Veintisiete

Esa noche llegué tarde a casa, esta casa. Había luz en el estudio de Érica. Me asomé: la lámpara del escritorio encendida, la computadora activa pero en modo “ahorro de energía”, la silla giratoria mirando a cualquier lado. Fui a la cocina. Una bolsa vacía de la farmacia Bergandi en la mesa. Escuché el depósito del baño. Enseguida apareció Érica con una caja pequeña de color violeta y algo que se parecía a un palito. Me besó en la mejilla y tiró todo al tacho de basura.

—Falsa alarma, por suerte —dijo con alivio, pero como se dio cuenta de que yo no entendía de qué me hablaba, aclaró—. No estoy embarazada, no vas a ser padre.

Me preguntó si tenía hambre y se ofreció a calentarme un poco de guiso de lentejas que había sobrado de la noche anterior. Le dije que sí. Me senté y ella puso la mesa mientras me contaba con alegría que iban a publicarle un artículo en la revista de estudios sociales de una universidad inglesa bastante prestigiosa. La dejé hablar aunque no me interesaban un carajo sus proezas académicas. Mi mente estaba en otro lado y esa lejanía transformaba su voz en un ruido distorsionado y molesto. Comí dos cucharadas de guiso. Me costó tragarlas. Alejé el plato. Me serví vino en un vaso y lo tomé de una, hasta el fondo, para llenarme la boca con otro gusto. Érica se había sentado frente a mí y jugaba a doblar en pliegues muy chiquitos la bolsa de plástico de la farmacia. Le busqué la mirada.

—No sabía que tenías un atraso.

—Bueno, no son cosas que una ande diciendo alegremente por ahí.

—Pero sí te preocupaste en decirme que no iba a ser padre.

—Porque me viste con el Evatest en la mano.

—Para mí no es una suerte no ser padre.

—No otra vez, Jorge.

—No otra vez como si lo hubiéramos discutido antes.

—Es que no hay nada por discutir. Ya lo sabías desde el primer día, es inútil hablar del tema, nada cambió.

—¿Yo no cuento en todo esto, eh?

—Es una decisión que va más allá del amor que siento por vos, entendeme.

—¿Qué querés que entienda? Decime dónde mierda está ese más allá porque yo no lo conozco. Dejame adivinar: ¿en Simone de Beauvoir y la maternidad como una servidumbre a la especie y al macho? Sí, lógico, y como vos sos tan feminista, tan libertaria…

—No seas boludo, querés, y escuchame bien: te hablo de otra cosa más simple.

—¿Cuál?

—Le tengo miedo al dolor.

—Qué decís, no seas ridícula…

—Me espanta el dolor, Jorge.

Érica abandonó su origami de plástico. Estiró una mano por encima de la mesa para tocarme pero no se animó y la dejó en el camino. Me volvió a pedir que la escuchara, que la entendiera, extraña fisura en su blindaje que yo no alcanzaba a disfrutar porque estaba demasiado encerrado en mí. Me dijo que le tenía miedo al malestar de los vómitos, a la deformidad de la panza, a la peridural, a sentir que algo la desgarraba por dentro, al pujo, pero también a dejar de ser ella y empezar a ser ella y algo chiquito que le secaba las tetas, que no la dejaba dormir, que la llenaba de preocupaciones tan mínimas como la papilla, las vacunas, los pañales cagados, el colegio. Tengo miedo de ser absorbida y transformada, me dijo Érica aquella noche, en esta misma cocina, mientras se levantaba a tirar el guiso que yo no había comido y se ponía a lavar los platos. Tengo miedo, vuelve a decirme ahora, que se me aparece traslúcida como un holograma para sumarse al coro de fantasmas.

—No es por vos, Jorge, no es por vos, es por ese bicho creciéndome adentro…