IV

«Mujeres: lecho del dharma.

Con sencillez crean ellas

Shakyamuni y Bodhidharma.»

—¿Sabes leer? —preguntó la desagradable mujer a la que llamaban señora Pato y que por lo visto era la encargada del establecimiento.

—Por supuesto que sí —respondió Toshua con orgullo, y recibió a cambio una mirada que parecía decirle: «Ya verás qué rápido te bajamos aquí esos humos.»

—Bueno —prosiguió la mujer—, entonces lee con atención estas hojas. El noble señor Batogushi ha escrito en ellas el comportamiento que se espera de las mujeres que trabajan en esta casa. Dentro de media hora llegan los invitados. Hemos organizado una fiesta, así que abre bien los ojos. ¿Qué tienes para ponerte?

Las dos se pusieron a revolver en la cesta con la que Toshua había llegado. Contenía seis o siete vestidos elegantes, todos regalo de Yashima. La señora Pato revisó las prendas con sumo cuidado y separó los quimonos y los obi más bellos. Cuando terminaron, el contenido de la cesta del guardarropa de Toshua quedó reducido a la mitad.

—¿Y éstos? —preguntó Toshua en tanto señalaba los vestidos que la señora Pato había desestimado.

—Me los darás para las otras chicas. Son demasiado elegantes para ti.

—Pero yo no puedo desprenderme de ellos así como así —exclamó Toshua, furiosa.

—Creo que aún no has comprendido bien cómo funcionan las cosas en esta casa. Aquí mando yo y nadie más que yo, y vosotras tenéis que obedecer.

—Me quejaré al señor Batogushi.

Como respuesta recibió una bofetada.

—Esto es para que sepas que conmigo no se juega. Tú nos perteneces, aquí eres sólo un objeto, y también nos pertenecen tus elegantes vestidos. ¿Traes joyas, por casualidad?

—No —respondió Toshua.

Era verdad, pues durante el viaje los soldados del shogun le habían quitado una valiosa gargantilla de jade y un anillo con una piedra lunar. En ese momento recordó también las espantosas escenas que se habían producido en el bamboleante carro de bueyes en el que, junto a otras mujeres, la llevaron de casa del representante del shogun en Kyoto hasta Edo; el mismo coche al que tiempo antes saltara para entrar en Kyoto. No hubo noche en que los soldados no se presentaran a violar a las mujeres, bajo la mirada indolente del oficial. «Aquí al menos no volveré a vivir el horror de esas noches», se había dicho para intentar calmarse cuando sus guardianes las dejaron en la casa La Calabaza madura.

—Vaya —dijo la mujer después de examinar a Toshua de pies a cabeza—. ¡Todavía llevas ese alfiler para el pelo!

Se lo quitó sin dar ninguna explicación, despeinándola al hacerlo, con la evidente intención de guardárselo. Pero Toshua no iba a consentir aquello, e intentó recuperarlo por la fuerza. Llegaron a las manos. El alfiler se partió en dos, pero la señora Pato no se salió con la suya y, además, se marchó con un pinchazo en la palma de la mano, cosa que llenó a Toshua de satisfacción.

En cuanto la señora Pato se hizo vendar la «terrible» herida, que no era más que un arañazo sin importancia, se le comunicó a Toshua que por culpa de su rebeldía la castigarían con la exclusión de la velada que se proyectaba para ese día. Permanecería en el dormitorio de las bailarinas y se ocuparía de que la casa estuviera en orden.

Las bailarinas eran seis muchachitas de edades comprendidas entre los doce y los dieciséis años. El dormitorio, que olía a sudor, polvos de arroz e incienso barato, sólo disponía de seis colchones. Y no había ni la más mínima intención de comprar otro, dijo la señora Pato: Toshua debía compartir el colchón con la más joven de las seis chicas.

Todo esto aconteció en la primera hora que Toshua pasó en la casa La Calabaza madura.

Durante el camino lo había pasado muy mal en el carro con los soldados. Le habían atado las manos y debieron de golpearla hasta dejarla medio inconsciente antes de violarla. Al principio, como era habitual en ella, Toshua se hundió en una extraordinaria apatía; se había propuesto no abandonar ese estado tampoco en la casa. Pero las insolencias de la señora Pato la estimularon. Tras las desagradables experiencias que había vivido en los últimos tiempos, creyó que esa rebeldía innata suya se había esfumado para siempre, pero de pronto advirtió que seguía ahí, viva, y no sabía si llorar o reír por ello.

Se sentó en un rincón del dormitorio a leer lo que le habían mandado que leyera:

Es el deber de la dama respetable descubrir, con la mirada baja y por medio de preguntas formuladas con suavidad, el deseo del cliente. Para ello puede valerse de gestos y alusiones a ciertas partes del cuerpo.

Después de este trámite, que se celebrará en el recibidor con ayuda de una botella de aguardiente de arroz, y establecida ya cierta confianza, nuestra empleada se dirigirá con el distinguido cliente a una de las habitaciones de la planta superior. Allí, con toda naturalidad, se quitará la ropa y ayudará al cliente, afectado todavía quizá por cierta timidez, a desnudarse por completo. A continuación, con gracia y encanto le acariciará los genitales y empezará a practicarle con la boca la técnica conocida por el nombre «hacer temblar la seda». Si se tratara de un cliente de edad, esta práctica no ha de realizarse hasta la expulsión del jugo vital. En cambio, no hay nada que objetar en caso de que se trate de un hombre joven. A los clientes de mayor edad, que se enfrentan a estas noches con su potencia reducida, hay que acariciarlos con las manos y la boca, pero sin precipitar la descarga. Una mujer inteligente lisonjea al cliente y aviva su deseo hasta que el tronco de su árbol está bien erguido. Y después averigua cómo proseguir hasta que el fruto de la copa reviente.

Contrariada, Toshua abandonó la lectura. Esta descripción de la técnica amorosa, lo que hay y lo que no hay que hacer, la enfureció. No se había hecho ilusiones respecto del lugar donde la venderían, pero le sorprendió que en una casa como ésa estuviera tan reglamentado el trato con los clientes. Hasta ese momento el amor físico era para ella inconcebible sin una vertiente lúdica. Toshua pensó: «Si yo fuera hombre, nunca pagaría si no me dieran a cambio, como mínimo, la ilusión de la espontaneidad.»

Siguió leyendo, pero no por mucho tiempo, porque en el párrafo siguiente aconsejaban contar las embestidas del miembro viril en la femenina gruta para, al cabo de un determinado número, comenzar a gemir hasta estallar en un grito de placer. Era ridículo. Se quedó mirando fijamente la hoja de instrucciones que había dejado sobre la almohada. Hubo un momento en que sólo se sintió vacía y triste. Después se dijo en voz alta: «Yo me voy de aquí.» Y recordó la miserable situación en que se encontraba cuando llegó a las puertas de Kyoto, y también la agradable vida en el ryokan. Ahora la hacía reír la idea de casi haberse convertido en la esposa de un emperador. ¡El mundo inestable! Pero la entristecía sentirse como un trozo de madera transportado por el oleaje. Ella quería decidir por sí misma su camino.

En cuestión de segundos resolvió marcharse de allí sin dar ninguna explicación. Las posibilidades de que la volvieran a encerrar eran muchas, pero para su autoestima le parecía importante intentar la fuga, al menos una vez. Si la pescaban y la devolvían a La Calabaza madura, no dudaba de que la castigarían. La dejarían sin comer, la azotarían. Imaginó la cara de asombro que pondría la señora Pato si un día la tiraba al suelo con una de las llaves de jiu-jitsu que había aprendido con el monje. Esa escena, al desplegarse en su fantasía, la hizo reír.

Andaba absorta en estos pensamientos, cuando entraron las bailarinas a prepararse para la fiesta. Reían y cuchicheaban sobre los invitados que las esperaban ansiosos. Cuando las cinco chicas de más edad se marcharon, regresó O-Roma, la más joven del grupo, la bailarina con la que Toshua tenía que compartir el colchón, y le susurró al oído:

—Yo en tu lugar no me enemistaría con la señora Pato. Es codiciosa y vulgar. Pero, por si te aburres, te diré que ahí arriba alguien hizo un agujero en la pared con una aguja. Si te arrodillas en ese rincón, puedes ver todo lo que pasa en la habitación de al lado.

Fue sobre todo para decidir el momento más propicio de intentar la fuga por lo que Toshua siguió el consejo de la pequeña. Cuando entraron los invitados, contó ocho hombres a quienes las muchachas acompañaron a un salón donde se sentaron en el suelo sobre cojines. Sirvieron la comida y el té, y pronto alguien abrió la jarra de sake. Los clientes brindaron y el ambiente no tardó en animarse.

Debía de hacer calor, porque los hombres se enjugaban con pañuelos el sudor de la frente y del cuello. Detrás de una cortina alguien se puso a tocar un tambor. Los invitados empezaron a cantar. Una de las bailarinas se puso a tocar el samisen. La música era estridente, y tenía un toque de sensualidad.

Las seis bailarinas se pusieron de pie. Iban vestidas con trajes ceremoniales. Antes de la fiesta se habían pintado con polvos de porcelana líquidos. Una de las muchachas, que evidentemente se consideraba irresistible, movió el trasero con desparpajo cuando uno de los clientes le metió mano, y en lugar de quedarse quieta dio un respingo y soltó un chillido.

Las bailarinas evolucionaban con un bamboleo lento, lo que les daba un aspecto ridículo y torpe. De repente la música se interrumpió. Todas las muchachas se quedaron inmóviles como estatuas, congeladas en la pose en la que en ese momento se encontraban. Sólo una de ellas hizo un movimiento a destiempo. Los invitados gritaron un nombre. El nombrado se puso en pie, se acercó con paso torpe a la muchacha y comenzó a desabrocharle el obi, que pronto acabó en el suelo. La música volvió a sonar, los invitados esperaban. La música cesó otra vez, y de nuevo la muchacha que se detuvo después de las demás perdió el obi a manos de otro cliente. «Menudo juego más tonto», pensó Toshua. A medida que pasaba el tiempo, más y más desnudas iban quedando las bailarinas.

De improviso uno de los hombres se levantó de un salto y gritó, antes de salir corriendo de la habitación:

—¡Aquí hace demasiado calor!

Era obvio que el calor no era el verdadero motivo de su huida, «Estará asqueado, como yo», pensó Toshua, a la que el hombre acabó por caerle simpático.

Quedaron entonces sólo siete invitados, y la fiesta prosiguió. Una de las chicas se quitó el quimono, y poco después la ropa interior. Al cabo de un rato había ya tres hombres semidesnudos que las miraban y armaban jaleo. Una ira indescriptible se adueñó del corazón de Toshua. Poco a poco el sake iba haciendo subir los colores a las mejillas de los invitados. Las exclamaciones eran cada vez más picantes. La habitación estaba impregnada del olor de la respiración de los hombres excitados, del sake derramado y del polvo de arroz mezclado con el sudor. Una muchacha se quitó los calzones, se puso una mano en el vientre y empezó a chuparse un dedo de la otra.

Al final, todas las bailarinas quedaron desnudas. Sus cuerpos empolvados se veían de una tonalidad entre amarilla y marrón; llevaban el pubis afeitado, y gotitas de sudor les resbalaban entre los pechos. Toshua buscó a O-Roma con la mirada. La chica tenía unos pechos pequeños, que habían comenzado a asomar no hacía mucho tiempo. Dos de las bailarinas era mujeres mayores, y los pechos les colgaban cual sacos de cuero arrugados. El juego continuó. Los invitados se daban palmadas por encima de la mesa. Se rompieron unas cuantas escudillas de sake. Los hombres emitían sonidos incomprensibles, hacían muecas y dejaban ver todos los dientes.

La mayor de las bailarinas abrió los delgados brazos en un cómico movimiento. O-Roma, perpleja, se aferraba con fuerza a los pocos trapos que aún llevaba en el cuerpo. Ya hacía rato que las mujeres habían perdido el aspecto de muñecas atildadas que mostraran al inicio de la fiesta. Ahora parecían unas necias desenfrenadas: una, atontada por la música, gesticulaba como una loca y bailaba a grandes zancadas; las dos más viejas se acercaron a los hombres agitando las caderas y los pechos colgantes.

Los hombres se pusieron de pie para acompañarlas en el baile. Cuando la música se interrumpió de nuevo, dejaron a un lado las espadas y los trajes. Sacando pecho y con los rostros enrojecidos a causa del calor y la bebida, los invitados iban tropezando con las muchachas que no cesaban de bailar y bailar. El sonido del tambor se hizo aún más ensordecedor; se apagaron algunas lámparas. Otra vez uno de los hombres quiso largarse, pero dos de las bailarinas lo cogieron por los brazos y las piernas y exclamaron «¡Iya, Iya!». Otras le echaron sake en la cara. Algunas parejas cayeron al suelo y entraron en acción. El tambor calló. Se corrió una cortina, y en ese momento entró desnuda la señora Pato, fea, gorda, panzona, pero recibida con júbilo por todos los invitados.

A Toshua le pareció que ése era el momento. Abrió la puerta que daba al corredor trasero, donde se hallaban todas las habitaciones. Llegó hasta la escalera, pero entonces ocurrió algo con lo que no había contado. A su izquierda se abrió una puerta y ante ella apareció Matso, el guardián y portero de la casa.

—¿Adónde vas? —preguntó el hombre.

Sin inmutarse, Toshua dijo que se había terminado el sake y que la señora Pato la había mandado en busca de una jarra.

—Un momento, tesorito —dijo Matso—. A un servidor también le gusta divertirse cuando se organiza una chonkina. Están ocupados, a nadie le va a importar si llevas el sake diez minutos antes o después. Ven, enséñame cómo dejas reventar tu frutita por un hombre. Tarde o temprano, en esta casa mi pajarito termina en vuestros nidos. ¿Por qué no probamos ahora mismo?

El hombre le levantó el quimono y empezó a tirar de Toshua hacia él, por la cabeza. La joven reconoció que se hallaba en una favorable situación ventajosa para aplicar una de sus llaves favoritas, que con éxito supo realizar cogiéndolo desprevenido por los hombros y las caderas. El hombre cayó hacia atrás, dio con la cabeza contra el borde del marco de la puerta y se derrumbó en el umbral del mismo cuarto del que había salido. Se quedó ahí sentado como si estuviera dormido, el torso apoyado en el poste, la cabeza hundida en el pecho.

La enorme habitación en la que se celebraba la fiesta se encontraba ahora a la derecha de Toshua. El ambiente se había calmado un poco. Sólo se oían ocasionales grititos, risas y las voces de los hombres que exigían a las muchachas una segunda ronda. Toshua llegó a la puerta principal. Estaba cerrada, por lo cual regresó a toda prisa al cuarto del que había salido Matso. El guardián seguía en el suelo, inconsciente, apoyado en el marco de la puerta. Dentro, sobre la mesa, Toshua vio un gigantesco manojo de llaves. Sin pensarlo dos veces lo cogió y regresó a toda prisa a la puerta de entrada. No le quedaba otro remedio que probar las llaves una a una hasta dar con la correcta. Cuando por fin logró abrir, dejó el llavero colgando en la cerradura y salió a la calle sin rumbo fijo. Su instinto le decía que en ese momento lo más inteligente era alejarse lo más rápido posible de su punto de partida.

Yoshiwara, el barrio de placer, ocupaba dieciocho fanegas de terreno pantanoso, que estaba circundado por una alta muralla. Toshua se encontraba en la amplia calle Mayor, en la que, junto a las imponentes casas de dos pisos de las cortesanas de alcurnia, abrían sus puertas cientos de casas de té en las que se concertaban las citas con mujeres de los establecimientos más baratos.

Junto a las puertas y ventanas de las casas se alzaban los tenderetes de madera que sus dueños cerraban poco después de medianoche, cuando el comercio del cuerpo suspendía sus actividades hasta el día siguiente. De las balaustradas del primer piso de las fachadas colgaban linternas. No había luna en el cielo esa noche, y hasta las estrellas lucían pálidas.

La calle era un hervidero. Vahos de humo perfumado salían de las casas de té y se mezclaban con el desagradable olor del aceite de ballena que ardía en las lámparas. Detrás de Toshua se alzaba la gran puerta de entrada al barrio, que sólo era atravesada por hombres: los que llegaban y los que ya estaban a punto de abandonar Yoshiwara.

Como la mayoría de los paseantes, Toshua no fue indiferente al encanto de la alegre atmósfera que reinaba en la calle Mayor durante las primeras horas de la noche, un ambiente que era el polo opuesto del polvoriento y sucio mundo de La Calabaza madura y de aquel primitivo jueguecito que habían organizado esa noche. El contacto con esa realidad obró en Toshua un efecto revivificante. Hacía calor, pero era un calor agradable. Las conversaciones de los hombres que llegaban y de los que regresaban a sus casas, los reclamos de los propietarios de las casas de té, que ofrecían a voz en cuello a los transeúntes las delicias de sus modestos locales, el cotorreo vertiginoso de las busconas, las risas, los gemidos de placer, los gatos que maullaban, el sonido de los samisen, parecido al canto de los grillos; todos esos ruidos formaban una nube de sonido que rodeaba a Toshua y de la que parecían manar energía y confianza. Sin embargo, aunque no olvidaba que le convenía seguir su camino sin perder más tiempo, se quedó un instante mirando aquí y allá, y disfrutó de esa libertad, por más incierto que se le presentara su destino.

Echó también un vistazo atrás, a la puerta de La Calabaza madura, la casa de la que acababa de huir, y vio su gozo en un pozo cuando, entre el gentío, reconoció a Matso, el cancerbero. Tenía el pobre un aspecto cómico, pues llevaba atado a la cabeza, a buen seguro todavía dolorida, un pañuelo mojado. Las miradas inquisitivas que dirigía a los transeúntes no dejaban ninguna duda: lo que Matso quería era atrapar al pajarito que había volado del nido.

Toshua se agachó, pero ya era demasiado tarde. Matso la había reconocido y ya se acercaba. La joven salió disparada, sin darse la vuelta. Tuvo suerte, pues en ese preciso tramo de la calle se habían detenido a conversar dos nutridos grupos de hombres que avanzaban en ambas direcciones. Oyó gritos y juramentos: su perseguidor debía de haberse metido en un lío con alguno de los paseantes, incidente que a ella le reportó una ventaja nada despreciable. Pero la multitud que llenaba la calle constituía a la vez un obstáculo para la huida.

Después de correr quizás unos cien metros, se atrevió a mirar de nuevo atrás. Matso estaba cerca. Se abría paso a codazos, empujaba a la gente que caminaba en su dirección sin importarle nada. Toshua oyó las protestas que lanzaban los transeúntes: algunos incluso decidieron pasar a la acción, pero Matso conseguía una y otra vez quitárselos de encima de un manotazo. Si seguía en la calle, tarde o temprano Matso la pillaría. Para empeorar las cosas, ni siquiera conocía el barrio. ¿Qué hacer? Tenía que tomar una decisión sin vacilar. Matso se detuvo. Sin embargo, Toshua estaba segura de que si los visitantes del barrio de placer se enteraban de que había escapado de una de las casas, sus compañeros de sexo sin duda lo ayudarían a atraparla.

Sí, tenía que salir de esa calle. Decidida, se dirigió a la primera casa que encontró y abrió la puerta de un golpe. Pero ahí también había portero.

—¿A quién quieres ver? —preguntó el hombre, malhumorado.

Toshua tomó conciencia de que había entrado con el pelo totalmente alborotado.

—Creo que me he equivocado —murmuró con la cabeza gacha.

En ese momento alguien gritó desde el fondo de la casa.

—Ya sabes, Asano, que hoy no recibo a hombres.

—Es una mujer —contestó el portero un poco desconcertado.

Toshua estuvo a punto de reír.

—En ese caso, hazla pasar. Será la modista.

—¿Sois la modista? —preguntó Asano, un poco más cortés, pero siempre desconfiado.

—No —respondió Toshua—, pero debo ver a la señora. Un hombre me ha pedido que le transmita un mensaje, en persona.

Tras estas palabras, Toshua pasó al lado del hombre y se dirigió hacia el aposento de la dueña de la casa.

Si vista desde fuera esa casa se parecía hasta el último detalle a La Calabaza madura, por dentro era completamente distinta. Del pasillo que comenzaba al atravesar la puerta de entrada, arrancaba una escalera que llevaba al primer piso, y cuando Toshua llegó arriba vio, al otro lado de un espacio casi vacío, una habitación en la que, junto a dos anchas esterillas de dormir, había un espejo y una lámpara de pie. En las esterillas reposaba una alta mujer, no hermosa pero sí atractiva, que fumaba en pipa. Un olor curioso impregnaba toda la planta superior; un olor que Toshua nunca antes había percibido en ningún sitio.

La mujer parecía mareada, como si acabaran de despertarla y sus pensamientos aún estuvieran teñidos por los coletazos de un sueño.

—Querida —dijo la mujer en un tono extraño, arrastrando las vocales—. ¿Cómo te llamas? ¿Y qué es ese mensaje que me traes?

Durante un momento no se le ocurrió a Toshua ninguna respuesta, hasta que por fin dijo:

—A mí me vendieron en La Calabaza madura. No soportaba más estar en esa casa, me he escapado. ¡Por favor, ayudadme!

—Acércate, pequeña —dijo la mujer que yacía sobre la estera—. Bueno, tan pequeña no eres. Pero acércate más, siéntate a mi lado.

La mujer le pasó con suavidad la mano por la mejilla, atrajo la lámpara hacia sí y observó detenidamente a la fugitiva.

—Tienes una cara interesante —dijo, siempre con ese tono de aletargada—. Imagino que así era yo cuando llegué a Yoshiwara.

—¿Me ayudaréis?

—Chist —dijo la mujer, como si tuviera que concentrarse en otra cosa—. De eso hablaremos más tarde. ¿No quieres soñar tú también un poco a mi lado? ¡Ven aquí!

Pasó la pipa a Toshua. Esta aspiró el humo, pero lo expulsó al instante.

—Tienes que respirar hondo y mantenerlo más tiempo en los pulmones —indicó la mujer desde la esterilla.

Toshua lo intentó. «Opio», pensó algo confusa, al dar la segunda calada. Había oído hablar del opio, la gente decía que era peligroso. Como a través de un velo que lentamente comenzaba a extenderse en el fondo de su conciencia, oyó que una voz cansada le decía:

—Por cierto, me llamo Fantasma de Golondrina. Cuéntame cómo llegaste a ese asqueroso nido de ratas.

Tenía que ser culpa del opio; le causaba cierto asco, pero aun así, aceptó el ofrecimiento cada vez que Fantasma de Golondrina le pasaba la pipa. El opio la relajó. No pensaba contar la verdad a aquella mujer, y se inventó una historia conmovedora. Le dijo que se llamaba Flor de Naranjo y era la viuda de un acaudalado comerciante cuya parentela le envidiaba la herencia. Tras tres años de luto había iniciado en secreto un romance con un joven, pero una noche, mientras su amante y ella se entregaban, como de costumbre, al juego del fénix de las dos cabezas, la puerta se abrió de golpe y toda la parentela de su difunto esposo rodeó la cama en que ambos yacían. Los hombres habían azotado al amante y a ella la echaron de casa. Para castigarla se celebró un juicio de familia. Los parientes, que llevaban tiempo a la caza de la herencia del difunto, se pusieron rápidamente de acuerdo para venderla como bailarina en Yoshiwara.

—Sí —dijo Fantasma de Golondrina cuando Toshua calló y la pipa de opio se apagó—, me has contado una bella historia, pero suena un poco extraña a mis oídos, pequeña. Creo que la leí en alguna parte, no recuerdo dónde... ¿Fue un libro de Kiseki, o algún relato de Saikaku?

—Saikaku —dijo Toshua en voz baja—. Ahora me echaréis, estoy segura.

—No, no temas —dijo Fantasma de Golondrina—, has tenido suerte. Hace tiempo que busco una compañera para mis placeres, y para mi vicio. El opio me hace sentir tan sola... Cuando la bolita se apaga y me despierto, siento una tristeza infinita. Y esos hombres... Ya debes de haber tenido oportunidad de probar lo groseros y ansiosos que son. Sólo las mujeres sabemos algo de mujeres, y de ternura.

Toshua sintió que una mano le acariciaba la nuca y se deslizaba en dirección al hombro, empujando con delicadeza su cuerpo hacia la esterilla. Sus rostros yacían ahora uno junto al otro, y cuando Fantasma de Golondrina la besó, a Toshua no le resultó ni agradable ni desagradable. Nunca antes la había besado una mujer, pero las caricias de Fantasma de Golondrina le evocaron, curiosamente, aquella noche de amor con Seami en el horno de la tahona. Sintió que debía ofrecer resistencia cuando los dedos de la mujer, que no eran los dedos de Seami, comenzaron a hurgar en su gruta en busca del granito de maíz, pero tenía demasiado sueño y se sentía demasiado agotada; al final, cuando se hundió en la nada a causa de la creciente excitación, la invadió una maravillosa sensación de sosiego.

A la mañana siguiente se despertó con la impresión de que ninguno de los acontecimientos de la noche anterior había ocurrido. El primero en aparecer por la casa fue Matso, con la exigencia de que Toshua regresara de inmediato a La Calabaza madura. Por lo visto le habían dado claras instrucciones para que hablara con Fantasma de Golondrina en persona. No obstante, la dueña de la casa lo mandó despachar por su propio portero.

A última hora de la mañana se presentó el mismísimo señor Batogushi. Fantasma de Golondrina lo recibió en la planta baja, en el despacho de la casa. La conversación no duró más tiempo que el necesario para tomar una taza de té.

El señor Batogushi se marchó, al parecer satisfecho. Fantasma de Golondrina lo acompañó hasta la puerta.

Cuando la mujer volvió, Toshua preguntó angustiada:

—¿Tendré que volver con ellos?

—Pero, niña —dijo Fantasma de Golondrina—, ¿me crees capaz de entregarte?

—Decidme, ¿cómo lo habéis conseguido?

—El dinero es un caballero muy poderoso —dijo Fantasma de Golondrina—. Simplemente le he repuesto lo que pagó por ti, y un poquito más. Ahora ven, tú y yo aún tenemos mucho de qué hablar.

La mujer ordenó a Toshua que subiera con ella al primer piso, acercó dos cojines y ambas tomaron asiento en la habitación vacía. Entonces la señora le pidió que contara su verdadera historia.

—Porque... —dijo—, sin hacer nada tampoco puedes quedarte aquí, pero antes de que piense una forma de tenerte ocupada, debo saber todo lo que te ha pasado en la vida.

Así fue que Toshua contó hasta el último detalle de su aventura, y cuando terminó, Fantasma de Golondrina le dijo que su verdadera historia le parecía mucho más emocionante que la de Saikaku.

—Bueno —prosiguió—, si me permites, pasaré a aclararte, de amiga a amiga, los secretos de nuestra profesión. En primer lugar, o puedes endurecerte, convertirte en una piedra, o bien, por el contrario, intentar inculcar a esos bárbaros un poco de urbanidad.

—¿Urbanidad?

—Sí. Al fin y al cabo el fruto puede estallar con malos o buenos modales, ¿no crees? Mira, yo personalmente vivo de dos hombres. Uno es Ninomiya, el famoso actor que interpreta papeles femeninos. Con él no tuve que preocuparme por la urbanidad, pues ya poseía esos principios cuando nos conocimos y, a decir verdad, en muy alto grado. Por supuesto también él quiso acostarse conmigo, eso es algo muy natural cuando un hombre mantiene a una de nosotras. Pero lo que él más deseaba era hablar. Un teatro es, entre otras cosas, un nido de víboras, y los actores son aún más vanidosos que los demás hombres. Hay noches en las que comparte la almohada conmigo sin tocarme ni un pelo. En esas noches él habla y habla, se desahoga, despoja el alma de toda esa enfermiza vanidad, toda la rabia que le causan las intrigas. También suele hablar de sus problemas de dinero; los cuenta de tal manera que parece que estuviera muriéndose de hambre... Pero se compra las ropas más elegantes que yo jamás he visto en ningún hombre. De tanto en tanto me dice que tiene previsto dejar el escenario para siempre y hacerse monje zen.

»Así que, con él, lo principal es saber escucharlo, tener paciencia, tranquilizarlo, consolarlo de sus fracasos. Ése, pues, es Ninomiya. Bokuka es otra cosa... No es ése su verdadero nombre, pero le gusta que lo llamen así. Es uno de los seis grandes cambistas de Edo, y además comercia con arroz. A él no le sacarás nunca una palabra sobre sus negocios. Pero la primera vez que vino a esta casa casi me arrancó el vestido de lo excitado que estaba. Claro que con el tiempo ha aprendido que le conviene tratarme con más delicadeza. Para su orgullo es importante que le haga desbordar el fruto dos y hasta tres veces en una noche. Sigue siendo un cliente basto, pero le he enseñado algunos modales, y hace poco llegó a pedirme, después de la primera ronda, que le recitara un poema. Yo, en broma, le dije que eso iba a costarle más caro y, en efecto, a fin de mes me aumentó el sueldo. Entonces le pregunté si quería que a partir de ese día le recitara un poema cada vez que... ya me entiendes. Él respondió: «¡No, por todos los dioses, no..., eso sí que no!» Al parecer un amigo le dijo que si se gastaba tanto dinero con una cortesana era porque ella debía de tener una voz hermosa, cautivadora. Pensó entonces que había que probarlo, pero con él no funcionó. Yo, intrigada, le pregunté a qué se debía el aumento, y me respondió que había tomado esa decisión porque conmigo era muy feliz. Lo ves, así debemos tenerlos: felices.

—¿Y por qué me contáis todo esto? —preguntó Toshua.

—Puedes tutearme —dijo Fantasma de Golondrina—. Debes saber que me siento algo vieja y cansada. Atender a dos hombres me resulta demasiado pesado. Te agradecería mucho que te hicieras cargo de uno. ¿Cuál crees que te conviene más?

—El actor, creo —dijo Toshua tras reflexionar un momento.

—No se hable más, es tuyo. Pronto te lo presentaré. Pero antes creo que lo mejor será llevarte una vez al teatro, para que al menos conozcas un par de piezas y lo hayas visto actuar una noche. Así nos mantenemos del lado agradable de la vida. Sin embargo primero debes aprender los rudimentos de este oficio. Aun cuando supuestamente estuvieras a punto de ser emperatriz, antes de que ofrezcas a un hombre tus servicios de cortesana de segunda categoría has de saber cómo conducirte con la clientela. Algún día tendrá que confirmar tu rango la gente del Ministerio de Moralidad y Orden. Cada noche uno diferente, a veces incluso dos, tres. Ninguno puede quejarse, todos deben deshacerse en elogios por ti. Además, nadie sabe lo que puede pasar. Como he visto que has leído a Saikaku, a buen seguro te acuerdas de la mujer de aquel relato que se titula La mujer que amaba el amor. ¿Recuerdas lo que le ocurrió? Un año o dos estás en la cresta de la ola y después caes en picado. Yo ya voy cuesta abajo. Arriba, abajo, ésa es la ley del mundo inestable. Y el que sube muy alto, cae más hondo.

»Hay un par de cosas que debes saber sobre esta casa: aquí suelen venir tres muchachas, pero no viven conmigo. Ellas se buscan sus clientes en una casa de té o en la calle, y después los traen aquí. Yo sólo me limito a alquilar un cuarto a esas pobrecitas; es un buen ingreso extra. Una de las chicas está enferma estos días, y quién sabe si volverá a aparecer por aquí. Creo que ha pillado la «enfermedad china». Las autoridades son muy estrictas en ese punto.

»Las otras dos se llaman Las Mellizas. Son muy simpáticas, y no deberías pelearte con ellas. No lo olvides: no vale la pena discutir por un cliente, ni siquiera cuando una noche no consigas nada. Antes que a los hombres debemos apreciar a nuestras colegas. Todas queremos vivir. Cuando recibas a los clientes, puedes usar la habitación de la que está enferma. Y cuando hayas terminado con un hombre que viene a echar un polvito rápido, si alguno te maltrata y te hace desgraciada, si le huele mal el aliento o no es generoso con la propina, piensa siempre que, en cuanto te hayas apropiado de Ninomiya, siempre podrás renunciar a tipos así. Has nacido para grandes cosas, de eso me di cuenta apenas te vi entrar. Además, eres mi amiga.

—¿Vuestra amiga? —preguntó Toshua con desconfianza.

—¿No te gusta la idea? ¿No recuerdas ya lo que hicimos ayer por la noche? —preguntó Fantasma de Golondrina—. Para mí es muy importante que te sientas bien en mi casa, y que llegues a ser feliz aquí.

—Creo —dijo Toshua, prudente—, que os hacéis falsas ilusiones sobre los sentimientos que albergo por vos. Os agradezco sinceramente que me hayáis permitido quedarme aquí, pero, vuestra amiga, como vos me llamáis, no lo soy y no lo seré nunca.

Por sorprendente que parezca, Fantasma de Golondrina no reaccionó con furia.

—¿Sabes una cosa? —dijo la mujer—. Al principio todas se indignan al enterarse de mi inclinación, pero al final todas comprueban que las mujeres son en realidad mucho más tiernas con las mujeres que los hombres. Puedes estar segura de ello. Aun cuando anoche disfrutara mucho y aunque en tan poco tiempo me haya enamorado apasionadamente de ti, jamás te obligaré a compartir la almohada conmigo. Cuando tú te decidas, me harás feliz, sea cuando fuere. Si no te gusta, deberé aceptarlo. Ya sé que el amor no se puede forzar. Pero al margen de cómo se desarrolle nuestra relación en el futuro, esfuérzate por no habituarte a la pipa. Quizás alguna vez me escuches decirte otra cosa: no te preocupes, pero sé amable conmigo cuando me veas bajo los efectos del opio. Es una desgracia, te lo aseguro, pero para mí ya es demasiado tarde. Ya no puedo curarme. No está lejos la noche en que la pipa me lleve para siempre. Bueno, ahora vamos a salir a comprarte ropa nueva, no creo que podamos esperar que la señora Pato nos devuelva tus vestidos.

Salieron y regresaron con un precioso quimono de seda azul noche, un valioso prendedor para el pelo y un ancho brazalete de latón. A Toshua le molestó que Fantasma de Golondrina gastara tanto dinero en ella.

—Ya me lo devolverás con creces —la tranquilizó la señora, que siempre escogía las prendas más elegantes.

En la soledad, Toshua nunca pensaba en Fantasma de Golondrina como su amiga; para ella era su señora, la dueña de la casa. Se preguntó qué edad tendría. Era difícil de calcular, porque por lo general siempre iba maquillada y llevaba peluca, y los recuerdos que Toshua conservaba de la primera noche, cuando la vio sin maquillaje, eran más bien vagos. Cuando se acordaba, le parecía haber visto un rostro pálido y abotargado.

La segunda noche Toshua durmió en la habitación que se hallaba libre en la planta baja. Ésta, como las otras dos habitaciones, disponía de un amplio espacio amueblado con esterillas y un ancho futón con cabecera de madera, ante el cual habían colocado un biombo pintado y una pequeña tarima de madera con una mesita decorativa y un hornillo para preparar el té o calentar un tentempié para los clientes.

Toshua encendió una varita de incienso y leyó a la luz de la linterna hasta la hora del perro. Después apagó la luz e intentó dormir. Pero estaba demasiado inquieta, atormentada casi por la cuestión de cómo sería el actor, el hombre que Fantasma de Golondrina le había asignado como amante, y qué tipo de hombres le traería Asano de la calle.

Oyó ruidos que procedían de las otras dos habitaciones. Las dos muchachas, a las que la habían presentado poco antes esa misma tarde, recibían clientes. Se llamaban Yasuko y Kisuko, y entre risas habían dicho que eran gemelas. Al comenzar la noche, Toshua oyó que Kisuko decía a su cliente: «Desnudo eres más gordo de lo que había pensado.» Un poco más tarde se produjeron grititos en la habitación de Yasuko, y el ruido de un objeto que caía, probablemente el biombo. Al cabo de un rato se oyeron murmullos, el crujido de toallitas de papel, y a un hombre que decía: «Ha sido fantástico.» Luego sonó otra vez la voz de Kisuko: «¿No habías dicho que tenías que irte a la hora de la rata? Ya casi es la hora. ¿No vas a dejarme un recuerdo por esta noche maravillosa?» Entre sueños, Toshua oyó al hombre decir: «Disculpa, pero otra vez no puedo.» Risas. «Me pregunto si no habrás bebido demasiado sake», observó Kisuko con guasa. Pero después Toshua volvió a oír cómo desanudaban de nuevo el pañuelo de la vergüenza. La hora de la rata pasó. El cliente de Kisuko se fue. Dejó propina a la chica, y al salir pagó al portero.

Una media hora más tarde anunció Asano un nuevo cliente para Kisuko. El hombre que yacía con Yasuko roncaba. Toshua contaba las horas y minutos, no pegó ojo en toda la noche. Ahora oyó la voz de Kisuko, que reprendía decepcionada a su cliente: «Pero ¿dónde se ha visto una cosa así? ¿No me dejas propina? ¡Que se te lleven los demonios!»

Así pasaron tres noches. A la cuarta recibió Toshua a su primer cliente. Las dos muchachas habían traído tres hombres de una casa de té. Uno se acercó a Toshua, quien permaneció callada durante las presentaciones.

—¿Eres muda? —dijo el cliente.

—¿En qué puedo servirte? —preguntó Toshua en tono cortés.

—Dame un masaje en los hombros; estos días me están doliendo mucho.

El hombre se tendió boca abajo, y ella comenzó a amasarle con esmero los omóplatos.

—Bien, bien, pero más fuerte.

—¿Así está bien?

—Ahora ya no sois tan tiernas como antes —se quejó el cliente.

—La ternura no está incluida en el precio, ni tampoco el masaje. Espero que no seas tacaño con la propina.

En las dos semanas que siguieron, Toshua aprendió a conocer todos los deseos que manifiestan los clientes con las prostitutas. Uno quiso verle bien el rostro, otro insistió en dormir con la cara entre sus piernas abiertas. Otro más se desnudó, pero no logró pasar a la acción. A un samuray que pretendía trabajarle el trasero con la empuñadura de la espada, lo despidió con viento fresco. A la mañana siguiente, Yasuko le contó que el samuray había ido luego a su cuarto con la misma petición y que ella accedió, pero le hizo pagar el doble. Una noche que, durante el acto, un cliente empezó a darle bofetadas, Toshua no atinó a otra cosa que salir corriendo hacia la planta superior, donde encontró a Fantasma de Golondrina entregada al opio. Si bien es cierto que no dejaba que la tentara con la pipa, esa noche Toshua aceptó dormir con ella.

Al día siguiente por la noche la señora la invitó a quedarse en el piso superior, pero Yasuko le aconsejó que reanudara las actividades en la planta baja.

—Así olvidarás más rápido los momentos desagradables que pasaste con ese sádico. ¿Por qué no llamaste? —preguntó Yasuko—. Para casos así conocemos un par de métodos muy expeditivos; habrías visto cómo le hacíamos entrar en razón.

—Y después se portan como de maravilla —añadió Kisuko.

Toshua siguió el consejo de Yasuko y tuvo otra experiencia curiosa. A todas luces se trataba de un joven que visitaba el barrio del placer por primera vez. El muchacho se tendió junto a ella en la esterilla y se quedó mirando el techo. «Se parece a un castigo —pensó Toshua—, yacer junto a un hombre que mantiene las manos pegadas a las piernas, que no se mueve y que no dice una palabra.» Toshua estuvo un rato pensando qué podía pasarle, e intentó entablar una conversación con el silencioso cliente. Pero el joven no respondía, y Toshua se quedó dormida. En algún momento el cliente la despertó. Toshua vio que se abría el cinto y que lo dejaba abierto. Antes de marcharse, le pagó directamente a ella, cosa que no era habitual, y fue muy generoso.

Un par de veces tropezó también con locos peligrosos y no le dio vergüenza tener que pedir ayuda a las otras dos muchachas. Sin embargo, se prohibió a sí misma refugiarse en el piso de arriba, donde lo más probable era que terminara en brazos de Fantasma de Golondrina. A la mañana siguiente, mientras se relajaba con sus dos compañeras en la casa de baños, Kisuko le dijo en tono casual:

—Si quieres que te sea sincera, debería estar enfadada contigo. Recibí un cliente que me dijo que esta noche prefería tu habitación en lugar de la mía. Ya te había visto pasar dos veces por la calle y se había fijado en tu cuello; estaba loco por ti. Dijo que un cuello así sólo se ve una vez en la vida. Vendrá esta noche. Sé amable con él, pues es un tipo simpático y tiene mucho dinero. Y no te cortes un pelo a la hora de cobrarle; a fin de cuentas, tienes el cuello más bonito del mundo. Lo que te dé de más, lo compartimos.

—De acuerdo, pero yo le haré reparar en una cosa... en lo que tú tienes de extraordinario.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kisuko.

Toshua dio una palmada a la chica en las nalgas, y las dos rieron.

—A esto me refiero —contestó Toshua—. Es posible que todavía no se haya fijado bien en tu trasero. Soñaré con el momento en que no sólo desee corretear con los dedos por el campo de melones. Y si quiere entrar sin pedir permiso, propina doble. Y entonces también la compartirás conmigo.

—De acuerdo —exclamó Kisuko—. Por Amida, las dos podemos llegar muy lejos si empezamos a despellejar a los hombres. ¿Qué día libras? ¿Quieres venir con nosotras a ver a los luchadores de sumo? Ésos sí que son hombres. Dos jamones en el pecho, y en la entrepierna un pedazo de trompa. Para ponérsela tiesa no bastan ni los dedos ni los labios. Lo mejor es tener a mano un rodillo de amasar.

—Encantada —aceptó Toshua—. ¿Has estado alguna vez con uno de esos luchadores?

—¿Con uno? ¿Con diez? Y todos los que conocí tenían un cacho de manguera. Pero lo cierto es que para lo que vienen a buscar en nosotras son demasiado brutos, o yo soy muy débil. Es como si se te echara encima un volcán. Una o dos veces se puede aguantar, incluso es divertido, pero cuando la cosa se alarga, mientras te abrazan sueñas con un enclenque hijo de comerciante que escriba poemas y no pese tanto.

En ese momento Toshua experimentó algo parecido al orgullo. Se dio cuenta de que ya formaba parte de Yoshiwara, era una de sus trabajadoras. Hasta entonces, en todas las conversaciones que había mantenido Kisuko le había hablado poco y con mucha reserva. Aquel día, por primera vez, le hablaba con toda la naturalidad del mundo.

Conforme a lo pactado, Toshua fue con Kisuko a ver los luchadores de sumo, pero mientras que a su colega le entusiasmaba el combate a ella le pareció más bien aburrido. Ese día ganó un luchador que una vez había visitado como cliente a Kisuko, quien se las ingenió para colarse cuando el luchador salió de su camerino. El hombretón invitó a las dos muchachas a una taza de sake. En la taberna les contó que tenía dificultades para ascender a la siguiente categoría de luchadores, y ese problema lo trastornaba tanto que se había dado a la bebida de una manera temeraria. Antes de que las dos muchachas lograron sacarlo a rastras del local, el luchador cayó cuan largo era sobre la esterilla y se quedó grogui bajo la mesa.

—Deja que duerma la mona, no te preocupes por él. Ya lleva días así —dijo el hombre que los había atendido—. No consigo entender cómo logra mantenerse en forma... con lo que bebe. Pero ¿tendríais la amabilidad de esperar media hora? No tardaremos en cerrar. Para mi hermano y para mí será un placer haceros compañía el resto de la noche.

El camarero resultó ser un cliente agotador, y cuando se marchó Toshua cayó en un sueño sin sueños, del que despertó sobresaltada. Tuvo la impresión de que no había pasado el tiempo entre el instante en que el camarero marchó y el momento en que ella volvió a abrir los ojos.

Sin embargo, después recordó que aquél era el día en que Fantasma de Golondrina quería llevarla al teatro. Por algún motivo Toshua había supuesto que las funciones se representaban por la noche, pero lo cierto era que empezaban ya a la hora de la serpiente. Fantasma de Golondrina le dijo que en esa ocasión lo importante era impresionar a Ninomiya y, por tanto, quería enseñarle cómo se prepara una mujer para una noche así, qué ropas escoge y cómo ha de maquillarse.

—Tu aspecto ha de bastar —dijo Fantasma de Golondrina con una sonrisa— para dejar a un hombre sin aliento.

La dueña de casa había separado para Toshua una blusa blanca, una combinación de seda y calcetines del mismo color. Ella misma le colocó el cinto interior mientras le explicaba con todo lujo de detalles sobre cómo debía ponerse la prenda y para qué actividades resultaba útil. A continuación ayudó a Toshua a colocarse la túnica de brocado de seda ricamente bordada y le enseñó a cruzar el borde derecho sobre el izquierdo.

—Has de estar siempre atenta a que el manto cubra bien los talones —dijo—. Esas pequeñeces son muy importantes para la impresión general. Un pequeño descuido y la vista del hombre que te examina seguro que lo registra. Perderás quizás uno o dos puntos, pero pueden ser decisivos.

»Ahora le toca el turno al obi, que ha de dar dos vueltas a las caderas y con cuyas lazadas se forma en la espalda una especie de rodete antes de volver a anudar las puntas delante del ombligo.

Fantasma de Golondrina sacó después toda una batería de espejos. Se sentó junto a Toshua y le dijo que se limitara a imitar todo lo que ella hacía. La señora también había hecho subir a las mellizas, para que la ayudaran si era necesario. Fue una clase de cosmética en toda regla, en la que se demostró la experiencia, el buen gusto y la habilidad de Fantasma de Golondrina en tales menesteres. Primero se lavó con cuidado la cara, y Toshua volvió a observar cuan pálido se veía ese rostro sin maquillaje. Después se dio un masaje con aceite de camelias y se embadurnó con una mascarilla de crema color rosa sobre la cual extendió una segunda capa de blanco.

—Todo este procedimiento hay que hacerlo sin perder tiempo —explicó a Toshua—, pues la pintura se seca rápido.

—Lo sé —dijo Toshua—, pero en Kyoto nos poníamos primero la crema blanca y después la rosa.

—Cada ciudad tiene sus gustos —respondió Fantasma de Golondrina al tiempo que se encogía de hombros.

Acto seguido, la señora pasó a extender el colorete con un cepillo hasta que su tez quedó brillante como el marfil. Después, con un delgado pincel, aplicó rouge alrededor de los ojos y se pintó las mejillas hasta dejarlas bien rojas, como la cara de una mujer aquejada de fiebre; las mejillas parecían pétalos de rosas. En ese momento entraron las mellizas en acción; éstas limpiaron a Toshua y a la señora las cejas y las pestañas con una toalla húmeda. La señora se echó polvo blanco en la cara y con un lápiz negro delineó dos largas patillas. Después se pintaron las cejas, también de rojo, y por último pasaron una capa de negro por encima, de tal forma que al terminar la operación sólo se apreciaba un brillo rojo de fondo.

—La boca, delgada y sin expresión —aclaró Fantasma de Golondrina a Toshua mientras se pintaba los labios con un lápiz color cinabrio claro.

A continuación cubrieron de polvo de arroz hasta la última zona de la piel que los vestidos dejaban al descubierto, en especial el triángulo del cuello, y para terminar se sujetaron las pelucas con alfileres de carey que enmarcaban la cabeza como una aureola.

Toshua comprendió entonces por qué se habían levantado tan pronto esa mañana. El proceso completo, que se realizó con mucho más cuidado del que ella dedicara a prepararse para visitar al emperador, había durado una hora entera.

Ya vestida y maquillada, Toshua se sentó junto a Fantasma de Golondrina en la barca y por el río Sumida fueron hasta el puente de Nohon, en el corazón de Edo, que se hallaba a diez minutos a pie del teatro. Dado que las dos mujeres calzaban geta, unos chanclos de madera parecidos a zuecos, de unos ocho centímetros de alto, a Toshua el corto camino le resultó agotador. Intentó andar con esos movimientos de cadera que aprendiera en Kyoto, pero obviamente allí nadie los apreciaba; si bien ella, gracias a su juventud superaba en encanto a Fantasma de Golondrina, era la señora la que se llevaba la palma y atraía las miradas de todos los hombres con que se cruzaban por el camino, porque ella sí sabía sacarles a los geta sonidos que evocaban un zapateado.

La sala en la que entraron —donde, por cierto, ya había dado comienzo la función— tenía una platea con cincuenta filas de asientos para cincuenta espectadores cada una, y una galería en la que, según Fantasma de Golondrina dijo a Toshua, cabían todavía mil doscientos espectadores más.

Las localidades que había reservado la señora estaban en el centro de la platea.

Desde el comienzo, la acción que se desarrollaba en el escenario le pareció a Toshua un sueño hecho realidad, y absorbió toda su atención. Le irritaba cualquier ruido o distracción. Sin embargo, la mayoría del público no seguía la pieza con tanta concentración como ella. Muchos fumaban en pequeñas pipas y cada tanto vaciaban la ceniza, con el consiguiente barullo; otros charlaban o se entretenían en el fondo de la sala consumiendo bebidas y pescados marinados.

—¿Es que no pueden estar callados?—susurró Toshua a la señora, indignada.

—Querida —dijo Fantasma de Golondrina—, la mayoría ya ha visto esta pieza tres o cuatro veces, y se la saben casi de memoria. Los verdaderos conocedores, los admiradores de tal o cual actor, se sientan arriba, en la galería, y no es raro que se inmiscuyan con sus comentarios en el curso de la trama. Si son ingeniosos, hasta los aplauden, igual que a los actores en el escenario.

De las cuatro piezas que vieron en el curso de la representación hasta el final de la tarde, a Toshua se le grabó en la memoria, con más fuerza que cualquier otra, y sin que ella misma supiera muy bien por qué, la titulada Túmulo negro.

La pieza contaba la historia de una mujer-demonio de la estepa de Adachi, y de Yukei, el prior del monasterio de Toboko. Éste, en calidad de yamabushi, es decir, curandero y exorcista ambulante, emprende una peregrinación hacia la región montañosa del norte acompañado de un guía y de un porteador. Esta región es famosa porque, según cuenta la leyenda, merodea por allí una mujer-demonio que seduce a los viajeros para después matarlos. Cuando los tres hombres, después de atravesar el largo sendero que recibe el nombre de Camino de las Flores, pasan entre el público y suben al escenario, se ponen a buscar un lugar para pernoctar y descubren una cabaña un poco destartalada en la que piden refugio. En la cabaña vive Iwate, una anciana que se gana el sustento como hilandera. Impresionada por la desbordante personalidad de Yukei, la mujer ofrece alojamiento y comida a los tres peregrinos. Estos parecen interesados por la rueca con la que trabaja la vieja mujer y le piden que les enseñe cómo funciona. Tras una primera negativa, la mujer se sienta a la rueca y se pone a hilar, mientras entona esta triste canción:

En el lugar más solitario de la estepa helada,

paso los días, paso la vida.

La luna es mi única compañía en mi alcoba.

Lo que yo hilo es cáñamo,

y ojalá consiga, hilando, resucitar el pasado.

Por esta canción intuye el prior que Iwate debe de ser una mujer de noble origen. Tras la canción, los hombres se sientan a escuchar la historia de su vida. Cuando el padre de Iwate, a raíz de un delito, fue desterrado de la capital, ella lo siguió a las yermas estepas del norte, donde casó con un hombre que no tardó en desaparecer para no regresar jamás. Desengañada y amargada, Iwate renunció al mundo y se hundió poco a poco en el rencor y el odio más ciegos, hasta que se convirtió en demonio.

Tras oír la historia Yukei le dice que, según la revelación de la ley del dharma en las escrituras budistas, ella también, aun con su karma negativo, puede alcanzar el favor del Buda. El corazón de piedra de Iwate parece entonces tocado por un rayo de esperanza. El sosiego y nuevas ganas de vivir penetran en su alma. Llevada por un sentimiento de gratitud, Iwate hace todo lo posible para que los hombres disfruten de la estancia en su cabaña. Llega la fría noche y la anciana se dispone a salir a los montes en busca de leña. Pero antes advierte la anciana a los huéspedes que, en su ausencia, por nada del mundo entren en su dormitorio. Sólo después de que los hombres le prometen que no lo harán, se pone Iwate en marcha. Sin embargo uno de ellos, el porteador, sucumbe a la tentación. Su curiosidad es más fuerte que él: entra en la habitación y, espantado, descubre que se halla repleta de esqueletos humanos. Ahora al abad ya no le queda duda alguna: se encuentran en la cabaña del famoso demonio de Kurozuka.

En el segundo acto de la pieza se ve a Iwate en un paisaje estepario cubierto de altas hierbas de susuki. En el cielo brilla la luna. Iwate recuerda las palabras del sacerdote: también para ella hay un sendero de iluminación. Sincera y con el corazón abierto medita la anciana bajo el firmamento estrellado, y de pronto comienza a bailar con su propia sombra. Música de koto y flautas de bambú acompañan la danza.

El estado de euforia de Iwate se extingue cuando ve que el porteador y el guía se acercan en su busca. En ese momento comprende que los tres hombres no hicieron caso de su advertencia ni cumplieron su promesa. Al entrar en la habitación prohibida descubrieron el alma culpable de Iwate. El odio y la ira hacen presa de ella, mientras va adquiriendo la forma de la mujer-demonio sedienta de venganza.

El momento cumbre de la pieza llega con la tercera y última escena, introducida por un recitado del cantante Nagauta. Éste, dirigiéndose al público, advierte:

¡Mirad! El antiguo y famoso túmulo negro

del país de Michionuku, en la estepa de Adachi.

Hasta la brillante luna se ha ocultado de repente.

La tormenta nocturna con sus remolinos

aúlla, atronadora, como un monstruo que bufa furioso.

Sigue una escena de encarnizada lucha, en la que Iwate se pone cada vez más violenta y amenaza con aniquilar a los tres hombres. Pero éstos finalmente consiguen alejarla con un exorcismo ritual que abre a la anciana el camino de su salvación.

De nuevo es el cantante Nagauta el encargado de contar al público los turbulentos sucesos que se desarrollan en escena.

A la mujer-demonio se le ponen los pelos de punta,

tiene el rostro desfigurado por el odio.

Como aquella vez en que ardió el palacio de Xianyang,

la vieja escupe llamas por la boca,

y los vientos de la llanura y los vientos de la montaña

soplan con fuerza tremebunda.

El mundo tiembla bajo una tormenta de rayos y truenos.

Al amparo de la noche, el cielo enturbiado por la lluvia,

se les acerca más y más la mujer-demonio

con su paso amenazador,

y amaga con tragárselos de un solo bocado.

El poder de la estaca de hierro que blande en su mano alzada

va derribando todo lo que encuentra a su paso.

Ay, es horroroso.

Yukei está callado y sereno y acaricia su rosario.

«El que contempla mi cuerpo

comienza a experimentar la iluminación.

El que ha oído mi nombre,

renuncia al mal, alcanza el bien.

El que comprende mi enseñanza, adquiere la gran sabiduría.

El que capta mi espíritu, está en el camino del Buda.»

Y con los lazos del Rey de la Luz

ata Yukei a la endemoniada,

con sus oraciones se aproxima más y más a él.

Y así, hasta un ser tan temible como Iwate

pierde poco apoco su poder

y, tambaleante,

vaga sin rumbo por la estepa.

«Encerrada en el túmulo negro,

así he vivido», dice la vieja.

«Ahora me han puesto en evidencia, desnuda estoy

a los ojos de todos. ¡Qué deshonra!

¡Qué vergüenza me doy a mí misma!» Así aúlla la mujer-demonio.

Su voz sigue vibrando con ese tono escalofriante

que lo enmudece todo, más ensordecedor que la tormenta,

hasta que por fin desaparece,

al amparo de la oscuridad.

El día siguiente la despertaron los primeros rayos de sol del amanecer. Había dormido en una esterilla, junto al hombre llamado Ninomiya. El actor ya estaba despierto y, apoyado en un brazo, contemplaba el rostro de la nueva cortesana.

—Eres muy hermosa —dijo, como sorprendido, y puso con cuidado sus piernas entre las de Toshua. Después de hacer reventar el fruto, Toshua volvió a caer en un estado de sopor.

En rápida sucesión pasaban por su cabeza imágenes de lo que había ocurrido entre el final de la representación y el momento presente, y al ritmo de los movimientos y embestidas de Ninomiya los recuerdos adquirieron una velocidad vertiginosa.

Allí está Fantasma de Golondrina, que después de la función la lleva a una sala, detrás del escenario, en la que huele a mástique y a ropas viejas. Toshua ve un espacio negro y profundo en el que solo hay un árbol iluminado. De sus ramas, con una soga alrededor del cuello, se deja caer una silueta femenina. La escena parece tan real que Toshua lanza un grito de miedo y pesar. La figura femenina se libera de la cuerda y se transforma en un hombre que les dice, a ella y a la señora, que está ensayando una nueva pieza, cuya heroína se quita la vida en el último acto colgándose de un árbol. Es Ninomiya, quien les enseña el truco con el que se crea entre el público la ilusión del ahorcamiento. Luego se dirigen a una habitación, detrás de la sala de ensayos. Toman el té. Al parecer la señora tiene prisa y no tarda en marcharse.

A continuación hay un largo período en blanco en la memoria de Toshua. Es el rato en que formuló al actor cien preguntas que él contestó con tranquilidad y paciencia. Su memoria le muestra la escena correspondiente al momento en que se despojaron mutuamente del obi. Pero después ocurre algo desagradable. Cuando Ninomiya la posee por primera vez, sin ningún juego preliminar, cuando su miembro se convierte en fogosa mano de mortero, el cuerpo del hombre se transforma otra vez en el de la mujer-demonio que representaba en la pieza. Toshua recuerda entonces el momento en que la violaron en el carro que la transportaba a Edo. La endemoniada se le echa encima, la estrangula. Pronto la penetrarán. Grita. Un alarido sin fin. De repente Toshua alza el rosario del abad. La endiablada Iwate escapa. Alguien le besa los muslos. ¿Habrá resucitado Yashima? Toshua abre las piernas en el aire. Una boca se acerca a la gruta de la miel y le chupa los labios. Una lengua la penetra y juguetea con el granito de maíz. «Sigue, sigue, no cejes», piensa. El placer es tan intenso que se pone a gritar. Se muerde los labios. Dos manos le aferran las suyas; ella se incorpora en el lecho, se sienta en los muslos de un hombre que con la punta de los dedos le acaricia los pechos y le dice que quiere cazar dos mariposas. Es una frase de una obra de teatro. Y una vez más, cuando alcanzan por segunda vez al orgasmo, regresa la mujer-demonio. Toshua vuelve a ver que le echa fuego en la cara, pero enseguida es la mujer-demonio la que arde y estalla y se desintegra en el aire. Toshua sabe que no es sólo la mujer-demonio la que se ha salvado: ella también. De pronto mira fijamente el rostro de este hombre que tiene delante, cuya respiración se parece cada vez más al jadeo de un perro cansado. Y en ese momento siente cómo él se vacía dentro de ella. Toshua ya ha bajado de la montura. El sol abraza todo su cuerpo.

—¿Hemos ahuyentado a la mujer-demonio? —pregunta el hombre en voz baja al cabo de un rato.

Yacen los dos juntos, desnudos, sintiendo la caricia del sol en la piel.

—No lo sé —responde Toshua y se hunde en el silencio.

—¿En qué piensas? —pregunta él.

—Me preguntaba cómo un hombre es capaz de encarnar a una mujer de una manera tan convincente —contesta la joven.

Ninomiya ríe para sí mismo, satisfecho.

El onnagata es un arte.

Ella deseaba hacerle un cumplido, y lo ha logrado.

—Como ya sabes —dice el hombre—, por lo general a nadie le gusta revelar sus secretos profesionales.

—¿Por qué son los hombres los que interpretan papeles femeninos?

—Hace un tiempo se prohibió el oficio de actriz. Erais demasiado seductoras. Ahora las mujeres jóvenes son interpretadas por muchachitos. Pero ellos también son muy seductores: tanto para las mujeres como para los hombres. El teatro es una seducción de los sentidos. De eso vivimos. Es una necedad no reconocerlo.

—¿Creéis que algún día permitirán otra vez que las mujeres vuelvan a pisar un escenario?

—Quién sabe —dijo Ninomiya—, si el shogun quiere... Pero no creo que hoy día haya actriz alguna capaz de interpretar el papel de Iwate y su doble endemoniada. Los vestidos y la peluca pesan demasiado. Justo en eso reside una parte importante del engaño. Con una gran peluca se empequeñece el rostro, acentuando determinadas partes, como la frente, por ejemplo. Además, se emplean trajes desproporcionados y un cinturón con los que incluso una figura robusta parece grácil. Por ejemplo: hay que bajar las rodillas, ligeramente flexionadas, pisar con las puntas de los dedos hacia dentro, llevar bien atrás los omóplatos y desplazar el peso del cuerpo hacia delante. Esa postura forzada permite que incluso el cuerpo de un hombre musculoso parezca el de una mujer delgada y flexible.

—Estuvisteis impresionante —dijo Toshua, aduladora—. Para mí fue como un sueño.

—Gracias. ¿Era la primera vez que venías a un teatro?

—Sí. Pero si pudiera me gustaría venir todas las noches.

—Creo que alguna noche que otra tendrás que estar al servicio de Fantasma de Golondrina.

—No si vos me hacéis vuestra amante.

—¿Acaso quieres decirme que prefieres ser tú, y no Fantasma de Golondrina, la que comparta siempre conmigo la cama cuando visite vuestra casa?

—Estoy segura de que a ella no le importaría.

—Tampoco a mí —dijo Ninomiya, y se pasó la lengua por los labios—. Fantasma de Golondrina ya está vieja. ¿Te han dicho alguna vez que tienes un cuello estupendo? Estoy seguro de que más de una vez. Mira que soy torpe con los piropos...

—No, no, decid lo que se os pase por la cabeza, con toda tranquilidad. Yo os escucharé gustosa —replicó Toshua—. Sólo una cosa os prohibiré: que gritéis y gruñáis como la mujer-demonio.

—¿Te asustaste?

—La primera vez que hicimos reventar el fruto tuve la repentina impresión de que volvíais a ser la mujer-demonio.

—Debes de haber pasado muchos momentos malos en la vida.

Toshua contó a Ninomiya lo que le hicieron en el camino de Kyoto a Edo.

—¡Perros! —exclamó el actor, furioso.

—Mientras hacíamos el amor, todo lo malo que me ha ocurrido ardió en mi alma.

—Exageras. Y no olvides una cosa: yo no curo los dolores del alma.

A Toshua le pareció más conveniente cambiar de tema.

—Si os contemplo ahora —dijo, y lentamente pasó el dorso de la mano por el brazo del hombre—, sigo sin comprender cómo es posible que os transforméis en la mujer-demonio.

—Veo que te interesas mucho por mi profesión —observó él—. ¿Acaso te dijo Fantasma de Golondrina que me hagas estas preguntas?

—Oh, no —dijo Toshua—, me interesa de verdad. El teatro es algo maravilloso, casi mágico.

—Entonces, si tu interés no es fingido, creo que Fantasma de Golondrina ha elegido para mí la mujer idónea.

Toshua tuvo una idea alocada.

—¿Creéis que alguna vez podría actuar en un escenario?

—Ya te lo he dicho: oficialmente está prohibido. ¡Las mujeres fuera del escenario! Pero, si crees que te proporcionará tanto placer... y siempre que no insistas en interpretar el papel de Iwate, ¿por qué no? Sería posible arreglarlo, siempre, claro está, que pueda contar con tu discreción.

—Sí, por favor —exclamó Toshua, y tras reflexionar un instante añadió—: En el kabuki todas las mujeres son hombres. El mundo al revés. Y yo no quiero interpretar a una mujer, no. Yo quiero interpretar a un hombre. Sigo sin comprender cómo vos, un hombre tan masculino, sois capaz de interpretar a una mujer con semejante naturalidad.

—La próxima vez presta atención a lo siguiente: cuando miro al público siempre adopto una postura inclinada hacia un lado. Eso hace que parezca más delgado. Y, para que el cuello parezca más largo, hundo bien los hombros. Cuando me siento en el suelo, alejo del cuerpo lo máximo posible el brazo en que me apoyo, eso ayuda también a estirar el cuello. Claro que en la práctica no es tan sencillo. Hay que ensayar mucho, pues la ilusión que se crea ha de ser perfecta. El público no tiene que darse cuenta de que lo estoy engañando.

—Sin embargo, ha de haber un poco de magia.

—Algo de magia hay. Ahora prepárate, que voy a revelarte el secreto mejor guardado de mi éxito: lo más importante de mi arte lo aprendo de las mujeres, en el amor.

—¿Cómo?

—Muy sencillo —respondió Ninomiya riendo—. Porque en el amor es cuando más me aproximo a una mujer, y es así como mejor las conozco.

—Creo que decís lo mismo a todas las mujeres con las que os acostáis.

—Tienes razón, y al mismo tiempo es una advertencia: no me complacen las exigencias, no me gustan las mujeres posesivas.

—... porque vos, para perfeccionar vuestro arte, pronto os veréis en la necesidad de seducir a otra —completó Toshua la frase con una sonrisa burlona.

—Yo nunca seduzco —dijo él—. Yo me vuelvo a transformar. Mi oficio es muy duro. En una mujer busco la felicidad, la vitalidad, recuperarme después de tanto artificio.

—¿Artificio?

—En el teatro obligo a mi cuerpo y a mi alma a ser algo que no son. Fantasma de Golondrina ha sido muy generosa al presentarnos. Últimamente ya no me brinda alegría compartir la almohada con ella, y ella se ha dado cuenta. ¿Sabías que está muy enferma?

—Fuma opio.

—Sí, mucho, y desde hace mucho tiempo, la pobre. Si no para, ya no volverá a ver cómo cambian de color las hojas del arce cuando llegue el otoño.

—Pero vos no la abandonaréis, ¿verdad?

—Claro que no. Hemos sido muy felices juntos, y eso me obliga a ser generoso. Es una lástima que le quede poco tiempo. Es una persona muy culta y de gran corazón.

—¿Creéis de verdad que morirá pronto?

—¿Pronto? Eso no lo sé. No soy médico, y es imposible convencerla de que acuda a uno. Pero tiene las lunas contadas. Y lo sabe.

—¿Creéis que por eso me ha aceptado en su casa? —preguntó Toshua, y le contó a Ninomiya la historia de su huida de La Calabaza madura.

—Quizá —replicó el actor tras pensarlo un momento—. Has dicho antes que esta noche hemos ahuyentado a tus demonios. Pero los demonios que la atormentan a ella no los exorciza nadie.

—Contadme.

—¿Qué edad echarías a Fantasma de Golondrina?

—Es muy difícil de saber. ¿Cincuenta, quizás?

—No, tiene poco más de cuarenta. ¿Sabías que tuvo una hija?

—No. No olvidéis que hace muy poco que vivo con ella. La señora nunca me ha contado nada de su vida.

—Su hija, que se llamaba Taka-o, era una preciosidad. En esa época Fantasma de Golondrina tenía todavía seis o siete muchachas trabajando en su casa. Había educado a su hija para que la sucediera cuando ella ya no estuviera. Solía visitar la casa entonces el hijo de un daimyo, un joven tímido y refinado. Fantasma de Golondrina hubiera visto con buenos ojos que el muchacho se enamorara de Taka-o. Bueno, algo de eso hubo, pero la relación no se desarrolló con la pasión que la madre deseaba. Un día, Fantasma de Golondrina organizó una velada a la que asistieron Taka-o y su pretendiente. Avanzada la noche la señora propuso a los invitados que jugaran al juego de los isleños desnudos.

»Taka-o no quería jugar y se marchó corriendo de la habitación, pero su madre fue a buscarla y la obligó a desvestirse y, borracha, se puso a elogiar los encantos de la muchacha. Dos días después, antes de la fecha fijada para la siguiente cita con el hijo del daimyo, encontraron a Taka-o muerta en su dormitorio. Se comprobó que había comido fugu. Como sabes, este pescado es un afrodisíaco, pero mal preparado tiene el efecto de un potente veneno. Nunca llegó a saberse si fue un accidente o suicidio. A mí Fantasma de Golondrina me dijo una vez que Taka-o había muerto de vergüenza. Sea como fuere, ella se culpa por la muerte de su hija. A Chidori... ése era su nombre verdadero, le cambió el rostro. Un cambio tan extraordinario que no hubo maquillaje capaz de disimularlo. Desde entonces todos empezaron a llamarla Fantasma de Golondrina.

—Pobre Taka-o —dijo Toshua.

—Pobre señora —murmuró Ninomiya.

—Tengo que regresar a Yoshiwara —dijo Toshua.

—He hablado con Fantasma de Golondrina. Te concede tres días y tres noches libres. Y antes, mientras dormías, he cancelado mis funciones de hoy y de mañana.

—¿Es posible hacer tal cosa?

—He dicho que me he puesto enfermo... enfermo de amor. Es algo que suele ocurrir, para gran pesar del empresario y del público. Tengo un sustituto para ocasiones como ésta. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que salgamos o prefieres que pida que nos traigan algo de comer?

Toshua apartó el edredón.

—Sí —dijo entre risas—, tengo hambre de amor.

Cuando dos días más tarde Toshua regresó a Yoshiwara en un palanquín, las mellizas se abalanzaron sobre ella para que les contara su experiencia con el actor. Pero antes de que pudiera comenzar, la señora le ordenó que subiera a la planta superior. Se veía a la legua que había fumado. Esa noche fue la primera vez que a Toshua le llamó la atención su tos nerviosa. Fantasma de Golondrina, que esperaba echada en una esterilla, se incorporó y la examinó detenidamente.

—Sí —dijo primero satisfecha—, parece que mi plan ha dado resultado. Es un hombre muy tratable, ¿verdad?

—En efecto, señora.

La mirada de la mujer se hizo más débil y crítica.

—¿Te ha dicho algo de mí?

—Sólo que os aprecia mucho.

—¿Ah, sí? ¡Mentiroso! A propósito, te daré un buen consejo: si quieres subir, si deseas ser una de las grandes, y apuesto a que tú... mientras seas una cortesana de segunda categoría no puedes enamorarte de ninguno de los hombres con que te acuestas. ¿Has entendido? Nunca. Porque si lo haces, estarás perdida, y mucho más con Ninomiya. Bueno, ahora ve, esta noche esperamos visitas importantes. También Bokuka ha anunciado su visita. Tú te encargarás de él. Yo no me encuentro bien. Supongo que me enfrié en la barca.

El tal Bokuka resultó ser, para usar las palabras de las mellizas, un tipo con una verga de caballo y alma de perro. Cuando llegó y lo presentaron a Toshua, a todo tuvo algo que objetar. Primero se acostó con ella, pero de inmediato se levantó y fue a la habitación de Kisuko, y después a la de Yasuko. Todo como si de un espectáculo se tratara: «Mirad, qué macho, tres mujeres en una sola noche.» A Kisuko le habló mal de Toshua, y a Yasuko le dijo pestes de su hermana. Con cada una de las muchachas hizo alarde de potencia. Por último fue a ver a Asano, el guardián, porque para culminar su hazaña quería subir a ver a Fantasma de Golondrina. Entretanto, las tres jóvenes se habían reunido a contarse sus experiencias con el grosero cliente.

—Está loco. A mí la verdad es que no me excita nada —dijo Yasuko—. Pero con el dinero que me ofreció, por supuesto hice todo lo que me pedía y le alabé la potencia. Pero como nunca está conforme, me dijo que quería subir a ver a la señora. El valiente Asano le cerró el paso. Entonces Bokuka amenazó con no pagar y por eso la señora terminó dejándole subir a su habitación.

—Creo que deberíamos ir a verla —dijo Toshua—. Está enferma. En su estado es imposible compartir la almohada con un hombre.

—Vamos —dijo Kisuko—. Me muero de ganas de cortar los huevos a ese hijo de perra.

—Tendrías que cortarle también el pepino —dijo su hermana, furiosa—. Ese asqueroso sería capaz de seguir jodiendo aunque le cortaran los cojones.

Subieron las tres, y lo que vieron las dejó de piedra. En el futón yacía Fantasma de Golondrina con las piernas abiertas, como si estuviera a punto de parir, pero totalmente inmóvil. Ante ella, el comerciante de arroz, arrodillado, se limpiaba la polla con un pañuelo de papel. Tenía el torso como si alguien le hubiera echado un cubo lleno de sangre.

—Ha tosido. ¡Maldición, me ha manchado! ¿Cómo iba a saber yo que escupía sangre?

Kisuko estampó al hombre un par de sonoras bofetadas.

—No, por favor, no —exclamó Bokuka con voz lastimera, y se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse—. Me las vais a pagar. Haré que la policía os cierre la casa. Y de mí esta mujer no verá ni una sola momme más.

Bokuka se vistió en un santiamén y se largó corriendo escaleras abajo.

Entretanto, Fantasma de Golondrina había abierto los ojos.

—No habléis —dijo Toshua a la señora y a las mellizas—. ¿Quién de vosotras sabe dónde encontrar un médico?

—Por favor, quedaos conmigo. Tengo mucho miedo. Enviad a Asano.

—¿Por qué habéis recibido a ese desalmado? Ya sabemos que es una mala bestia.

—Necesitamos el dinero —dijo la señora con un hilillo de voz.

Las tres muchachas se sentaron alrededor del lecho de la enferma. Toshua le tomó la mano. En algún momento una de las mellizas se levantó sin hacer ruido y preparó una infusión para la señora. El silencio que imperaba en la habitación, que permitía oír hasta el menor ruido de la calle, tenía algo de espectral.

El médico no llegó hasta la mañana siguiente. Examinó a Fantasma de Golondrina, le puso unas agujas, se llevó a Toshua a un lado y le dijo:

—Esto no pinta nada bien. Debería ir a la montaña. Pero, sobre todo, que no fume más opio. No es un resfriado lo que la ha puesto así. Son las pipas de opio, que le han destrozado los pulmones. Si sigue fumando, le doy sólo dos lunas, máximo tres. Ya se lo había advertido, y no sólo una vez. Ocupaos de que siga mis consejos.

Por la tarde recibieron la visita de Bokuka. Se le veía muy apocado; les trajo de regalo incienso coreano y se pasó el rato pidiendo disculpas. Después de hacer compañía a la enferma unas dos horas, preguntó a Toshua si podía pasar la noche con ella. Toshua observó las miradas suplicantes de la señora. A Bokuka la lascivia le brillaba en los ojos.

—Me acostaré con vos si seguís pagando como hasta ahora y os comportáis como una persona —dijo Toshua.

—Os lo prometo —replicó el hombre, abatido.

Mientras recibía a Bokuka, Toshua no dejaba de temer que Ninomiya apareciera de improviso y montara una escena al descubrir que seguía acostándose con otro hombre. Pero el actor no apareció hasta dos días después por la mañana. E incluso antes de dirigirse a ver a la enferma, pidió a Toshua que reventara el fruto con él.

—¿Ahora? ¿En pleno día? —dijo ella, vacilante.

—¿Por qué no? —respondió él con una sonrisa en la que se mezclaban la vergüenza y el deseo.

Estos encuentros se prolongaron durante algunos meses, hasta el otoño. El amor de Ninomiya y Toshua era una viva llama de pasión. Puesto que Toshua no podía dejar la casa, el actor se pasaba cada día desde el teatro, siempre que tenía tiempo libre. Y entonces se arrancaban los vestidos a toda prisa y se fundían en un abrazo. Pero Fantasma de Golondrina estaba cada vez más cerca de la muerte, y demasiado débil para recibir clientes. Una vez pidió a Toshua que compartiera con ella el lecho, y la muchacha correspondió a su deseo por compasión y agradecimiento. Esa noche la señora le contó su versión de la historia de su hija. Según ella, Taka-o no había muerto por accidente; se había quitado la vida, pero sólo porque esperaba un hijo de su amante, el hijo del daimyo, y porque durante el juego de los isleños desnudos se había delatado al mostrar la abultada barriga; algunos de los invitados habían hecho groseras alusiones al respecto.

Durante todo el verano Toshua se acostó regularmente con dos hombres. Bokuka siguió pagando, según lo prometido, y ella, aunque rígida y fría, soportó sus abrazos. Mucho más se alegraba cuando era Ninomiya quien acudía a casa y, tras conversar una media hora con Fantasma de Golondrina, acudía a su habitación para compartir con ella la almohada. En todas esas ocasiones el actor insistía para que fuera otra vez al teatro y pasara unos días con él. Pero Toshua no se atrevía a dejar tanto tiempo sola a Fantasma de Golondrina. Cada vez recaían en ella más trabajos de los que hasta entonces se había ocupado la señora: Toshua administraba la caja, hacía las compras y se ocupaba de atender a la brigada de buenas costumbres cuando pasaba a controlar el negocio. Un día pensó: «Hace tiempo que he ocupado el lugar de la señora, en todo. Ella, allí arriba, ni vive ni muere.» Ese pensamiento la hizo llorar sin parar diez minutos; en cuanto se hubo desahogado, se enjugó las lágrimas y fue a saludar a Bokuka.

A lo largo de muchas semanas Toshua libró pequeñas batallas con Fantasma de Golondrina a causa del opio. Como todos los adictos, la señora tenía un sinfín de recursos para conseguir la droga. Podía jurar por lo más sagrado que no volvería a fumar y, sin embargo, Toshua la descubría siempre por el aroma delator del opio, que perdura en las habitaciones largo tiempo aun después de ventilarlas. Finalmente Ninomiya le aconsejó cortar la fuente de abastecimiento. Toshua, tras descubrir que era Asano quien se la conseguía, decidió hablar con él, y, puesto que la prohibición de no suministrar más opio a la señora significaba para el portero la desaparición de una buena fuente de ingresos, le prometió aumentarle el sueldo a partir de ese día.

Esta medida le permitió apartar a Fantasma de Golondrina de su vicio durante un tiempo, y en los últimos meses del verano el estado de salud de la señora mejoró tanto que incluso fueron un par de veces juntas al teatro. Y, como si debiera demostrar que se hallaba por completo repuesta, la enferma recibió una noche a Bokuka. A la semana siguiente, Toshua durmió con él y el hombre, con esa confianza que a ella tanto le repugnaba, le dijo: «Con la vieja ya no se puede hacer nada. Creo que pronto va a diñarla; si ya da la impresión de estar follando con un cadáver.» Toshua tuvo un ataque de ira. «¡Qué grosero sois! —gritó al desalmado cliente—. No permitiré que en mi presencia volváis a hablar así de otra mujer. Si lo hacéis, estad seguro de que no volveréis a visitar mi cama.» Dicho esto se levantó, se arregló el cabello y ordenó a Bokuka que se vistiera y se largara. Le sorprendió que el hombre se dejara tratar de manera tan poco respetuosa.

No obstante, cuando más adelante la salud de Fantasma de Golondrina empeoró otra vez y la señora volvió a implorarle que le consiguiera opio, Toshua cedió y ordenó a Asano que fuera a buscar la droga.

—Eres una hija y una amiga para mí —dijo Fantasma de Golondrina a Toshua cuando volvió a fumar una pipa en su presencia—. En lo que me queda de vida, sólo tengo un deseo. Quiero ver por última vez el follaje otoñal de Nikko.

Fueron necesarios grandes preparativos para organizar el viaje, pero Toshua superó todos los obstáculos con una fuerza tal que la joven dio por sentado que sólo podía alimentarse de su pasión. En esos días Ninomiya tenía problemas en el teatro. Mientras seguía ensayando el papel de aquella muchacha que, enamorada de un sacerdote, lo perseguía transformada en demonio-serpiente, la competencia puso en escena la misma pieza. Para empeorar las cosas, un estudiante de arte dramático al que habían sobornado reveló a los empresarios de la compañía rival algunos de los trucos que Ninomiya llevaba semanas ensayando para transformarse de muchacha en serpiente y viceversa. Si bien se siguieron representando las otras piezas del repertorio de su compañía, Ninomiya tuvo que reponer La campana del templo de Dó Jóji mientras uno de sus principales rivales celebraba el triunfo. Ninomiya estaba derrotado, y fue Yasuko la que dio a Toshua el oportuno consejo de que se preocupara más por el actor si no quería perderlo.

—Pese a todo, sigue siendo un hombre importante —dijo Yasuko.

Esa frase hizo que Toshua comenzara a sospechar. ¿Había algo entre Yasuko y el actor? ¿Acaso Ninomiya llevaba tiempo engañándola con Yasuko en cuanto había ocasión? La idea estuvo a punto de volverla loca.

—¿Creéis que es posible —preguntó a Fantasma de Golondrina— que Yasuko albergue la ambición de conquistar a Ninomiya?

—Bueno, si le ha tirado los tejos, no creo que él se haya hecho de rogar —opinó la señora—. Con Ninomiya debes olvidarte de la fidelidad. Es un gran actor y un hombre encantador, pero fiel nunca lo ha sido ni nunca lo será.

A partir de ese día Toshua ya no tuvo tiempo para ocuparse de sus celos. Acompañó a la señora a Nikko, donde vieron los maravillosos colores de las hojas de las nuevas especies de arces. Llevaron ofrendas al altar del valle de Futarasan, resguardado por la sombra de robustos cedros, y en un palanquín emprendieron una peregrinación al altar central del lago de Huzenji. El viaje al norte había sido agotador, pero en Nikko la belleza del colorido otoñal compensó todas las fatigas. Fantasma de Golondrina parecía haber mejorado: estaba bastante tranquila y no tosía, lo cual era una buena razón para fumar casi cada noche. Toshua no se lo impidió.

Una mañana la señora le contó que había soñado con su hija. Ese mismo día las dos mujeres fueron a pasear por el Puente Sagrado, una estructura de madera lacada en rojo que cruza el río Daiya. En medio del puente Fantasma de Golondrina se detuvo de pronto.

—Ahora sé lo que dijo... —murmuró—. Dijo que en la Tierra Pura se está muy bien.

—¿Quién dijo eso? —preguntó Toshua.

—Mi hija —respondió Fantasma de Golondrina—. Y también dijo que no debo seguir mucho tiempo siendo una carga para ti, que vaya con ella.

—Pero si no sois ninguna carga —dijo Toshua, y la cogió del brazo para proseguir el paseo.

Cuando a la mañana siguiente Toshua se inclinó sobre la esterilla en la que dormía su amiga, encontró el cuerpo sin vida de Fantasma de Golondrina. El médico dictaminó que era probable que hubiera muerto a primera hora de la mañana. Toshua contempló sin miedo el rostro de la mujer muerta y lo notó cambiado. Había desaparecido la arruga alrededor de los labios que la hacía parecer vieja y tensa.

Al regresar a Edo se ocupó de la incineración del cadáver de la señora y enterró la urna bajo una piedra; también rezó tres días seguidos en el templo de Nishi. Pero antes de regresar a la ciudad dejó una breve carta dirigida a la amiga muerta en el cordel que para tal fin cuelga en el rincón de los muertos del altar sintoísta. En Edo la esperaban dos noticias, una mala y otra buena. Un notario le leyó el testamento de Fantasma de Golondrina: le había dejado la casa y una considerable suma de dinero. Tras un breve paso por las casas de té de Yoshiwara, célebres fuentes de rumores, se enteró de que en su ausencia Yasuko se había ocupado de consolar a Ninomiya. El actor visitó a Toshua y pareció contento de volver a verla. Pasaron la noche juntos como si nada hubiera ocurrido, sólo que a ella la proximidad física del actor ya no la excitó como antes. Pero de eso él no se dio cuenta. «Si soy inteligente —pensó varias veces Toshua esa noche—, no debo montar una escena de celos.» Entretanto, se había estrenado con gran éxito el montaje de La campana del templo de Dó Jóji.

—Un día de éstos podríamos empezar —propuso Ninomiya— a ensayar contigo un pequeño papel femenino.

Actuar era algo que a Toshua le apetecía hacer, y había pensado en ello muchas veces.

—No, un papel masculino —insistió la joven.

De pronto, pese a lo que se había dicho antes, sintió verdaderas ganas de montar una escena. Se portó con extrema frialdad, y se veía a sí misma en la actitud de alguien que, en silencio, pregunta: ¿Te acostaste con Yasuko en mi ausencia?

—Pero ¿cómo se te ocurre? —mintió Ninomiya e hizo una mueca arrogante—. No me acosté con nadie, y mucho menos con Yasuko, esa presumida, ordinaria y tonta.

«En esa frase sobra un adjetivo», pensó Toshua, pero se limitó a decir:

—No olvidéis que somos buenas amigas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ninomiya, ahora algo irritado.

—Ya se verá —dijo Toshua al tiempo que exhibía su sonrisa más encantadora.

Cuando, tres días más tarde, Ninomiya le envió su palanquín y por medio de una misiva la invitó a asistir a la representación del nuevo espectáculo, los porteadores regresaron con un mensaje que decía que la señora Toshua, cortesana de segunda categoría, no quería tener nada que ver con un mentiroso. Ninomiya, furioso, fue a verla, e insistió en que era injusto que lo acusara de infidelidad.

En aquellos días Toshua celebró con las mellizas y otras jóvenes la confirmación de su categoría y en medio de la distendida atmósfera reinante preguntó de sopetón a Yasuko si se lo había pasado bien con Ninomiya. Yasuko se quedó de una pieza y, a modo de disculpa, dijo:

—¿Qué otra cosa puede hacer una pequeña bailarina cuando un gran señor como Ninomiya requiere sus servicios?

—Negarse —replicó Toshua con arrogancia.

Sin embargo, pese a su rechazo inicial, Toshua volvió a ver una vez más a Ninomiya, una noche en que asistió a una representación sin que él la invitara. El actor debió de verla entre el público, y la esperó en el embarcadero. Dieron un corto paseo y a Toshua le divirtió que él tuviera que adaptar su brioso andar a sus pasitos cortos. Pero el dolor no se había extinguido del todo en su interior. Toshua creyó sentir que aún seguía queriéndolo. Como si pidiera auxilio, dirigió la vista hacia las estrellas.

—Dime sólo una cosa —dijo él sin rodeos—. ¿Por qué diablos te muestras tan fría conmigo?

Ella no contestó. Anduvieron unos pasos más en completo silencio hasta que oyeron al barquero anunciar que estaba a punto de partir.

—¿Por las dos o tres noches que pasé con esa tonta mientras tú estabas en Nikko? —se defendió Ninomiya.

—Al parecer no prestáis atención a mis palabras. Ya os lo dije una vez: esa tonta es mi amiga.

—Bueno, perdóname.

—Las noches, sí —dijo Toshua—. Espero que os lo pasarais bien. Pero la mentira, no, eso no puedo ni quiero perdonarlo.

Toshua se volvió y fue hacia a la barca. En ese momento recordó las palabras de Fantasma de Golondrina: una cortesana de segunda categoría no puede enamorarse.

De regreso en la casa, escribió un poema que decía:

Noche tras noche, insomne,

Oigo el rumor de las cañas de bambú.

Un extraño dolor inunda mi corazón.

Al principio tuvo la intención de enviárselo a Ninomiya, pero luego decidió quemarlo y contempló divertida las cenizas.

A partir de esa noche pasó un largo tiempo sola, pese a compartir la almohada con montones de hombres.