VII
«Que la vergüenza caiga sobre vosotros,
hombres desvergonzados.
Pues los que más se avergüenzan
son los que menos lo necesitan.»
Era un hermoso atardecer de verano. La noche cayó muy lentamente. Seami se había sentado en una modesta taberna, en la tercera casa detrás de la Gran Puerta que daba acceso al barrio de Yoshiwara. Se distraía observando el ir y venir de las prostitutas de segunda y tercera categoría, que en tabernas como ésa negociaban con sus clientes las tarifas mientras tomaban una taza de té y, en cuanto llegaban a un acuerdo, desaparecían con el cliente de turno en una de las habitaciones traseras. Se acercaba ese momento entre el día y la noche en que Yoshiwara empieza a animarse, esa media hora en que la última luz del día adquiere poco a poco una coloración azul y melancólica, antes de que se enciendan las farolas y los noctámbulos comiencen a acudir en grupos cada vez más numerosos. En ese intervalo de tiempo reina una atmósfera muy distinta a la que se respira a medianoche, cuando todo parece hallarse teñido por el cansancio y el desencanto. En Yoshiwara, el crepúsculo es la hora de las expectativas, de las negociaciones. A esa hora todo parece aún posible. Los hombres acuden en masa, excitados como niños que fueran a contemplar un castillo de fuegos artificiales.
Habían pasado cuatro años desde la última visita de Seami a Edo, y sin embargo podría haber apostado a que era capaz de adivinar de dónde venía y a qué se dedicaba cualquiera de los hombres y mujeres que pasaban delante de la taberna. Sabía reconocer a los hombres que acudían allí por primera vez y a los que sólo de vez en cuando se dejaban caer por el barrio del placer; la timidez y la inseguridad se les reflejaban en la cara. También podía identificar a los comerciantes pudientes, que se hacían llevar hasta allí en palanquines de los que antes habían hecho quitar el escudo de la familia. A decir verdad, no estaba permitido entrar en Yoshiwara en palanquín, pero este obstáculo se salvaba con una propina proporcional a la categoría del interesado. De todos modos, la costumbre de entrar en palanquín estaba a la orden del día; era una manera de demostrar que quien así viajaba podía permitirse todos los lujos. También se paseaban por esa calle hombres jóvenes y atractivos que sin vergüenza alguna ofrecían sus cuerpos a los clientes con gustos diferentes; los rufianes, vestidos quizá con demasiada elegancia para el barrio; los hijos de papá, cuyos rostros arrogantes delataban que les sobraba dinero y que estaban dispuestos a pagar lo que les pidieran con tal de satisfacer sus deseos. Viejos aburridos y desharrapados que, pagaran lo que pagasen, debían dar gracias si alguna de las muchachas aceptaba hacer algo con ellos en uno de los malolientes y oscuros callejones del barrio. Artesanos que llegaban orgullosos de poder permitirse, ellos también, echar una canita al aire. Muchachitos a los que algún rico comerciante había pagado para que le llevaran un mensaje a su cortesana favorita. Los niños que vendían nueces y pasteles y quién sabe si también sus cuerpos. Con el mismo desparpajo desfilaban por allí las criadas o aprendizas que tenían prisa por llegar a la casa de sus respectivas señoras, a las que debían ayudar a prepararse para la larga noche que estaba a punto de comenzar; y los palanquines con la ventanilla abierta y la cortina corrida porque a las damas que regresaban de la ciudad les resultaba agradable la brisa de la noche, aunque casi nunca dejaran ver sus rostros blancos y empolvados, ni su pelo, que venían de hacer peinar por uno de los mejores peluqueros del centro; éstos, la mayoría de las veces les ondulaba el pelo y remataba el peinado con un pompón rojo que danzaba sobre la peineta como una amapola mecida por el viento.
La joven mujer de piernas y rostro demasiado delgados que estaba sentada a una de las mesas de la terraza, justo delante de la ventana junto a la cual había tomado asiento Seami, y que con el abanico cerrado golpeteaba de vez en cuando con gesto altivo la mesa de madera, pues llevaba varias horas en el barrio y aún no había conseguido ni un solo cliente, consiguió atraer la atención del grabador. «Si no anduviera tan mal de dinero —pensó Seami—, me acercaría a hablarle.» Calculó que ya había transcurrido más o menos un año desde la última vez que hiciera el amor a gusto con una mujer. Este curioso entumecimiento de sus sentidos había comenzado ya antes de su amarga temporada a la sombra. Y en la cárcel tampoco había mejorado. Seami no sabía a qué atribuirlo. Sí, la escuálida jovencita de la terraza le interesaba más por la historia que podía leerse en su rostro que por el escaso atractivo que irradiaba su físico.
Al margen de todo, y aunque su situación era cualquier cosa menos esperanzadora, Seami se sentía bien. Al llegar a Edo se había separado de Soto, el monje itinerante, ante las puertas de la ciudad, pues su amigo quería seguir viaje hacia la región de las nieves, en el extremo septentrional del país. Soto creía que allí reencontraría la inspiración que necesitaba para escribir nuevos poemas; el monje vivía por y para la poesía. Seami había entrado en la ciudad sin perspectivas, sin saber adonde ir ni a quién dirigirse, sólo se dejaba guiar por su confianza de siempre, pues albergaba la íntima sensación de que allí iba a tener suerte.
Edo había cambiado mucho durante su ausencia, no sólo porque la ciudad hubiera crecido con la edificación de nuevos barrios que él aún no conocía, sino porque en sus habitantes se percibía ahora una nueva actitud ante la vida. Hasta su lenguaje había cambiado, se había vuelto más provocativo, un poco más grosero, pero había perdido la gracia de antaño. También la gente sencilla parecía tener más confianza en sí misma. Comparada con Nagasaki, a Seami le parecía que Edo estaba siempre en ebullición.
La gente del lugar, que al instante reconocía en él al forastero desorientado, lo agobiaba ofreciéndole los más variopintos negocios, y todos se quedaban boquiabiertos cuando Seami les respondía que no tenía dinero. Simplemente les resultaba increíble. Para la gente de la capital, era imposible andar por el mundo sin dinero. Seami no se sentía un samuray, pero cuando veía todo lo que allí se despilfarraba y la ostentación que algunos comerciantes hacían de su riqueza no podía evitar sentir a veces que, visto lo exagerado del lujo, en más de un caso la expropiación forzosa no podía hacer daño a nadie. Lo que en Edo podía olerse a la legua era lujo, sí, pero carente de todo gusto, y eso era lo que más le molestaba. Por ese motivo había decidido dirigirse a Yoshiwara; el viejo barrio no lo decepcionó. Es cierto que también allí habían demolido y reemplazado con nuevos y más espaciosos edificios muchas de las viejas casas que tanto le habría gustado volver a ver, pero Seami reencontró, sin tener que buscarla demasiado, la atmósfera característica de sus calles, mezcla de agitación y cierto grado de melancolía, de personajes comunes y corrientes con otros que parecían sacados de una pieza de teatro.
Sin ser consciente de ello, se puso a juguetear con su punzón de grabador, la única herramienta que había conservado de su antiguo taller de Nagasaki; mientras dejaba fluir los pensamientos, se acordó de repente de Gala: ¿Qué habría sido de ella? ¿Se habría convertido en una mujer de negocios con cuatro críos, un montón de alhajas y envejecida antes de tiempo? Lo invadió una sensación de nostalgia, pero habría sido incapaz de decir en ese momento qué era exactamente lo que añoraba. Dejó resbalar el pulgar por el filo del cuchillo. Volvió a contar mentalmente el dinero que guardaba en el bolsillo; consideró las posibilidades que tenía de invertirlo con éxito y, tras sopesar los pros y los contras, se preguntó si a fin de cuentas no le convenía pasar un buen rato con la esquelética prostituta de la terraza, que no dejaba de lanzarle miradas.
De pronto se le acercó un hombre que había estado sentado en un rincón oscuro de la taberna y, tras saludarlo, se sentó a su mesa. Iba vestido con elegancia y se dirigió a Seami con actitud espontánea y segura:
—¿Entendéis algo de grabado en madera? —preguntó el hombre sin ni siquiera presentarse.
—Un poco... —respondió Seami, sonriente—. Pero, en cualquier caso, no a esta hora. Hace una noche muy hermosa para estropearla trabajando, ¿no os parece?
—De día, el trabajo, y de noche, los placeres —dijo el desconocido.
—De los placeres no creo que pueda esperar demasiado esta noche —dijo Seami, con expresión un tanto melancólica.
—¿Andáis sin blanca? —preguntó el desconocido en un tonillo socarrón.
—No exactamente —replicó Seami sin precisar—. Pero, como suele decirse, el que ahorra, siempre tiene.
—He observado la habilidad de vuestros dedos, y no me cabe duda de que tenéis experiencia en el arte del grabado —dijo el hombre.
—Ya os lo dije... Un poco.
—Además, os gusta leer.
—¿Se puede saber qué andáis buscando?
El desconocido echó una mirada al hato con los bártulos de Seami, que había quedado semiabierto junto a uno de los cojines libres de su mesa y dejaba ver un volumen de poemas de Basho.
—¿Está en venta este ejemplar?
—De ninguna manera. Hasta ahora nunca he tenido necesidad de vender mis libros preferidos.
—Bueno, no quería ofenderos —se excusó el hombre—, pero tal vez podría ofreceros un trabajo.
—Veo que sois testarudo —dijo Seami.
—No siempre —replicó el desconocido, sin dejarse amedrentar—, pero hay algo en vos que me gusta.
—Bueno —dijo Seami—, dada mi situación, un trabajo no me vendría nada mal, y mucho menos aquí, en Yoshiwara.
—Entonces, creo que podremos llegar a un acuerdo —dijo el hombre—. Un grabador que sabe trabajar con precisión la madera de cerezo merece, a mi entender, un buen salario.
Tras estas palabras, mencionó por primera vez su nombre. Se llamaba Karamasu, y era dueño de una librería que había prosperado gracias a la preferencia de las mujeres por las hazañas del príncipe Shenzu y a los aportes de almas caritativas como la señora Ono Komachi; sin embargo, le dijo, lo que más se vendía en esos años eran las novelas de caballería de la época de las convulsiones políticas. El librero tenía pensado abrir en breve varias bibliotecas ambulantes, pues creía que esta nueva actividad iba a permitirle ganar más dinero. También quería editar una serie de hermosos grabados titulada Las mujeres y las flores, obra de un artista muy exigente que supervisaba hasta en el último detallé el trabajo de los artesanos empleados en su taller.
Seami dijo a Karamasu que, por desgracia, no podía trabajar ya de grabador, y describió con exactitud no precisamente agradable cómo durante las torturas le habían inutilizado los dos dedos de la mano derecha. Karamasu escuchó sin hacer un solo comentario la descripción que Seami hiciera de las crueldades de la policía política. Parecía ser un hombre muy precavido.
—Es una lástima —dijo el librero—, pero es posible que tenga otra cosa para ofreceros. Antes decidme, ¿por qué, entre tantas ciudades habéis escogido precisamente Edo?
—¿Queréis saber la verdad? —respondió Seami—. Porque me fascina Yoshiwara. Pero ¿es posible explicar por qué a uno le gusta este barrio?
—A lo mejor sí —replicó Karamasu—. Si se tiene el talento de un poeta como Basho... si uno supiera resumir en dos líneas todo lo que aquí ocurre; dos líneas que, sin embargo, lo contengan todo.
—Escribir, por ejemplo, un poema a los travesaños de la Gran Puerta —dijo Seami, entre soñador y burlón.
—Si me prometéis que no os vais a reír —prosiguió Karamasu—, os haré otra proposición.
—¿A saber?
—Por todo lo que me habéis contado, deduzco que lo que queréis es empezar otra vez de cero. Os seré franco: necesito capital para financiar la edición de los grabados. ¿Por qué no nos dedicamos a ganar juntos un poco de dinero?
—¿Y cómo? —dijo Seami entre risas.
Karamasu explicó que había pensado encargar la redacción de una guía de Yoshiwara. No había por qué extrañarse, subrayó, no sería la primera. ¿O acaso no había leído Seami el famoso libro de Fujimoto Kizan titulado El gran espejo del arte de amar? ¿Tampoco el librito de Kizan sobre las mujeres de vida alegre de Osaka? La guía que él quería encargar no iba a parecerse en nada a las que ya estaban en circulación: la suya debía describir, con claridad y concisión, todas las calles y todas las casas del barrio, indicar la hora de apertura y cierre de los burdeles, cómo llegar a cada uno de ellos, clasificar a las cortesanas según sus categorías, gustos especiales, trajes, peinados, e incluir un poco de cotilleo sobre los peluqueros y los sastres preferidos por las damas. Tampoco debía faltar una tabla con las tarifas, agrupadas por servicio y categoría de cada cortesana. La guía también debía incorporar datos sobre las favoritas de ciertos actores de renombre, pues el público teatral leía con avidez esos chismes. A fin de no ofender a nadie, esos comentarios podían hacerse de manera indirecta, mencionando, por ejemplo, las piezas preferidas de cada cortesana, o aludiendo a ellas... No había que olvidar un par de escenas de la calle, en lenguaje llano y estilo costumbrista. Por supuesto, se imponía incluir una advertencia contra la «enfermedad china», y detallar formas de prevenirla en un lenguaje sencillo que fuera capaz de entender hasta el más ignorante. Ah, y unos cuantos dibujos eróticos que se añadirían una vez que el libro recibiera el visto bueno del censor... Prever, tal vez, una edición especial ilustrada, a un precio algo más alto... Y, para evitar sorpresas desagradables, incluir unas líneas de agradecimiento al censor. El tipo que actualmente ocupaba ese cargo se dejaba untar con mucho gusto.
Seami reflexionó unos instantes sobre todo lo que Karamasu acababa de decir.
—No es una idea tan descabellada —convino al cabo de un rato; él estaba en condiciones de lanzarse otra vez a una empresa arriesgada, y le apetecía. Además, el plan de Karamasu le gustaba, y el hombre también —. No habéis olvidado ni un solo detalle —se vio obligado a admitir Seami.
—Gracias —dijo el librero, y añadió—: ¿Debo entender, entonces, que aceptáis mi propuesta? No tenemos tiempo que perder. Os adelantaré hoy mismo una cantidad. Y cuando se publique el libro, un porcentaje de las ventas.
La cantidad que mencionó Karamasu lo dejó boquiabierto. Pero así eran las cosas en el mundo inestable: un día estaba uno en el calabozo, al otro se encontraba en la calle hecho un vagabundo y al tercero se convertía en socio de un hombre de buena posición.
Bebieron otro par de cuencos de sake y brindaron por el éxito de la empresa. Antes de despedirse, Seami recibió el anticipo en monedas de plata contantes y sonantes. Karamasu le dijo que lo esperaba a la mañana siguiente, alrededor de las once, en la librería; allí ultimarían los detalles con toda tranquilidad. El librero le pidió que lo disculpara, pero debía retirarse pues aún tenía que pasar por la imprenta a supervisar un trabajo urgente.
Cuando el librero se marchó, Seami se puso de pie y se acercó a la delgada muchacha que a esa hora ya se había resignado a volverse a su casa sin haber conseguido ni un solo cliente. La chica estaba sentada con las piernas muy abiertas, en una pose bastante ordinaria. La historia que Seami oyó de sus labios no fue demasiado excitante: era hija de un campesino de un pueblo que se hallaba a orillas del lago de Edo; su padre la había vendido a una casa que poco después quebró por culpa de las deudas de juego acumuladas por el propietario. Las otras muchachas habían pasado a trabajar con otro patrón, pero a ella el nuevo dueño no la quiso y desde entonces no había tenido más remedio que hacer la calle. No tenía rufián y, aunque había intentado conseguir uno, al parecer nadie la quería.
Seami alquiló un cuarto para pasar la noche. A ojos de la muchacha, era una habitación «lujuriosa». A Seami le pareció que la chica no comprendía el verdadero significado de la palabra, y que sólo la pronunció porque le parecía la más apropiada para describir el cuarto. Era obvio que confundía la lujuria con el lujo. Por lo demás, hacer el amor con ella fue una verdadera decepción. Era una mujer mecánica y fría, sin ningún refinamiento.
A la mañana siguiente Seami se presentó a la hora convenida en la librería de Karamasu. Lo primero que hicieron fue firmar el contrato, que sellaron bebiendo un té juntos. Cuando volvió a la calle, Seami no tenía otra opción que ponerse a trabajar de inmediato en la confección del catálogo general de las hermosas cortesanas de Yoshiwara. Había acordado con Karamasu que el libro estaría acabado al año siguiente, a más tardar para cuando florecieran los cerezos, pues en esa época aumentaba de forma sensible el número de visitantes que acudían a Yoshiwara.
La primera medida que tomó fue buscar un lugar donde vivir, en pleno corazón del barrio. Aún guardaba el dinero que obtuviera con la venta del taller de Nagasaki, pero prefirió no derrocharlo. Al final de un pasaje en el que sólo había chiringuitos y casas de té, encontró una casucha en alquiler. De una de las tiendas cercanas, cuya especialidad era el incienso y otros productos aromáticos, salía de día y de noche un intenso olor a canela. De algún rincón llegaba de vez en cuando el sonido de un carillón. La casucha, si bien era bastante destartalada, disponía de dos habitaciones y una cocina, y estaba rodeada de un amplio jardín, aunque se hallaba cubierto por la maleza. Puesto que Seami sabía que en los meses venideros le quedaría poco tiempo para hacerse cargo del jardín, pagó a un muchacho para que se ocupara de ese trabajo.
Seami acabó enamorándose del jardín, y pidió al jardinero que no segara el césped demasiado corto porque quería que el lugar conservara cierto aire salvaje. Cuando, después de pasarse horas escribiendo, sentía que le empezaba a doler la mano izquierda, Seami salía al jardín y se sentaba en el césped, a la sombra de una pequeña mata de bambú, a contemplar las malvas y buscar palabras con las que describir exactamente las distintas tonalidades, del rojo al amarillo, que prevalecían en él. En su imaginación asoció las flores de malva con los vestidos de las damas de Yoshiwara, que también debería describir en la guía del barrio. A fin de concluir su proyecto sin demasiadas complicaciones, había pedido a Karamasu que le imprimiera en su taller la siguiente carta de presentación:
El artista Seami Sochimito se propone escribir una detallada y fiable guía de los establecimientos del Mundo Inestable, que permitirá a los visitantes locales y extranjeros conocer las dotes, las artes y las características especiales de las distinguidas damas de este barrio. A tal fin solicita a las cortesanas de primera y segunda categorías que le abran las puertas de sus casas. El autor y el editor atribuyen gran importancia al hecho de describir los peinados y los atuendos de las damas que ellas mismas autoricen.
En efecto, la mayoría de las cortesanas se mostraron dispuestas a conversar con él. Le enseñaron sus vestidos, y Seami hizo esbozos de sus peinados. Bailaron para él, le recitaron sus poemas preferidos. Más de una cortesana llegó incluso a invitarlo a probar sus cualidades eróticas. Seami vivía rodeado de una perfumada nube de sensualidad. Se ganó a pulso la confianza de muchas de las mujeres de Yoshiwara; ni él mismo podía creer lo que le estaba sucediendo. Había cortesanas que conversaban con él mientras tomaban un baño. Se enteró de muchos cotilleos, y las mujeres le pedían consejos, por ejemplo, al ir a comprar telas para confeccionar nuevos quimonos o encargar abanicos.
Seami hacía sus visitas siempre a primera hora de la tarde, cuando las mujeres acostumbraban salir del baño y comenzaban a maquillarse y a peinarse para atender a los primeros clientes. Pero a veces también se dejaba caer por la noche. A esa hora se dedicaba a encuestar a los hombres que salían de las casas, incluso en el interior de algunos establecimientos que siempre tenían para él las puertas abiertas. Seami se movía a voluntad entre las habitaciones en las que las mujeres mayores y las muchachas hacían el amor con los clientes. Conoció a celestinas, a hombres y mujeres que se ganaban la vida ensalzando las virtudes de las cortesanas, a rufianes, y también vio la cara a todos los propietarios de las casas de té, mientras estudiaba los gestos y las posturas corporales de los clientes y las prostitutas. Junto a muchos esbozos que más tarde Seami descartó, surgieron los que servirían de base a las diez láminas dedicadas a la serie de Grandes Cortesanas. Para sus dibujos Seami siempre utilizaba papel de arroz transparente. Cuando se los enseñó a Karamasu, el librero dijo sin perder un segundo que quería hacerlos grabar y añadirlos a la guía; Seami los cobraría aparte, como un suplemento.
Durante esta conversación con Karamasu, mencionó de pasada que una de las cortesanas de primera categoría se negaba en redondo a recibirlo.
—¿De quién se trata? —preguntó Karamasu, sorprendido.
—Se hace llamar la Dama del Árbol Imperial.
—Mirad cómo son las cosas —dijo el librero—. Yo solía frecuentar su establecimiento antes de que le concedieran el diploma. Entonces todavía se llamaba Toshua.
A Seami le tembló todo el cuerpo al oír ese nombre.
—¿Cómo decís que se llama? —preguntó, creyendo que su imaginación le estaba jugando una mala pasada.
—Toshua —repitió Karamasu—. Hace poco hubo un gran escándalo relacionado con su persona. Al parecer, el ex jefe de policía de Yoshiwara intentó violarla.
Desde ese momento Seami supo con toda certeza que la Dama del Árbol Imperial no podía ser otra que su hermana. Lo sabía, y al mismo tiempo se negaba a aceptarlo. En su memoria conservaba aún vivas las imágenes de su primera noche de amor, la que pasó junto a Toshua antes de que los dos abandonaran el pueblo natal. A veces le parecía que todo había ocurrido ayer.
Sin embargo, al instante una voz intentó convencerlo de que tan sólo se trataba de una coincidencia de nombres; lo demás, eran sus sueños, sus deseos.
Y así pasó el otoño, y el invierno, y el trabajo en el manuscrito estuvo casi terminado; pero Seami no volvió a intentar ser recibido por la Dama del Árbol Imperial.
Antes de finalizar el manuscrito, un día de invierno en que el jardín amaneció cubierto de nieve, Seami, al contemplarlo, recordó los colores de las malvas, como si de pronto hubieran florecido allí mismo, bajo el manto blanco. Salió al jardín y vio que aún asomaban entre la nieve dos pimpollos de rosa helados. Los pimpollos y las yemas habían conservado la forma, pero parecía que estuvieran recubiertos de cera. Sus colores naturales habían adquirido esos tonos suaves y apagados que a Seami tanto le agradaban.
Al volver a la casa, en su imaginación asoció la nieve y aquellas plantas que habían hecho brotar con fuerza sus recuerdos así, como las que se habían conservado a pesar de la nevada, con la Dama del Árbol Imperial. Con la mano izquierda esbozó unos cuantos dibujos de la mujer que no había conseguido ver con sus propios ojos. Sentada ante un espejo, vestida con un quimono en cuya espalda destacaba un estampado de malvas azules, rosa pálido y amarillas, el personaje de sus dibujos se disponía a arreglarse el tocado y a colocarse un alfiler en el pelo. Su rostro mostraba una misteriosa sonrisa de Bodhisattva, una expresión que había quedado grabada en la memoria de Seami en el momento en que Toshua y él se encontraron aquella mañana ante el horno de la tahona. Él había sido el primero en salir de la bóveda del horno; el aire límpido lo había recibido con una frescura maravillosa; al darse la vuelta, Toshua se hallaba a su espalda y lo observaba con aquella sonrisa de otro mundo que ahora él conseguía recuperar en los dibujos.
Después de acercarse hasta el taller del grabador para pedirle que grabara el dibujo en una plancha de madera de cerezo, y una vez que tuvo en su poder una lámina acabada del mismo, la colocó en su mesa de trabajo e ideó después la nota que pondría al pie del retrato de la Dama del Árbol Imperial.
Catálogo de las Grandes Damas de Yoshiwara, pues así rezaba el título final de la obra de Seami, ya estaba listo. Para celebrar su publicación Karamasu organizó una recepción en su casa de campo, ante las mismas puertas de la ciudad. Asistieron todas las damas que aparecían retratadas en el libro, al margen de lo que Seami hubiera escrito sobre ellas. También se contaron entre los invitados muchos famosos actores de kabuki, y comerciantes, mayoristas de arroz, cambistas, personas todas con los bolsillos bien llenos. Esa misma noche se vendieron cerca de setenta ejemplares de la edición especial, es decir, de los tomos que iban acompañados de los diez grabados en madera. Los invitados comieron, bebieron y conversaron en un hermoso jardín, en el que ya comenzaban a florecer los ciruelos. A una hora ya muy avanzada la noche se reunieron en un pabellón, a improvisar poemas. Se formó un jurado para decidir cuáles eran los versos más bellos. Más tarde Seami recordó que en su poema había intentado recoger la impresión que le causaran aquellas rosas heladas:
Todos admiran las bellas rosas
cuando florecen.
Pero el entendido
vendrá
a admirar los pimpollos helados.
No olvidó los versos de Toshua, quizá los más originales de todos:
Compartir la almohada
con la luna...
en una paz absoluta.
¡Qué inmensa alegría!
Más tarde Karamasu le presentó a un tal señor Shunku, hijo del propietario de varias minas de cobre en la provincia, que precisamente estaba a punto de abrir un nuevo teatro en Yoshiwara. Shunku era mofletudo y tenía dientes de conejo. Por eso, Seami para sus adentros lo apodó Cobayita. En la conversación que mantuvo con él Seami le mencionó que antes de partir hacia China había sentido una gran atracción por el kabuki, y que ya entonces había contemplado en secreto la idea de escribir una pieza y representarla.
—Me consideraría un hombre feliz —dijo en tono cortés el señor Shunku— si os dignaseis llevar a la práctica en mi teatro lo que entonces fue una mera ocurrencia.
Precisamente porque no tenía ninguna experiencia en el arte del kabuki, y porque una incursión en el teatro significaba para él experimentar una nueva forma artística, la sugerencia del señor Shunku le pareció del todo fascinante. Sin embargo, la invitación del empresario no fue en ese momento más que una mera fórmula de cortesía.
—Bien, señor Shunku —replicó Seami con una sonrisa—, ¿qué diríais si me decido a tomar en serio vuestra invitación?
—Creedme —respondió Shunku— que no lo he dicho sólo para adularos. Lo sepáis o no, con vuestro libro ganaréis mucho dinero y os haréis famoso. Por lo tanto, creo que no sería muy inteligente de mi parte desperdiciar la oportunidad de contar en mi repertorio con una pieza escrita por vos.
Era curioso: a Seami ya le había ocurrido muchas veces lo mismo en relación con encargos de grabados. Cuando alguien le hacía una proposición, él tenía al instante una idea apropiada para satisfacer la demanda. Era como si necesitara el encargo para que su inspiración se pusiera en marcha. Recordó todos los fragmentos de frases, confesiones, quejas y otras ridiculeces que había acumulado durante la redacción de su catálogo cíe las cortesanas de Yoshiwara. Su idea, hacer con todo eso una pieza de kabuki en la que se retratara el mundo inestable en todas sus facetas, un mundo tragicómico, rebosante de alegría de vivir y de melancolía a la vez, le pareció de pronto una ocupación que acometería con placer.
En ese preciso instante Karamasu se sumó a la conversación. El librero y editor lo cogió suavemente por un brazo y le susurró al oído:
—La Dama del Árbol Imperial ha manifestado su deseo de conoceros.
Seami se quedó de piedra. Las rosas heladas y su especial coloración volvieron de repente a su memoria. Necesitó un minuto, que a él le pareció una eternidad, para dominar la excitación que lo embargaba. A continuación se dirigió hacia la dama, que apareció detrás del librero, y le hizo una ligera reverencia. Después de mirarla un instante, no le cupo ya duda alguna de que la mujer que tenía delante era su hermana, y se apoderó de él una total inseguridad. Le resultaba difícil hacer abstracción del quimono —que, por otra parte, tenía el mismo estampado que él de forma intuitiva escogiera para su dibujo— y ver debajo de la prenda a la misma muchacha campesina de la que se había despedido muchos años antes.
La Dama del Árbol Imperial cogió con la punta de los dedos una manga del quimono, la estiró para que los hombres pudieran observar mejor el estampado de malvas en diversos colores y dijo:
—Ya veis, señor Sochimito, que vuestro estampado no pasa inadvertido a ojos de nadie. Espero que me creáis si os digo que lo mandé confeccionar después de haber visto cómo me habíais retratado. Confieso que vuestra descripción me ha llenado de satisfacción, pues se corresponde por completo con el original.
—¿Y por qué os negasteis a recibirme?
—Había oído decir que erais un hombre que podía ser peligroso para el corazón de las mujeres.
—Bueno, ¡pero no para una mujer con vuestra experiencia!
—¿Sabíais, Maestro Seami, que en las fortalezas en las que nuestro oficio nos obliga a atrincherar el corazón siempre hay aquí y allá, una puertecita que a veces olvidamos cerrar?
—Me lo imagino como una ceremonia del té —respondió Seami—. Hay que inclinarse para entrar en la bella habitación en la que se celebra. Pero yo me sometería a gusto a esa pequeña incomodidad.
—Debo daros las gracias —dijo la mujer—. Fue muy generoso de vuestra parte incluirme entre las grandes cortesanas que aparecen retratadas en el libro, pese a que nunca tuve a bien recibiros.
—Estoy seguro de que sin la mención de vuestras virtudes el libro estaría incompleto.
—Además, en lo que atañe a mi biografía, os habéis aproximado a la verdad de una manera sorprendente.
—Sí, me esforcé por inventar lo menos posible. De haberos visto antes en persona, es posible que hubiera escrito una historia fantasiosa.
La Dama del Árbol Imperial le acarició tiernamente el brazo con el abanico.
—Con qué habilidad sabéis dosificar vuestros cumplidos. Vuestra compañía es muy agradable —dijo la dama—. ¿No os apetece acompañarme un rato al jardín?
—¡Con mucho gusto...!
Salieron los dos. Toshua, que parecía tener frío, cogió un chal que llevaba en el brazo y se cubrió los hombros. Después alzó la vista y contempló el cielo, abrió el abanico, se abanicó una vez y volvió a cerrarlo.
—¿Y de verdad no sabes —preguntó Toshua, tuteándolo por primera vez— por qué me negué a recibirte?
—Ya ves —replicó Seami— que tu negativa no sirvió de nada.
—No quería poner las cosas tan fáciles al destino.
—Tampoco se le puede hacer frente con versos en los que se afirma que uno es feliz cuando se comparte la almohada con la luna —replicó Seami.
—En tu descripción de mi persona tal vez podrías haberte ahorrado la mención del lunar que tengo un palmo por debajo de la cadera izquierda —le reprochó Toshua.
—Sólo lo mencioné para hacerte saber que conocía muy bien quién era la que se negaba a recibirme.
Pausas cada vez más largas separaban sus frases.
—¿Cuándo supiste a ciencia cierta que la Dama del Árbol Imperial había nacido hija de campesinos?
—Te vi una vez por la calle. Hay personas cuya manera de andar no cambia jamás.
—Comprendo —dijo ella con una risa relajada—. Ese paso que los demás llaman bamboleo, en lugar del andar lúbrico con el que ha de moverse una cortesana de primera categoría. Si no me concentro, vuelvo siempre a mi antiguo paso. Algo que no debería ocurrir.
—Pero para mí fue un placer reconocerlo —dijo Seami.
Caminaron un rato en silencio, uno junto al otro.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Seami algo malhumorado.
—Te he propuesto este paseo por el jardín para que nadie se entere de que te invito a que vengas esta noche a mi casa. A mi domicilio particular, la antigua casa de Fantasma de Golondrina, no La Calabaza madura.
—Eres muy amable con este pobre vagabundo —dijo Seami con voz ronca.
—Vamos, no digas tonterías —replicó Toshua—; tal vez se trate de una imprudencia, pero no porque tú seas un vagabundo.
—¿Temes que las cosas terminen mal?
—¿No te das cuenta de que no tenemos otra opción? ¿No ves que es inútil pensar en ello? Creo que haríamos mucho mejor si decidiéramos practicar nuestro amor como dicta el zen: disfrutar de cada instante concentrados el uno en el otro. ¿Adónde fuiste cuando nos separamos? —preguntó Toshua—. ¿Cómo te convertiste en artista?
—Es muy largo de contar. Me llevaría muchas noches...
—Entonces, ven —dijo ella—. Vámonos antes de que todas las cotillas y los curiosos sean testigos de nuestra insensatez.
Seami no se movió y sacudió con terquedad la cabeza.
—No sé si es justo llamar insensatez a lo que hemos decidido hacer.
—¿Y cómo lo llamarías tú?
—¿Yo...? Felicidad. Sí, loca, peligrosa felicidad, pero felicidad al fin —concluyó Seami.
Pasaron cinco años. Seami se convirtió en un conocido director y dramaturgo del nuevo teatro de kabuki del señor Shunku. Había veces que a él mismo le sorprendía el éxito conseguido en esta nueva etapa de su carrera.
Durante varios meses se vio obligado a acudir al teatro casi a diario. Shunku había dado orden de que también se le permitiera seguir los ensayos desde bastidores.
Karamasu le había proporcionado casi toda la bibliografía que existía sobre este género teatral. Gracias a una segunda y tercera edición del Catálogo consiguió la independencia económica necesaria para dedicarse a sus nuevas inquietudes sin que lo distrajera ninguna preocupación.
Al principio se concentró en estudiar de modo sistemático la historia del kabuki. Cuanto más profundizaba en los detalles de su origen y evolución, más le gustaba esta forma teatral, y al preguntarse qué era lo que tanto lo entusiasmaba, llegaba a la conclusión de que habían sido las pasiones reprimidas y prohibidas por instancias oficiales los temas que fundamentalmente habían encontrado en el kabuki una forma de expresión. «Sí, el kabuki siempre ha sido subversivo», se dijo Seami en una ocasión.
Antes siempre había conseguido plasmar sus pasiones en los grabados; ahora, el kabuki le proporcionaba una nueva oportunidad. Los Grabados significaban imágenes inmóviles de pasiones. En el kabuki, en cambio, esas imágenes adquirían vida y movimiento; en el teatro, directores, dramaturgos y actores tenían la posibilidad de realizarlas con todo el ardor de sus temperamentos.
Según los estudiosos, el kabuki había surgido a partir de danzas populares que una dama de nombre O-Kumi, originaria de Izumo, popularizara en los escenarios de Kyoto durante los primeros años del siglo XVII; por ese motivo, las piezas de esa primera época se designaban con el nombre de «onna-kabuki» (kabuki femenino).
El kabuki se ganó enseguida una mala reputación, y nunca logró desprenderse de ella por completo, ni siquiera en épocas muy posteriores. En estudios contemporáneos, Seami leyó lo siguiente:
Tras las representaciones en Gion, Reizan y Maruyama, en el barrio de las casas de placer de Kyoto, se contratan cortesanas y se organizan fiestas que duran toda la noche. A menudo participan, disfrazadas, personalidades de muy alto rango.
Los críticos confucionistas del kabuki muy pronto dieron por sentado que todas las mujeres que trabajaban en escena excitaban los rokkon wo naymashi, es decir, las seis raíces del mal: ojos, oídos, nariz, lengua, cuerpo y corazón. Así, muchos hombres se vieron abocados a dilapidar todos sus bienes, y dejaron de cumplir con sus obligaciones familiares, abandonando a su suerte a padres, esposas e hijos. Por este motivo, el kabuki femenino recibió el nombre de «kuni no samatage» (trastorno de toda la nación) y fue criticado y acusado de ser el origen de grandes tragedias.
Casi como tema de una futura pieza de kabuki se le ocurrió a Seami la anécdota en torno a la célebre actriz Osho Sadoshima Shokichi, la cual durante su viaje a Edo había hecho un alto en Mishima, en la provincia de Izu. Allí, el vendedor de aceite Heitaro, tras el primer y fugaz atisbo de su belleza, se enamoró perdidamente de ella. Como es lógico, Heitaro no podía siquiera esperar que la actriz se dignara a hablar con él, y enfermó de desesperación. Los amigos intentaron en vano consolarlo; hasta que, viendo que nadie más que la misma Osho sería capaz de curarlo, le dijeron que podría encontrarse con la actriz si estaba dispuesto a desembolsar una importante suma de dinero. Heitaro sacrificó los ahorros de varios años y consiguió, por fin, hablar una noche entera con la mujer amada. Pero al amanecer Osho Sadoshima tenía que reanudar su viaje a la capital. Heitaro cayó de nuevo en la más profunda desesperación. Creía que no iba a ser capaz de soportar la separación. Rezó, suplicó y al fin consiguió que la actriz le permitiera acompañarla en calidad de porteador de su palanquín. Se cuenta que el enamorado Heitaro sirvió tres años a su amada.
En aquel entonces, mes tras mes acudían en masa miles de espectadores a las representaciones de kabuki. Era corriente, sobre todo en el caso de las intérpretes de sexo femenino, regalarles tanzaku, kashiori y heishi.
El año 1629 marcó el final de la época del onna-kabuki. El gobierno central prohibió en esa fecha la presencia de mujeres en todos los escenarios.
Tras la prohibición, comenzó el período del wakashu kabuki. Los wakashu eran jovencitos que interpretaban los papeles femeninos. Una gran parte de la atracción consistía en que eran elegidos más por su belleza física que por su talento dramático, y por ello este período del kabuki se corresponde con una glorificación de los jóvenes prostitutos masculinos. Sin embargo, eso no significó una decadencia de la dramaturgia; antes bien, el nivel aumentó, y no en última instancia debido a que los actores de las compañías de teatro no pasaban a engrosar las filas del kabuki.
En sentido estricto el término «wakashu» designa a un varón entre once y quince años de edad, es decir, antes de que se celebre la ceremonia del festival de Eboshi, en el que los jóvenes adquieren la mayoría de edad. El encanto de los jovencitos menores de quince años residía en el maegami, el flequillo sobre la frente, que se cortaba durante la ceremonia de Eboshi.
En 1652, la homosexualidad (shudo), que en primer lugar era practicada por los sacerdotes y los samuráis, se hallaba también tan difundida entre las demás clases sociales que el gobierno dio por sentado que ya era hora de hacer algo para frenarla. Y fue ese año que se emitió el decreto por el que se prohibía también el wakashu kabuki. En consecuencia, ya tampoco los muchachitos podían aparecer en los escenarios del Imperio, sino únicamente los actores adultos de sexo masculino que ya no llevaran el maegami. Pero, hecha la ley... La solución consistió en hacer que los muchachos se cubrieran la frente rasurada con un pañuelo, con lo cual pasaron a tener un aspecto incluso más encantador que antes. Poco a poco se impuso la costumbre de que los hombres adultos interpretaran los papeles femeninos (onnagata), para lo cual los actores necesitaban un entrenamiento especial.
Absolutamente fascinado leyó Seami los textos de un tal Yoshizawa Ayame, célebre intérprete de onnagata y también dramaturgo, que en un capítulo de su manual de arte dramático incluía una serie de consejos prácticos para interpretar los papeles femeninos. Ayame aconsejaba, por ejemplo, que la impronta de femineidad debía conservarse incluso en el vestuario. En su manual se leía:
Si un onnagata ha de mantener en secreto el hecho de que en la vida real está casado y que la gente habla sobre su mujer, entonces hará bien en sonrojarse. Si no lo consigue, entonces no debería interpretar ningún papel de onnagata. No llegará a nada en esta especialidad. Pero un actor que, al margen del número de hijos que haya engendrado, conserva un corazón infantil, es un genio nato.
De los Ensayos reunidos para actores aprendió Seami también que Ayame, en su calidad de onnagata, se había negado a comer tororo, una sustancia de consistencia gelatinosa que se elaboraba con patata dulce, y se tragaba haciendo ruido con la boca. Era una seña de identidad de los homosexuales; en cambio, que lo consumiera una dama no estaba bien visto.
Seami se entusiasmó con las explicaciones de Ayame, que a veces contenían auténticas historias didácticas:
Hace poco fui a Tennoji, donde tenía previsto visitar una exposición de arreglos florales. En efecto, allí se exponían los más extraordinarios tipos de flores.
Sin embargo, mi visita coincidió con la estación del año en que florecen los ciruelos. A los que habían acudido especialmente a presenciar la exposición de flores, las flores de ciruelo no les parecieron nada especial, pero, impresionados por la novedad, aplaudían, en cambio, las flores exóticas que se presentaban en aún más exóticos arreglos.
Sin embargo, para mí lo mejor de la visita fueron los sensacionales arreglos naturales de las flores de los ciruelos; admiré el sentido de la estética con el que se ofrecían estas flores comunes y corrientes. Lo mismo ocurre en las representaciones de onnagata: el fundamento de este arte consiste en no alejarse de la sensibilidad y de la estética de una mujer. Si el actor se aparta de lo que es habitual y natural, y busca lo fuera de lo común, sin acentuar con fuerza lo fundamental de la representación, su arte interpretativo, por más extraordinario que sea o pueda parecer, no moverá al espectador a pensar ni a exclamar: «¡Oh, esto sí que es bello!»
Así, Seami se permitió el lujo de sumergirse en los manuales de kabuki, de pasear por la ciudad, de ir al teatro a conversar con los actores.
Las gentes de la ciudad lo tenían por un holgazán, cuando en realidad él siempre estaba pensando hasta el último detalle de la acción de sus obras.
El primer texto que salió de su pincel y que fue representado ante el público fue una canción para un solo actor de aspecto de payaso que vestía un gorro dorado y quimono multicolor, con el cinturón anudado por debajo de la barriga.
Me gusta ir a Yoshiwara. Ya en el camino no pienso en nada más que en los placeres de Yoshiwara. Cuando vuelvo a casa, mi corazón se queda en Yoshiwara. La noche que pasé en Yoshiwara con una cortesana fue inolvidable. Sin embargo, tras esa noche la cortesana se apropió de mi corona de rosas. El propietario de la casa me pidió, antes de marcharme, también la camisa. Y, excitado, el paraguas lo dejé por el camino en una casa de té. En la calle, no recuerdo dónde, perdí también el abanico. Cuando empezó a llover, quise cubrirme con un manto y un sombrero de paja. Pero no encontré a nadie que me ayudara. Entonces decidí coger una hoja de loto de un pequeño estanque. Pero, cuando iba a cogerla, vino una rana y me la quitó.
Cuando, más adelante, comenzaron a representarse en los escenarios piezas enteras de Seami, pronto se demostró que el joven dramaturgo tenía la intención de introducir un nuevo estilo en el kabuki. Sus temas y el estilo que imponía a la dirección de las piezas caldearon los ánimos. Hasta entonces en el kabuki se representaban básicamente piezas de tema histórico que evocaban acontecimientos de la temprana Edad Media; eran estas obras las que más éxito de público obtenían. En cambio, las piezas de Seami trataban todas de hechos contemporáneos, extraídos del ambiente del mundo inestable: la mujer de un tendero se escapa con un empleado de la tienda de su marido; una pareja de amantes se separa en el extranjero, pese a profesarse un apasionado amor; el hijo de un comerciante se arruina con una cortesana de Yoshiwara y su padre lo deshereda; un acaudalado banquero se encapricha con una muchacha de dieciséis años y padece las consecuencias de los esfuerzos amorosos que le exige la relación.
El mayor éxito lo obtuvo Seami con la pieza titulada Gengobei, la montaña del amor, con la que el señor Shunku inauguró su teatro. El héroe, Gengobei, es un joven de Kagoshima, pueblo de la provincia de Satsuma, unido por una gran pasión al bello jovencito Nakamura Hachijuro. Pero, ¡ay!, un fantasma también siente admiración por el bello muchacho y Nakamura muere una noche después de pronunciar la siguiente y significativa frase: «¡Cuán efímero es el mundo inestable! ¡Cuán incierto el destino del hombre!» Gengobei lamenta en voz alta la muerte de su amado y después, sentado junto a la tumba de Nakamura, tras cortar los nudos de su peinado se dirige al templo de Saien, donde se presenta ante el prior a exponerle la situación en que se halla, tras lo cual, y con la más seria intención, toma los hábitos.
En la segunda parte de la pieza resplandece en el escenario, en un extremo del hamanichi, esa ancha pasarela que atraviesa la platea, una pancarta con la inscripción «¡Dudosa como la vida del pájaro es la vida del cazador!». En una peregrinación a la montaña de Koya, Gengobei encuentra a un joven de extraordinaria belleza que se halla cazando pájaros, y que es idéntico al difunto Nakamura. Tras pasar con él una noche de amor, prosigue su viaje. Cuando por la mañana sale a hurtadillas de la casa del hermoso muchacho, se entera por el jardinero de que su amante es el hijo del gobernador.
Una vez alcanza la meta de su peregrinación, Gengobei, aquejado por la nostalgia, apenas se detiene un día en un albergue para peregrinos que se encuentra en la ladera meridional de la montaña del monasterio, y ni siquiera visita la tumba del santo del lugar. Su arrolladora pasión lo impulsa a regresar lo antes posible junto a su amado. El joven lo recibe con muestras de alegría, y vuelven a pasar juntos una noche llena de placer. Por la mañana aparece de repente en la habitación el padre del muchachito, que se asombra al encontrar allí a un sacerdote. El jovencito desaparece de improviso. Gengobei se siente obligado a confesar al gobernador el amor que siente por su hijo. El gobernador le responde: «Si bien a un padre virtuoso le corresponde ser modesto, me enorgullece que alabéis en esos términos la belleza de mi hijo. Pero, por desgracia, hace veinte días falleció súbitamente. Sus últimas palabras fueron: “¡El sacerdote, el sacerdote!” Entonces creí que eran palabras provocadas por el delirio de la fiebre. Pero ahora sé que os llamaba a vos.»
En este punto, el espectador, como es lógico, se pregunta: «Pero, ¿entonces Gengobei ha pasado la noche con un fantasma?» El modo en que Seami ponía en escena este acto sugería aún otra pregunta: «¿No serán acaso todas nuestras pasiones y nuestros deseos sólo ilusiones?»
El segundo acto lo cerraba un narrador con la moraleja: «Gengobei sintió como nunca antes que la vida en este mundo no tiene ningún valor. ¿Por qué no prescindir de esta existencia intrascendente?»
Sin embargo, en ese momento se pone de manifiesto que no es tan sencillo quitarse la vida de una forma agradable y con buen gusto. Gengobei, despojado por el destino, y en muy poco tiempo, de dos amigos, aprende en medio de la desgracia las leyes del mundo inestable.
En el tercer acto, en una pancarta que aparece desplegada en el escenario, se lee: «El que ama a sus semejantes sabe que del cielo caerán sobre él, a manos llenas, pétalos de flores.»
Oman, una muchacha de quince años de edad e hija de buena familia, de cuya belleza el narrador hace partícipe al público, tan bella que incluso la luna llena la mira con envidia, se ha enamorado de Gengobei. La joven pide consejo a una criada, una mujer mayor muy experimentada en estos asuntos. Se trata de seducir a Gengobei. Lo cómico de la situación reside en que un hombre que se ha jurado amar sólo a jóvenes de su sexo se convierte en objeto del más avasallador deseo de una mujer.
Al ver que la muchacha no logra su objetivo, la anciana le aconseja que se convierta en hombre mediante las adecuadas transformaciones del peinado y la vestimenta, sin que la ingenua Oman sepa muy bien para qué va a servirle ese fingido cambio de sexo. Vestida de jovencito, inicia una peregrinación que la llevará a la ermita de Gengobei. Al llegar allí, Oman encuentra vacía la cabaña en la que supuestamente se ha retirado Gengobei, afligido de mal de amores. Sin embargo, en el interior encuentra un libro titulado Las dos mangas de su quimono estaban húmedas de lágrimas: las lágrimas que vertió mientras esperaba a su amado.
Este libro le permite conocer por primera vez las prácticas amorosas entre hombres. En ese instante regresa Gengobei, que toma a la muchacha por un hermoso jovencito. Lo más apropiado parece compartir la almohada con ella, cosa que también la joven desea. El verdadero sexo de Oman no se revela hasta el final. Cuando Gengobei, desilusionado, amaga con apartarse, la muchacha le dice su nombre y exclama: «Desde el año pasado te escribo una carta tras otra, y en ellas te he declarado mi amor una y otra vez; tú, sin embargo, no te has dignado nunca a contestarme. Cruel, en realidad, fue para mí tu indiferencia, pero estoy obsesionada contigo y no puedo cambiar ese sentimiento. Así fue como decidí vestirme de hombre y venir en tu busca. No puedes odiarme por haberme tomado tantas molestias.»
Gengobei, ante las súplicas, afloja. En ese momento pronuncia la frase que tan bien define al mundo inestable y a los jóvenes petimetres que lo frecuentan, hartos de todo: «¿Qué importancia tiene que nos gusten los hombres o las mujeres?»
A cada nueva representación esta escena era recibida cada vez con ovaciones más fuertes. En última instancia, de lo que sí se podía estar seguro era de que el público, mientras la acción de la pieza se acercaba al punto en que se pronunciaba esa frase, ya la tenía en la punta de la lengua, y no pocas veces ocurrió que la sala entera la pronunciaba al unísono en voz alta.
A continuación el escenario se quedaba a oscuras y ya no era posible distinguir los detalles. Sólo se oían las exclamaciones de una pareja entregada a los placeres del amor, acompañadas de una música en lento pero imparable crescendo, hasta que el sonido atronador de un gong, tanto que atravesaba los huesos, indicaba que los amantes habían alcanzado el clímax.
El tema de la pieza no era una invención de Seami, sino que se inspiraba en una de aquellas historias de Ihara Saikaku que había traducido al neerlandés durante los años en Nagasaki. Si con esa historia por él adaptada y transformada en pieza de kabuki obtenía un éxito tan sensacional, se debía a un gran número de motivos. El público sabía que en un pasado no muy remoto había habido shogunes que sentían una mayor y más evidente inclinación hacia los varoncitos que hacia las muchachas o las mujeres, y que en el Bakufu las relaciones amorosas entre hombres eran más bien la regla que la excepción. El censor al que hubo que someter esta pieza, igual que todos los textos destinados a representarse en el teatro, fingió no notar la alusión. La competencia, envidiosa, atribuyó la vista gorda del censor a una generosa ayuda procedente, como es natural, de los abultados bolsillos del señor Shunku, el empresario.
Lo que más entusiasmaba a los espectadores era la ironía con que se escenificaban las pasiones. Además, las sugerentes situaciones exigían de los actores unas dotes extraordinarias y un rendimiento fuera de lo común. Por supuesto, un factor nada despreciable en este sentido era el hecho de que los dos papeles femeninos fueran interpretados por hombres, lo cual confería al conjunto una ironía adicional. Sin embargo, de una manera directa vibraba el mensaje, presentado con malicia, de que incluso en el amor más apasionado hay que contar con engaños y desengaños; en una palabra, que nunca podemos estar seguros de nada. Y ésa es una experiencia que todo el mundo, actores o espectadores, ya habían tenido al menos una vez en la vida; si no era así, sospechaban que tarde o temprano iban a conocerla.
A partir del día del estreno la pieza se convirtió en un extraordinario éxito de público. Por más que los puristas del kabuki protestaran y no se ahorraran insultos contra el debutante y novato Seami, y por más que los críticos no se cansaran de advertir al público de que la obra se apartaba de los sagrados caminos de la tradición y de que en ningún caso la pieza de Seami podía definirse como arte, los auténticos amantes del teatro pensaron de otra manera. Los espectadores acudían en tropel. Un año entero estuvo la pieza en cartel con todas las localidades vendidas. Fue el acontecimiento teatral de la temporada.
Presionado por el señor Shunku, Seami compuso pronto nuevas piezas, todas inspiradas en temas que retrataban algún aspecto de la vida y los acontecimientos del mundo inestable. También con ellas consiguió un gran éxito la nueva sala, y no en última instancia porque Seami destacaba por unos textos escritos en un estilo propio y exclusivo de él, que oscilaba entre la poesía, la ironía y el realismo dramático. El público comprendió que en esas obras el autor había vertido todas aquellas observaciones acumuladas durante las investigaciones realizadas para el catálogo-guía de Yoshiwara. Sin embargo, la pieza que lo hizo famoso, y a la que su nombre quedó asociado para siempre, fue la adaptación de la historia de Gengobei.
Para clausurar la temporada se representó la única función extraordinaria ante un público especial, en la que los dos papeles femeninos los interpretaban, con carácter excepcional, mujeres. Esto constituía una provocación bastante abierta a la moral oficial. Seami guardó el secreto y no reveló a nadie los nombres de las dos actrices, y ninguno de los espectadores consiguió averiguarlo pese a que, como es natural, se barajaron algunos nombres. Sin embargo, nadie dudó de haber visto en escena a dos mujeres de verdad: la vieja criada y la joven enamorada de Gengobei. No cabía duda alguna, pese a todo el refinamiento de que eran capaces los actores especializados en interpretar papeles femeninos. Y por eso esta representación se convirtió en algo más que un acontecimiento teatral anticonvencional, pues demostró, y eso no lo olvidó nadie que lo hubiera vivido como actor, músico o espectador, cómo es el mundo cuando se dejan a un lado las convenciones que se le imponen con objeto de mantener un orden.
Seami recibió muchísimas ofertas para volver a representar la pieza con el mismo elenco en casa de algún que otro particular. Pero se negó en redondo, aunque Shunku no cesaba de repetirle:
—¿Por qué no? Pensad en todo en el dinero que nos están ofreciendo.
—¿Pero no veis, señor Shunku —dijo Seami—, que estamos jugando con fuego?
—La verdad es que no entiendo qué os hace decir eso —replicó Shunku.
A Toshua, Seami le dijo:
—Tengo miedo, y estoy angustiado desde que vi lo que había concebido. Esta pieza es un escándalo, el mayor escándalo que quepa imaginar. Es bella y terrible, cruel y tierna a la vez, complicada y sencilla..., y es exactamente con eso, amor mío, con lo que he soñado largo tiempo. Y si los sueños se hacen realidad, lo conveniente es volver a poner de inmediato los pies en la tierra. De lo contrario, los sueños nos estrangulan.
Si Seami brillaba como literato y director entre los amantes del kabuki, su estrella relucía aún con más fuerza si cabe como amante de la Dama del Árbol Imperial. Toshua y él eran la pareja del año. Parecían inseparables, eternamente felices, admirados por sus ocurrencias, imitados en su vestuario; si se hubieran separado, muchos en Edo habrían creído que se había producido un eclipse de luna, pues los dos formaban un astro que iluminaba las noches de la ciudad, un ejemplo de fortuna en el amor y de la exaltación que produce una felicidad como la suya.
Pero a Seami le pasaban otras cosas por la cabeza cuando reflexionaba sobre su amor por Toshua o, como ahora la llamaba todo el mundo, la Dama del Árbol Imperial. Muchas veces, al abrir los ojos por las mañanas y recordar los rituales del placer y las alegrías de la noche, se veía transportado a uno de esos días de verano bañados por el sol en los que, parpadeando una y otra vez con aire escéptico, uno mira al cielo y comprueba que «es cierto, sigue inmaculado y azul, sin asomo de la más pequeña nube».
Aunque Seami se había instalado en la casa de la Dama del Árbol Imperial, que ésta heredara de Fantasma de Golondrina, y como dramaturgo ganaba dinero suficiente para pagarse una vivienda confortable, conservó el cobertizo que había alquilado al final del pasaje de las tiendas de Yoshiwara. Seguía admirando el jardín salvaje; en verano, lleno de orgullo, había enseñado a su amante el jardín de las malvas. En invierno la había sorprendido con un quimono estampado en los colores de las rosas heladas.
A su cobertizo y al jardín Seami los llamaba «el refugio de sombra». Allí se retiraba siempre que quería escribir una pieza de teatro. Además, Karamasu le había encargado un catálogo con los retratos de los grandes actores del kabuki, un encargo que sólo logró sacar adelante muy despacio porque se empecinó en ejecutar él mismo el proceso de pasar los dibujos a las planchas de madera previas a los grabados.
Tras someterse a un tratamiento con un osteópata y acupuntor chino consiguió, con penosos pero tenaces esfuerzos y pese a los constantes dolores, grabar de nuevo con la mano derecha, aun con los dedos rotos; no obstante, si trabajaba muchas horas los dolores se hacían insoportables y tenían que transcurrir varios días antes de que Seami estuviera en condiciones de reanudar el trabajo.
A veces, cuando trabajaba en el «refugio de sombra», recibía la visita de la Dama del Árbol Imperial, que venía a importunarle. Era un juego entre ambos: él fingía no querer que nadie lo molestara mientras Toshua desplegaba todas sus artes de seducción, con las que siempre salía vencedora. Seami experimentó cierta inquietud al comprobar que la tremenda atracción erótica que sentían el uno por el otro no se aplacaba. El joven creía que antes o después acabaría por debilitarse, sobre todo si se seguían entregando en el jardín durante horas a sus apasionados juegos amorosos.
«Qué extraño —pensó un día—, con Toshua nunca me aburro, y siempre, si me dan a elegir entre el placer y el trabajo, encuentro alguna excusa convincente para justificar que el trabajo puede esperar.» Al mismo tiempo, sentía que su voracidad erótica dotaba a sus piezas de una ligereza que a él mismo le sorprendía cada vez que la detectaba.
Un día de la quinta primavera de felicidad que pasaban juntos, cuando volvieron a florecer los ciruelos, dijo a Toshua:
—Ya verás que algún día nos hartaremos de tanto amor.
La hermana no protestó como hiciera otras veces que él manifestaba en voz alta pensamientos semejantes. Pasó un largo rato antes de que ella dijera:
—Tal vez muramos antes.
Seami la miró y vio que los ojos se le habían inundado de lágrimas.
—¿Qué te ocurre? —preguntó, y le pasó suavemente las manos por las cejas.
—Tienes razón. Nuestra felicidad es demasiado grande —admitió Toshua—. Debe de esconder una gran desgracia.
—Bah, no digas esas cosas —replicó Seami.
Sin embargo, él comprendía muy bien el miedo que experimentaba Toshua. Ese era también su miedo. Cuando pensaba en la relación que mantenía con la Dama, no era capaz de olvidar que esa mujer era su hermana. «Pero tal vez sea justo eso lo que hace que nuestra dicha sea tan especial.» Toshua le parecía el complemento perfecto para su persona.
Y cuántas experiencias, cuántos aspectos de la felicidad compartían juntos, además de los placeres íntimos que les deparaban sus encuentros amorosos. Largas conversaciones, en el curso de las cuales rozaban la especulación filosófica; el gusto compartido por lo bello, cada vez que lo descubrían en una caligrafía o en los graciosos movimientos de las bailarinas; la admiración que ambos sentían por la Naturaleza, por el paso de las estaciones con sus particulares atuendos; y, por supuesto, la alegría que les procuraba el placer que sus cuerpos experimentaban en los momentos de amor.
Llegó el verano, y un día Seami propuso que se separaran una semana para así reavivar el deseo recíproco, pero al cabo de dos días rompieron la promesa y se encontraron, se abrazaron con pasión, y después prolongaron el juego amoroso durante horas.
—Casi, casi a mitad de camino, siempre nos encontramos —murmuró Toshua en tanto el corazón de Seami empezaba a latir cada vez con más fuerza.
Un día, mientras Seami se hallaba sentado en la sala de los cortinajes y cavilando sobre una frase que había dicho un actor durante los ensayos y que a él no acababa de gustarle, entró un hombre y lo miró sin decir una palabra. En la mirada del misterioso visitante detectó un brillo de subordinación. Seami lo miró sólo una vez antes de intentar concentrarse de nuevo en la melodía de la frase que lo preocupaba, y que todavía no había dado por buena. El hombre no carraspeó ni una sola vez, ni le hizo una sola pregunta. Permaneció junto a la puerta, inmóvil. Cuando por fin encontró la frase que buscaba, y al ver que el hombre no se decidía a marcharse, comenzó a inquietarle esa presencia muda y sumisa.
En las últimas semanas lo había sobresaltado, cada vez más a menudo, la idea de que la felicidad con Toshua tarde o temprano iba a terminar. Y ahora aparecía ese hombre, que lo miraba mudo como un mensajero del destino. Entonces Seami dejó las hojas a un lado, guardó el pincel y la tinta china, se puso de pie y se pasó dos o tres veces la mano por los ojos. No, el hombre no desaparecía, no era un fantasma. Seami decidió acercarse a él.
—¿Qué queréis de mí?
—Permitidme que primero os explique quién soy. Me llamo Potui. Soy el vendedor de entradas, el de la taquilla. Siento tener que molestaros, maestro Seami, pero se trata de algo muy importante.
Lo primero que pensó Seami fue que a Toshua le había ocurrido algo. Tal vez la había estrangulado un cliente celoso de La Calabaza madura. «Pero, cuán estúpidas resultan estas ideas catastróficas. Qué suerte que los demás no conozcan nuestros miedos y nuestras fantasías», convino al fin.
—¿De qué estáis hablando?
—Me han encargado que os acompañe a una reunión de personas notables.
—¿De qué se trata?
El hombre se encogió de hombros. Durante un segundo Seami se sintió tentado a tomar todo el asunto por una broma de mal gusto. El hombre que se encontraba frente a él tenía un aspecto miserable; parecía totalmente insignificante e impotente. Sin embargo, al mismo tiempo lo sobresaltó una nueva fantasía espantosa. Este hombre era la encarnación del poder de la infelicidad que había surgido de su felicidad, del largo tiempo de amor feliz con Toshua. Estaba seguro de que su interlocutor era una alucinación, pero la imaginación tenía tanto poder sobre él que se sintió obligado a hacer todo lo que le decía el vendedor de entradas.
—Venid —dijo—. Se trata de una orden, es inútil oponer resistencia.
Al principio fue más la curiosidad que otra cosa lo que lo impulsó a seguirlo. Salieron del teatro; fuera estaba oscuro y llovía. Llegaron al río y subieron a una barca. Mientras en el agua Seami caía presa de un sentimiento de indefensión, al bajarse en la proximidad del puente de Nishon se enfadó consigo mismo por haber seguido a tan funesto mensajero. «Si hubiera mostrado un poco de fuerza de voluntad, todavía estaría en el teatro. En cambio, me voy detrás de este pobre imbécil que tal vez quiera llevarme a un callejón oscuro donde unos colegas envidiosos están esperando para apuñalarme.»
El hombre lo apartó de la calle Mayor. Y Seami lo siguió también esta vez. Llegaron a unas callejas tan estrechas y siniestras que Seami sintió que avanzaban por angostos pasillos bordeados de chabolas, tabernas y cabañas. Después de andar un buen trecho, llegaron a un gran edificio de cuyo interior le llegó ruido de voces. En la antesala ardía una lúgubre lámpara de aceite. Entraron en una gran habitación en la que unas mujeres limpiaban pescado con largos cuchillos antes de ensartarlo con un palo y tenderlo a secar colgado de un cordel.
Pasaron entre dos filas de trabajadoras que, ocupadas en sus quehaceres, les dieron la espalda. Las mujeres apenas advirtieron su presencia. Parecía que Seami y el mensajero fueran invisibles. Al fin llegaron a la otra punta de esta sala, donde había una puerta de la cual sólo se apreciaba el perfil en la pared. Su acompañante llamó tres o cuatro veces, y, cuando la puerta se abrió hacia adentro cedió a Seami el paso con un ademán. Una vez dentro, tuvo la impresión de encontrarse en otro mundo. Había veinte hombres que se hallaban sentados contra las paredes. Todos llevaban la cabeza cubierta con una capucha, una prenda siniestra con agujeros para la nariz, los ojos y la boca.
—Acercaos —dijo uno de los encapuchados, pero Seami no logró distinguir cuál de los hombres había hablado.
Avanzó unos pasos y oyó que la misma voz le decía:
—Seami, estáis aquí entre auténticos patriotas. Creo que también hemos de pensar que vos lo sois.
De pronto le volvieron a la memoria sus experiencias con la organización de Nagasaki. También allí los hombres se ponían capuchas para asistir a las reuniones de los Capitanes Negros. Casi los había olvidado. ¿Y qué querían de él ahora? No tenía la menor gana de lanzarse a una aventura política. Quiso largarse, irse de esa sala.
—No tan deprisa, maestro Seami —dijo la voz—. Habéis sido grabador, y ahora escribís piezas de kabuki. ¿No es así?
Seami no se movió; sólo asintió con la cabeza.
—Necesitamos vuestros servicios.
Seami contuvo el aliento, tenso, presto a oír lo que la voz diría a continuación.
—Nuestro propósito es restablecer en la nación el antiguo orden, devolver al emperador sus antiguos privilegios y terminar con el trágico aislamiento que sufre nuestro país.
Palabrería política. Y a él qué le importaba todo aquello. Esa ridícula atmósfera de conjuración lo ponía furioso.
—No quiero tener nada que ver con vuestros planes —dijo Seami.
—No tendréis otra opción que hacer lo que os ordenamos. No olvidéis que una vez en Nagasaki hicisteis un juramento.
—Yo no me acuerdo de ningún juramento. ¿Qué queréis de mí?
A Seami le parecía estar inmerso en un sueño del que lo más conveniente era despertarse cuanto antes.
—No mucho. Un pequeño favor. Nos gustaría que dirigierais para el teatro el primer acto de la pieza Kanadehon Cushingura, pero ha de ser un día determinado que nosotros fijaremos, y sin la introducción que sitúa la acción en el siglo XI.
Por supuesto, Seami sabía muy bien de qué pieza se trataba: era la historia de los cuarenta y siete ronin, conocida por todos los niños de Japón. En el año 1702, Asano Naganori, el príncipe de la provincia de Ake, fue el encargado de recibir al delegado imperial en la corte del shogun en Edo. A tal fin, Asano tuvo que asistir a las clases de Kira Kozukenosuke, el maestro de ceremonias del shogun, que lo familiarizó con los rituales y costumbres de esa clase de recepciones. Asano olvidó de pagar a Kozukenosuke en concepto de agradecimiento las tarifas habituales en tales casos. Ofendido por este descuido, el maestro de ceremonias lo insultó durante una audiencia en el castillo de Edo. Asano sacó una espada, acción que en la corte equivalía a un sacrilegio.
El shogun ordenó a Asano que se quitara la vida ese mismo día. Sus bienes fueron confiscados. Sin embargo, un grupo de siervos juró vengar la muerte de su señor. Dejaron que pasara el tiempo, esperaron hasta que Kira Kozukenosuke no albergó ya ninguna sospecha. Entonces, una noche asaltaron su casa y lo mataron.
Para la opinión pública, el asesinato de Kozukenosuke mereció dos consideraciones opuestas. Por una parte, nadie dudada de que fuera un acto de venganza; por otra, revelaba una manera de actuar que era prueba de la obligación de fidelidad incondicional al señor feudal. Tras el asesinato, los cuarenta y siete ronin se presentaron ante las autoridades. Murieron todos ejecutándose el harakiri por una orden del Tribunal Supremo, pero después se levantó un monumento en su memoria.
Todos estos hechos ocurrieron entre los años 1701 y 1703. Inmediatamente después de los acontecimientos se representó una obra de kabuki que más tarde fue prohibida. Sin embargo, y a pesar de la censura, desde entonces se había representado una versión que sitúa la historia de venganza en la Edad Media. Los directores de teatro a los que se les suponía en buenas relaciones con las autoridades encargadas de la censura ni siquiera se molestaban en incluir en su repertorio la versión suavizada de los hechos. ¿Por qué diablos, justo ahora, querrían estos hombres que Seami pusiera en escena la versión original y, además, en un día determinado que ellos fijarían de antemano?
Seami formuló esa pregunta, y la voz del misterioso encapuchado respondió que no era asunto suyo. Se trataba de una orden, y no tenía más remedio que obedecer.
—¿Y si me niego?
—... ya encontraremos alguna manera de representar la obra en otro teatro. Pero tal vez os acordéis todavía de los castigos que se aplican a quienes se niegan a obedecer nuestras órdenes.
Seami respondió que no los recordaba porque, en realidad, nunca se los habían comunicado. Ya les había dicho una vez que él no conocía los estatutos.
—Bueno, pues ahora me encargaré personalmente de que los conozcáis —dijo la voz—. Para un caso de desobediencia como éste se prevé la pena de muerte.
—Al menos debéis reconocer que la confección del programa no es de mi competencia. No puedo incluir una obra sin más ni más. Y mucho menos ésta. Eso es algo que decide el señor Shunku, el director del teatro —objetó Seami.
—Vos os ocuparéis de sugerírselo.
—Eso servirá de poco.
—Sois un director famoso. Podéis decir al señor Shunku que se trata de un deseo del shogun. Las virtudes confucianas son muy apreciadas hoy en el seno del Bakufu.
Seami no respondió. Era obvio que los Capitanes Negros no tenían la menor idea del proceso que se seguía en el kabuki para elaborar el programa.
—¿Estáis de acuerdo? —preguntó la voz.
—No lo sé —dijo Seami, inseguro—. Ya veré qué se puede hacer.
—Os volveremos a invitar a una de nuestras reuniones para que nos digáis si habéis convencido al señor Shunku.
En cuanto lo dejaron marchar, lo primero que hizo Seami fue acercarse a la casa de Toshua.
—¿Estás seguro de que no lo has soñado? —preguntó Toshua cuando terminó de oír lo que le había ocurrido.
—Si fuera así, aún habría esperanzas —respondió él.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Puedo hablar con Shunku, por supuesto, pero me dirá que no.
—Me gustaría saber por qué motivo querrán que se represente ese pieza.
—Ésa es la cuestión, la gran incógnita.
—Espera —dijo Toshua—, y si vuelven a presionarte ve a la policía.
—No soy un soplón.
—Entonces diles que tú estás dispuesto a programar la obra, pero que deben decirte por qué quieren que se represente.
—Intuyo que dan por sentado que la obra puede tener una gran eficacia propagandística. A lo mejor también es la señal de una revuelta.
—¿Qué dice la gente sobre el nuevo shogun?
—¿Yoshimune? Procede de la rama Kii de la dinastía Tokugawa. Por lo visto ha vuelto a tomar las riendas del Bakufu. Ha hecho un llamamiento a la austeridad general, tanto en el gobierno como en la vida privada. Además, ha instado a los samuráis a reforzar la mentalidad guerrera y la integridad en el ejercicio de su cargo. Ya sabes que siempre se oye lo mismo cuando un nuevo shogun sube al poder. Al parecer también se propone vigilar más de cerca a los comerciantes y a estabilizar el precio del arroz, para lo cual quiere introducir un nuevo procedimiento de control de la compra y de la venta.
—¿A quién favorece y a quién perjudica esa medida?
—Los grandes comerciantes de arroz, los banqueros... Ésa es la gente que podría resentirse.
—¿No podrían hallarse escondidos detrás de los Capitanes Negros? Quizá Yoshimune siente una predilección especial por la historia de los cuarenta y siete ronin. Con ese anzuelo lo llevan al teatro y allí muere en un atentado.
—¡Imposible! ¡Un shogun no iría nunca a una función de kabuki!
—¿Estás tan seguro?
—Los cancilleres, los altos funcionarios del Bakufu, las mujeres del castillo... tal vez. Pero no el shogun.
—La cuestión, sin duda, es bastante misteriosa. No tengo ningún buen consejo que darte, pero ven... —dijo Toshua, y con el dorso de la mano le acarició la mejilla—. Quiero hacerte sentir que nuestra felicidad aún no se ha desvanecido en el aire.
Tres días más tarde Seami fue arrestado y encarcelado en su «refugio de sombra». Su desaparición causó en Yoshiwara un efecto parecido al que provocan las señales previas a un terremoto. No se hablaba de otra cosa en los establecimientos, en las casas de té, en las peluquerías y en las casas de baño de Yoshiwara. Pero nadie pensaba en los Capitanes Negros. Eran muy pocos los que conocían la existencia de esa sociedad secreta. En general, todos sospechaban de «la telaraña», como se denominaba popularmente a la policía secreta del Bakufu. Cuando los actores del teatro se presentaron ante el señor Shunku a preguntarle por los libretos, que para entonces Seami ya debía haber entregado, el empresario tuvo un ataque de rabia.