Treinta y uno

Una vez la cagué con una mina. No hablo de las tres o cuatro putas callejeras con las que intenté consolarme sin resultado cuando ella me metía en el freezer. Hablo de Nancy, la diseñadora, en la fiesta de despedida que me hicieron los compañeros del diario. Fuimos a un barcito feo de Almagro. Sonaba la música que Érica detestaba, cumbia, cuarteto, el pop divertido de los Decadentes. Circulaba cerveza berreta, ni Quilmes era, y unas ganas desproporcionadas de emborracharnos y joder. Todo era sobreactuado, no sé por qué. Seguramente por el alcohol y el cambio de escenario. Estábamos mezclados con dos despedidas de soltero y el cumpleaños de cincuenta de una mujer flaquita, de sonrisa nerviosa, que parecía acobardada por cuatro o cinco orangutanes que la habían tomado de punto y bailaban pegados a ella como strippers. Yo, borracho, me sentía el rey de la noche: hacía chistes a los gritos, armaba y desarmaba el trencito del carnaval carioca, en fin, actitudes que hubieran avergonzado a Érica. Luego de un remolino quedé en el medio de la pista bailando con Nancy. Ella acababa de salir de un matrimonio complicado —el marido la golpeaba, creo— y los esplendores de la primera juventud se le habían ido, aunque conservaba el culo mítico con el que los hombres de la redacción seguían fantaseando. Vos me debés algo, me dijo, poniéndose en puntas de pie para hablarme al oído. Yo supe enseguida a qué se refería pero preferí hacerme el boludo. Nunca fuimos a festejar tu ingreso al diario, siguió. ¿Y entonces? Festejemos tu despedida. Alguien la empujó y ella aprovechó el envión para tirarse encima de mí y acariciarme la pija por arriba del pantalón. Sentí una calentura brutal e instantánea. Actué sin pensar. La agarré de una muñeca y la llevé afuera casi a la rastra. La besé con hambre. Teníamos un aliento espantoso a cerveza y a empanada, pero también una cuenta por saldar en ese duelo de lenguas ansiosas. Adónde vamos, me preguntó cuando nos separamos para respirar. Esperá, le dije, entré al bar y me acerqué a la barra. Le pregunté a la chica que atendía por un telo que no estuviera muy lejos. Pensaba que cuanto más tiempo tardara en concretar, más chances había de que el remordimiento me aplacara. Valentín Gómez y Billinghurst, contestó la chica, a dos cuadras de acá. Salí, volví a agarrarla de una muñeca y fuimos al hotel con pasos atropellados.

Tendrías que haber visto lo bien que estuve, querida. Le hice el culo al culo más deseado y me sentí un campeón. Pensé en vos en cada embestida, ya no con miedo sino con odio, puedo, puedo, turra, puedo, y respiré una extraña sensación de libertad. Te cagué al pensar eso y no al cogérmela, al sentir que soltaba lastre y me elevaba como un globo sobre vos, el Everest con mi banderita mustia flameando en la cumbre. Fue una única y maravillosa vez. No lo intenté nunca más porque no me animé a fracasar y porque estar sobrio y a tu lado me retuvo con su inercia fatal.