EL RÍO CONCORD

A los pies de las colinas bajas, en la vasta extensión

Donde nuestro riachuelo indio serpentea

A su antojo recordando aún al sannup y la squaw[1],

Cuyas pipas y flechas el arado desentierra;

Aquí, en casas de madera, construidas con pinos recién caídos,

Viven los granjeros, sustitutos de la tribu.

Ralph Waldo Emerson[2]

Aunque probablemente sea tan antiguo como el Nilo o el Éufrates, el Musketaquid, o «río herboso», no empezó a tener un lugar en la historia civilizada hasta que la fama de sus praderas verdes y sus peces llamó la atención de los colonos ingleses en 1635, fecha en la que recibió el nombre, no menos apropiado, de río Concord, en honor a la primera colonia instalada en sus orillas, que al parecer se fundó con un espíritu de paz y concordia. Será «río herboso» mientras la hierba crezca y el agua corra por aquí; será río Concord mientras los hombres lleven una vida apacible en sus orillas. Para una raza extinta fue herboso, pues en él cazaban y pescaban, y es y será siempre herboso para los granjeros de Concord, propietarios de las Grandes Praderas, que recogen el heno cada año. Según el historiador de Concord[3], y me encanta citar a tamaña autoridad, «una de sus ramas sube por la parte sur de Hopkinton, y otra desde una laguna y un gran pantano con cedros de Westborough». Tras cruzar Hopkinton y Southborough, pasa a través de Framingham, y entre Sudbury y Wayland, donde a veces se le conoce como río Sudbury, entra en Concord por la parte sur del pueblo, y después de recibir al río North o Assabeth, cuyo nacimiento se encuentra un poco más al noroeste, sale por la esquina noreste, y fluye a través de Bedford y Carlisle, y de Billerica, hasta desembocar en el río Merrimack a la altura de Lowell. En Concord, durante el verano, tiene entre cuatro y quince pies de profundidad, y entre cien y trescientos de anchura, pero durante las crecidas de primavera, cuando se desbordan sus márgenes, roza la milla de ancho en algunos puntos. Entre Sudbury y Wayland las praderas alcanzan su mayor amplitud, y cuando están cubiertas de agua forman una hermosa cadena de lagos primaverales y superficiales, que frecuentan numerosas gaviotas y patos. Pasado el puente de Sherman Bridge, entre estos dos pueblos, se encuentra el tramo más ancho, y cuando el viento fresco sopla en los días crudos de marzo, rizando la superficie con ondas oscuras y sobrias u ondulaciones regulares, enmarcado en la distancia por pantanos con alisos y arces fuliginosos, parece un lago Hurón en miniatura, y resulta harto agradable y emocionante para el marinero de tierra remar o navegar sobre él. Las granjas que flanquean la orilla de Sudbury, que se eleva suavemente hasta alcanzar una altura considerable, cuentan con buenas expectativas hídricas durante esta estación. En cambio, la orilla es más llana en el lado de Wayland, gran perdedor tras las crecidas. Sus agricultores me cuentan que miles de acres están inundados desde que se construyeron los diques, donde otrora recuerdan haber visto crecer la blanca madreselva o el trébol, y que sólo pueden cruzar sin mojarse los zapatos en verano. Ahora no hay allí más que calamagrostis y junco y leersia, que despuntan del agua en cualquier época del año. Durante mucho tiempo sacaron el máximo provecho de la estación seca para recoger el heno, trabajando a veces hasta las nueve de la noche, segando con diligencia, armados de sus guadañas, por las colinas que se habían librado de las heladas. Sin embargo, ahora la siega no es rentable, y miran tristes hacia sus bosques y sus tierras altas como último recurso.

Merece la pena remontar este río, sin ir más allá de Sudbury, aunque sólo sea para ver la enorme cantidad de campo que hay a nuestras espaldas: preciosas colinas, y cientos de arroyos, y granjas, y graneros, y pajares que nunca habíamos visto antes, y hombres por doquier, hombres de Sudbury —es decir, de Southborough[4]—, y de Wayland, y de Nine Acre Corner, llegados para ver la Bound Rock, donde cuatro condados se encuentran en una roca del río: Lincoln, Wayland, Sudbury y Concord. Allí el viento riza el agua con fuerza, conservando siempre fresca la naturaleza, salpicándonos gotas en la cara, haciendo ondear los juncos. Los patos, que se cuentan por cientos, permanecen inquietos sobre el oleaje, en medio del viento crudo, preparados para elevarse, y ya se van con gran estrépito y graznidos, como los armadores hacia la península del Labrador, volando contra el severo vendaval con las alas plegadas, o girando en círculos a ras de agua, moviendo con brío sus remos, para observarte antes de abandonar esta región. Las gaviotas revolotean en lo alto; las ratas almizcleras nadan por sus vidas, mojadas y frías, sin fuego al que calentarse; sus elaboradas casas despuntan aquí y allá cual pajares; y hay un sinfín de ratones y topos y herrerillos alados a lo largo de la orilla soleada y ventosa. Los arándanos lanzados a las olas son devueltos a la orilla, y sus pequeños esquifes rojos viajan entre los alisos —tal alboroto, sano y natural, demuestra que aún queda lejos el día del Juicio Final—. Y por doquier se erigen los alisos, y los abedules, y los robles, y los arces repletos de alegría y de savia, conteniendo sus capullos hasta que las aguas bajen. Puede que encalles en la Isla Arándano, donde sólo unas cuantas hojas de cola de caballo, caídas el año pasado, marcan el lugar donde se encuentra el peligro, y pilles un resfriado igual de fuerte que en cualquier otro lugar de la Costa Noroeste. Nunca he viajado tan lejos en toda mi vida. Verás a hombres de los que nunca antes habías oído hablar, cuyos nombres ignoras, marcharse pradera abajo con largas escopetas, con sus botas de agua vadeando la hierba de la pradera, hacia orillas inhóspitas, frías y lejanas, con sus armas cargadas y el seguro echado. Y ellos, antes del anochecer, verán cercetas de alas azules, de alas verdes, tarros, silbadores, ánades sombríos y águilas pescadoras, entre otras muchas visiones salvajes y nobles, visiones que ni siquiera en sueños verían quienes se sientan en los salones. Verás a hombres toscos y robustos, experimentados y sabios, vigilando sus refugios, o recogiendo su leña de verano, o cortando madera, solos, en los bosques. Hombres que tienen más conversación e insólitas aventuras bajo el sol y el viento y la lluvia que pulpa tiene la castaña, que no sólo salieron de sus casas en 1775 y 1812[5], sino que han salido todos y cada uno de los días de su vida. Hombres más grandes que Homero, o Chaucer, o Shakespeare, pero que nunca tuvieron tiempo de decirlo, que nunca emprendieron el camino de la escritura. Mira sus campos, e imagina lo que podrían escribir si alguna vez pusiesen la pluma sobre el papel. Y qué no habrán escrito ya sobre la faz de la tierra, desbrozando, y quemando, y escarbando, y rastrillando, y labrando, y arando el subsuelo, concienzudamente, día sí, día también, una y otra vez, y vuelta a empezar, borrando lo que ya han escrito por falta de pergamino.

Así como el ayer y las épocas históricas son parte del pasado, así como el trabajo del hoy es presente, ciertas visiones fugaces y experiencias parciales de la vida que hay en la naturaleza, en el viento y la lluvia que nunca mueren, son verdaderamente futuras, o mejor dicho, atemporales, perennes, jóvenes, sagradas.

Los hombres respetables,

¿Dónde viven?

Susurran entre los robles,

Y suspiran en el heno;

Verano e invierno, noche y día,

Fuera, en las praderas, ahí viven.

Nunca mueren,

Ni gimotean, ni lloran,

Ni nos piden compasión

Con ojos húmedos.

De buena gana abonan las tierras

De todo aquel que se lo pida;

Al océano la riqueza,

A la pradera la salud,

Al Tiempo su duración,

A las rocas la fuerza,

A las estrellas la luz,

A los agotados la noche,

A los atareados el día,

A los ociosos el juego;

Y así su buen ánimo nunca cesa,

Pues todos son sus deudores, y todos sus amigos.

El río Concord es extraordinario por la dulzura de su corriente, apenas perceptible, y algunos atribuyen a su influencia la notoria moderación de los habitantes de Concord, tal y como demostraron durante la Revolución y en ocasiones posteriores. Incluso se ha propuesto que el pueblo adopte como escudo de armas un campo verde rodeado por el Concord nueve veces. He leído que una pendiente de un octavo de pulgada a lo largo de una milla basta para producir una corriente; probablemente nuestro río esté muy cerca del mínimo necesario. En cualquier caso, es bien conocida la anécdota —aunque creo que la historia, en el sentido estricto de la palabra, no lo confirmará— de que el único puente que alguna vez hubo sobre el cauce principal, dentro de los confines del pueblo, se lo acabó llevando el viento y no la corriente. Sin embargo, allí donde da un giro brusco se vuelve menos profundo y más rápido, haciendo valer su título de río. Comparado con otros afluentes del Merrimack, parece que los indios hicieron bien en llamarlo Musketaquid, o «río herboso»: durante la mayor parte de su trayecto fluye a través de amplias praderas adornadas con robles dispersos, donde abundan los arándanos, que cubren el suelo como una capa de musgo. Una hilera de sauces enanos hundidos bordea el río a uno o ambos lados, y a mayor distancia la pradera está rodeada de arces, alisos y otros árboles fluviales, e invadida por las vides, que en su temporada dan frutos morados, rojos y blancos. Aún más lejos del río, en el límite de la tierra firme, se ven las casas grises y blancas de los habitantes. Según la estimación de 1831, en Concord había dos mil ciento once acres de pradera, aproximadamente una séptima parte de todo el territorio. Seguía en la lista a los pastos y las tierras improductivas, y a juzgar por las ganancias de los últimos años, la pradera no se recupera a la misma velocidad con la que se talan los bosques.

Leamos lo que el viejo Johnson[6] dice de estas praderas en su Prodigios de la Providencia, donde se narra la historia de Nueva Inglaterra entre 1628 y 1652, y veamos qué le parecía el asunto. Sobre la Duodécima Iglesia de Cristo congregada en Concord, dice: «Este pueblo está asentado a orillas de un río claro y fresco, cuyos riachuelos están repletos de pantanos frescos y sus arroyos de peces, y que es un afluente del río Merrimack, más grande. Las pinchaguas y los sábalos ascienden hasta aquí en su temporada, pero el salmón y el leucisco no pueden remontar el río por culpa de las cascadas rocosas. El río inunda gran parte de sus praderas, algo que sus habitantes y los del pueblo vecino han intentado remediar en varias ocasiones, sin éxito, aunque al parecer podría desviarse invirtiendo una suma de cien libras». En cuanto a sus granjeros, afirma: «Tras desembolsar entre cinco y veinte libras por cabeza de ganado para sus fincas, cuando llegaba el invierno tenían que alimentarlas con heno traído del interior. Consumían tal cantidad que se las veían y se las deseaban para pasar todo el invierno, y por lo general, cuando llevaban ya uno o dos años en una nueva finca, muchas de sus reses morían». Y del mismo autor son también estas palabras «sobre la fundación de la décimo novena Iglesia del Gobierno de Mattachusets [sic], de nombre Sudbury»: «Este año [se refiere a 1652] se empezaron a poner las primeras piedras del pueblo y de la Iglesia de Cristo de Sudbury, que se ha ubicado en el territorio del interior, como ya hiciera Concord, su hermano mayor, establecido río arriba, que dispone de gran cantidad de pantanos frescos pero, al estar demasiado bajo, se ve muy afectado por las inundaciones, de modo que en los veranos húmedos pierde parte de su heno. Así y con todo, está tan bien provisto que abastece el ganado de otros pueblos durante el invierno».

De este modo, la arteria principal e indolente de las praderas de Concord atraviesa desapercibida el pueblo, sin el menor murmullo o latido, y fluye desde el sudoeste al noreste a lo largo de sus cincuenta millas. Un volumen enorme de agua, que discurre sin cesar a través de las llanuras y valles de esta tierra rica, con el paso mocasinado de un guerrero indio, descendiendo desde las cumbres de la tierra hacia su reserva antigua. Los murmullos de los muchos ríos famosos, al otro lado del planeta, de los muchos riachuelos poéticos en cuyo seno flotan los yelmos y los escudos de los héroes, llegan hasta aquí, hasta nosotros, que vivimos algo más alejados de sus orillas. El Janto o Escamandro[7] no es un mero cauce seco de un torrente de montaña, sino que se alimenta de los siempre fluyentes manantiales de la fama:

Y tú, Simois, que atraviesas Troya como una flecha

Para precipitarte en el mar[8].

Y confío en que se me permita relacionar nuestro fangoso y muy denostado río Concord con los más famosos de la historia.

Sin duda hay poetas que nunca soñaron

con el Parnaso, ni probaron las aguas

Del Helicón[9]; con lo que hemos de suponer que

Éstos no nos dieron poetas, sino al revés[10].

El Misisipi, el Ganges y el Nilo, esos átomos que viajan desde las Montañas Rocosas, el Himalaya y las Montañas de la Luna, tienen una suerte de relevancia individual en los anales del mundo. Los manantiales de los cielos aún no se han secado, y las Montañas de la Luna siguen enviando sin falta su tributo anual al pachá, como ya hicieran con los faraones, aunque éste tenga que recaudar el resto de impuestos a punta de espada. Sin duda los ríos fueron los guías que dirigieron los pasos de los primeros viajeros. Son una tentación constante, cuando pasan junto a nuestras puertas, hacia empresas y aventuras lejanas, y, por un impulso natural, quienes viven a sus orillas acabarán acompañando a sus corrientes hacia las tierras bajas del planeta, o serán invitados a explorar el interior de los continentes. Son las carreteras naturales de todas las naciones, no sólo nivelando el terreno y apartando obstáculos del camino del viajero, aplacando su sed y llevándolo en su seno, sino conduciéndolo a través de los paisajes más interesantes, de las regiones más pobladas del planeta, donde los reinos animal y vegetal alcanzan su mayor perfección.

Solía quedarme de pie a orillas del Concord, observando el ritmo de la corriente, emblema de todo viaje, que obedece la misma ley que el Universo, el Tiempo y todo lo creado. Las hierbas del fondo, que se inclinaban suavemente con la corriente, agitadas por el viento acuoso, aún se erigen donde se hundieron sus semillas, pero pronto morirán y bajarán por el río como ya hicieran otras. Los guijarros brillantes, poco ansiosos por mejorar su condición, las astillas y las hierbas, y en ocasiones los troncos y los tallos de los árboles que pasaban flotando, cumpliendo con su destino, todos eran elementos por los que sentía un particular interés, hasta que por fin me decidí a lanzarme a su corriente y flotar hacia donde me llevase.