llegamos a la construcción de Roma, y continuamos nuestro viaje hacia Odín y Cristo, hasta llegar a… América. Es un buen trecho, pero bastaría con juntar las vidas de sesenta ancianas, como las que viven en la falda de la colina, pongamos de un siglo cada una, para abarcar todo el recorrido. Cogidas de la mano cubrirían el espacio que separa a Eva de mi propia madre. Una mera reunión para tomar el té —aunque de un tamaño respetable— cuyos cuchicheos versarían sobre la Historia Universal. Remontándonos en el tiempo y partiendo de mí mismo, la cuarta mujer amamantó a Colón, la novena era la niñera del Conquistador normando, la decimonovena era la virgen María, la vigésimo cuarta era la sibila de Cumas, la trigésima estuvo en la Guerra de Troya y su nombre era Helena, la trigésimo octava era la reina Semíramis y la sexagésima Eva, madre de la humanidad. Y hasta aquí lo que teníamos que decir sobre aquella

Vieja mujer que vive en la falda de la colina,

Y que si aún no se ha marchado, allí sigue[21].

No está muy lejana la nieta que presencie la muerte del Tiempo.

Nunca podemos sobrepasar sin peligro los hechos reales de nuestros relatos. A diferencia de lo que algunos suponen, no existen ejemplos de pura invención. Escribir una verdadera obra de ficción no es más que tomarse el tiempo y la libertad de describir ciertos elementos con más exactitud de lo normal. Un relato sincero de lo real es la poesía más excepcional, pues el sentido común siempre tiene un punto de vista superficial y apresurado. Aunque no estoy muy familiarizado con los trabajos de Goethe, debo decir que una de sus principales virtudes como escritor era que se contentaba con dar una descripción exacta de las cosas y del efecto que causaban sobre él tal y como las veía. La mayoría de viajeros no se respeta lo suficiente como para limitarse a hacer eso: convierten los objetos y los acontecimientos que los rodean en lo principal, pero siguen imaginándose posiciones y relaciones más favorables que las reales, de suerte que su relato no nos resulta valioso en absoluto. En su Viaje a Italia, Goethe avanza a ritmo de caracol, pero siempre tiene presente que la tierra está bajo sus pies y el cielo sobre él. Su Italia no es la mera patria de lazzaroni y virtuosi, hogar de ruinas espléndidas, sino que es una tierra sólida cubierta de hierba, iluminada de día por el sol y de noche por la luna. Incluso las pocas lluvias quedan registradas con todo detalle. Habla como un espectador imparcial, cuyo único objetivo es describir fielmente lo que ve y, en la mayoría de los casos, en el orden en que lo ve. Ni siquiera sus reflexiones interfieren con sus descripciones. En una parte del libro habla de una ocasión en que dio una descripción tan brillante y sincera de una antigua torre a los campesinos que se habían reunido en torno a él, que quienes habían nacido y crecido a su sombra tuvieron que levantar las cabezas para, usando sus propias palabras, «poder contemplar con los ojos los elogios que habían escuchado sus oídos […]. Y no añadí nada más, ni siquiera la hiedra que durante siglos había decorado sus paredes». Así pues, sería posible que las mentes inferiores produjesen libros de un valor incalculable, si no fuese porque esta misma moderación es precisamente prueba de una superioridad del espíritu, pues los sabios no son mucho más sabios que los demás, salvo porque respetan su propia sabiduría. Algunos, pobres de espíritu, se limitan a registrar lastimeramente lo que les ha ocurrido. En cambio, otros hablan de cómo ellos han ocurrido para el universo, y del juicio que han dado sobre las circunstancias. Ante todo, Goethe se mostraba afable y benévolo con todo el mundo, y jamás escribió una palabra desagradable, ni siquiera descuidada. En una ocasión, un niño cartero gimotea diciendo: «Signor, perdonate, questa è la mia patria», a lo que él confiesa: «A mí, pobre norteño, se me llenaron como de lágrimas los ojos[22]».

Toda la educación y la vida de Goethe fueron las de un artista. Carece de la inconsciencia del poeta. En su autobiografía describe fielmente la vida del autor de Wilhelm Meister. Pues en ese libro la sabiduría, extraña y serena, se mezcla con una cierta tendencia a la mezquindad o a la exageración de las nimiedades, y da lugar a un hombre atildado y parcial, o simplemente bien educado —una magnificación del teatro hasta el punto de que la vida misma se convierte en un escenario, con lo que es nuestro deber estudiar bien nuestro papel e interpretarlo con propiedad y precisión—, de manera que resulta evidente que el defecto de su educación es, por así decirlo, su plenitud meramente artística. La naturaleza se encuentra con trabas, aunque al final logra causar una impresión insólitamente universal en el muchacho. Se trata de la vida de un niño de ciudad, cuyos juguetes son cuadros y obras de arte, que se asombra con el teatro y las procesiones reales y las coronaciones. Y así como el joven estudiaba minuciosamente el orden y los rangos en la procesión imperial, y no podía soportar perderse nada, el hombre buscaba ganarse una posición en la sociedad acorde a sus aptitudes y respetabilidad. Sin embargo, se sintió defraudado por muchas de las cosas con las que disfruta el chico salvaje. De hecho, él mismo tiene ocasión de decir, en su propia autobiografía, cuando por fin escapa hacia los bosques, carentes de murallas: «Hay una cosa cierta: sólo los sentimientos vagos e incontenibles de los jóvenes y de las naciones incultas se adecuan a la experiencia de lo sublime, que tal vez se presente ante nosotros a través de objetos externos, pero que carece de forma o bien está moldeado en formas que nos son incomprensibles, envolviéndonos con una grandeza que nos sobrepasa». También dice sobre él mismo: «Había vivido entre pintores desde mi infancia, y estaba acostumbrado a mirar los objetos como ellos hacían, desde el punto de vista del arte[23]». Y eso fue lo que hizo hasta el final. Estaba incluso demasiado bien educado como para poder estar completamente educado. Dice que no tuvo ninguna relación con los niños de las clases más bajas de la ciudad. El niño debería tener la ventaja de la ignorancia así como la del conocimiento, y es afortunado si recibe su cuota de abandono y exposición a la vida.

Las leyes de la Naturaleza rompen las reglas del Arte[24].

El Hombre de Genio puede ser al mismo tiempo, y de hecho suele serlo, un Artista, pero no hay que confundirlos. El Hombre de Genio, por lo que a la humanidad se refiere, es un creador, un hombre inspirado o demoníaco, que produce un trabajo perfecto en consonancia con leyes aún inexploradas. El Artista es aquel que detecta y aplica las leyes tras observar las obras del Genio, ya sean del hombre o de la naturaleza. El Artesano es aquel que se limita a aplicar las reglas que otros han detectado. Nunca ha existido un hombre de puro Genio, como tampoco ha habido ninguno que careciese completamente de él.

La poesía es el misticismo de la humanidad.

Las expresiones del poeta no pueden analizarse; su verso es una sola palabra, cuyas sílabas son a su vez palabras. De hecho, no hay palabras lo bastante dignas para ser puestas al servicio de su música. ¿Pero qué importa si no escuchamos siempre las palabras, si escuchamos la música?

Muchos versos no logran ser poesía porque no fueron escritos en el momento de crisis exacto, aunque puedan estar inconcebiblemente cerca. De hecho, que pueda escribirse poesía no es sino un milagro, pues no es un pensamiento recuperable, sino un matiz robado a un inmenso pensamiento que se aleja.

Un poema es una expresión sin divisiones ni trabas que madura y cae en la literatura, y que recibe sin divisiones ni trabas a aquellos para los que maduró.

Si puedes pronunciar lo que nunca escucharás, si puedes escribir lo que nunca leerás, habrás realizado algo excepcional.

El trabajo que escogemos debería ser el nuestro,

Pues Dios no pone trabas.

La inconsciencia del hombre es la conciencia de Dios.

Los cimientos de la sinceridad son profundos. Incluso las piedras que forman las murallas tienen sus cimientos debajo de la escarcha.

Aquello que se produce con una pincelada libre nos cautiva, como las formas de los líquenes y las hojas. En lo accidental hay un cierto grado de perfección que nunca logramos de manera consciente. Pasemos una pluma llena de tinta por una hoja de papel, doblemos el papel antes de que la tinta se seque, en dirección transversal a esta línea, y obtendremos una figura regular y tenuemente sombreada, que en algunos aspectos será más bella que un dibujo elaborado.

El talento de la composición es muy peligroso —supone abordar el corazón de la vida de un plumazo, como el indio que arranca una cabellera—. Siento que mi vida crece hacia afuera cuando puedo expresarla.

En su viaje desde el Brennero a Verona, Goethe escribe:

El Adigio fluye ahora con más suavidad, y forma en muchos lugares amplios bancos de arena. En tierra, junto al agua, en las laderas de las colinas, todo está plantado tan cerca que se diría que las plantas van a asfixiarse entre ellas: vides, maíz, moreras, manzanos, perales, membrillos y nogales. El saúco menor se lanza vigorosamente sobre las paredes. La hiedra trepa con sus fuertes tallos por las rocas y se extiende sobre ellas; la lagartija se desliza entre los recovecos, y todo lo que ocurre aquí y allá me recuerda a los cuadros más maravillosos de la historia del arte. Las mujeres con sus cabellos recogidos, los pechos desnudos y las chaquetas ligeras de los hombres; los excelentes bueyes que llevan a casa desde el mercado, los pequeños asnos con sus cargas: todo constituye un Heinrich Roos[25] vivo y animado. Y ahora que cae la tarde, flotando en el aire tranquilo descansan algunas nubes sobre las montañas —en los cielos hay más cosas detenidas que en movimiento— y justo cuando se pone el sol el canto de los grillos empieza a crecer más y más. Entonces, por una vez, se siente uno como en casa en el mundo, y no escondido o en el exilio. Me siento satisfecho como si hubiese nacido y crecido aquí, y estuviese ahora volviendo desde una expedición a Groenlandia o a la caza de ballenas. Incluso el polvo de mi Patria, que se arremolina en torno al carro y que no veía desde hacía tanto tiempo, es bienvenido. El tintineo, como campanadas de los grillos, es a la vez adorable, penetrante y propicio. Es maravilloso escuchar el silbido de los chiquillos traviesos imitando a estos ejércitos de cantantes, da la impresión de que se realzan los unos a los otros. La propia tarde es perfectamente tranquila, como el día.

Si alguien que viviese en el Sur llegara hasta aquí y escuchase mi euforia, me consideraría harto pueril. ¡Ay! Lo que expreso aquí lo he conocido largo tiempo mientras sufría bajo un cielo adverso, y ahora puedo sentir con alegría esta felicidad que es excepción, y de la que deberíamos disfrutar para siempre, como una eterna necesidad de la muerte[26].

Así «navegábamos con la mente y el placer[27]», como dice Chaucer, y todas las cosas parecían fluir con nosotros. La misma orilla y las colinas lejanas se disolvían con el aire puro; el material más duro parecía obedecer la misma ley que el más fluido, y en el fondo, a la larga, es efectivamente así. Los árboles no eran sino ríos de savia y de fibra de madera, que fluían desde la atmósfera y desembocaban en la tierra a través de sus troncos, de igual manera que sus raíces fluían hacia la superficie. Y en los cielos había ríos de estrellas, y vías lácteas, que ya empezaban a resplandecer y a ondear sobre nuestras cabezas. Había ríos de piedras sobre la superficie de la tierra, y ríos de minerales en sus entrañas, y nuestros pensamientos fluían y circulaban, y aquella porción de tiempo no era sino la hora corriente. Deambulemos, pues, por donde nos plazca, el universo está construido a nuestro alrededor y nosotros seguimos siendo su centro. Si miramos al cielo veremos que es cóncavo, y si pudiésemos observar un abismo igual de profundo veríamos que también sería cóncavo. El cielo se curva hacia la tierra en el horizonte, porque nosotros estamos en el suelo llano. Yo establezco sus límites. Aquellas estrellas tan bajas parecen reacias a marcharse, y en su camino tortuoso se acuerdan de mí y vuelven sobre sus pasos.

Ya habíamos dejado atrás, a plena luz del día, el enclave de nuestro campamento de Coos Falls, y acabamos montando nuestra tienda en la orilla oeste, en la zona norte del pueblo de Merrimack, casi enfrente de la gran isla en la que pasamos el mediodía en nuestro trayecto de ida, cuando remontábamos el río.

Allí nos acostamos aquella noche de verano, en una zona inclinada del margen, a un par de varas de nuestro bote, que estaba encallado en la arena, y justo delante de una delgada línea de robles que bordeaba el río, sin molestar a más habitantes que a las arañas de la hierba, que se acercaban atraídas por la luz de la lámpara y caminaban sobre nuestras pieles de búfalo. Cuando sacamos la cabeza de la tienda, los árboles se veían borrosos a través de la neblina, y un rocío frío se posaba sobre la hierba, que parecía alegrarse de la llegada de la noche, y junto al aire húmedo inhalamos una fragancia intensa. Tras dar buena cuenta de nuestra cena de chocolate caliente, pan y sandía, pronto nos cansamos de conversar y escribir en nuestros diarios y, tras apagar la linterna que colgaba del mástil de la tienda, nos quedamos dormidos.

Por desgracia, muchas cosas que debieran haber quedado plasmadas en nuestro diario fueron omitidas, pues por cuanto teníamos por regla escribir en él todas nuestras experiencias, tal determinación es muy difícil de mantener, ya que esta experiencia relevante rara vez nos permite acordarnos de tal obligación, de suerte que los acontecimientos más nimios quedan registrados, mientras aquélla se ve con frecuencia olvidada. No resulta sencillo escribir en un diario lo que nos interesa en cada momento, pues escribir no es lo que nos interesa.

Cada vez que nos despertábamos en medio de la noche, con el eco de nuestros sueños resonando aún en la mente medio despierta, tenía que pasar un rato, y soplar el viento con más fuerza de la habitual, haciendo ondear las cortinas de la tienda, para que recordásemos que estábamos durmiendo en el margen del Merrimack, y no en nuestra alcoba. Al tener la cabeza a ras de hierba, escuchábamos los remolinos y los sorbidos del río, que fluía hacia el mar besando las orillas a su paso, con su poderosa corriente haciendo ora más ruido que de costumbre, ora volviendo a su goteo tenue y límpido, como si nuestro balde de agua tuviese una gotera, y el agua cayese sobre la hierba a nuestro lado. El viento, que hacía crujir los robles y los avellanos, parecía una persona desvelada y desconsiderada que, a media noche, se mueve de aquí para allá, poniendo las cosas en orden, a veces removiendo incluso cajones enteros de hojas con un soplido. Parecían estar organizándose a toda prisa preparativos en la Naturaleza al completo, como si llegase un visitante distinguido: un millar de sirvientas se encargaría de barrer todos sus pasillos durante la noche, y un millar de ollas tendría que hervir para el festín del día siguiente. Tal era el bullicio entre susurros que parecía haber diez mil hadas volando para coser en silencio la alfombra nueva que revestiría la tierra y las flamantes cortinas que adornarían los árboles. Luego el viento se calmó y se extinguió, y nosotros, como él, volvimos a sumirnos en el sueño.