Veintitrés

Se agita y se retuerce sobre mí, las costillas se le pegan a la piel, los pechitos se elevan —tan diferentes son a los de ella, tan diferentes—, se muerde el labio inferior, el pelo se le derrama sobre la espalda porque no se lo ata como la otra —tan libre el pelo, tan libre Mónica, tan feliz yo en ese instante—, el sol de noche lleno de querosén y encendido al mango, su luz que ahuyenta a la noche y a los miedos, y que ahuyenta también a las mil Éricas de la pared, retratos de un monstruo conjurado por este fulgor ocre y sobre todo por Mónica, que me ha dicho antes de montarme que soy un hombre bueno, el mejor que ha conocido en su vida y que gracias a mí el encierro en Pompeya tiene otro sentido, ya no es sólo la plata y el sueño de volver a Gallegos y comprar un departamentito, también es el amor, porque te amo, Jorge, te amo, te amo.

Estamos sentados en la terraza, la botella de Johnnie en el piso, los bichos cantan su lamento desde el otro lado del Riachuelo y no me dan pena ni miedo, sus gemidos se han vuelto un sonido desprovisto de significado como la música de un gato que camina sobre el teclado de un piano. Se lo digo, sonríe y me acaricia la cara. Estoy seguro de que no me entiende o de que no le interesa pensar en esos términos, ella es simple y eso también la hace distinta, y en ese preciso momento, cuando encuentro únicamente el lado ventajoso de las diferencias, veo que se pone de pie, camina unos pasos, estira sus brazos hacia el cielo hasta que su cuerpo de gimnasta queda perfectamente recto como una vara clavada en el piso, lentamente comienza a arquearse hacia atrás hasta tocar el suelo con las palmas de las manos y formar un abanico abierto en un ángulo de ciento ochenta grados, prodigio que desarma en el acto, como si alguien le hubiera activado un resorte invisible, las piernas vuelan hasta aterrizar del otro lado, y el cuerpo recupera la posición original, la espalda derecha y los brazos en alto, y ella agradece mi aplauso con una reverencia teatral, corre, se sienta sobre mí y me besa cortito en la boca mientras el cantar de los bichos se convierte en una melodía atroz.

Estoy callado, encerrado en mí, siniestro, a veces me pasa, a veces me pasa cuando estoy con Mónica, cuando pierde en la comparación, cuando me doy cuenta de que no es igual, de que no puede ser igual, y que ser lo que es no le alcanza, que los dos somos poca cosa y en la suma no hacemos uno. Entonces me pregunta qué tengo, y no se lo digo, y ella, en vez de insistir hasta arrancarme la verdad, tal vez porque la intuye, pega el volantazo, sale de la zona de incomodidad y trata de divertirme contándome chismes de la guarnición. Me habla, entonces, de un loco que anda por estas calles desoladas consolando gente, la va de pastor evangélico, dice con sorna, vino a verme el otro día, me tomó de las manos y me miró fijo a los ojos, me pidió que abriera mi alma al arrepentimiento, Mónica lanza una carcajada, para mí que me quiere coger, dice, y suelta un nombre, un nombre absurdo, vacío, que recién ahora se vuelve revelador, ahora que resulta demasiado tarde, ahora que Mónica es un montoncito de cenizas enterradas bajo el barro.