VIII
«El deseo
de ascender al cielo
es el principio del descenso a los infiernos.»
Cuando Toshua se enteró de que Seami había sido encarcelado, se quedó paralizada. Recordó lo que le había contado sobre la extraña conversación con los hombres encapuchados en la trastienda del secadero de pescado, pero no veía relación alguna entre su detención y la petición de representar el primer acto de una pieza que la censura había prohibido muchos años antes.
Como todo el mundo en Edo, ella también sabía que el shogunado controlaba toda la ciudad —y hasta podía decirse que todo el país— por medio de una densa red de espías. La gente estaba acostumbrada a mostrar una gran reserva a la hora de expresar opiniones políticas o cualquier otra consideración que se hallara relacionada con el Gobierno. De tanto en tanto las autoridades recaudaban todo el capital de algún comerciante que llamara la atención por abierto exhibicionismo de su riqueza. Medidas como ésta debían tomarse como una forma de intimidación, como advertencias dirigidas a toda la clase de los comerciantes, pues en realidad no se veía otra manera de aplicar el edicto de austeridad. Los comerciantes de buena posición económica eran siempre una molestia para el shogunado. Según la jerarquía oficial, pertenecían a una casta más baja que los samuráis, pero muchos de estos guerreros, que vivían sin oficio conocido, les adeudaban grandes cantidades.
¿Qué podía el shogun, o el Bakufu, recriminar a Seami? ¿Acaso que hubiera obtenido un gran éxito como director de teatro y dramaturgo? ¿O tal vez que hubiera puesto en escena una obra que trataba desde un punto de vista tolerante el amor entre hombres? A Toshua nada de eso le parecía lo bastante grave para explicar el «arresto domiciliario» de su hermano. ¿Se escondería el motivo en algún hecho ocurrido mucho antes?
Seami no le había contado mucho sobre los años que pasó en Nagasaki. Por ejemplo, Toshua jamás logró saber de boca de Seami por qué éste había pasado una temporada en prisión. Sabía que antes de ese incidente había formado parte de una delegación enviada a Beijing, pero tampoco sobre ese asunto le había dado más detalles.
Durante unos días esperó Toshua que se tratara sólo de un interrogatorio, tras el cual lo podrían de inmediato en libertad. Pero no fue así. Su estado de ánimo cambió de repente. Ese hombre, Seami, era su dicha y su alegría. ¿Quién se atrevía a robárselo de esa manera?
Una mañana se dijo a sí misma: «¡Lucharé!» Tuvo la sensación de que volvía a surgir en ella su naturaleza felina. Esa misma mañana fue en busca de su viejo amigo, el actor Ninomiya, y después hizo una visita al librero Karamasu. Por último, se entrevistó con el señor Shunku, el director del teatro, el mismo al que Seami había apodado «Cobayita».
Ninomiya se sorprendió al volver a verla después de tantos años. Sí, había oído que Seami se hallaba bajo arresto. Tampoco entre los actores había quien fuera capaz de imaginar por qué lo habían encarcelado. A Ninomiya, las piezas de Seami le parecían irrepresentables, una intolerable desviación de la tradición del auténtico kabuki, pero nunca había disimulado esa opinión; se trataba de una mera polémica entre gente de teatro, a la que el Estado sólo atacaba y perseguía cuando se olía algún tufillo subversivo.
Ninomiya veía las cosas con cierto pesimismo:
—La araña nunca suelta a ninguno de los que quedan atrapados en su red —sentenció en tono sombrío.
—Pero alguien tiene que haber dado esa orden, y ese alguien debe de tener poder también para revocarla.
—La araña que teje esta tela no tiene nombre, pero sí muy buena digestión —replicó Ninomiya.
Esta observación provocó uno de los temibles estallidos temperamentales de Toshua.
—Tú sí que habrías sido una buena actriz. Lástima que las mujeres no puedan interpretar papeles del kabuki —dijo Ninomiya, divertido.
—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras la araña devora a Seami —gritó, enfurecida, la Dama del Árbol Imperial—. ¡Ese hombre me pertenece!
—Ya estamos, el tono categórico de siempre —dijo Ninomiya, pero después se obligó a sí mismo a mostrarse comprensivo—. Sois, en efecto, una pareja que no pasa inadvertida. Quizás a la araña no le gustaba nada veros siempre tan felices, vestidos con esas ropas tan llamativas, que la gente os admire y trate de imitar. Además, tú conoces el dicho que define la ley del mundo inestable. Hoy, alegría radiante; mañana, tristeza, el borde del abismo. Si quieres que te dé un consejo, olvídate de Seami. Búscate otro hombre. No quiero ocultarte nada, tengo agradables recuerdos de la época que pasamos juntos y no me importaría compartir de nuevo la almohada contigo. He pasado por una larga fase en la que sólo me interesaron los muchachitos, pero ahora creo que ha llegado la hora de enamorarme otra vez de una mujer.
—Ya sabes dónde queda mi casa. Pero tu vieja amiga ya no está entre nosotros —dijo Toshua, sin reprimir la ira, y se marchó.
Shunku, la Cobayita, se mostró desconsolado; se quejaba al ver paralizado el trabajo en la nueva pieza, de la cual Seami debía haberle entregado el libreto hacía tiempo.
—Quiero saber qué se puede hacer, a quién hay que acudir, para que lo dejen libertad —insistió Toshua.
—Sois una mujer realmente maravillosa —dijo Shunku—, Mil veces oí decir a Seami lo feliz que era con la Dama del Árbol Imperial. ¡Señora mía, creedme si os digo que vos sois la auténtica fuente de su inspiración! ¡Oh, qué feliz sería si algún día yo también pudiera contarme entre los hombres con quienes os dignáis a compartir la almohada!
A Toshua le provocó repugnancia el mero pensamiento de tener a Cobayita echado a su lado.
—Por favor, basta de ridículas lisonjas —dijo—. Ya veo que de vos no puedo esperar ayuda alguna.
Sin embargo, lo que más la defraudó fue la conversación que mantuvo con Karamasu. El librero le dijo que era posible que no hubiera ningún motivo real para el arresto de Seami.
—Quizá no les gustara su nariz. Esa arbitrariedad no es nada nuevo en esta ciudad. O puede que tenga un enemigo dentro de la telaraña. A lo mejor lo ha denunciado un colega que quería deshacerse de él. Las opciones son múltiples, pero en última instancia todo son suposiciones —dijo al tiempo que se encogía de hombros, sin inmutarse.
—Sí, claro —dijo Toshua—, pero ¿cuáles son los pasos que hay que dar si uno quiere ver la cara a la araña?
Karamasu movió la cabeza. Los cabellos, cortos y grises, parecían púas. Estaba sentado ante un hermoso pergamino: serio, culto, un auténtico hombre de mundo.
—Podríais ir a ver al censor —sugirió—. Se llama Ikado Miroguzi.
—¿Podríais escribirme unas líneas de presentación?
El librero sacudió la cabeza en sentido negativo.
—¿Y por qué no?
—Tengo por principio no acordarme nunca de la telaraña. A menos que sea necesario sobornarla. Pero ése es, en cierto modo, un contacto silencioso. ¡Vos ya sabéis a qué me refiero!
—Seami os ha hecho ganar mucho dinero. Creo que le debéis este favor. Y vuestra negativa a ayudarme no me parece propia de un hombre como vos.
—Sois libre de ver las cosas como os plazca. Yo, en cambio, calificaría mi postura de precavida. Por lo visto, nunca habéis reflexionado mucho sobre la manera en que funciona este mundo inestable en el que vivimos.
—En ese caso, os ruego que me la expliquéis.
—Bueno, pero no olvidéis que siempre se tratará de mi interpretación personal.
—Naturalmente. Y dentro de dos minutos negaréis haberla manifestado jamás —dijo Toshua, burlona.
—Exacto. ¿Qué pensaríais si os dijera que sospecho que alguien os ha enviado a sonsacarme?
—¿Y cómo puedo satisfacer vuestra necesidad de seguridad?
—¿Sabíais que desde hace mucho tiempo soy uno de vuestros más fervientes admiradores? —dijo Karamasu—. Siempre he envidiado a Seami, a quien vos concedéis vuestros favores. Por eso me permito ser frívolo, al menos por una vez. Yo veo así la situación: desde hace unos años reina la paz en nuestro país. Mi generación y la vuestra ya no tienen idea de lo que significaron antes las guerras civiles, la paz de los Tokugawa. La gente aprecia esta paz, aunque esté asociada a ciertas cosas que dejan mucho que desear. Por ejemplo, que el shogun, el Bakufu y los que nos gobiernan no podrían sobrevivir sin los servicios de la telaraña. Gracias a ella pueden mantener la paz, y conservar el poder, por supuesto. Y nosotros somos conscientes de esa realidad, aun cuando eso no signifique que compartamos sus puntos de vista. Nos adaptamos, nos rodeamos de bellas cosas, producimos cosas bellas, buscamos la experiencia de lo bello y lo armónico en el amor y en la Naturaleza, y evitamos entrar en contacto con la telaraña. Ya veis qué sencillo resulta. No deberíamos hablar de la paz de los Tokugawa; deberíamos decir «la paz de la telaraña».
—¿Y si la araña atrapa a vuestro mejor amigo, miráis hacia otro lado?
—Sí —respondió el librero—. Casi todo el mundo sabe que vuestro amante tiene... ¿cómo lo diría?... sí, un pasado dudoso. Además, ¿quién se atreve, quién está en condiciones de enfrentarse a la araña? Yo no me cuento entre los que creen haber nacido para ser mártires, ni tampoco me sobrevaloro.
—Decidme por lo menos dónde vive el censor.
—Sólo si me prometéis que jamás diréis quién os ha dado la dirección.
El censor, al que Toshua visitó tras concluir su visita a Karamasu, le aseguró que ninguna autoridad superior le había presentado jamás queja u objeción alguna respecto de las piezas de Seami, ni tampoco sobre sus puestas en escena; él personalmente opinaba que debía de tratarse de un motivo por completo diferente.
—¿Y cuál podría ser ese motivo?
—Yo sólo soy responsable de los libros, los impresos y las piezas de kabuki. No puedo permitirme hacer especulaciones sobre ningún otro asunto.
—¿Y qué me aconsejáis que haga en un caso como éste?
—Intentad que Hagiwara Okibu os conceda una audiencia; él es sobu yonin.
—¿Qué significa ese título?
—El gran secretario del shogun, uno de los hombres más poderosos del país después de nuestro gobernante.
—¿Y qué motivos debo alegar para solicitar una audiencia?
—Tenéis dinero. Y también sois una mujer muy bella —respondió el censor—. El sobu yonin siente una predilección especial por las mujeres hermosas... y por el olor del dinero. Más no os puedo decir y, mirándolo bien, lo que os he dicho ya es mucho.
De regreso en su casa, Toshua discutió el asunto con Marakabui.
—Y aunque tuviera que atravesar a nado el foso que rodea el castillo de Chiyoda —juró Toshua—, te prometo que llegaré ante el tal Okibu.
—El agua del foso está fría y sucia. Créeme, he paseado muchas veces alrededor de esa fortaleza —dijo Marakabui—. No, debemos proceder de otra manera.
Entonces la anciana recordó que el daimyo, en casa de cuya hija había servido, volvía a estar en buenas relaciones con el shogun. Transcurrió una semana antes de conseguir que la recibiera su antiguo señor, pero después sólo pasaron tres días hasta que apareció en La Calabaza madura un mensajero con el encargo de llevar a la Dama del Árbol Imperial a casa del sobu. La audiencia había sido concedida.
La mayoría de las fortificaciones y edificios del castillo de Chiyoda, centro del poder estatal del clan Tokugawa y escenario de las discusiones políticas en el seno del Bakufu, fue construida por etapas entre 1590 y 1636. La última obra de importancia, sin mencionar los trabajos de renovación emprendidos tras los constantes incendios, fue la construcción de la gran muralla de circunvalación occidental (nishimaru), en 1710. El castillo se alzaba en una península que daba a la bahía de Edo. Un estrecho istmo, que se extendía entre las desembocaduras de dos arroyos pantanosos, la unía con los picos de Yotsuya-Ichgaya. Ieyasu, el primer shogun Tokugawa, hizo ensanchar y desviar esos riachuelos, hasta tal punto que llegaron a formar el foso de más de veinte kilómetros que rodeaba el castillo y las viviendas adyacentes. En el centro de esa superficie se encontraba el castillo propiamente dicho, encaramado en lo alto de un promontorio y rodeado de las casas y pequeños palacios que el Bakufu había asignado a los daimyos y otros señores feudales. Mucho antes, este barrio residencial había sido estrictamente separado de las viviendas de los comerciantes, que se hallaban en la planicie de la costa, pero la ciudad se había extendido y los incendios habían obligado a la nobleza a trasladarse sucesivas veces, hasta que con el tiempo las villas de los comerciantes y de los daimyos acabaron prácticamente entremezcladas.
El centro de todo el territorio urbano de Edo, en rápida expansión, era en consecuencia el castillo rodeado por el foso interior. Considerando las posibilidades técnicas de la época, se trataba de una construcción sólida e imponente que estaba realizada en piedra y madera. Las grandes murallas defensivas y las obras exteriores de la plaza dentro de los distintos fosos, así como los cimientos de la torre principal, eran de piedra; los puentes, los portales y las casas que se hallaban junto a las puertas, las torres angulares, las trincheras y la torre principal eran de madera. El castillo de Chiyoda se dividía en cuatro zonas principales: Fukiage, la más grande, estaba dentro del foso occidental. En un principio, las villas de varios daimyos emparentados entre sí habían formado allí una especie de muralla defensiva, pero más tarde esas familias se mudaron. Tras el gran incendio de 1657 Fukiage se convirtió en un extenso parque acondicionado con paseos, pequeños bosques y huertos.
Lindando directamente con Fukiage se hallaba Momijiyama, el distrito reservado a la veneración de los antepasados del clan Tokugawa. Allí se alzaban los altares en los cuales se rendía culto a los shogunes difuntos y se celebraban regularmente diversas ceremonias en las que participaba el shogun gobernante acompañado de su familia y criados. También se conservaban en Momijiyama reliquias tales como armaduras, vestimentas y escritos de los shogunes fallecidos.
En los llanos orientales, protegidos por la muralla occidental, estaban los edificios oficiales de los numerosos funcionarios del Bakufu.
El daimyo que era nombrado gran canciller solía trasladarse con sus vasallos de la villa familiar al edificio desalojado por el canciller saliente, y allí vivía mientras duraba su mandato. También los daimyos de las categorías inferiores tenían allí su lugar de trabajo; de lo contrario, se les asignaba una sede en la proximidad de determinadas puertas del castillo.
Al norte de la circunvalación occidental se encontraba la muralla principal, que a su vez estaba rodeada por los fosos del castillo. En dicha muralla se encontraba un inmenso complejo de edificios de una planta que se hallaban comunicados entre sí. Éstos se extendían en un terreno claramente dividido en dos partes, a saber: el llamado Exterior (omote), que incluía el Interior Central (nakakoku), y el Gran Interior (ooku). A su vez, estos dos ámbitos estaban separados por una muralla que sólo disponía de dos puertas. En el extremo noroccidental del Gran Interior se elevaba una torre de cinco pisos, en cuyo tejado se colocaba el escudo con los dos peces. Esta torre, símbolo del dominio del clan de los Tokugawa, que incluso había sobrevivido intacta al gran incendio del año 1657, poseía una función meramente ornamental en comparación con el conjunto de edificios de una planta, que no cesaba de crecer, y no tenía importancia alguna para el desarrollo de los acontecimientos políticos cotidianos.
El Gran Interior era algo más grande que el Exterior y el Interior Central. Contenía casi cien habitaciones y corredores, la mayoría de ellas aposentos destinados a las mujeres, de unas dimensiones cercanas a los catorce metros cuadrados. El Gran Interior aparecía dividido en tres zonas: la primera, de uso exclusivo para la esposa del shogun y su séquito, disponía de salas de estar y salas de recepción, en las que la primera dama recibía principalmente al shogun cuando éste la visitaba. La segunda zona era una sección del edificio donde se despachaban los asuntos del Gran Interior; allí se encontraban también, vigiladas por guardias, las habitaciones de las numerosas mujeres que desempeñaban una función oficial en el castillo o en la servidumbre del shogun. Los hombres sólo podían acceder a esta zona cuando era necesario tratar determinados asuntos. La tercera zona —la mayor de todas— albergaba los aposentos privados de las muchas damas del Gran Interior.
El Exterior y el Interior Central contenían, en conjunto, más de trescientas cincuenta habitaciones y corredores, en parte pequeñas oficinas, en parte grandes salas de recepción. El Interior Central era la zona privada del shogun, a la que, además de él, sólo podían acceder sus criados personales y los hombres de la guardia. Allí estaban los aposentos privados y las salas oficiales, entre las cuales el shogun, según el humor del día, escogía una para pasar la noche. Su mujer sólo tenía acceso a la alcoba privada.
En torno al despacho oficial del shogun se agrupaban los archivos oficiales y los despachos de sus colaboradores más cercanos. En épocas de paz, el shogun pasaba casi la mayor parte de su tiempo en esos edificios, a menos que tuviera que atender a sus obligaciones protocolarias. Desde ahí podía, pasando por la entrada principal, llegar hasta el Gran Interior o, en la dirección contraria, acercarse al Exterior, donde recibía a las personas a las que había concedido audiencia.
En el Exterior se encontraba la gran mayoría de despachos de los funcionarios del Bakufu, así como los dormitorios de la guardia y los despachos de los capitanes. Los altos funcionarios, como el canciller, disponían de despachos individuales, mientras que los funcionarios de inferior categoría solían compartir el lugar de trabajo.
Asimismo se hallaban en el Exterior los aposentos de honor de los daimyos. Estaban ordenados de manera tal que por su disposición se podía saber el lugar que ocupaba el daimyo correspondiente en la escala de preferencias del shogun, y también la magnitud de su influencia política. La habitación más próxima a los aposentos del shogun, la sala de conferencias y la sala de deliberaciones era la llamada Antesala. Allí se sentaban aquellos daimyos que desempeñaban en el Bakufu la función permanente de asesores. Por detrás se accedía a dos salas asignadas a nobles de categoría inferior, y a la Sala del Emperador, destinada a los daimyos influyentes que aún no tenían un asiento en la Antesala. Aún más alejados del centro del poder se encontraban aquellos nobles que tenían su lugar en la llamada Sala de Pastoreo. Con la Sala del Emperador lindaba la de la Asamblea, en la que el shogun, guardando siempre las distancias de rigor, recibía a los daimyos y a los jefes de los funcionarios.
De estos edificios, que eran en extremo complicados incluso para la gente de la corte que vivía en ellos con carácter permanente y que, sin embargo, se ofrecían a la vista como un ordenado, funcional y práctico centro de poder e influencia estatal, Toshua vio solamente dos o tres puertas y patios antes de llegar a un amplio corredor, en el cual, a muy poca distancia una de la otra, se alineaban dos hileras de estatuas de laca. Toshua tuvo la impresión de moverse por un laberinto del que no iba a salir nunca, un mundo secreto y misterioso en el que imperaban leyes diferentes de las que ella conocía, leyes incomprensibles para todo el que viniera de fuera, impuestas para confundir al visitante y para convencerlo de la ilimitada autoridad del shogun y del Bakufu.
En efecto, por ese camino, siempre detrás del mensajero —al que, en cada puerta, los guardias pedían que se identificara— Toshua llegó al complejo de edificios del Exterior, donde se encontraban los despachos del canciller, los funcionarios del Bakufu, los oficiales de la guardia y los comandantes. El magnífico despacho de Hagiwara Okibu, el sobu yonin, estaba formado por dos habitaciones de la cuales la primera, salvo algunas sillas dispersas, estaba por completo vacía. La habitación contigua, desde la cual tras pasar por una cortina roja de seda que se hallaba a medio correr se veía la primera, era una combinación de despacho y sala de estar con biblioteca.
Tras entrar en la primera de las habitaciones, Toshua fue invitada a tomar asiento. Después la dejaron sola. Le pareció que transcurría mucho tiempo hasta que la puerta situada a sus espaldas volvió a abrirse. Entraron tres hombres dando sonoros pasos. El hombre del que Toshua sólo podía sospechar que era el sobu tomó asiento, flanqueado por dos soldados que se quedaron de pie frente a ella, de tal forma que ambos la miraban a los ojos. El sobu yonin era alto, bastante robusto, medio calvo, y tenía una cabeza que parecía un enorme huevo. Tras contemplar largo rato el rostro del gran secretario, Toshua tuvo la certeza de que aquel hombre encarnaba a la perfección el cargo para el que había sido elegido. Cierta expresión de amenazadora arrogancia y toda su actitud demostraba que disfrutaba con el ejercicio del poder que su cargo le confería.
Después de que Toshua hiciera una reverencia y susurrara un saludo que el sobu agradeció en tono malhumorado, éste preguntó:
—¿Así que venís por ese hombre, el tal Seami Sochimito?
—Así es, sobu yonin.
El hombre levantó la vista y la examinó con una mirada que a Toshua le resultó desagradable.
—¿Y vos sois una cortesana de primera categoría?
—Vos lo habéis dicho.
—¿Qué relación os une a ese hombre?
—Es mi hermano.
Era la primera vez que Toshua lo confesaba en voz alta.
—Quisiera saber de qué se le acusa.
El canciller tomó un pergamino, lo desenrolló y echó un vistazo. Después, con un movimiento de cabeza, indicó a los guardias que los dejaran a solas. Esperó hasta que los hombres salieron de la habitación y dijo:
—Ahora hablaremos entre amigos. No es nada concreto. Se trata, más bien, de la acumulación de quejas presentadas contra el tal Seami por ciertas personas.
Toshua se quedó estupefacta. Había esperado que el sobu mencionara a los Capitanes Negros. Pero ¿qué significaba «acumulación de quejas»?
—Perdón, pero no capto el sentido de vuestras palabras...
—No es fácil de explicar —dijo el sobu, eludiendo responder con precisión a la pregunta de Toshua—. Tal vez me comprendáis mejor si os digo que vuestro hermano tiene fama de elemento subversivo.
—Os ruego que seáis más preciso. De lo contrario daré por sentado que lo han arrestado por envidia, rivalidad, aversión o algún capricho personal.
—Bien, los hombres como vuestro hermano siembran con sus escritos el espíritu de rebeldía, y ya sabéis que a nosotros nos interesa que, también por medio del kabuki, el pueblo reciba instrucción en materia, digamos, de moral.
Ahora Toshua necesitaba valor y suerte, pues tenía que contradecirlo, si bien sabía que no debía decir nada que pudiera herir a Okibu.
—Si os referís a la historia de Gengobei, a mí siempre me ha parecido una pieza muy moral. Al final vence el amor entre un hombre y una mujer.
—Hubo personas que la encontraron frívola y cínica.
—¡Vaya!
—¿Dónde se ha visto que en escena un hombre desabroche el obi a una mujer, que la desnude y a la vista de todo el mundo consume el acto amoroso?
—Para esa escena las luces del escenario se apagan. Se sugiere más de lo que se muestra.
—Nos han llegado quejas en relación con un acompañamiento de música sensual, y exclamaciones de placer que hacen pensar en excitación sexual.
—Creo que vuestro espía tiene una imaginación desbordada, y que se dejó llevar por ella al redactar el informe que os presentó.
—Dicen que el papel de la muchacha y el de la anciana a la que va a pedir consejo los interpretan actrices, y no hombres.
—¿Dice también el informe quiénes interpretaron los dos papeles femeninos en la función especial?
—No, mi hombre no consiguió enterarse de ese detalle.
—¿Cómo está tan seguro entonces de que no fueron interpretados por actores de onnagata?
—Mmm. Precisamente esperaba que vos me lo dijerais. Estoy seguro de que también asististeis a esa representación restringida para un público selecto. ¿O me equivoco?
—No esperaréis que os diga algo que pudiera volverse en contra de mi hermano, ¿verdad? Además, sabéis muy bien que el texto de la pieza fue sometido a la censura y que el censor no puso ninguna pega.
—Sí, y eso ya es bastante grave. Ya bajo el gobierno del anterior shogun, que apenas era un niño, se impuso en nuestro país una moral muy laxa, y eso a nuestro actual gobernante no le gusta nada. En el Consejo de Estado dejó muy claro que era imposible pedir a los samuráis que respetasen estrictamente el código del Bushido si en el kabuki se seguían permitiendo tales frivolidades.
—¿Ha visto la pieza el shogun en persona?
—Oh, por supuesto, querida señora... En los días en que toda la ciudad hablaba de Gengobei. Pero entonces todavía no era shogun. Nuestro señor aprecia muchísimo el kabuki. Y también como shogun se toma de vez en cuando la libertad de asistir en persona a la representación de piezas de gran repercusión. De incógnito, se entiende, y acompañado de su guardia de corps. Por otra parte, ése no es el punto fundamental que se tuvo en cuenta a la hora de decidir retirar de circulación a vuestro hermano, si me permitís que use una expresión tan chabacana.
Toshua enarcó las cejas y dirigió al hombre una mirada inquisitiva.
—A mí todo este asunto me resulta algo penoso... Pero el otro motivo sois vos, o mejor dicho, el amor que sentís por él.
—¿Qué queréis decir?
—No es algo que se vea todos los días. Me refiero a que... seáis la amante de vuestro hermano.
—¿Y eso a quién le importa?
—Oh, en el mundo inestable es posible que nadie se escandalice, pero aquí hemos recibido una queja del Ministerio Imperial de Ritos.
—Pero ¿por qué? ¿Una queja?
—Como a buen seguro sabéis, en nuestra mitología hay referencias que permiten creer que aquella gran pareja de dioses a la que este país debe su existencia fueron hermanos. Ni yo ni el shogun pensamos así, pero sí la gente del Ministerio. Ellos creen que, con vuestra conducta, Seami y vos habéis ofendido la memoria de los antepasados imperiales. Por lo demás, en la queja que hemos recibido de las instancias ministeriales se menciona de forma especial que habéis consumado un contacto amoroso al aire libre, como hoy día sólo lo practican los bárbaros.
—El Ministerio Imperial de Ritos tiene una manera un poco rebuscada de expresarse, ¿no os parece? ¿Se refiere a besarse?
—A eso exactamente.
—Entonces, ¿vais a hacer que me arresten a mí también?
El canciller sonrió.
—Cuando se trata de una pareja, paga una de las partes. El escándalo que ha provocado la detención de vuestro hermano y amante ha sido bastante enojoso. Personalidades muy influyentes se han interesado por él. Y vos sois, si me han informado bien, una mujer muy apreciada en vuestra profesión.
—¿Y qué ocurrirá ahora con Seami?
—Por desgracia, tendremos que ejecutarlo.
—Pero ¿por qué? No ha cometido ningún crimen. Es tan inocente como yo. Aparte de ese contacto erótico, semejante al que practican los bárbaros...
—Adorada señora, he intentado explicaros lo precario de la situación. Si no habéis entendido mis alusiones, os recordaré otra cosa, de la cual estoy seguro que ya estáis al corriente. Todo siervo debe lealtad incondicional a su señor; sí, incluso su vida. ¿Y no debemos todos considerarnos siervos del emperador?
—¡Filosofía masculina! —gritó Toshua, furiosa.
El sobu sacudió la cabeza y sonrió con aire de suficiencia. Para controlarse, Toshua se mordió el labio inferior. De la cabeza de huevo, que a cada movimiento reflejaba la luz que iluminaba el despacho, oyó decir:
—¡Sólo por esa exclamación mereceríais que os enviara al patíbulo! Pues con esas palabras cuestionáis todo el orden social de nuestro Imperio... construido por hombres, pagado con muchos muertos, con mucha lealtad y valentía. Pero, seremos generosos... Podemos permitírnoslo con una mujer de vuestra categoría, que tanto ha hecho por el bienestar de los hombres y, con ello, por la paz de nuestro país.
Era imposible no percibir el tono de burla que se ocultaba en esas frases. Toshua miró al hombre fijamente.
—¿Qué debería pasar para que Seami se salvara?
No observó ningún cambio de expresión en el sobu, que se limitó a decir, casi impasible:
—No hay salvación para él.
—Y... ¿si pagara una multa, si firmara una declaración, si consiguiera que retire las piezas de todos los repertorios y me separara de él para satisfacer al Ministerio? —sugirió Toshua.
El sobu desechó todas las propuestas con un seco gesto de la mano.
—Ése no es nuestro estilo.
En la voz del hombre resonaba ahora un tono amenazador.
—He oído decir que sois, después del emperador y del shogun, uno de los hombres más poderosos del Imperio —dijo Toshua.
—Es una exageración. Hay otras personas que están dotadas con las mismas competencias.
Se hizo un silencio. A Toshua le pareció sentir que el hombre examinaba cada pliegue de su quimono.
—Antes, al entrar, me pareció que teníais una nuca extraordinariamente bella —dijo el sobu—. ¿Me haríais el favor de levantaros un momento y colocaros de modo tal que pueda admirar vuestra nuca?
Era una insolencia y una humillación, de esas que sólo puede permitirse un hombre de la categoría de Okibu. Y era también, sin duda alguna, una prueba. «Bien, que se divierta un ratito; así, él también se humilla a sí mismo», pensó Toshua mientras se ponía de pie y mostraba la espalda.
—Sorprendente, sí, es exquisita. Podéis volver a sentaros. Ahora, veamos. Todo en este mundo tiene su precio, todo es comercio. ¿O no opináis lo mismo?
Toshua entendía a la perfección el significado de esas palabras. Naturalmente, estaba en su poder tomarla por la fuerza, pero por lo visto el gran secretario satisfacía su vanidad no viéndose obligado a recurrir a la violencia.
—Por la vida de mi hermano estoy dispuesta a pagar cualquier precio.
—Entonces, él es vuestro amante, ¿no es cierto?
Ésa era la humillación más flagrante.
—Sí —admitió Toshua en voz alta y clara—. Él era mi amante.
—Sois una bella mujer, señora. Vuestro hermano puede considerarse un hombre de suerte. Y quizá tengáis razón al suponer que en este caso la envidia ha desempeñado un papel nada despreciable.
—También yo me considero afortunada.
—Comprenderéis que es normal que también otros hombres deseen compartir esa suerte, o al menos un reflejo de ella.
—No creo que esos hombres puedan disfrutarla.
—Eso habría que intentarlo —replicó el sobu con voz ronca.
—Bien —dijo Toshua—, estoy de acuerdo. Pero aclaremos antes las condiciones de nuestro contrato.
—Sí, aclaremos —dijo el hombre, sonriendo—. Os prometo que vuestro hermano seguirá con vida, si vos me concedéis el favor de ese reflejo.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
La frescura con la que Toshua pronunció estas dos preguntas debió de sonar hiriente a los oídos del poderoso funcionario.
—Oh, estoy impaciente. Lo antes posible. Esta noche —dijo, esta vez con un toque de excitación en la voz—. ¡Y aquí!
—De acuerdo.
—Entonces, os ruego que os alojéis en mis aposentos privados hasta que llegue la hora de nuestro encuentro.
El sobu yonin hizo sonar una campanilla; al instante entraron los guardias.
—Por favor ¿podéis repetirme vuestro nombre? —preguntó el hombre a Toshua.
Ella se lo dijo.
—Acompañad a la Dama del Árbol Imperial a mis aposentos privados —ordenó el sobu a los soldados—. Y ocupaos de que no le falte nada. Atendedla como hacemos con los huéspedes más prestigiosos.
Ya casi había amanecido cuando Toshua regresó a Yoshiwara en el palanquín que Okibu puso a su disposición. Incluso la gran puerta del barrio se abrió a hora tan desacostumbrada para dejar pasar un medio de transporte que llevaba el escudo de armas del sobu yonin.
En la casa de Fantasma de Golondrina, en el salón del primer piso, Marakabui la esperaba despierta.
—Ya pensábamos —dijo la anciana— que también tú habías caído en la telaraña.
—Seami quedará en libertad. Pero tendrá que salir de Edo por un tiempo. Bueno, ¿eso qué importa?
—Parece como si tuvieras que darte ánimos a ti misma —dijo Marakabui con dureza.
Toshua no dijo nada. Marakabui se puso a dar vueltas por la habitación, en el más absoluto silencio.
—Puedo imaginarme el precio que has tenido que pagar —dijo la anciana.
—Bah, tampoco fue tan repugnante. Ese hombre es un buen amante.
—Sólo espero que hayas hecho el trato ante testigos. De lo contrario, podrías ser tú la burlada.
—En ese punto considero que el sobu es un hombre de honor.
—Ojalá tengas razón. Debes de amar mucho a Seami para hacer lo que hiciste.
—¿Te he dicho alguna vez que somos hermanos?
—Nunca, jamás lo habías mencionado. Pero corrían rumores. Entonces, ¿es verdad?
—Sí. ¿Qué piensas?
—¿Qué se puede hacer contra el amor y el odio? —dijo Marakabui y se encogió de hombros.
—Vivirlos hasta el fin —respondió Toshua, y tras vacilar un instante prosiguió—: Pero es también otra cosa, una idea que ya tuve cuando era una niña pequeña, cuando todo empezó: él es el único hombre digno de mí.
—Hombres... ¿dignos? —dijo la anciana con desprecio.
—Seami y yo... nos complementamos como las dos mitades de un melocotón.
—Cuidado, que el melocotón tiene en el centro un hueso muy duro —recordó Marakabui.
—Lo sé —dijo Toshua—, y lo hemos triturado y hemos bebido juntos su jugo.
—Te deseo que vuelvas a ser feliz —dijo Marakabui.
—Bueno, basta ya, basta de palabras —dijo Toshua—. Yo tampoco sé por qué, pero de repente me ha entrado miedo.
Tres días más tarde Toshua recibió por intermedio de Shunku, el director del teatro, y de Karamasu, el librero, la noticia de que Seami había sido ejecutado en el patíbulo del shogun la mañana siguiente a la noche que ella había pasado con el gran secretario.
Todo fueron llantos y gritos de venganza en el salón de la casa de Fantasma de Golondrina. Los intentos de las muchachas que se acercaron a consolar a la señora desde La Calabaza madura fueron inútiles. Por último, Marakabui hizo llamar a un médico que administró a Toshua un potente sedante. Ésta se echó en una esterilla, con los ojos abiertos mirando el techo, muda e inmóvil.
Después de pasar un día y una noche casi sin moverse y sin hablar, se levantó, hizo llamar a su peluquero, se puso su quimono más hermoso y, cuando estuvo más bella que nunca, dijo a Marakabui:
—¡Ahora nos vengaremos!
—¿Qué vas a hacer? —preguntó la anciana.
—Quiero que también Okibu muera —respondió Toshua con un tono de voz que su vieja amiga y criada jamás había oído antes.
—Bien —dijo Marakabui y lanzó una risotada digna de una bruja, una risa que a Toshua, cuando más tarde tuvo ocasión de recordarla, le pareció tan divertida como siniestra—. ¡Así todas las mujeres nos liberaremos de él!