Nueve
Un soldado me trajo ropa: una camiseta blanca y un equipo de gimnasia gris de los que usaban las tropas para entrenar. Pero se olvidó las medias, los calzoncillos y las zapatillas. El Lele se enojó.
—¿Vos te creés que un funcionario de gobierno va a salir en patas y con los huevos bailando como un indio?
—Señor, es lo que me dieron.
—¿Y vos no preguntás? ¿Si te hubieran dado una pollerita escocesa la habrías traído igual? Entonces andá y deciles que te den lo que falta porque, si no, mañana los meto a todos en un helicóptero y adiós dólares. Mirá que en Gallegos hacen cola para venir acá.
El soldado se fue como una mucama que acaba de romper la vajilla. El Lele, que se había puesto de pie para actuar su rigor, se derrumbó de nuevo. Le devolví la campera y al toque la tiró sobre la camilla con fastidio.
—¿Y ahora? —le pregunté mientras me cambiaba.
—No sé.
—¿Qué dice el protocolo?
—¿Me estás cargando? ¿De qué protocolo me hablás?
—¿No previeron un crimen acá dentro?
—Somos cien pelotudos, la mitad milicos, apretados entre tres paredones y rodeados de bichos. ¿A quién carajo se le va a ocurrir que alguien se pueda mandar una macana?
Ya vestido, aparté un poco la campera del Lele y me senté en la camilla para que el frío del piso no me subiera por los pies desnudos.
—Soy inocente. Vos me conocés. Sería incapaz de algo así —él no me miraba, ni siquiera parecía escuchar mi alegato de frases hechas—. Pensá, Lele: si la hubiera atacado, Mónica habría intentado defenderse. Yo tendría marcas o rasguños en el cuerpo y ella, rastros de mi piel bajo las uñas. Un ADN y listo. Además, en la autopsia va a saltar de qué tipo eran las heridas.
—Acá hay ocho médicos, Jorge. Cuatro infectólogos, dos clínicos, dos cirujanos. Ninguno es forense. Lo único que pueden determinar con precisión es la presencia o no del virus. Con lo demás, se arriman y hasta ahí.
—Mandá el cuerpo a Gallegos, entonces.
El Lele se rio, canchero. Manoteó la campera y sacó la petaca. La sacudió como si fuera un sonajero.
—¿Escuchás? ¿Escuchás? —se paró, me acercó la botellita de plata a la cara, la agitó de nuevo—. ¿Escuchás o no escuchás? ¿Cuánto whisky puede haber adentro? ¿Para una medida, una medida y media? No mucho más, creo yo. ¿A vos te queda algo del Johnnie que te di la última vez?
—¿De qué carajo me hablás?
Me agarró de la ropa y me tiró hacia él.
—¡Te queda algo del Johnnie, sí o no! —gritó, y su aliento a resaca me golpeó de lleno.
—No.
Me soltó suavemente. Se sentó en la camilla a mi lado. Acomodó la campera sobre sus piernas y abrió la petaca con lentitud ritual. Me codeó y me ofreció un trago. Le dije que no. Entonces tomó él.
—Chau, c’est fini —dijo—. Ahora sí vamos a cumplir con la ley seca. Ya no queda ni una puta gota de whisky en este puto lugar. ¿Y sabés por qué, Jorgito? Porque hace dos meses que los putos de Gallegos no nos mandan nada, ni por derecha ni por izquierda. Y cuando digo nada es nada: ni comida ni combustible ni municiones. ¿Por qué te creés que ya no se escuchan los putos helicópteros? ¿Por qué te creés que ya no se escucha ni un puto balazo? ¿Por qué te creés que prendemos los putos generadores cada vez menos?
Tiró la petaca contra la pared de enfrente y el golpe hizo saltar un pedazo de revoque. Se bajó de la camilla sin reparar en que tenía la campera sobre las piernas y se le cayó al suelo. Agarró primero la petaca, después la campera y puso las dos cosas sobre la silla. Se quedó de pie frente a mí, los ojos hundidos en unos pozos violetas. La energía parecía habérsele evaporado con ese estallido de furia.
—Llamo y me atiende algún gil, que es peor que no me atiendan. Me dicen que en cualquier momento mandan un barco, que no me desespere, que allá las cosas también están complicadas, que redujeron el presupuesto y no sé qué pelotudeces más. Antes de ayer pedí hablar con Schamberger. Me hizo esperar un rato pero el muy sorete me atendió como si fuéramos grandes amigos. Qué cuenta el primer adelantado, me gastó. Y yo le dije que acá las cosas se estaban poniendo bravas, que en cualquier momento nos quedábamos sin comida y que no me hacía responsable de lo que pudiera pasar con cien tipos encerrados con la panza vacía en un dedal lleno de armas de guerra. ¿Sabés qué me contestó, Jorgito? Esto no es Disneylandia. ¡Mirá si será turro! Después, como quien no quiere la cosa, tiró que había un barco en camino. No fue concreto: tengo entendido, dijo, como si se tratara de una información menor para alguien de su rango y de la que se había enterado por casualidad, de oídas. Le pedí precisiones pero me sacó de encima rápido con la excusa de que estaba entrando a una reunión de gabinete. Ahora lo tengo más claro que nunca: me está poniendo los huevos en una morsa para amansarme. Espera que me caliente, que renuncie, que me equivoque, y eso se explica únicamente si ya empezaron los planes de expansión. Me quiere sacar de la cancha para que sea un pollo de él, o él mismo, el que se lleve la gloria. Y vos pretendés que yo gaste lo poco de combustible que tenemos para mandarles un cadáver y salvarte…
Lo interrumpió Uzín, que entró sin golpear. Kadijevich había delegado las tareas operativas en él, un teniente modelo en todos los aspectos: formación, eficiencia, pulcritud. Su historia se contaba en voz baja como ejemplo de desgracia y abnegación. Había visto cómo se comían a su mujer y cómo su hijo de cinco años escapaba del ataque de una horda con una mordida leve en la mano izquierda. Abrazó al nene, lo consoló, le curó la herida con un desinfectante, esperó que se durmiera y lo ejecutó de un balazo en la cabeza. Ni siquiera esperó a que le aparecieran los primeros síntomas de transformación. Actuó según el protocolo, antes, incluso, de que el protocolo hubiera sido escrito.
Uzín tenía una bolsa de nylon en la mano. Me la dio. Adentro había un par de zapatillas, un slip y las medias.
—Le pido perdón, a veces mis hombres no piensan —me dijo.
—No se preocupe —respondí.
Me puse las medias y las zapatillas pero dejé el slip dentro de la bolsa, arriba de la camilla, como olvidado. No tenía ganas de desnudarme de nuevo.
—Usted dirá —dijo Uzín dirigiéndose al Lele, como si continuara un diálogo empezado mucho antes.
—Que el señor vuelva a su casa —y me señaló con un cabeceo—. Por lo otro, hagamos como con Promanzio.
—No es lo mismo.
—Ya sé, ya sé —se fastidió el Lele—. El concepto, digo.
—No se me ocurre cómo justificar la salida de una empleada de Mantenimiento a la zona insegura en plena noche.
—Entonces ponga en el informe que la atacó una rata gigante que se metió por las cloacas. O un jabalí.
—Butkus —dije, y el Lele y Uzín giraron hacia mí sorprendidos, como si jamás hubieran esperado que yo interviniera—. Butkus. El rottweiler de la guardia de la Puerta Este.
Me refería a un perro que los soldados habían encontrado afuera de cachorro y al que habían entrenado para descabezar bichos. Era la única mascota de la guarnición, una bestia pesada, nerviosa, de lomo ancho y negro, con manchas marrones en la trompa y en las patas. Al Lele se le iluminó la cara.
—Perfecto, mejor imposible —dijo—. ¿Los soldados que encontraron el cuerpo están aislados?
—Sí —respondió el teniente.
—Ármeles una declaración convincente, invente sanciones, ya sabe de qué se trata, y sobre todo asegure el silencio, vaya, vaya, que no nos sobra el tiempo.
Uzín asintió con la cabeza y se fue. El Lele se puso la campera y guardó la petaca en el bolsillo interior. Sacó el último cigarrillo que quedaba en un atado y lo acomodó sobre la palma de la mano derecha, el filtro apuntando hacia afuera. Subió y bajó la mano varias veces, con lentitud, como si sopesara el cilindro de tabaco, y de pronto lo lanzó hacia arriba, alto, y lo atajó con la boca en la posición perfecta para ser fumado. Tosió una risa corta con el cigarrillo bien apretado entre los labios. Me hizo una seña para que saliéramos. No nos cruzamos con nadie. Los médicos y las enfermeras debían de estar encerrados en alguna oficina tomando mate, hartos de que el tiempo se les fuera en diseccionar criaturas y curar resfríos. La novedad de la chica muerta quizá les durara una pava, y a la segunda volverían, como siempre, como todos, a soñar con el regreso, con lo que harían con la plata que les dejaría haber sobrevivido a Pompeya.
El soldado que estaba en la caseta de guardia de la entrada ni siquiera nos saludó.
—¿Te acordás de Promanzio?
El Lele habló después de prender el cigarrillo y dar dos o tres pitadas. Bajábamos hacia la avenida Sáenz bajo un sol que hacía menos tenebroso el silencio del barrio. Serían ya las nueve de la mañana. Le contesté que sí, que me acordaba de Promanzio, el mártir de la Pompeya refundada. Lo habían mordido durante un patrullaje nocturno en la zona insegura. Sus propios compañeros lo mataron antes de que se transformara. Fue velado con honores de héroe.
—Promanzio era un pelotudo —siguió—. Los seis o siete que lo acompañaban también, sobre todo uno que se llamaba Isamat, su mejor amigo. Estaban de guardia en el muro. Inventaron una especie de ruleta rusa que se jugaba por parejas. Apostaban fuerte. Uno bajaba al otro lado y esperaba a que un bicho lo atacara. No podía gritar ni correr ni nada, sólo quedarse quieto y aguantar el mayor tiempo posible. Otro, su socio, le reventaba al bicho de un balazo desde arriba recién cuando lo tenía encima.
—¿Quiénes ganaban?
—Los que dejaban acercar más al bicho. Parece que Isamat era un francotirador de la puta madre y entonces bajaba Promanzio. Ganaron un par de rondas, hasta que en una la tenían jodida y se la jugaron. Isamat recién disparó cuando Promanzio ya estaba en el piso, sosteniendo como podía al bicho que le babeaba en la cara. El balazo perforó la cabeza del bicho y se incrustó en la frente de Promanzio. Acá, justito acá —y se señaló un centímetro arriba del entrecejo—. Recién habíamos llegado y no nos convenía un escándalo. Así que montamos la farsa del patrullaje y la baja en combate.
—Hagamos las cosas por derecha, Lele —lo agarré de un brazo y lo frené; ya estábamos en Sáenz, a metros de la esquina donde había funcionado La Tropical, la única pizzería del barrio que le gustaba a Érica—. Mirá si el personal civil se rebela.
—La idea del rottweiler fue tuya y ahora te echás atrás…
—No quiero ser cómplice de algo sucio.
—A ver si entendés: hacer las cosas por derecha implicaría meterte en cana porque sos el último que vio con vida a la piba y el primero que la vio muerta. Implicaría llamar a Schamberger y decirle que hubo un crimen y que el principal sospechoso es mi amigo, justamente al que metí en esta misión gambeteando todos los controles.
Se sacó el pucho de la boca y lo tiró al aire con bronca. Creo que quiso embocarlo arriba del tinglado de chapa podrida de la pizzería, pero falló.
—No voy a darles mi cabeza en bandeja. Ni en pedo, Jorge. Al menos no tan pronto ni tan fácil.