II

«Te lo ruego,

reavívame,

despiértame,

cuando esté por quedarme dormido,

viento de los montes.»

Toshua, acuclillada en el suelo ante la puerta sur de Kyoto, pensó: «Si me quedo sentada mucho tiempo aquí, me convertiré en un sapo.» ¿Por qué no iba a consumarse una metamorfosis así? Allí, junto a la puerta de la ciudad, no daba el sol y olía a putrefacción. El que se sentaba ahí pasaba inadvertido. «Un sapo, no —reflexionó Toshua—. Si la diosa Kannon ha previsto para mí una metamorfosis en la otra vida, quisiera ser una gata.»

La torre de la puerta de Kyoto amenazaba ruina. Más que una fortificación eficaz, era un símbolo para indicar que en ese punto comenzaba la ciudad. Por ese motivo la guardia no había levantado su garita en la torre, sino a un lado de la barrera con que uno se tropezaba al dirigirse a la ciudad. A la derecha, junto a la barrera que, cuando estaba baja, cruzaba la calzada de lado a lado, había apostados tres soldados del regimiento del representante del shogun. Este había fijado su residencia en el castillo que se hallaba en la parte oriental, no muy lejos del palacio del emperador, sobre el cual Toshua había oído contar maravillas al dirigirse a Kyoto por la carretera de Tokaido. Tanto el ancho foso que rodeaba el edificio como la muralla que se alzaba al otro lado del agua, que se había construido con grandes bloques de piedra, daban la impresión de ser una obra de gigantes. Del palacio del emperador se decía que apenas quedaba una sombra de su antiguo esplendor. Muchas de las habitaciones tenían goteras, en algunas salas se pudría la madera, en más de un salón los pájaros habían hecho su nido; en suma, el deterioro estaba tan avanzado que ya nadie podía frenarlo sin incurrir en unos gastos considerables. Se decía que el emperador había abandonado de forma temporal sus aposentos de palacio, obligado a buscar refugio en casa de un noble. Ahora todo el mundo sabía que el auténtico poder del Imperio no lo detentaba el emperador por la gracia divina, sino el shogun que, instalado en Edo, estaba representado en Kyoto por su delegado, el príncipe Yashima Samarugo. Visto así, el contraste entre el lujo y el poderío del castillo de Nijo y el estado ruinoso del palacio imperial, tan cerca el uno del otro, tenía simbólicamente una razón de ser.

Las ráfagas de viento que soplaban ante la puerta sur de Kyoto le parecían a Toshua agujas que alguien le clavara en las mejillas. El aire traía el olor a sargazos y arroz recién cocido. La joven no tardó en acordarse de su estómago, que se retorcía de hambre. El olor a comida procedía de dos pequeñas chozas que se hallaban frente al edificio de la guardia, junto a la barrera; se trataba de unas modestas fondas que eran frecuentadas por los viajeros después de pasar el control de identificación.

El objetivo de Toshua era entrar en la ciudad. Sabía perfectamente que le resultaría muy difícil conseguirlo. Además, ¿para qué quería entrar en Kyoto? Ni siquiera tenía dinero para pagarse la comida más barata, por no hablar de una habitación decente en un albergue. Pensó que tal vez podría trabajar de criada en alguna casa noble, pero sus ropas estaban demasiado viejas, andrajosas y sucias. Vestía unos pantalones que debería haber lavado hacía tiempo y una chaqueta plagada de rotos. Aunque la cara y las manos las llevaba limpias, tampoco iba peinada como corresponde a una muchacha aseada.

Toshua había pasado momentos muy malos. Ya había transcurrido un año desde que dejara a su hermano. Al principio trabajó de criada con dos familias de campesinos. En ambos casos, el respectivo cabeza de familia había intentado violarla, y ella había conseguido defenderse con mordiscos, arañazos y patadas. En las dos ocasiones había decidido largarse. Finalmente se dirigió hacia la costa, donde trabajó con un viejo pescador. Si bien no salía con él a faenar, le preparaba las redes y reparaba las velas rotas. El hombre, en cuya casa había vivido, era viudo y muy viejo, y parecía no tener ya ningún interés por las mujeres. En todo caso, no la había molestado como los hombres de aquellas dos familias para las que había trabajado. Meses más tarde el viejo pescador cayó enfermo y murió. En su lecho de muerte, en presencia de un sacerdote, el viejo había legado a Toshua su barca y su cabaña, cosa que a ella la hizo muy feliz, pues ya se veía convertida en pescadora. Sin embargo, poco después apareció de improviso un sobrino del viejo y le quitó la barca sin dar más explicaciones. Si bien es cierto que Toshua fue a quejarse ante el alcalde de ese pueblo de pescadores, y que se decidió que era necesario un arbitraje entre las dos partes, antes de que un juez zanjara el conflicto entre el sobrino del viejo pescador y Toshua estalló la peste. En ese momento el sobrino supo convencer a los aldeanos de que Toshua era la culpable, y la pobre no tuvo más remedio que huir de la segura lapidación con que la amenazaron los indignados pescadores.

Poco después de ponerse en camino, Toshua se puso enferma. Se escondió entonces bajo un arbusto junto a la carretera y se dispuso a morir. Un monje que, no muy lejos de allí, vivía en la más completa soledad en un templo de Buda, la encontró y la ayudó a recuperarse. Tras escuchar su historia, y una vez que Toshua pudo dejar su lecho de enferma, el monje aseguró que era imprescindible que una mujer que andaba sola por los caminos aprendiera jiu-jitsu, una modalidad de lucha que incluía misterios esotéricos en la que lo había introducido su abad y que él mismo había practicado con gran placer. Desde que se dedicaba a la administración del templo, no se le había presentado la ocasión de practicar este deporte, dijo a Toshua, pero ahora había encontrado en ella una alumna a la que él trataba como si fuera un muchacho. Toshua no tardó en comprender el principio básico de este arte, que no consistía en vencer la fuerza con la fuerza, sino en esquivar los embates del adversario y utilizar la energía del rival para los propios fines. La joven pronto estuvo en condiciones de realizar las diversas llaves y lanzamientos con tanta destreza que en las prácticas que organizaban dos veces al día muy pronto igualó, y no tardó en superar, a su maestro.

Pero no fue ése el motivo por el que decidió abandonarlo. El monje se había enamorado de Toshua y, excepto durante los ejercicios, se tomaba muy en serio sus votos. Un día pidió a Toshua que se marchara, porque su bello rostro y su grácil cuerpo de muchacho representaban para él una tentación casi irresistible. Más tarde Toshua lamentó no haberse quedado al menos con una de las dos espadas que el monje, como ella descubrió un día por casualidad, escondía dentro de la estatua de Buda, quién sabe con qué fines; a partir de entonces Toshua se vio obligada a vivir como una mendiga. Con una espada se habría animado a asaltar a los viajeros que cruzaban la gran carretera y despojarlos de lo que ella necesitara para comprar comida.

Ahora, en cuclillas ante la ajetreada puerta de Kyoto, volvió a preguntarse qué se le había perdido en la ciudad y, en última instancia, qué posibilidades tenía de acceder alguna vez a ella. En la barrera los guardias le pedirían un pasaporte, cosa que ella no tenía.

De repente la invadió una oleada de osados pensamientos. Sí, por qué no, pensó: se haría ladrona. Gracias a su vida errante se había desarrollado en Toshua, sin que fuera realmente consciente de ello, una manera radical de pensar. El mundo era su enemigo, un lugar hostil, y no dejaba de verse enfrentada a hechos que amenazaban con aniquilarla. Toshua no podía hacer otra cosa que no fuera luchar, sin miramientos, por su supervivencia. En una ciudad habría sin duda casas en las que no le resultaría difícil entrar por la fuerza. De las clases de jiu-jitsu, recordaba un sentimiento que ahora añoraba: no ser míseramente despreciada, sino ejercer el poder sobre los demás valiéndose de su propia destreza. Olvidando totalmente por un momento la realidad, se imaginó como cabecilla de una banda de ladrones en aquel pueblo de pescadores, al que regresaría a castigar a quienes la habían echado. Al sobrino del viejo pescador le quitaría la barca que le había robado, la cargaría de provisiones y se iría a navegar con sus compinches por el mar interior.

Sin embargo, para labrarse una carrera de ladrona en la ciudad primero tenía que entrar en ella. Tras reflexionar un largo rato, consideró que había dos caminos susceptibles de verse coronados por el éxito: intentar saltar por la noche la muralla de la ciudad, en la que, según había oído decir, en algunas partes se abrían grietas y agujeros, o bien saltar y ocultarse en alguno de los muchos carros y coches que a diario entraban en la ciudad por la gran puerta.

Sí, ésa era la solución. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes? Consideró las circunstancias: llevaba tres días sin probar bocado, a excepción de un par de tragos de agua que había bebido de una fuente del camino. Algo en su interior le hizo pensar que probablemente una semana antes no se hubiera atrevido a emprender una acción tan arriesgada. Debido al hambre se sentía al límite de sus propias fuerzas, y esa ligera sensación de mareo fomentaba en ella el gusto por el riesgo.

En ese preciso instante pasó un palanquín cerrado, al que seguían dos grandes carretas de dos ruedas, cerradas también y tiradas por dos caballos. Toshua vio a través de su ojo interior al monje, su maestro, consagrado a uno de los numerosos rezos que practicaba a lo largo del día. «Él, y nadie más que él, con su amor desinteresado, te ofrece este carro; él lo ha traído hasta aquí», se dijo Toshua.

No lo dudó ni un segundo, y esa convicción le dio fuerzas. Se agachó y, abandonando su nicho de sombras, se encaramó de un salto al saliente que se le ofrecía detrás de la puerta trasera de la carreta. Después se incorporó y se quedó allí, con un aire de lo más natural, como si ése fuera el lugar que le correspondía, a ella... una indigna que no se merecía viajar en la carreta, sino fuera, a la intemperie. Sólo allí y en ninguna otra parte podía encontrarse el lugar adecuado a su insignificancia, por más que el coche traqueteara con violencia en los adoquines. Esas sacudidas casi la destrozaron, pero ella se sujetó, aguantó, como si hubiera hecho ese viaje cientos de veces.

La carreta llegó hasta la barrera que se había abierto para dejar pasar al palanquín. Se había levantado de forma natural, sin que nadie se molestara en pedir la documentación a la persona que ocupaba el palanquín. A buen seguro, los guardianes la conocían. Entonces, ¿cómo era posible que ella no conociera a ese hombre?

Toshua no disponía de tiempo que perder en reflexiones tan sutiles, como quién tiene derecho a ser tan conocido o cómo se adquirirá tal derecho, en virtud de qué méritos, de qué casualidad. En ese momento se detuvieron las ruedas de la carreta y los soldados de la guardia, que la habían rodeado, no tardaron nada en descubrir a la chica. No le pidieron siquiera que se apeara, la bajaron por la fuerza, tirando del fondillo del pantalón. Por suerte Toshua logró saltar y se dejó caer ágilmente, como un gato. Toshua, una sombra, un montoncito de miseria, carroña para los buitres, una indigna. Tres o cuatro soldados la rodeaban, vigilantes; también el oficial de guardia se había acercado.

—¿Quién eres? —preguntó el oficial.

Toshua no respondió enseguida.

—La fiel criada de mi señor —dijo en voz alta y clara, con desparpajo; la frase ya estaba pronunciada.

Los soldados no la miraban a la cara, como si hasta ese derecho le negaran. Antes bien, sólo pensaban en echarla de la ciudad sin más contemplaciones, de vuelta al lugar de donde procedía semejante granuja indocumentada. Y tal vez incluso en llevársela un rato a la garita y organizar allí una fiestecita con la chica. Esos se especializaban en atormentar y maltratar a la gente, se les notaba en la cara.

Aún no habían decidido nada cuando, de repente, se abrió la portezuela del palanquín y se apeó un joven que iba vestido con exquisita elegancia. Llevaba dos espadas; era, por lo tanto y como mínimo, un samuray, y tenía el cabello estirado hacia adelante, desde el occipucio, sobre la cabeza rasurada con esmero. Calzado con zuecos de madera, se lo podría haber tomado por un mercader debido a los útiles de escribir que llevaba en el cinto, de no haber sido por las dos espadas, claro... y el shatagi, la casaca forrada con guata de color azul noche, de una tela tan lujosa. Jamás antes habían visto los soldados una prenda tan ricamente bordada.

—Disculpe, señor —dijo el oficial—. A ésta nos la hemos encontrado ahí atrás.

El oficial no creyó ni por un momento que Toshua perteneciera a la servidumbre del señor que viajaba en el palanquín. Su tono parecía sugerir, más bien, que con esas palabras preguntaba al mismo tiempo: ¿Debo mandar azotar a esta puta?

El pasajero del palanquín se acercó a Toshua con sonrisa desdeñosa. De hecho, se le acercó tanto que hubo un momento en que los dos sólo vieron los ojos del otro. El hombre tenía en la mirada una expresión altanera y arrogante. Si ese rostro no hubiese reflejado ningún sentimiento, la mirada habría sido orgullosa, fría y algo taimada. Sin embargo, de repente algo se encendió en el fondo de esos ojos, algo parecido a una invitación a la complicidad. Pero ¿en qué podría ella, una mísera vagabunda, ser cómplice de un señor tan distinguido? ¿Qué otra cosa podía querer de ella un hombre así, como no fuera llevársela a la cama? El hombre se tomó su tiempo antes de volver a hablar y pasó revista a su figura, que bajo el harapiento traje de campesina tenía un aspecto bastante deforme. Con la mirada ponderó los hombros de Toshua, intentó calcular la firmeza de sus pechos, examinó las caderas como si quisiera averiguar si tenía las piernas rectas o arqueadas, bien torneadas o esqueléticas. A Toshua le indignó que la observaran de ese modo, pero al mismo tiempo sintió que allí se le ofrecía una oportunidad y que toda resistencia significaría para ella el final de su viaje.

De pronto los ojos del hombre volvieron a convertirse en los órganos de la visión de un personaje ensimismado, y ese personaje dijo ahora al oficial en un tono relajado:

—Todo en orden, oficial. Esta muchacha es una de mis sirvientas. Es caprichosa como una gata. Se lo pasa bien complicándonos la vida con sus descabelladas ocurrencias. Hoy nos dijo que quería viajar al raso, por eso venía ahí detrás.

La alusión a la gata la hizo aguzar el oído. ¿Cómo sabía aquel señor que a ella le hubiese gustado ser una gata?

El oficial y los soldados saludaron y regresaron a la garita. El distinguido señor esperó un instante con la cabeza gacha, hasta que ya no podían oírlo. Después dijo, de nuevo con sorna:

—¿La señora nos haría el honor de aceptar un lugar en el palanquín?

La señora... Toshua vaciló, sin saber si debía aceptar la invitación, que en realidad era una orden, o intentar la huida.

—Venga, sube —dijo el hombre—. Más tarde podremos pelearnos.

«Él tiene poder sobre mí», pensó Toshua; tendría que andarse con pies de plomo. No se trataba del poder externo que confería la diferencia de clases, sino de aquel otro que surge cuando uno admira a alguien. «Pero ¿por qué?», siguió pensando. Esa risa arrogante no le gustaba nada, aunque quizá fuera una tontería, pues sólo indicaba que él disfrutaba con el poder externo. Sólo un hombre así estaría en condiciones de protegerla y garantizarle un refugio.

Por eso decidió subir al palanquín, despacio, sin prisa y con toda la dignidad que le permitía su manera de andar. Él no la siguió; con agilidad trepó al pescante del cochero en la destartalada carreta de dos ruedas.

Toshua imaginó las caras y los comentarios del oficial y de los soldados en la garita. Ninguno de ellos quedó totalmente convencido de la explicación que el distinguido señor les había dado sobre su curiosa acompañante. Pero, si el distinguido señor había decidido buscarse una compañerita así para sus juegos de alcoba, allá él. Ellos no eran quién para impedírselo.

A partir de ese momento todo adquirió para Toshua el aire de un milagro. Se acomodó en el palanquín, y éste se puso efectivamente en marcha. «Cuando se detenga —pensó— saldré corriendo.» ¿Por qué no? Podía escapar por las callejuelas, a través de los terrados. Se recostó en el asiento y sintió en las mejillas el roce de la fresca funda de seda color verde claro con la que estaba forrada la banqueta del palanquín. Admiró unos momentos la delicadeza del paño. Como antes, al ver la vestimenta del distinguido señor, volvió a perderse en sus pensamientos, a imaginar lo maravilloso que sería un mundo en el que los hombres pudieran permitirse vivir rodeados de cosas tan bellas. La sobrecogió de repente el anhelo de pertenecer, ella también, a ese mundo, pero no se le ocurría cómo conseguirlo. «Una noche o dos, y luego ya verás cómo te pone de patitas en la calle», pensó.

Se sorprendió cuando el palanquín volvió a detenerse, con una maniobra bastante brusca. Alguien abrió de golpe la portezuela lateral. Vio a tres mujeres sonrientes, delante de la fachada de una casa de la que colgaba una enorme linterna. Había llegado el momento de bajar. Pisó una de las lisas losas de piedra del camino. A izquierda y derecha vio la huella de un coche. La carreta de dos ruedas ya no la seguía. Toshua estuvo a punto de desmayarse. El hambre. Esas voces.

—¡Pasad, por favor, querida señora! Sed bienvenida de todo corazón. ¡Sed indulgente con nuestra humilde casa!

Tuvo que reprimirse para no estallar en carcajadas. Mientras se dirigía por el sendero de losas hacia la entrada de la casa, que a todas luces era un elegante ryokan, se dio cuenta de que iba descalza. Sin embargo, todos al parecer estaban dispuestos a hacer la vista gorda. Oyó que una de las mujeres decía algo sobre un diamante en bruto, que aún había que tallar. Otra, sin dejar de reír, dijo:

—Y ésta ya es la quinta.

Toshua se detuvo en el vestíbulo. Todo le parecía limpísimo y de un maravilloso buen gusto. Jamás había estado en un albergue tan aristocrático. Supuso que no sería ella el único huésped, pues nada más entrar vio en un escalón seis o siete pares de zapatos de calle.

La mayor de las tres mujeres la inspeccionó a la luz; Toshua mantenía las manos cruzadas sobre los pechos, a modo de protección.

—Querida señora —dijo la mujer en tono amable—, ¿no estáis muerta de frío? Ha vuelto a bajar la temperatura. ¿Permitís que os pregunte vuestro nombre?

—Toshua —respondió la joven en voz demasiado alta, consecuencia de su inseguridad.

—Loi, Moka —dijo la mujer—, acompañad a la señora al baño y llevadla luego a nuestra habitación de huéspedes. El señor vendrá más tarde.

—Tengo hambre —dijo Toshua, avergonzada.

—Primero un baño, después algo de comer —indicó la mujer mayor a las dos más jóvenes.

Toshua estuvo una buena media hora bañándose y comiendo. Bebió dos pequeños cuencos de sake caliente, los pies metidos en sandalias acolchadas. La peinaron a la última moda y la llevaron a una sala muy espaciosa. Los ventanales daban a un pequeño jardín. La sala estaba amueblada con tatamis. Salvo una pila de cojines para sentarse, un pergamino y un ramo de juncos en un jarrón, se hallaba totalmente vacía.

Entretanto, Toshua se enteró de que el distinguido señor que la había rescatado era ni más ni menos que el representante del shogun. No obstante, los planes que tenía para ella seguían siendo un enigma. Por más amables y simpáticas que se hubieran portado con ella Loi y Moka, respondían con el más absoluto silencio a todas las preguntas con que ella intentaba sonsacarles algo.

Mientras el calor del agua de la bañera penetraba en los poros de su piel y la inundaba de una sensación de bienestar, Toshua recordó que desde un primer momento había pensado en escapar por las estrechas callejas y el laberinto de tejados de Kyoto. En cambio, ahora no sentía el menor deseo de hacerlo. La mera idea de tomar otro baño como ése cuando le apeteciera le resultaba de lo más tentadora.

La casa, donde por la noche reinaba la oscuridad en los pasillos, aunque detrás de las delgadas paredes se apreciaba el cálido brillo de las velas, estaba impregnada de una atmósfera de comodidad y lujo, y a Toshua eso la hacía feliz. De repente pensó que también ella tenía derecho al confort. «Si fuera una gata, arquearía ahora mismo el lomo y empezaría a ronronear.» En su habitación, el servicio había dejado un quimono blanco y negro estampado, además de las enaguas de rigor; sin embargo, no fue fácil dar con un cinturón que le quedara bien.

Acababa de ponerse el quimono cuando volvió a aparecer el distinguido señor. Esta vez no llevaba sus dos espadas. También él vestía un quimono, y parecía haber tomado un baño. Al entrar, dijo con indolencia a la mujer de más edad:

—Bueno, Marakabui, ¿cómo se encuentra nuestro pajarillo?

Marakabui tomó a Toshua de la mano y la hizo girar, como se hace con la pareja en algunos bailes, de modo tal que el hombre pudo observar el rostro de la recién llegada y el quimono entreabierto a causa de la danza.

—¡Fuera ese quimono! —gritó el hombre—. ¡Vamos, Marakabui, no perdamos tiempo, comprobemos si esta vez hemos conseguido lo que necesitamos!

La indignación se apoderó de Toshua. Sin que supiera muy bien cómo, el quimono voló y ella se encontró desnuda ante las tres mujeres y el señor de la casa. El distinguido anfitrión dio unas cuantas vueltas a su alrededor y la observó detenidamente, inmutable.

—Tiene el talle que andaba buscando —dijo luego, alborozado—. No hacía falta que la desnudaras, ya me había dado cuenta —añadió, no sin un retintín de pedantería, antes de decir a Marakabui—: ¿A ti qué te parece, vieja amiga?

—Sana, muy bonita, delgada... —respondió la mujer al tiempo que sacudía la cabeza.

Al parecer eran ésas las cualidades que la persona buscada debía poseer.

—¿Es virgen? —preguntó el hombre.

—No hemos tenido tiempo de averiguarlo —dijo la mujer, y volviéndose hacia Toshua preguntó—: Dinos, bonita, ¿ya has compartido tu cama alguna vez con un hombre?

Toshua esbozó una mueca de rabia.

—Apostaría que sí —dijo el hombre, riendo—. Bueno, esta vez parece que hemos tenido suerte. ¿De dónde eres? ¿Dónde están tus padres?

Toshua comenzó a contarle sobre la muerte de sus padres y su largo y doloroso vagabundeo. «¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué no mantengo la boca cerrada?» Sin embargo, algo en ella intuía que el noble señor no seguiría albergándola si no le daba toda esa información.

—Extraordinario —dijo el representante del shogun cuando ella terminó de contar su historia—. Y además es huérfana. Muy bien, mañana mismo me veré con Soto y le pediré que me confeccione un árbol genealógico.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Toshua de repente, exaltada.

Nadie le contestó. El hombre se limitó a dar instrucciones para peinarla.

—Quiero el pelo más corto. Así se parecerá más a un muchachito. Los pechos ya los tiene bastante desarrollados.

—Nada, eso no importa. Bien fajados ni se notarán esos limoncitos.

—Bueno, como queráis, después de todo ése es vuestro oficio —dijo el hombre—. Yo tengo que irme, pasaré dentro de un par de días a ver cómo va todo.

Las mujeres, con las manos en la cintura, hicieron una reverencia.

En cuanto se hubo marchado el amo, Toshua miró a su alrededor algo aturdida. Se colocó las tres enaguas y a continuación el quimono, y se puso el cinturón.

—¿Y ahora qué? —preguntó, siempre enfadada.

—Tranquila, cariño —dijo Marakabui—. Me parece que has tenido suerte.

—Pero ¿qué significa todo esto?

—Lo sabrás a su debido momento.

—Quiero saberlo ahora. Ya mismo —dijo Toshua.

—Pero, cariño —replicó Marakabui con ternura—. ¿Te enfureces sólo porque no te sirven ahora mismo el futuro en bandeja de plata? Para tu información te diré que ésta no es una de esas casas de té en las que los pobres venden a sus hijas más guapas. Esta casa es el ryokan El Pez de la Suerte, y todas nosotras pertenecemos a la servidumbre del representante del shogun. Puedes preguntarlo a Moka y a Loi. Es un señor muy agradable y generoso, y nunca nos ha pedido nada que no hayamos hecho por él con gran placer.

—¿Compartir la cama con el señor, también? —dijo Toshua, furiosa.

Las tres mujeres estallaron en carcajadas al unísono. Toshua estudió sus semblantes. A juzgar por lo que vio, encontraban ridículos todos esos remilgos.

—¿Y eso qué tiene de malo? —dijo Marakabui muy tranquila—. A mí muy pocas veces me hace el honor, pero cuando me pide que vaya a su habitación acudo siempre de buen grado. Y ya te he dicho, pregunta a Loi y a Moka. Es un amante muy tierno, y muy hábil.

—¿Y por eso me ha traído aquí?

—Bueno, no digo que alguna vez no te pida que le hagas ese favor, pero creo que tiene planes más ambiciosos para ti.

—¿Ambiciosos? Dime de qué se trata, por favor —exclamó Toshua, empecinada.

—Eres joven e impaciente, muchachita —respondió Marakabui—, pero sigue mi consejo: disfruta de la vida en esta casa. No olvides que te han recogido del arroyo, y que hoy dormirás en esta hermosa habitación. Así es el mundo, chiquilla, y no sabes lo rápido que se vuelve a tropezar, y a caer.

Con cierta sorpresa, Toshua advirtió que ya no tenía hambre ni frío, y que le gustaba el sitio donde había ido a parar. Las enaguas que se había puesto, el quimono, el cinto, no eran de menor calidad que las prendas que lucía el representante del shogun. «Sí, por qué no aceptarlo como viene», pensó.

En los días que siguieron no se lo pasó nada mal. Transcurrieron algunas semanas hasta que sucedió algo que le aclaró el misterio. Los días se desarrollaban según un esquema que se repetía casi sin variaciones. Por la mañana, en cuanto despertaba sin que nadie la llamara, tomaba un baño; Moka y Loi le hacían compañía. Por lo visto el lugarteniente del shogun se había reservado para su uso privado sólo una parte del ryokan, y en las salas restantes albergaba a sus huéspedes oficiales: nobles, superiores de los conventos, recaudadores de impuestos, mensajeros de Edo, siempre en incesante trasiego. Cada mañana, en el cuarto de baño de las mujeres las dos muchachas contaban a Toshua todo lo ocurrido desde la noche anterior: quién había pasado la noche con quién, quién había bebido demasiado sake, de quién las dos esperaban una jugosa propina, con qué hombres estaban dispuestas a pasar la noche en caso de que se lo solicitaran. Después, si regresaba a su cuarto, la esperaban sobre el lecho nuevos y bellos vestidos, como regalos caídos del cielo.

Por las mañanas venía una profesora de caligrafía y después una monja que le leía fragmentos de un libro de historia, una crónica de la época de las convulsiones políticas. Hasta entonces Toshua nunca se había interesado por los sucesos históricos, y durante cierto tiempo interpretó lo que oía sólo como una especie de entretenimiento. Hasta que un día la monja le dijo:

—Todo esto que te leo son los hechos que conformaron las vidas de tus antepasados, y deberías conocerlos con pelos y señales.

Toshua meditó sobre esa admonición, pero cada vez que preguntaba algo a la monja sólo tropezaba con su silencio.

Por las tardes solía acompañar a Marakabui a hacer las compras en la ciudad. En esas salidas aprendió a moverse con los zuecos altos, si bien al principio tenía la impresión de andar sobre coturnos. Lo importante era avanzar a pasitos, y deslizarse más que caminar.

—Precisamente en eso se distingue la dama elegante —la instruyó Marakabui.

—Pero también las cortesanas caminan así —objetó Toshua.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Marakabui—. Ellas también son elegantes. Una cortesana de primera categoría puede negarse a dormir con un hombre que visita su casa. ¿Qué ama de casa puede permitirse ese lujo?

Por la noche, después de que Moka y Loi sirvieran la cena a los huéspedes del ryokan, las cuatro mujeres se reunían una vez más para jugar a algún juego de mesa o hacer pajaritas de papel. Marakabui les dijo una vez que el origen de las pajaritas suele asociarse con la viuda del joven héroe Atsumori, que se retiró al templo de Mieido, en Kyoto, a ocultar su dolor bajo un hábito de monja. Un día que el abad del monasterio amaneció aquejado de una intensa fiebre, la monja consiguió que remitiera dándole aire con un papel plegado a modo de abanico mientras recitaba una oración para conjurarla. Loi soñaba con las bellezas del jardín de ese monasterio, bellezas que un mortal común y corriente nunca podría admirar. De golpe Moka exclamó:

—Bueno, Toshua ya se ocupará de hacernos entrar algún día. —Se había ido de la lengua; no necesitó que se lo dijeran, porque al instante se dio un golpecito en los labios y exclamó—: Tonta de mí, ¿por qué no me morderé la lengua?

Marakabui, con una mirada de reproche, le hizo cambiar de tema. Toshua, lamentándolo mucho por Moka, cuya espontaneidad tanto le gustaba, no preguntó nada más.

Dos veces por semana la visitaba un monje zen que lucía una barba de chivo y le enseñaba a celebrar a la perfección la ceremonia del té. Otras dos veces por semana un eunuco coreano le daba lecciones de canto y flauta. Esa vida no le disgustaba en absoluto, y con el mismo empeño aprendía tanto caligrafía como a preparar el té. El mismo maestro coreano le enseñaba también a componer haikus, y el eunuco sabía reconocer en su justo valor los versos que ella le presentaba. No obstante, lo único que podía objetarse a esa vida era que carecía de eso que suele llamarse «la sal»; además, Toshua seguía sin saber con qué propósito la habían llevado allí. Por más que disfrutara de las comodidades de la casa, anidaba en ella otro anhelo, muy propio de su ser: el deseo de llevar una vida desbordante de acción, de hechos extraordinarios. Aunque imaginaba que debía prepararse para cualquier eventualidad, no comprendía para qué. La respuesta a esta pregunta seguía envuelta en una niebla de silencio y reserva.

Acabó por perder la noción del tiempo. Todas las semanas eran iguales. De no ser por la menstruación, apenas habría notado que había vuelto a pasar otro mes. Cada vez que, de vez en cuando, preguntaba a las criadas o a Marakabui por el representante del shogun, estás le respondían que se hallaba ocupado. Se anunciaban cambios importantes, pero nadie quería contarle en qué consistían.

Una vez un mensajero le llevó una rama de cerezo en flor, regalo del señor, acompañada de unos hermosos versos, y ella le respondió con un poema de Ki no Tomonori:

Cuando llegue la primavera

regresará la nube de golondrinas,

nadie lo duda.

Pero con el corazón humano,

nunca se sabe.

Al parecer su respuesta llegó a manos del señor en uno de sus días sentimentales, pues acudió en persona a felicitarla por los bellos versos con los que había respondido a su obsequio. Después de que Marakabui trajera los utensilios del té, ordenó a la vieja criada que se retirara. Toshua preparó el té y lo sirvió, y él alabó su habilidad y el buen sabor del té que había escogido.

Cuando Toshua llegó a El Pez de la Suerte sentía todavía un profundo rechazo por el sexo. Únicamente el recuerdo de la primera experiencia con su hermano le resultaba agradable. Todo el acoso, todos los abusos que había conocido después, sólo sirvieron para que en ella arraigaran con más fuerza el rechazo y la repugnancia. Sin embargo, en esas últimas semanas había sentido arder en su interior un deseo cada vez más intenso. Ahora, a solas con el representante del shogun, esa llamita de deseo que parecía bailar dentro de ella se convirtió en un fuego abrasador. Sí, por qué no admitirlo, por qué no probar, pasara lo que pasase. Tenía ganas de acostarse con ese hombre. «Si comparto mi cama con él, tal vez consiga descubrir lo que piensa hacer conmigo», se dijo. Sin embargo, esta reflexión sólo era un modo de disimular su deseo, y si bien al principio parte de su rechazo se debía al miedo a que por esa vía él llegara a dominarla, ahora el panorama era exactamente el contrario.

Mientras preparaba para el señor un té de un sabor diferente al anterior, sentados ambos el uno frente al otro, Toshua estiró una pierna hacia delante y le brindó así una encantadora vista de la gruta que se abría entre sus muslos. Siguiendo el consejo de Loi, se había afeitado el vello púbico. Él no tardó en reaccionar.

—Vuestro talle tiene algo masculino que me excita. Y sin embargo sois una mujer, y muy apetecible —dijo, y se tumbó a su lado.

Ella le acarició el mentón con la mano izquierda.

Sus caras volvieron a separarse.

—Ni siquiera sé vuestro nombre —dijo Toshua, frunciendo el rostro. Luego le tomó la mano y se la llevó al pecho izquierdo. A él no se le escapó que al contacto de la palma de su mano los pezones de Toshua se endurecían.

—¿Por qué no llamáis simplemente Yashima al hombre que ahora tenéis a vuestro lado?

—Es que... apenas sé nada de vos, Yashima. Ni del destino que habéis decidido para mí.

—Llegará el día en que lo sabréis.

—Esa respuesta no me satisface. La gruta llena de miel no os dejará entrar ni saborearla si antes no me desveláis el secreto.

Yashima echó la cabeza ligeramente hacia atrás y examinó con aprobación las caderas de Toshua. Su pene ya estaba erecto, imponente. A Toshua la invadió con fuerza arrobadora la idea de sentirlo dentro de ella cuanto antes, pero había tomado la determinación de llegar, antes, a un pacto.

—Ah, qué cosita... —dijo en tono burlón, al tiempo que miraba con fingida preocupación el miembro de Yashima, dispuesto para el combate—. Ahora tiene prisa por acercarse a este umbral, detrás del que encontrará sabrosa miel, pero antes de permitirle la entrada, el hada que vive en la gruta desea comprobar que confiáis en mí de verdad.

—¿Confiar...? Por supuesto que confío en vos.

—¿Por qué, entonces, todos esos secretos entre nosotros? Sé de alguien a quien eso no le gusta nada.

Mientras la joven hablaba, no dejaba de acariciarse, lentamente, la cara el interior del muslo.

—Bien —dijo él, y se encogió de hombros como si la cuestión fuera algo sin ninguna importancia—. Si es tan importante para vos... Os revelaré el secreto, pero sólo si permitís que el hombrecito entre en la gruta.

Toshua era consciente de lo excitada que estaba, pero aún no se dejó llevar por el deseo.

—¡Hombrecito! —exclamó entre risas—. Bueno... El hada de la gruta de miel le da la bienvenida, pero debéis saber que moriréis si abusáis de mi confianza.

—Morir —dijo Yashima, pensativo—. ¿Recordáis aún aquel día en que dije al oficial de la guardia que teníais algo de gata? Creo que os calé muy bien ya en el primer momento. Sois muy testaruda.

—El gato es el animal con el que más me identifico, el que más me atrae. Tal vez fui un gato en mi última encarnación, puede que lo sea en la próxima. Vos habéis adivinado mi karma, y por eso merecéis una recompensa... —dijo Toshua, cada vez más excitada.

Sintió que las manos de Yashima le acariciaban las caderas y se deslizaban hacia abajo. Toshua se echó hacia atrás y abrió tanto las piernas que la gruta se ofreció a Yashima en toda su plenitud. El príncipe empujó con el pene y ella respondió de forma hábil a sus movimientos. El instante del clímax hizo que se abalanzaran literalmente uno encima del otro.

Se revolcaron por el colchón un par de veces más, como fundidos en un alud de nieve que cae sobre el valle desde lo alto de la montaña. Después, él se separó bruscamente, se puso de pie de un salto, se echó el quimono encima y entró en el cuarto de baño.

Cuando regresó, Toshua ya había preparado otro té. Estaba hermosa en su quimono estampado con hojas de cedro rojizas, que acababa de estrenar.

—Por lo que veo, ya ha llegado el otoño —dijo él, sonriente.

Toshua le tendió una taza de té. Yashima bebió.

—El color de vuestras mejillas se parece al de las hojas del arce tras las primeras heladas de noviembre —dijo Yashima en voz baja.

—No cambiéis de tema... El secreto. ¿Qué tenéis pensado hacer conmigo?

—Si he de deciros la verdad —dijo Yashima con una sonrisa de satisfacción al ver que era capaz de distraerla con sólo un cumplido—, y teniendo en cuenta la hora placentera que acabamos de disfrutar: sobre todo, pasar siempre que pueda un rato con vos en la cama.

—Podéis estar seguro de que jamás volveré a yacer con vos si ahora mismo no me reveláis el secreto.

—Sería un castigo que no podría soportar mucho tiempo —respondió él, socarrón.

Toshua dobló los dedos hasta formar una garra, como si quisiera arañarle las mejillas con las uñas, pero él le aferró la mano con la que ella lo amenazaba, la sujetó un momento y luego la soltó y acarició suavemente sus uñas con la punta de los dedos.

—¿Sabéis cómo llamo a las mujeres que saben entregarse a un hombre como vos lo hacéis? Las llamo «mujeres que aman el amor».

—¡El secreto! —insistió Toshua, indiferente a las zalamerías.

—Bueno... —dijo él— arriba, en los bosques del Nanzenji, acampa un general llamado Gankuji, de la casa de los Toyotomi. Hemos convencido al emperador, que no tiene descendencia, de que lo tome como hijo adoptivo. Gankuji tiene tres mil hombres armados y yo, cuatro mil. Con los siete mil hombres de los que dispondré cuando él una su ejército al mío marcharé sobre Edo y derribaré al actual shogun. Después designaré a Gankuji nuevo emperador y lo llevaré al palacio imperial, donde ocupará el trono de la diosa del Sol. Él, a su vez, me nombrará shogun. El clan de los Toyotomi volverá a gobernar Japón.

—Sois muy astuto —dijo Toshua—; debo confesar que también a mí me resulta muy atractiva esa idea. —Tras reflexionar un instante añadió, sacudiendo la cabeza—: No, os debéis de haber vuelto loco.

—Sin una pizca de locura hay planes que jamás podrían llevarse a la práctica. Lo decisivo son los siete mil guerreros...

—Sigo sin entender el papel que me tenéis reservado...

—Os casaréis con el nuevo emperador y le daréis un hijo y una hija. Debemos fundar una nueva dinastía.

—¿Cómo pensáis que...?

—Sí, es cierto... hay una pequeña dificultad que debéis conocer. En cuestiones de amor, Gankuji prefiere los hombres a las mujeres. Por lo tanto, la mujer que se acueste con él ha de tener algo de muchacho aniñado.

—Y vos creéis que yo poseo esa cualidad —observó Toshua, furiosa, y se enderezó con gesto altivo.

—Existe también otra dificultad digna de tener en consideración. El actual emperador ha de reconoceros como su sobrina.

—¿Y cómo pensáis llevar a cabo ese plan?

—Tiene una sobrina a la que no ha visto desde que nació. Los padres de la niña han muerto. Y la niña también, pero si viviera tendría vuestra edad. Vivió con las sacerdotisas en el santuario de Ise; era bailarina. El emperador es viejo y tiene una memoria muy frágil. Os vestiremos de bailarina del santuario de Ise, aprenderéis de memoria la historia de la familia y, lo más importante, tendréis preparados un par de haikus. Sabed que esta sobrina escribía poemas muy bellos, y básicamente ésa es la razón por la que el emperador está orgulloso de ella. Antes de que se me olvide, se llamaba Kaga No, y con ese nombre os presentaré al emperador.

Toshua agitó con violencia la manga de su quimono.

—Ni una sola vez me habéis preguntado si estoy de acuerdo con todos vuestros planes —protestó—. Ahora, precisamente cuando empezaba a ganarme vuestro amor, he de casarme con un hombre al que sólo le gustan los varoncitos...

—Una inclinación que hoy día se observa en no pocos de nuestros más distinguidos señores —observó Yashima—. Y no los censuro por ello, siempre que yo pueda seguir disfrutando de lo que a mí me gusta. Ya nos arreglaremos. Gankuji se acostará con vos sólo un par de veces, y en cuanto quedéis embarazada ya no habrá entre vosotros dos más... momentos íntimos, digamos. Y, si no os toca para nada, tanto mejor. ¿No os parece? Ya me ocuparé yo de proporcionarle todos los muchachitos que quiera; así nunca interferirá entre vos y yo.

—¿Y cuál será mi rango en vuestra casa?

—No olvidéis que seréis la emperatriz.

—¿Y qué pasaría si quedara preñada de vos?

—Bueno —dijo Yashima con una sonrisa de satisfacción—, en tal caso el futuro emperador o la futura esposa del emperador de la próxima generación tendría algo de nosotros dos.

—No sé —dijo Toshua—. ¿No es un juego muy arriesgado? Recordad que aun cuando seamos capaces de engañar a los hombres, los dioses no se dejan engañar.

—Al contrario —dijo Yashima—. Los dioses necesitan hombres y mujeres como vos y como yo para poner en orden lo que por su negligencia se ha hundido en el caos. ¿Conocéis acaso las miserables condiciones en que vive el emperador? ¡El mismísimo hijo de la diosa del Sol! ¿No habéis oído nunca que se le tiene menos respeto que a un mendigo, que a un trapero? ¡A él, una persona de origen divino! Mi causa, lo que yo quiero realizar en esta vida, es devolver el poder al emperador, que sea él quien gobierne y no su comandante en jefe, el shogun. Me he hecho leer el oráculo por un sabio chino. Los dioses no sólo aprueban mi plan, sino que me alientan a llevarlo a cabo.

—Pero... ¿por qué no aspiráis vos mismo al puesto de emperador? ¿Por qué queréis ser sólo el que mueve los hilos en la sombra?

—Todo el mundo conoce mis orígenes. Sería muy difícil, incluso para el más experimentado genealogista, trazarme un árbol genealógico que pudiera brindar suficiente prestigio a mi ascendencia.

—¿Y ese Gankuji?

—¿Habéis oído hablar alguna vez del estandarte de la calabaza blanca? ¿Sí? Bueno, he de felicitaros. Gankuji pertenece a la casa Toyotomi. Hasta ahora todos son enemigos del clan Tokugawa.

—¿Y está dispuesto a casarse conmigo?

—¿Por qué no iba a estarlo? Un daimyo que se precie no se negaría a casarse con la sobrina del emperador. Por supuesto, el emperador, como jefe de familia, debe dar el visto bueno. Y es esa aprobación la que sin duda tendremos en cuanto os hayamos familiarizado con la historia de aquella niña con cuya identidad os presentaremos al emperador.

—O sea... ¿que he de ir en persona a verlo? —exclamó Toshua, entre indignada y fascinada.

—¿Tenéis miedo? Creí que erais valiente. Pero no temáis, yo os acompañaré. Si Su Majestad os pregunta algo que no os resulte fácil contestar, sólo tenéis que devolverle una sonrisa enigmática y callar. Y vos tenéis una maravillosa sonrisa enigmática. ¿No os lo había dicho nadie?

—Os estáis burlando de mí.

—¡Jamás! Para mí sois la baza más importante en este juego.

—Me cuesta imaginar que todo vaya a salir bien.

—Hemos pasado mucho tiempo elaborando estos planes. Con vuestra ayuda los llevaremos finalmente a cabo..., si vos queréis y si descubrís el valor que se oculta en vuestro interior.

Toshua reflexionó. Había añorado la acción, las aventuras, y, de pronto le ofrecían un papel en la pieza más grande y arriesgada que jamás hubiera imaginado. Pero tenía miedo. Clavó sus ojos en los de Yashima, siguió viendo en ellos algo que le inspiraba desconfianza, que le daba miedo, aunque admitió que también podía enfocar las cosas de otra manera. No sabía a ciencia cierta si era amor lo que descubrió en los ojos de Yashima, pero estaba segura de que ejercía sobre él una intensa atracción. Fue entonces que decidió hacer una curiosa apuesta consigo misma. Quería una señal, debía asegurarse de que, por lo menos en ese terreno, lo dominaba. Si ahora Yashima respondía a su invitación erótica, aceptaría el papel en el teatro de los hombres que luchaban por el poder.

Fue preciso sólo un movimiento casi imperceptible de caderas para volver a excitarlo. Yashima la abrazó, y esta vez se abrió aún más la gruta de la miel. Al hacer el amor con él por segunda vez, Toshua pensó en su afición por los gatos, y en su deseo de convertirse en la cabecilla de un grupo de bandidos. La aventura de ser emperatriz, sin duda, resultaba mucho más tentadora. «Estoy de suerte», murmuró una voz en su interior. Sin embargo, en alguna parte de su ser, en un rincón de su conciencia, seguía sintiendo miedo, y esperaba que éste se ahogara en el fuego que en su vientre descargaba el hombre amado.

Llegó el día de visitar al emperador. Toshua se sentía inquieta. Una camarera la había maquillado para dar a su rostro otro aspecto, cosa que hizo con gran acierto. Se miró al espejo, y la imagen que éste le devolvió le pareció la de una desconocida, otra persona. La vistieron con un traje de bailarina del altar sagrado de Ise. El hombre que había confeccionado el árbol genealógico de su familia y redactado el certificado de adopción así como el permiso para la boda —el escriba imperial tendría que volver a escribir estos documentos para que el emperador pudiera firmarlos y validarlos con su sello—, le explicó con todo detalle el significado y los pormenores del culto a Ise y de las ceremonias que allí se celebraban.

Toshua nunca había estado en Ise. La noche anterior a la visita repitió mentalmente una y otra vez todo lo que le habían enseñado. El recinto sagrado se alzaba en un bosque de cedros, junto al río Ui. El altar exterior de Geku está dedicado a Topyo-uke-Omikani, la deidad protectora de la agricultura y la Naturaleza. En el camino que conduce al altar hay dos puertas. Tras la primera se encontraban los edificios destinados a acoger al emperador y a su séquito cuando visitan el santuario. Tras la segunda, el kaguraden, el escenario para las danzas sagradas que las bailarinas ejecutan con ramas de saki, el árbol sagrado, en la mano. La orquesta que acompaña a las muchachas está formada por un par de cascabeles de madera, un koto, una flauta, un flautín y un tambor. La duración de cada danza depende del valor de las ofrendas de los peregrinos. El altar propiamente dicho se encuentra rodeado por cuatro cercas; aparte del emperador y las sacerdotisas nadie puede traspasar el umbral, que se halla protegido con una cortina blanca. Tras cruzar la primera puerta, los peregrinos descienden al río a celebrar la inmersión ritual. Después, atravesando una avenida de cedros centenarios se llega a un escenario destinado a las danzas kagura. Tampoco desde allí se ve el altar, que está consagrado a la diosa solar Amaterasu-Omikami. En él se guarda su espejo, como parte de las insignias del Imperio. Del espejo se cuenta lo siguiente: Amaterasu-Omikami se lo cedió a su nieto, Ninigi-no Mikoto, cuando éste bajó a la Tierra para hacerse con el poder del planeta. El espejo sirve para ver con claridad en cualquier momento lo que a uno le ocurre. Toshua ya había oído hablar a su madre de la diosa del Sol y de su nieto, el primer emperador.

Yashima no había querido viajar con ella a Ise; prefirió que Toshua conociera el lugar por sí sola. Le había dicho que era muy arriesgado. Bueno, en lo que respecta a Ise, el escenario ya lo conocía de memoria. Pero ¿qué pasaría si el emperador le pedía que bailara ante él? No había ensayado ninguna danza. Mientras la llevaban con Yashima en un palanquín al palacio imperial, Toshua sintió ganas de saltar y salir corriendo, pero entonces imaginó que formaba parte de una representación escénica, y eso la ayudó a contenerse. De pronto le pareció que ella misma asistía a una representación en la que era uno de los actores. Y se elogió y se criticó a sí misma. Por momentos oía resonar en su interior una gran ovación mientras la cabeza se le estremecía de dolor. Se sintió más segura en cuanto puso pie en el edificio en el que iba a celebrarse la audiencia.

La inmensa sala del trono se hallaba en un estado lamentable. Había grandes charcos, formados por la lluvia de la noche anterior y unos agujeros enormes en el techo, por los que salían y entraban los pájaros. Únicamente los sólidos puntales tenían, a ojos de Toshua, cierta dignidad. Atravesar la amplia sala le pareció un suplicio interminable. A lo lejos, en medio de la penumbra por la que avanzaba, ardía junto al trono una única vela. Olía a meados de gato. Por doquier se veían gatos que aparecían y desaparecían en la oscuridad.

Tal como exigía la costumbre, Yashima y Toshua, después de dejar atrás a los dos guardias que flanqueaban la puerta, se arrodillaron e inclinaron hasta tocar el suelo con la frente. Al hacerlo, Toshua se ensució la túnica. Desde muy lejos les llegó una voz de falsete. Sólo era posible intuir que quien así les hablaba era el emperador, y tuvieron que adivinar qué les decía. Era la voz de un anciano al que ya casi no le quedaban dientes.

—Poneos de pie y acercaos sin más ceremonia. Las reverencias sólo sirven para ensuciarse la ropa.

Eso ya había ocurrido, y la suciedad era una ofensa para los ojos del emperador. Toshua se mantuvo tres pasos por detrás de Yashima, que avanzaba a grandes zancadas por la penumbra. Lo único que se oía era el resonar de sus botas.

—¿Quién es, Kashi? —preguntó el emperador.

Por detrás del trono asomó la cabeza de un hombre con aspecto de enano, y Toshua lo oyó susurrar algo al oído del anciano.

—Ah —dijo la sombra, sentada en una posición incómoda en un escabel y enfundada en una manta de brocado, cuyos hilos de oro y plata relucían cada vez que el aire agitaba la llama de la vela—. Sois vos, Yashima. Os damos la bienvenida. Es un placer para nosotros conversar con vos. Contadme, contadme qué pasa en el mundo. Pero dadme sólo buenas noticias, las malas ya cayeron del cielo anoche.

También Toshua recordó el diluvio; se había pasado la noche sin dormir, oyendo caer la lluvia.

—Os traigo el certificado de adopción del príncipe Gankuji, Majestad.

—Dejádmelo ver —dijo el emperador, refunfuñando—; hasta que no lo firme no podré ir al monasterio. Espero que tengan un cocinero, el nuestro se marchó ayer. Debió de pensar que en cualquier otra parte le iban a pagar más que aquí. Entregad el certificado a Kashi. Él lo copiará y me lo presentará mañana por la mañana. A primera hora del día aún tengo buena letra, por eso firmo todos los documentos en cuanto me levanto. Y me dicen que debemos ahorrar en lacre. Mañana podréis enviar un mensajero a recogerlo. ¿Con quién habéis venido? ¿Con una niña? ¿Una muchacha? ¿Quién es? ¿Pretendéis que vuelva a casarme a mis años? Ni se os ocurra, la ceremonia es aburridísima. Y la felicidad que a veces se siente la primera noche, pasa rápido. Hace poco me entretuve contando todas las mujeres que poseí a lo largo de mi vida. Me detuve cuando llegué a la número cuarenta y ocho. Uf, de eso hace ya mucho tiempo. Ahora, por no tener, ni siquiera tengo concubina que me caliente los pies por la noche. Así son las cosas en este mundo inestable.

—Koga No es vuestra sobrina, Majestad. ¿Ya no la reconocéis?

Toshua se sobresaltó cuando oyó a Yashima pronunciar el falso nombre. Las manos le temblaban.

—¿No había muerto? —dijo el emperador—. No, claro, debo de confundirme con algún otro pariente. Koga No era la chiquita que escribía esos versos tan bellos.

—Y aún los escribe, Majestad, aún los escribe —añadió Yashima.

Era un engaño cruel. Nada parecía más fácil que manipular a ese anciano decrépito, cuyo único deseo ahora era retirarse a un convento. Lo que estaban haciendo era un crimen. De repente, Toshua sintió algo parecido a una tierna compasión por el emperador.

—Koga No viene a pediros —prosiguió Yashima con su atronadora voz de guerrero—, como jefe de la familia que sois, permiso para casarse con el general Gankuji. También me he permitido traeros ya redactado el documento que lo certifica, vuestros escribas no tienen más que copiarlo. Os ruego, Majestad, que lo firméis y ratifiquéis con vuestro sello.

—¿Se ha negociado como corresponde el contrato de matrimonio con la familia de Gankuji? Yo no puedo dar a la pequeña ni la más modesta dote.

—Majestad, me he tomado la libertad de ocuparme también de eso. Por lo demás, la familia de Gankuji considera ya suficiente honor casar a su hijo con la sobrina del emperador.

Como si de golpe olvidara el tema que estaban tratando, el emperador dijo:

—Que se acerque Koga No. Quiero verla.

Toshua se acercó al escabel con pasos cortos y balanceándose, como le había enseñado Marakabui.

—Acércate más, mi niña, estoy un poco sordo. Desde que murió la emperatriz, muy raras veces veo a una mujer. Puedes tocarme sin temor. Hueles bien, y este maquillaje es el que usan las bailarinas de Ise. ¿O me equivoco?

—No, Majestad.

Toshua no dijo nada más. Hasta el momento no había salido de su boca ni una sola mentira. Pero ¿a qué venían tantos melindres cuando todo era una farsa?

—Entonces —dijo el emperador al tiempo que le acariciaba la muñeca con sus dedos fríos y nudosos—, ya que has sido bailarina en Ise podrías bailar un poquito para mí. Le darías una gran alegría a este pobre y viejo emperador.

Toshua miró brevemente a un lado; quería ver la expresión del rostro de Yashima. De algún modo se sintió satisfecha al oír la petición del emperador y comprobar que eso asustaba a Yashima. Era evidente que temía que ella se negara. Pero ahora, seguir la broma le proporcionaba un malévolo placer. Fingió, como si estuviera algo confundida.

El viejo emperador dijo desde su escabel:

—Te lo ordena el emperador.

Toshua se demoró aún un segundo, dejó oír primero algo como un susurro, un tarareo, al que siguió una canción, y comenzó a mover el cuerpo al ritmo de la melodía. Hasta ella misma, que hasta ese momento no había bailado nunca, ni en Ise ni en ninguna otra parte, se dio cuenta de que lo hacía bien. El motivo debía de residir en que desde sus noches de amor con Yashima era consciente del poder que era capaz de ejercer con su cuerpo. Giraba y se mecía, pero no era ahora Yashima el destinatario de sus danzas, sino ese hombre viejo y solitario que por casualidad era también el emperador de Japón y por el que Toshua sentía un ingenuo cariño.

De pronto, como si acabara de despertar de un sueño, el emperador dijo:

—Qué hermoso, qué bello. Me hace sentir que todavía corre la sangre por mis venas, que aún soy un hombre. Acércate, acércate más. No tengas miedo, que no muerdo. Tal vez no huela muy bien, es cierto.

Toshua obedeció y se aproximó al trono. El emperador la rodeó con sus brazos y ladeó un momento la cabeza, hasta reposar la frente en el hueco de su cadera. Permaneció en esa postura algo ridícula sólo un breve instante, luego se enderezó en el escabel, dejando, sin embargo, la mano sobre el hombro de Toshua.

—Se me acaba de ocurrir una idea: en cierta ocasión me contaron que escribías muy bellos poemas. ¿Me harías el favor de recitarme al menos uno? No te alejes, déjame sentir un poco más tu aroma; además, ya te he dicho que estoy sordo como una tapia.

Toshua recitó en tono eufónico y sereno, y, pese a la brevedad del poema, hizo una pausa antes del último verso, con lo que logró hacer realmente vivida la escena que describían los versos:

Hizo que el sublime señor

bajara del caballo...

la rama del cerezo en flor.

—Sí, tienes talento para la poesía —murmuró el anciano—. Qué superficial es calificar un poema sólo de hermoso. Éste es simple, ambiguo, certero, nos habla de una estación del año... Y podrían decirse muchas más cosas de él. Kashi, os ocuparéis de que este poema se incorpore a la colección de haikus escritos durante mi reinado. Y no olvidéis que mañana por la mañana debo firmar los dos documentos.

El criado se acercó a Yashima y saludó con una reverencia. Yashima le entregó los dos pergaminos. El criado se inclinó de nuevo y pareció desvanecerse en la oscuridad.

Yashima acercó su mano a la de Toshua y le acarició las uñas. Después, aproximó la boca a su oído y ella oyó que le susurraba:

—¿Qué recompensa pide la sacerdotisa del altar de Ise por esta maravillosa prueba de su arte?

Toshua respondió en voz tan alta que el anciano emperador, pese a su sordera, percibió un rumor y movió la cabeza.

—«No hay nada comparable a ser gobernado por el cetro que posee cualquier hombre sencillo.»

La cita pertenecía al poema escrito por una dama de la corte en el período Genji, esos versos se le habían quedado grabados en la memoria entre los muchos que había leído en las antologías que hojeara durante los últimos días.

—Ahora estoy muy cansado. Podéis retiraros —dijo el anciano en voz baja—. El aroma de esa muchacha casi me ha emborrachado. Podéis salir por esa puerta, así os evitaréis tener que cruzar la ancha explanada de adoquines...

Toshua y Yashima abandonaron la sala del trono por la salida que el emperador les había indicado. De la penumbra pasaron, tras recorrer las salas del palacio imperial, a una explanada cubierta de una arena muy blanca en la que se reflejaba la luz de sol. Tras andar tres o cuatro pasos, Toshua tuvo la impresión de que el gran espacio vacío que allí se abría acabaría tragándosela. La sensación duró sólo un instante, pero hizo que se tambaleara; Yashima corrió a su lado.

—¿Qué os sucede? —preguntó cuando la joven, ya recuperada, se situó a su lado arrastrando el paso.

—Nada —dijo Toshua—. Acaso sólo sea un exceso de felicidad.

El día de la siguiente luna nueva se puso en marcha una caravana formada por dos coches y dos palanquines del ryokan El Pez de la Suerte en dirección al templo de Nanzenji, que se alzaba en las afueras de la ciudad y estaba rodeado de un bosque de pinos. En un palanquín viajaban Toshua y Marakabui, y en el otro las dos criadas, Loi y Moka.

En los dos coches transportaban el ajuar de Toshua. Además de ropa blanca, vestidos, telas y alhajas, cuatro lingotes de plata formaban parte de la dote. La noche anterior, entre los brazos de Toshua, Yashima había dicho que él no asistiría a la ceremonia nupcial para que los monjes no sospecharan de su papel en esta estratagema; el abad, no obstante, estaba al corriente del asunto. Yashima le había descrito también al futuro esposo como un rudo guerrero que donde más a gusto se sentía era en el campamento, entre sus soldados, razón por la cual lo más probable era que se sometiera a la ceremonia a regañadientes. Era dudoso también que quisiera consumar el matrimonio; a buen seguro, y sólo para guardar las apariencias, dormiría una noche en la misma habitación que Toshua. Si se comportaba con grosería, lo cual nunca se podía descartar en el caso de un zoquete como Gankuji, Toshua tendría a su lado a Marakabui, una mujer de gran experiencia que le brindaría sus consejos y apoyo. Dos días después de la boda, la pareja de esposos regresaría a Kyoto, donde los recibirían con toda la pompa que se reservaba a este tipo de ocasiones. Entonces Yashima seguiría a caballo el palanquín hasta el palacio imperial, pues él era el encargado de presentarlos al emperador, quien, por su parte, en un templo privado, les mostraría a sus antepasados. Los novios se instalarían al principio en el castillo de Nijo, hasta que Yashima regresara de su campaña contra el shogun en funciones, en la que lo acompañaría Gankuji en calidad de comandante del contingente de tropas por él reclutadas.

Entretanto, en Toshua había ido creciendo la suficiente ambición para creer en el bello sueño que Yashima había diseñado con objeto de describirle el futuro, y su amor por el príncipe aportaba lo demás. Sin embargo, a veces aún se estremecía al recordar las condiciones en que, muy poco tiempo antes, había llegado a la puerta sur de Kyoto, hecha una vulgar andrajosa.

Los dos coches y los dos palanquines llegaron al sammon, la puerta principal del templo de Nanzenji. Se trataba de un edificio sencillo e imponente que se elevaba sobre seis sólidas columnas de madera, entre las cuales discurrían los pasillos que conducían al recinto del templo propiamente dicho. Encima de las columnas alzábanse dos techos muy anchos ligeramente curvados hacia arriba en los extremos y cubiertos con ripias; entre ambos se extendía una terraza cerrada con un sencillo enrejado de madera.

La caravana nupcial se detuvo al pie de una larga escalinata que llevaba al portal. En su recién nacida ansia de poder y honores, Toshua había imaginado que a su llegada todos los monjes del templo la recibirían en la puerta, o que Gankuji haría apostar allí a su guardia de corps, pero cuando descendió con Marakabui y las dos criadas comprobó que no la esperaba nada semejante. En su lugar sólo vio, en lo alto, el macizo portal, cuyo aspecto de monstruo fabuloso amenazaba con tragársela. Por un momento el edificio se transformó en la figura de su futuro esposo; la invadió una oleada de miedo, y a partir de ese instante no deseó otra cosa que ya fuera el día siguiente.

De pronto distinguió arriba, al final de la escalinata, a un hombre, solo: un monje con la cabeza afeitada que lucía una túnica de color amarillo, cuyos bajos agitaba levemente la brisa de primavera. El monje abrió tanto los brazos como si quisiera echar a volar, y bajó los escalones con asombrosa agilidad. De forma espontánea, Toshua se arrodilló para expresarle su respeto, y, sin abandonar esa postura, oyó que detrás de ella Marakabui preguntaba:

—Es para nosotras un privilegio, honorable abad, que vengáis vos en persona a darnos la bienvenida. Pero ¿dónde está el novio?

El abad demostró tener suficiente tacto para hacer, de entrada, como si no oyera la pregunta.

—Venid, nobles damas, lo primero que hemos de hacer es presentarnos.

Una vez completadas las presentaciones, el abad no pudo aplazar por más tiempo la respuesta a la pregunta sobre el paradero del novio.

—Veréis —dijo el abad—, el general Gankuji se ha retrasado, es algo normal tratándose de un gran general. Si permitís, nobles señoras, entretanto puedo enseñaros el recinto del templo.

La visita duró casi una hora, y ni una sola vez volvió a mencionarse al novio.

—Por lo visto sigue sin llegar —susurró Toshua al oído a Marakabui.

—Tranquila, cielito. Hay muchos otros hombres en el mundo con los que casarte si éste no aparece.

—Creo —dijo el abad al tiempo que se daba la vuelta y dirigía la vista hacia las cuatro mujeres que lo seguían—, que a las damas las intranquiliza la ausencia del novio. Yo también opino que es poco cortés hacernos esperar tanto. No puedo ofreceros otro consuelo que aquel al que yo recurro cuando la ansiedad enturbia mi alma.

Toshua no preguntó en qué consistía dicho consuelo. Le atacaba los nervios tanta formalidad. Un estallido de furia del abad habría despertado en ella, sin duda, más simpatía. Él pareció darse cuenta, pues cuando ella al fin, tras un calculado rodeo, se detuvo bajo un alero, el abad dijo:

—Espero, noble señora, que la misteriosa obra de arte que creó aquí el maestro Seami os brinde ese consuelo que mis palabras no consiguen procuraros. A veces, el silencio y la calma son los remedios más eficaces.

A dos de los lados se veían pequeñas construcciones; al parecer, eran las celdas que empleaban los monjes. Los otros dos lados se hallaban cerrados por una sencilla pared encalada. En el centro se extendía un jardín de arena, una superficie plana y lisa que estaba cubierta de arena gris, en la que sobresalían tres trozos de piedra, dispuestos a diferentes distancias.

El abad hizo señas con la mano a modo de invitación, pero sólo Toshua se acercó al jardín. Había que ser completamente insensible para no quedar extasiado o conmovido ante la gracia, la fuerza y la calma que emanaban de aquel espacio. Toshua alcanzó a oír detrás de ella al abad, que dijo a Marakabui que las dejaba solas un rato para que contemplaran a sus anchas el maravilloso jardín. Rezaría, añadió el abad —y Toshua creyó detectar un ligero tono burlón en su voz—, para allanar al novio, dondequiera que éste se encontrara, el camino que conducía al templo.

Era extraño, pero Toshua se serenó de verdad al contemplar la extensión de arena, que por momentos ni siquiera parecía arena, pues adoptaba el aspecto de un mar de niebla del cual emergían las tres rocas como picos de una alta cordillera. La ira que experimentara por el agravio de Gankuji se esfumó en el aire. Después, le pareció descender a un lugar de las profundidades de su alma al que sólo en sueños accedía. De repente, el mundo real quedaba muy lejos y todo lo que en él acontecía le resultaba súbitamente insignificante. En ese estado le era por completo indiferente que Gankuji apareciera o no. Cuando la bruma, movida por el viento, se abría una y otra vez ante ella, veía imágenes en las que reconocía escenas de su vida, momentos que habían sido importantes para ella: la muerte de su madre, la noche que había pasado con Seami en el horno de la tahona, el día en que llegó a la antesala del ryokan El Pez de la Suerte. Se vio abrazada a Yashima y, como si se hallara en un plano superior, se contempló a sí misma, allí, bajo el alero, delante del jardín que tanta admiración le producía.

En ese momento algo cambió. Al principio fue estremecedor, pero sólo porque era distinto. Sintió que algo rozaba su cuerpo, algo incorpóreo que, no obstante, despedía una suerte de energía. Aire, una penumbra en la que se filtraba un rayo de sol que le bañaba los brazos, los pechos y los muslos y que se revelaba como una infinita ternura. Deseó con ardor que ese estado se prolongara eternamente. No quería ya volver a esa otra vida que, en cuanto la recordaba, le parecía absurda, agotadora y carente de todo sentido.

Entonces, una especie de relámpago le atravesó la cabeza. Levantó la vista y constató que lo que acababa de parecerle un rayo y despertarla de su estupor era el brillo de una estrella en el cielo. Sin que ella lo advirtiera, se había hecho de noche. Debió de pasar largo tiempo contemplando el jardín, hasta que Marakabui consideró que ya era hora de moverse.

También el abad había regresado.

—Creo, noble señora, que habéis experimentado la poderosa energía que emite el jardín de arena del maestro Seami —dijo el monje, como si eso fuera lo más importante—. Se han lanzado muchas interpretaciones sobre la posición de las piedras. A mi entender es la sencillez de la disposición, la insondable armonía entre lo visible y lo invisible, lo que tan profundamente nos conmueve y procura una paz tan inmensa. Podéis volver cuando os apetezca, siempre que deseéis repetir la experiencia.

Fue Marakabui la encargada de recordar al abad la penosa situación en que se encontraban.

—Gankuji aún no ha llegado —dijo furiosa—. Ahora ya podemos considerarlo una ofensa. Un desaire. Un escándalo.

Toshua deseaba recorrer de nuevo tranquilamente con la vista la superficie de arena, pero el abad emitió un sonido que en ella tuvo el efecto de una orden. Sorprendida, se volvió y lo miró.

—Para una nueva meditación —dijo el monje—, encontraréis en otro momento tiempo y motivos suficientes. Ahora hay que cumplir con las exigencias del presente. Estad segura de que tenéis la fuerza que se requiere para ello.

—Sí —Toshua se dirigió a Marakabui y se oyó a sí misma como si hablara desde la niebla—. Quizá sea vergonzoso, aunque lo más importante es que Yashima se entere cuanto antes de lo que está ocurriendo. Pediremos al abad que haga preparar nuestros palanquines. De momento, los coches pueden quedarse en el monasterio.

—Creo que obráis bien. Debéis saber que, si por casualidad alguna vez corréis peligro, siempre encontraréis refugio en este monasterio —dijo el abad y se marchó a toda prisa.

Una hora más tarde, el palanquín en que viajaban Toshua y Marakabui se detuvo delante de la garita que había junto al puente del castillo de Nijo. Las dos criadas habían sido enviadas de vuelta a El Pez de la Suerte. Pasó un rato hasta que les permitieron entrar y llamaron al príncipe.

Toshua y Yashima se encontraron en la oscura sala de audiencias.

—Mi prometido me ha dado plantón —explicó la joven sin rodeos, y sus palabras resonaron en la sala vacía.

—¿A qué os referís?

—El novio no se ha presentado a la boda.

En la espaciosa y oscura sala apenas se distinguía el contorno de la figura de Yashima.

—Mal asunto —lo oyó murmurar Toshua.

—¿Es posible que se haya retrasado? Al menos eso fue lo que pensaba el abad.

—Es totalmente imposible —dijo Yashima en voz muy baja—. Su ausencia sólo puede significar que ha decidido cambiar de bando.

—Yo pensé lo mismo y por lo tanto decidí volver esta misma noche para advertiros. ¿Qué sabía él?

—Estaba al corriente de todo lo que ocurre en el Imperio. Y yo había confiado en él a ciegas. Por lo visto, el cargo de emperador era demasiado poco para su ambición. Estoy perdido.

—Decidme... —dijo Toshua, después de un largo silencio—. ¿Por qué habéis planeado todo esto?

—No lo comprenderíais —respondió Yashima—. Viejas cuentas pendientes... Desde hace tres generaciones.

—¿Y qué haréis ahora? —preguntó Toshua.

—Tengo la opción de defenderme en esta ciudad. Las fortificaciones se encuentran en un estado lamentable. Calculo que sólo podríamos resistir, con suerte, unas dos semanas... De lo contrario, deberé tomar el camino del honor.

—No comprendo...

—Harakiri.

—¿Y en virtud de qué tomaréis la decisión?

—Eso no importa. El que apuesta fuerte y pierde, siempre tiene la satisfacción de decir que alguna vez en su vida ha apostado fuerte. Y el que vive con la espada, muere por la espada.

—Quisiera estar presente cuando llegue el momento.

—No —dijo Yashima—, la tradición prohíbe hacerse el harakiri en presencia de una mujer.

—Entonces, romped con la tradición.

Diez días después de que el príncipe Yashima se hundiera la espada delante de su concubina y un oficial de la guardia privada le cortara la cabeza, las tropas del shogun entraron en el castillo de Nijo. El tribunal fue implacable. Ochenta hombres y mujeres, entre los que se contaban la primera esposa del príncipe Yashima y sus hijos, murieron en la horca; sus cadáveres se expusieron en el jardín como ejemplo para toda la población. El shogun mandó vender a todas las criadas y concubinas en las casas de placer de las grandes ciudades del país. Toshua rogó al oficial encargado de vigilar el transporte de las mujeres a Edo que la dejara en el templo de Nanzenji. El hombre no se dignó siquiera a contestarle. El shogun destinó el dinero que obtuvo con la venta de las mujeres y las niñas a construir un parque en su residencia de verano. El pueblo bautizó el parque, en el que sólo podían pasear el Generalísimo y su familia, con el nombre de Parque de las Mujeres que lloran. A Toshua la compró el propietario de la casa La Calabaza madura, en la calle mayor de Yoshiwara. Ella no lloró. Habría deseado hacerlo, pero no le quedaban lágrimas.