VI
«Quise preguntar a la mariposa
por los sueños de las flores.
Pero... ay, la mariposa no habla.»
Toshua aguardaba sola en la oscura sala de espera, junto al salón donde se reunían las autoridades encargadas de la moral y el orden. La primera parte de las deliberaciones relativas a su admisión en la primera categoría de cortesanas había acabado. Por la mañana la había examinado un médico para determinar si tenía o no la «enfermedad china»; una revisión nada agradable, aunque imposible de eludir, pues como le señaló el médico con suma cortesía antes de proceder al examen, estaba prescrita por la ley. También aprobó el llamado «pase de modelos», que consistía en la presentación de tres vestidos de gala como mínimo. Sentados en cojines, detrás de la puerta corredera que ahora permanecía cerrada, la habían interrogado el jefe de policía de Yoshiwara, el director de una compañía teatral, el médico y un acaudalado comerciante. Para la celebración de la ceremonia del té se había sumado a la comisión examinadora un monje zen. Y hasta habían mandado levantar en el pequeño jardín una cabaña en la que Toshua tuvo que ejecutar la ceremonia y servir el té al director de teatro y al representante del gremio de comerciantes. También había superado con éxito la que para ella fue la parte más dura del examen —una conferencia acompañada con música de koto no era su fuerte— y el reconocimiento de los blasones.
Toshua había llevado a dos de sus criadas para que la maquillaran y a primera hora de la tarde las muchachas habían regresado a la casa con los utensilios del té. Para la segunda parte de la prueba se había preparado muy bien. Los miembros de la comisión examinadora iban a sondear sus conocimientos de literatura. Se mencionarían, sin duda, los nombres de determinados poetas y poetisas. Después tendría que contarles algo sobre la vida y la obra de los más ilustres, y recitar tres poemas de cada uno de ellos. En la última parte de la prueba de hoy tendría que identificar las distintas hierbas que componían varios manojos, y describir en qué situación correspondía utilizar cada uno de ellos. El último obstáculo era una prueba de finanzas, pero se haría en su propia casa; los examinadores tenían que sopesar sus posibilidades económicas y revisar los ingresos de los últimos tres años. A este respecto no tenía por qué preocuparse. Habían pasado ya tres años desde que, tras la muerte de Fantasma de Golondrina, Toshua se hiciera cargo del establecimiento, tres años de vacas gordas. Había ampliado tanto su capital que estaba considerando la posibilidad de comprar una segunda casa en la que se instalarían las seis muchachas que actualmente trabajaban y vivían con ella.
Ahora estaba sola en la habitación. Las muchachas habían salido. La comisión se había retirado a un salón de té. Toshua dedicó esos minutos a repasar poemas. Le habían dicho que a veces los miembros de la comisión pedían a las muchachas que se examinaban que les recitaran su poema favorito.
Toshua recitó en voz alta los siguientes, concentrándose en la pronunciación y la entonación de las palabras:
Nos vestimos los dos,
nos despedimos deprisa,
en mitad de la noche.
Nuestras caderas adormiladas se rozaron.
Pero después, volvimos a la cama y allí nos quedamos
hasta el amanecer.
«¿No será un poema demasiado picante? ¿No sería más oportuno escoger algo más decente, por ejemplo, aquel poema que Izumi Shikibu escribió mientras entonaba un sutra en memoria de su hija muerta?», pensó Toshua.
Muerto de amor,
escucho las campanas de la luna.
No te olvidaré nunca,
ni siquiera en el silencio
entre dos campanadas.
Mientras Toshua recitaba este poema alguien llamó a la puerta. Sin esperar a que le abrieran, entró el poderoso —tan poderoso como retacón, cabe añadir— jefe de policía de Yoshiwara, Goto Minura. El comisario formaba parte de la comisión durante las pruebas de la mañana, y cada vez que Toshua había dirigido la vista hacia él se había encogido de miedo: la piel de su rostro, arrugada y adherida a los hundidos carrillos, y los ojos hundidos también en dos profundas cuencas, traían a su mente la imagen de una calavera. El hombre cerró la puerta y se puso las manos en la espalda, adoptando una pose resuelta y autoritaria. En ese momento, sin saber bien por qué, Toshua pensó en un gallinero, una asociación que la hizo estallar en una sonora carcajada que reprimió de inmediato.
Con un brusco movimiento el hombre se dio la vuelta, como si algo lo hubiera asustado, y corrió el pestillo; una precaución, por lo demás, totalmente superflua, pues a Toshua le parecía que la habitación en la que se encontraban sólo estaba separada del salón de deliberaciones por una puerta corredera con paneles de papel de arroz. El hombre emitió un ronco sonido gutural, dio un par de palmadas y dijo:
—¡Por fin solos!
—¿Me permite el noble caballero Goto Minura preguntarle de quién está hablando?
—Hablo de que tengo unas ganas tremendas de acostarme con vos.
Toshua lo miró estupefacta. La respuesta del jefe de policía le pareció una broma de mal gusto; pero le bastó con mirarlo a los ojos, que ardían de lascivia, para comprender que Goto Minura hablaba en serio.
—Creo que tendréis que quitaros esa idea de la cabeza —dijo Toshua sin inmutarse.
—No os pongáis así. ¿O acaso no queréis ascender a cortesana de primera categoría? Si es así, deberíais saber que lo que reclamo es, por tradición, un antiguo derecho de pernada del jefe de policía.
Toshua le echó una mirada furiosa, pues estaba segura de que tal «derecho» era mera invención del comisario. En los años que llevaba ejerciendo de cortesana había aprendido muy bien a dominar sus sentimientos, a fingir, a cambiarlos a voluntad en cuestión de segundos. De pronto, su voz adquirió un tono de extrema amabilidad:
—¿Por qué no venís una de estas noches a mi casa? Allí satisfaré gustosa vuestros deseos.
Toshua ya se imaginaba la situación. El jefe de policía no sólo iba a querer acostarse con ella, sino también con tres o cuatro mujeres más. O bien se iba sin que lo echaran tras una conversación mantenida en exclusiva para salvar las apariencias —no sin haber pagado antes, por supuesto—, o bien se verían obligadas a echarlo a la calle a patadas. Después de todo, no sería la primera vez que debía recurrir a métodos tan expeditivos.
—Lo que de verdad me apetece —dijo el jefe de policía con una sonrisa burlona— es ejercer ese derecho aquí y ahora. Más que nada para tener la certeza de que sois digna de pertenecer a la primera categoría de cortesanas.
Toshua le dirigió una mirada que rezumaba desprecio.
—Yo no veo aquí ningún cojín. ¿Veis vos alguno? ¿Cómo puedo compartir la almohada con vos cuando aquí no hay ninguna? Serenaos. Si no refrenáis vuestros impulsos, pediré ayuda a gritos.
—No os servirá de mucho. Los demás aún no han regresado de la casa de té, y no volverán hasta dentro de un buen rato. Vamos, sed sensata y obedeced. Después de haber compartido la almohada con tantos hombres, no sé a qué vienen ahora tantos remilgos.
Si hasta ese momento Toshua seguía considerando la posibilidad de satisfacer la exigencia del comisario, como una pesada tarea que no le quedaba más remedio que aceptar —y cuanto antes, mejor—, la última frase de Minura la hirió en lo más hondo de su orgullo y se decidió a humillarlo.
—Bien —dijo—, aquí estoy. Os aseguro que sabré hacerlo de manera tal que no sintáis el más mínimo placer. Os arrepentiréis de haberlo hecho. Y os aseguro que no se trata de una mera amenaza.
—¿Acaso lleváis en vos el alma de una zorra? —preguntó el jefe de policía con una risa socarrona, pues en aquellos tiempos estaba aún viva la creencia de que las zorras tenían el poder de convertirse en mujeres, y éstas, a su vez, de volver a transformarse en zorras—. ¿No os han dicho nunca que una mujer que se resiste es capaz de excitar a un hombre muchísimo más que una que se entrega sin ofrecer resistencia? —dijo Goto Minura.
—Iros al infierno —dijo Toshua, y se estremeció al percibir el tono grosero de su propia voz.
En ese momento el jefe de policía se abalanzó sobre ella, la cogió por las mangas del quimono y le arrancó la prenda de un tirón. Toshua aún llevaba puestas, después del pase de modelos, unas delicadas y excitantes prendas íntimas. Resuelta a no dejarse avasallar, rechazó al hombre de una patada. El jefe de policía se tambaleó, pero al instante volvió al ataque, la cogió por los hombros y la tiró al suelo.
Tamaña fuerza en un hombre tan pequeño no pudo por menos que sorprenderla. Minura la aplastó contra el suelo con las manos. A través de las esterillas Toshua sintió la dureza de las tablas. Con dos rápidos movimientos de las manos, el jefe de policía le arrancó hasta la última prenda íntima mientras ella le arañaba la cara con las largas uñas de su mano izquierda. Retorciéndose, consiguió estamparle un rodillazo en el mentón justo en el momento en que él, inclinado ante ella, intentaba abrirle las piernas por la fuerza. El comisario, aturdido, se apartó un momento, pero después, furioso, le propinó un estrepitoso par de bofetadas.
A Toshua la sobrecogió el miedo. No sabía qué hacer. No había duda de que, en cuanto a fuerza física y agilidad, Minura la superaba con creces. Pero, sobre todo, Toshua no tenía ningunas ganas de recibir más golpes, y por eso decidió cambiar de táctica y aplicar un método que le había enseñado Fantasma de Golondrina y al que había recurrido algunas veces, cuando tuvo que vérselas con clientes pesados.
—Si dejáis de pegarme y os comportáis como un caballero, me someteré a vuestra voluntad —dijo, poniendo voz de asustada.
—Eso me gusta —exclamó Minura—. Ya sabía yo que al final nos entenderíamos.
Toshua se relajó, echó los brazos hacia atrás y se abrió de piernas. Después cerró con fuerza la entrada a la gruta de la miel. Experimentó un sentimiento de satisfacción al comprobar que en ese momento estaba en condiciones de hacerlo. El miembro del jefe de policía se erguía tieso ante sus ojos; Minura lo llevó hasta la entrada de la gruta con la intención de penetrarla. Toshua concentró toda su fuerza de voluntad en el deseo de ponerle las cosas difíciles.
—Pero ¿qué hacéis? —exclamó el hombre.
—Vamos, adelante —susurró Toshua—. ¿No iréis a decirme que ya habéis terminado?
El hombre intentó penetrarla con un potente empujón, pero la gruta no se abrió. Hizo un nuevo intento, pero tampoco esta vez lo consiguió.
En ese momento se oyeron ruidos y voces en la habitación contigua. El jefe de policía se puso de pie de un salto, se arregló a toda prisa la ropa, descorrió el cerrojo y se precipitó al pasillo. Toshua permaneció sentada en el suelo con el quimono hecho jirones, pero, pese a encontrarse en un estado tan lamentable, no podía parar de reír. Primero fue una risa de alivio, que enseguida se transformó en algo imparable, y, cuando al cabo de un par de minutos apareció el ujier del tribunal y la invitó a pasar al salón de deliberaciones, Toshua seguía riendo.
Antes de entrar, se arregló las ropas, pero sólo lo imprescindible. Tras la escaramuza, llevaba el pelo totalmente alborotado. Mostraba un aspecto espantoso, como una aparición en una pesadilla, y lo sabía. Al verla, los miembros de la comisión se quedaron sin habla. Tras unos momentos de embarazoso silencio fue el médico el primero en hablar:
—Decidme, noble señora. ¿Os ha ocurrido algo?
Toshua se pasó la mano por el pelo para comprobar si no se le había caído su alfiler preferido. No, aún seguía allí, sólo se había movido un poco. Se lo quitó y, con gesto acusador, señaló al jefe de policía.
—Ha sido ese hombre —dijo, enfatizando las dos últimas palabras—. Ha intentado violarme.
Luego explicó con pasmosa serenidad el incidente que se había producido mientras esperaba el regreso de la comisión. Cuando terminó, reinaba en la sala un denso silencio. Esta vez fue el representante del gremio de comerciantes quien tomó la palabra. El adinerado comerciante se volvió hacia el jefe de policía y le dijo:
—Las palabras de esta respetable señora implican una grave acusación. Ahora queremos oír vuestra versión, señor Minura. ¿Es cierto lo que afirma esta mujer?
Los arañazos que Toshua había dejado en la mejilla y en el mentón del jefe de policía no dejaban lugar a dudas, pero Minura no tenía ninguna intención de confesarse culpable. Con una indignación muy bien fingida dijo:
—Ha sido ella... Ella me tentó. La desvergonzada se desnudó y después... al ver que no respondía a su provocación, se me tiró encima y... Quiso obligarme por la fuerza a que la penetrara, a que le hiciera lo que está acostumbrada a hacer con sus clientes. Sospecho que no es una mujer común y corriente, creo que es el espíritu de una zorra.
Era difícil saber a ciencia cierta a cuál de los dos estaban dispuestos a creer los miembros de la comisión. Sin embargo, por la expresión de sus rostros, podía deducirse que esta escena que se veían forzados a presenciar les resultaba sumamente penosa, y que el común deseo de todos era zanjar lo antes posible la cuestión.
—Opino —dijo el médico— que no incumbe a la comisión la responsabilidad de juzgar un caso tan poco corriente. Pero creo que estaréis de acuerdo conmigo si digo que ninguno de nosotros se halla en condiciones de proseguir con el examen tras este lamentable incidente. Por lo tanto, propongo dejar para más adelante la segunda parte de la prueba.
Los restantes miembros del tribunal estuvieron de acuerdo, y se abstuvieron de decidir ese día si la respetable señora Toshua se merecía o no ascender a cortesana de primera categoría.
Toshua regresó a su casa. Aunque no podía dejar de sentirse satisfecha por la manera como se había comportado y por haber salido victoriosa de esa innoble batalla con Minura, sabía que, si tenía que ir a juicio, su victoria podía transformarse rápidamente en una derrota. Si bien era cierto que el relato del jefe de policía —quien afirmaba que había sido ella la que intentara llevarlo al huerto— no había sonado en absoluto creíble, Toshua albergaba la sospecha de que un tribunal presidido por un hombre y compuesto en exclusiva de hombres otorgaría más crédito a la versión de otro hombre —que, para empeorar las cosas, era nada más y nada menos que el jefe de policía— que a la de una mujer que trabajaba de cortesana. Al llegar a su casa no contó a nadie lo ocurrido, aunque, como es natural, las muchachas de su establecimiento la acribillaron a preguntas, ansiosas por saber si había superado la prueba.
—Sí —respondió Toshua, evitando entrar en detalles—. Hasta el momento todo ha ido bien.
Toshua estuvo dos días sin salir de sus aposentos privados. Durmió mucho, y luego pasó una mañana entera en la casa de baños del barrio. No le resultó fácil abandonar ese estado de ánimo, en el que prevalecía un sentimiento de repugnancia y humillación. Para animarse, llamó a su peluquera y pidió que le hiciera un complicado peinado. La consumían los nervios, pues esperaba recibir en cualquier momento una citación, pero no ocurrió nada.
Cuatro días después del examen, vencida aún por el asco y la desgana, decidió ir al teatro. Esa noche se representaba La casa de té de Yoshidari, una pieza que narra la historia de un tal Izaemon, hijo de un rico comerciante de Osaka, que se gasta todo su dinero con una cortesana llamada Jugiri. Sin un céntimo y desheredado por su padre, se presenta de improviso un buen día en la entrada del establecimiento, hecho un pordiosero, vestido con un quimono de papel y la cabeza cubierta por un ancho sombrero. Como en ese preciso instante Jugiri está ocupada atendiendo a otro cliente, Izaemon no tiene más remedio que esperar. A fin de dejar clara al público su desazón, se pone a hacer un montón de locuras en el escenario, y en cierto momento incluso llega a subirse de un salto a una mesa. Cuando por fin Jugiri sale a recibirlo, Izaemon al principio la ignora y se hace el dormido. Sin embargo, la alegría que experimenta Jugiri al volver a verlo termina convenciéndolo del profundo cariño que la mujer siente por él. El reencuentro es emocionante. Entretanto, la madre de Izaemon consigue que su anciano marido vuelva a nombrar único heredero al hijo repudiado, y le envía una importante cantidad de dinero que permite a Izaemon comprar a Jugiri y sacarla de la casa de té.
Ninomiya interpretaba el papel de Jugiri, y Toshua, una vez más, se quedó impresionada con sus dotes para transformarse en el escenario. Primero era la enamorada melancólica, luego la amante feliz que se alegra al recuperar al objeto de sus desvelos, y finalmente la prostituta liberada y loca de alegría.
Durante la función, por un instante Toshua se sintió tentada de acudir a felicitar a Ninomiya a su camarín en el intervalo. Tal vez lo habría hecho, si se hubieran reconciliado. No porque le interesara volver a compartir la almohada con él, sino porque sabía que su ex amante era un hombre con una gran experiencia de la vida y ella ahora sentía la necesidad de pedirle consejo, de que alguien le dijera qué debía hacer si tenía que defenderse de las acusaciones del jefe de policía ante un tribunal.
Sin embargo, creyó conveniente reprimir ese deseo. Hacía ya seis años que habían roto, y en ese tiempo la popularidad de Ninomiya como intérprete masculino de papeles femeninos no había hecho sino aumentar; Toshua daba por sentado que el actor debía tener, como mínimo, una amante. En ese momento le habría resultado muy difícil soportar un nuevo desengaño.
Después de salir del teatro caminó, en un estado de ánimo bastante sombrío, en dirección a las llamadas Cabañas de las anguilas, un barrio de estrechas casuchas que se extendía a orillas del río Sumida. Muchas tiendas ya habían cerrado sus puertas, pero de las fachadas le llegó, tentador, mezclado con el canto de los grillos y una algarabía de risas y voces de noctámbulos empedernidos, el olor a sopa de fideos, croquetas de arroz con salsa de soja y pescado frito.
A Toshua se le ocurrió que el ligero dolor de cabeza que se le había levantado en el teatro se debía también, y sobre todo, a que desde la mañana no había probado bocado. Sin perder tiempo entró en la primera casa de comidas que encontró; se trataba del sótano de una de las modestas viviendas del barrio. El suelo era de tierra pisada; al fondo vio a una anciana sentada frente a una parrilla en la que se asaban unos apetitosos langostinos. En la única y larga mesa del austero pero espacioso comedor vio también una gran olla de arroz y una sartén con restos de hierbas marinas. Toshua pidió arroz con algas y salsa de soja: la comida más sencilla que cabe imaginar. La anciana insistió en servirle una porción de langostinos, pero no logró convencerla.
—Tienen buen aspecto, pero tengo el estómago algo revuelto —se excusó Toshua.
Mientras la muchacha comía su arroz con algas, la mujer no dejaba de observarla, curiosa y pensativa. Sus miradas incomodaban a Toshua, pues le recordaron la difícil situación por la que atravesaba. Nerviosa, al fin preguntó enfadada a la anciana posadera:
—¿Por qué me miráis de esa manera?
—No habéis cambiado nada —respondió la vieja.
Ahora, su voz le sonó a Toshua algo diferente.
—¿Acaso nos conocemos? —preguntó.
—Es posible. Ha pasado tanto tiempo. ¿Ya nos os acordáis del día que nos pasamos esperando a vuestro novio en aquel monasterio de Kyoto?
—¡Por Amida! —exclamó Toshua—. ¡Pero si sois Marakabui! ¿Cómo es que estáis trabajando en esta taberna?
—Os prohíbo criticar mi negocio —replicó la anciana mujer—. Me da de comer.
Toshua retiró a un lado su plato de arroz y empezó a dar vueltas por la sala, llevada por una idea de lo más alocada. Pero, si no la soltaba allí mismo, era posible que más tarde la descartara. Pensó que sería muy tranquilizador tener a su lado a una mujer como Marakabui. Quizá todo fuera, únicamente, obra del destino. «Pregúntaselo», le dijo aquella voz interior que siempre la acompañaba a todas partes, aunque sabía muy bien que la que así le hablaba era sólo la voz de su deseo.
—¿Qué me diríais si os propusiera que dejarais de trabajar aquí y os vinierais a vivir conmigo? Puedo ofreceros en Yoshiwara, en mi propia casa, el puesto de gobernanta. Tendréis seis muchachas a vuestro cargo.
—¿Y decís que esa casa es vuestra? —preguntó la anciana.
—Sí, desde hace algunos años. Me creáis o no, la recibí en herencia.
—Siempre supe que merecíais un destino mejor que ser esposa de un general que, a la hora de compartir la almohada, prefería a los muchachitos.
—He tenido suerte, eso es todo. ¿Y vos? Contadme, ¿cómo llegasteis aquí?
—Es una historia muy larga.
—Bueno, tenemos todo el tiempo del mundo, siempre que os decidáis a cerrar vuestro establecimiento, claro, y a venir conmigo.
—No tengo mucho que pensar —dijo Marakabui—. Siempre sentí por vos un profundo afecto; desde que nos separamos, más de una vez me he parado a pensar qué habría sido de vos.
Una vez sentadas en la barca que las llevó hasta Yoshiwara, Marakabui dijo de repente:
—¿Qué os parece esta idea? Podría vender la taberna y pediros que me guardéis el dinero, que lo invirtáis en lo que os parezca más conveniente.
—¡Entonces serías accionista de mi establecimiento! —dijo Toshua, y le sugirió que volvieran a tutearse—. Pues, me parece muy buena idea. Ya sabes que perdí a mi madre cuando aún era una niña. Si aceptas quedarte conmigo, tendría a mi lado una especie de segunda madre.
—Claro que sí —dijo Marakabui riendo—, y te prometo que seré una madre muy severa. Pero creo que ante la gente y las muchachas de tu casa sería conveniente que me llamaras «tía».
—Sí, a mí también me parece lo mejor —convino Toshua, y ofreció a Marakabui su pañuelo de seda—. Toma, el aire de la noche que sopla de los pantanos es muy traicionero.
Más tarde, al llegar a la casa de Yoshiwara, Marakabui le contó todo lo que había vivido desde que se separaron. Después de llevarla de Kyoto a Edo, los hombres del shogun la dejaron como asistenta en la cocina de la familia de uno de los daimyos. Los príncipes de la región estaban obligados a tener una casa en la ciudad, donde dejaban a su familia cuando iban a recorrer sus feudos y recaudar los impuestos.
En casa del daimyo no tardaron en descubrir y apreciar la habilidad y las dotes de Marakabui para la cocina. La hija mayor decidió destinarla a su servicio personal. Pocos meses después, la joven se casó con un alto oficial de la corte, y así fue cómo Marakabui pasó a servir en el castillo de Chiyoda, en Edo. Su señora, poseedora de una indescriptible belleza, pronto llamó la atención del shogun, que hizo de ella una de sus numerosas amigas. Su matrimonio con el oficial de la corte se mantuvo desde un punto de vista formal, y lo cierto es que el shogun nunca la promovió a la categoría de concubina, si bien de vez en cuando pasaba la noche con ella. Además, el amo absoluto del Imperio le concedió la gracia de asignarle un puesto de gran importancia, a saber, el trato con los comerciantes de la ciudad que abastecían a la corte del shogun de alimentos, ropas y muebles. Pero en realidad fue Marakabui, la insignificante sirvienta, quien se hizo cargo de esas tareas, y era ella la que se ocupaba de que las mercancías fueran de buena calidad y de que nadie intentara timarlos con los precios.
Mientras que por lo general a las esposas, concubinas y amigas del shogun no les estaba permitido salir de palacio, entre las tareas que correspondían a Malira, como se llamaba la señora de Marakabui, se encontraba la de ir de vez en cuando a la ciudad, acompañada siempre de su criada. Los comerciantes con los que tenía que negociar durante esas excursiones sabían lo aburrida que era la vida que llevaban las mujeres de la corte del shogun. Por supuesto, también estaban al corriente de la influencia que ejercían algunas de ellas sobre las decisiones políticas que tomaba el Bakufu, y por eso no escatimaban esfuerzos a la hora de adular a las damas, y se congraciaban con ellas haciéndoles pequeños regalos. Marakabui hizo hincapié en que ella y su señora jamás habían aceptado una sola de esas «comisiones».
Sin embargo, uno de los comerciantes de la capital, el que suministraba el té que se consumía en la corte, supo encontrar otra manera de ganarse el favor de Malira: invitó a las mujeres a una función de kabuki una noche en que actuaba el célebre Tajaru, precisamente en una pieza en la que se escenificaba el doble suicidio de una pareja de amantes. Además, el comerciante se las compuso para organizar las cosas de manera tal que en el entreacto pudo presentar el famoso actor a Malira; los dos, estimulados por los sucesos que se desarrollaron en el escenario, se enamoraron a primera vista. La imposible situación de la pareja contribuyó, y no en escasa medida, a encender la llama del deseo.
No obstante, tuvieron que pasar dos meses hasta que Malira pudo ausentarse una vez más de palacio y asistir a otra representación, si bien los amantes se las ingeniaban para enviarse cartas y dedicarse mutuamente ardientes poemas. También la segunda vez Malira salió de la corte acompañada de Marakabui. La criada había intentado advertir a su señora del peligro a que se exponía. Cualquiera podía predecir el final de ese romance. Esta vez Malira se entregó a Tajaru en el camerino del actor, durante la pausa entre el primer y el segundo acto. Los actores que interpretaban los papeles secundarios hicieron guardia ante la puerta del camerino para ahuyentar a los visitantes inoportunos.
Marakabui contó a Toshua que, a pesar del riesgo que corrían, los amantes siguieron viéndose a intervalos de cuatro a seis meses. La pasión que los abrasaba había alcanzado límites insospechados. La anciana explicó que cada vez que su señora entraba al vestuario, Tajaru ya estaba esperándola; sin saludarse siquiera se arrancaban las ropas y follaban hasta caer exhaustos. La mayor parte de las veces Marakabui se quedaba esperando delante de la puerta, alerta, si bien algunas noches tuvo que presenciar el fogoso acto dentro del camarín, y oír cómo el batán del actor arrancaba a su señora breves y entrecortados gemidos de placer que, sin duda, oían también los actores que ocupaban los camerinos contiguos.
Pero una vez que se vio obligada nuevamente a hacer guardia, los amantes, ciegos y sordos de pasión, no se dieron cuenta de que había empezado el segundo acto. El traspunte apareció como alma que lleva el diablo para avisar a Tajaru de que debía salir a escena. Como es natural, Marakabui hizo todo lo posible para impedir que el muchacho entrara en el camerino, pero éste se abrió paso de un violento empujón; al cabo de escasos segundos regresó al pasillo y le contó que sólo había podido ver los cojones de Tajaru. Confuso, le preguntó quién era la mujer que se lo estaba montando con el actor.
Pese a este incidente, la pareja de amantes siguió comportándose cada vez con mayor ligereza. Más de una noche salió el actor disfrazado del teatro, dispuesto a llegarse en palanquín hasta el castillo. Tal empresa, vistas las medidas de seguridad con que se defendía la sede del shogunado, habría sido inconcebible si Tajaru no hubiera destinado importantes sumas a sobornar a los centinelas, costumbre que a diario ponía a Malira en serios apuros, pues era ella la que pedía prestado el dinero a uno de los abastecedores de la corte.
Una noche, durante una de las visitas secretas de Tajaru —que tuvieron que interrumpir antes de lo deseado—, el actor olvidó en la alcoba de su amada una prenda interior masculina, que una criada descubrió a la mañana siguiente. Probablemente fue ése el comienzo de las habladurías que terminaron con el descubrimiento de esa relación prohibida.
No había que olvidar, recalcó la anciana Marakabui a Toshua, que entre las mujeres, en el llamado «gran interior» del castillo de Chiyoda, la envidia es la causa de muchos problemas. A consecuencia de las primeras investigaciones que se llevaron a cabo tras la aparición de la prueba del delito, Malira fue destituida de su puesto de chuso, una especie de administradora de la corte. Las averiguaciones duraron varios meses y, entre otras cosas, le costaron también el puesto al capitán de la guardia. El actor tuvo la suerte de salir con vida, aunque fue desterrado al extremo norte del país, y el teatro, una empresa familiar, acabó clausurado.
A Malira la enviaron de vuelta con su familia, y Marakabui se marchó con ella. En la casa, los padres de Malira no recibieron con los brazos abiertos a la hija repudiada, y mucho menos a su cómplice; a ésta, tras pretender compensarla con una mísera indemnización, la pusieron de patitas en la calle. El dinero le alcanzó apenas para comprar los enseres necesarios para abrir una casa de comidas.
A la mañana siguiente, Toshua presentó la anciana a las seis muchachas de su establecimiento y les comunicó que a partir de ese momento Marakabui era su brazo derecho. Las dos mujeres de más edad se sintieron algo ofendidas, porque ambas habían albergado esperanzas de alcanzar algún día esa condición, pero, como se vio más adelante, Marakabui era bastante hábil para no dejarse amilanar por los prejuicios y la animosidad contra su persona.
No tardaron en aparecer compradores interesados por la fonda. Toshua tomó parte activa en las negociaciones, y con buenos resultados. La «tía» obtuvo una jugosa cantidad por la venta, y felicitó a su nueva «sobrina» por haber sabido negociar de forma tan hábil con los interesados. Pero Toshua, dada la delicada situación en que se encontraba tras el incidente del examen, estaba feliz de tener a su lado alguien en quien confiar; si bien desde aquel día no había vuelto a saber nada más del asunto, sabía que eso no significaba que pudiera olvidarse de él.
En las casas de té, las fondas y las casas de baño de Yoshiwara, circularon las dos versiones del incidente que, como cabía esperar, fueron distorsionadas a voluntad. Según la primera, para conseguir que la nombraran cortesana de primera categoría Toshua había intentado seducir al jefe de policía, pero Goto Minura se había mostrado firme, y la había rechazado; ofendida, la desvergonzada se había presentado con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto ante el tribunal para acusar al comisario de intento de violación.
La segunda versión se aproximaba bastante a la realidad, y todos los que conocían al jefe de policía estaban convencidos de que las cosas no podían haber ocurrido de otra manera. Pero estos rumores no eran, en ningún caso, una buena propaganda para el establecimiento, y Toshua no sabía cómo acallarlos.
Una semana después de la llegada de Marakabui, se presentó en la casa un abogado que dijo ser el defensor del jefe de policía, con la intención de someter a la consideración de Toshua una oferta de su cliente. Minura prometía entregarle una reparación de honor, siempre y cuando ella manifestara públicamente que él no había intentado forzarla a que se acostara con él.
—Si he entendido bien —dijo Toshua al abogado con una sonrisa burlona—, las dos partes afirman que no ocurrió nada.
El abogado se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja:
—Sí, ha entendido usted bien.
Toshua le pidió dos días para pensárselo.
Ese mismo día por la noche recibió otra visita: Nagasaka, único hijo del comerciante y miembro de la comisión examinadora Takotoshi Shenzu. En Yoshiwara todo el mundo sabía que los Shenzu poseían una de las empresas más importantes en el ramo del arroz, además de un floreciente negocio de banca. Precisamente porque a Toshua le gustaba Nagasaka —del cual no podía decirse ya que fuera joven—, resolvió andarse con pies de plomo.
Por intermedio del hijo, el viejo Shenzu le comunicó que estaba dispuesto a pagarle los servicios de un abogado si ella presentaba una acusación formal por violación. No era ésta la primera vez que el comisario había abusado del poder que le confería su cargo para aprovecharse de una mujer indefensa. Cuando se celebrara el juicio, el abogado citaría como testigos a todas sus anteriores víctimas. Se podía dar por seguro que eso bastaría para condenar a Minura.
Con disimulo, Toshua echó un vistazo al rostro del hombre que estaba sentado delante de ella. Le gustaba más de lo normal. Llevaba ya unas semanas sin acostarse con ningún hombre capaz de hacerla feliz. Tras descartar la idea, le preguntó:
—¿Por qué quiere vuestro padre que condenen al jefe de policía?
Nagasaka ni pestañeó.
Ahora fue él quien echó una rápida mirada de deseo a Toshua.
—Me gustáis —dijo el hombre, no sin que su voz delatara cierta timidez.
—Si deseáis hacer uso de mis servicios, es decir, de los servicios que en esta casa ofrecemos a los hombres, estoy segura de que conocéis a la perfección nuestras tarifas. Estamos a vuestra disposición. Pero no habéis contestado a mi pregunta. ¿Por qué quiere vuestro padre arruinar a Goto Minura?
—Muy simple: mi familia tiene la intención de abrir una sucursal del banco en Yoshiwara, y para eso se necesita la autorización del jefe de policía. Por lo visto, la suma que le ofreció mi padre no le pareció suficiente al señor Minura; es probable que esté esperando que aumentemos esa cantidad, cosa que no estamos dispuestos a hacer.
—Y vos, personalmente, ¿qué me aconsejáis?
Toshua lanzó a Nagasaka una mirada con la esperanza de que el joven percibiera la intensidad de su deseo.
—Como comprenderéis —replicó Nagasaka—, no puedo dejar de cumplir mis deberes de hijo.
—¿Y si por una vez los dejarais de lado?
—Es imposible.
—O sea, que en esta guerra he de ponerme de vuestro lado...
—Sí, claro.
—Permitidme que os diga que se trata de un asunto bastante espinoso. No tengo muchas ganas de repetir ante un juez la forma en que ese hombre pretendió humillarme.
—¿No seréis vos, acaso, la parte culpable?
—Pero ¿cómo os atrevéis siquiera a sugerir semejante calumnia? No; pero es verdad que estuvo a punto de ser un encuentro verdaderamente íntimo, y bastante penoso para el jefe de policía, además. Gracias a mi experiencia supe impedir que la violación se consumara. Tal vez sea conveniente que alguien se lo recuerde al señor Minura.
Nagasaka jugueteaba con la manga del quimono.
—¿Qué pasaría —preguntó— si voy a verlo y le repito exactamente lo que acabáis de decir?
—¿Y con qué finalidad, si puede saberse?
—Bueno, quizá podríamos sugerirle que renuncie... por motivos de salud. Así, al menos, salvaría las apariencias. Gracias a las influencias de mi padre, hasta sería posible hacerle un poco menos amarga la retirada obsequiándole con un cómodo cargo en la provincia.
—¿Y creéis que estaría dispuesto a aceptar?
—Por supuesto deberíais autorizarme a hacer uso, en caso necesario, de lo que me habéis contado hace un momento. Estoy seguro de que será suficiente con hacerle entender que, en caso de que fuéramos a juicio, vos no dudaríais en describir lo ocurrido... con pelos y señales...
—¿Sois consciente —dijo Toshua— de que estamos elaborando un plan para llevar a cabo una intriga realmente pérfida?
—¿Me permitís que os sea sincero? —replicó Nagasaka—. No consigo entender que pueda haber alguien capaz de querer hacer algo tan repugnante a una mujer tan hermosa y respetable como vos.
Por lo general, ante cumplidos como ése Toshua permanecía fría como una estatua, pero era otro el efecto al escucharlos en boca de Nagasaka.
—Bueno, pero... no creo que podáis emitir un juicio tan categórico sobre mi belleza. Sólo me conocéis superficialmente.
—Y sin embargo me gustaría decir algo más. Por ejemplo: una mujer tan deseable...
—Ese detalle, justamente... ¿No creéis que al jefe de policía podría servirle de atenuante ante un tribunal compuesto de forma única y exclusiva por hombres?
—Creo que no queréis entenderme —protestó Nagasaka.
—No creo estar muy equivocada si pienso que también vos queréis compartir la almohada conmigo. Para tales servicios tengo un precio fijo. ¿Queréis saber cuánto? Sin embargo, os lo ruego: no mezcléis los servicios que prestamos en esta casa con el proceso contra Goto Minura.
—En realidad, sólo pretendía decir —dijo Nagasaka— que el comportamiento del comisario me parece despreciable.
—No perdamos ahora el tiempo en disquisiciones sobre la naturaleza del ser humano —dijo Toshua—. Acepto vuestra propuesta. Prefiero estar en deuda con vos que con la empresa de vuestro padre.
—Me alegra mucho que confiéis en mí. Tened la seguridad de que estáis en las mejores manos.
En apenas tres días la noticia se propagó por todo el barrio: el jefe de policía había dimitido por motivos de salud. Al parecer ya se encontraba en un famoso balneario, dispuesto a someterse a una cura de reposo a cuyo término tenía previsto incorporarse a su nuevo puesto en una insignificante ciudad del interior.
Cuando, tres días más tarde, una de las criadas subió a su habitación a anunciar una nueva visita de Nagasaka, Toshua sintió una ligera excitación.
—Estoy segura —dijo Toshua en un tono un poco altanero— de que venís a que os dé las gracias. Debo reconocer que habéis resuelto el problema con mucha astucia. A buen seguro vuestro padre también está muy satisfecho de vuestra intervención, y no dudéis de que yo también lo estoy. Os merecéis una recompensa. ¿Qué diríais si os invitara a pasar una noche en esta casa? He dicho «invitara».
—Sois muy amable —respondió Nagasaka— pero los sentimientos que albergo por vos no son precisamente... ¿cómo lo expresaría?, «recompensables». Al menos no de esa manera.
—¿Cómo he de interpretar vuestras palabras? ¿Acaso preferís a los jovencitos?
—Es muy difícil de expresar. No, prefiero el sexo con mujeres, no os quepa duda, pero no podría soportar hacerlo con vos como cliente de una cortesana.
—Vuestros sentimientos son muy curiosos —dijo Toshua algo ofendida, y al instante lamentó no haber reaccionado de otra manera—. Creo que debo hacerme a la idea de que, para bien o para mal, no os interesa mucho pasar una noche conmigo. Nunca se sabe, señor Nagasaka: lo que comienza con una simple invitación puede convertirse en una tierna relación personal.
—¿Y si superara mis prejuicios? —preguntó Nagasaka—. Reconozco que pueden tacharse de ridículos.
—Oh, no, no toméis mi comentario como un reproche. Creo que esa sensibilidad, sumada a vuestro bello semblante, es con toda seguridad vuestra mejor cualidad.
—¡Oh, por favor! —exclamó Nagasaka en un tono casi de súplica.
Esta vez Toshua sí se sintió satisfecha de su modo de conducirse.
—Bueno —dijo, sin dejar que Nagasaka percibiera su satisfacción—. Venid, entonces, dentro de dos noches. De alguna manera me las arreglaré para pasar toda la noche con vos.
La noche fue un fracaso o, para ser más exactos, fue una agradable noche de amor, pero los abrazos de Nagasaka no despertaron en Toshua el entusiasmo que había esperado. Para colmo, se enteró, casi por casualidad, de que Nagasaka estaba casado pero que de esta unión aún no tenía hijos.
A la mañana siguiente Toshua habló con Marakabui.
—¿Conoces algún caso de un comerciante que haya tomado a una cortesana por segunda mujer?
—¿Qué estáis tramando, mi pequeña tigresa?
—No me importaría nada ser la segunda mujer de Nagasaka.
—Sí, conozco algunos casos, pero no son muy frecuentes. Pero ¿tú sabes qué clase de familia son los Shenzu?
—Unos comerciantes de arroz que, además, son banqueros.
—No creo que estén dispuestos a tolerar a una cortesana en la familia. Además, no veo por qué deberían aceptarte. Tu príncipe azul puede venir a visitarte aquí cuando le dé la real gana. Proponte que te mantenga; eso sería lo más apropiado para una cortesana de primera categoría.
—No olvides que todavía no lo soy.
—¿Y quién otorga el certificado oficial? No me digas que vas a dejar que esos bárbaros te hagan pasar una segunda prueba.
—Yo quiero que sea oficial.
—¿Puede saberse por qué?
—Eso no te lo puedo decir. Quiero que sea así y basta. Y también quiero ser la concubina de Nagasaka, no sólo su mantenida.
—Será mejor que te quites esa idea de la cabeza.
—No creo que sea capaz de renunciar a ese deseo.
—Dices unos disparates... Eres una mujer de negocios, no lo olvides. Y como tal debes pensar y comportarte.
—Pero por una vez puedo permitirme hacer una excepción. ¿O eso también es imposible?
—La excepción no es tan insignificante.
—Bueno, no importa —replicó Toshua como una niña arrepentida tras haber cometido una travesura—, seré prudente y cumpliré con mi deber para que no falte el arroz en la olla.
Pasaron algunos meses, llegó el otoño, y en todo ese tiempo Toshua no supo más nada de Nagasaka. Su orgullo tampoco le permitió hacerle llegar noticias suyas.
Sus clientes, entre los que se contaban no pocos comerciantes e hijos de comerciantes, se asombraban al ver que últimamente Toshua mostraba un especial interés por la situación de la economía. Cuando ella los acribillaba a preguntas sobre el tema, algunos se extrañaban: «¿Acaso tenéis intención de dedicaros al comercio del arroz? ¿O pensáis abrir un banco?» Toshua se reía y les contestaba: «¿Y por qué no? Todo es posible.» Lo que de verdad le daba vueltas en la cabeza era lo siguiente: a través de sus clientes sabía que algunos hombres se sentían frustrados por no poder hablar nunca de negocios con sus esposas. Si Nagasaka la hacía su concubina, ella quería estar en condiciones de poder hablar también de las operaciones comerciales de la familia Shenzu.
En los últimos años Toshua había acumulado un capital nada despreciable, pero nunca se había preocupado por conocer con exactitud los mecanismos de la economía. Y por eso decidió aprovechar cualquier ocasión que se le presentara para llenar esa laguna. Llegó incluso a contratar a un estudiante con el fin de que le enseñara los rudimentos de esa disciplina, y estudió como una alumna de lo más aplicada y ávida de conocimientos. Así fue cómo aprendió cosas muy interesantes que, al parecer, todo el mundo sabía menos ella.
En esa época se podía ganar mucho dinero especulando con el cambio de moneda, debido básicamente a que en el país circulaban monedas de cuatro metales distintos, a saber: oro, plata, cobre y hierro. Para tres de esas monedas había sido necesario crear un sistema que permitiera cambiarlas sin pérdida de tiempo, antes de que se devaluaran. Por ejemplo, las principales casas comerciales hacían sus transacciones en cobre, pero los propietarios de las grandes empresas se veían obligados a cambiar las monedas de cobre por otras de oro o plata para hacer frente a sus deudas. El procedimiento inverso prevalecía cuando los comerciantes enviaban a sus vendedores a las provincias del interior, para lo cual necesitaban adelantarles pequeñas sumas en concepto de dietas. Según los vaivenes de la economía, para una transferencia de Edo a Osaka, y viceversa, era necesario cambiar oro por plata, o a la inversa.
El cambio se había convertido, en consecuencia, en un elemento inevitable de las transacciones comerciales, y en más de un caso fue el germen de las fortunas de las grandes familias. Si se tenía en cuenta que los cambistas cobraban diez bu o diez zeni por cada ryo de oro, aunque parezca una insignificancia, considerando las numerosas operaciones de cambio las cantidades cambiadas en un solo día arrojaban ganancias considerables.
El cambio de moneda se producía en distintos ámbitos de la vida cotidiana. En el peldaño más bajo estaban los pequeños comerciantes, que, además de dedicarse a las operaciones de cambio, vendían aceite y sake; su negocio se limitaba al cambio de monedas de cobre y pequeñas cantidades de plata. En el escalafón siguiente se situaban los cambistas que entraban en juego a la hora de cerrar operaciones financieras entre ciudades; en sus agencias era posible también abrir cuentas de ahorro y solicitar crédito.
La clase más alta de los cambistas la formaba el llamado «grupo de las diez familias», creado por las autoridades como una especie de control de la banca. Estas familias eran los auténticos banqueros y cambistas del gobierno central, y se les encargaba que vigilaran las prácticas comerciales de la banca. Gracias a los buenos servicios que prestaban, los jefes de estas familias estaban autorizados a llevar las dos espadas de los samuráis.
El símbolo con que se identificaba el local en que operaban los cambistas era, por regla general, un cartel de madera grabado con un zeni. Los dos objetos imprescindibles de un cambista eran el libro de cuentas, en el que estaban obligados a registrar cada operación, y el ábaco. El libro de cuentas, que debía iniciarse todos los años, sólo podía abrirlo el dueño de la casa de cambio o su gerente, puesto que, como es lógico, contenía información confidencial. El ábaco estaba formado por trece hileras de cuentas, con las que se podían realizar incluso las operaciones más complicadas.
La conexión entre el ramo de los cambistas y el comercio de arroz se debía a que durante largo tiempo el arroz había hecho las veces de única moneda del país. La mayoría de las grandes y florecientes empresas de esta era habían comenzado como cambistas de un daimyo que, por su intermedio, realizaba sus negocios con los comerciantes y artesanos locales. Por su parte, estos cambistas prestaban dinero a los terratenientes de la nobleza, en concepto de anticipo por la cosecha. De cada una de estas transacciones, un pequeño porcentaje pasaba a engrosar las arcas del cambista, y si éste era hábil, ahorrativo y trabajador, no le resultaba difícil amasar en poco tiempo una pequeña fortuna.
Nagasaka había nacido en el seno de una de esas familias que se dedicaban desde siempre a esta clase de negocios. Sus antepasados procedían de un pueblo de los alrededores de Osaka, y habían comenzado con una destilería de sake. La primera generación, de la que todavía se conservaban noticias, abasteció de sake durante años al creciente número de guerreros y príncipes que se instalaron en la floreciente Edo en torno a la figura del shogun. Al principio el transporte se hacía por tierra, pero cuando las cantidades comenzaron a aumentar, la familia decidió enviar los toneles por barco.
La siguiente generación poseía ya tres bodegas de sake en Osaka y prestaba dinero a los príncipes de las provincias. Este antepasado de Nagasaka tuvo cinco hijos: tres varones y dos mujeres. El menor de los varones heredó la principal tienda de licores de Osaka. El envío de sake en toneles por vía marítima duró unos años más, pero se paralizó casi por completo hacia 1670, a consecuencia de un decreto gubernamental que prohibía el consumo de bebidas alcohólicas. A raíz de esta desfavorable medida, el arroz se convirtió en el principal producto de la empresa de los primeros Shenzu: el preciado alimento se compraba en las grandes granjas de la provincia y era transportado por vía marítima, en barcos que se alquilaban directamente a las compañías navieras.
Hacia finales del siglo XVII, la empresa familiar de los Shenzu abrió una filial en Nagasaki, donde pronto pasó a desempeñar un papel importante en el comercio con productos que llegaban a Japón desde los países más distantes: medicamentos, seda cruda y azúcar. Al cabo de pocos años, los Shenzu llegaron a ser también influyentes cambistas. Sus ganancias procedían sobre todo de las operaciones de crédito entre Edo y Osaka, a las que se sumaba la venta de sake. Cinco años después de que la empresa pasara a formar parte del grupo de las diez familias, en su lista de clientes figuraban no menos de ciento veintidós daimyo.
Nagasaka procedía de una rama secundaria de la dinastía. Su abuelo se había instalado en Edo; el hombre se había negado a comenzar de vendedor en la filial de esa ciudad y decidió independizarse abriendo su propio negocio. Su madre, que procedía de una familia de la provincia al norte de Edo que gozaba de una buena posición gracias al comercio de madera, le regaló diez ryo, que él invirtió en algodón. En un plazo de diez años consiguió acumular un capital de ciento sesenta y siete ryo de oro.
Cuando traspasó el negocio a su hijo, el padre de Nagasaka, el capital se había doblado. Esta línea de la familia Shenzu poseía ahora una gran tienda de telas en el centro de la ciudad, y tres sucursales en otras ciudades importantes. Mientras el viejo Shenzu, incansable y astuto, seguía controlando todos los negocios, su hijo Takotoshi había comenzado a dedicarse a la compraventa de arroz y al cambio de moneda. Nagasaka, el nieto, tras pasar una temporada como aprendiz en la empresa que poseía un pariente en Nagasaki, donde había tenido oportunidad de familiarizarse con la importación de seda, no mostraba, sin embargo, ambiciones de comerciante. Antes bien, se interesaba por la moda y por la lírica, inclinaciones que el abuelo y el padre toleraban. La fortuna de la familia era bastante grande para permitirse aguantar a un hijo que era amante de las letras. Nadie puso objeciones cuando Nagasaka, que ya tenía más de treinta años, empezó a frecuentar el barrio de Yoshiwara. Por otra parte, las cortesanas eran las mejores y más frecuentes clientes de las tiendas de telas de los Shenzu, y resultaba útil saber lo que les gustaba y la moda que cada año imperaba en el barrio de los placeres a fin de satisfacer los pedidos y tener siempre disponibles las telas preferidas de la temporada. Puesto que el matrimonio de Nagasaka, único hijo, con Uemura, seguía sin traer hijos al mundo, una nube oscura se cernía desde hacía algunos años sobre la casa Shenzu. Todos sabían que se trataba de un matrimonio de conveniencia, pues Uemura, la esposa, era hija de una familia que poseía una importante flota dedicada al transporte de arroz.
Es cierto que después de algunos años Nagasaka habría podido enviar a su mujer esas dos o tres líneas que bastan para solicitar el divorcio, y la posibilidad llegó a considerarse incluso en una de las reuniones del consejo de familia. Pero si Nagasaka se divorciaba, la familia Shenzu tendría que devolver a los padres de Uemura la importante dote que ésta aportó en el momento de la boda; además, un divorcio sería percibido como un acto poco amistoso por la compañía naviera. Al fin, habían optado por aconsejar a Nagasaka que tomara una concubina. Y así se hizo. Pero la mujer sólo había traído al mundo dos niñas.
Todos estos datos llegaron a oídos de Toshua a través del pobre estudiante que le daba clases de economía, y que resultó estar tan al corriente del balance erótico familiar del clan de los Shenzu como de sus asuntos financieros.
Sin embargo, toda esa información contribuyó en poco a aplacar las fantasías románticas de Toshua. Al contrario, visto que Nagasaka parecía un objetivo inalcanzable, y lo más probable era que ya la hubiera olvidado, en cuanto representante del sexo masculino en el que depositar sus deseos secretos seguía siendo el más apropiado objeto de sus sueños. De tanto en tanto hablaba del tema con Marakabui, que siempre le respondía con burlas. Nunca salió de los labios de la vieja amiga una palabra de consuelo ni de comprensión; Marakabui siempre le decía que se lo quitara de la cabeza de una vez por todas.
—Yo sólo quiero tu bienestar —decía la anciana.
Sin embargo, Toshua seguía soñando que, tarde o temprano, Nagasaka la tomaría por segunda concubina. Ella le daría un hijo varón, y eso le bastaría para relegar a un segundo puesto a las otras dos mujeres. En sus sueños ya se veía formando parte del imperio comercial de los Shenzu, en el que desempeñaría un importante papel. Ella entendía algo de moda, y tenía muy buen gusto en materia de telas y estampados, como siempre se lo confirmaban no sólo sus clientes, sino también las muchachas que trabajaban en su casa, y por eso se sentía perfectamente preparada para dirigir la tienda de telas de la familia. Sabía muy bien que una mujer en una posición así era algo totalmente contrario a las costumbres de aquella sociedad, pero su orgullo era tan grande que no le costaba nada imaginarse que llegaría a ser la primera mujer que dirigía un negocio que por tradición se reservaba a los hombres. Y, después de todo, ¿por qué no? Había invertido mucho tiempo y dinero para formarse en los asuntos del mundo de las finanzas, y sabía que contaba con las mejores armas para hacerse cargo de las tareas con las que soñaba despierta.
Llegó noviembre, y una nube cargada de tristeza ensombrecía cada día que pasaba sin que Nagasaka mostrara el menor interés por ella; cada mañana, cuando despertaba de su sueño profundo, Toshua se quedaba al menos una hora remoloneando en la cama y pensando en él. Durante el día, al menos dos veces tenía que recordarle Marakabui que estaba intratable y distraída. Finalmente Toshua decidió pasar unos días en Nikko y asistir allí a la llegada del otoño y el cambio de color de los arces, a la vez que aprovechaba la visita para celebrar los ritos en memoria de Fantasma de Golondrina.
En este deber se concentró ya el mismo día de su llegada a Nikko. La pequeña posada en la que se alojara junto con su difunta señora todos los otoños que pasaron juntas en el lugar estaba completa, porque además de la atracción del colorido otoñal de los arces, que siempre despertaba la curiosidad de muchos visitantes, ese año se había organizado en el pueblo un concurso de crisantemos. Toshua no tuvo más remedio que alojarse en un ryokan bastante caro.
Mientras en el templo ardía el incienso y el sacerdote escribía en un trozo de papel su oración en memoria de Fantasma de Golondrina, Toshua observó que a su izquierda un hombre estaba ocupado en la misma actividad. Tuvo que reprimir un grito, y por un momento tuvo la impresión de que la piel de su rostro adquiría una coloración verdosa. Por suerte, para dirigirse al templo se había puesto un vestido muy serio y ofrecía, pensó, un aspecto agradable y digno.
Después de descartar este pensamiento por considerarlo vanidoso e impropio del lugar donde se celebraba un rito en honor de los muertos, se concentró totalmente en la ceremonia y se dirigió, sin mirar a nadie, hacia la mesa en la que se depositaban las limosnas. Lentamente atravesó la gran puerta de entrada al recinto del templo y se demoró junto a la larga hilera de tenderetes en los que se vendían objetos religiosos y regalos, con la intención de comprar unos dulces para Marakabui y las muchachas. Mientras se los envolvían, después de haber pagado, alguien se puso detrás de ella y la rozó ligeramente en el hombro con un abanico. No tuvo necesidad de darse la vuelta para saber que se trataba de Nagasaka.
Tras intercambiar unas fórmulas de cortesía, descubrieron que ambos se alojaban en el mismo ryokan. Juntos contemplaron en un bosquecillo cercano el cambio de coloración de las distintas especies de arce y luego caminaron en silencio hasta llegar a la cascada. En este entorno Nagasaka le pareció a Toshua más espontáneo que en Edo. El hombre de sus sueños le contó que se encontraba allí para honrar la memoria de una abuela que era considerada el hada protectora de la empresa familiar, y que era originaria de un pueblo de los alrededores.
Junto a la cascada, Toshua tuvo la sensación de que el líquido elemento que caía a raudales era una buena metáfora de sus sentimientos. En su interior percibió una mezcla de deseo y rabiosa indignación. El comportamiento de Nagasaka no se correspondía en absoluto con el del amante con el que tantas horas había soñado. «Pero ¿qué ocurre? ¿No lo habré animado lo suficiente, o será que no siente nada en absoluto por mí? No voy a agobiarlo. Me gustaría que pasara la noche conmigo, pero es él quien debe tomar la iniciativa; a mí me lo impide mi orgullo», pensó.
Al anochecer se sentaron juntos en la sala del ryokan y hablaron de cosas sin importancia. De pronto, la situación le parecía algo ridícula. Llegada la noche, se despidieron y cada uno se retiró a su cuarto. Toshua se tumbó en el futón y, antes de cerrar los ojos, pensó: «Ya es hora de que lo olvide; no se merece un amor tan intenso como el mío.» Pero no se durmió. Estaba furiosa. Había venido con la intención de descansar y no logró pegar ojo en toda la noche. «Es una insensatez, es inútil —se decía—. Ese hombre es más raro que una tortuga.» ¿Por qué se empeñaba entonces en seguir queriéndolo? Probablemente lo mejor que podía hacer era aceptar la propuesta de aquel comerciante de arroz cincuentón que le había pedido que consintiera en hacerla su mantenida. Otra opción era vender la casa, despedir a las muchachas e instalarse en otro barrio; sería una mujer decente y adinerada, que se dedicaría a invertir en el comercio de arroz. También cabía la posibilidad de visitar el monasterio de Kyoto, el mismo en el que una vez había estado a punto de casarse. ¿De dónde surgía ahora ese súbito deseo de sentarse a contemplar el relajante jardín de arena con sus misteriosas piedras? ¿Por qué recordaba esa imagen justo en ese momento y en ese lugar?
Ya casi había amanecido y, aunque todavía estaba oscuro, cantaban ya algunos pájaros. Toshua oyó de repente que la puerta corredera que daba al jardín se abría lentamente. El panel de papel de arroz se movió muy, muy despacio. Tuvo la sensación de hallarse en trance. Era incapaz de creerlo: tantos meses esperando este momento, y ahora que por fin había llegado tenía que dominarse para no temblar como una hoja. En el fondo de su conciencia percibió la ligera y molesta sombra de una duda: ¿podría realizar ese deseo tan absurdo que ella había alimentado en su interior?
El hombre que entró en la habitación sólo iba vestido con un pañuelo anudado a la cintura; llegaba con el pene tieso, tan erecto que parecía que no formara parte de su cuerpo. El hombre se arrodilló ante ella junto al futón, le abrió el quimono y se inclinó hacia adelante. Toshua sintió que le rozaba los pechos con la frente. El hombre se enderezó y le pasó una mano por el cuello desnudo. Sin darse cuenta Toshua había abierto bien las piernas, y cuando él la penetró le pareció perder por unos segundos el conocimiento. Sin embargo, no tardó en corresponder a los movimientos del nocturno visitante, a los embates de su potente miembro. Toda su atención parecía puesta en ese órgano que se movía dentro de su vientre, y al ritmo de esos movimientos dejó de pensar y acabó perdiendo la noción del tiempo.
Sólo al ladear un poco la cabeza advirtió que la mano del hombre seguía debajo de su cuello. Ahora estaba sentado frente a ella y la atraía hacia su cuerpo. Su miembro seguía obstinado en permanecer erecto. El hombre la cogió por las caderas y la levantó unos centímetros en el aire, hasta que con la punta del pene consiguió rozar la entrada a la dulce gruta... y la dejó caer. Toshua lo miró a los ojos por primera vez; vio brillar en ellos el deseo, y sintió que el mismo deseo le quemaba las entrañas. Cayó presa otra vez de la misma agradable sensación, que esta vez duró mucho más tiempo. Le parecía estar moviéndose al borde del cráter de un volcán, no muy lejos del lugar del que brotaba la lava.
De improviso, como llevado por un sentimiento parecido a la ira, el hombre comenzó a moverse con verdadera furia. Los dos estaban sin aliento, y Toshua se dio cuenta de que había comenzado a jadear y a emitir pequeños grititos; sus gemidos parecían excitar cada vez más a su amante. Con las dos manos el hombre le dio un empujón en los hombros y Toshua cayó bruscamente hacia atrás. «Si alguien nos estuviera mirando, estoy segura de que se troncharía de risa», pensó.
La sensación de estar haciendo el ridículo se le impuso con tal fuerza que no pudo evitar reír. Pero él ya estaba otra vez encima de ella, dentro de ella. Sus embestidas tenían algo de desesperación. De repente, cuando Toshua ya no era capaz de diferenciar dónde terminaba su cuerpo y dónde empezaba el cuerpo de su amante, alcanzó el orgasmo. Pero esta vez la sensación que experimentó fue por completo distinta: era como si el tiempo se ensanchara, como si fuera un trozo de tela estirado sobre una mesa hasta desgarrarse, como si la fuerza liberada por el desgarrón la empujara a un abismo, a la nada.
Cuando volvió a cobrar conciencia de dónde se hallaba, se descubrió acostada de lado, hecha un ovillo, los brazos delante de la cara, y sintió la presión del cuerpo de su amante contra la espalda. Debía de haber pasado mucho tiempo, pues ya había clareado. Asustada, se incorporó de golpe y en voz baja dijo al hombre que debía irse. Él le tapó la boca con la mano:
—No tienes por qué preocuparte.
Como por arte de magia aparecieron junto al futón el té, dos tazas y unos pastelillos de arroz. El hombre le sirvió una taza, que ella bebió con avidez. Calmar la terrible sed que sentía le produjo una sensación maravillosa.
Tres días y tres noches pasaron juntos en esa habitación. De vez en cuando él se levantaba, se ponía un quimono, desaparecía y regresaba con una cesta repleta de comida.
Una vez, durante la segunda de esas tres fantásticas noches, Toshua se bañó en la habitación. El agua le pareció helada, y pasó un buen rato hasta que volvió a sentir el calor en los brazos de su amante.
Pero lo más curioso fue que Toshua pensó que él nunca iba a convertirse en una persona real, que iba a seguir siendo un ser anónimo con el cual había mantenido una relación estrictamente sexual; de esa manera, todas las demás emociones quedaban descartadas. Hubo instantes en los que la idea la espantaba, pero apenas él intuía sus pensamientos buscaba una nueva forma de excitarla. Pese a su experiencia en las lides amorosas, a Toshua le sorprendió descubrir que los seres humanos eran capaces de entregarse a los placeres de la carne tantas veces seguidas, y además de forma tan intensa. Durante esos tres días y tres noches hicieron el amor casi sin interrupción.
Lo que también resultaba muy extraño y confería a la situación un toque de irrealidad, era el hecho de que a menudo pasaran horas enteras sin decirse una palabra. Sólo una vez, mientras ella, incapaz de refrenarse, se sometía sin reservas a los impulsos de su cuerpo, oyó que él le susurraba:
—¿Tomas alguna precaución para no quedar embarazada?
La pregunta la pareció tan inoportuna, tan indignante, que respondió con una bofetada.
Burlándose de todos los dictados de la razón, Toshua susurró, caprichosa:
—Pero es que yo quiero quedarme embarazada.
En efecto, tuvo la sensación de que después de alcanzar el clímax él eyaculaba por enésima vez; pero el hombre se puso de pie de un salto y le dijo algo que ella no entendió ni quiso entender. Después, el hombre se anudó el pañuelo a la cintura y desapareció en el jardín sin decirle adiós.
Toshua recordó fugazmente un grabado en el que se veía a un pulpo que parecía tragarse a una pescadora de perlas. Por más extraño que pueda parecer, de repente comprendió con brutal claridad que el hombre con el que acababa de pasar tres días y tres noches no regresaría jamás. Toshua llegó a dudar incluso de que esos tres días y tres noches hubieran existido realmente.
«A la vista de su actitud, tengo que despedirme de todas mis ilusiones y ensoñaciones», se dijo Toshua. Mientras trataba de comprender el significado exacto de este pensamiento la sobrecogió una angustia incontrolable. Se quedó tres días más en Nikko, dio breves paseos por los bosques, durmió muchas horas y se pasó otras muchas sentada delante de la puerta que daba al jardín, esperando. Hasta que se cansó. Ya no quería nada más de ese hombre, ya no le parecía tan espantosa la idea de que él no regresara nunca. Es cierto que se sentía profundamente herida en su orgullo, pero su cuerpo experimentaba una curiosa sensación de serenidad.
Cuando regresó a Edo, lo primero que dijo Marakabui fue que la encontraba muy recuperada. Toshua no le contó una sola palabra de su aventura. Las obligaciones cotidianas no tardaron en apartarla de su mundo de fantasías. En su ausencia había pasado por allí un campesino que se paseaba de casa en casa intentando vender a su hija. Marakabui había acogido a la pobre muchacha no sin antes recalcar al padre que ella no estaba facultada para decidir si se la quedarían para siempre, ni cuánto dinero le pagarían. La niña podía quedarse hasta que la señora regresara y tomara una decisión.
Se aproximaba el día en que el padre de la joven iba a pasar a conocer la respuesta; era imposible, por lo tanto, aplazar por más tiempo una decisión definitiva. La pequeña se llamaba Eiko y fue del agrado de Toshua. Era evidente que a la muchacha la idea de acostarse con un hombre le daba mucho miedo, y por eso Toshua acordó con Marakabui que, en lugar de emplearla como maiko, la destinaría a las tareas domésticas. Marakabui frunció el ceño cuando Toshua le comunicó su decisión.
—Es mi intención —dijo Toshua— educarla como si se tratara de una hija adoptiva. Vamos a enseñarle a leer y a escribir, y más adelante la casaremos con algún hombre cariñoso.
—Me ha contado que en el pueblo tenía un novio. ¿A ti no te dijo nada?
—No. Además, ¿eso qué importa? Si apenas tiene doce años. A esa edad las cosas se olvidan rápido.
—De repente te has vuelto tan generosa... —dijo Marakabui con sorna—. ¿No te habrás enamorado en Nikko?
Toshua no respondió. Cada vez que recordaba los tres días y las tres noches que pasara con Nagasaka sin salir de la habitación del ryokan, tenía la impresión de que nada de todo aquello había sucedido en realidad.
Sin embargo, después ocurrió algo que echó por tierra esa sensación y la trajo nuevamente a la realidad. Ese mes no tuvo el período, ni tampoco el mes siguiente; entonces supo con toda claridad que debía tomar una decisión. Pensó en todas las estatuas con gorros rojos que había en la carretera que conducía al Gran Buda de Kamakura, y le dijo a Marakabui que estaba embarazada.
—¿Y de quién, si puede saberse? —preguntó su vieja amiga, sin estar verdaderamente asombrada.
—De Nagasaka.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Y dónde os habéis acostado? ¿Cuando?... Ah —añadió la anciana tras reflexionar un segundo—, fue en Nikko, ¿verdad?
—Sí, en Nikko.
—¿Sigues con la idea de convertirte en su concubina? ¿Te hizo alguna promesa, te dijo que iba a cumplir tu deseo si te quedabas preñada?
—No. Pero yo quiero tener esa criatura. Y la quiero para mí.
—¿Y qué vas a hacer hasta el día del parto?
—Me ausentaré todos los meses que faltan. Sé que eres capaz de llevar la casa sin mi ayuda.
—No me refiero a eso. ¿Piensas decírselo al padre?
—No. El padre no debe saber nada.
—Ya me lo imaginaba. Una situación muy cómoda para el señor Nagasaka Shenzu, ¿no te parece?
—No olvides que se trata de mi decisión. Soy yo la que quiere traer esa criatura al mundo.
—¡Muy romántico! —refunfuñó Marakabui—. ¿No crees que deberías pensar también en el crío? Los niños necesitan un padre.
—Tenemos todo lo que nos hace falta y más. El padre puede irse a hacer puñetas. Aquí hay de sobra para alimentar y educar a Eiko y al gusanito que llevo en el vientre.
—No sé qué decirte. Ya eres bastante mayorcita para saber lo que haces. Ah, me olvidaba de un detalle... ¿Dónde piensas parir?
—Voy a escribir al abad del monasterio de Kyoto. Le preguntaré si está dispuesto a darme albergue cuando llegue el momento del parto.
—¡Pero si allí sólo hay hombres! ¡Todos monjes de la escuela Shingo! —exclamó Marakabui.
—¿No te acuerdas de que el abad me dijo que volviera al monasterio siempre que tuviera algún problema?
—Es posible que haya muerto hace tiempo. El pobre ya era muy anciano cuando lo conocimos.
—Le escribiré. Si es como yo lo recuerdo, no me dirá que no. Y si ha muerto, seguro que habrá dejado un sucesor. ¡No olvides que se trata de ganar una vida humana!
—Creo que lo mejor sería que hablaras con Nagasaka y le exigieras que se haga cargo de la criatura. Tiene dinero más que suficiente para alimentar otra boca.
—Nosotras también —dijo Toshua, orgullosa—. Resulta muy agradable no tener que andar contando cada momme que una gasta.
Tal como Toshua había pensado, el abad le contestó a vuelta de correo: si se conformaba con una modesta cabaña en el recinto del monasterio, sería bienvenida. Cuando se halló en el séptimo mes de embarazo, Toshua emprendió viaje a Kyoto acompañada de Marakabui y Eiko.
La cabaña estaba escondida en el bosque, detrás del jardín del monasterio, y resultó ser muy confortable: dos habitaciones y una cocina. El abad puso a disposición de Toshua una comadrona. Cuando regresó a Edo, Marakabui parecía más tranquila. Con la frente bien alta lució Toshua alrededor de su vientre hinchado las tres cintas de tela roja con las que se identificaban las mujeres embarazadas. Los monjes, informados por el abad de su presencia en el monasterio, la evitaban, pues al estar tan próximo el parto se la consideraba impura. Sin embargo, la actitud del abad era otra. Cada vez que veía a Toshua sentada en el muro que rodeaba el jardín de arena, se acercaba a hablar con ella horas enteras. Toshua ocupaba las mañanas en cocinar para Eiko y para ella, y los ratos libres los dedicaba a enseñar a leer y escribir a su hija adoptiva.
Parió un caluroso día de julio. El abad asistió al parto oculto tras un biombo mientras la comadrona cortaba el cordón umbilical con un cuchillo de bambú. Cuando el anciano bendijo al recién nacido, constató que se trataba de un varoncito perfectamente sano.
Toshua no cabía en sí de felicidad. Ella misma le daba el pecho; un día Eiko le dijo que quería casarse pronto para así tener, ella también, un hijo.
Una semana después del parto, mientras Toshua esperaba que Marakabui regresara de Edo un monje se presentó en la cabaña a anunciar la imprevista visita de Nagasaka.
El padre de la criatura parecía nervioso y tenso, y pidió hablar a solas con Toshua. Esta lo llevó al jardín de piedra, el mismo frente al cual tantas veces se había sentado a meditar mientras esperaba que llegara el día del parto. Toshua se asombró al observar que Nagasaka permanecía indiferente a la belleza del lugar.
—He venido —dijo al fin Nagasaka— a haceros una proposición.
Toshua se puso rígida. Después de haberle dado un hijo varón, esperaba que le pidiera que aceptara ser su segunda concubina y pasar así a formar parte de su familia. Sin embargo, Toshua no pudo cantar victoria.
—Soy consciente —prosiguió Nagasaka— de que vuestro oficio os impide criar a un niño como es debido.
—No sé de qué me habláis —replicó Toshua con frialdad—. Fui yo la que decidí traer este niño al mundo. Tened la certeza de que lo conservaré en este mundo, incluso sin vuestra ayuda.
—De acuerdo, pero he venido a llevarme a mi hijo. Mi esposa y yo hemos decidido adoptarlo. No podréis negar que es la mejor solución.
Toshua se quedó unos instantes sin habla. Le pareció que una de las piedras del jardín se movía, la sintió como si fuera una parte de su cuerpo, como si la llevara dentro de su vientre, entre los muslos. Le pareció estar otra vez embarazada; pero en esta ocasión, era una piedra lo que llevaba en las entrañas. Con grandes dificultades consiguió hablar; también la lengua y los labios parecían habérsele petrificado.
—¡Ni pensarlo! —exclamó.
—Tranquilizaos —dijo Nagasaka con un hilillo de voz.
—No tengo la menor intención de entregaros a mi hijo. Yo lo he parido. Y durante mi embarazo no solicité vuestra ayuda ni una sola vez. Esta criatura no os pertenece. Es mi hijo.
—Os compensaremos, estamos dispuestos a pagar lo que pidáis. Con lo que os daremos podréis vivir tranquila el resto de vuestros días...
—¡Callad! —lo interrumpió Toshua—. Nunca, nunca os entregaré a mi hijo.
Nagasaka se dio la vuelta y se marchó sin decir una sola palabra más. Toshua permaneció aún media hora más en el jardín de arena; necesitaba serenarse. Obnubilada por una monstruosa furia, se repetía para sus adentros la última frase que había exclamado: «Nunca, nunca os entregaré a mi hijo.» Nunca jamás. Por más vueltas que le diera, la proposición de Nagasaka le parecía inhumana; era incomprensible que una vez hubiera amado y que se hubiera entregado como ella lo hizo a un hombre capaz de semejante vileza.
Más serena, y ya vencida la rigidez que se había apoderado de todos sus miembros, regresó a la cabaña. Eiko salió a su encuentro, trastornada.
—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó Toshua.
—¡Se han llevado al niño!
—¿Qué dices? ¿Qué han hecho?
—¡Vuestro niño! ¡Nuestro niño!
Así fue cómo Toshua se enteró de que Nagasaka había entrado en la cabaña con una nodriza y secuestró al bebé. Había pedido a Eiko que le dijera a Toshua que no se preocupara, pues el aya era una mujer de toda confianza, con mucha experiencia. Estaba seguro de que Toshua comprendería que era lo mejor para todos.
Toshua se quedó muda hasta que, de repente, apareció Marakabui; ésta, pronunciado unas palabras que obraron un efecto mágico, consiguió hacerla salir del pozo de silencio en el que se había hundido.
—¡No nos quedaremos de brazos cruzados! ¡Lucharemos! —dijo la anciana criada.
En el camino de regreso a Edo, Marakabui dijo:
—Debes intentar transformar tu desesperación en energía. Ya verás cómo recuperaremos al niño.
Y lucharon. Toshua se fue derechita a ver al padre de Nagasaka, quien la recibió con una fría cordialidad y, tras mencionar la cantidad con la que estaban dispuestos a indemnizarla, le aseguró que se ocuparía en persona de que las autoridades responsables de la moral y el orden le concedieran cuanto antes el título de cortesana de primera categoría. No obstante, el viejo Shenzu no le permitió ver a Nagasaka. Toshua organizó un escándalo y el insensible patriarca ordenó a dos criados que la sacaran de la casa. Al día siguiente Toshua fue a ver a un abogado, sólo para que le dijera que, dadas las circunstancias, no tenía ninguna posibilidad de recuperar al niño. Cualquier tribunal daría por buenos los argumentos del padre: un niño no puede criarse decentemente en Yoshiwara. Toshua debía hacerse a la idea de que no iba a recuperar a su hijo. Lo máximo que él podía hacer, dijo el abogado, era intentar que la familia Shenzu le permitiera ver al niño de vez en cuando. Pero a Toshua ese apaño le pareció indigno, y así se lo hizo saber.
De vuelta en la casa se pasó un buen rato reflexionando en voz alta delante de Marakabui. Toshua estaba decidida a raptar a la criatura.
—¿Y dónde piensas esconderlo? —preguntó Marakabui, que siempre pensaba en las cuestiones prácticas.
Toshua cerró el establecimiento, y cuando le preguntaban a qué se debía una medida tan extrema respondía: «¡Estamos de duelo!»
El clan de los Shenzu le hizo llegar una importante suma en concepto de indemnización. Toshua no dedicó el dinero, como había pensado en un primer momento, a la educación de los niños abandonados; en cambio, compró, por un precio muy superior a su valor real, la casa La Calabaza madura. Y no se perdió la oportunidad de estar presente cuando la señora Pato tuvo que pasar por el amargo trago de vaciar la casa. Trató a su vieja enemiga con una fría corrección. Acto seguido, mandó que sus muchachas se instalaran en la nueva casa. Varias veces al día decía a Marakabui:
—Me vengaré de los hombres, te lo prometo. De todos los hombres. ¿Puedo contar contigo?
—Sí, sí —le respondía Marakabui; pero a Toshua le parecía que la anciana pensaba que se había vuelto loca.
—Hablo en serio —insistía Toshua.
—Lo sé, lo sé —decía Marakabui—. Cuando empleas ese tono, es imposible hacerte ninguna broma. Puedes contar conmigo, de eso no te quepa duda.
Días más tarde Toshua recibió el certificado que confirmaba su ascenso a la primera categoría de cortesanas.
—Llega en el momento preciso —dijo a Marakabui—. A partir de este instante declaro la guerra al sexo masculino.
Pero, sin que nadie se lo esperara, poco después ocurriría algo con lo cual Toshua ya había dejado de soñar muchos años antes.