Dieciocho
La tormenta volvió como si ya no fuera a irse nunca más. De las alcantarillas empezó a brotar un agua parda y espesa que inundaba las calles y formaba remolinos en las esquinas. Cómo voy a hacer para llegar a casa, me pregunté. Cenábamos un guiso carcelario y un pedazo de pan. No nos dieron jugo. Tuvimos que conformarnos con dos vasos de agua del dispenser. Dos por persona era la orden. La gente comía en silencio. Podía percibirse claramente un malestar: el aire de estudiantina en viaje de egresados que se respiraba durante los primeros meses había desaparecido. Demasiado tiempo bajo la presión del encierro y ahora, para colmo, el racionamiento y la muerte de Mónica cuando la zanahoria de los dólares todavía seguía lejos.
Alguien, que llegó empapado, comentó que la avenida Sáenz era un río. Nadie le llevó el apunte salvo el Lele, que comía frente a mí y se levantó a mirar a través de una ventana empañada. Volvió decepcionado.
—No se ve una mierda —dijo.
La recorrida por la muralla lo había dejado mal. Kadijevich tenía razón. Los alrededores de Pompeya estaban infestados de criaturas. Nunca, desde las primeras horas de la reconquista, se habían juntado tantas. El problema real no son los bichos —dijo el Lele—, ni aunque quisieran podrían forzar las puertas blindadas, el problema es otro, otro, pero no terminaba de decir cuál y yo empezaba a sospechar que no se refería a las maquinaciones en su contra que imaginaba urdiéndose en Gallegos.
Anunciaron por altavoz que en media hora cortarían las luces. Los que aún quedaban en el comedor se levantaron con pesadez y se fueron hacia las habitaciones. El Lele ofreció que me quedara a dormir con él.
—A no ser que quieras volver nadando a tu casa.
—Yo no te duermo en el piso. Estoy grande y la cintura cruje: lumbago, el nervio ciático, cosas de viejo.
—Mirá que tengo un colchón extra para las visitas.
—¿Te parezco ese tipo de visitas, Lele? Sé que puedo ser irresistible, pero para tanto…
—Antes me la corto y se la tiro a los bichos —y se rio cortito.
La escena, de haberla visto desde afuera, me habría parecido patética: estábamos cercados por las criaturas y por el agua, no teníamos para comer más que un menjunje desabrido y escaso, habíamos culpado a un perro del asesinato de una mujer —no cualquier mujer, la mía, lo que hablaba peor de mí que del Lele—, y sin embargo jugábamos a la picaresca de cafetín, frescos, indolentes. Nuestros tálamos debían de estar funcionando a pleno.
Un muchacho se puso a montar las sillas sobre las mesas mientras otro se apuraba a pasarle un trapo al piso con movimientos automatizados. Detrás del mostrador, dos chicas lavaban los platos dejados por los comensales. Yo agarré los nuestros y se los llevé. No me miraron, no me dijeron gracias ni buenas noches. Estaban, o fingieron estar, muy concentradas en la tarea.
El Lele, solitario entre mesas erizadas por las patas de las sillas, parecía el borracho triste que lo único que quiere es estirar la noche. Tenía los hombros caídos y la mirada perdida en un entretenimiento sin sentido: se había quitado el reloj de la muñeca y lo hacía girar como una ruleta. Vivir así lo estaba erosionando.
—Vamos, que no hay nada más deprimente que un restaurante a punto de cerrar —le dije.
Se abrochó el reloj parsimoniosamente en una operación que, me di cuenta enseguida, iba más allá de lo evidente y encerraba un sentido restaurador. Se puso de pie, echó los hombros hacia atrás y dijo con voz fuerte y segura: “Gracias por todo. Muy buen trabajo. Que descansen”. Los empleados del comedor le contestaron amablemente y él respiró hondo, como si el aire de esas respuestas hubiera sido un bálsamo.
Bajamos una escalera y atravesamos un corredor largo hasta llegar a su habitación. El único lujo que se había permitido eran el baño privado y el colchón de las visitas. Las luces se apagaron cuando ya estábamos acostados. Yo no podía dormir y él tampoco. Me di cuenta porque no paraba de revolverse en la cama.
—¿Estás ahí? —preguntó en algún momento de ese tiempo desierto y elástico.
—Dónde querés que esté.
—Escuchá. Un bicho encara muy ofendido a otro, que era su mejor amigo, y le dice: nunca te voy a perdonar que te hayas comido a mi mujer. Y el otro le contesta: ¿cuándo, antes o después de la peste? —se largó a reír y a toser al mismo tiempo.
—Qué pelotudo. ¿De dónde lo sacaste?
—Los inventa Pildorita Ros. Este es mortal, escuchá. Se juntan tres bichos misericordiosos. El primero dice: yo no como niños. Muy bien, muy bien. El segundo dice: yo no como niños ni ancianos. Muy bien, muy bien. El tercero dice: yo no como niños ni ancianos ni diabéticos. Los demás le preguntan sorprendidos: ¿diabéticos, por qué? Y el bicho contesta: no me gusta lo dulce.
Esta vez fueron sólo toses, estertores de pulmones pavimentados de nicotina, gargajos espesos atravesados en la garganta. Prendió una linterna y se levantó al baño a escupir. La respiración se le volvió un silbido. Le pregunté si estaba bien y me contestó que sí, pero la voz le salió estrangulada. Vamos al hospital, le dije, pero me mandó a cagar.
Volvió a la cama, se sentó, apagó la linterna. Afuera, pasos urgentes. Prendió la linterna de nuevo. Golpearon la puerta.
—¿Quién?
—Cabo Rinaldi, señor.
—Qué quiere.
—El teniente Uzín lo necesita.
—¿Qué pasó?
—Apareció un cuerpo, señor. Otro más. Otra mujer.