LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA
Dedicado a la señorita
María de Montbeau
Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en la esquina de la del Petit Lion, existía no hace mucho tiempo una de esas preciosas casas que brindan a los historiadores la ocasión de reconstruir por analogía lo que era el viejo París. Las paredes de aquella vetusta mansión, que amenazaban con desplomarse de un momento a otro, parecían cubiertas de jeroglíficos. ¿Qué otro nombre podría darse a las X y a las V que trazaban en la fachada las piezas de madera transversales o diagonales descubiertas bajo el encalado de la pared por pequeñas grietas paralelas? Al paso del más ligero carruaje, cada una de aquellas vigas se estremecía ostensiblemente. Este venerable edificio hallábase coronado por uno de esos tejados triangulares de los que pronto no se verá ya ningún modelo en París. Dicha techumbre, retorcida por las intemperancias del clima parisiense, sobresalía unos tres pies hacia la calle, tanto para resguardar de las aguas pluviales el umbral de la puerta, como para abrigar la pared de una buhardilla y su tragaluz, carente de apoyo. Este último piso fue construido con planchas clavadas una encima de otra como pizarras, a fin, sin duda, de no cargar demasiado un edificio tan endeble.
Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia. Sin duda salía de una boda o de un baile, ya que en aquella temprana hora de la mañana llevaba en las manos guantes blancos, y los bucles negros de sus cabellos, esparcidos sobre los hombros, indicaban un peinado a lo Caracalla, puesto de moda tanto por la Escuela del pintor David como por la afición a las formas griegas y romanas que distinguió los primeros años del presente siglo. A pesar del ruido que producían algunos verduleros rezagados al cruzar, corriendo, camino del mercado central, esta calle, tan agitada ordinariamente, tenía entonces una calma cuya magia sólo es conocida de quienes han estado errando por el París desértico a las horas en que su bullicio, apaciguado por un instante, renace y se oye desde lejos como la gran voz del mar. Aquel extraño joven debía resultar tan curioso para los comerciantes del “Gato que juega a la pelota” como el “Gato que juega a la pelota” era curioso para él. Una corbata de resplandeciente blancura hacía que su rostro atormentado pareciese aún más pálido de lo que realmente era. El fuego, ora apagado, ora llameante, que lanzaban sus negros ojos armonizaba con los extraños contornos de su cara, con la boca, ancha y sinuosa, que se contraía al sonreír. Su frente, arrugada por una violenta contrariedad, tenía algo de fatal. ¿No es acaso la frente lo que de más expresivo posee el hombre? Cuando la frente del desconocido expresaba pasión, los pliegues que en ella se formaban producían una especie de espanto por el vigor con que se pronunciaban; pero cuando recobraba su calma, tan fácil de ser turbada, aparecía una gracia luminosa que hacía atractiva aquella fisonomía en la que la alegría, el dolor, el amor, la cólera y el desdén estallaban de modo tan comunicativo que el hombre más frío había de impresionarse ante ellos. El desconocido se hallaba tan despechado en el momento en que se abrió de pronto el tragaluz de la buhardilla, que no vio aparecer en él tres alegres caras redonditas, blancas, rosadas, pero tan vulgares como esos rostros del Comercio que se hallan esculpidos en ciertos monumentos. Aquellos tres rostros, enmarcados por el tragaluz, recordaban las cabezas de los ángeles mofletudos que, sembrados entre las nubes, acompañan al Padre Eterno. Los aprendices respiraron las emanaciones de la calle con una avidez que demostraba cuán caliente y mefítica era la atmósfera de su buhardilla. Después de haber señalado al singular sujeto, el dependiente que parecía más jovial de los tres desapareció y regresó llevando en la mano un instrumento cuyo rígido metal ha comenzado recientemente a ser sustituido por un cuero flexible; luego adoptaron todos una expresión maliciosa contemplando al mirón, al que rociaron con una lluvia fina y blanquecina cuyo perfume demostraba que las tres barbillas acababan de ser afeitadas. Apoyados sobre las puntas de los pies, y refugiados al fondo de la buhardilla para gozar de la cólera de su víctima, los dependientes cesaron de reír al ver el despreocupado desdén con que el joven sacudió su abrigo y el profundo desprecio que reflejó su rostro cuando levantó los ojos hacia la desierta buhardilla. En aquel momento una mano blanca y delicada hizo subir hacia la imposta la parte inferior de una de aquellas toscas ventanas del tercer piso, por medio de uno de esos bastidores con ranuras cuyo resorte deja caer a menudo de improviso los pesados vidrios que debe sostener. El paseante se vio entonces recompensado por su larga espera. El rostro de una joven, fresco como uno de esos blancos cálices que florecen en el seno de las aguas, mostrose coronado por una banda de muselina plisada que confería a su cabeza un aire de admirable inocencia. Aunque cubiertos por una tela parda, su cuello y sus hombros podían advertirse, gracias a los pequeños intersticios producidos por los movimientos durante el sueño. Ninguna expresión de contrariedad alteraba la ingenuidad de aquel rostro ni la serenidad de unos ojos inmortalizados de antemano en las sublimes composiciones de Rafael; era la misma gracia, la misma serenidad de aquellas vírgenes que se han hecho proverbiales. Había un encantador contraste entre la lozanía de las mejillas de aquel rostro, en el cual el sueño parecía haber puesto de relieve una superabundancia de vida, y la vetustez de aquella maciza ventana de toscos contornos y alféizar negro. Semejante a esas flores diurnas que por la mañana no han desplegado todavía su túnica enrollada por el frío de las noches, la joven, apenas despierta, dejó que sus ojos azules vagaran por los tejados vecinos y contempló el cielo; luego, por una especie de costumbre, los bajó hacia las sombrías regiones de la calle, donde enseguida tropezaron con los de su adorador: la coquetería hizo sin duda que sufriera al verse descubierta sin arreglar ni acabar de vestir y se echó rápidamente hacia atrás, el desgastado resorte giró, la ventana cayó con esa rapidez que en nuestros días ha valido un nombre odioso a esa inocente invención de nuestros abuelos, y la visión desapareció. Para aquel joven fue como si la más brillante de las estrellas matutinas acabara de ser ocultada por una nube.
Durante esos pequeños acontecimientos, los pesados postigos interiores que defendían la ligera vidriera de la tienda del “Gato que juega a la pelota”, habían desaparecido como por arte de magia. La vieja puerta de picaporte fue replegada sobre la pared interior de la casa por un sirviente que probablemente era contemporáneo de la muestra, el cual, con mano trémula, colocó el trozo cuadrado de tela en el que estaban bordadas en seda amarilla las palabras “Guillaume, sucesor de Chevrel”. A más de un transeúnte le habría sido difícil adivinar la clase de comercio a que se dedicaba el señor Guillaume. A través de los gruesos barrotes de hierro que protegían exteriormente su tienda, apenas se advertían paquetes envueltos en tela de color marrón, tan numerosos como los arenques cuando atraviesan el océano. A pesar de la aparente sencillez de aquella fachada gótica, el señor Guillaume era de todos los comerciantes de tejidos de París aquel cuyos almacenes se hallaban siempre mejor abastecidos, cuyas relaciones eran más extensas y cuya probidad comercial no sufría la más mínima sospecha. Si algunos de sus colegas concertaban negocios con el gobierno sin disponer de la cantidad de tejidos deseada, él estaba siempre dispuesto a entregársela, por muy considerable que fuera el número de piezas pedidas. El astuto negociante conocía mil maneras de hacerse conceder el mayor beneficio sin verse obligado, como ellos, a recurrir a protectores, a rebajarse o hacer espléndidos presentes. Si sus colegas no podían pagarle con rapidez, indicaba su notario como el hombre apropiado, y sabía sacar doble ganancia del negocio, gracias a un expediente que hacía exclamar a los negociantes de la calle Saint-Denis: “Que Dios os libre del notario del señor Guillaume” para indicar un descuento oneroso. El viejo comerciante apareció de pie, como por milagro, en el umbral de su establecimiento cuando el criado se retiró. El señor Guillaume miró la calle Saint-Denis, las tiendas vecinas y el tiempo que hacía, como un hombre que desembarca en El Havre y vuelve a ver a Francia tras un largo viaje. Convencido de que nada había cambiado durante su sueño, advirtió entonces la presencia de aquel transeúnte que, por su parte, contemplaba al patriarca de los tejidos con la misma curiosidad con que el sabio Humboldt debió de examinar el pez eléctrico, llamado gimnoto, que descubrió en América. El señor Guillaume llevaba anchos pantalones de terciopelo negro, medias de varios colores y zapatos con hebilla de plata. Su casaca de cuadrados faldones, pliegues cuadrados y cuadrado cuello, envolvía un cuerpo algo cargado de espaldas en un paño verduzco, adornado con botones de metal blanco, enrojecidos por el uso. Sus cabellos grises estaban tan exactamente aplanados y peinados sobre su amarillento cráneo que le daban el aspecto de un campo recién arado. Sus ojillos verdes, que parecían perforados por medio de un taladro, centelleaban bajo dos arcos marcados por un débil color rojizo, a falta de cejas. Las preocupaciones habían trazado sobre su frente unas arrugas horizontales tan numerosas como los pliegues de su traje. Aquella figura descolorida pregonaba la paciencia, la prudencia comercial, y esa especie de astuta codicia que requieren los negocios. En aquella época era menos raro que hoy encontrar viejas familias en las que se conservaban, como piadosas tradiciones, las costumbres características de sus respectivas profesiones, y que habían permanecido en medio de la nueva civilización como los restos antediluvianos descubiertos por Cuvier en las canteras. El jefe de la familia Guillaume era uno de esos notables guardianes de las costumbres antiguas. Echaba de menos al preboste de los mercaderes y jamás hablaba del juicio del Tribunal de Comercio sin designarlo como la sentencia de los cónsules. Habiéndose levantado, sin duda, el primero de su casa en virtud de tales costumbres, aguardaba a pie firme la llegada de sus tres dependientes para regañarles en caso de que se retrasasen. Estos jóvenes discípulos de Mercurio no conocían nada más temible que la actividad silenciosa con que el patrón escudriñaba sus rostros y sus movimientos el lunes por la mañana, buscando en ellos las pruebas o los vestigios de sus escapatorias. Pero en aquellos momentos el viejo comerciante de paños no prestaba atención alguna a sus aprendices, sino que estaba ocupado en buscar el motivo de la solicitud con que el joven de las medias de seda y el abrigo miraba alternativamente su muestra y las profundidades de su establecimiento. La luz del día, que había ido haciéndose cada vez más clara, permitía entrever la oficina, con sus cortinas de vieja seda verde, con los inmensos libros, mudos oráculos de la casa. Aquel desconocido demasiado curioso parecía codiciar el pequeño local, estudiar la disposición de un comedor alumbrado por una claraboya y desde el cual la familia reunida podía ver fácilmente, mientras comía, los más leves accidentes que entre tanto pudieran producirse en la planta baja de la casa. Tal amor hacia su vivienda parecíale sospechoso a un negociante que había padecido el régimen del maximum. Era natural que el señor Guillaume pensase que aquella siniestra figura codiciaba la caja del “Gato que juega a la pelota”. Después de haber gozado discretamente con el duelo silencioso que tenía lugar entre su patrón y el desconocido, el dependiente de más edad se atrevió a colocarse cerca del señor Guillaume y a observar cómo el joven contemplaba disimuladamente las ventanas del tercer piso. Dio dos pasos hacia la calle, levantó la cabeza y creyó advertir la presencia de la señorita Agustina Guillaume, la cual se retiró precipitadamente. Descontento de la perspicacia de su primer dependiente, el pañero le lanzó una mirada de reojo; pero de pronto los recelos recíprocos que la presencia de aquel transeúnte despertaba en el ánimo del comerciante y en el del enamorado dependiente, se calmaron. El desconocido hizo una seña a un coche de alquiler que se dirigía hacia una plaza cercana y montó en él rápidamente, afectando una engañosa indiferencia. Esta partida puso una especie de bálsamo en el corazón de los otros dependientes, bastante temerosos de volver a encontrar a la víctima de su broma.
—¡Bien!, señores, ¿por qué os quedáis ahí con los brazos cruzados? —dijo el señor Guillaume a sus tres neófitos—. En otros tiempos, ¡demontre!, cuando yo estaba en casa del señor Chevrel, habría movido ya más de dos piezas de paño.
—¿Es que entonces amanecía más temprano? —dijo el segundo dependiente, que era a quien incumbía la mencionada tarea.
El viejo comerciante no pudo por menos de sonreírse. Aunque dos de esos tres jóvenes, confiados a sus cuidados por sus padres, ricos fabricantes de Louviers y de Sedan, sólo tuvieran que pedir cien mil francos para conseguirlos el día en que estuvieran en edad de establecerse, Guillaume creía tener la obligación de mantenerlos bajo la rígida férula de un antiguo despotismo desconocido en nuestros días en esos brillantes almacenes cuyos dependientes quieren llegar a ricos a los treinta años de edad, de modo que los hacía trabajar como negros. Aquellos tres únicos dependientes eran bastantes para realizar una tarea que habría requerido el esfuerzo conjunto de diez de esos empleados cuyo sibaritismo hincha actualmente las columnas del presupuesto. Ningún ruido turbaba la paz de aquella casa solemne, cuyos goznes parecían engrasados en todo momento, y cuyo mueble más insignificante poseía esa limpieza respetable que anuncia un orden y una economía severos. A veces, el más pícaro de los dependientes se divertía escribiendo sobre el queso de Gruyere que les abandonaban al almorzar, y que ellos se complacían en respetar, la fecha de su recepción primitiva. Esa malicia y otras parecidas hacían a veces sonreír a la más joven de las dos hijas de Guillaume, la linda virgen que acababa de aparecerse al encantado transeúnte. Aunque cada uno de los aprendices, e incluso el más antiguo de ellos, pagase una elevada pensión, ninguno se habría atrevido a permanecer sentado a la mesa a la hora de los postres. Cuando la señora Guillaume hablaba de preparar la ensalada, aquellos pobres muchachos temblaban, porque conocían la parsimonia con que su mano esparcía sobre ella el aceite. Para poder pasar una noche fuera de la casa, era preciso que mucho tiempo antes hubieran dado una razón plausible de esta irregularidad. Los domingos dos dependientes acompañaban por turno a la familia Guillaume a la misa de Saint-Leu y a vísperas. Las señoritas Virginia y Agustina, modestamente vestidas de tela de indiana, se apoyaban cada una de ellas en sendos dependientes y caminaban delante, bajo la escrutadora mirada de su madre, que formaba la retaguardia de aquel pequeño cortejo doméstico junto a su marido, al que había acostumbrado a llevar dos grandes devocionarios encuadernados en tafilete negro. El segundo dependiente no percibía sueldo alguno. En cuanto al que doce años de perseverancia y discreción habían iniciado en los secretos de la casa, cobraba ochocientos francos como recompensa a su trabajo. En ciertas fiestas familiares se le gratificaba con algunos regalos a los que sólo la mano seca y arrugada de la señora Guillaume confería valor: bolsas de malla, rellenas de algodón para hacer resaltar sus dibujos, unos hermosos tirantes o unas medias de seda muy tupidas. A veces, aunque raramente, este primer ministro era admitido a tomar parte en los placeres de la familia, bien cuando salía al campo, bien cuando, tras meses de espera, decidíase a presenciar, alquilando un palco, una comedia de la que París ya no se acordaba. En cuanto a los otros tres dependientes, la barrera de respeto que antaño separaba a un maestro pañero de sus aprendices estaba tan fuertemente colocada entre ellos y el viejo comerciante que les habría resultado más fácil hurtar una pieza de tejido que perturbar aquella rigurosa etiqueta. Esta reserva quizá parezca hoy ridícula, pero aquellas antiguas casas eran escuelas de buenas costumbres y honradez. Los maestros adoptaban a sus aprendices. La ropa interior del joven era cuidada, remendada, a veces renovada por ¡a dueña de la casa. Cuando un dependiente caía enfermo, veíase objeto de cuidados realmente maternales. En caso de peligro, el patrón prodigaba su dinero en llamar a los más célebres médicos, ya que no se sentía únicamente responsable de las costumbres y del aprendizaje de aquellos jóvenes ante sus padres. Si uno de ellos, de carácter honorable, sufría algún desastre, aquellos viejos negociantes sabían apreciar la inteligencia que había desarrollado, y no vacilaban en confiar la felicidad de sus hijas a aquel a quien durante mucho tiempo habían estado confiando su fortuna. Guillaume era uno de esos hombres chapados a la antigua, y si bien poseía sus aspectos ridículos, tenía también sus buenas cualidades; de modo que José Lebas, su primer dependiente, huérfano y sin fortuna, era, según su intención, el futuro esposo de Virginia, su hija mayor. Sin embargo, José no participaba de las ideas simétricas de su patrono, el cual, ni aunque le hubieran dado todo el oro del mundo, habría consentido en casar a su hija menor antes que a la mayor. El desdichado dependiente sentía su corazón completamente cautivo de la señorita Agustina, la hija pequeña del señor Guillaume. Para explicar esta pasión, que había ido creciendo secretamente, es preciso que penetremos un poco más en los resortes del gobierno absoluto por el que se regía la casa del viejo comerciante de paños.
Guillaume tenía dos hijas. La mayor, la señorita Virginia, era el perfecto retrato de su madre. La señora Guillaume, hija del señor Chevrel, manteníase tan enhiesta en el taburete de su mostrador, que más de una vez había oído apostar a los bromistas sobre si estaría clavada en aquel asiento. Su rostro enjuto y alargado revelaba una devoción exagerada. Sin elegancia ni modales amables, la señora Guillaume solía adornar su cabeza casi sexagenaria con un gorro de forma invariable, adornado con mechones, como el de una viuda. Todos los vecinos la llamaban “la monja tornera”. Su palabra era breve y sus movimientos tenían algo de brusco, de sacudidas como las del telégrafo. Sus ojos, claros como los de un gato, parecían odiar a todo el mundo por el hecho de que era fea. La señorita Virginia, criada, como su hermana menor, bajo las leyes despóticas de su madre, había llegado a la edad de veintiocho años. La juventud mitigaba el aire desagradable que el parecido con su madre confería a veces a su rostro, pero el rigor maternal le había dotado de dos grandes cualidades capaces de compensar todos los defectos: era una joven dulce y paciente. La señorita Agustina, que contaba dieciocho años de edad, no se parecía a su padre ni a su madre. Era una de esas muchachas que por la ausencia de todo lazo físico que les ligue a sus progenitores, permiten creer en el dicho corriente de que es Dios quien envía los hijos. Agustina era bajita o, para describirla mejor, linda como una muñequita. Graciosa y llena de candor, un hombre de mundo no habría podido reprochar nada a aquella encantadora criatura, salvo algunos gestos y actitudes un tanto vulgares y embarazados. Su figura silenciosa e inmóvil reflejaba la pasajera melancolía que se adueña de todas las muchachas demasiado débiles para atreverse a oponer resistencia a la voluntad de una madre. Siempre modestamente vestidas, las dos hermanas no podían satisfacer la coquetería innata en la mujer más que por medio de un lujo de pulcritud que les sentaba a las mil maravillas y las ponía en armonía con aquellos pupitres relucientes y aquellos estantes en los cuales un viejo criado no toleraba el más mínimo grano de polvo, con la sencillez antigua de todo cuanto veían en su derredor. Obligadas por su género de vida a buscar elementos de felicidad en sus constantes y monótonas tareas, Agustina y Virginia sólo motivos de satisfacción habían dado hasta entonces a su madre, la cual se felicitaba en su interior por la perfección de los caracteres de sus dos hijas. Fácil es imaginar los resultados de la formación que habían recibido. Educadas para el: comercio, habituadas a no oír más que razonamientos y cálculos prosaicamente mercantiles, sin haber estudiado más que gramática, teneduría de libros, un poco de historia sagrada y la historia de Francia en Le Ragois, sin leer más que a los autores que les permitía su madre, sus ideas no habían adquirido una gran extensión: sabían gobernar muy bien una casa, conocían el precio de las cosas, apreciaban las dificultades que se experimenta para acumular dinero, eran ahorrativas y tenían en gran aprecio las cualidades de los negociantes. A pesar de la fortuna de su padre, sabían coser y zurcir; a menudo les hablaba su madre de la necesidad de aprender a cocinar, con objeto de que pudieran disponer de modo excelente una comida y reprender a una cocinera con conocimiento de causa. Ignorantes de los placeres del mundo, viendo como transcurría la vida ejemplar de sus padres, sólo de vez en cuando miraban más allá de las cuatro paredes de aquella vieja casa patrimonial que, para su madre, constituía el universo entero. Las reuniones celebradas con ocasión de las solemnidades familiares constituían todo el porvenir de sus goces terrenos. Cuando el gran salón situado en el segundo piso había de recibir a la señora Roguin, perteneciente a la familia Chevrel, quince años más joven que su prima y que lucía hermosos diamantes; al joven Rabourdin, subjefe de Hacienda; al señor César Birotteau, rico perfumista, y a su mujer, llamada madame César; al señor Camusot, el negociante en sedas más rico de la calle de los Bourdonnais, y a su suegro, el señor Cardot; a dos o tres banqueros y a mujeres irreprochables; los preparativos que exigía la forma en que los objetos de plata, la porcelana de Sajonia, las bujías y la cristalería estaban empaquetados, servían de distracción a la vida monótona de aquellas tres mujeres que iban y venían con tanto entusiasmo como unas monjas que esperan la visita de su obispo. Luego, por la noche, cuando fatigadas las tres de tanto haber frotado, desempaquetado y puesto en su sitio los ornamentos de la fiesta, las dos jóvenes ayudaban a su madre a acostarse, la señora Guillaume les decía:
—¡Hijas mías, hoy no hemos hecho nada!
Cuando en estas solemnes reuniones la “hermana tornera” permitía bailar, relegando a su dormitorio las partidas de boston, de tablas reales y de whist, esta concesión era considerada como una de las felicidades más inesperadas y causaba un placer igual al de ir a los dos o tres grandes bailes a los que Guillaume llevaba a sus hijas en carnaval. En fin, una vez al año, el honrado pañero daba una fiesta en la que no escatimaba nada. Por muy ricas y elegantes que fuesen las personas invitadas, se guardaban muy bien de despreciar la invitación a la fiesta, ya que las casas más importantes tenían necesidad del inmenso crédito, de la fortuna o de la gran experiencia del señor Guillaume. Pero las dos hijas de aquel digno negociante no aprovechaban tanto como se pudiera suponer las enseñanzas que el mundo ofrece a las almas jóvenes. En estas reuniones que, por lo demás, estaban inscritas en el libro de vencimientos de la casa, lucían unas galas cuya mezquindad las hacía sonrojar. Su modo de bailar no ofrecía nada de notable, y la vigilancia materna no les permitía sostener conversación con sus compañeros de baile más que por síes o noes. Además, la ley de la vieja muestra del “Gato que juega a la pelota” les ordenaba regresar a casa a las once de la noche, momento en el que los bailes y las fiestas empiezan a animarse. Así, sus placeres, en apariencia bastante conformes con la fortuna de su padre, volvíanse a menudo insípidos por circunstancias basadas en las costumbres y en los principios de aquella familia. En cuanto a su vida habitual, una sola observación acabará de describirla. La señora Guillaume exigía que sus hijas se vistieran muy temprano, que bajasen todos los días a la misma hora, y sometía sus ocupaciones a una regularidad monástica. Sin embargo, Agustina había recibido del azar un alma lo bastante elevada para comprender el vacío de aquella existencia. A veces sus ojos azules se alzaban como para interrogar las profundidades de aquella lóbrega escalera y de aquellos húmedos almacenes. Después de haber sondeado aquel silencio claustral, parecía percibir de lejos confusas revelaciones de la vida apasionada que otorga a los sentimientos un precio mucho más alto que a las cosas. En esos momentos su rostro se ruborizaba, sus manos, inactivas, dejaban caer la blanca muselina sobre la lisa madera de roble del mostrador; mas pronto le decía su madre con una voz que seguía siendo áspera, incluso cuando quería resultar más suave:
—Agustina, ¿en qué estás pensando, hija mía?
Quizá Hipólito, conde de Douglas[1] y El conde de Comminges[2], dos novelas encontradas por Agustina en el armario de una cocinera recientemente despedida por la señora Guillaume, contribuyeron a desarrollar las ideas de aquella joven, que las había devorado furtivamente durante las largas noches del invierno anterior. Las expresiones de vago deseo, la voz dulce, la piel blanca como el jazmín y los ojos azules de Agustina habían encendido, por ello, en el alma del pobre Lebas un amor tan violento como respetuoso. Por un capricho fácil de comprender, Agustina no sentía atracción alguna hacia el joven huérfano, quizá porque ignoraba que la amaba. En cambio, las largas piernas, los cabellos castaños, las manos grandes y el aspecto vigoroso del primer dependiente habían hallado una secreta admiradora en la señorita Virginia que, a pesar de sus cincuenta mil escudos de dote, no había sido pedida por nadie en matrimonio. Nada más natural que estas dos pasiones inversas, nacidas en el silencio de aquellos mostradores oscuros como florecen las violetas en la profundidad de un bosque. La muda y constante contemplación que reunían los ojos de aquellas personas jóvenes en una necesidad violenta de distracción en medio de trabajos continuos y monótonos y de una paz religiosa, habían de despertar, tarde o temprano, sentimientos de amor. La costumbre de ver un rostro hace que insensiblemente vayan descubriéndose en él las cualidades del alma y se acaben por borrar los defectos.
—Por lo que veo, no tardará en llegar el momento en que mis hijas tendrán que arrodillarse delante de un hombre para rogarle que se case con ellas —se dijo el señor Guillaume al leer el primer decreto en virtud del cual Napoleón anticipó las levas de soldados.
A partir de aquel día, desesperado al ver que su hija mayor iba marchitándose, el viejo comerciante recordó que se había casado con la señorita Chevrel en la situación en que ahora se encontraban José Lebas y Virginia. ¡Qué hermoso resultaría casar a su hija y saldar una deuda sagrada, devolviendo a un huérfano la felicidad que él mismo había recibido de su predecesor en las mismas circunstancias! Con treinta y tres años de edad, José Lebas pensaba en los obstáculos que quince de diferencia hacían surgir entre él y Agustina. Además, demasiado perspicaz para no adivinar las intenciones del señor Guillaume, conocía lo bastante bien los principios inexorables de su patrono para saber que jamás la hija pequeña se casaría antes que la mayor. El pobre dependiente, cuyo corazón era tan excelente como largas eran sus piernas y ancho su tórax, sufría, pues, en silencio.
Tal era el estado de las cosas en aquella pequeña república que, en medio de la calle de Saint-Denis, se parecía bastante a una sucursal de la orden de la Trapa. Pero, a fin de dar una idea tan clara de los sucesos externos como de los sentimientos, es necesario que nos remontemos a unos meses antes de la escena con que se inicia esta historia. Al caer la noche, un joven transeúnte que pasaba por delante de la oscura tienda del “Gato que juega a la pelota” se había detenido unos instantes para contemplar un cuadro que habría llamado la atención de cualquier pintor del mundo. El almacén, debido a que todavía no estaban encendidas las luces, formaba como un plano negro en cuyo fondo se veía el comedor del negociante en paños. Una lámpara astral esparcía esa luz amarilla que tanta gracia confiere a los cuadros de la escuela holandesa. El blanco mantel, la vajilla de plata, la cristalería, constituían brillantes accesorios que aún parecían más bellos por los vivos contrastes entre la sombra y la luz. La cara del padre de familia y la de su mujer, los rostros de los dependientes y las formas puras de Agustina, a dos pasos de la cual se hallaba una muchacha gorda y mofletuda, componían un grupo tan curioso, aquellas cabezas eran tan originales, y cada carácter poseía una expresión tan franca, se adivinaban tan a las claras la paz, el silencio y la modesta vida de aquella familia, que para un artista acostumbrado a expresar la naturaleza había algo de desesperante al querer reproducir aquella fortuita escena. Aquel transeúnte era un joven pintor que siete años antes había ganado el primer premio de pintura. Regresaba de Roma. Su alma nutrida de poesía, sus ojos saciados de Rafael y de Miguel Ángel, estaban sedientos de naturaleza verdadera después de una larga estancia en un país pomposo donde el arte ha esparcido por doquier su grandiosa influencia. Equivocado o no, tal era su sentimiento personal. Entregado durante mucho tiempo al ardor de las pasiones italianas, su corazón exigía una de aquellas vírgenes modestas y recatadas que, por desgracia, en Roma sólo había podido encontrar en las pinturas. Del entusiasmo que en su alma exaltada había impreso el cuadro natural que estaba contemplando pasó de un modo insensible a una profunda admiración por la figura principal: Agustina parecía pensativa y no comía; por una disposición de la lámpara cuya luz caía de lleno sobre su rostro, su busto parecía moverse en un círculo de fuego que hacía destacar más vivamente los contornos de su cabeza y la iluminaba de un modo casi sobrenatural. El artista la comparó involuntariamente con un ángel en el destierro que se acordase de su morada del cielo. Una sensación casi desconocida, un amor limpio e hirviente inundó su corazón. Tras haber permanecido unos instantes cómo abrumado bajo el peso de sus ideas, arrancose a su felicidad, volvió a su casa y no comió ni durmió. Al día siguiente entró en su estudio para no salir de él hasta que hubo plasmado en un lienzo la magia de aquella escena cuyo recuerdo le había en cierto modo fanatizado. Su felicidad siguió siendo incompleta hasta que poseyó un fiel retrato de su ídolo. Pasó varias veces por delante de la casa del “Gato que juega a la pelota”; incluso se atrevió dos o tres veces a entrar disimuladamente en ella con objeto de ver más de cerca a la encantadora criatura que la señora Guillaume cubría con su ala. Durante ocho meses enteros, entregado a su amor y a sus pinceles, permaneció invisible para sus amigos más íntimos, olvidándose del mundo, de la poesía, del teatro, de la música y de sus costumbres más caras.
Una mañana, Girodet forzó todas las consignas que los artistas conocen y saben eludir, llegó hasta él y le sacó de su ensimismamiento con esta pregunta:
—¿Qué piensas presentar en el Salón?
El artista cogió la mano de su amigo, lo llevó a su estudio y descubrió un pequeño cuadro de caballete y un retrato. Tras una lenta y ávida contemplación de las dos obras maestras, Girodet se arrojó al cuello de su compañero y le abrazó, incapaz de pronunciar una palabra. Sus emociones sólo podían comunicarse tal como las sentía, de alma a alma.
—¿Estás enamorado? —le preguntó Girodet.
Ambos sabían que los más bellos retratos de Ticiano, de Rafael y de Leonardo de Vinci fueron debidos a sentimientos exaltados y que, bajo diversas condiciones, esos sentimientos engendran todas las obras maestras. Como única respuesta, el joven artista inclinó la cabeza.
—¡Qué feliz eres al poder estar enamorado aquí, a tu regreso de Italia! No te aconsejo que presentes esas obras al Salón —añadió el gran pintor—. Debes darte cuenta de que estos dos cuadros no serían comprendidos allí. Estos colores verdaderos, este trabajo prodigioso no pueden ser apreciados todavía, pues el público no está acostumbrado a tanta profundidad. Las pinturas que ahora realizamos, amigo mío, no son más que biombos. ¡Sería mejor que hiciéramos versos y tradujésemos a los autores clásicos! Podemos esperar de ello mayor gloria que la que puedan brindamos nuestras desdichadas telas.
A pesar de este caritativo aviso, las dos telas fueron expuestas. La escena del interior provocó una revolución dentro de la pintura. Dio origen a esos cuadros de género cuya prodigiosa cantidad en todas nuestras exposiciones podría hacer creer que se obtienen por procedimientos puramente mecánicos. En cuanto al retrato, hay pocos artistas que no conserven el recuerdo de esa tela viva a la cual el público, a veces justo, respetó la corona que le había colocado el propio Girodet. Los dos cuadros se vieron rodeados de una inmensa multitud. La gente se mataba por admirarlos, como dicen las mujeres. Algunos especuladores, grandes señores, los cubrieron de napoleones dobles, pero el artista rehusó obstinadamente venderlos e incluso se negó a hacer copias de ellos. Le ofrecieron una suma inmensa para reproducirlos en grabados, pero los comerciantes no fueron más afortunados que los aficionados a la pintura. Aunque este episodio ocupara a un gran número de personas, no era de tal naturaleza como para llegar al fondo de la pequeña Tebaida de la calle de Saint-Denis; sin embargo, al regresar de una visita a la señora Guillaume, la mujer del notario habló de la exposición delante de Agustina, a quien quería mucho, y le explicó su finalidad. La charla de la señora Roguin inspiró naturalmente a Agustina el deseo de ver los cuadros, y la audacia de pedir en secreto a su prima que la acompañase al Louvre. En la negociación iniciada por la prima cerca de la señora Guillaume aquélla salió airosa de su cometido y logró arrancar a Agustina de sus monótonas tareas por espacio de dos horas. La joven atravesó, pues, la muchedumbre de admiradores y llegó hasta el cuadro laureado. Un estremecimiento la hizo temblar de pies a cabeza cuando se reconoció en él. Tuvo miedo y miró a su alrededor para reunirse con la señora Roguin, de quien había sido separada por el gentío. En aquel momento sus ojos asustados se encontraron con el rostro encendido del joven pintor. Recordó de pronto la fisonomía de un transeúnte al que con curiosidad había observado a menudo, creyendo que se trataba de un nuevo vecino.
—Ya veis lo que el amor me ha inspirado —dijo el artista al oído de la tímida criatura, que se quedó toda asustada al escuchar estas palabras.
Halló un valor sobrenatural para vencer la presión de la gente y para reunirse con su prima, que aún estaba ocupada en atravesar la masa de curiosos que le impedía llegar hasta el cuadro.
—¡Corréis peligro de morir asfixiada! —exclamó Agustina—. ¡Vámonos de aquí!
Pero en el Salón hay ciertos momentos en los cuales dos mujeres no son siempre libres de dirigir sus pasos por las galerías. La señorita Guillaume y su prima fueron empujadas algunos pasos más allá del segundo cuadro como consecuencia de los movimientos irregulares de la muchedumbre. Quiso el azar que tuviesen oportunidad de acercarse juntas a la tela tan celebrada por la moda, esta vez de acuerdo con el talento. La exclamación de sorpresa que profirió la mujer del notario se perdió entre el barullo de la muchedumbre; en cuanto a Agustina, lloró involuntariamente al ver aquella maravillosa escena, y por un sentimiento casi inexplicable llevose un dedo a los labios al advertir a dos pasos de ella la figura extática del joven artista. El desconocido respondió con un gesto y señaló hacia la señora Roguin, como si se tratase de una aguafiestas, con objeto de demostrar a Agustina que había sido comprendida por él. Esta pantomima arrojó como un brasero en el cuerpo de la pobre muchacha, la cual creyó haber cometido un crimen al figurarse que acababa de concertar un pacto con el artista. Un calor sofocante, la continua visión de los más hermosos vestidos, el aturdimiento que producía en Agustina la variedad de los colores, la multitud de las figuras vivas o pintadas y la profusión de los marcos de oro, le hicieron experimentar una especie de embriaguez que redobló sus temores. Quizá se habría desvanecido si, a pesar de este caos de sensaciones, no se hubiera elevado del fondo de su corazón un gozo desconocido que vivificó todo su ser. No obstante, creyose bajo el imperio de ese demonio cuyas trampas le habían sido anunciadas por la palabra atronadora de los predicadores. Aquel momento fue para ella como un momento de locura. Viose acompañada hasta el coche de su prima por aquel joven resplandeciente de felicidad y de amor. Presa de una irritación completamente nueva, de una embriaguez que la entregaba en cierto modo a merced de la naturaleza, Agustina escuchó la voz elocuente de su corazón y miró varias veces al joven pintor, dejando traslucir la turbación que de ella se había adueñado. Jamás el arrebol de sus mejillas había formado contrastes más vigorosos con la blancura de su piel. El artista contempló entonces aquella belleza en todo su esplendor, aquel pudor en toda su gloria. Agustina experimentó una especie de alegría mezclada de terror, pensando que su presencia causaba la felicidad de aquel cuyo nombre se hallaba en todos los labios, cuyo talento daba inmortalidad a imágenes pasajeras. ¡Era amada! ¡Le era imposible dudar de ello! Cuando ya no vio al artista, estas sencillas palabras resonaban aún en su corazón: “Ya veis lo que el amor me ha inspirado”. Y las palpitaciones, que se habían hecho más profundas, le parecieron dolorosas, pues hasta ese punto su sangre ardiente despertó en su ser potencias desconocidas. Fingió tener una gran jaqueca para soslayar la obligación de responder a las preguntas que le hizo su prima relativas a los cuadros; pero, a su regreso, la señora Roguin no pudo por menos de hablar a la señora Guillaume de la celebridad alcanzada por el “Gato que juega a la pelota” y Agustina tembló de los pies a la cabeza al oírle decir a su madre que iría al Salón para ver su casa representada pictóricamente. La joven insistió de nuevo en que se sentía indispuesta y obtuvo permiso para acostarse.
—Ya veis lo que se gana con todos esos espectáculos —exclamó el señor Guillaume—; sólo dolores de cabeza. ¿Resulta acaso divertido ver en pintura lo que a diario puede verse en nuestra calle? No me habléis de esos artistas, que son, como vuestros autores, unos muertos de hambre. ¿Qué necesidad tienen de tomar mi casa para vilipendiarla en sus cuadros?
—Quizás esto nos haga vender algunas varas más de tela —comentó José Lebas.
Su observación no impidió que las artes y el pensamiento fuesen condenados una vez más ante el tribunal de los negocios. Como puede imaginar el lector, estos discursos no dieron grandes esperanzas a Agustina, la cual, durante la noche, entregose a la primera meditación del amor. Los acontecimientos de aquel día fueron como un sueño que ella se complació en reproducir en su mente. Iniciose en los temores, en las esperanzas, en los remordimientos, en todas esas fluctuaciones de sentimiento que debían mecer un corazón sencillo y tímido como el suyo. ¡Qué vacío tan grande reconoció en aquella lóbrega casa, y qué tesoro encontró en su propia alma! ¡Ser la mujer de un hombre de talento, compartir su gloria! ¿Qué estragos no había de causar semejante idea en el corazón de una muchacha criada en el seno de aquella familia? ¿Qué esperanza no había de despertar en una joven que, alimentada hasta entonces por principios vulgares, había deseado una vida elegante? Un rayo de sol había caído sobre aquella casa. Agustina sintió de pronto que estaba amando. Tantos eran los sentimientos que se amontonaban a la vez en ella que sucumbió sin calcular nada. ¿Acaso a la edad de dieciocho años no interpone el amor su prisma entre el mundo y los ojos de una joven? Incapaz de adivinar los rudos choques que resultan de la alianza entre una mujer enamorada y un hombre de imaginación, creyó estar destinada a labrar la felicidad de éste, sin advertir ninguna diferencia entre ambos. Para ella el presente era todo el porvenir. Cuando, al día siguiente, su padre y su madre volvieron del Salón, sus rostros entristecidos anunciaron cierta contrariedad. Ante todo, los dos cuadros habían sido retirados por el pintor; además, la señora Guillaume había perdido el chal de cachemira. La noticia de que los cuadros acababan de desaparecer, después de su visita al Salón, constituyó para Agustina la revelación de una delicadeza de sentimientos que las mujeres saben apreciar siempre, incluso instintivamente.
Aquella mañana en que, al regresar de un baile, Teodoro de Sommervieux —ése era el nombre que la fama había llevado al corazón de Agustina— fue rociado por los dependientes del “Gato que juega a la pelota” mientras aguardaba la aparición de su ingenua amiga, ciertamente muy ajena de que él se encontrara allí, era la cuarta vez que los dos amantes se veían desde la escena del Salón. Los obstáculos que el régimen de la casa de Guillaume oponía al carácter fogoso del artista daban a su pasión por Agustina una violencia fácil de concebir. ¿Cómo abordar a una joven sentada en un mostrador entre dos mujeres como la señorita Virginia y la señora Guillaume? ¿Cómo tener correspondencia epistolar con ella, si su madre no la dejaba ni a sol ni a sombra? Diestro, como todos los amantes, en crearse dificultades y desgracias, Teodoro imaginaba un rival en la persona de uno de los dependientes y suponía a los otros dos aliados de su rival. Aun escapando a tantos Argos, fracasaría ante los ojos severos del viejo negociante o de la señora Guillaume. ¡Barreras por doquier, por doquier la desesperación! La violencia misma de su pasión impedía al joven pintor encontrar aquellos ingeniosos expedientes que, tanto entre los presos como entre los amantes, parecen constituir el último esfuerzo de la razón caldeada por una salvaje necesidad de libertad o por el fuego del amor. Teodoro daba entonces vueltas por el barrio con la actividad de un demente, como si el movimiento fuera capaz de inspirarle algún ardid. Después de haberse atormentado bien la imaginación, descubrió el truco de ganar a precio de oro la confianza de la mofletuda criada. Así, pues, algunas cartas fueron intercambiadas durante la quincena que siguió a la deplorable mañana en que el señor Guillaume y Teodoro se habían mirado uno a otro con ojos escrutadores. En aquel momento los dos jóvenes habían convenido en verse a cierta hora del día y el domingo, en Saint-Leu, durante la misa y las vísperas. Agustina había enviado a su querido Teodoro la lista de los parientes y amigos de la familia, cerca de los cuales el joven pintor trató de tener acceso con el fin de que, si era posible, se interesara por sus amores alguna de aquellas almas ocupadas por el dinero y el comercio, y a las que una pasión verdadera debía parecer la especulación más monstruosa, una especulación inaudita. Por otra parte, nada cambió en las costumbres del “Gato que juega a la pelota”. Si Agustina estaba distraída; si, contra toda obediencia a las leyes de la casa, subía a su habitación para, por medio de una maceta, hacer señales; si suspiraba, si pensaba, en fin, nadie, ni siquiera su madre, se daba cuenta de ello. Esta circunstancia causará cierta sorpresa a quienes hayan comprendido el espíritu de aquella casa en la que un pensamiento matizado de poesía había de producir un contraste entre los seres y las cosas, en la que nadie podía permitirse un gesto ni una mirada que no fueran vistos y analizados. Sin embargo, nada más natural: aquella nave tan tranquila que navegaba por el mar tempestuoso de la plaza de París bajo el pabellón del “Gato que juega a la pelota” era presa de una de esas tempestades que cabe llamar equinocciales debido a su repetición periódica. Desde hacía quince días los cinco hombres de la tripulación, la señora Guillaume y la señorita Virginia, se entregaban a ese tremendo trabajo sobradamente conocido por el nombre de “inventario”. Removíanse todos los bultos y se efectuaba el vareaje de las piezas para cerciorarse del valor exacto de todos los retales. Examinábase cuidadosamente la tarjeta suspendida de cada paquete para comprobar la fecha en que habían sido compradas las telas. Fijábase el precio actual. Siempre de pie, con la vara en la mano y la pluma detrás de la oreja, el señor Guillaume parecía un capitán que dirigiese unas maniobras. Su voz aguda al pasar a través de un ventanuco para interrogar la profundidad de las escotillas del almacén de abajo, dejaba oír esas bárbaras locuciones del comercio, que sólo se expresa por medio de enigmas: “¿Cuánto hay de H-N-Z?”. “Nada”. “¿Qué queda de Q-X?”. “Dos varas”. “¿De qué precio?”. “Cinco-cinco-tres”. “Llevad a tres A todo el J-J, todo el M-P y el resto de V-D-O”. Otras mil frases, tan ininteligibles como éstas, cruzaban a través de los mostradores como versos de la moderna poesía que unos románticos hubieran citado para mantener el entusiasmo por alguno de sus poetas. Por la noche, Guillaume, encerrado con su dependiente y su mujer, saldaba las cuentas, escribía a los morosos y hacía facturas. Los tres preparaban ese trabajo inmenso, cuyo resultado cabía en una hoja grande de papel y demostraba a la Casa Guillaume que había tanto en dinero, tanto en mercancías, tanto en letras de cambio y tanto en billetes; que no debía un céntimo, que a ella le debían cien o doscientos mil francos; que el capital había aumentado; que las granjas, las casas y las rentas iban a ser redondeadas, reparadas o dobladas. De ahí resultaba la necesidad de volver a comenzar con más ardor que nunca a acumular nuevos escudos, sin que a aquellas laboriosas hormigas se les ocurriera preguntarse: “¿para qué?”. Gracias a este tumulto general la afortunada Agustina escapaba a la atención de sus Argos. Finalmente, un sábado por la noche, tuvo efecto la conclusión del inventario. Las cifras del activo total ofrecieron un número lo bastante nutrido de ceros para que, en atención a esta circunstancia, Guillaume suprimiese la severa consigna que todo el año remaba a la hora de los postres. El astuto pañero se frotó las manos y permitió a sus dependientes que permanecieran sentados a la mesa. Apenas había acabado de apurar su copita de licor casero cada uno de los hombres de la tripulación cuando se oyó el ruido producido por las ruedas de un coche. La familia se fue a ver La Cenicienta al Variedades, mientras que los dos últimos dependientes recibieron un escudo de seis francos cada uno de ellos y permiso para ir a donde les pareciese, con tal de que hubieran regresado a medianoche.
A pesar de ello, el domingo por la mañana el viejo comerciante de paños se afeitó a las seis y se puso su traje marrón, cuyos soberbios reflejos le causaban siempre la misma satisfacción; luego, hacia las siete, en el momento en que aún dormían todos en la casa, se dirigió hacia el pequeño gabinete contiguo a su almacén del primer piso. La luz llegaba a este gabinete por una ventana enrejada, que recaía a un pequeño patio cuadrado, formado por paredes tan negras que le daban el aspecto de un pozo.
El viejo negociante abrió los postigos de aquella ventana y el aire helado del patio fue a refrescar la cálida atmósfera del gabinete, que exhalaba el olor peculiar de las oficinas. El comerciante permaneció en pie, con la mano apoyada en el brazo de una butaca de caña forrada de un tafilete cuyo primitivo color había desaparecido, y vaciló unos instantes antes de sentarse. Miró con semblante enternecido el doble pupitre, en el cual el asiento de su esposa se hallaba frente al suyo. Contempló los diversos utensilios de la oficina y creyó encontrarse ante la sombra del señor Chevrel. Cogió el taburete donde antaño se había sentado él mismo en presencia de su difunto patrono. Este taburete, tapizado de cuero negro y del cual se escapaba la crin por los ángulos desde hacía bastante tiempo, sin que llegara a perderse, lo colocó con mano trémula en el mismo sitio que lo había puesto su predecesor; luego, con una agitación difícil de describir, tiró de la campanilla que correspondía a la cabecera de la cama de José Lebas. Cuando hubo dado ese golpe decisivo, el anciano, para quien los recuerdos resultaban sin duda demasiado fuertes, cogió tres o cuatro letras de cambio que le habían sido presentadas y las estaba mirando sin verlas cuando José Lebas apareció de súbito en el gabinete.
—Sentaos ahí —le dijo Guillaume, mostrándole el taburete.
Como jamás el viejo patrono pañero había hecho que su dependiente se sentara ante él, José Lebas se estremeció.
—¿Qué pensáis de estas letras de cambio? —inquirió Guillaume.
—Creo que no se pagarán.
—¿Cómo?
—Anteayer me enteré de que Etienne y compañía han hecho sus pagos en oro.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el pañero—. Hablemos de otra cosa, José, el inventario está ya terminado.
—Sí, señor; y el dividendo es uno de los mejores que habéis tenido.
—No empleéis esas nuevas palabras. Decid el producto, José. ¿Sabéis, muchacho, que es un poco a vos a quien debemos estos resultados? Así, no quiero que cobréis ya ningún sueldo. La señora Guillaume me ha dado la idea de que os ofreciese una participación en los beneficios. Vamos, José, ¿“Guillaume y Lebas” no harían una hermosa razón social? Podría añadirse “y Compañía” para redondear la firma.
Las lágrimas asomaron a los ojos de José Lebas, aunque procuró ocultarlas.
—¡Ah, señor Guillaume! ¿Cómo he podido merecer tantas bondades? No hago más que cumplir con mi deber. Era ya tan buena acción la de que os interesaseis por un pobre huérf…
José no se atrevía a mirar al anciano, el cual sonreía, creyendo que aquel modesto joven tenía sin duda necesidad, como él mismo en otro tiempo, de que lo animasen para hacer que la explicación resultara completa.
—Sin embargo —repuso el padre de Virginia—, vos no sois muy merecedor de este favor, José, no ponéis en mí tanta confianza como yo pongo en vos. (Al oír esto, el dependiente levantó rápidamente la cabeza). Poseéis el secreto de la caja. Desde hace dos años os he descubierto casi todos mis negocios. Os he hecho viajar. En fin, todo os lo he confiado. ¿Pero vos…? Vos sentís una inclinación y no me habéis dicho una palabra de ello. (José Lebas se sonrojó). ¡Ah! ¡ah! —exclamó Guillaume—. ¿Pensabais engañar a un viejo zorro como yo? ¿A mí que, como sabéis, adiviné la quiebra de Lecocq?
—¿Cómo, señor? —repuso José examinando a su patrono con la misma atención con que éste le examinaba a él—, ¿sabéis acaso a quién amo?
—Lo sé todo, bribonzuelo —dijo el respetable y astuto mercader, tirándole cariñosamente de la oreja—. Y os perdono, porque yo hice lo mismo.
—¿Me la concederíais?
—Sí, con cincuenta mil escudos, te dejaré otros tantos y realizaremos nuevas inversiones con una nueva razón social. Todavía haremos otros negocios, muchacho —exclamó el viejo comerciante levantándose y agitando los brazos—. ¡Lo ves, yerno mío, como no hay nada como el comercio! Los que se preguntan el placer que encontramos en él son unos imbéciles. ¡Seguir la pista de los negocios, saber gobernar la plaza, aguardar con ansiedad, como en el juego, si los Etienne y compañía van a quebrar, ver pasar un regimiento de la guardia imperial con los uniformes hechos con nuestros tejidos, echar la zancadilla al vecino, legalmente, por supuesto! Fabricar más barato que los otros; seguir un negocio que uno proyecta, que empieza, que crece, se tambalea y triunfa; conocer, como un jefe de policía, todos los resortes de las casas de comercio para no errar el camino; mantenerse en pie en los naufragios; tener amigos, por correspondencia, en todas las ciudades manufactureras, ¿no es esto un perpetuo juego, José? Pero esto es vivir, ¡qué caramba! En medio de este ajetreo me moriré, como el viejo Chevrel, pero me encuentro muy a gusto.
En el calor de su elocuente improvisación el señor Guillaume casi no había mirado a su dependiente, el cual lloraba a lágrima viva.
—¡Bien, José, pobrecito hijo mío!, ¿qué te sucede?
—¡Ah!, la quiero tanto, tanto, señor Guillaume, que me falta el corazón, creo que…
—Bueno, muchacho —dijo el comerciante, enternecido—, eres más feliz de lo que crees, ¡demontre! Ella también te quiere, ¡si lo sabré yo!
Y guiñó sus ojillos verdes mientras miraba a su dependiente.
—¡Señorita Agustina, señorita Agustina! —exclamó con entusiasmo José Lebas.
Disponíase a lanzarse fuera del gabinete cuando sintió que le retenía un brazo de hierro, y su patrón, estupefacto, lo volvió a traer vigorosamente ante él.
—¿Qué tiene que ver Agustina en este asunto? —inquirió Guillaume, cuya voz dejó helado a José Lebas.
—¿Es que… no es ella… quien me quiere? —balbuceó el dependiente.
Desconcertado por su falta de perspicacia, Guillaume volvió a sentarse y hundió la cabeza entre las dos manos para reflexionar acerca de la extraña situación en que se hallaba. José Lebas, avergonzado y desesperado, permaneció en pie. —José —repuso el negociante con fría dignidad—, yo os estaba hablando de Virginia. El amor no se ordena, ya lo sé. Conozco vuestra discreción. Olvidémonos de todo esto. Nunca casaré a Agustina antes que a Virginia. Vuestro interés en el negocio será el diez por ciento.
El dependiente, al cual el amor dio no sé qué grado de valor y de elocuencia, juntó las manos, tomó la palabra y estuvo hablando durante un cuarto de hora a Guillaume con tanto calor y sensibilidad que la situación cambió. Si se hubiera tratado de un asunto comercial, el viejo negociante habría contado con reglas fijas para tomar una decisión; pero, lanzado a mil millas del comercio, en el mar de los sentimientos y sin brújula, ante un acontecimiento tan original, estuvo flotando irresoluto unos instantes.
—¡Qué demonio! José, ya sabes que tuve a mis dos hijas con diez años de diferencia. La señorita Chevrel no era guapa; sin embargo, no tiene por qué quejarse de mí. Haz, pues, como yo. ¡En fin, no llores, tonto! ¿Qué quieres? Quizás esto se arregle, ya veremos. Siempre hay algún medio para salir de apuros. Nosotros, los hombres, no somos siempre unos celadores para nuestras mujeres. ¿Comprendes? La señora Guillaume es devota y…, vamos, hijo mío, dale esta mañana el brazo a Agustina para ir a misa.
Tales fueron las frases lanzadas a la ventura por Guillaume. La conclusión de ellas entusiasmó al enamorado dependiente. Pensaba ya en uno de sus amigos como futuro novio de la señorita Virginia cuando salió del gabinete, estrechando la mano de su futuro suegro, tras haberle dicho que todo se arreglaría del mejor modo posible.
—¿Qué va a pensar la señora Guillaume?
Esta idea atormentó al buen comerciante cuando estuvo a solas.
A la hora del almuerzo la señora Guillaume y Virginia, a las cuales el comerciante había dejado que de momento ignorasen su contrariedad, miraron de un modo bastante malicioso a José Lebas, que se sintió en situación muy violenta. El pudor que manifestaba el dependiente le ganó la amistad de su suegra. La matrona se puso tan alegre que miró sonriendo al señor Guillaume y se permitió algunas pequeñas chanzas de uso inmemorial en estas inocentes familias. Empezó por dudar de la conformidad de estatura entre Virginia y José y les pidió que se pusieran de pie para comprobarlo. Estas bobadas preliminares hicieron aparecer algunas nubes en la frente del jefe de la familia, el cual manifestó tal sentido del decoro que mandó a Agustina que tomara el brazo del primer dependiente para ir a la iglesia de Saint-Leu. La señora Guillaume, asombrada por esta delicadeza masculina, honró a su marido con un gesto de aprobación. El cortejo, pues, partió de la casa en un orden que no podía sugerir ninguna maliciosa interpretación entre los vecinos.
—¿No os parece, señorita Agustina —decía el dependiente, temblando—, que la esposa de un negociante que tiene muy buen crédito, como el señor Guillaume por ejemplo, podría divertirse un poco más de lo que se divierte vuestra señora madre, lucir diamantes e ir en coche? ¡Oh, si yo me casase pondría todo mi empeño en ver feliz a mi mujer! No la tendría en mi mostrador. En el comercio de tejidos, ¿sabéis?, las mujeres ya no son tan necesarias como lo eran antaño. El señor Guillaume ha tenido razón al obrar como ha obrado y, por otra parte, ése era el gusto de su esposa. Pero que una mujer sepa dar una mano a la contabilidad, a la correspondencia, a la venta, a los pedidos y a las tareas del hogar, con objeto de no permanecer ociosa, es ya suficiente. A las siete, cuando la tienda estuviese cerrada, yo iría a los espectáculos a divertirme. Pero estoy viendo que no me escucháis.
—Sí que os escucho, señor José. ¿Qué decíais de la pintura? Es algo muy hermoso.
—Sí, conozco a un maestro pintor de casas, el señor Lourdois, que tiene mucho dinero.
De este modo la familia llegó a la iglesia de Saint-Leu. Allí la señora Guillaume recuperó sus derechos y, por primera vez, hizo poner a Agustina a su lado, mientras Virginia tomaba asiento en la cuarta silla, junto a Lebas. Durante el sermón todo fue bien entre Agustina y Teodoro, el cual, detrás de una columna, rezaba a su virgen con todo fervor; pero en el momento de la elevación, la señora Guillaume se dio cuenta, aunque algo tarde, de que su hija Agustina tenía el libro de misa puesto del revés. Disponíase a echarle una buena reprimenda cuando, bajando su velo, interrumpió la lectura para mirar en la dirección que atraía los ojos de su hija. Con ayuda de sus antiparras vio al joven artista, cuya elegancia mundana anunciaba más bien a un capitán de caballería de permiso que a un negociante de barrio. Resulta difícil imaginar el violento furor que acometió a la señora Guillaume, la cual se jactaba de haber criado perfectamente a sus hijas, al descubrir en el corazón de Agustina un amor clandestino cuyos peligros exageraba su mojigatería e ignorancia. Creyó que su hija estaba gangrenada hasta la médula.
—Colocad bien vuestro libro, señorita —dijo en voz baja, pero temblando de ira.
Arrebató vivamente el devocionario acusador y lo puso de forma que las letras quedasen en su sentido natural.
—No tengáis la desdicha de levantar los ojos a ningún sitio que no sean vuestras oraciones —añadió—; de lo contrario os las veréis conmigo. Al terminar la misa vuestro padre y yo tenemos que hablaros.
Estas palabras fueron como un rayo para la pobre Agustina. Sintiose desfallecer; pero, combatida por el dolor que sentía y el temor de dar un escándalo en la iglesia, tuvo valor para ocultar su angustia. Sin embargo, era fácil adivinar el estado angustiado de su alma al ver cómo su devocionario temblaba y caían lágrimas en cada una de las páginas que iba volviendo. Por la mirada colérica que le lanzó la señora Guillaume, el artista vio el peligro que corrían sus amores y salió, con el corazón lleno de rabia, decidido a intentarlo todo.
—¡Id a vuestra habitación, señorita! —dijo la señora Guillaume a su hija al volver a su casa—; ya os mandaremos llamar; y, sobre todo, no intentéis salir sin que os lo permitan.
La conferencia que los dos cónyuges sostuvieron fue tan secreta que de momento no se supo una palabra de ella. Sin embargo, Virginia, que había animado a su hermana con amables palabras, llevó su complacencia hasta el punto de deslizarse junto a la puerta del dormitorio de su madre, en el cual tenía lugar la discusión, para ver si lograba captar algunas palabras. En el primer viaje que emprendió del piso tercero al segundo oyó que su padre exclamaba:
—Señora, ¿es que queréis matar a vuestra hija?
—¡Hermanita! —dijo Virginia a Agustina, que estaba llorando—, papá ha tomado tu defensa!
—¿Qué quieren hacerle a Teodoro? —preguntó la inocente criatura.
La curiosa Virginia volvió entonces a bajar. Pero esta vez permaneció escuchando más tiempo: se enteró de que Lebas amaba a Agustina. Estaba escrito que aquel día memorable una casa que de ordinario gozaba de tanta tranquilidad, sería un infierno. El señor Guillaume sumió a José Lebas en la desesperación al descubrirle el amor de Agustina por un extraño. Lebas, que había avisado a su amigo para que pidiera la mano de la señorita Virginia, vio frustradas sus esperanzas. La señorita Virginia, abrumada al saber que José la había en cierto modo desdeñado, sintiose presa de jaqueca. La cizaña sembrada entre marido y mujer por la discusión que el señor y la señora Guillaume habían mantenido y en la que, por tercera vez en su vida, hallaron que tenían opiniones diferentes, se manifestó de un modo terrible. En fin, a las cuatro de la tarde, Agustina, pálida, temblorosa y con los ojos enrojecidos, compareció ante su padre y su madre. La pobre niña contó ingenuamente la breve historia de sus amores. Tranquilizada por las palabras de su padre, que le había prometido escuchar sin interrumpirla, cobró cierto valor al pronunciar delante de sus progenitores el nombre de su querido Teodoro de Sommervieux, e hizo sonar maliciosamente la partícula aristocrática. Al entregarse al desconocido hechizo de hablar de sus sentimientos, halló suficiente valentía para declarar con inocente firmeza que amaba al señor de Sommervieux, que le había escrito, e incluso añadió con los ojos llenos de lágrimas:
—Me haríais muy desgraciada si me sacrificarais a otro hombre.
—Pero, Agustina, ¿es que no sabéis lo que es un pintor? —exclamó su madre, horrorizada.
—¡Señora Guillaume! —dijo el anciano padre imponiendo silencio a su mujer—. Agustina —añadió—, los artistas son en general unos muertos de hambre. Son demasiado derrochadores para no resultar siempre irnos malos sujetos. He suministrado géneros al difunto señor José Vernet, al difunto señor Lekain y al difunto señor Noverre. ¡Ah, si supieras cuántas malas pasadas le jugaron al pobre señor Chevrel el señor Noverre, el caballero de Saint-Georges y, sobre todo, el señor Philidor! Son unos bribones, lo sé muy bien. Tienen un modo de hablar, unas maneras… Jamás tu Sumer… Somm…
—¡De Sommervieux, padre!
—¡Está bien, de Sommervieux, sea! Nunca habrá sido contigo tan amable como lo fue conmigo el caballero de Saint-Georges el día en que obtuve una sentencia de los cónsules contra él. Así eran las personas de categoría en otro tiempo.
—Pero, padre mío, el señor Teodoro es noble, y me ha escrito que era rico. Su padre se llamaba el caballero de Sommervieux antes de la Revolución.
Al oír estas palabras el señor Guillaume miró a su terrible mitad, la cual, contrariada, golpeaba el suelo con la punta del pie y guardaba un lúgubre silencio: Incluso evitaba lanzar sus coléricas miradas a Agustina y parecía dejar al señor Guillaume toda la responsabilidad de un asunto tan grave, puesto que sus avisos no eran escuchados; sin embargo, a pesar de su aparente flema, cuando vio que su marido tomaba partido con tanta calma en una catástrofe que nada tenía de comercial, exclamó:
—En verdad, señor, sois tan débil con vuestras hijas que…
El ruido de un coche que se detenía ante la puerta interrumpió de pronto la amonestación que el viejo negociante estaba ya temiendo. Al cabo de un momento la señora Roguin se plantó en medio de la habitación y, contemplando a los tres actores de esta escena doméstica, dijo con aire de protección:
—Lo sé todo, prima.
La señora Roguin tenía un defecto: el de creer que la mujer de un notario dé París puede representar el papel de hada benéfica.
—Lo sé todo —repitió— y vengo al arca de Noé como la paloma con el ramo de olivo. He leído esta alegoría en El Genio del Cristianismo —dijo volviéndose hacia la señora Guillaume— y la comparación debe agradaros, prima. ¿Sabéis —añadió sonriendo y dirigiéndose a Agustina— que ese señor de Sommervieux es un hombre encantador? Esta mañana me ha entregado mi retrato hecho de mano maestra. Por lo menos vale seis mil francos.
Al decir estas palabras dio un golpecito en el brazo del señor Guillaume. El viejo negociante no pudo por menos de esbozar con los labios una mueca que le era peculiar.
—Conozco mucho al señor de Sommervieux —repuso la paloma—. Desde hace unos quince días asiste a mis veladas, en las que constituye el principal aliciente. Me ha contado todas sus cuitas y me ha tomado como su abogado. Desde esta mañana sé que adora a Agustina y Agustina será para él. ¡Ah, querida prima, no mováis así la cabeza en señal de que rehusáis! Debéis saber que va a recibir el título de barón y que acaba de ser nombrado caballero de la Legión de Honor por el propio Emperador, en el Salón. Roguin es ahora su notario y conoce sus asuntos. Pues bien. El señor de Sommervieux posee doce mil libras de renta. ¿Sabéis que el suegro de un hombre como él puede llegar a ser cualquier cosa, por ejemplo alcalde de su barrio? ¿Acaso no sabéis que el señor Dupont ha sido hecho conde del Imperio y senador por haber ido, en su calidad de alcalde, a felicitar al Emperador por su entrada en Viena? ¡Oh si esa boda se realizara! Adoro a ese joven. Su conducta en relación con Agustina sólo se ve en las novelas. Vamos, pequeña, tú serás feliz y cualquiera querría hallarse en tu lugar. En mi casa, durante mis veladas, recibo a la señora duquesa de Carigliano, que está loca por el señor de Sommervieux. Algunas malas lenguas dicen que sólo viene a mi casa para encontrarse con él, como si una duquesa de ayer pudiera desmerecer junto a una Chevrel, cuya familia cuenta con un siglo de buena burguesía. Agustina —continuó después de una breve pausa—, he visto el retrato. ¡Dios mío, qué hermoso es! ¿Sabes que el Emperador ha querido verlo? Ha dicho, riendo al vicecondestable que si en su corte hubiera muchas mujeres como aquélla cuando acuden a ella los reyes, se sentiría capaz de mantener la paz en Europa. ¿Verdad que resulta halagador?
Las tormentas con que había comenzado el día debían parecerse a las que produce la naturaleza, tras las cuales viene siempre un tiempo tranquilo y sereno. La señora Roguin desplegó tantas seducciones en sus discursos, supo tocar tantas cuerdas a la vez en los corazones áridos del señor y de la señora Guillaume, que acabó por hallar una de la cual pudo sacar partido. En aquella época singular el comercio y las finanzas tenían la obsesión de emparentar con los grandes señores y los generales del Imperio se aprovecharon bastante bien de estas disposiciones. El señor Guillaume se oponía encarnizadamente a tan deplorable manía. Según su axioma predilecto, para hallar la felicidad una mujer debía casarse con un hombre de su clase; más tarde o más temprano se expiaba la culpa de haber querido subir demasiado alto; el amor resistía tan poco los ajetreos del hogar que era preciso que cada cónyuge hallase en el otro cualidades muy sólidas para poder ser felices; no era preciso que uno supiera más que el otro; lo principal era que se comprendiesen; un marido que hablase griego y una mujer que hablase latín, exponíanse a morir de hambre. Él mismo había inventado esta especie de proverbio. Comparaba los casamientos hechos de ese modo con aquellas antiguas telas de seda y lana, en las que la seda acababa siempre por cortar la lana. Sin embargo, hay tanta vanidad en el fondo del corazón del hombre, que la prudencia de un piloto que tan bien gobernaba el “Gato que juega a la pelota” sucumbió a la agresiva volubilidad de la señora Roguin. La severa señora Guillaume fue la primera en encontrar en la inclinación de su hija motivos para derogar esos principios y para consentir en recibir en su casa al señor de Sommervieux, después de prometerse a sí misma someterlo a un riguroso examen.
El viejo negociante fue al encuentro de José Lebas y lo instruyó acerca del estado de cosas. A las seis y media aquel mismo comedor que había representado en su cuadro el pintor, reunió bajo su techo de vidrio a la señora y al señor Roguin, al joven pintor y a su encantadora Agustina, a José Lebas, que llevaba con paciencia su felicidad, y a la señorita Virginia, cuya jaqueca había cesado. El señor y la señora Guillaume vieron ya en lontananza a sus dos hijas casadas y los destinos del “Gato que juega a la pelota” puestos en buenas manos. Su contentamiento llegó al colmo cuando, a la hora de los postres, Teodoro les obsequió con el asombroso cuadro que ellos no habían podido ver y que representaba el interior de aquella vieja tienda, a la cual debían toda su felicidad.
—¡Qué bonito —exclamó Guillaume—. ¡Y decir que querían dar treinta mil francos por eso!
—Se diría que esas telas desplegadas —añadió Lebas— puede cogerlas uno con la mano.
—La ropa queda siempre muy bien —respondió el pintor—. Nos tendríamos por muy dichosos si pudiéramos alcanzar en esto la perfección lograda por los artistas antiguos.
—¿Os gustan, pues, las telas? —exclamó el señor Guillaume—. ¡Bien, puesto que amáis el comercio, nos entenderemos! ¿Por qué habríais de despreciar el comercio? El mundo comenzó por él, puesto que Adán vendió el paraíso por una manzana. ¡No fue un buen negocio, que digamos!
Y el viejo negociante se echó a reír con una risa franca, excitada por el vino de Champaña que hacía circular generosamente. La venda que cubría los ojos del joven artista era tan espesa que encontró amables a sus futuros suegros. Cuidó de divertirles con algunas frases de buen gusto, de modo que les resultó muy simpático. Al atardecer, cuando el salón quedó desierto, mientras la señora Guillaume iba de la mesa a la chimenea y de un candelabro a otro, soplando precipitadamente las bujías, el buen negociante, que siempre sabía ver claro cuando se trataba de negocios o de dinero, atrajo a su hija Agustina junto a sí y después de haberla hecho sentar sobre sus rodillas, le espetó el siguiente discurso:
—Querida hija, te casarás con el señor de Sommervieux puesto que así lo quieres; te permito arriesgar tu capital de felicidad. Pero no me dejo engañar por esos treinta mil francos que se ganan echando a perder buenas telas. El dinero que llega tan de prisa, con la misma prisa se va. ¿Acaso no le he oído decir a ese joven alocado que el dinero es redondo para que pueda rodar? Si es redondo para las personas pródigas, es plano para las personas ahorrativas, que apilan una moneda sobre otra. Ahora bien, hija mía, ese guapo mozo ¿habla de darte coches o diamantes? ¡Si tiene dinero y lo gasta contigo, bene sit! Nada tengo que objetar a ello. Pero en cuanto a lo que yo te doy, no quiero que unos escudos amasados con tanto trabajo se vayan en carrozas y perifollos. El que gasta demasiado, nunca es rico. Con los cien mil escudos de tu dote no puede comprarse París y aunque algún día quieras disponer de varios centenares de miles de francos, haré que los esperes, ¡vive Dios! Cuanto más tiempo, mejor. Me llevé, pues, aparte a tu pretendiente, y debo decirte que un hombre que provocó la quiebra de Lecocq no ha encontrado demasiado trabajo en convencer a un artista para que consintiese en casarse en régimen de separación de bienes. Vigilaré el contrato para hacer estipular las donaciones que se propone constituirte. Vamos, hija mía, espero llegar a ser abuelo, ¡qué diantre!, y quiero ocuparme desde ahora de mis nietos. Júrame, pues, que no firmarás nada sobre dinero sin pedirme antes consejo. Y si fuera demasiado pronto a reunirme con el señor Chevrel, júrame que consultarás al joven Lebas, tu cuñado. Anda, prométemelo.
—Sí, padre, te lo juro.
Al oír estas palabras, pronunciadas con dulce voz, el anciano besó a su hija en ambas mejillas. Aquella noche todos los amantes durmieron casi tan apaciblemente como el señor y la señora Guillaume.
Unos meses después de este memorable domingo, en la iglesia de Saint-Leu, se celebraron dos bodas muy distintas. Agustina y Teodoro comparecieron en todo el esplendor de su dicha, con los ojos llenos de amor, bien vestidos y con un hermoso coche a la puerta. Virginia, apoyada en el brazo de su padre, seguía humildemente a su hermana menor, más modestamente vestida y como una sombra necesaria para la armonía de aquel cuadro. El señor Guillaume había procurado por todos los medios imaginables que en la iglesia casasen a Virginia antes que a Agustina; pero tuvo el dolor de ver que el alto y bajo clero se dirigía preferentemente a la más elegante de las dos jóvenes que contraían matrimonio. Oyó que algunos de sus vecinos aprobaban el buen juicio de la señorita Virginia al hacer, según ellos, el matrimonio más conveniente y permanecer fiel a su barrio; en tanto que lanzaban algunas indirectas, hijas de la envidia, sobre Agustina, pues se casaba con un artista, noble por añadidura; y aseguraban, con una especie de horror, que si Guillaume llegaba a ser presa de la ambición, el comercio de paños estaba perdido. Al oír comentar a un viejo vendedor de abanicos que quizás el artista llegase a arruinar a su mujer, el señor Guillaume se felicitó a sí mismo por su prudencia en las capitulaciones matrimoniales. Por la tarde, después de un baile suntuoso seguido de una de esas cenas cuyo recuerdo comienza a perderse por la generación actual, el señor y la señora Guillaume permanecieron en su hotel de la calle del Colombier, donde había tenido efecto la boda, mientras el señor y la señora Lebas regresaban a la vetusta casa de la calle Saint-Denis para dirigir el negocio del “Gato que juega a la pelota”. El artista, ebrio de felicidad, tomó en sus brazos a su querida Agustina, la levantó vivamente cuando su cupé llegó a la calle de Trois-Frères, y la llevó a un apartamento que había embellecido con todos los recursos del arte.
El fuego de la pasión que ardía en el pecho de Teodoro hizo que la joven pareja pasase un año casi entero sin que la más leve nube viniera a alterar el azul del cielo bajo el que vivían. Para nuestros dos amantes la existencia no tuvo nada de agobiante ni pesado. Teodoro se esforzaba en ofrecer cada día a su mujer nuevos placeres; complacíase en variar los transportes de la pasión con la muelle languidez de esas pausas en que las almas se elevan tan alto en el éxtasis que parecen olvidar la unión corporal. Incapaz de reflexionar, la feliz Agustina se prestaba a ese ritmo ondulante de felicidad. Creía no hacer bastante con entregarse por entero al amor permitido y santo del matrimonio; sencilla e ingenua, ignoraba la coquetería de la negativa y el dominio que una señora del gran mundo puede lograr sobre su marido por medio de hábiles caprichos; amaba demasiado para poder calcular el porvenir y estaba lejos de imaginar que una existencia tan deliciosa pudiera algún día tocar a su fin. Feliz al ser por entonces objeto de todos los placeres de su marido, creyó que este amor inextinguible sería siempre para ella la más hermosa de las galas, y que su abnegación y su obediencia constituirían un aliciente perpetuo. En suma, que la felicidad del amor la había convertido en una criatura tan radiante que su belleza despertó su orgullo y le hizo creer que podría reinar siempre sobre un hombre tan fácil de inflamar como el señor de Sommervieux. Su condición de mujer no le brindó más enseñanzas que las del amor. En medio de esta dicha siguió siendo la muchacha ignorante que vivía oscuramente en la calle Saint-Denis y no pensó en adoptar las maneras, la instrucción, el tono de vida en que su existencia debía desenvolverse. Siendo sus palabras, palabras de amor, desplegaba en ellas una especie de flexibilidad mental y cierta delicadeza de expresión; pero se servía del lenguaje común a todas las mujeres cuando se encuentran envueltas por la pasión que parece constituir su elemento. Si, por casualidad, una idea que discordaba de las de Teodoro era expresada por Agustina, el joven artista se reía como se ríe uno de las primeras faltas que al hablar comete un extranjero, pero que acaban fatigando si no se corrigen. A pesar de tanto amor, al expirar aquel año, tan encantador como fugaz, Sommervieux sintió una mañana la necesidad de reanudar sus trabajos y sus costumbres. Por otra parte, su mujer estaba encinta. Volvió a ver a sus amigos. Durante los largos sufrimientos del año en que, por primera vez, una joven alimenta a su hijo, Teodoro trabajó con ardor; pero a veces volvía al mundo en busca de algunas distracciones. La casa adonde más le agradaba ir era la de la duquesa de Carigliano, que había terminado por atraer al célebre artista. Cuando Agustina estuvo restablecida, cuando su hijo ya no reclamó aquellos asiduos cuidados que prohíben a una madre los placeres del mundo, Teodoro había empezado a experimentar ese goce del amor propio que nos brinda la sociedad cuando comparecemos ante ella acompañados de una hermosa mujer, objeto de envidia y de admiración. Recorrer los salones, mostrándose en ellos con todo el esplendor que le confería indirectamente la gloria de su marido, verse envidiada por las mujeres, constituyó para Agustina una nueva fuente de placeres. Comenzó a ofender la vanidad de su marido cuando, a pesar de vanos esfuerzos, dejó traslucir su ignorancia, la impropiedad de su lenguaje y la estrechez de sus ideas. Domado durante casi dos años y medio por los primeros transportes del amor, el carácter de Sommervieux recuperó con la tranquilidad de una posesión dilatada sus antiguas tendencias y costumbres, por un momento desviadas de su curso. La poesía, la pintura y los goces exquisitos de la imaginación poseen en los espíritus elevados derechos imprescriptibles. Estas necesidades de un alma fuerte no habían sido frustradas en Teodoro durante aquellos dos años; sólo habían encontrado nuevos pastos. Cuando hubo recorrido los campos del amor, cuando el artista, como los niños, hubo cogido sus rosas con tal avidez que ni siquiera se daba cuenta de que no le cabían en las manos, la escena cambió. Si el pintor mostraba a su mujer los croquis de sus más bellas composiciones, ella exclamaba como habría podido hacerlo el señor Guillaume: “¡Qué bonito!”. Esta admiración, carente de calor, no procedía de un sentimiento consciente, sino del convencimiento del amor. Agustina prefería una mirada al más bello cuadro. La única sublimidad que conocía era la sublimidad del corazón. Al final, Teodoro no pudo negarse a la evidencia de esta cruel verdad: su mujer no era sensible a la poesía, no vivía en su esfera, no le seguía en sus caprichos, en sus improvisaciones, en sus alegrías, en sus dolores; caminaba a ras del suelo por el mundo real, mientras que él tocaba con la cabeza el cielo. Los espíritus vulgares no pueden comprender los sufrimientos constantemente renovados del ser que, unido a otro por el más íntimo de todos los sentimientos, se ve obligado a reprimir sin cesar las más caras expansiones de su pensamiento y de volver a hacer entrar en la nada las imágenes que un mágico poder le fuerza a crear. Para ese ser, el suplicio es tanto más cruel cuanto que el sentimiento que profesa al compañero le ordena, como primera de su leyes, no sustraerse jamás el uno al otro y confundir las efusiones del pensamiento lo mismo que las expansiones del alma. No se burla impunemente la voluntad de la naturaleza, tan inexorable como la Necesidad, que en realidad es una especie de naturaleza social. Sommervieux se refugió en la serenidad y el silencio de su estudio, en espera de que la costumbre de vivir con artistas llegaría a formar a su mujer y desarrollaría en ella los gérmenes de esa elevada inteligencia que algunos espíritus superiores creen que preexiste en potencia en todos los seres; pero Agustina era religiosa de un modo demasiado sincero para no asustarse del sistema de vida de los artistas. En la primera comida que ofreció Teodoro, oyó que un joven pintor le decía con una frivolidad infantil que ella no supo reconocer pero que le absolvía de cualquier reproche de irreverencia religiosa:
—Señora, ¿no es vuestro paraíso más hermoso que la Transfiguración de Rafael? Pues bien, yo me he cansado de contemplarla!
Agustina miró aquella sociedad inteligente con un espíritu de desconfianza que resultaba molesto y embarazoso. Cuando los artistas se sienten víctimas de un agravio, son despiadados: huyen o se burlan. La señora Guillaume poseía, entre otras cualidades ridículas, la de exagerar la dignidad que, según ella, debe ser patrimonio de una mujer casada; y aunque Agustina se hubiera burlado a menudo de ello, no pudo evitar una ligera imitación de la ñoñería materna. Esta exageración del pudor, que no todas las mujeres virtuosas evitan siempre, sugirió algunos epigramas rápidamente redactados, cuyas inocentes burlas eran demasiado espirituales para que Sommervieux pudiera sentirse ofendido y que habrían parecido más crueles si, después de todo, no hubieran sido más que represalias ejercidas contra él por sus amigos. Pero nada podía resultar ligero para un alma que con tanta facilidad como la de Teodoro recibía las impresiones extrañas. Empezó a experimentar una frialdad que cada vez iba en aumento. Para llegar a la felicidad conyugal es preciso subir a una montaña cuya estrecha meseta se halla muy cerca de una pendiente tan rápida como resbaladiza, y el amor del artista iba bajando por ella. Juzgó a su mujer incapaz de apreciar las consideraciones morales que justificaban, a sus propios ojos, la singularidad de sus maneras para con ella, y creyose muy inocente al ocultarle pensamientos que ella no comprendía y actitudes de alejamiento poco justiciables ante el tribunal de una conciencia burguesa. Agustina fue encerrándose en un dolor sombrío y silencioso. Estos sentimientos secretos tendieron entre los dos cónyuges un velo que había de hacerse más tupido de día en día. Sin que su marido dejara de tener atenciones con ella, Agustina no podía por menos de estremecerse al ver que reservaba para el mundo los tesoros de gracia e ingenio que en otro tiempo ponía a sus pies. Pronto llegó a interpretar de un modo fatal esas palabras ingeniosas que en el mundo se dicen acerca de la inconstancia de los hombres. No se quejaba, pero su actitud equivalía a todos los reproches. Tres años después de su casamiento, aquella mujer joven y linda, que paseaba tan radiante en su hermoso coche, que vivía en una esfera de gloria y de riqueza envidiada por tantas personas incapaces de apreciar justamente las situaciones de la vida, se vio presa de profundos pesares; perdió su color; reflexionó; comparó; luego, la desgracia mostró ante ella los primeros testimonios de la experiencia. Decidió permanecer valientemente en el círculo de sus obligaciones, esperando que esta conducta generosa le haría recobrar tarde o temprano el amor de su marido; pero no fue así. Cuando Sommervieux, fatigado del trabajo, salía de su estudio, Agustina no escondía lo bastante aprisa su labor y el pintor encontraba a su mujer remendando la ropa blanca con toda la diligencia de una buena ama de casa. Suministraba con generosidad, sin murmurar, el dinero necesario para las prodigalidades de su marido; pero con el deseo de conservar la fortuna de su querido Teodoro, mostrábase ahorrativa, sea para ella, sea en ciertos detalles de la administración doméstica. Esta conducta es incompatible con el descuido de los artistas que, al fin de su carrera, suelen haber gozado tanto de la vida que nunca se preguntan la razón de su ruina. Es inútil marcar cada una de las gradaciones de matiz con que el color brillante de su luna de miel se fue apagando hasta adentrarlos en profunda oscuridad. Una noche, la pobre Agustina, que desde hacía mucho tiempo oía a su marido hablar con entusiasmo de la duquesa de Carigliano, recibió de una amiga algunos avisos malignamente caritativos sobre la naturaleza del afecto que Sommervieux había concebido por aquella célebre coqueta de la corte imperial. A los veintiún años de edad, en todo el esplendor de su juventud y de la belleza, Agustina se vio traicionada por una mujer de treinta y seis. Sintiéndose desgraciada en medio del mundo y de sus fiestas, desiertas para ella, la pobre joven no comprendía la admiración que despertaba ni la envidia de que era objeto. Su rostro adquirió una nueva expresión. La melancolía vertió en sus rasgos el dolor de la resignación y la palidez de un amor desdeñado. No tardó en verse cortejada por los hombres más seductores; pero ella permaneció solitaria y virtuosa. Ciertas palabras desdeñosas proferidas por su marido le produjeron increíble desesperación. Una lucidez fatal le hizo vislumbrar los defectos que, como consecuencia de su mezquina educación, impedían la unión completa de su alma con la de Teodoro: tuvo suficiente amor para absolverle a él y condenarse a sí misma. Lloró lágrimas de sangre y reconoció demasiado tarde que existen malas alianzas de espíritus como las hay de costumbres o de posición social. Al pensar en las delicias primaverales de su unión comprendió la extensión de la felicidad pasada y convino consigo misma en que una tan abundante cosecha de amor valía por una vida entera y sólo podía pagarse con la desgracia. No obstante, amaba demasiado sinceramente para perder la esperanza. Así, a la edad de veintiún años inició la tarea de instruirse y de hacer su imaginación menos indigna de aquella que tanto admiraba.
—Si no soy poeta —se decía—, por lo menos comprenderé la poesía.
Y desplegando aquella fuerza de voluntad, aquella energía que todas las mujeres poseen cuando aman, la señora de Sommervieux trató de cambiar su carácter, sus costumbres y sus hábitos; pero al devorar volúmenes, al aprender más y más, sólo consiguió hacerse un poco menos ignorante de lo que era. La ligereza del ingenio y las gracias de la conversación son un don de la naturaleza o el fruto de una educación que comienza en la cuna. Era capaz de apreciar la música, de gozar de ella, pero no de cantar con gusto. Comprendió la literatura y las bellezas de la poesía, pero era demasiado tarde para adornar con ellas su rebelde memoria. Escuchaba con placer las conversaciones de la gente, pero no mostraba en ellas ningún rasgo de ingenio. Sus ideas religiosas y los prejuicios de su infancia se opusieron a la completa emancipación de su inteligencia. En fin, en el alma de Teodoro se había deslizado una prevención contra ella que ya no podía vencer. El artista se burlaba de quienes alababan a su mujer, y sus bromas estaban bastante justificadas; era tanto lo que imponía a aquella joven criatura, que en su presencia, o cuando estaban los dos a solas, sólo sabía temblar. Preocupada por su gran deseo de agradar, sentía que su inteligencia y sus conocimientos se desvanecían en un solo sentimiento. La fidelidad de Agustina llegó a desagradar, incluso, a aquel infiel marido, que parecía incitarla a cometer deslices al calificar su virtud de insensibilidad. Agustina se esforzó en vano por abdicar de su razón, por plegarse a los caprichos o a las fantasías de su marido, y por sacrificarse al egoísmo de su vanidad; pero no lograba cosechar el fruto de sus sacrificios. Quizá los dos habían dejado pasar ya el momento en que dos almas pueden comprenderse. Un día, el corazón demasiado sensible de la joven esposa recibió uno de esos golpes en que los lazos del sentimiento sufren tal tensión que pudiera creerse que se han roto. Agustina se aisló. Pero pronto un pensamiento fatal la movió a buscar consuelo y consejos en el seno de su familia.
Una mañana, pues, encaminose hacia la grotesca fachada de la humilde y silenciosa casa en la que se había desarrollado su infancia. Suspiró al volver a ver aquella ventana desde la cual un día había enviado el primer beso al hombre que hoy arrojaba sobre su vida tanta gloria como desgracia. Nada había cambiado en el antro donde, sin embargo, se rejuvenecía el comercio de tejidos. La hermana de Agustina ocupaba en el mostrador el antiguo sitio de su madre. La afligida joven encontró a su cuñado con la pluma detrás de la oreja; apenas fue escuchada, tan atareado parecía estar José Lebas; a su alrededor se extendían las temibles señales de un inventario general, de modo que la dejó, rogándole que lo disculpase. Fue recibida con bastante frialdad por su hermana, la cual le guardaba cierto rencor. En efecto, Agustina, que bajaba radiante de hermosura de un lindo carruaje, nunca había ido a ver a su hermana más que de paso. La mujer del prudente Lebas imaginó que era el dinero la causa principal de aquella visita matutina y procuró mantener un tono de reserva que hizo sonreír más de una vez a Agustina. La esposa del pintor comprendió que, salvo las puntillas de la toca, su madre había encontrado en Virginia un sucesor que conservaba el antiguo honor del “Gato que juega a la pelota”. A la hora de almorzar advirtió en el régimen de la casa ciertos cambios que hacían honor al buen sentido de José Lebas: los dependientes no se levantaban de la mesa en el momento de los postres, se les daba más libertad para hablar y la abundancia de la mesa anunciaba una holgura sin lujo. La elegante joven vio las entradas de un palco de los Franceses, donde se acordaba de haber visto a su hermana de vez en cuando. La señora Lebas llevaba sobre los hombros una cachemira cuya magnificencia atestiguaba la generosidad con que su marido se ocupaba de ella. En fin, los dos cónyuges seguían el ritmo del siglo. Agustina sintiose enternecida al reconocer, durante las dos terceras partes de aquella jornada, la felicidad uniforme, sin exaltación, es cierto, pero también sin tempestades, que saboreaba aquella pareja. Habían aceptado la vida como una empresa comercial en la que se trataba de hacer, ante todo, honor a los negocios. Al no encontrar en su marido un amor excesivo, la mujer había procurado hacer nacer ese amor. Llevado de un modo insensible hacia el amor de Virginia, el tiempo que la felicidad tardó en desarrollarse fue para José Lebas y para su mujer una prenda de su duración. Y cuando Agustina, quejumbrosa, expuso su dolorosa situación, tuvo que aguantar el diluvio de lugares comunes que la moral de la calle Saint-Denis suministraba a su hermana.
—El mal está hecho ya, mujercita mía —dijo José Lebas—; ahora lo que hace falta es tratar de dar buenos consejos a nuestra hermana.
Luego el hábil negociante analizó pesadamente los recursos que las leyes y las costumbres podían ofrecer a Agustina para salir de aquella situación; fue enumerando, por decirlo así, las consideraciones, las ordenó, según su fuerza, en distintas categorías, como si se tratase de mercancías de diversas calidades; luego las puso en la balanza, las pesó, y concluyó por demostrar la necesidad en que se hallaba su cuñada de tomar un partido violento, que no satisfizo al amor que aún sentía ella por su marido. Este sentimiento despertó con toda su fuerza cuando oyó hablar a José Lebas de vías judiciales. Agustina dio las gracias a sus hermanos y regresó a su casa más indecisa todavía que cuando decidió consultarles. Atreviose entonces a ir al antiguo hotel de la calle del Colombier con la intención de confiar sus desgracias a su padre y a su madre, pues se parecía a esos enfermos que habiendo llegado a un estado desesperado, prueban todas las recetas e incluso confían en los remedios de una curandera. Los dos ancianos recibieron a su hija con una efusión de sentimientos que la enterneció. Esta visita les aportaba una distracción que, para ellos, valía un tesoro. Desde hacía cuatro años navegaban por la vida como barcos sin rumbo. Sentados junto a la lumbre, contábanse el uno al otro todos los desastres del Maximum, sus antiguas adquisiciones de paños, el modo cómo habían evitado las bancarrotas y, sobre todo, aquella famosa quiebra de Lecocq, auténtica batalla de Marengo del viejo Guillaume. Luego, cuando habían agotado los antiguos procesos, recapitulaban los resultados de sus inventarios más productivos o se contaban todas las viejas historias del barrio de Saint-Denis. A las dos, el viejo Guillaume iba a dar un vistazo al establecimiento del “Gato que juega a la pelota”, y al regreso se detenía en todas las tiendas, en otro tiempo rivales suyas, y cuyos jóvenes propietarios esperaban obtener del viejo negociante algún descuento de sus giros que, según su costumbre, él nunca negaba abiertamente. Dos excelentes caballos normandos se morían de aburrimiento en la cuadra del hotel; la señora Guillaume sólo se servía de ellos para ir en coche todos los domingos a misa mayor en la parroquia. Gracias a la influencia de su yerno Sommervieux, el viejo Guillaume había sido nombrado miembro del comité consultivo para el suministro de tela a las tropas. Desde que su marido había subido tan alto en la escala de la administración, la señora Guillaume había tomado la determinación de figurar en sociedad. Sus aposentos estaban tan llenos de ornamentos de oro y plata, así como de muebles sin gusto pero de valor indudable, que la pieza más sencilla parecía allí una capilla. Se diría que la economía y la prodigalidad libraban un combate en cada uno de los accesorios de aquel hotel. Tal vez el señor Guillaume consideraba como una inversión de dinero la adquisición de un candelabro. En medio de este bazar, cuya riqueza revelaba lo poco ocupados que se hallaban los dos cónyuges, el famoso cuadro de Sommervieux había merecido el lugar de honor y constituía el consuelo del señor y de la señora Guillaume, que veinte veces al día volvían sus ojos, armados de grandes antiparras, hacia aquella imagen de su antigua existencia, para ellos tan activa y entretenida. El aspecto de aquel hotel y de aquellos aposentos, donde todo olía a vejez y mediocridad, el espectáculo que ofrecían aquellos dos seres que parecían haber embarrancado en una roca de oro, lejos del mundo y de las ideas que hacen vivir, todo sorprendió a Agustina; contemplaba en aquel momento la segunda parte del cuadro cuyo comienzo la había sorprendido en casa de José Lebas, el de una vida agitada, aunque sin movimiento, especie de existencia mecánica e instintiva, parecida a la de los castores. Sintió entonces un inexplicable orgullo por sus pesares, al pensar que tenían su fuente en una felicidad de dieciocho meses que a sus ojos valía por mil existencias como aquella cuyo vacío le parecía tan horrible. Sin embargo, ocultó este sentimiento poco caritativo y desplegó ante sus ancianos padres las nuevas gracias de su espíritu, las coqueterías y ternuras que el amor le había revelado y los predispuso de un modo favorable para que escucharan sus cuitas conyugales. Las personas de edad tienen cierta debilidad por escuchar esta clase de confidencias. La señora Guillaume quiso conocer con todo lujo de pormenores aquella extraña vida, que para ella tenía algo de fabuloso. Los viajes del barón de La Hontan, que nunca podía terminar de leer, no le enseñaron nada tan inaudito acerca de los salvajes del Canadá.
—Cómo, hija mía, ¿dices que tu marido se encierra con mujeres desnudas y eres tan simple como para creer que sólo las dibuja?
Después de esta exclamación, la anciana dejó sus gafas encima de un pequeño velador, se sacudió la falda y colocó las manos juntas encima de las rodillas.
—¡Pero, mamá, todos los pintores están obligados a tener modelos!
—Bien se guardó de decirnos todo eso cuando pidió tu mano. De haberlo sabido, no habría dado mi hija a un hombre que se dedica a tal oficio. La religión prohíbe esos horrores. Eso no es moral. ¿A qué hora dices que vuelve a casa?
—A la una, a las dos…
Los dos esposos se miraron asombrados.
—¿Es que juega? —dijo el señor Guillaume—. En mis tiempos sólo los jugadores regresaban tarde a su casa.
Agustina hizo un mohín como rechazando tal acusación.
—Debe hacerte pasar noches crueles aguardándole —repuso la señora Guillaume—. Pero no, tú te acuestas, ¿no es cierto? Y cuando ha perdido, el monstruo te despierta.
—No, mamá; al contrario, a veces está muy contento e incluso, cuando hace buen tiempo, me propone que me levante para ir al bosque.
—¿Al bosque, dices? ¿A esas horas? ¿Tenéis una magnífica morada y no le basta con la alcoba y los salones, sino que le hace falta correr de ese modo por…? Eso lo hace para que pilles un resfriado, el muy malvado. Quiere librarse de ti. ¿Se ha visto nunca a un hombre establecido, que posea un comercio tranquilo, corretear así por los bosques?
—Pero, mamá, vos no comprendéis que para desarrollar su talento tiene necesidad de exaltación. Le gustan mucho las escenas que…
—¡Ah, yo sí que le procuraría buenas escenas! —exclamó la señora Guillaume, interrumpiendo a su hija—. ¿Cómo puedes tener contemplaciones con un hombre así? Además, no me gusta que beba sólo agua. Eso no es sano. ¿Y dices que muestra repugnancia al ver a las mujeres cuando comen? ¡Qué cosa más rara! Sin duda está loco. Todo lo que nos has contado me parece imposible. Un hombre no se puede ir de casa sin decir esta boca es mía y no comparecer hasta el cabo de diez días. Y luego te dice que ha estado en Dieppe para pintar el mar. ¿Acaso se pinta el mar? ¡Vamos, que te va con unos cuentos!…
Agustina abrió la boca para defender a su marido; pero la señora Guillaume le impuso silencio con un gesto que un vestigio de sus antiguas costumbres le hizo obedecer; luego su madre exclamó en tono desabrido:
—¡No vuelvas a hablarme de ese hombre! No ha puesto nunca el pie en una iglesia más que para verte y para casarse contigo. La gente sin religión es capaz de todo. ¿Acaso se le ha antojado nunca a tu padre ocultarme algo, o estar tres días sin decir ni pío para ponerse luego a hablar como una vieja urraca?
—Querida madre, juzgáis con excesiva severidad a las personas superiores. Si tuvieran ideas parecidas a las de los demás, ya no serían personas de talento.
—Bueno, pues que las personas de talento se queden en sus casas y no se casen con nadie. ¿De modo que un hombre de talento puede hacer desgraciada a su mujer, y sólo porque tiene talento debemos decir que todo está bien hecho? ¡Talento, talento! No veo que haya tanto talento en decir, como él dice, blanco y negro en todo instante, en interrumpir a las personas cuando están hablando, en alabarse a sí mismo, en no decirte nunca lo que piensa, en obligar a una mujer a divertirse cuando las ideas del señor son alegres y a estar triste cuando él está de mal humor.
—Pero, mamá, esas imaginaciones…
—¿Qué quieres decir con eso de “esas imaginaciones”? —repuso la señora Guillaume, volviendo a interrumpir a su hija—. ¡Vaya imaginaciones las que tiene, a fe mía! ¿Te parece bien que a un hombre, sin consultar al médico, se le ocurra de repente no comer más que legumbres? Si fuera cuestión de religión, la dieta le serviría de algo; pero no es más religioso que un hugonote. ¿Se ha visto nunca a un hombre que, como hace él, ame más a los caballos que a su prójimo, se haga rizar el pelo como un pagano, cubra las estatuas con muselina o haga cerrar las ventanas durante el día para trabajar a la luz de una lámpara? Mira, si no fuese tan groseramente inmoral estaría como para que lo encerrasen en un manicomio. Consulta al padre Loraux, vicario de San Sulpicio, pídele que te dé su opinión sobre este asunto: te dirá que tu marido no se comporta como un cristiano…
—¡Oh, madre mía! ¿Podéis creer…?
—¡Sí, lo creo! Como lo has amado, no te das cuenta de todo eso. Pero yo, en los primeros tiempos de tu matrimonio, recuerdo haberlo encontrado en los Campos Elíseos. Iba a caballo. Pues bien, unas veces corría a galope tendido y luego se paraba para ir al paso. Ya me dije entonces: “He ahí a un hombre que carece de sentido común”.
—¡Ah —exclamó el señor Guillaume, frotándose las manos—, qué bien hice al estipular tu separación de bienes con ese sujeto extravagante!
Cuando Agustina cometió la imprudencia de contar los verdaderos motivos de queja que tenía contra su marido, los dos ancianos quedaron mudos de indignación. La palabra divorcio fue pronunciada enseguida por la señora Guillaume. Al oír tal expresión el inactivo negociante pareció como si despertase. Estimulado por el amor que profesaba a su hija y por la agitación que un proceso habría de provocar en su vida vacía de acontecimientos, el señor Guillaume tomó la palabra. Hizo suya con entusiasmo la petición de divorcio, la dirigió, casi abogó, ofreció a su hija hacerse cargo de todos los gastos, ir a ver a los jueces y a los abogados, remover el cielo con la tierra. La señora de Sommervieux, asustada, rehusó los servicios de su padre, dijo que no quería separarse de su marido aunque tuviera que ser diez veces más desgraciada de lo que era, y ya no habló más de sus penas. Después de haberse visto abrumada por sus padres con todos esos pequeños cuidados, mudos y consoladores, por medio de los cuales los dos ancianos trataron de consolarla, aunque en vano, de las penas de su corazón, Agustina se marchó convencida de la imposibilidad de lograr que los hombres superiores fueran juzgados acertadamente por los espíritus débiles. Comprendió que una mujer debía ocultar a todo el mundo, incluso a sus padres, unas desgracias para las cuales difícilmente se encuentran simpatías. Las tempestades y los sufrimientos de las esferas elevadas de la sociedad sólo son apreciados por los espíritus nobles que habitan en ellas. En esto, como en todo, sólo podemos ser juzgados por quienes son semejantes a nosotros.
Por consiguiente, la pobre Agustina se encontró de nuevo en el frío ambiente de su hogar, entregada al horror de sus meditaciones. El estudio ya no significaba nada para ella, puesto que no le había devuelto el corazón de su marido. Iniciada en los secretos de aquellas almas de fuego, pero privada de sus recursos, participaba con fuerza de sus penas sin compartir sus placeres. Estaba hastiada del mundo, que le parecía pequeño y mezquino para el juego de las pasiones. En fin, su vida resultaba incompleta. Una noche cruzó por su mente un pensamiento que iluminó sus tenebrosos pesares como un rayo celestial. Esta idea sólo podía sonreír a un corazón tan puro y virtuoso como el suyo. Decidió ir a casa de la duquesa de Carigliano, no para pedirle que le devolviese el corazón de su marido, sino para instruirse acerca de los artificios merced a los cuales aquel corazón le había sido arrebatado; para lograr que aquella orgullosa mujer de mundo se interesase por la madre de los hijos de su amigo; para conmoverla y conseguir que se hiciera cómplice de su venidera felicidad, del mismo modo que actualmente era el instrumento de su desdicha. Un día, pues, la tímida Agustina, armada de un valor sobrenatural, subió a un coche a las dos de ¡a tarde para intentar penetrar en el gabinete de la célebre coqueta, que no estaba nunca visible antes de dicha hora. La señora de Sommervieux no conocía todavía los antiguos y suntuosos hoteles del barrio de Saint-Germain. Cuando recorrió aquellos vestíbulos majestuosos, aquellas grandiosas escaleras, aquellos inmensos salones, adornados de flores en medio de los rigores del invierno y decorados con el gusto propio de las mujeres que han nacido en la opulencia o con los hábitos distinguidos de la aristocracia, Agustina sintió una horrible opresión en el pecho: envidió los secretos de aquella elegancia de la que jamás había tenido idea, respiró un aire de grandeza que le explicó el atractivo que aquella casa tenía para su marido. Cuando llegó a las habitaciones privadas de la duquesa, sintió celos y una especie de desesperación al admirar la voluptuosa disposición de los muebles, de los cortinajes y de los tapices. El desorden constituía allí una gracia y el lujo afectaba desdeñar la riqueza. Los perfumes esparcidos por aquella suave atmósfera halagaban el sentido del olfato sin herirlo. Los muebles de la estancia armonizaban con la perspectiva, realzada por medio de espejos sin azogar, de los céspedes del jardín y de unos árboles cubiertos de verdor. Todo era seducción y no se advertía el cálculo por ningún sitio. El espíritu de la dueña de aquellos aposentos se manifestaba por entero en el salón donde Agustina estaba aguardando. Trató de adivinar el carácter de su rival por el aspecto de los objetos esparcidos; pero había algo de impenetrable, lo mismo en el desorden que en la simetría, y para la sencilla Agustina aquello era un verdadero enigma. Todo cuanto pudo entrever fue que la duquesa, en cuanto mujer, era una mujer superior. Entonces tuvo una idea dolorosa.
—¡Ay! —se dijo—, ¿será verdad que un corazón amante y sencillo no es suficiente para un artista?, ¿que para equilibrar el peso de esas almas fuertes hay que unirlas con almas femeninas cuya pujanza sea igual a la suya? Si yo hubiera sido educada como esta sirena, nuestras almas habrían sido iguales en el momento de la lucha.
—¡Decid que no estoy en casa!
Estas palabras secas y breves, aunque pronunciadas en voz baja en el gabinete contiguo, fueron oídas por Agustina, cuyo corazón palpitó.
—Esa señora está ya ahí —repuso la doncella.
—Estáis loca; hacedla pasar, entonces —respondió la duquesa, cuya voz se había dulcificado y adoptado el acento de la cortesía.
Evidentemente, entonces deseaba que la oyeran.
Agustina avanzó tímidamente. En el fondo de aquel fresco gabinete vio a la duquesa voluptuosamente recostada en una otomana de terciopelo verde, colocada en el centro de una especie de semicírculo diseñado por los pliegues de una muselina extendida sobre un fondo amarillo. Unos adornos de bronce sobredorado, dispuestos con gusto exquisito, realzaban todavía más aquella especie de dosel bajo el cual la duquesa parecía una estatua de la antigüedad clásica. El tono oscuro del terciopelo impedía que se perdiese medio alguno de seducción. Una suave penumbra, favorable a su belleza, parecía más bien un reflejo que una luz. Algunas flores exóticas elevaban sus corolas embalsamadas por encima de unos preciosos jarrones de Sèvres. En el momento en que este cuadro se ofreció a los ojos de la asombrada Agustina, había caminado ésta tan suavemente que pudo sorprender una mirada de la seductora sirena. Aquella mirada parecía decirle a una persona que la mujer del pintor no descubrió por el momento: “Quedaos, vais a contemplar una linda joven y me haréis menos aburrida su visita”.
Al ver a Agustina, la duquesa se puso en pie y la hizo sentar a su lado.
—¿A qué debo el honor de esta visita, señora? —dijo con sonrisa encantadora.
“¿Para qué tanta hipocresía?”, pensó Agustina, sin responder más que con una inclinación de cabeza.
Este silencio era obligado. La joven vio delante de ella a un testigo que estaba de más en la escena. Este personaje era, de todos los coroneles del Ejército, el más joven, el más elegante y el más apuesto. Su traje semiburgués hacía resaltar mejor la elegancia de su persona. Su rostro lleno de vida, de juventud y ya muy expresivo, estaba animado por un bigotito de puntas enhiestas y negro como el azabache, por una barba muy poblada, por unas patillas cuidadosamente peinadas y por una mata de pelo algo desordenada. Jugaba con un látigo de montar y mostraba una despreocupación y una libertad muy en consonancia con el aire satisfecho de su fisonomía y con su afectado modo de arreglarse; las cintas que pendían de su ojal estaban anudadas con desdén y parecía más orgulloso de su elegancia que de su valor. Agustina miró a la duquesa de Carigliano y le mostró al coronel con una rápida mirada, cuyo ruego fue inmediatamente atendido.
—Adiós, D’Aiglemont, ya nos encontraremos en el Bosque de Bolonia.
Estas palabras fueron pronunciadas por la sirena como si constituyesen el resultado de una estipulación anterior a la llegada de Agustina y las acompañó de una mirada amenazadora que quizá merecía el oficial por la admiración que atestiguaba al contemplar aquella modesta flor, que tanto contrastaba con la orgullosa duquesa. El fatuo joven se inclinó en silencio, giró sobre sus tacones y salió con ágil elegancia del gabinete. En aquel momento, Agustina, al espiar a su rival, que parecía seguir con la mirada al brillante oficial, descubrió en aquella mirada un sentimiento cuyas fugitivas expresiones son captadas al instante por todas las mujeres. Pensó con el dolor más profundo que su visita iba a resultar inútil, pues aquella artificiosa duquesa estaba demasiado ávida de homenajes para conservar en su corazón un atisbo de piedad.
—Señora —dijo Agustina con voz entrecortada—, lo que voy a deciros en estos momentos os parecerá muy singular; pero la desesperación tiene su locura, y debe hacer que todo se disculpe. Me explico demasiado bien las razones de que Teodoro prefiera vuestra casa a cualquier otra y el dominio que vuestra inteligencia ejerce sobre él. ¡Ay, me basta con volver a mi casa para encontrar en ella razones más que suficientes! Pero adoro a mi marido, señora. Dos años de lágrimas no han borrado su imagen de mi corazón, aunque yo haya perdido el suyo. En mi locura, me atreví a concebir la idea de luchar contra vos; y ahora acudo a vos para preguntaros los medios de que me puedo valer para triunfar de vos misma. Oh, señora —exclamó la joven, asiendo con vehemencia la mano de su rival, la cual se lo consintió sin retirarla—, jamás rezaré a Dios por mi propia felicidad con tanto fervor como pienso implorarle por la vuestra si me ayudáis a reconquistar, no digo el amor, sino la amistad de Sommervieux. Sólo en vos pongo mi esperanza. Decidme cómo habéis podido agradarle y hacerle olvidar los primeros días de…
Al decir estas palabras, Agustina, sofocada por los sollozos mal contenidos, viose obligada a detenerse. Avergonzada de su debilidad, escondió el rostro en un pañuelo que inundó con sus lágrimas.
—¿Es que sois una niña, querida mía? —dijo la duquesa, que, seducida por la novedad de esta escena y enternecida a pesar suyo al recibir el homenaje que le tributaba la más perfecta virtud que quizás había entonces en París, cogió el pañuelo de la joven y empezó ella misma a secarle los ojos, halagándola con algunos monosílabos murmurados con graciosa piedad.
Tras un momento de silencio, la coqueta, tomando las lindas manos de la pobre Agustina entre las suyas, que poseían un raro carácter de noble belleza y poderío, le dijo con voz dulce y afectuosa:
—Ante todo, os aconsejaría que no lloraseis así: las lágrimas afean a la mujer. Hay que saber vencer las penas que ponen enferma, pues el amor no permanece mucho tiempo junto a un lecho de dolor. La melancolía confiere al principio agradable encanto, pero acaba por alargar los rasgos y marchitar el más lindo de los semblantes. Además, nuestros tiranos tienen el capricho de querer que sus esclavas estén siempre alegres.
—¡Ah, señora, no depende de mí el ser insensible! ¿Cómo es posible, sin experimentar la sensación de mil agonías, contemplar frío e indiferente un rostro que antes irradiaba amor y alegría? Yo no soy capaz de dominar mi corazón.
—Tanto peor, mi hermosa y querida amiga, pero creo conocer vuestra historia. Ante todo, sabed que si vuestro marido os ha sido infiel, yo no soy su cómplice. Si he querido tenerlo en mi salón fue, os lo confieso, por vanidad; era célebre y no iba nunca a ninguna parte. Os amo ya demasiado para contaros todas las locuras que ha hecho por mí. No voy a revelaros más que una sola, porque ella os servirá quizá para atraerlo de nuevo hacia vos y castigarle por la audacia que pone en sus procedimientos conmigo. Acabaría comprometiéndome. Conozco demasiado al mundo, querida, para entregarme por completo a un hombre superior. Debemos dejarnos cortejar por esa clase de hombres, pero casarnos con ellos es un disparate. Nosotras, las mujeres, debemos admirar a los hombres geniales, gozar de ellos como de un espectáculo, pero vivir con ellos, ¡jamás! Sería como contemplar las máquinas de la Opera en vez de permanecer en un palco, saboreando allí sus brillantes ilusiones. Ahora os ha llegado la desgracia, ¿verdad? Pues bien, debéis procurar armaros contra la tiranía.
—¡Ah, señora!, antes de entrar aquí, al veros, he descubierto algunos artificios cuya existencia no sospechaba.
—Pues venid a verme alguna otra vez y no tardaréis mucho tiempo en poseer la ciencia de todas esas bagatelas que, por otra parte, tienen bastante importancia. Las cosas externas son media vida para los tontos; y más de un hombre de talento resulta ser un tonto, a pesar de toda su inteligencia. ¡Apostaría a que jamás le habéis negado nada a Teodoro!
—Decidme cómo puede negarse algo a quien se ama.
—¡Pobre inocente, sería capaz de adoraros yo misma por vuestra ingenuidad! Debéis saber que, cuanto más amamos, menos debemos dejar que un hombre advierta, sobre todo si se trata de nuestro marido, el alcance de nuestra pasión. Aquel que ama más es el que está más tiranizado; y lo que es peor, se ve abandonado, más tarde o más temprano. El que quiere reinar, debe…
—¡Cómo, señora! ¿Será preciso disimular, calcular, volverse hipócrita, formarse un carácter artificial para siempre? ¡Oh!, ¿cómo se puede vivir así? ¿Acaso vos podéis…?
Agustina vaciló y la duquesa sonrió.
—Querida —repuso la gran dama con voz grave—, la felicidad conyugal ha sido siempre una especulación, un asunto que requiere una atención particular. Si seguís hablando de pasión cuando yo os hablo de matrimonio, pronto llegará el momento en que no nos entenderemos. Escuchad —prosiguió adoptando un tono confidencial—: yo he tenido ocasión de conocer a algunos de los hombres superiores de nuestra época. Los que se han casado, salvo pocas excepciones, se casaron con mujeres que eran unas verdaderas nulidades. Pues bien, esas mujeres los gobernaban a ellos como el Emperador nos gobierna a nosotros y eran, si no amadas, por lo menos respetadas por ellos. Me gustan demasiado los secretos, sobre todo los que me conciernen, para no haberme entretenido en buscar la solución de este enigma. Pues bien, ángel mío, esas buenas mujeres poseían el talento de analizar el carácter de sus maridos; sin haberse asustado como vos de su superioridad, habían advertido hábilmente las cualidades que les faltaban; y sea que ellas poseyeran esas cualidades, sea que fingieran tenerlas, hallaban el medio de hacer una gran exhibición de ellas ante los ojos de sus maridos y acababan por impresionarles. En fin, habéis de saber también que esas almas que tan grandes parecen tienen todas un pequeño grano de locura, el cual debemos saber explotar. Al adoptar la firme decisión de dominarles, nunca hemos de apartamos ya de ese fin, refiriendo a él todas nuestras acciones, nuestras ideas, nuestras coqueterías. Dominemos a esos espíritus, eminentemente caprichosos, que por la movilidad misma de sus pensamientos nos brindan los medios de influir en ellos.
—¡Cielo santo! —exclamó la joven, aterrada—. ¿Eso es, pues, la vida? Un combate…
—En el cual es preciso estar siempre amenazando —repuso riendo la duquesa—. Nuestro poder es completamente imaginario y no debemos dejarnos despreciar jamás por un hombre; ninguna mujer se levanta de tales caídas más que por medio de maniobras odiosas. Venid —añadió—, voy a daros un medio con el cual podréis encadenar a vuestro marido.
Levantose, sonriendo, para guiar a la joven e inocente aprendiza de ardides conyugales a través del laberinto de su palacete. Llegaron a una escalera secreta que comunicaba con los salones de recepción. Cuando la duquesa hizo girar el resorte de la puerta, se detuvo, miró a Agustina con un aire de inimitable elegancia y finura, y dijo:
—El duque de Carigliano me adora. Pues bien, no se atreve a entrar por esta puerta sin mi permiso. Y es un hombre que, tiene la costumbre de mandar a miles de soldados. Sabe hacer frente a las baterías, pero ante mí… tiene miedo.
Agustina lanzó un suspiro. Llegaron a una suntuosa galería donde la mujer del pintor fue llevada por la duquesa hasta el retrato que Teodoro había hecho de la señorita Guillaume. Al ver esto, Agustina profirió un grito.
—Yo ya sabía que no estaba en casa, pero… ¡que estuviera aquí! —dijo.
—Pequeña mía, sólo le exigí esto para ver hasta qué grado de estupidez puede llegar un hombre de talento. Tarde o temprano os lo habría devuelto, pues no esperaba el placer de ver aquí al original, delante de la copia. Mientras terminamos nuestra conversación, haré que os lo lleven a vuestro coche. Si, armada con este talismán, no os hacéis la dueña de vuestro marido durante cien años, es que no sois una mujer y mereceréis la suerte que podáis tener.
Agustina besó la mano de la duquesa, que la apretó contra su corazón y la besó con una ternura tanto más intensa cuanto que había de ser olvidada al día siguiente. Esta escena habría arruinado para siempre el candor y la pureza de una mujer menos virtuosa que Agustina, a quien los secretos revelados por la duquesa podían resultarle igualmente saludables y funestos, pues la astuta política de las altas esferas sociales le convenía tan poco a Agustina como la estrecha razón de José Lebas, o la necia moral de la señora Guillaume. ¡Extraño efecto de las posiciones falsas a que nos arrojan los menores contrasentidos cometidos en la vida! Agustina parecía entonces un pastor de los Alpes sorprendido por un alud: si vacila o se detiene a escuchar los gritos de sus compañeros, perece casi siempre. En estas grandes crisis, el corazón se rompe o se vuelve de bronce.
La señora de Sommervieux regresó a su casa presa de una agitación difícil de describir. Su conversación con la duquesa de Carigliano despertaba un torbellino de ideas contradictorias en su mente. Como las ovejas de la fábula, llenas de valor en ausencia del lobo, se arengaba a sí misma y trazaba admirables planes de conducta; concebía mil estratagemas de coquetería; hablaba incluso a su marido y hallaba, lejos de él, todos esos recursos de verdadera elocuencia que jamás abandonan a las mujeres; pero al recordar la mirada fija y clara de Teodoro, le temblaban las piernas. Cuando preguntó si el señor estaba en casa, la voz casi no salió de su garganta. Al enterarse de que no iría a comer, experimentó un sentimiento de alegría inexplicable. Semejante al delincuente que quiere ser indultado de la pena de muerte, una demora, por pequeña que fuese, le parecía una vida entera. Colocó el retrato en su habitación y esperó a su marido, entregada a todas las angustias de la esperanza. Presentía demasiado bien que aquella tentativa iba a decidir su porvenir para no estremecerse ante cualquier clase de ruido, incluso ante el murmullo de su reloj de pared, que parecía hacer más pesados sus terrores al medirlos. Trató de burlar el tiempo con mil artimañas. Procuró arreglarse de un modo que se pareciera lo más posible a la imagen del retrato. Luego, conociendo el carácter inquieto de su marido, hizo alumbrar su saloncito de un modo inusitado, segura de que, cuando llegase, la curiosidad lo llevaría enseguida hacia ella. Dieron las doce de la noche y se abrió la puerta del hotel. El coche del pintor cruzó el pavimento del patio silencioso.
—¿Qué significa esta iluminación? —preguntó Teodoro con voz alegre, al entrar en el aposento de su esposa.
Agustina aprovechó con habilidad un momento tan favorable; arrojose al cuello de su marido y le mostró el cuadro. El artista permaneció inmóvil como una roca y sus ojos se dirigieron, asombrados, hacia Agustina y el vestido y el peinado que llevaba, que constituían una acusación. La tímida esposa, medio muerta, que espiaba aquella frente cambiante, la frente terrible de su marido, vio cómo iban amontonándose gradualmente en ella arrugas expresivas, a modo de nubarrones; luego creyó sentir que la sangre se le helaba en sus venas cuando, con mirada centelleante y voz sorda, su marido le preguntó:
—¿Dónde habéis encontrado ese cuadro?
—La duquesa de Carigliano me lo ha devuelto.
—¿Se lo habéis pedido?
—No sabía que estuviese en su casa.
La dulzura o más bien la melodía encantadora de la voz de aquel ángel habría sido capaz de enternecer las entrañas de un caníbal, pero no las de un artista torturado por la vanidad herida.
—Eso es digno de ella —clamó el pintor con voz de trueno—. Me vengaré —dijo paseándose a grandes zancadas—. Morirá de vergüenza cuando la pinte en figura de Mesalina, saliendo de noche del palacio de Claudio.
—¡Teodoro!… —clamó una voz moribunda.
—La mataré.
—¡Querido mío!
—Ama a ese coronelillo de caballería porque monta bien a caballo…
—¡Teodoro!
—¡Bah, dejadme! —dijo el pintor a su mujer con una voz que parecía un rugido.
Resultaría odioso describir toda esta escena, al término de la cual la embriaguez de la cólera sugirió al artista palabras y actos que una mujer menos joven que Agustina habría atribuido a la demencia.
Hacia las ocho de la mañana del día siguiente, la señora Guillaume sorprendió a su hija pálida, con los ojos enrojecidos, el peinado en desorden y un pañuelo empapado de lágrimas en la mano, contemplando sobre el entarimado del suelo los fragmentos esparcidos de una tela desgarrada y los trozos de un gran marco dorado hecho pedazos. Agustina, a quien el dolor había vuelto casi insensible, señaló aquellos restos con un gesto lleno de desesperación.
—No creo que se haya perdido gran cosa —exclamó la antigua regente de “El gato que juega a la pelota”—. Se te parecía, es verdad; pero me he enterado de que en el bulevar hay un hombre que hace retratos muy lindos por cincuenta escudos.
—¡Oh, mamá!
—¡Pobre hija mía, tienes mucha razón! —repuso la señora Guillaume, que no interpretó bien la mirada que le lanzó su hija—. Vamos, hijita, nunca ama nadie tanto como una madre. Pequeña, lo adivino todo; pero ven a confiarme a mí todas tus penas y yo te consolaré. ¿No te había dicho que ese hombre era un loco? Tu doncella me ha contado unas cosas… ¡Es un verdadero monstruo!
Agustina puso un dedo sobre sus labios lívidos, como para implorar de su madre un instante de silencio. Durante aquella terrible noche la desgracia le había hecho encontrar esa paciente resignación que, en las madres y en las mujeres amantes, sobrepasa por sus efectos la energía humana y revela, quizás, en el corazón de las mujeres la existencia de ciertas cuerdas que Dios ha rehusado al hombre.
* * *
Una inscripción grabada sobre una lápida del cementerio de Montmartre indica que la señora de Sommervieux murió a la edad de veintisiete años. En las simples líneas de ese epitafio un amigo de aquella tímida criatura sabe leer la última escena de un drama. Cada año, al llegar la fecha solemne del 2 de noviembre y pasar por delante de aquella lápida de mármol, se pregunta si no harán falta mujeres más fuertes que Agustina para resistir los abrazos del genio.
Las flores humildes y modestas que se abren en el fondo de los valles —se dice entonces— acaso mueran cuando son trasplantadas demasiado cerca de los cielos, a las regiones donde se forjan las tempestades y donde el sol es ardiente.
Maffliers, octubre de 1829.