XXV
RENATA DE L’ESTORADE A LUISA DE CHAULIEU
¡Impertinente! ¿Por qué habría tenido que escribirte? ¿Qué te habría podido decir? Mientras vives esa vida animada por las fiestas, por las angustias del amor, por sus cóleras y por sus flores, según tú me la pintas y a la cual asisto como a una obra de teatro bien representada, yo llevo una vida monótona y metódica, a la manera de la vida de convento. Siempre nos acostamos a las nueve y nos levantamos al clarear. Nuestras comidas son servidas con una puntualidad desesperante. Ni el más leve incidente. Me he acostumbrado a esta división del tiempo sin demasiado esfuerzo. Quizás es lo natural. ¿Qué sería la vida sin esa sujeción a reglas fijas que, al decir de los astrónomos y de Luis, rigen los mundos? El orden no se cansa. Por otra parte, me he impuesto unas obligaciones de toilette que me ocupan todo el tiempo comprendido entre la hora a que me levanto y el desayuno: procuro aparecer hermosa por obediencia a mis deberes de mujer; estoy satisfecha de ello y causa un vivo placer al buen anciano y a Luis. Damos un paseo después del desayuno. Cuándo llegan los periódicos, desaparezco para realizar mis tareas domésticas, para leer, porque leo mucho, o para escribirte. Vuelvo una hora antes de la comida y luego jugamos, recibimos o hacemos visitas. Así paso los días entre un anciano sin deseos y un joven para el cual constituyo la felicidad. Luis está tan contento que su alegría ha acabado por reanimar mi alma. La felicidad para nosotros no debe consistir, sin duda, en el placer. A veces, por la noche, cuando ya he concluido mis tareas y me hallo sentada en una poltrona, mi pensamiento es lo suficientemente fuerte para volar a tu lado: entonces comparto contigo esa vida tan fecunda, tan matizada, tan violentamente agitada, y me pregunto a dónde te conducirán esos turbulentos prefacios. Tú puedes tener las ilusiones del amor, querida mía; yo sólo tengo las realidades del hogar. Tus amores me parecen un sueño y me cuesta trabajo comprender las razones de que los hagas tan novelescos. Tú quieres un hombre que tenga más alma que sentidos, más grandeza y virtud que amor; quieres que el sueño de las jóvenes cuando entran en la vida se convierta en realidad corpórea; exiges sacrificios para recompensarlos; sometes a tu Felipe a pruebas para saber si el deseo, la esperanza y la curiosidad serán duraderos. Pero, criatura, detrás de tus decoraciones fantásticas se levanta el altar en que se está preparando un vínculo eterno. Al día siguiente de tu boda el hecho terrible que transforma a la doncella en mujer y al amante en marido puede echar por los suelos los elegantes andamiajes de tus sutiles precauciones. Debes saber, finalmente, que dos enamorados, lo mismo que dos personas casadas como hemos sido Luis y yo, van a buscar tras de las alegrías de una boda, como dijo Rabelais, un gran ¡quizá!
No te censuro, aunque resulte un poco frívolo eso de conversar con tu Felipe en el fondo del jardín, interrogarle, pasar una noche, tú en tu balcón y él sobre el muro; pero tú juegas con la vida, pequeña, y temo que la vida juegue contigo. No me atrevo a aconsejarte lo que me sugiere la experiencia para tu felicidad; pero déjame que te repita una vez más, desde el fondo de mi valle, que el viático del matrimonio se encierra en estas dos palabras: resignación y abnegación. Porque estoy viendo que, a pesar de tus pruebas, a pesar de tus coqueterías y de tus observaciones, te casarás simplemente como yo. Al dilatar el deseo, lo que se hace es cavar un poco más hondo el precipicio. Eso es todo.
¡Oh, cómo me gustaría ver al barón de Macumer y hablar con él por espacio de unas horas, tanta es la felicidad que te deseo!