Treinta

Puedo imaginarlo. Sale de mi casa corriendo. Arenga con puteadas a los soldados que lo siguen. ¿Cuántos serán? ¿Quince, veinte? ¿Cómo los habrá convencido? Seguramente les prometió ascensos, plata, gloria, y ellos, imbéciles, le creyeron. Pide un arma que no sabe usar. Avanza al frente de un batallón de desahuciados por las tinieblas de Luppi hacia Unidos. No tiene un plan, estoy seguro. No es de los que pierden el tiempo ante una mesa de arena marcando con fichas de colores las posiciones enemigas y diseñando tácticas de ataque. Lo imagino, quiero imaginarlo, apostando ciegamente a la sorpresa, a la prepotencia de la acción furiosa, el pecho abierto que se ofrece a la victoria y a la muerte. Se arriesga a que la moneda que acaba de lanzar al aire, con su cara o cruz, determine el destino de su módica epopeya. Los refucilos neuroeléctricos que lo protegen del pesimismo también lo habrán persuadido de una mentira: que copar el club va ser tan fácil como encañonar a los miliquitos que están de guardia. Confía en Uzín, en lo que él significa para todos ahí adentro. El Lele al frente pero Uzín, como un ángel exterminador, a su diestra, y los miliquitos van a pensar: si el teniente modelo está del otro lado, en qué lado estoy yo; si él fue capaz de matar a su propio hijo, qué hará conmigo, cuánto tardará en sacarme los ojos con una espátula. Y el Lele debe de creer que ese segundo de duda, de culo cerrado por un miedo súbito, va a ser la llave que le abrirá la puerta a la victoria.

Lo imagino correr, tenso y feliz. La ansiedad, como un redoblante en ese pecho que se le pudre por dentro. El último aliento vital que se abre paso entre gargajos. No ve la hora de lanzarse por los pasillos de Unidos, de sorprender a Kadijevich con la guardia baja, de apoyar la boca del arma que no sabe usar en su frente y de decirle que lo va a juzgar por traición a la Patria, y que el veredicto no será otro que culpable, y el castigo, la muerte por fusilamiento. No ve la hora de que llegue el instante sublime de poner contra el paredón al jefe de los Puros, o los Putos, porque los va a llamar Putos una y otra vez para humillarlos, y acaso decida sumarse a la línea de verdugos aunque nunca haya tirado, aunque sospeche que su bala difícilmente haga blanco en la carne del enemigo derrotado, pero es tanto el odio que siente que hasta debe de pensar que la tos que lo retuerce como una descarga eléctrica es producto de la mala sangre y no de la mala vida.

Corre con la decisión de un loco, con la alegría de un chico, con la convicción de un caballo con anteojeras. Por eso tarda en darse cuenta. Un helicóptero. Un foco que los ilumina. El Lele y sus hombres al descubierto en la cortada de Luppi, en esa confluencia de callecitas que forma un pequeño campo abierto sin lugar donde guarecerse. El tableteo de una ametralladora pesada. Y de otra. Y de otra. Y de otra. El barrio desierto se anima a su alrededor. Pac, pac, pac, pac, pac. La muerte como una lluvia de plomo bajo la noche clara de primavera.

Quiero imaginarlo heroico, respondiendo al fuego con fuego. Los suyos que se desploman en una coreografía aletargada, la sangre de los demás que manchan sus mocasines de funcionario, el Lele Figueroa como el más duro de todos, más bravo que Uzín y que ninguno, inmortal como el sargento bueno de Pelotón, el que nunca termina de caer, el que se sacude con espasmos lentos pero resiste, el que dispara como puede y hacia donde puede, porque ya no se trata de matar ni de vencer, sino de demostrarles que lo sostiene un coraje inaudito, que le cuelgan unos huevos tan grandes que para liquidarlo van a tener que tirar una bomba atómica.

Quiero imaginarlo con una sonrisa en la cara, ilusionado con el bronce, satisfecho porque entiende que de alguna manera ha ganado, mientras en sus oídos el adagio para cuerdas de Barber se impone al sonido fiero de la metralla.

Quiero imaginarlo poderoso y digno, como se soñaba, como nunca fue, como ojalá lo recuerden, el más puro de los impuros.