LIII

LA SEÑORA DE L’ESTORADE A LA SEÑORA GASTÓN

Querida Luisa, he leído y releído tu carta y, cuanto más iba penetrando su contenido, tanto menos veía en ti una mujer que una niña; no has cambiado, olvidas lo que te di je mil veces; el Amor es un robo que el estado social hace al estado natural; es tan pasajero en la naturaleza que los recursos de la sociedad no pueden cambiar su condición primitiva; por eso todas las almas nobles tratan de hacer un hombre de ese niño; pero entonces el Amor se convierte, según tú misma dices, en una monstruosidad. La sociedad, querida mía, ha querido ser fecunda. Al sustituir por unos sentimientos duraderos la fugaz locura de la naturaleza, ha creado la más grande de las cosas humanas: la Familia, base eterna de las sociedades. Ha sacrificado al hombre y a la mujer para realizar su obra; porque, no nos engañemos, el padre de familia entrega su actividad, sus energías, todo cuanto posee, a la mujer. ¿No es acaso la mujer la que disfruta de todos esos sacrificios? El lujo, la riqueza, todo en suma, ¿no son, por ventura, para ella? Para ella la gloria y la elegancia, la dulzura y la flor de la casa. Ángel mío, vuelves a interpretar mal lo que es la vida. Ser adorada es bueno para una joven durante algunas primaveras, pero no ocurre ya lo mismo con una esposa y una madre. Quizá le baste a la vanidad de una mujer con saber que puede hacerse adorar. Si quieres ser esposa y madre, vuelve a París. Déjame que te repita una vez más que tú te perderás por la felicidad como otras se pierden por la desgracia. Las cosas que no nos fatigan, como el silencio, el pan o el aire, son irreprochables porque carecen de sabor; mientras que las cosas llenas de sabor y que irritan nuestros deseos acaban por cansarlos. Escúchame, hija mía: aunque hoy pudiera ser amada por un hombre capaz de hacer nacer en mí el amor que tú sientes por Gastón, yo sabría permanecer fiel a mis caros deberes y a mi dulce familia. La maternidad, ángel mío, es para el corazón de la mujer una cosa simple, natural, fértil, inagotable, como las que constituyen los elementos de la vida. Me acuerdo de que un día, pronto hará catorce años, me abracé a la abnegación como un náufrago se aferra al mástil de su navío, por desesperación: pero hoy, cuando evoco con el recuerdo toda mi vida, volvería a elegir aquel sentimiento como el principio de mi existencia porque es el más seguro y el más fecundo de todos. El ejemplo de tu vida, basada en un egoísmo feroz, aunque disimulado por la poesía del corazón, ha reforzado mi decisión. Yo no volveré a hablarte nunca de estas cosas, pero debía decírtelas una última vez al enterarme de que tu felicidad está sometida a la más terrible de las pruebas.

Tu vida en el campo, objeto de mis meditaciones, me ha sugerido esta otra observación, que quiero hacerte presente: nuestra vida, tanto en lo que se refiere al cuerpo como al corazón, se compone de ciertos movimientos regulares. Cualquier exceso en ese mecanismo constituye una causa de placer o de dolor; ahora bien, el placer y el dolor son unas flores anímicas esencialmente pasajeras, que no pueden soportarse mucho tiempo. Hacer del exceso la vida misma, ¿no es como vivir enferma? Tú vives enferma al mantener en estado de pasión un sentimiento que en el matrimonio se debe convertir en una fuerza tranquila y pura. Sí, ángel mío, hemos de reconocer que hoy la gloria del hogar se encuentra precisamente en esa tranquilidad, en ese profundo conocimiento mutuo, en ese intercambio de bienes y de males que las chanzas vulgares le reprochan. ¡Cuán acertadas no son las palabras de la duquesa de Sully, esposa del gran Sully, al contestar, cuando alguien le dijo que su marido, por muy serio que fuese, no sentía empacho en mantener una amante: “No puede ser más sencillo: yo constituyo el honor de la casa y me resultaría muy violento tener que representar en ella el papel de cortesana”. ¡Tú, más voluptuosa que cariñosa, quieres ser la esposa y la amante. Con el alma de Eloísa y los sentimiento de Santa Teresa, te entregas a extravíos sancionados por las leyes; en una palabra, degradas la institución del matrimonio. Sí, tú, que tan severamente me juzgabas y me tachabas de inmoral por aceptar, desde la víspera de mi boda, los caminos de la felicidad, al someterlo ahora todo a tu capricho mereces los reproches que a mí me hacías entonces. ¿Acaso pretendes someter la naturaleza y la sociedad a tu capricho? Sigues siendo la misma y no te transformas en lo que debe ser una mujer; conservas la voluntad y las exigencias de la joven y llevas en tu pasión los cálculos más exactos, los más mercantiles. ¿No vendes demasiado caras tus galas? Te encuentro muy retadora en todas esas precauciones. ¡Querida Luisa, si pudieras conocer las dulzuras del esfuerzo que las madres realizan sobre sí mismas para ser buenas y tiernas con toda su familia! La independencia y el orgullo de mi carácter se han fundido en una dulce melancolía que los placeres maternales disiparon al recompensarla. Si la mañana fue difícil, la tarde será pura y serena. Tengo miedo de que ocurra todo lo contrario en tu vida.

Al terminar tu carta he rogado a Dios que te permitiera pasar un día en medio de nosotros para convertirte al ideal de la familia, a estas alegrías indecibles, constantes, eternas, porque son verdaderas, sencillas y conformes con la naturaleza. Pero ¿qué puede mi razón contra una falta que te hace dichosa? Tengo los ojos llenos de lágrimas al escribirte estas últimas palabras. He creído francamente que algunos meses otorgados a ese amor conyugal te devolverían la razón a través de la saciedad; pero te veo insaciable. Después de haber dado muerte a un amante, acabarás matando al amor. Adiós, querida extraviada; desespero de ti pues la carta en que esperaba devolverte a la vida social por medio de la pintura de mi felicidad no ha servido más que para la glorificación de tu egoísmo. Sí, sólo tú estás en tu amor, y amas a Gastón mucho más para ti que para él mismo.