I
«El amor se los llevó
derecho a la otra orilla.
Atravesaron la corriente
como una balsa.»
Había caído todo el día una lluvia ligera como una cortina de finos hilos de cristal sobre el paisaje. La carretera conducía desde el llano hasta el paso que cruzaba las montañas. Allí, donde estaba el pueblo, los montes se cerraban más, pero aun así, en el fondo del valle todavía había arrozales, ahora sin sembrar. En la ladera de la montaña se alzaba por encima del pueblo, amenazadora como un puño, una roca a la cual se aferraban unos pinos en posición francamente extraña. El gigantesco peñasco parecía a punto de caerse en cualquier momento sobre la aldea y aplastarla, aunque los lugareños, conocedores de la piedra, afirmaban que tal cosa no ocurriría hasta el fin del mundo. Pero, ¿y si el fin del mundo no tardaba mucho en llegar?
Los habitantes del pueblo, cuyas cabañas se alineaban a derecha e izquierda de unas calles con edificaciones que a veces se extendían hasta los campos, habían formado esa tarde una larga doble fila al borde de la carretera con el propósito de entregar una petición al daimyo, que iba a pasar por allí con su séquito. Tras largas deliberaciones habían decidido solicitarle que redujera a diez kogu de arroz el tributo que pronto deberían pagar, o bien que aplazara el pago dos años. Ésta era ya la segunda mala temporada. El año anterior, pese a obtener una cosecha miserable habían pagado el tributo en arroz, aunque en varias familias muchas mujeres habían muerto de inanición. A las mujeres les tocaba siempre la peor parte en tales catástrofes: tenían que parir, hubiera poco o mucho para comer, y la mayoría, antes de pensar en ellas mismas, llenaba siempre y en primer lugar las bocas de sus hambrientos gusanillos. Este año había comenzado bien. Durante la siembra en los bancales, habían tenido buen tiempo. También habían salvado sin mayores problemas el siguiente escollo, la retirada de los plantones de los campos previamente arados. Aunque en esa época no se observó ninguna plaga de insectos, los rituales de costumbre se cumplieron al pie de la letra. A lo largo de tres días y tres noches la procesión de los habitantes del pueblo rodeó los campos, llevando antorchas, tambores y campanas. Detrás del portal de madera roja que marcaba la entrada al recinto sagrado en el que se alzaba el pequeño templo, quemaron una muñeca sanemori. Después, los campos durmieron envueltos en esa maravillosa calma que incluso en los hogares más pobres regocijaba los corazones y durante la cual se creía oír cómo crecía el arroz.
A modo de espejos negros se extendían las tierras inundadas, oscuros espejos que reflejaban el desfile de nubes en el cielo y poco a poco se iban tiñendo del verdor claro de las plantas de arroz, que ahora crecían día a día, y de la maraña de hierbajos, mientras en los campos anegados las ranas llenaban el aire con su croar. Los campesinos habían eliminado con cuidado las malas hierbas que crecían entre los surcos, prestando atención a no romper las cercas de protección de las orillas para que así los arrozales no perdieran ni un ápice de la necesaria humedad. Se habían organizado procesiones para pedir la lluvia, y ésta había caído en el momento oportuno. Octubre tocó a su fin y con tranquilidad, pero sin invocar a la suerte, habían cosechado. Una buena cosecha. Entonces, justo cuando ya habían terminado de cortar las gavillas secas, llegaron los vientos huracanados. Durante tres días y tres noches bramó enfurecido el tifón, y devastó también el granero donde ya habían guardado, en parvas protegidas con dos capas de paja, la cantidad de arroz necesaria para pagar el tributo de ese año. La violencia del temporal había arrancado una pared de cañas de bambú y, antes de que nadie lo descubriera, los espíritus del viento se llevaron las parvas ladera abajo, para depositarlas inservibles en el lecho de un arroyo. Y el arroyo, que las lluvias habían convertido en una potente corriente, había arrastrado a su paso también el genmai, el arroz negro, como si se tratara de arena.
Cuando amainó el tifón, los aldeanos comprobaron que habían perdido toda la cantidad destinada al pago de los impuestos. Sólo se salvaron los pegujales de las familias que habían guardado el arroz en sus cabañas, pero con ellos era imposible pagar el total adeudado, como en un primer momento propusiera el jefe de la aldea. Casi todas las familias con las que habló el policía del pueblo sobre esta posibilidad se habían negado a contribuir. El susto de la hambruna del invierno anterior se hallaba aún demasiado presente. Al fin, reunidos en asamblea, decidieron redactar la petición. Sólo si les rebajaban el impuesto o aplazaban el pago del total uno o dos años, la aldea podría pasar el invierno.
Ahora ninguno de los que se encontraban allí, al borde de la carretera, consiguió evitar el angustioso sentimiento de incertidumbre que los estremecía hasta lo más hondo de su ser. En realidad, era impensable que el daimyo cancelara su viaje; así lo habían asegurado los monjes del monte Koya-san, uno de los cuales les había puesto por escrito la súplica. Por eso la petición redactada en un pergamino, que el más anciano de la aldea llevaba bajo el manto de paja a duras penas secada y mantenía junto a su corazón trémulo de ansiedad, era su única esperanza.
Seami, un muchacho de quince años, esperaba en la segunda fila junto a su hermana, Toshua, dos años mayor que él, como la mayoría de los demás niños y adolescentes. Un momento antes, al ver que, aterido, empezaba a estornudar, ella le había dado la mano. Ese gesto lo había hecho feliz. No sólo era una buena señal, no significaba únicamente un consuelo para el hambre y el frío que lo atormentaban. Seami lo interpretó también como el signo inconfundible de que su hermana ya no estaba enfadada con él tras el incidente que había ocurrido dos semanas antes, y a raíz del cual la joven exhibía en la mejilla izquierda una pequeña cicatriz triangular...
Seami se hallaba desnudo y de pie en la ancha tina de madera del lavadero donde cada semana tomaba un buen baño. Cuando entró Toshua, el muchacho acababa de dejar en el suelo un pequeño cubo de madera con el que, de una segunda tina, sacaba agua caliente para enjuagarse la cabeza. La hermana, en pie junto a la puerta, le había lanzado una mirada que bien podría calificarse de admiración. Eso es todo lo que ocurrió: hermana y hermano se vieron desnudos. Fue sólo un momento, y por casualidad; no habría tenido mayores consecuencias si ella se hubiera limitado a entrar, buscar lo que necesitaba y salir. A Seami lo cegó un instante el agua que le caía por los ojos, pero ella se demoró largos segundos en el umbral, observando el cuerpo de su hermano como si presenciara un milagro.
Seami había sentido siempre una fuerte atracción por Toshua, lo cual tal vez se debiera al hecho de no tener más hermanos. De niño, su relación con ella había sido incluso más estrecha que con su madre. Sin embargo, esa mirada casi de deseo con la que Toshua había contemplado su cuerpo desnudo lo había estremecido profundamente.
Pero aún lo había confundido más el sentir que, bajo esa mirada, su pene se hinchaba y se erguía. Tieso y duro como una estaca, erecto entre sus piernas; una sensación novedosa. A Seami le bastó una fugaz mirada hacia abajo para convencerse, al tiempo que se apoderaba de él el deseo de estrechar a Toshua entre sus brazos. Entonces cayó presa de una curiosa escisión entre el deseo y la estricta desaprobación moral de esa conducta. Sintió que no lograría contenerse si Toshua no desaparecía en ese mismo instante, y la certeza lo colocó casi al borde del pánico. Pero ella no entró, aunque tampoco se dio la vuelta para marcharse. Permaneció allí, de pie, como petrificada, la cabeza echada altivamente hacia atrás, como si tuviera derecho a admirar lo que veía. Con los pechos erectos, Toshua parecía gozar de la visión que su hermano le ofrecía, y en su rostro asomó una sonrisa burlona casi imperceptible. «¡Largo!», había gritado Seami, aunque ella no se movió. «¡Fuera de aquí!», había insistido, pero ella no apartó la mirada. Seami, sobrecogido por una sensación que parecía dominarlo y que no estaba dispuesto a tolerar, agarró el primer objeto que encontró y lo arrojó a la cara de su hermana. Se trataba de un cofre, y uno de los bordes cortantes le produjo un rasguño en la cara. Al ver el hilillo de sangre que manaba del pómulo hasta el cuello, Toshua se apartó enseguida con una mirada casi lastimera y se marchó. No contó a nadie que Seami había sido el causante de la herida. A sus padres les dijo que se había lastimado mientras buscaba al buey entre las matas de bambú. En tres o cuatro días la herida sanó sin mayores complicaciones, y ahora sólo quedaba una pequeña cicatriz como recordatorio del incidente, que Toshua no volvió a mencionar más. Sin embargo, en su forma de comportarse con Seami algo había cambiado, y a él ese cambio le producía una innegable desazón.
Todo joven campesino, al igual que el hijo de un samuray —algo que a Seami le habría gustado ser, y como tal se sentía cada vez que pensaba en su bisabuelo—, estaba acostumbrado desde pequeño a las dificultades. Le enseñaban a soportar el dolor sin dar muestras de ello. Llorar o quejarse eran dos comportamientos despreciables. A Seami lo habían educado según estos principios, igual que a cualquier otro varoncito del pueblo, y era Toshua, su mera presencia, sus gestos, el tono de su voz, quien había suavizado esa dureza que a él a veces se le hacía insoportable. No es que ella en la infancia lo hubiera mimado o colmado de atenciones, todo lo contrario. Toshua había contribuido mucho a su educación. En ese proceso había representado para él, de manera indiscutible y natural, el imperativo de ser fuerte, y había mostrado su desprecio cada vez que él lo infringía. Sin embargo, la firmeza de Toshua, y esa aura de calidez y ternura que de manera tan natural formaba parte de su carácter, hicieron que para Seami, con el tiempo, su hermana se volviera insustituible.
Por eso había sentido tanto miedo cuando, después del incidente, la confianza que hasta entonces había existido entre ellos se apagó de repente. Al principio pensó que ella deseaba castigarlo por la falta de autodominio que había mostrado; creyó que ese comportamiento suyo la había ofendido. Sin embargo, pronto comprendió que no se trataba de castigo ni de venganza, sino de algo por completo distinto. Toshua también tenía miedo, era evidente, miedo de provocarlo con su cuerpo. El incidente debió de hacerle ver que ahora los dos eran personas con una sexualidad desarrollada y que ella, por lo tanto, en adelante debía mostrar cierto cuidado en su presencia.
Seami comprendió al fin la reflexión que guiaba la actitud de su hermana, y entendió que Toshua se conducía con inteligencia, de modo correcto. Pero echaba de menos lo perdido, y esa pérdida le resultaba casi insoportable. La mano que lo acariciaba en la esterilla antes de despertarlo; los brazos que rodeaban su cuerpo con tanta firmeza cuando en invierno se sentaban ante el fuego y fuera aullaban los lobos; las cosquillas en la oreja con una brizna de paja, cuando, durante la pausa del mediodía, él se quedaba dormido al borde del arrozal, y esa sonrisa después, que tanto lo reconfortaba. Más importantes eran aún para él las miradas y los gestos, tanto casi como el aire que respiraba. Desde aquel día todo eso había desaparecido y lo peor, ahora que le faltaba, es que le parecía que jamás había existido.
Durante unos días consideró seriamente, sin comentarlo con nadie, la posibilidad de suicidarse. Tal era la oscuridad en que se había hundido su vida. La familia había heredado una pequeña espada de un antepasado que había luchado junto a los sitiados durante la ocupación de Osaka. La guardaban en la cabaña, en el altar familiar. Seami creía saber cómo debía clavársela en el cuerpo conforme a las reglas del ritual y cómo moverse después para provocar la herida mortal. El hecho de no disponer de un compañero de armas que en el momento preciso le cortara la cabeza con la espada grande, era, sin duda, lamentable, y menoscababa la dignidad del rito, aunque no lo habría disuadido de llevar a cabo el proyecto si una serie de hechos no le hubieran dado a entender que Toshua prefería verlo vivo antes que muerto.
Como en el pueblo no había nadie que supiera escribir, en la asamblea se tomó la decisión de ir a ver al hijo del jefe, un novicio del monasterio, y pedirle que redactara la petición. Al grupo de peregrinos que se dirigió a Koya-san se sumaron Narito, la madre de Seami, Toshua y él mismo. En un principio parecía que Seami iba a quedarse con su padre, por lo cual decidió tomar las medidas oportunas para quitarse la vida en ausencia de su madre y su hermana. Sin embargo, inspiradamente Toshua logró convencer a la madre para que las acompañara su hermano. Un muchachito de su edad aprendería mucho en una peregrinación como ésa. Era como si Toshua hubiera intuido lo que su hermano planeaba en silencio. Y así, sin saberlo, le salvó la vida.
La peregrinación a Koya-san duró tres jornadas. Un día entero anduvieron por el valle, que cada vez se estrechaba más, pasando por los secos arrozales, y cada uno de esos campos traía a los peregrinos el recuerdo de la catástrofe. A medida que avanzaban, los caseríos, las cabañas y los graneros eran menos frecuentes. En cambio, los bosques que se extendían por las laderas hasta el valle se hacían cada vez más anchos y espesos. A Seami le pareció que se adentraban en el corazón del bosque. Siguieron andando hasta que el camino se convirtió en un estrecho sendero cubierto de maleza a través del bosque. La noche del primer día durmieron al aire libre, ya en la montaña. La noche fue gélida, pero Seami no olvidaría nunca la imagen que se les ofreció a la mañana siguiente cuando asomaron los primeros rayos del sol. Por una vereda del bosque vio las faldas de los montes del otro lado del valle. Estaban cubiertas de distintas especies de arces, engalanadas ya sus hojas por las tonalidades otoñales: un follaje que iba del amarillo limón al intenso carmesí, pasando por el rojo óxido. Pero no había sido ése el auténtico milagro. Durante la noche se había formado escarcha y al amanecer, bajo los distintos matices de amarillo, rojo y marrón, se advertía el blancor deslumbrante y cristalino que realzaban aún más los primeros rayos del sol, una blancura que confería al bosque un aspecto absolutamente irreal. Seami pensó que jamás en toda su vida había visto nada tan bello. Despertó a Toshua. Se acercaba la hora en la que tenían previsto ponerse en marcha, pero los dos hermanos fueron los únicos peregrinos del grupo que se levantaron temprano. Compartieron en silencio la lenta salida del sol a sus espaldas, un sol cada vez más alto que hacía resplandecer los colores, como si cobrara vida un tapiz o la piel de un animal fabuloso. Del mismo modo que siempre ocurría en los momentos de peligro o de felicidad, Seami tomó sin pensarlo la mano de Toshua, y ella no se lo impidió. Ni más ni menos que ese contacto, sin una sola palabra. Deslumbrados ante tanta belleza, se quedaron allí, fundidos en un solo ser a través de sus pensamientos y sus sentimientos. Al menos eso fue lo que él imaginó.
No sabría decir cuánto tiempo debió de pasar hasta que los demás peregrinos despertaron y el campamento comenzó a animarse, y tampoco olvidaría nunca ese momento: cada vez que aquel fragmento de tiempo le volvía a la memoria, comprendía que había experimentado algo hasta entonces desconocido para él. De modo involuntario, a partir de aquel día siempre que vivía algo bello y alegre, tomaba forma en el fondo de su conciencia la sensación de que mientras él disfrutaba, era dichoso y sentía la fuerza de la alegría, el tiempo, sin embargo, no dejaba de transcurrir, y sabía que, al cabo de un determinado período, la dicha, la alegría y el placer acabarían esfumándose. Pero allí, en la montaña, en el corazón del bosque, ante el sendero que conducía a la ciudad del monasterio, la sensación de placer y felicidad que esa visión le procuró —bien que agudizada por la excitación que le provocaba el contacto con la mano de su hermana— fue tan abrumadora, tan inmensa, que entonces no sintió el paso del tiempo.
Ascendieron casi dos horas a través del bosque antes de llegar a las primeras edificaciones del monasterio. El novicio Nyoja, del monasterio de Aranga, al que ya habían comunicado por medio de un mensajero la fecha de la peregrinación y el asunto de la petición, no se presentó de inmediato a recibirlos. En el patio del monasterio estaba a punto de empezar el reparto de las tortitas de arroz, los pastelillos de la buena suerte, y a su llegada los peregrinos encontraron una abigarrada multitud reunida bajo una galería que aparecía adornada con grandes banderas rojas y amarillas. Detrás de los monjes se aprestaban a repartir las tortas, y antes de que los aldeanos, al ver que no podían hacer otra cosa, se sumaran alborozados como niños traviesos a la fiesta, el abad procedió a bendecirlos quemando toda clase de inciensos y sustancias olorosas.
De repente vieron aparecer, por el borde superior de la túnica, la cabeza rapada de un monje, y después otra, y otra más, y la brusca aparición de las calvas brillantes originó un nuevo estallido de risas. Finalmente, y durante unos minutos, lo único que se veía era los rostros risueños y los brazos abiertos bajo las mangas de los hábitos amarillos, que arrojaban hacia abajo las tortitas redondas y blancas. De pronto la multitud expectante se disgregó en el más absoluto caos: unos daban saltos, otros se agachaban, algunos hacían señas con las manos para llamar la atención, otros se daban codazos para atrapar un pastelito de la suerte.
Seami no estuvo entre los afortunados, pero sí Toshua. Ella, bajo los admirativos movimientos de cabeza de quienes la rodeaban —algo indignados, si bien es cierto, por tamaña injusticia a la hora de repartir fortuna— atrapó dos pastelillos de arroz a la vez. Le bastó con abrir las anchas mangas de su quimono, y los dos pastelitos fueron a caer allí sin más complicación.
Ahora, mientras Seami esperaba al borde de la carretera bajo la fina lluvia y sentía cómo la mano de Toshua agarraba la suya, rebuscó con la mano libre en el bolsillo de su pantalón hasta que, contento, comprobó que llevaba el pastelillo de arroz que su hermana le había regalado. Era redondo y tenía una ligera protuberancia en el centro. Un trocito ya se había roto, cosa inevitable cuando uno lo llevaba siempre encima, como era el caso. Seami podía imaginar el dulce perfectamente, aunque éste se hallara en el fondo del bolsillo: de color gris y blanco, en la parte superior se palpaba, al recorrerlo con el pulgar, la superficie granulosa. Este gesto, tantas veces repetido, conjuró ahora una vez más una oleada de imágenes de los días de la peregrinación. El muchacho vio al grupo de aldeanos en el refectorio del monasterio, apiñados alrededor del novicio, quien tras colocar ante sí los útiles de escritura preguntaba qué debía escribir. Vio de nuevo los rostros perplejos de la gente de la aldea mientras observaban al escriba con ojos bien abiertos, porque pese a todas las deliberaciones no habían pensado en el texto de la petición. Seami observó que los tres hombres de mayor prestigio del pueblo —el jefe de la comunidad, el carpintero y el herrero— se echaban uno a otro la culpa por ese descuido; al fin, en el grupo de las mujeres, que se hallaba al fondo, se oyó una voz. Era su madre, que en tono bajo y educado, pero resuelto, dijo: «Perdonad que me inmiscuya, aunque no sea digna...» Seami la vio adelantarse despacio, hasta quedar entre el novicio y el pupitre. Entonces Narito, con soltura, sin detenerse ni vacilar un instante, comenzó a dictar la petición. Algunos hombres la miraban malhumorados, pero el novicio no parecía sorprendido. Al fin y al cabo todo el mundo sabía que Narito era una de las personas más enérgicas e inteligentes del pueblo, y eran muchos los que acudían a su cabaña en busca de consejo; lo que el padre de Seami decía en la asamblea de la comunidad, más de una vez reflejaba las palabras de la esposa.
Entretanto Seami se había escabullido en la dirección contraria; allí, en una pared blanca colgaba un largo y abigarrado lienzo que estaba poblado de imágenes del sitio de Osaka. Se entretuvo buscando a un personaje que hubiera podido reconocer como su bisabuelo. Curiosamente, al mirar el cuadro más de cerca todas las figuras tenían el rostro que él había imaginado para su antepasado, y tuvo que frotarse los ojos con la mano para ahuyentar ese fantasma.
Una vez que el jefe de la comunidad recibió de manos del novicio el pergamino con la petición y en pago le entregó tres capas de tela de algodón, el grupo de peregrinos se dispersó hasta el anochecer. Mientras esperaba el paso del cortejo del daimyo, Seami recordó que Toshua, su madre y él fueron a caminar por una alameda desierta que había en el parque del edificio principal del monasterio, donde el follaje ya había adquirido la coloración otoñal. Ante él cobró vida de nuevo la imagen de un desfile de veinte o treinta monjes que a paso rápido se cruzaron en su camino y luego, ante un altar, recitaron a media voz un sutra. La aparición de los monjes con sus mantos de color azafrán le había causado una profunda impresión. Conmovido, le había preguntado a su madre si le parecía bien que él también se hiciera novicio, como Noyga. La madre, casi refunfuñando, contestó que se olvidara de semejante idea, ya que él era su único hijo varón y la familia lo necesitaba para las labores del campo.
La razón de que Seami deseara hacerse monje no se debía, seguramente, a una especial inclinación hacía la santidad ni a la curiosidad por las enseñanzas de Buda; lo que él admiraba en esos hombres era la indumentaria teatral, la manera de andar, el porte; envidiaba la cabeza calva y ese rostro con mirada de búho que viera ante la entrada del templo principal, el del monje que en una bella caligrafía copiaba para los peregrinos una frase de los sutra a cambio de una moneda o una medida de arroz. Esas cosas no se las podían permitir las gentes de su pueblo. Aunque estar allí y observar a ese hombre por el rabillo del ojo no costaba nada, y a Seami le pareció que en aquel lugar se practicaba una suerte de magia cargada de energía.
Finalmente Narito los instó a que siguieran andando. Deseaba enseñarles, bajo los árboles del vasto cementerio, la tumba del bisabuelo. No yacían allí los restos mortales propiamente dichos; nadie sabía a ciencia cierta dónde se hallaban enterrados ni adonde los había transportado el viento. Pero, por más pobre que hubiera quedado la familia tras la temprana muerte de ese antepasado, nunca había permitido que se levantara la piedra que honraba su fidelidad y valor.
Narito, tras contarles una vez más la historia del antepasado, les pidió que siempre se sintieran orgullosos de él, aun cuando hubiera luchado en el bando de los vencidos. A continuación se dirigieron al albergue de peregrinos, que estaba en la otra punta de aquel lugar integrado casi en exclusiva por las edificaciones de diversos monasterios. En el albergue les sirvieron una sencilla comida compuesta de distintas verduras zen y después los llevaron a una gran sala, en la cual, junto a otros cuarenta peregrinos, pasarían las horas que faltaban hasta la celebración del primer servicio religioso matutino. Las esterillas del albergue no estaban rellenas de paja; la gran sala se caldeó con la transpiración de las numerosas personas que la ocupaban. No disponían de más que una fina tela de cretona. Seami pasó frío, pero intentó que eso no lo perturbara y apretó con fuerza los dientes en cuanto notó que empezaba a tiritar.
Cuando, después de un rato, tocó la tortita de arroz y recordó quién se la había dado, lo invadió, pese al frío, una sensación de felicidad. Toshua jamás se la habría regalado si aún siguiera furiosa con él. Quizá todo volvía a ser como antes del incidente. Aunque no, estaba seguro, ya nunca nada volvería a ser exactamente igual. Cuántas veces, de pequeño, no había deseado en silencio crecer y ser adulto cuanto antes, grande y fuerte para llevar una espada o una naginata. En sus ensoñaciones se veía a menudo como su antepasado samuray, el bisabuelo. Esa fría noche en el albergue de peregrinos, echado sin poder dormir sobre la dura esterilla, por primera vez logró recapitular la complicada historia. Pensó que debía contársela a Toshua, y transmitirle su entusiasmo por esos sucesos, ya que a ella los relatos de su madre nunca le habían impresionado tanto como a él.
Lo que había ocurrido en tiempos del bisabuelo era lo siguiente: antes de morir en 1598, a la edad de sesenta y dos años, Hideyoshi Toyotomi, el hombre más poderoso del Imperio, había esperado y deseado que su hijo Hideyori lo sucediera en el cargo de shogun. Pero el chiquillo apenas tenía cinco años de edad cuando su padre falleció, víctima de una enfermedad incurable. Por eso Hideyoshi dictó con especial cuidado una serie de medidas destinadas a los tutores de Hideyori, las cuales debía aplicar el Imperio hasta que el niño adquiriera la mayoría de edad.
Los tutores que juraron fidelidad a la casa Toyotomi fueron elegidos entre los barones más poderosos. Entre ellos destacaba Ieyasu Tokugawa, el daimyo de la región de Kauto. Nada más morir Hideyoshi, comenzaron a surgir divergencias en el seno del consejo de tutores. Entre los grupos que se profesaban una desconfianza recíproca se fue abriendo una brecha cada vez más profunda. (Cuando Seami oía la palabra «brecha», se imaginaba que en el castillo o la tienda donde los hombres se reunían a deliberar la tierra se había rajado de repente ante ellos, quizá, porque de noche se había producido un terremoto.)
Ieyasu, que contaba sobre todo con el apoyo de la nobleza del este de Japón, se enfrentaba a Ishida Mitsunori y unos cuantos barones del oeste. Los conflictos en el consejo de tutores acabaron por convertirse en una lucha abierta. En octubre del año 1600, en Sekigahara, en el centro de Japón, cerca de Gifu, se libró una batalla decisiva. Los ejércitos del oeste fueron aniquilados, aunque disfrutaban de una posición estratégica y contaban con una gran superioridad numérica y los más arrojados soldados y samuráis. Pero Ieyasu era un zorro viejo: antes de lanzarse a la batalla había sobornado a uno de los generales del enemigo para que, en el momento decisivo, se pasara con sus tropas al bando de Ieyasu.
Durante la consiguiente retirada del ejército del oeste, Ishida, uno de los jefes, fue hecho prisionero. Con descaro, pero en última instancia sin honor, había declarado ante los oficiales de Ieyasu que prefería evitar a sus enemigos la molestia de tener que matarlo.
Konishi Yukinga, otro general, un hombre que había hecho méritos en la invasión de Corea emprendida durante el mandato de Hideyoshi, era cristiano, y por lo tanto rechazó la posibilidad de suicidarse.
Primero colgaron a Ishida y Konishi unos carteles al cuello en los que los calificaban de vulgares violadores de la paz, y así fueron llevados ante la población de Osaka y Sakai antes de decapitarlos junto al río Kamo, en Kyoto.
Cuando la madre de Seami contaba estos sucesos, nunca olvidaba citar el siguiente episodio: De camino a su ejecución, Ishida se quedó quieto de pronto y pidió una taza de té, pero en su lugar alguien le ofreció unos dátiles, que él rechazó con el argumento de que la fruta podía cortarle la digestión. El cristiano Konishi, su compañero de desventuras, comentó que le parecía un poco exagerado preocuparse por la digestión momentos antes de que los decapitaran. «Qué poco entiendes —había respondido Ishida—. Mientras hay vida nunca se sabe el curso que tomarán las cosas. Por eso, mientras vivamos debemos procurar conservar la dignidad.»
La batalla de Sekigahara fue un punto de inflexión en la historia de Japón. En primer lugar Ieyasu halló de conformidad que a partir de ese momento hubiera dos grupos de nobles: primero, los fudai-daimyo, todos aquellos que desde el primer momento habían estado de su parte a la hora de la batalla decisiva; después, los tozama-daimyo, que se habían puesto en su contra o que se habían pasado a sus filas sólo cuando vieron que para él aquélla sería la victoria final.
Sin embargo Ieyasu aún no podía cantar victoria. Muchos de los tozama-daimyo todavía albergaban simpatías por el difunto Hideyoshi, y aún existía el hijo del muerto, Hideyori, cuya seguridad y llegada al poder el padre se había hecho garantizar mediante el juramento de esos nobles de segunda categoría.
Al cabo de tres años, Ieyasu Tokugawa consiguió que el emperador-títere de Kyoto lo nombrara shogun, comandante supremo. En épocas anteriores se había excluido del shogunado, por tradición, a los miembros de la casa Minamoto, de la que Ieyasu procedía. En 1605 Ieyasu cedió el puesto de shogun a su hijo Hidetada. Muchos supusieron que se trataba de una astuta jugada para mantenerse a salvo de sus enemigos. Ieyasu tenía entonces sesenta y cinco años de edad. La cesión del cargo lo liberaba de ciertas obligaciones protocolarias. Moviendo los hilos en la sombra podría consolidar mucho mejor la fuerza y las aspiraciones de su familia. Hideyori, el hijo de Hideyoshi, seguía constituyendo un peligro para él, pues encarnaba las aspiraciones de la otra gran familia, la casa Toyotomi, a ocupar el cargo más alto del Estado. Siendo sólo un muchacho —y también esto lo había planeado su padre para protegerlo—, Hideyori ya estaba casado con la nieta menor de Ieyasu. Poseía grandes latifundios en la provincia de Osaka y vivía con su madre, una de las antiguas concubinas de Hideyoshi, junto con gran número de vasallos que le ayudaron a convertir Osaka en una fortaleza inaccesible.
Las tensiones entre la casa Toyotomi y el shogun Tokugawa se agudizaron. Siguiendo el consejo de su madre, Hideyori rechazó una invitación de Ieyasu a viajar a Edo. La madre le dejó bien claro que en Edo moriría envenenado, si es que no lo mataban de una manera aún más atroz.
Ieyasu buscó el enfrentamiento. La inscripción de una campana del templo ofreció la excusa adecuada. Hideyori había donado a un templo de Kyoto una estatua en bronce de Buda y una campana. La ceremonia de bendición fue interrumpida por un mensajero de Ieyasu, que exigió que se pusiera fin a la celebración. En realidad la inscripción era totalmente inofensiva, pero Ieyasu se obstinó en interpretarla como una amenaza. Así, en diciembre de 1614 avanzó con un ejército de cien mil hombres contra la fortaleza de Osaka, que Hideyori no había dejado de ampliar. Poco antes, Ieyasu había adquirido cañones a través de la Compañía de las Indias Orientales, propiedad de los ingleses, que tenía una delegación comercial en Kyushu, la isla más meridional del archipiélago.
Osaka se alzaba como una fortaleza indestructible. El foso exterior tenía setenta metros de ancho y se extendía a lo largo de catorce kilómetros. Detrás corría un segundo foso con una muralla de treinta metros de altura. Tras la muralla, rodeado por una red de almenas, estaba el hon-maru, el círculo interior, el auténtico centro de la fortaleza: una alta torre blanca con ladrillos amarillos y canalones que alimentaban una cisterna. En su interior, la fortaleza disponía de un pozo de agua y una reserva de víveres casi inagotable. Para su defensa y protección de Hideyori y de Yodogimi, su madre, la fortaleza contaba con noventa mil hombres. Los samuráis iban armados con mosquetes y en las murallas de la fortaleza se veían unos amenazadores cañones. Sin embargo, en Osaka faltaba pólvora, de la que en cambio los sitiadores disponían en abundancia.
Más allá de este punto de la narración de su madre, para Seami la historia de Japón se encarnaba en una persona, si bien ninguno de los dos rivales, Ieyasu e Hideyori, eran el objeto de su admiración. No, a sus ojos de niño, el personaje decisivo para todo lo que a partir de entonces ocurrió era el bisabuelo Ashikaga, un ronin, un caballero andante, habitante del mismo pueblo donde aún hoy vivía la familia de Seami. Ashikaga había empuñado sus dos espadas para acudir en defensa de Yodogimi, la hija de su daimyo. En su juventud, la castellana y madre de Hideyori había sido célebre por su belleza, con la que habían soñado muchos jóvenes guerreros, incluso aquellos que debían haberla considerado inalcanzable. En los días del sitio tenía Yodogimi cuarenta y siete años de edad, y aún seguía siendo una mujer imponente que, vestida con la armadura de un hombre, supo dirigir a los guardianes de ambos anillos defensivos de Osaka. Esta acción valerosa, sin embargo, dio lugar entre los sitiadores a un comentario socarrón: por lo visto, la señora Yodogimi era el único hombre valiente que había en la fortaleza.
Ieyasu, el viejo militar, que en sus setenta años de vida había participado en noventa batallas, no olvidó la antigua receta que él mismo tan a menudo citaba: un general nunca ganará un combate si se da por satisfecho con observar sólo la nuca de sus guerreros. El casi siempre estaba junto a su hijo, el shogun, en la primera línea de fuego. De vez en cuando se retiraba a una pequeña y austera cabaña a celebrar, lejos del fragor de la batalla, la ceremonia del té.
Los fatigosos asaltos contra la fortaleza durante los gélidos primeros meses del invierno pusieron a los sitiadores al borde de la derrota. Ieyasu perdió treinta mil hombres. Más tarde, un ninja de Hideyori, uno de los guerreros que luchaban en secreto, consiguió burlar el cerco de las fuerzas del shogun e introducir, desde una provincia cercana, una tropa de quinientos ronin. Ese ninja no era otro que Ashikaga, el bisabuelo materno de Seami.
«Si Hideyori no hubiera sido tan insensato, hoy viviríamos en el palacio de Edo y tendríamos un castillo en Nagoya», había oído decir Seami muchas veces a su madre. «Y —añadía él solito a ese comentario—, en lugar de secar gavillas de arroz, yo tendría una tashi y una tango, una katana y una wakizashi (los dos pares de espadas para tiempos de guerra y para tiempos de paz) además de un maestro que me instruiría en su manejo.»
En realidad, lo que aún quedaba por contar era la parte más triste de la historia, la parte en la que el chico, cuando imaginaba esos sucesos, se ponía en la piel de Ashikaga, el vencedor de una batalla perdida.
Fue entonces cuando se produjo lo que más tarde, en las filas de los ronin, se denominaría Guyu bo Ju, la torpeza, el error que siempre comete el fuerte cuando sucumbe a la tentación de dejarse vencer de modo irreflexivo por su deseo de paz. Ieyasu había ordenado a sus cañoneros concentrar el bombardeo en el ala de palacio que ocupaba la señora Yodogimi, y había conducido a los emisarios que se acercaban desde la fortaleza al campamento a través de las galerías subterráneas que sus zapadores cavaban bajo los fosos y la muralla.
Hideyori se hizo garantizar que permanecería en posesión de todas sus tierras y de la fortaleza, y que no se castigaría por deslealtad a Ieyasu ni a ninguno de los ronin, cuya entrada en Osaka había tenido como resultado la práctica aniquilación de los sitiadores. La única condición impuesta por Ieyasu Tokugawa y su hijo Hidetada fue que sus hombres rellenarían de tierra el foso exterior de la fortaleza. Hideyori estuvo de acuerdo, y así cavó su propia fosa.
Ya durante la retirada de los quinientos ronin de su provincia natal se produjo el primer incidente que debió haber abierto los ojos a Hideyori. Una unidad de la que él mismo había formado parte cayó en una emboscada en la que sus hombres fueron diezmados. Sólo Ashikaga y otros cinco ronin lograron llegar a Osaka y dar parte de la matanza. Cuando Hideyori protestó ante Ieyasu, éste le informó de que la carnicería había sido obra de una perseguida banda salteadores de caminos. Todos coincidieron en que era preciso restablecer cuanto antes la paz del país.
Entretanto, el segundo mando de Ieyasu, Honda Masazumi, había dado órdenes de comenzar a llenar el foso exterior de la fortaleza de Osaka. Pero, no contentos con esto, también derribaron la muralla exterior de la fortaleza. Los generales de los Toyotomi protestaron, y hasta el mismo Hideyori quiso quejarse. Sin embargo, Honda, en quien el shogun había delegado el mando, desapareció de forma misteriosa. Se dijo que su ausencia se debía a motivos de salud.
Hideyori comenzó a enviar despachos directamente a Ieyasu. Mientras éste, haciéndose el inocente le contestaba que sus órdenes debieron de entenderse de modo incorrecto, unos grupos de zapadores comenzaron a derribar la muralla interior de la fortaleza. Indignado, Hideyori envió una nueva protesta a Edo. Ieyasu mandó contestar que no le importaría hacer ejecutar a Honda por haber sobrepasado el límite de sus competencias si ello no perturbara sensiblemente la paz que con tantas dificultades se acababa de restablecer. «Por suerte —decía textualmente la respuesta de Ieyasu— hemos firmado la paz. ¿Para qué seguir discutiendo por un foso lleno de tierra y unas murallas derribadas?»
Como cabía esperar, las enemistades volvieron a surgir aun antes de que terminara el invierno. Al principio, las luchas tuvieron un carácter vacilante y las tropas del shogun Tokugawa fueron estacionadas lejos de la ciudad. Sin embargo, la brusca entrada de los ronin se había cobrado muchas vidas humanas también entre los sitiados, y cuando el ejército de Ieyasu volvió a lanzarlos contra la ciudad, ésta ya no contaba con fortificaciones protectoras. El final fue consecuencia de una traición. Mientras en el recinto interior los hombres sostenían encarnizadas peleas cuerpo a cuerpo se declaró un incendio en la torre principal del castillo. El jefe de cocina de Hideyori, sobornado por Ieyasu, era el culpable.
A medida que se vislumbraba la derrota del clan Toyotomi, la nieta de Ieyasu, esposa de Hideyori, envió un mensaje al campamento de los Tokugawa. En él pedía que protegieran la vida de su esposo y de su suegra. Todo fue en vano: cuando cayó el castillo de Osaka, Ieyasu ya había ordenado que mataran a Hideyori sin pérdida de tiempo. Aun así, no hubo necesidad de matarlo, pues Hideyori se suicidó honrosamente. La nieta de Ieyasu sobrevivió.
Las víctimas de la campaña de invierno contra Osaka fueron numerosas. Según los rumores, el número de bajas que causaron las tropas de Ieyasu durante la batalla de Sekigahara fue de unos treinta y cinco mil hombres. No muy inferior fue el número de caídos en la campaña de verano. Ieyasu estaba decidido a asegurarse de una vez por todas el predominio de su clan. Una de las carreteras que conducen de Osaka a Kyoto se convirtió en una avenida engalanada con cabezas que aparecían clavadas en postes a ambos lados. Ieyasu mandó incluso buscar al hijo de Hideyori, el pequeño Kunimatsu, de apenas seis años de edad, y ordenó a un verdugo profesional de Kyoto que lo matara. Semejante acto de crueldad y barbarie chocaba con los usos de la época, pero Ieyasu citó ejemplos de la historia medieval, cuando los generales vencedores salvaban a los niños de sus enemigos sólo para más tarde tener que vérselas con ellos cuando, ya adultos, se decidían a vengar a su padre.
Y así comenzaba la historia de la leyenda familiar que más fascinaba a Seami. Cuentan que su antepasado Ashikaga consiguió cambiar a Kunimatsu por otro niño. El falso Kunimatsu murió a manos del verdugo mientras él huía a Kyushu con el auténtico, donde se ocultó en los bosques; según todos los indicios, el ronin lo educó allí hasta hacer de él un excelente espadachín.
Kunimatsu ya no vivía, pero sí su hijo, que a su vez había traído un varón a este mundo inestable. «Y cuando en alguna parte se iza la bandera de los Toyotomi, con la calabaza blanca —terminó de contarles la madre en el cementerio—, espero que mis hijos se agrupen en torno a los portadores de este signo.»
Mientras Seami yacía insomne en el albergue de peregrinos y recordaba la historia de las luchas de las dinastías de la nobleza, crecían en él el rencor y la indignación por la injusticia del destino y de los dioses. El clan de los Tokugawa seguía teniendo la última palabra en el país. Esa noche prometió vengarse. No tenía idea de cómo lo haría, pero el deseo de rebelión se había apoderado de él en cuerpo y alma.
Se hallaba plenamente convencido de que el mundo no estaría en orden hasta entonces, y tampoco lo estaría hasta que él no hubiera contribuido a esa gran tarea. Sabía que para eso aún faltaba mucho tiempo, y todavía no veía un camino claro que llevara a la consecución de su objetivo, aunque eso no lo asustaba en lo más mínimo: era joven, ingenuo e idealista. Antes bien, todo lo contrario. Justo porque ese plan vital se presentaba como absolutamente impracticable al considerarlo a la luz del día y no sólo en el dormitorio de los peregrinos, alumbrado por una luna casi verdosa, le gustaba y provocaba en él una sensación de alegre consuelo. Amar a Toshua, pensaba, y luchar contra los Tokugawa. Le parecía extraño, aunque no sabía por qué, y no obstante, una cosa era inseparable de la otra. Realizar lo imposible, se dijo así mismo a la luz de la luna, mientras temblaba de frío, a media voz, como si pronunciara una consigna o prestara un juramento.
A eso de las cuatro de la mañana se celebró en el templo el servicio religioso para los peregrinos. En el umbral del recinto sagrado se había sentado un monje con los útiles de escribir. Alguien le susurró al oído la inscripción que debía grabar en la madera bendecida que habían llevado los peregrinos. Tras recitar una sutra y varias oraciones, los sacerdotes, monaguillos y creyentes se dirigieron juntos a un altar lateral en el cual bajo el tiro de una chimenea ardía un fuego al que el sacerdote arrojó las tablillas. El humo que ascendía hacia lo alto y las cenizas que flotaban en él comunicaban a los dioses los deseos de los hombres.
La mayoría de aldeanos que formaban parte de la peregrinación hicieron inscribir en su tablilla el siguiente deseo: que el daimyo oyera sus ruegos y aplazara el pago del tributo. Así lo hicieron también Narito y Toshua, que se hallaban delante de Seami en la fila de pacientes peregrinos. A Seami no le resultó difícil darse cuenta de que el trazo que el monje pintaba en la superficie de la tablilla no era una obra de arte de la caligrafía. Gracias a la repetición constante la escritura se contagiaba de indiferencia y aburrimiento. Mal asunto, pues a los dioses había que seducirlos también con la belleza de la escritura para que no hicieran oídos sordos a sus ruegos. Entonces le llegó el turno a Seami, y él susurró al monje que en su tablilla escribiera: «¡Perdóname por haberte hecho sufrir! Toshua, hermana mía, mucha suerte y una larga vida para ti.»
«¿Eso he de escribir?», preguntó el monje para asegurarse de haber oído bien, y a todas luces irritado al ver que alguien de repente se salía de lo normal. Seami repitió las palabras que deseaba inscribir en su tablilla.
Aunque esa breve conversación se desarrolló en susurros, Toshua, que se hallaba justo detrás de ellos, oyó lo que Seami decía al monje. Toshua se volvió y le echó una mirada que inundó a Seami con una repentina oleada de amor. Aunque en esa mirada había asombro, orgullo y agradecimiento, era también, y sobre todo, la expresión de un deseo erótico. Esta, a diferencia de la mirada que Toshua le dirigiera en la casa de baños, no lo asustó, antes bien le pareció una llama de viva alegría.
El contacto visual duró sólo una fracción del minuto que el monje necesitó para completar la inscripción. Después Toshua se apartó de él. Ni siquiera la madre notó lo que había ocurrido entre los dos hermanos. Mucho mejor así, porque era un secreto que no tenían por qué conocer los demás: sólo los dioses. Y si antes, insomne en la noche, al acordarse del destino de su antepasado Seami había tomado conciencia de que era capaz de experimentar el odio más amargo, por la mañana, durante la ceremonia de las tablillas, supo que también era capaz de sentir una inconmensurable felicidad a la vista del amor de otro ser humano.
Los gritos de la gente que esperaba a su lado arrancaron a Seami de la ensoñación. «Ya vienen», oyó exclamar a su hermana. Seami sintió que los gritos y los gestos de los hombres y mujeres de su aldea aliviaban en él la tensión que había acumulado durante largo tiempo. Como el cortejo del daimyo bajaba hacia el valle por el desfiladero, parecía que avanzaba por un escenario inclinado.
Año tras año se repetía en esta época el mismo espectáculo. Siempre tenía algo excitante, pero mucho más este año que había algo tan importante en juego.
El cortejo lo abrían cuatro hombres que avanzaban a paso ligero y no cesaban de gritar: «¡Inclinaos! ¡Echaos a tierra! ¡Mostrad al señor el respeto que se merece!» Como todos sabían que la lluvia había convertido el borde de la carretera en un lodazal hasta dejarlo impracticable en algunos puntos, era de prever que, de acatar la orden, la ropa se les estropearía sin remedio. Una ola de encendida ira por el capricho del noble señor y sus hombres recorrió a Seami de pies a cabeza al oír esos gritos, si bien nadie entre los presentes parecía estar dispuesto a cumplir la orden, aun a sabiendas de que ese acto de desobediencia constituía un monstruoso sacrilegio.
Detrás de estos hombres venían dos individuos corpulentos como los que montan guardia en los portales de las casas de los grandes señores. Con habilidad movían unos largos palos cuyos extremos estaban adornados con cascabeles y plumas. Lo sorprendente era —y Seami se quedó un momento boquiabierto— que los palos, pese a ser largos y pesados, jamás tocaban el suelo. Con una torsión de muñeca los hombres conseguían mantenerlos danzando en el aire, una danza vertiginosa, una especie de culebreo, una práctica que tenía algo de mágico pues creaba la ilusión de que las leyes de la gravedad habían quedado en suspenso.
Detrás de los jóvenes malabaristas avanzaba al trote una sección de soldados rasos, las piernas cubiertas con armaduras que dejaban al descubierto las rodillas y los pies calzados con sencillas sandalias. Sobre sus pantalones de tela gris llevaban un abrigo corto que estaba adornado con todo tipo de abalorios y bordados de increíble colorido. Encima del abrigo, unas cotas de malla les cubrían hombros y caderas. En la cintura portaban un ancho y pesado cinto del cual sobresalían las dos espadas de rigor: la grande y la pequeña. Estos hombres se movían de forma curiosa, entrecortada y brusca, que a Seami primero le pareció cómica y luego amenazadora. Lo que él no sabía era que esa exaltada marcha tenía un nombre: «cortar el aire».
Cada uno de los hombres lucía un sombrero de paja ancho y redondo. Los rostros de estos samuráis eran serios y arrogantes, pues tenían plena conciencia de su horrible privilegio: según la ley imperante estaban autorizados a matar en el acto a cualquier súbdito de las clases más bajas, ya fuera paria, artesano, comerciante o campesino, siempre que éste les faltara el debido respeto. Por ejemplo, en el caso de que no se echara a tierra cuando pasaba el cortejo del daimyo. En tal circunstancia ningún tribunal del Imperio habría acusado al samuray. Ese derecho a matar venía de antiguo, y por medio de esta y otras leyes similares se mantenía, al parecer, la conciencia del honor y el sentimiento guerrero.
Tras estos jinetes, que con esas armaduras en los hombros y las caderas tenían aspecto de ir encerrados en jaulas y recordaban a insectos de enormes dimensiones, avanzaban cincuenta criados y mozos. Algunos portaban pesados baúles con la ropa de cama del daimyo, otros se arrastraban bajo un inmenso altar y el resto cargaba las tiendas plegadas, pues pasaban muchos días antes de que el daimyo, de viaje por su feudo para recaudar los impuestos, volviera a Edo, la capital del Imperio y sede del shogunado. Allí cada barón mantenía un palacio en el que, en su ausencia, permanecían encerrados como si fueran rehenes los miembros de su familia.
En cada una de las cajas y espadas que portaba el cortejo aparecía el escudo de armas del hombre que, embutido de manera algo incómoda y con las rodillas dobladas hasta el mentón, viajaba en el palanquín que transportaban a hombros cuatro sirvientes. Detrás del palanquín venía otro grupo de criados y gente armada. Algunos llevaban grandes picas de las que colgaban estandartes, con una seriedad pensada para impresionar al pueblo. Otros montaban caballos de carga que transportaban los regalos para el shogun y la familia del daimyo, obsequios de los parientes de la provincia. En la cola iban otros seis samuráis, que también llamaban la atención por sus curiosos movimientos: adelantaban primero un hombro y después otro, como si allí en el aire hubiera alguien a quien debieran derribar de un empujón.
En verano, era normal que los campesinos se echaran a tierra nada más oír la primera frase de los convocantes, y que permanecieran en esa posición hasta que pasara el último hombre del cortejo. En invierno o, como ahora, cuando llovía, era suficiente con arrodillarse, y eso hicieron por pura costumbre también en esta ocasión algunos ancianos de la aldea. Los otros siguieron esperando de pie, actitud que no tardó en despertar cierta agitación entre los samuráis que integraban la comitiva.
Los campesinos habían decidido que el más anciano de la aldea se acercara al palanquín del daimyo y entregara al señor la petición, acto que iría acompañado de una declaración en la que explicarían por qué la aldea no se hallaba en condiciones de pagar este año todo el tributo de arroz. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, y puesto que los ánimos de la mayoría estaban exaltados a causa de la vergüenza que significaba el tener que hincarse de rodillas en señal de sumisión, el pobre hombre vaciló. Era como si a la vista de los samuráis —casi unos monstruos dentro de sus armaduras— el anciano hubiera perdido el valor, pues se quedó inmóvil, con el pergamino enrollado en la mano y el brazo alzado a medias, mientras la expresión de su rostro denotaba una mezcla de indecisión, sumisión, miedo y al mismo tiempo la certeza de que la tarea que le habían confiado era absolutamente necesaria. Se comportó como un espantapájaros, observado con creciente desconfianza por los samuráis. Éstos esperaban que el hombre, tembloroso, les indicara, allí petrificado en medio de la carretera bajo el cielo encapotado y desapacible, si no el propio arroz que el pueblo pagaba como tributo, al menos dónde estaba el granero para así recogerlo y cargarlo en sus alforjas.
La vacilación del más anciano del pueblo fue acogida por los campesinos con miradas incrédulas y luego con gritos cada vez más furiosos, lo cual sólo consiguió aumentar aún más la inseguridad del pobre hombre. Por último el viejo alzó los hombros como si quisiera decir que lo lamentaba, pero que no se veía capaz de llevar adelante la tarea que le habían encomendado, y con un gesto de total desconcierto dejó caer el pergamino en la embarrada carretera. Entonces ocurrió algo con lo que nadie había contado. Narito, que aguardaba cerca de allí, cogió el pergamino y se dirigió con paso decidido hacia el palanquín del daimyo, quien seguía ovillado en su incómoda postura mientras contemplaba la escena con gesto de desaprobación.
Por más que Seami recordara la escena —un recuerdo que no lo abandonaría ni siquiera muchos años después y que evocaba a menudo, de día y de noche—, nunca logró comprender con claridad qué fue lo que movió a los samuráis a empuñar la espada. En todo caso, para cortar la cabeza a Narito bastó que uno de ellos diera un sablazo con las dos manos. La cabeza de la madre se convirtió de repente en algo espantoso, allí en el suelo, mirando a los campesinos con ojos desorbitados. Otro jinete se había acercado a toda prisa y con furiosos movimientos de la espada seccionó en varios trozos el cuerpo, ahora sangrante.
¿Lo habían hecho por temor a que se produjera un atentado contra su señor? ¿Fue por puro capricho? ¿Sólo tuvieron en cuenta el hecho de que una mujer que se acercara al palanquín del daimyo hería el honor de éste? Seami no lo comprendió jamás.
En el momento en que se produjo el terrible suceso el espanto que se adueñó del chico fue tan grande que le impidió pensar con la más mínima claridad, cuanto más que a esa descabellada acción le siguió otra no menos perturbadora. Después de que los dos samuráis cortaran la cabeza a su madre y despedazaran su cuerpo, se adelantó un grupo de campesinos, entre los que se hallaba el padre de Seami. Furiosos, rodearon al joven samuray como una jauría de perros ladradores. Mientras, la tropa de samuráis se había agrupado en una especie de formación de combate en torno al palanquín del daimyo, contra el cual arremetieron los hombres del pueblo, rabiosos, impotentes, desarmados, los puños en alto, pero sólo para ser derribados a sablazos uno tras otro.
Entretanto, los porteadores habían depositado el palanquín sobre el suelo. El daimyo, ahora en pie, daba órdenes. Por lo visto consideraba aquello el comienzo de una revuelta desatada por el hambre, igual a las muchas que habían estallado el año anterior, el de la mala cosecha, a lo largo y ancho del país.
Si bien hasta ese momento todos los aldeanos se habían mantenido desarmados, los hombres comenzaron a correr hacia sus cabañas en busca de palas, guadañas y picas. No había duda: para la gente del daimyo ya no habría perdón. Sin embargo, los jinetes acabarían disolviendo al pueblo en armas. No pocos de los campesinos habían servido al daimyo como soldados rasos en algún momento de su vida; ahora estaban decididos a defenderse con uñas y garras. En la carretera, un tumulto de hombres movidos por el coraje de la desesperación se lanzó contra los samuráis armados, que al principio se vieron en dificultades a causa de la superioridad numérica de los campesinos. El daimyo había bajado del palanquín, el rostro desfigurado por la ira, endemoniado, y con una espada en cada mano animaba a los sirvientes y mozos a participar en la refriega. Él, que hasta ese momento había viajado sereno y no sin cierto aire de dignidad en su palanquín, era ahora presa de un ataque de histeria. Profería juramentos y no cesaba de gritar que maldecía a ese pueblo, que todos sus habitantes debían morir.
A Seami le pareció de improviso que se había hecho realidad uno de sus sueños de guerra de los tiempos del bisabuelo durante el sitio de Osaka. Y puesto que esa realidad no tenía en sí nada de noble ni de caballeresco, sino que se ofrecía violenta, estridente, llena de gritos de horror y de muerte, el chico permaneció inmóvil como si estuviera hechizado, asustado, indignado por la muerte de sus padres, incapaz de hacer nada.
Fue Toshua quien lo arrancó de ese estado.
—Ven, Seami, vamos. ¿O piensas quedarte ahí hasta que vengan y te maten a ti también? —gritó la hermana.
Sin soltarle la mano, Toshua saltó con él la zanja del camino; a toda carrera atravesaron un arrozal en dirección a las cabañas del pueblo. Pasaron delante del portal rojo del templo, ante el cual el sacerdote miraba desesperado a los hombres que escapaban, e intentaba no perder la dignidad y sobreponerse al miedo. De las cabañas de la calle principal llegaban mujeres con niños en los brazos, dispuestas a huir y refugiarse en las montañas. De la carretera, donde parecía que los dos bandos desiguales se habían enzarzado en una cruenta pelea, llegaban felinos gritos de guerra y los lamentos de los moribundos. En ese momento Seami vio que un denso humo subía del techo de juncos de la casa que se hallaba más próxima a la carretera.
—¡Por Amida! ¡Están prendiendo fuego al pueblo! ¡Por aquí, rápido! ¡Corre todo lo rápido que puedas! —chilló Toshua, jadeante.
La joven volvió a coger a Seami de la mano, y él se sintió totalmente protegido; incluso se desvaneció la espeluznante imagen de la cabeza de su madre tirada en medio de la carretera, una imagen que hasta ese momento no lo había abandonado ni un segundo.
Corrieron hasta llegar a una pequeña plaza que había en las afueras de la aldea, la plaza donde se hallaba la tahona; en la parte posterior del edificio crecían unos arbustos de bambú. Toshua liberó el pestillo de madera y entraron. Dentro reinaba, en comparación con los ruidos que en la calle los habían alterado tanto, una calma absoluta. El horno, empotrado en una pared que estaba pintada de blanco, aparecía cerrado con una ancha trampilla de hierro. Sólo entonces comprendió Seami por qué su hermana lo había llevado hasta ahí. Aquella casa era uno de los pocos edificios de piedra que había en el pueblo.
Toshua abrió la trampilla e hizo señas con la cabeza a su hermano para que se metiera en el agujero negro. Seami se estiró hacia arriba y se metió en el horno apoyándose en los antebrazos. El espacio en el que ahora se encontraba era amplio y lo bastante alto para girarse de rodillas. Tendió las manos a su hermana y la ayudó a meterse en el horno. Jadeando, se hicieron mutuamente lugar. Después de tomar aliento unas cuantas veces, Toshua logró cerrar la trampilla por dentro.
Aparte de la luz que penetraba detrás de ellos por la chimenea, el horno estaba a oscuras. A ambos lados se apilaban varios haces de paja de arroz, y al fondo, varias gavillas esperaban ya el fuego para la próxima hornada.
Así, tumbados el uno junto al otro sobre la paja con la que habían cubierto el duro suelo del horno, permanecieron atentos a lo que ocurría en la calle. Los gritos de los aldeanos y los rumores de la pelea no llegaban hasta allí. Pero justo entonces, y pese a hallarse a salvo, Seami cayó presa del miedo.
—Los van a matar a todos —dijo con una mezcla de indignación y espanto—. ¿Quién les da derecho a..., quién?
—Aquí no va a pasarnos nada —dijo Toshua para tranquilizarlo—. Nos quedaremos aquí hasta mañana. Para entonces ya se habrán ido.
Pasaron un rato en silencio; Seami sólo oía la respiración de Toshua junto a su rostro.
—¿Es verdad que nuestros padres han muerto? —preguntó el chico, trastornado.
Simplemente, no podía creerlo.
—Sí, es verdad, Seami. Eso no debe...
—No quiero que sea así —replicó como un niño caprichoso.
—No pudimos hacer nada.
—Ay, cómo deseo matarlos a todos: los samuráis, ese daimyo —murmuró Seami—. Quiero volver a nuestra cabaña a buscar la espada del altar.
—No vas a hacer nada de eso.
—Pero ¿no comprendes que debo vengar a nuestro padre y a nuestra madre? —dijo Seami en voz baja.
—Los soldados te matarían también a ti.
—Pues entonces moriré —gritó él, furioso.
—¿Y yo? —dijo Toshua—. ¿No te importa nada lo que pueda pasarme?
—No es eso... pero has de comprender que debo hacerlo —susurró Seami.
—No quiero que lo hagas —respondió Toshua con voz firme—, y nuestros padres tampoco lo querrían.
Seami hizo ademán de abrir la trampilla. La paja crujió.
—Por favor, Seami —dijo Toshua al ver que su hermano se movía—, dame la mano.
Seami percibió que su hermana se daba la vuelta. En algún lugar de la oscuridad de ese horno debía de estar su rostro vuelto hacia él.
Toshua tomó la mano de Seami y la deslizó por su escote. Cuando el muchacho sintió el roce del pecho, quiso retirar la mano, pero los dedos de Toshua lo sujetaron con firmeza. Seami sintió que el pezón se endurecía. Excitado, comenzó a pasar la palma de la mano por el redondo y turgente seno de su hermana. Buscó el otro con la otra mano, y le pareció que esas carnes suaves se tendían hacia él. Se detuvo en el hueco entre los dos pechos. Como por arte de magia, sus dedos quedaron pegados a la piel que tocaban. Seami sintió que el sexo se le erguía, impetuoso, al rozar con los dedos el ombligo de su hermana. Sin quererlo, sus muslos se acercaron al cuerpo de Toshua mientras la mano seguía bajando hasta encontrar el bosquecillo que le cubría el vientre. Permaneció un largo momento inmóvil, como petrificado, pero después, al advertir que Toshua se quitaba el vestido, decidió imitarla.
Al principio sintió tanto frío que se le puso la carne de gallina, pero luego, al notar la mano de Toshua en el pene erecto, se olvidó de que estaba tiritando y una ola de calor le recorrió las piernas. «Qué grande, qué tieso», oyó decir a Toshua en voz baja, como para sus adentros, con una risita de placer.
Seami hizo un par de movimientos torpes, que sólo sirvieron para excitarlo aún más. Después se tendió encima de ella y hubo un momento de silencio en el que creyó sentir todo el cuerpo de su hermana mientras ella abría las piernas. El pene de Seami encontró el camino. Empujó, y la penetró. De repente, algo cedió, algo se desgarró. Toshua soltó un gritito breve, de inmediato reprimido, y mientras él le clavaba su miembro algo estalló. La tensión se quebró.
A Toshua no se le escapó el hecho de que su hermano había llegado al orgasmo. Le tomó la cabeza, lo abrazó y lo atrajo hacia sí para que descansara entre sus pechos. A Seami le pareció interminable el instante en que oyó el galope de su propio corazón entre los pechos de su hermana. Después cambió de postura y puso las manos debajo de la cabeza.
—¿Qué piensas? —preguntó a Toshua.
—Nada, nada —respondió ella al cabo de un momento—. En todo caso, pienso que ha sido hermoso y que me gustaría repetirlo.
—¿Por qué no? —dijo Seami, también ahora él más relajado.
Toshua buscó con la mano el pene de su hermano. El miembro de Seami volvió a endurecerse. Enseguida notó que Toshua lo acariciaba con la boca, que su lengua jugueteaba despacio con él, y cuando estuvo otra vez grueso y henchido ella se puso en cuclillas encima de él y se lo introdujo en la raja.
Cuando al día siguiente salieron del horno, todo parecía distinto. El ambiente era gris y frío. Hacía mucho rato que los soldados ya se habían retirado. La mayoría de las cabañas, incluso aquella en la que Toshua y Seami habían vivido con sus padres, estaban calcinadas. A cada paso tropezaban con cadáveres en los patios y en las callejas que discurrían entre las cabañas. Decidieron volver al horno. Así pasaron el tiempo, sentados en el suelo de piedra, tiritando, abrazados, hasta que se hizo de día.
De repente Seami se puso en pie y, al levantarse, supo que ya era un hombre adulto y que tenía que hacer sin falta aquello en lo que se había negado a pensar durante la noche; la idea le resultaba demasiado repulsiva.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Toshua.
—Debemos enterrar a nuestros padres. De lo contrario, pronto sus espíritus comenzarán a perseguirnos.
Toshua rompió a llorar. Seami no hizo ademán de consolarla; se limitó a esperar pacientemente hasta que ella se calmó. Después fueron juntos hacia el caserío, buscaron el azadón y la pala y se pusieron manos a la obra.
Ya era mediodía cuando acabaron de enterrar los cuerpos de sus padres y de rellenar la fosa con tierra. A esa hora ya bajaban por las laderas algunas familias aisladas que por la noche habían huido a las montañas.
Seami contempló la tierra húmeda de la fosa.
—Yo no pienso quedarme aquí —dijo, al tiempo que sacudía la cabeza.
—Yo tampoco —dijo Toshua sin mirarlo—. Pero no nos iremos juntos.
—¿Por qué no? —preguntó Seami, decepcionado—. Ayer noche dijiste que me amabas.
—Sí, eso dije, y lo mantengo —replicó Toshua—. Nos hemos amado como hombre y mujer. Y eso nos hizo muy felices. Pero si ahora me quedara contigo, pronto seríamos desgraciados.
—No quiero que te vayas —dijo Seami, aun sabiendo que no lograría convencerla.
—¿Acaso crees que no me pone triste? —dijo Toshua.
—Entonces... vete rápido —dijo Seami—. Ve al sur, que yo iré hacia el norte.
—De acuerdo —asintió Toshua, decidida—. Así lo haremos.
—Espera un momento...
—¿Qué...?
Se acercó tanto a Toshua que sus vestidos se tocaron. Seami posó las manos sobre los pechos de su hermana. Ella soltó un gemido apagado; después se dio la vuelta a toda prisa y se marchó, sin mirar atrás ni una sola vez. Del cielo gris cayeron unos copos de nieve.