Veinticinco
Si Lazbal lo pensó de verdad y no fue un apriete, se equivocó fiero. Yo no lo habría hecho así. Primero y principal, porque hubiera necesitado dos atributos que no tengo: la sangre caliente de los hombres con amor propio y los reflejos asesinos de un tiburón. Pero yo soy un pelotudo, esa es la coartada que me aleja de toda sospecha y la que, al mismo tiempo que me salva, me humilla, me hunde todavía más en la mierda de mi vida. Me asombra que Lazbal haya pensado alguna vez que discutimos en casa, que la maté ahí mismo, que la enterré en el fondo. Eso demuestra que nunca supo bien cómo soy yo y menos aún cómo era ella. Ahora que me siento absolutamente libre (nadie es más libre que un condenado a muerte), ahora puedo animarme a pensar cómo lo habría hecho, no como un entretenimiento para pasar las últimas horas sino como una forma de indagar en lo peor de mí, en ese deseo reprimido que ni siquiera he podido sacar en sueños.
Érica me dice lo de la Universidad de Rennes. Se va en dos meses y me deja solo como si yo fuera una mascota a la que se le tiene bastante cariño pero no el suficiente como para incluirla en su plan. La sorpresa me agarra desprevenido. Por qué en este momento, pienso, por qué justo cuando te siento más cerca que nunca, y entonces me sublevo con un tonito apenas más alto que el habitual, la frustración expresada a través de insultos de bajo calibre, como si ya me sintiera perdedor desde el vamos. Y ella que lo intuye y que me bloquea con su irremontable superioridad: no me obligues a dejarte ahora, te amo a mi modo y este es mi modo, contarte sin anestesia que te voy a abandonar en dos meses, que no voy a verte nunca más, que voy a poner la distancia de un océano para cortar definitivamente mi historia con vos, porque vos sos el bicho del que debo huir, la peste que me amenaza, vos, Jorge, tan mediocrito, tan sumiso, tan pegado a mí que me asfixiás, dos meses más, tomalo como un premio consuelo, la gracia que sí puedo concederte, no la de llevarte conmigo, que a tanto no llega mi misericordia.
Lo que dice y lo que interpreto que dice, el aguijón con el virus que se esparce dentro de mí lentamente, no hay fiebre, no hay angustia, apenas el aturdimiento que uno puede sentir ante una amenaza tan grande, tan desconocida, tan inesperada, que escapa al entendimiento y por lo tanto pierde su condición de tal. Ella se pone el bolso al hombro, nos subimos al auto, emprendo el camino hacia Palermo Aike sin palabras, sólo la música de The Killers, “A Dustland Fairytale” a todo volumen, ella imperturbable, “Runaway”, y el diálogo, que no sé si existió o si lo inventé, por qué Rennes, no te lastimes, Jorge, yo no valgo tanto. El punto de quiebre. No por la respuesta, sino por la evolución del virus, que a esa altura ya se multiplicó por un millón en mi sangre y me contamina con un odio nuevo. No bajo en la primera entrada. Sigo. Ella me pregunta a dónde vamos. A un lugar mejor.
Sigo.
Sigo.
Sigo hasta alejarme lo suficiente, hasta que el desierto se vuelve un desierto absoluto, hasta que siento que ya está bien, que es hora de parar, el termostato del odio indica el punto justo, y salgo del camino y manejo a los tumbos por ese pedregal horrendo y busco un lugar donde detenerme, acá, digo, acá vamos a estar tranquilos, y ella, que no concede nada, tampoco concede la sorpresa o el desagrado, y baja conmigo, y sacamos del baúl las dos sillitas, y las armamos, y nos sentamos a leer ante el milagro del aire tibio y la brisa suave y el río a unos pasos, la medianía excepcional de un clima que nos ha acostumbrado a las peores furias pero que ahora nos regala una tregua maravillosa. Yo me levanto con una excusa cualquiera, abro de nuevo el baúl, saco el matafuegos, la sorprendo por la espalda, ella con el cuello desnudo por el pelo recogido en un rodete en la nuca, apenas inclinada en la lectura, absorta, indefensa, un cisne inocente, y le pego hasta destrozarle el cráneo y que los sesos de su inteligencia me manchen las manos y la ropa, y lo que sigue ya no importa, porque no habrá cadáver enterrado ni limpieza de rastros ni la invención de coartadas para ganarle el juego del gato y el ratón a la Policía. No lo habrá porque lo único importante ya está hecho. He matado al fuego.