Tres

Me desperté a las seis y veinte de la mañana con los sentimientos de la noche anterior todavía agitándose dentro de mí como en un remolino. Ella dormía un sueño comatoso, desparramada en la cama king size del hotel de Santiago. Érica era brillante y profunda, pero el que tenía problemas para dormir era yo. No sé por qué, pero se me antojaba que debía ser al revés: ella pensaba más y mejor, se conmovía con las injusticias del mundo, su obsesión era rasgar las entrañas de la sociedad para desenterrar sus verdades ocultas y dolorosas, pero esta condición de mujer comprometida no le impedía la paz del sueño, todo lo contrario. Roncaba como un borracho y tenía que programar tres alarmas simultáneas para despertarse y empezar el día.

Era demasiado temprano para bajar a desayunar y tampoco quería hacerlo solo. La miré. En los labios, dos marcas violetas. Le bastaría un poco de rouge para tapar las huellas de mi desahogo. Qué pensaría Érica. Cómo interpretaría mi calentura, los forcejeos, los tironeos de pelo, las mordidas, las puteadas, mi lloriqueo, ese cuerpo a cuerpo ciego, agónico. En qué categoría de la animalidad machista terminaría ubicándome.

Recordé una pelea. Yo todavía trabajaba en el diario. Me habían mandado a cubrir la desaparición de una adolescente de San Francisco Solano. La chica se llamaba Andrea, tenía 15 años. Supe, por fotos, que era bonita. Tres pibes confesaron ante la Policía que habían estado con ella en una fiesta sexual, que no la habían obligado a nada, que se había ido bien pero algo borracha porque había tomado mucha cerveza y vino cortado con jugo de naranja. Dos o tres testigos aseguraban haberla visto, a las seis de la mañana, esperando el colectivo en una parada de la estación de trenes. Pero Andrea no aparecía y el caso era un enorme signo de interrogación.

Estuve cuatro horas caminando el barrio pobre de la chica, ensuciándome con la tierra de las calles y alejando a patadas a los perros guachos que me tiraban tarascones a los tobillos. Hablé con familiares, amigas, amigos, vecinos, gente a la que le costaba sostener una conversación conmigo, no porque no pudiera sino por desconfianza, que me miraba sin llegar a discernir si yo —por mi forma de hablar, por mi aspecto, por mis preguntas— era un aliado al que dar ayuda o un enemigo a destruir. Tuve la sensación, ahí, en San Francisco Solano, de que estaba transitando el campo de batalla de una guerra no declarada, tan silenciosa como brutal. Llené los agujeros de la historia con información hasta entonces desconocida: un padre ausente, una madre mayor y cansada, a la mierda la escuela, la tentación de la noche en boliches de clima pesado. Sentí que había hecho un buen trabajo. Ameijenda, mi jefe, quedó tan conforme que puso una llamada en tapa.

Érica se levantó tarde ese jueves y, mientras tomaba mate, empezó a leer el artículo que yo había escrito.

—No puedo creer esto —dijo.

—¿Esto qué?

—Tu nota. ¿Cómo pudiste escribir una cosa así? ¡Estás justificando una aberración!

—Yo no justifico nada, Érica.

—Una vida a la deriva, ponés. Eso y decir que merece que la hayan cogido en patota y la hayan desaparecido es lo mismo.

—Pará, pará, dejame ver.

Quise arrebatarle el diario y ella lo retuvo, creo que por instinto. La hoja se desgarró sin llegar a romperse del todo.

—Dámelo, por favor —le pedí.

Érica accedió y, mientras me ponía a leer lo que yo mismo había escrito unas horas antes, se levantó y fue hasta el cuarto.

—No, no, lo que yo quiero decir es que la piba no tenía contención alguna —la seguí—. El padre la había abandonado, la madre tampoco le prestaba demasiada atención, no estudiaba, no trabajaba…

—¿Y? ¿Qué tiene que ver eso, eh? —se quitó la remera larga que usaba para dormir y, desnuda, empezó a descolgar ropa de las perchas del placard—. A la deriva. Un barco a la deriva se hunde. Andrea iba a la deriva, la cogieron y desapareció. Uno más uno es dos. El “algo habrán hecho” de los milicos.

—Eso es lo que leés vos, no lo que escribí yo. Me conocés bien. ¿A vos te parece que puedo justificar algo así?

—¿Cómo querés que lo interprete? —se sentó en la cama para ponerse un jean—. Andrea, la pendeja fácil, la que no tiene otra aspiración que bailar arriba de los bafles con la panza al aire. Si alguien la agarra, la viola, la mata, se lo buscó, murió en su ley —se paró para terminar de subirse el pantalón y abrochárselo—. Todo eso en la oración “una vida a la deriva”.

—No, no, pará, le estás dando otro sentido.

—Ni ahí —hizo una pausa para ponerse el corpiño; aun en ese movimiento automático podía llegar a ser terriblemente sensual—. Es el ideario machista que te surge solo, Jorge. Andrea, putita de 15 años que va a mover el culo al boliche y termina como termina.

—Periodismo, Érica, es eso nomás. Me pasé el día entero en un barrio de mierda, hablé con diez, veinte personas, me contaron cosas que ni te imaginás.

—¿Y qué aporta que vos digas que abandonó el colegio? —se terminó de vestir con una remera blanca; yo solía decirle que así, de remera blanca y jean, estaba más linda que cuando se vestía de profesora—. ¿Qué aporta a la verdad del caso, pensalo bien, que iba a bailar viernes, sábado y domingo y siempre encontraba una manera de no pagar la entrada?

—No sé. Me lo dijeron sus amigas, su hermano. Yo no inventé nada. Es el perfil del protagonista de una noticia. Si lo hace Gay Talese con Frank Sinatra es un genio.

—Hay diferencias, Jorge —dijo, al tiempo que se metía en el baño a arreglarse el pelo. La seguí y me apoyé en el marco de la puerta.

—No hace falta que me recuerdes que no soy Talese.

—Me refiero a la piba y no a vos —se puso una horquilla en la boca y empezó a hacerse un rodete.

—Entendeme, Érica. Volví a las ocho a la redacción, cansado, Ameijenda estaba a las puteadas porque teníamos el cierre encima, escribí dos páginas mirando de reojo el reloj porque había quedado con vos en ir al cine a las once, ¿o te olvidaste? Puse una vida a la deriva como pude haber puesto una vida en soledad, vacía, triste, desprotegida, ¡qué sé yo, son palabras!

Hizo una pausa de dos o tres segundos para terminar de sujetarse el pelo con la horquilla, examinó el resultado en el espejo del botiquín moviendo la cabeza a un lado y al otro, y volvió al cuarto. Yo me corrí para darle paso. Pensé en no seguirla más, en dejar que el silencio se agrandara hasta diluir la discusión. Quería pasar a un tema sencillo: qué vamos a almorzar, querés que te acompañe al súper, las preocupaciones hogareñas como anestesia y tregua.

—Justamente, son palabras —la voz de ella, alta, para que yo la escuchara—. Se supone que un periodista como vos no las tira en la página como si fueran dados.

Volví al cuarto. Estaba sentada en la cama calzándose unas Topper blancas.

—Jorge, se supone que vos pensás, que entendés, que podés medir el efecto de lo escrito.

—No me analices como en una ponencia académica, por favor. Mi principal preocupación era conseguir data nueva y escribir una crónica decente.

—¡Decente! Mirá vos.

Se levantó y armó un bolsito con el resto de la ropa que había desperdigado por la cama. Le pregunté adónde iba. A lo de mis viejos, unos días, chau. No dijo ni media palabra más. Ella nunca explotaba del todo, al menos no conmigo. Le bastaba con tomar distancia, como si su superioridad intelectual sobre mí fuera moral y sintiera que no debía gastar pólvora en chimangos.

Ese mismo fin de semana encontraron el cadáver de Andrea. Detuvieron a un prófugo mayor de edad que dio los detalles del crimen. Parecía una pendeja fácil, declaró, y ya la tenían apuntada desde hacía rato. Un pibe le hizo el novio y la puso en pedo en el boliche. La subieron a un auto con la excusa de llevarla a la casa, pero en realidad la llevaron a un galpón abandonado a dos cuadras de la estación de tren. La tiraron sobre un colchón de cartones apilados que habían preparado antes. La chica habrá tenido un flash de lucidez, vio venir lo que le esperaba y se resistió a las patadas. Tres la sujetaron mientras un cuarto intentaba violarla. Ella se retorcía y no la hacía fácil. A uno se le ocurrió atenazarle el cuello para ablandarla mediante el ahogo. Le hizo una llave de lucha libre: la agarró desde atrás, le calzó la cabeza entre brazo y antebrazo y le metió presión. Andrea se estremeció, boqueó como si fuera a vomitar, de a poco fue cediendo hasta que cuando la montó el tercero ya no se movía. Tardaron en darse cuenta de que se les había ido. Después de discutir entre ellos y echarse culpas, el más grande se llevó el cadáver y lo tiró en un basural de Quilmes.

La crónica la escribí yo y esta vez sí medí cada palabra. Los ojos escrutadores de Érica me sobrevolaban, como los de un dios que sabe todo y que por eso no juzga, sólo administra la condena del desdén.

Érica regresó a casa el martes o el miércoles siguiente. No hizo ninguna referencia a la pelea. Otra de sus características: tampoco volvía atrás. Lo pasado, pisado, siempre, enterrado bajo cal viva, lo cual en este caso suponía para mí un alivio, aunque también era una forma de definir la correlación de fuerzas de la pareja: hablamos cuando quiero de lo que quiero, yo marco los tiempos y los temas, mi voz vale más que la tuya. Sin embargo, en su libro sobre violencia de género, dedicó un capítulo entero al tratamiento que la prensa había hecho del asesinato de Andrea. Tomó mi nota como el modelo de un texto periodístico que reproduce los patrones culturales del paradigma machista. Me enteré el día de la presentación, cuando me puse a ojear un ejemplar. El único gesto de piedad que tuvo conmigo fue omitir el nombre del autor del artículo.

Creo que aquel episodio fue decisivo para que yo aceptara la propuesta del Lele Figueroa de ir a trabajar con él al ministerio. Ahora me doy cuenta claramente. Ahora que ya nada tiene remedio y que estoy solo en una noche decolorada por un sol de querosén. La excusa fue la tranquilidad, basta de cierres apurados y de jefes a las puteadas y de la obligación de encontrar el revés de la trama en crímenes que sucedían en barrios tapados por la mugre. Pero la verdad era otra: basta de la lupa de Érica sobre mí. Ella conocía al Lele porque habíamos estudiado los tres juntos y no lo tenía en peor consideración que al promedio de los políticos. Y mi rol en el ministerio, meramente técnico, me ponía a salvo de cualquier mirada cuestionadora sobre la gestión del gobierno.

Prendí el televisor e hice zapping en busca de alguna película que pudiera interesarme, pero no encontré ninguna y dejé la CNN en español en mute. Me capturaron unas imágenes extrañas, filmadas con pulso nervioso desde la ventana de un piso alto: tres personas tiradas sobre una cuarta, arrancándole pedazos de carne a los mordiscones. Un sobreimpreso decía: “Horror caníbal en la Argentina”. Me quedé en la cama hipnotizado por la noticia, que a medida que iba pasando el tiempo crecía en importancia, se desparramaba de un canal a otro, desplazaba a la crisis en Italia, a la final de Wimbledon, al nuevo bombardeo sobre Damasco, al naufragio de una patera en el Mediterráneo. Subí apenas el volumen. Las explicaciones eran balbuceos que se contradecían. Alguien mencionó la palabra “apocalipsis”.

Alarmado, decidí despertar a Érica. Tuve que zamarrearla fuerte. Se revolvió con lentitud pantanosa, los ojos achinados, la cara desfigurada por el malestar y el desconcierto. Algo terrible está sucediendo en Buenos Aires, le dije, y le señalé el televisor. Le costó enfocarse en la pantalla. Negó con la cabeza, se levantó con paso inseguro, fue al baño a lavarse la cara y volvió. Qué es eso, preguntó, y yo contesté lo que había escuchado: gente que atacaba gente a mordiscones hasta dejarla malherida o muerta. Érica pensó en algún tipo de ritual satánico que se había salido de cauce y que los medios explotaban con la morbosidad de siempre. No, no era eso, el cronista reportaba focos simultáneos en distintos barrios. Apocalipsis, dije, sin darme cuenta de que era una palabra tirada al aire como un dado. Pero Érica parecía uno de esos superhéroes que se defienden irradiando un campo de fuerza inexpugnable: nada que pudiera decirle o mostrarle la alcanzaba. Y me di cuenta de que podía llegar a amar a esa Érica impermeable y altiva, aun con todo el dolor que me provocaba, porque representaba el calibre de mi propio poder: yo estaba con ella y nadie más; sólo yo podía cogerla aunque fuera cada dos o tres meses; no me escuchaba como no escuchaba a nadie, aunque si había alguien que tenía una mínima oportunidad de perforar su coraza era yo, y la prueba material eran esas dos marcas violetas en los labios.

Miró el reloj. Tengo tiempo de una ducha tranquila antes de ir a la universidad, dijo, y regresó al baño. ¿Nos bañamos juntos o qué?, gritó desde adentro por sobre el ruido del agua en la bañera. Me sorprendió el ofrecimiento. Era más de lo que había soñado. Fui. Hicimos el amor de pie, torpemente, golpeándonos con las canillas y con las paredes. Ella me rasguñó la espalda y me mordió fuerte el lóbulo de la oreja derecha y me puteó porque duré poco. Me alejó de un empujón, se metió tres dedos y empezó a masturbarse mirándome a los ojos, sin arte ni paciencia, acaso para demostrarme que en el goce podía ser más brutal que yo. Salí de la bañera. Me envolví en un toallón y volví al cuarto.

Las escenas del televisor eran cada vez más tremendas: hordas enteras de caníbales se lanzaban a la caza de gente que salía a trabajar como un día cualquiera. La policía disparaba al bulto. Subí el sonido para no escuchar los gemidos de Érica.