Treinta y cinco

No sé cuándo se fue el tiempo. No sé cuándo dejé de sentir hambre o cuándo el hambre, de tan grande, se convirtió en una sensación imposible de definir. No sé cuándo empezaron los gemidos y los pasos arrastrados tan cerca. Sé, de todos modos, que ocurrió antes de que vos te me aparecieras para recordarme lo que soy, lo que fuimos.

Tu presencia me duele.

Un ser humano puede estar hasta sesenta días sin comer mientras tenga qué tomar. Yo tengo la cantimplora de Kadijevich. La dejó en la cocina, habrá que ver si por lástima o simplemente por descuido. Le queda muy poca agua. Bebo sorbos cortos, uno cada ocho o nueve horas, apenas la lengua empieza a sentirse como una tira de cuero áspero. Es una estrategia de supervivencia que no tiene sentido. Si el montaje de Kadijevich triunfa, si instala la idea de la Pompeya babilónica del Lele como ejemplo de un gobierno podrido, si los Puros toman el poder, nadie va a saber que todavía hay alguien vivo en la guarnición Buenos Aires. Si Kadijevich fracasa, la principal preocupación en Gallegos será purgar los focos golpistas de las Fuerzas Armadas y yo, en el mejor de los casos, seré recordado como una víctima más, acaso como un héroe, algo que de ninguna manera me sirve de consuelo.

Mi destino, querida, es la muerte inexorable, y aun así no me animo a ser drástico. Podría vaciar en la pileta la cantimplora de Kadijevich y mi sobrevida se reduciría a un puñado de horas. Podría ahorcarme con una sábana o cortarme las venas o tirarme en palomita desde la terraza hacia los bichos que pululan en la calle, pero yo también le tengo miedo al dolor.

En algún resquicio de esta muerte larga resiste la estafa del milagro, la ilusión de que los Granaderos entrarán a degüello por las puertas abiertas del barrio para rescatar al único que sabe la verdad. Me ha permitido, además, reencontrarme con vos, aunque sea de esta manera.

Ellos no hacen nada. Van y vienen como gente desorientada. Ronronean bajito. Cuando me escuchan gritar, se alteran, el gemido se vuelve un rugido animal y empiezan a golpear la puerta y las ventanas. Pero no tienen fuerza para tirarlas abajo y, apenas me callo, se calman y se alejan. Están tan débiles como yo. Ellos también se desgastan en una muerte interminable. Durante los primeros días solía subir a la terraza a verlos: me intrigaba saber si conservaban algo de nosotros, algún sentimiento por debajo del instinto puro. Ya no.

Una vez me llamó la atención una mujer: se quedó varias horas de pie con la nariz pegada a la puerta tapiada de la casa de enfrente. Le faltaba un brazo, el pelo se le había reducido a unos mechones secos de color rubio y, como todos los demás bichos, tenía la piel cenicienta cubierta en parte por una corteza de suciedad y sangre seca. Vestía ropa hecha jirones. ¿Qué hacía frente a esa puerta, inmóvil? ¿Conocía esa casa? ¿Le traía algún recuerdo? Quizá sólo percibiera la presencia de un animal muerto del otro lado, pero yo prefería pensar que había identificado un lugar, un instante, un afecto, y que en ella todavía palpitaba un último foco de humanidad. En un momento, retrocedió dos pasos, otro bicho la chocó y, como si ese toque la hubiera despertado, se echó a andar siguiendo a la manada. Me pregunto si yo voy a ser uno de ellos. Si en esas rondas interminables en la búsqueda de comida, al pasar por acá, podré reconocer esta casa y me llegarán, como ensoñaciones vagas, los recuerdos de tu cuerpo amado, de los días felices. Porque ahora no me viene nada de eso. Sólo imágenes cargadas de rencor, reproches que debo soltar porque duelen más que el hambre y que la sed. Y lo que más viene es el último momento en Palermo Aike.

Yo leo la novela de la madre y de su hijo bobo desnudos en un baño. Vos a mi lado. Te levantás de golpe, me decís que te vas a caminar o a nadar. Dejás el libro que estabas leyendo en el asiento de la reposera. Es una novela de Amélie Nothomb en francés. Me has dicho que querés practicar el idioma pensando en Rennes. El viento entreabre las páginas. Dentro, a modo de señalador, hay algo que parece una postal. Lo saco. Es una foto, la polaroid de una copa de champagne con el borde manchado de rouge. En el reverso, escrita a mano con una caligrafía redonda y pequeña, lo que parece la cita de un verso: “Me miro, transformada, con la forma de un sueño”. Siento la congoja de un nene despreciado. Guardo la foto en el libro. Dejo el libro en la reposera. Me encierro en mi lectura, donde hay una mujer desnuda, una ducha abierta, un hijo bobo erecto, un hombre que entra, que los sorprende, la fatalidad que hace su juego emboscada en la puerta que se abre de golpe. Escucho un grito. Mi nombre en un grito. Una tensión que va más allá del esfuerzo de la voz. Una voz conocida. Tu voz. Y lo que recuerdo ahora, diferente a lo que recordé antes, es que sí pude levantar la vista de la lectura, que te vi, que vi tu brazo agitándose con desesperación, que vi tu cabeza (ese punto negro en el agua plateada) que luchaba por permanecer en la superficie, que te vi desaparecer y aparecer, desaparecer y aparecer, hasta que todo fue silencio y quietud.

La película del pasado es peor que este presente inmóvil. El sol de noche se va a apagar dentro de poco y no estoy seguro de que la oscuridad mejore las cosas. Tal vez deba levantarme de la silla, caminar hasta la puerta y abrir.